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Los personajes vistos y presentados por Enrique Labrador Ruiz viven su propia vida independientemente de los posibles designios del novelista y de los gustos, principios y prejuicios del lector. Sorprendente técnica de lo disímil. Las innovaciones de su técnica narrativa, su diestro empleo del lenguaje popular sin propósitos miméticos, la pródiga creación de ambientes y personajes de diversos estratos de nuestro país, unido a un estilo refinado, cuajado en una gracia barroca que no desdeña el desgarro quevedesco, ofrecen, con el sabio adobo de una socarronería y malicia bien criollas, los aportes fundamentales que a las letras hispanoamericanas ha hecho este escritor.
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Seitenzahl: 409
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Título:
Carne de quimera
El gallo en el espejo
ENRIQUE LABRADOR RUIZ
© Enrique Labrador Ruiz, 2001
© Sobre la presente edición:
Editorial Letras Cubanas, 2021
ISBN: 9789591024770
Tomado del libro impreso en 2020
Edición y corrección: Taimyr Sánchez Castillo.
Dirección artística y diseño de cubierta: Suney Noriega Ruiz
Fotografía de cubierta: Foto de cottonbro en Pexels
Emplane: Jacqueline Carbó Abreu
E-Book -Edición y corrección: Mario Brito Fuentes
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Mobi: Javier Toledo Prendes
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Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas
Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.
La Habana, Cuba.
E-mail: elc@icl.cult.cu
www.letrascubanas.cult.cu
Autor
ENRIQUE LABRADOR RUIZ, NARRADOR
Fue durante el decenio de 1920 a 1930, período de la primera posguerra mundial, cuando la prosa narrativa de lengua española, en ambas orillas atlánticas, penetra en un espacio de ebullición innovadora, entra en una etapa de mutación vanguardista. Adviértese, por allá y por acá, un esfuerzo experimentalista que destroza los trillados procedimientos de la novela convencional, realista y positivista. Por su parte, el regionalismo cercenaba las alas de cualquier intento creador, quebraba todo impulso de alcance trascendente. Resultaba imprescindible usar nuevos métodos y procedimientos, quebrar los espejos miméticos que aquel francés decía era necesario llevar a lo largo de caminos. Surgen autores nuevos: Benjamín Jarnés, Francisco Ayala, Antonio Espina, Rosa Chacel y otros, así como por acá, Jaime Torres Bodet, Miguel Ángel Asturias, Arturo Uslar Pietri, entre otros.
Precisamente en 1933, fecha cubana de tanta significación políticosocial, aparecen tres obras narrativas de singular perfil renovador: Écue-Yamba-O, de Alejo Carpentier; El negrero, de Lino Novás Calvo, y El laberinto de sí mismo, de Enrique Labrador Ruiz. Las dos primeras, en editoriales madrileñas; la última, en La Habana. Jóvenes narradores aportan por esos años sus iniciales contribuciones: Pablo de la Torriente Brau, Carlos Montenegro, Félix Pita Rodríguez, Arístides Fernández, Onelio Jorge Cardoso... Varios de ellos cobijan su tarea bajo un común estandarte de novedad y experimentación.
El quehacer creador de Enrique Labrador Ruiz (1902-1991) está conformado por varios conjuntos de obras. Son las «novelas gaseiformes»: El laberinto de sí mismo, Cresival (1936) y Anteo (1940); un único tomo de poemas, Grimpolario (1937); dos libros de polémicas prosas, Manera de vivir (1941) y Papel de fumar (1945); tres tomos de narraciones breves, que define como «novelines neblinosos»: Carne de quimera (1947) y Trailer de sueños (1949) y, ya bajo otro signo: El gallo en el espejo (1953); una novela «caudiforme» publicada, La sangre hambrienta (1950), y dos que no llegó a editar: El ojo del hacha y Custodia de la nada; un volumen de excepcionales artículos y etopeyas, El pan de los muertos (1958), y un epistolario áspero y sombrío: Cartas a la carte (1991), prosas prepóstumas, como él mismo las calificó.
Laberinto, como quiso que en definitiva se titulase (aunque resulta imposible esquivar lo de «sí mismo» tan definitorio, que explicita sus propósitos), es la primera de una trilogía (trilogía no, reiteró, sino triagonía, al modo unamuniano), abre el cielo «gaseiforme»: «novela que se halla en estado de gas, de un gas de novela». Estado gaseoso que elimina toda base sólida, las concreciones que prefería la novela tradicional. Quiere ser «esqueletos de novela», no cadáveres, ya que el esqueleto viene a ser sustancia esencial, monda y lironda, abolida a toda excrecencia superpuesta, artificial.
Aunque publicada, como dijimos, en 1933, no se encuentra en ella, aparentemente, ninguna referencia a la convulsa polis, tan sacudida en aquellas fechas, porque insiste en el «sí mismo» que resulta su objetivo. Desaparece en ella la estructura tradicional en capítulos. Se compone por segmentos independientes agrupados en tres secciones: «Un tiempo», «Otro tiempo», «Después»; es decir, un tiempo indefinido, brumoso, sin precisiones.
Capta el lector la multiplicidad de narradores y enfoques, la anfibología, la introspección que se clarifica desde la apertura del diálogo de los tres lápices, la carnavalización del personaje Leocadio (voz popular para referirse a los dementes) Laurell, todo lo cual descubre y subraya el trasfondo de incertidumbre y angustia del hombre contemporáneo.
De las tres significativas novelas cubanas en 1933, nuestra apertura a la modernidad narrativa, Laberinto es la que entrega mayor ímpetu experimental; la fragmentación del tiempo cronológico en diversos planos, la libre asociación de ideas que corresponde al libre movimiento de la conciencia, la utilización de varios recursos cinematográficos (el flash-back, fadeout, montaje, etcétera). Es posible observar el influjo beneficioso de la lectura de Kafka, Faulkner, Aldous Huxley, Roberto Arlt, Macedonio Fernández, Pablo Palacio... Según cierto crítico latinoamericano, la mayor gloria del uruguayo Juan Carlos Onetti la constituye la publicación de El pozo por sus elementos renovadores, lo que ocurrió en 1939, seis años después de Laberinto.
Al narrador cubano, que contaba poco más de treinta años, le preocupan lo cotidiano, lo minúsculo, lo aparentemente desdeñable. Dichos elementos revelan de algún modo la inquietud y el rebelde espíritu del autor. Desprendidos de él, liberados, sus personajes vienen a ser «dobladuras de su yo», existencias ficticias que el creador personifica a su modo, a su particular manera, sin presentarlos ni describirlos. Constatamos que El laberinto de sí mismo no es solo el núcleo de la trayectoria narrativa de Labrador Ruiz, sino igualmente el germen de la nueva novela hispanoamericana por entonces en trances de nacimiento.
Tres años más tarde, Cresival, nombre del protagonista, curioso nexo entre la mitología y la farmacopía, dispone de una laxa estructuración como secuencias que podían haberse organizado de otro modo al elegido. Los iniciales bloques narrativos permiten conocer la infancia y adolescencia del primer agonista, con trazos de indudable ironía. Se ha dicho que «toda novela moderna es una deformación irónica» que, en el presente caso, se desliza hacia la sátira y el sarcasmo.
Tanto el prólogo a Cresival (que es más bien epílogo de Laberinto) como el de Anteo, exponen los criterios y puntos de vista del escritor, que no ha compuesto sus obras por meras ocurrencias, como tuvo a bien decir cierto comentarista, sino que parten de concepciones bien pesadas y pensadas. Véanse como muestras ciertas páginas de Manera de vivir y Papel de fumar. En Cresival no existe tampoco el fluir convencional del tiempo ni los personajes están trazados con precisión y profundidad. Cresival narra su vida en primera persona, aunque no es fácil advertir cuando la voz pasa a otro personaje. Lo que sí es evidente que el autor cuenta con la complicidad del lector, al que se le exige una participación mayor de la que ocurre con las novelas tradicionales.
No resulta superfluo subrayar la proximidad existente entre las técnicas empleadas por el escritor urbano con las utilizadas en los famosos «esperpentos» por Valle Inclán. La ambigüedad, la elusión, cuando no la deformación, tienen que ver con la «estética del Callejón del Gato», según calificaba Pedro Salinas la creación del escritor gallego. Por otra parte, algunos críticos señalan que Labrador Ruiz anuncia el existencialismo tan en boga años después. Es cierto que en su libro inicial afirmaba: «He aquí que yo me siento sobre mis hombros el peso de la vida»; cierto igualmente que una angustia existencial subyace en esos inquietos textos, entre tan fantasmales criaturas, pero no podría clasificarse, a mi juicio, de existencialista el quehacer del autor de las «novelas gaseiformes».
Con Anteo culmina el ciclo de esta concepción inicial de Labrador Ruiz. Asoma el nombre del héroe mitológico griego, hijo de Gea, la Tierra, y de Neptuno, el Mar. Si Cresival de ninguna manera alcanza a ser el paladín operático, tampoco Anteo logra confundirse con su paradigma helénico. Era un momento en que la literatura criollista parecía recobrar energías, mas en esta versión, el protagonista no conquista fuerzas de su progenitora, sino que le ocurre todo lo contrario. Quedan esbozados algunos personajes, el profesor y su esposa, que leía, ensoñadora, todo lo que se publicaba sobre el Gran Corso, y el llamado Mike, tan plagado de singularidades. El mismísimo Anteo no consigue realizar sus ideales, bastante vagos; nos entrega la imagen de un fracasado.
Sale a la luz Trailer de sueños, en 1949, compuesta por tres secciones que con cierta reserva pueden considerarse narraciones, ¿lo son o no lo son? La primera transmite un diálogo que sostienen dos interlocutores (quizás es uno solo que habla consigo mismo); parecen deambular por su realidad íntima, en busca de una afirmación óntica. Acertaríamos diciendo que charlan sobre ciertos evanescentes recuerdos. La segunda accede a una mayor fisonomía narrativa. Sumergido en un mundo interior avasallador, el hombre transita por varias calles en un espectral crepúsculo habanero. Tropieza el lector con concretas alusiones a la circunstancia cubana (el político, el reportero, la calle del Obispo, la plazuela de Albear). Captamos un dramático enlace entre el protagonista y Petruska. (Con el título «Petrushka» apareció en la revista Espuela de Plata, febrero de 1941, con algunas variantes).
Asoma en el tercer relato un soñador, poeta ensimismado, que logra introducir su voluntad en sus sueños y en esta ensoñación crear algunos personajes. Juan Antonio, como se llama, está vigilado por esas criaturas de su invención; lo atisban durante sus paseos, como entes dotados de corporeidad e independencia. Calibramos cierta endeblez estructural, la forja de un ambiente que puede titularse mágico, lo que ha conducido a algunos críticos a proclamar su dependencia del surrealismo, aunque cierta coherencia y racionalidad lo apartan de esta modalidad.
Carne de quimera (novelines neblinosos) sale a la luz en 1947. De los ocho cuentos incorporados a este volumen, «Conejito Ulán» conquista el año anterior el Premio Hernández Catá. Es, sin disputa, su obra maestra. Ofrece la tragedia de la soledad de Maité; esta solterona revela sus desvelos y obsesiones. Entrevemos al fugitivo Julián, con su bozo rubio y el labio leporino, que transparenta la presencia física del conejito Ulán (Julián-Ulán). La inclinación de Maité hacia el roedor trae a la memoria parejas similares en la mitología griega, Leda y el cisne, Pasifae y el toro. Sobre la infeliz mujer pesa la figura del padre, viejo mambí que dictaminó el destino de Maité: debe casar con alguien que tuviera las cualidades del viejo, ningún arrastrao o «pacífico». El dictamen paternal y sus obsesiones no impiden observar su sofocada sensualidad. La llegada de la guardia rural en busca del bandolero constituye un ventarrón de la realidad en el orbe onírico de la solterona. (Cabe contactar este magnífico con «Lola y su periquito» de Cirilo Villaverde).
Dejando atrás las novelas «gaseiformes» y los «novelines neblinosos», Labrador Ruiz realiza una mutación relevante con su novela «caudiforme», La sangre hambrienta (1950), que ganó el Premio Nacional de Novela correspondiente a ese año. Fueron muchos los artículos que se dedicaron a esta obra. No todos advirtieron lo esencial del nuevo aporte. Se dejaron llevar por ciertos conceptos: «costumbrismo», «folclor local». Si el autor declaraba que abandonaba los previos requisitos gaseiformes y neblinosos, no quería decir que se acogiera al repudiado criollismo convencional. La flamante obra «caudiforme» de muchedumbre y aluvión, mantenía sutiles ligámenes con su quehacer anterior. Persisten las innovaciones estructurales, la experimentación lingüística. De ningún modo escapa a la realidad circundante, pero no somete a su dictamen. «Conviene recordar —expone Ángel Rama— un intento de superación lingüística de lo criollista: la obra de Enrique Labrador Ruiz, cuya pirotecnia verbal, su fabuloso “invencionismo” se sostiene sobre la creación de una lengua literaria que obedece secretamente a las leyes de un habla popular sabiamente regustada».
Para varios críticos, La sangre hambrienta no es novela sino conjunto de relatos. Tiene unidad el inicial «De un cuaderno de apuntes». El protagonista, Benjamín, narra acontecimientos que ocurren en una casa de huéspedes durante los meses más agitados de 1933, precisamente en el momento en que el autor da a la estampa su primera novela gaseiforme. La «encargada» del edificio, la «elefanta» Paz, simboliza un tanto el resquebrajamiento del poder. Contra ella brotan los denuestos de sus «rebeldes» huéspedes. Entre ellos está Fortunato Cue, narrador de novelas inéditas, acaso un alterego del autor. A cada instante surge la burla, la cuchufleta, la broma.
Cada uno de los siete bloques narrativos o capítulos, nunca con títulos, acoge gentes de muy diversa catadura. Sobresalen tres: Estefanía, Escipión Hipólito Vergara y la viuda de Vigón, quienes son ejes centrales de los relatos principales que conforman la bautizada novela. Cabe hacer hincapié en el segundo, a quien llaman a lo largo del relato Cipión con su apellido Vergara, lo que hace recordar a los personajes de la «novela ejemplar» de Cervantes, Cipión y Berganza. El personaje de Labrador integra en su ser una doble personalidad que documentan por su parte los dos perros del diálogo cervantino. Escenario de la acción en ese pequeño pueblo cuyos habitantes, saturados de malicia y calados de chismorreos, están caracterizados por sus angustias y tragedias, embelesos y vacilaciones.
La elaboración de los temas criollistas cargados por un ansia universal de perennidad vuelve a presentarse en los nueve cuentos agavillados en la obra El gallo en el espejo (1953). «Cuentería cubiche», se subtitula, realza la esencia del arte narrativo de nuestro autor, que nunca quiere ser pasivo espejo, sino todo lo contrario. Ya lo dice la dedicatoria. «A quienes por sobre toda otra consideración estas espesas estampas dan la medida de un rastreo en nuestro carácter». Los rumores y chismes de los pequeños pueblos son materiales hábilmente elaborados por el cuentista, sin mengua alguna de sus valores estéticos, traspasando su exterior cobertura costumbrista. Constituye un escudriñar en la compleja identidad de los cubanos.
«Infatigable lector, el panta rei de Heráclito, a ese “todo fluye”, un poco vago, opongo el “todo se contiene”», me declaraba para la nota que le dediqué en mi Antología del cuento en Cuba (1902-1952), que circula en 1953. De ahí su manera lenta y morosa de recrear ambientes, caracteres, dilemas morales, en una prosa con su chispa de barroquismo. La existencia en dichos pueblos del “interior” o en los barrios extremos de la ciudad, está girando en torno a un objeto, un intrascendente esguince que resume o simboliza ese vivir por vivir, sin objetivos. ¿Qué otra cosa significa el sombrero de Caridad Mejía en el relato «Tu sombrero»? Símbolo de chismorreo, pero también amuleto de victoria y eficaz engañabobos utilizado por el alcalde del pueblo, perito en picardías criollas.
Entre cuchicheos pueblerinos vive el secretario judicial que narra, en muchas idas y venidas de reproches y malos entendidos, los incidentes que conocemos en «Nudo en la madera». El autor apunta irónicamente, entre guiños y sonrisas, lo que ocurre con estos personajes que no tienen ninguna trascendencia, seres insignificantes que encuentran secretas energías en su indefensión. Extraigo una frase que sirve de clave: «A veces se encuentra lo insólito debajo de lo más corriente». Tal ocurre en «La torre en el viento». Hay tantas como Anastasia, mas qué sutil calado nos descubre el narrador.
Recordaba Alberti al narrador cubano: «...anacreóntico compañero de hermosas mañanas inolvidables, el hombre que escribe alegres cuentos amargos». Lo risueño junto al agrio retorcimiento, la ternura al lado de la crispadura del sentimiento. ¿Cómo asomarse a la trágica experiencia del car- pintero Agustín, aquejado de «celos retrospectivos»? Afirma dicho relato la potencia que alcanza el chismorreo con su aliciente irónico, exasperado por la explicación «científica» de aquel «dedo supletorio»; solo el derramamiento de sangre puede limpiar el supuesto desliz de Gloria sin acentuar el tono melodramático, sino matizado por la broma, el choteo.
Durante veinte años conjuró sus obras de ficción y descubrió senderos no hollados, innovó formas y contenidos, dio un empujón fundamental a la narrativa en nuestra lengua. Algunos lo tildan de precursor; no, de ninguna manera: fue iniciador, atalaya de horizontes flamantes, un hombre que es- forzó su tarea incesante hacia cotas cada vez más elevadas, legando creaciones que quedan empotradas entre lo más selecto de la prosa narrativa cubana de este siglo xx.
Salvador Bueno
Septiembre, 1999.
Exergo
«Los personajes vistos y presentados por Labrador Ruiz viven su propia vida independientemente de los posibles designios del novelista y de los gustos, principios y prejuicios del lector».
RAIMUNDO LAZO
«...sorprendente técnica de lo disímil...».
GUILLERMO VILLARRONDA
«...anacreóntico compañero de hermosas mañanas inolvidables, el hombre que escribe alegres cuentos amargos».
RAFAEL ALBERTI
«Las innovaciones de su técnica narrativa, su diestro empleo del lenguaje popular sin propósitos miméticos, la pródiga creación de ambientes y personajes de diversos estratos de nuestro país, unido a un estilo refinado, cuajado en una gracia barroca que no desdeña el desgarro quevedesco, ofrecen, con el sabio adobo de una socarronería y malicia bien criollas, los aportes fundamentales que a las letras hispanoamericanas ha hecho este escritor».
SALVADOR BUENO
CARNE DE QUIMERA
(Novelines neblinosos)
(1947)
TALISMÁN Y PORTENTO
Había en un barrio de mi ciudad un notario, triste y altivo, al cual los irreprimibles deseos de su hija llevaban a la soledad y el retraimiento. Aquella muchacha le sonrojaba con su afán de investigar en lo oculto, hacer pruebas públicas de sus recursos, y desprender, de entre nubes recién creadas, los más reacios cendales de misterio. Era bella, perseverante, un poco cursi, y a tal grado llegó su temerario entusiasmo en el asunto que de pronto en todo el barrio se declaró una verdadera epidemia de magos. Viejas tías muy religiosas intentaban sacar de sus rosarios huevos azules, guantes y colibríes; caballeros responsables, de los tórculos de su imaginación zarandajas de diablotines sabichosos y hasta tenderos muy comedidos querían llevar sombreros de copa rellenos de conejillos, y otros tipos siempre escrupulosos, alucinaciones de la mano.
Aquello era horrible.
Y tanto se propuso huir el cauteloso notario de todo lo que fuese contacto con la gente de su vecindad, que así que acababa de echar las cuatro o seis firmas con que debía ayudar a mantener en pie la economía doméstica, iba corriendo a esconderse en el seno de fieles amigos, al otro extremo de la urbe, donde no había que soportar alusiones a estas cosas que siempre le parecieron obtusamente prohibidas.
¡Ah!, no es justo prescindir de detalle tan prominente como este de que su hija tuviera unos ojos azules y candorosos, sin embargo de parecer traslúcidos, y a los cuales no sería tonto acreditar, de momento, más de un milagro.
II
Se reunían en el café Renato, un viejo rincón al margen de todo ruido, con un suave tintinear en su interior de vieja alcancía en vieja mano. Eran los vasos que chocaban de vez en cuando, cargados con el agua de La Barbada; las voces que no subían de punto sino hasta cierto punto; el eco de los buses que daban vueltas en torno a la gran plaza desierta. Un aire ruskiniano, un parentesco, cierta alcurnia de gente letrada y maliciosa que se podía ver hasta en los extremos de sus boquillas; un amor por el buen gusto; un gusto por la murmuración y los devaneos que crean los recuerdos de las mocedades; un sentir de alegres consumidos hasta en las conteras de sus bastones. Y nada más.
Delicioso café. Por sus espejos pasa el baile de las cien leyendas, el baile que tiene número en la historia, una cosa espiritual, pero ellos no se cuidaban de mirarlo ni mucho ni poco, enfrascados en sus disputas, en sus sabidurías, en sus presunciones, en sus ignorancias.
Cayó de pronto una vez la conversación sobre este tema: Futuro. Y uno dijo:
—Luciano es perfecto. Él anticipó en su Historia verídica el mundo de hoy.
—En la historia, ¿el mañana?
—Necesariamente. ¿Cuál otra alternativa?
—Ninguna otra alternativa —aclaró un tercero sin asomo de duda—. ¿No dicen por ahí que lo que ya pasó se condiciona de lo que va a pasar?
Aquí fue donde se vio cómo el grave notario alzaba un párpado mustio con menos parsimonia que de costumbre. En realidad, aquel párpado bajó y subió con tanta rapidez como para no ocultar el súbito embate que dentro de su propio reducto se establecía.
Los discutidores siguieron con cierto desgano; oyóse otra negligencia:
—Bueno, si te place... Pero déjate de condescendencias, tú, que no admites lo que te desagrada. Y dime, ¿qué cosa son esos taricanos, esos carcinojiros, esos pagurados y esos tritonomendetas de Luciano, sino los hombres agitados del mundo de hoy, con horribles caras de codicia, ojos de águila, garras de león…?
—El mundo de hoy no necesita en préstamo monstruos de esa naturaleza; los tiene, menos cándidos aunque más afables, sentados en sus oficinas, en sus despachos, en sus laboratorios, en bancos del congreso y en congresos que sirven a los bancos. ¿Qué digo? Toma al Dr. William Sheldon; abre su libro, ese oráculo psicofísico, antropométrico, semirreligioso…, esa báscula bíblica para calcular, por las dimensiones de tu aparato digestivo…
—¡Caray, quieres confundirme!
—¿Qué no...? Mira hacia acá. ¿Qué te parecen esos endomórficos, y esos mesomórficos, y esos ectomórficos a los cuales tipos acredita específicas características? Te podría repetir cómo son si quisiera derribar la mediocre idea con que te has armado; una procesión de reales seres que apenas ves, pero que existen.
Terció aquel que fumaba en boquilla:
—Eso ya estaba dicho antes con otras palabras: los pícnicos, los leptosómicos… Don Quijote, Sancho... Y hasta el tercer elemento, los asténicos, que ciertos doctos desaprensibles querían erróneamente tipificar en el de la Triste Figura. El mundo de las hormonas es infinito. ¡Paciencia hay que tener para descifrar tantas estantiguas!
Todo tiende al contagio en ciertas horas. De repente la conversación tomó por la parte de la cizaña al solo sonido de «estantigua», bien que ligado secretamente a aquello otro de «procesión».
—¡Estantigua!, qué bonito decir... ¿Saben ustedes que eso viene de hueste antigua; que es simplemente su más rápido acoplamiento? Ahora bien: hueste antigua no les dice nada, ¿verdad?; es decir, si yo no les recuerdo que por ello se toma al más lejano enemigo de la humanidad, al demonio…, ese ángel caído que desde el principio del mundo mete miedo y presta favores, según los casos.
Taciturnamente, el digno notario volvió a parpadear y se formuló como una especie de duda sagitaria que en resumidas cuentas venía a decir: «Que hubiera allí gente de esta clase era increíble..., pero los hechos son los hechos».
Vio venir el peligro y desde este punto se puso en guardia, un poco inútilmente, porque ya don Jacobito, siempre muy distraído con sus recuerdos mozos —«¡oh, qué rica muchacha; qué arrogante mujercita!»— de vez en cuando confiesa que le ha gustado en años leer a Verlaine en un parque feo, un parque con muchos carros en derredor y donde se oye hablar a los conductores de la marcha de sus negocios. (Se refería a aquellas historias de los fantasmas dialogantes: Musset, Villon; y a otras historias de sueños..., de sueños típicamente verlenianos). Era el momento —continuaba don Jacobito— en que a él le gustaba tomar un tanto de alguna crema batida, capricho de solitario que aborrece los colores absolutos, para encender después cigarros lánguidos, muy cenizosos y apagosos.
Ahora no faltaba más que se presentara el doctor Vatilana, el cual solía caer, danza danzando, precisamente…
—Tal vez ustedes tengan algo que decirme, señores, acerca de la invención de los epitafios. ¿Quién inventó eso? Algunos, no andan descaminados, lo achacan al presentimiento de la inmortalidad…
—Exactamente, aunque con todo lo convencional que cabe dentro de ese espíritu de resurrección.
—Por muy remotas que sean sus trazas —remachó aquel que había declarado luchar contra el escepticismo—, ¿no se sabrá nunca quién fue la primera persona que pensó en hacerse..., inmortal?
—¡Oh!, ¿de quién sería la idea?
—A buen seguro podría indagarse: solo hace falta un poco más que una «tímida constancia», como dice Poe en The Raven.
—Tímida constancia... Eso es lo que poseo... Una curiosidad; una preocupación no muy fuerte de brazos y piernas. ¡Ah, si alguien consintiera...! Soy un aprendiz mediocre...
—¿El alma a cambio...? ¿De qué? ¿Vale la pena?
—De algo..., de algo. ¡Ah, si se pudiera negociar con la sangre! Si todavía...; entonces, ¡sí!
Dijeron, entre risas, algunas inepcias. A la hora de despedirse, llególe este saludo desusado:
—Hasta la vista, colega.
—Eso creo, colega. Solo que me digo: ¿no será mejor hasta otra vista?
Muy significativo pareció al uno el atildamiento a las últimas palabras; de todos modos, admitió con suma cortesía el otro:
—Si usted no se opone, naturalmente. Porque aunque ya sé que va siendo hora de que cada cual tome su dobleforro, supongo que habrá una media túnica que reclame nuestra presencia en estos días; los días solemnes por lo menos, ¿no?
Dobleforro, otra vista, media túnica...
En verdad el café se estaba haciendo difícil. Alejarse de su casa parecióle al apacible notario haberle ahorrado mortificantes experiencias, ¿mas no brotaban allí a sus pies veneros de impertinentes realidades? Tomó la resolución muy pensada y muy estudiada: cambiaría de sitio.
Oyó por primera vez, venida de no sabía dónde, una tonada del Trío del Archiduque.
III
¿Qué tal el club? ¿Desde cuándo no le vieran por aquel recoleto salón? Viejos se habían hecho ya sus amigos menos viejos, los que eran jóvenes cuando él se retiró. Ahora los hallaba en sus corrillos, ante sus mesas de juego, entre envite y envite, un poco habladores, un poco burlones, pero sin esa suficiencia de los que aspiran a llamar la atención por sus negocios o por sus trapacerías.
Plantó su tienda en medio de aquel grupo, ya bastante espigada dentro de sí la idea de que, indefectiblemente, un inconsiderado espíritu de catequización, proclive a la locura, marca el paso en el mundo de hoy en todos los sentidos.
En los primeros tiempos, ¡oh!, su dignidad no sufrió nada. El que se le mirase como un ser declinante, un poco a un lado, le hacía bien. Quería pasar en silencio, tranquilo..., barajar sus recuerdos de vez en cuando con cualquier lejano conocido, ¡y en paz!
Delicioso club. Por sus espejos pasa el baile de las cien tentaciones, coreografía singular que conmueve y enhechiza. Pero ellos francamente le daban la espalda.
No se atrevía a mucho tampoco el austero notario: callaba, emitía monosílabos a lo sumo, y arreglándose con ceremonia su florida corbata hacía como si quisiera diluir, bien lejos de sí, aprensiones y molestias de familia. Porque ha sabido, ¡Dios!, hablillas a medias palabras..., que si su mujer..., que si su amanuense. En fin, lo de nunca acabar.
Mas, ¿quién le descubrió allí, guarecido, a la callandita? ¿Es que puede haber alguien dedicado a tal faena..., a la faena de descubrirle a él; a él, precisamente, que no se está encubriendo? ¿O hay, señores, quien escoge víctimas?
Todo esto era tonto. ¿Quién va a venir en busca de un aburrido notario, de un desesperanzado caballero que ni siquiera intima con franqueza, que ni siquiera acepta una partidita de billar, unas miserables carambolas? Lo que oyó lo oyó, aunque con el más fortuito de sus parpadeos, merodeando tras una mesa de tresillo, entre postura y postura, con una nariz de fisga bastante ridícula. Lo que oyó, a saber, no tenía más importancia que otras cosas oídas por ahí, entre dos luces, como quien no quiere las cosas, y era esto:
—Estoy cansado de vivir siempre en el mismo centro... Hablo del ámbito, ¿eh? Lo que puede definirse como...
Paró la oreja; quiso retirarse; quiso quedarse. Y de pronto golpeóle el corazón este diálogo perdido:
—Lo mejor sería crearnos una ciudad distinta, ¿qué le parece?
—A ver, ¡manos a la obra!
—Pues improvisemos la nueva urbe, sin que por ello nos llamen del todo fantasistas crepitantes. Mire usted...
—Convengamos que nuestra exacta capital, en pura historia, es una ciudad antidatada. Tenemos esa ventaja.
—Por supuesto... Nuestra ciudad, religiosa y pacífica, según reza la lápida que en el Templete hizo colocar a su erección en 1828 don Francisco Dionisio Vives, ¿fue fundada por Diego Velázquez (1515… 1519) o bien por Fernando de Potola (1538…, creo) como lo dice el Larousse?
—La Habana, para mí —argumentó un tipo de modales bruscos—, fue hecha por ese albañil Diego Ponce (1555… ¡qué terminal!), y el resto carece de importancia.
—Pero ofrecerlo así, tan... chirimbolescamente..., a los cuatrocientos y pico de años...
—Es una presunción sin consecuencia, he dicho; sin mucha consecuencia para el orden de la fábula. Aunque, cuatrocientos y pico...
Hubo frialdad en el grupo, noble frialdad si se quiere, mientras el hombre de los modales bruscos retomó la palabra para sugerir:
—Lo que hay que aniquilar de una vez, si no les gusta, es esa aburrida ficción..., tan vieja, por lo demás. Construyamos otra ciudad, aunque sea con la mente, y...
«Aunque sea con la mente...». Declarar que el verídico notario estaba atónito sería poco. Viviendo entre leyendas y supercherías, ni siquiera su repulsión por ellas evitábale el despeñadero. Saltaba dondequiera la ocasión, y con la ocasión... Lo cierto es que vino a quedar enquistado, como un objeto sin objeto, en el centro de este desear malsano, caviloso y vacío, palpándose el pecho de vez en cuando, reteniendo el aliento por cualquier tontería, mohíno, y sin embargo diciéndose: ¿a dónde nos llevarán estos escarceos?
Días después, uno de los fieles al saloncito para el tresillo espetó cuando le plugo, en su presencia, a otro fiel:
—Mire usted: le invito a una fonda del puerto a tomar un delicioso pescado. Le invito a un sitio en que debía encontrarse a las 3:30 de la tarde Eça de Queiroz, el 25 de noviembre de 1874, cuando alistaba su viaje desde esta ciudad a Newcastle... Venga a ver lo que..., va a cesar, si no le parece fuerte.
—Cualquier día sucede; lo sé. ¿A qué hora vamos? —Y volviéndose al honorable notario:
—¿Le tiene usted rencor a Eça porque dijo lo de «charco de sudor, depósito de tabaco y estúpido palillero de palmeras»? ¡Qué risa! Déjese de patrioterías... Acompáñenos. Después de todo, llevar inscrito en el corazón un deseo así..., es la gloria. ¿No se siente inclinado a la aventura? ¿No es usted..., posibilista?
Quedó en vilo. ¿De veras se trataba de una aventura? ¿Cómo? ¿Con qué fuerza, con qué ayuda, con qué dominio? ¿Valido de cuáles..., de cuáles deletéreos poderes?
Furioso deseo le estremecía, le arrastraba; ¿qué hacer? La destructora esperanza, ¿quisiera ayudarlo alguna vez? ¿Por qué ha dicho —se dice—: des-truc-to-ra es-pe-ran-za...? ¿Y se podría?
Pensó en la Biblia, en una lectura reconfortante, en un opio benigno; tal vez también pensó en Dios ejerciendo un po- der blando y paternal que le librara de contingencias imperiosas. Pensó en su despacho aburrido, en los músculos del alma que se le aflojaban, y en lo que harían su hija, su mujer, otros más, después de su muerte. Sin embargo, una victoriosa idea en su cerebro... ¿Era mucho para él? ¿Qué tentación, qué peligro, qué cerco de tinieblas, qué cadenas de terrores desatados no había en todo ello? De verdad que tenía que ser inmenso, sobrenatural, este monstruoso riesgo, pues contra su voluntad discernidora y en medio de cierta agradable angustia sintió que se había dicho muchas veces, debatiéndose en dudas, en sudores, en terrores, en ansias, lo que repitió el mozo que servía el coñac al momento de rodar la terrible frase: «Si se pudiera cambiar. ¡Me caso!».
No iba a poderse de ningún modo. Había oído alguna vez que ese ceño fruncido suyo (lo que hacía su carácter según las apariencias) no era sino…, su falta de carácter. A lo que replicó algún mastuerzo, cortés y corrosivo como los demás: «¿Por qué no le llamamos a ese ceño y a todo lo que le rodea el huecograbado de una candidez manifiesta?».
IV
Tuvo que ir a dar con sus pobres huesos y su aflicción al Colegio de Notarios; al viejo, al ruinoso rincón relleno de inmensos vientres, inmensas opiniones jurisperitas, vanidades, caduqueces y un hálito de cultura diccionaria bastante bien diluido en su atmósfera de papel legajo. La inagotable sinfoneta de la ley escrita, de la fe pública, de los actos de última voluntad, atragantaban el resuello de más de uno, en tanto que hacía respirar a sus anchas a más de otro. Cartapacio y portafolio de todo lo que se dobla, se registra, se archiva y se resguarda, de todo lo que toma el camino definitivo de lo estático, ¿cómo un alma sin muchos enigmas no habría de hallar en su seno el preciso ángulo de la serenidad?
Delicioso colegio. Por sus espejos cruza el baile de las cien antorchas, a cierta hora, en un espectáculo de mucho rango. Pero ellos no se cuidaban de mirarlo sino a hurtadillas, y con gran pachorra seguían con sus temas en aplomado acento.
Verle por allí fue algo inusitado. ¿Qué tiempo hacía, veamos, que no saludaba a sus colegas? Ahora los tenía delante, ni viejos ni jóvenes, más bien oleosos y espermáticos como manchadas carátulas de antiguas mandas, sin edad, acariciando sus leontinas, sus pergaminos, tal cual perilla blanca, pegajosos memoriales, opiniones, tabacos suficientes, píldoras. «¿Cómo le va, Fulanito, cómo le va?». «Durando», decía uno; otro: «Entre tumbos»; el de más allá: «Soportando las ideas ajenas». Su cara macilenta, algo que flotaba sobre su cara, bien se avenía al medio. Porque, no cabe duda, él era el rehén de su propia desconfianza, y en espera de que las tornas se volviesen, ahí se tenía. Mas, ¡Dios del cielo!, cómo sabes hacer las cosas. Pues de pronto su buen sentido empezó a vislumbrar bajo desordenadas cautelas un período de remisión para su dolencia, una lisis para su lúcida fiebre, una esperanza alquímica, levitadora, capaz de brotar tras aquellas paredes pertinaces. Otra cosa sería el mundo en lo venidero, otra su conducta... Ya no más angustias; ya no más sobresaltos boquiabiertos; al diablo las amargas, y presuntas, y efímeras evocaciones de entrevero. La tierra lo contiene todo y basta a la tierra cumplir con su deber sin más comediolas aledañas.
Y así fue. Solo que a punto de recobrar para siempre ese relieve de la abnegación, ese énfasis de fe salvador, de pronto también descubrió que no todo allí era mosconeo leve y aleve, trasiego de antiguas condescendencias, murmuración profesionalmente desinteresada. Puesto en guardia desde ese punto y hora, a menudo le saltó al rostro el indiscreto rumiar de algunas molestas opiniones, el reverdecer de tales contrahechas fórmulas, la lenta presencia de otras descarnadas certezas. En medio de aquel apacible círculo se palpaba un estado especial de enervante reticencia, y con respecto a él, de melancólico, de irrefragable desdén. No era por supuesto una repulsa manifiesta, y así lo advirtió su buen ojo clínico bastante acostumbrado a percibir la punta de lanza en su contra, y así lo pudo comprobar cuando aquel que en su juventud había tenido las veleidades de la letra de molde, le confesó cómo se estaba formando en el mundo un sobrehaz de delirante fantasía (¡oh, lecturas en un reloj de trece horas!), cómo no se veía con buenos ojos a cuantos le fueran refractarios, y, por último, cómo esta especie de demencia colectiva venía prosperando hasta el extremo que sería bastante difícil hallar en parte alguna una cabeza tranquila, sin musarañas ni embelecos, que hubiese buenamente renunciado a manipular, en su expresión menos válida se entiende, el trozo de misterio que concibe le corresponde. «Lo malo de todo esto —agregó— es que lo maravilloso se domestica y eso, ya lo sabe usted, va contra todas las leyes del azar».
No lo sabía sino a medias, claro, el solemne notario, al cual, si le hubieran propuesto en otro tiempo un simple horóscopo, de mala gana respondiera, aunque ahora, habiendo cristalizado dentro de su conciencia una especie de aceptación, de acomodo al hecho repelente, podría tolerar el lance. Casos se dan así por millares, de rendidos opositores, de fatigados que vienen al redil, mas la prueba que se proponía a su razón imaginativa (toda una tierra entregada a la tarea doméstica de domesticar lo menos doméstico del mundo) era más fuerte que la textura de que estaba hecha esa razón.
—No puedo entender tales cosas, aunque, les aseguro... —barbulló con timidez.
Le miraban de modo particular; él prosiguió:
—Aunque, quise decir, de viejo me persiguen. Son tenaces y fastidiosas estas pesadillas...
—¿Y —suavemente insistió alguien— resiste bien el atropellado acoso? ¿Lo domina?
Cadáveres de algo como monstruos minúsculos le bullían en la conciencia. Esos residuos de insectos cavadores anidaban en todo su ser y no podía mostrarse indiferente al trabajo que hacía la duda. Tan a flor de piel llevaba el honroso notario esas notorias heridas, esas insignificantes protuberancias, tan se le retrataban con terror en los ojos y le impelían a pestañear, que su colega se vio en el caso de corregir, en forma de paliativo:
—No fue hecho para mí, particularmente en la materia que tratamos, eso que se conoce por serendipity. No tema; no se asuste. ¿Qué necesidad hay de abrir pequeños agujeros en el borde de un cráter para descubrirlo?
Otro que estaba detrás, un poco oculto, y había puesto gran atención al inusitado palique, replicó con suave sorna, si bien manteniendo una graciosa gravedad en la mirada:
—Veo que no le dejáis a Walpole la total satisfacción de disfrutar a sus anchas un término bonito. Serendipidad... ¡Suena! Suena y resuena. ¡Ah!, y no atañe tanto al suceso como a sus marcas más fugitivas, bien que tomando uno y otras como materia a revelar. No sería nunca un detective literario; tampoco el inductor de una teoría para descubrimientos eficaces, pero, ¿se puede andar por esos caminos sin fijarse un poco en las pequeñeces al parecer irrazonables que a lo mejor contienen toda la clave del asunto?
Y otro que está distraídamente más atrás aún, después de una pausa muy bien marcada, rezongó:
—Si hasta yo mismo, que vivo mi vida, tengo dedicadas unas meditaciones a los invictos Caballeros del Macho Cabrío, porque lo extraordinario no cese del todo en el mundo ni en la imaginación de ciertos hombres…
Y el de la suave sorna y la mirada graciosamente grave:
—¿Barón, también, del Santo Imperio de la Fantasía?
¡Misericordia! Aquí comenzaba manifiestamente para el honesto notario una nueva complicación; ya le llevaban y traían a que expresase su juicio, a que dejase constancia de su parecer desde el punto de vista, no del simple curioso de las ideas, libre de toda férula, sino del individuo, medio afín ya, que se apresta a esculpir el bajorrelieve de un responsable pronunciamiento. En medio de la contumacia mental de que era objeto, es bueno declararlo, no atinaba a ponerse en el centro del problema; tampoco quería desentonar ante viejos amigos echándose bruscamente al margen. Su calvario se coronaba hasta hacerse intolerable con la certidumbre de que algo sobrecargante iba a perderle y en este punto empezaban a fallarle los arrestos. Dando un paso atrás musitó:
—¡Hombre..., me abstengo! Estoy por no abstenerme, pero me abstengo; estoy seguro también de que no estoy seguro. ¡Qué calamidad! Después de todo, ¿para qué andar con estas... pataratas?
El primero se creyó en el deber de aclarar:
—Si no son ridiculeces... Quizá sepa algo del mundo de las almas perdidas... Hemos hablado aquí... ¿Pero lo niega usted...? ¿Cree usted que no hay tal mundo...?
De golpe se detuvo. Miraba al notario fijamente.
—No hay como simplificar —se oyó decir— las cosas, hasta entenderlas. Y esas cosas, bien vistas, no tienen dificultades. ¡Ah! Saber echar telones..., telones, para después.
—¿Echar telones? ¿Para después?
—Sí, nada vitando, si se sabe... Telones en el cerebro. La tapicería de detrás quede a oscuras; el telar de delante, a media luz y sin temblor. Aunque para los cándidos, para los simples, ni la luz ni la sombra tengan significado alguno...
Completaban la idea con asentimientos de cabeza; lo miraban; lo señalaban, y, de algún modo, lo cubrían de vilipendio y menosprecio. «No saber... Conque idiota... eh? ¿Y por qué no atreverse, con un atrevimiento dosificado..., con un cuerdo atrevimiento..., sin mucho volatín, ¡vamos!, pero atrevimiento de todos modos?».
De algún tiempo a esta parte algo en su espíritu tomó figura inusitada; polvoso y casquijoso creció y alcanzó cierta medida imposible de marcar, imposible de medir; cierta medida sin embargo sólida y fehaciente, cohabitante con extraños lémures, tal vez con sombras de esas que se pierden en la grisalla de las seis y media, en una ciudad que no conoce, fosca y hostil...; la única medida que no esperaba ver desde el fondo de su tribulación.
Dejó vagar una extraña mirada en torno, una mirada que todos comprendieron de aceptación y de excusa; dijo adiós como pudo a aquellos caballeros que le despidieron con mucho rendibú y gran pachorra y decidió exiliarse para siempre, hombre precavido, en la soturna biblioteca.
«Si se ha puesto de moda —decíase él— una meta problemática del más allá, con todo lo que lleva de bulto y rastrojo..., cotidiano, por boca de autores enigmáticos y sibilinos, lo prudente sería no pasar de lado, sino verle las entrañas al monstruo... Pero, naturalmente, sin dejar de condenar a aquellos que se complacen, según un gusto que no sabía cómo calificar, en esgrimir absurdos».
Anduvo a sobrepeine por sobre aquella teoría de mucho peine: que era factible, que tal vez... Verdad, también, una cosa: desde el primer momento se sintió mal en la biblioteca; las ratas, las tinieblas, el húmedo aire. No es menos verdad que la presencia de un compañero de rumia le colocaba en vaga situación aflictiva. Este insignificante ser, sacando de su cartera de bolsillo viejas partichelas muy borrosas donde había compuesto inexorables exorcismos contra la mala suerte, intentaba de continuo que él las copiase y, si le gustaban, ¡pues eran suyas!
—Pero, ¡hombre de Dios!, si yo no necesito nada. Estoy muy bien, se lo aseguro, sin eso.
—Mejor estará limpio de malas influencias; de posibles daños. ¿Quién no tiene un peligro, un accidente, algo gravitándole siempre sobre la cabeza? Hágame caso. Se vive bajo una red de «posibilidades» contrarias. No. No son chafalditas para distraer ocios. Míreme.
Y dale que dale a toda hora.
Como un azogue, como un estambre de sigilo, se colocaba a su lado, pintipuesto y jovial, cháchara va, cháchara viene..., gozoso de iniciarle por los senderos del secreto. Tarde cualquiera en tanto que repetía sus habituales rezongos y una especie de liturgia en ovillejos para amenizar, vaga palabra coronó su voz, sola palabra nítidamente pronunciada, dirigida a él, pero sin acercamiento por su especial atmósfera a nada terrestre. Era una palabra herméticamente turbadora; era el muy ingrávido término de umbratilis, exhumado no se sabía dónde, y aunque bien desnudo aparentemente de toda secreta allendidad, no tan seco y árido como para no conllevar su propio misterio en su propio peso.
Esto lo entreveía el cauto notario hasta el punto de parecerle como si su lengua, su vieja lengua sibilina, lo modelara en el sobreentendido exactamente tal si le diera la forma de una hostia horrible, llena de ponzoña y cizaña. Azoradamente respingó:
—¿Qué me quiere decir?
Aquella palabra se fue haciendo magnífica, espumosa flor de oratorio. Creció y decreció a capricho, de un color de magnolia que abolía todo margen a las variaciones de color; se hizo dosel y escarapela, triste tubérculo y tarántula peligrosa. Y si alguien duda por desdicha que a veces basta una palabra a trastornar las gentes, esta sería palabra-clave del hecho. ¿Por qué, si no, el circunspecto notario, levantando sus orejas, sintió que una llaga le quemaba en el fondo del caracol fatigado de su oído, y pudo percibir en infinitos círculos concéntricos sobre su corazón repetido en infinitas modalidades, nunca detonante, nunca impertinente, el diabólico ritornelo lleno de sal espuria, de ortigas, de aterrador y despreciable énfasis?
—Umbratilis..., umbratilis... ¿Damos un paso? ¿Ya...?
Y aquí fue donde el insípido notario tembló de firme. Tal vez el maniquí burlón aquel le infundía pavor con los cuatro pelos erguidos de su dispersa barba, sus ojos pitañosos, las muecas que le deformaban por momentos el rostro, la boca hecha para el infundio..., tal vez lo que fuese..., mas es lo cierto que viéndole palidecer y desmayar en la soledad, no hacía sino musitar el tenebroso giro con una lentitud, y, a veces, con una rapidez desesperantes. De ello salió para imponer:
—En antiquísimas tutelas de derecho, ¡oh humoso Ammurabi!, se dice que si alguien acusa a otro imputándole un hechizo, sea muerto. ¿Lo sabe usted...?
—¡Vade retro! —gritó el nervioso notario fuera de sí—. ¡Atrás!
Este inconsciente recuerdo de su infancia le trajo una extraña serenidad; era un símil expiatorio y se sintió mejor después de haberlo emitido. ¿Había conjurado, desde un punto de vista confesional, la cabalgata tropelosa que le cogía en medio de un aturdimiento sin nombre? Yaciendo en esta creencia se dijo que sí…, que parecía posible..., mas lo que acertó a mirar por último le desgarró el postrer reducto de su fe; el viejo, quien rumiaba la ominosa palabra con la cabeza entre las manos, súbitamente hizo, ¿saben ustedes?, hizo como si se desvaneciera en la atmósfera sin dejar huella.
Si un inmenso espejo opaco se lo hubiera tragado para siempre, tampoco hubiera sido cosa más impresionante.
V
Desencajado de todas partes, palpitándole en la conciencia estas enconadas preguntas: «¿Hacia dónde voy? ¿Hasta dónde llegaré?», por ahí anda hecho un fuelle roto. «¿Qué va a ser de mí?», se escarba algunas noches en el fondo del alma, no porque el terror le cerque, sino el vacío. Y sigue: ¿Será posible que un hombre como yo no pueda convivir con sus semejantes? Casa tengo, ¿no? ¿De qué me sirve?».
Esta normal inferencia le redimió un tanto de su menesteroso estado; a flote le trajo por muchas vías. La primera, en forma de un tufillo agradable, bajado sin duda de una cocina celeste, el cual tufillo volvíale los ánimos hasta con matrimoñescos deseos bien disimulados durante siglos. Y entonces se acordaba de sus primeros tiempos de hogar y de minúsculos detalles de ese tiempo, como aquel en que el padre de su mujer surgía con la chocarrera evocación de unos recios primos canarios que habían venido a Cuba a hacer la zafra; jóvenes tenidos como excepcionalmente estúpidos. Relataba su suegro que comían caña junto al trapiche del ingenio mascando y tragando cáscara y bagazo a la vez, mientras ponderaban y protestaban también a la vez: «¡Qué dulce está, pero qué lástima que sea tan rúa!». (Recordó bien claro ahora las risas que siempre suscitaba el cuento, y lo molesto que se ponía el abogado tinerfeño amigo de su padre, cuando en su presencia lo repetían indiscretamente). «No sean bárbaros; no sean bárbaros…».
Obstinábase el tufillo en cortejarle y con él la segunda y más poderosa razón. Porque este servicio al cual nunca se habituará, ese servicio en todos los sitios según una moda al día —repugnancia de metáforas coquinarias sin alcurnia; falsificación desvergonzada de los grandes platos—, y ese platito mostrenco, pizarroso, de tal manera..., con su ramo de rábanos marchito y su tronchadita corona de coliflor para disimular..., se le atragantan en la conciencia más que en el estómago.
Siempre fue aplicable a los canarios en aquella zona de su vecindad agreste la realización de toda clase de barbaridades deglutorias, ¿pero no era eso mejor, en el fondo, que padecer las hambres bicarbonatadas de los tencenes y sus adláteres?
«¡Claro que sí!» —se respondió. Y después de una duda—: «¿Por qué no volver a casa? ¿Si volviésemos a casa a hacer vida de casa como cualquier hijo de vecino? ¡A todas horas en casa! ¡Anda, Mouriño, que te diga Paula lo que nos va a dar de comer hoy! ¿Habas? ¡Pero qué ricas son las habas blancas, y si están despellejadas, hijo mío…! ¡Arriba, hombre, y que le ponga..., que no deje de ponerle su buen trozo de tocino, del espeso, como a mí me gusta! No habrá dificultades; se encuentra... Y otras cosillas también se encuentran; Paula, tú sabes».
Vestigio de felicidad de este cariz pudo mucho en la parte de los empeños que no se manejan sino por misteriosos aturdimientos. Un trozo del Trío del Archiduque, inesperadamente, le acuna, le hace flotar, le empuja. Diligente y afiebrado, sin saber cómo, a la más impensada hora, llega y se dice: «Mi casa; pero si aquí está mi casa... Esta es; y yo, remolón...». Y lo repite como si nunca la hubiese visto, y como si su propio bufete cobrase a estas horas una vida inusitada. No es otro, no puede serlo, claro está, pero se diría que observa en él una singular vida: los muebles quieren hablarle; algunos han tomado, le parece, un sitio prominente para amonestarle, con dulzura si se quiere, pero para amonestarle por su abandono. ¡Santo Dios! Si hasta aquella atmósfera pesada; aquella atmósfera interior que... (¿cómo decía entonces? ¡Oh, ponga usted horrores!) se ha vuelto diáfana y le brinda reposo y acomodo.
Llamándose insensato por haber desperdiciado sus días por cualquier parte, avanza sin hacer ruido; a cierraojos descubre intimidades desvaídas; reconoce aquel sillón que antaño sirvió para descabezar siestas ligeras; los abanicos de guano festoneados de cinta que su mujer conserva por temporadas; la manita de marfil que le compró para rascarse la espalda; otras fruslerías de su época de gurrumino...; y todo visto a la luz plena del sol, ¡qué maravilla! ¡Qué novedad para el que se marcha de mañana y vuelve de noche! ¡Qué acontecimiento!
Apenas son las cinco y media. Hacia el fondo encamina sus pasos con sigilo; no oye nada. Piensa que bien valen todas las vicisitudes que ha dejado atrás por la sorpresa y el encuentro que se acercan. «¿Qué dirá Paula? Paula, que no sabe nada de la distribución de las horas en sus días, ¿qué dirá?». A lo mejor le cree enfermo; súbitamente enfermo. No convendrá asustarla. Presentarse así, ¿acaso no es una imprudencia?
Una lógica simple le dice que su pobre mujer está a estas horas precisamente en la cocina; trajinando de un lado a otro; de seguro sudorosa y fatigada con los inconvenientes del caso. «Ya no tiene criada —recuerda—. Las criadas están por el cielo». Bueno, pues entonces, ¿por qué no darle la sorpresa? ¿Por qué no meterse tras de una puerta, y de pronto, cuando menos se lo imagine ella, como un resorte plantársele delante con el más jubiloso grito? ¡Ujuleee! ¡Aquí estoy! ¡Pero qué ujuleee!». En esto no podía haber error.
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