Carta al padre y otros escritos - Franz Kafka - E-Book

Carta al padre y otros escritos E-Book

Franz kafka

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Beschreibung

"Carta al padre y otros escritos" agrupa, junto a la célebre misiva escrita en 1919 por Franz Kafka (1883-1924) con el fin de examinar y suavizar hasta cierto punto la relación con su progenitor -el texto autobiográfico más amplio y coherente salido de su pluma, así como uno de los más emblemáticos-, lo más sustancial de su obra dispersa. Esta nueva edición, que reordena los "Fragmentos de cuadernos y hojas sueltas" (entre los que se cuentan los de una novela iniciada y nunca acabada -"Preparativos de boda en el campo"-) atendiendo a su secuencia temporal y proporciona como útiles de orientación una cronología y un índice de fragmentos, facilita de este modo al lector, si es que así lo desea, una pauta alternativa para bucear en un piélago de textos que suponen un verdadero regalo y en el cual podrá sumergirse una y otra vez en busca de nuevas fascinaciones. Traducción de Carmen Gauger

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Franz Kafka

Carta al padrey otros escritos

Carta al padreFragmentos de cuadernos y hojas sueltas

Introducción, traducción y notas de Carmen Gauger

Índice

Introducción

Carta al padre

Fragmentos de cuadernos y hojas sueltas

1906-1908. Preparativos de boda en el campo

1908-1909

1911

1914-1915

1916-1917

1917-1918

1919-1920

1920

1922

1923-1924

Apéndice. Cronología de Franz Kafka

Créditos

Introducción

Cuando Max Brod decidió publicar las obras completas de Kafka, dedicó los dos últimos volúmenes a los aforismos y a los relatos póstumos, muchos de ellos en estado fragmentario, incluyendo además en el último de los dos la Carta al padre –obra que, por consideración a la familia de Kafka, no quiso publicar mientras vivieron las hermanas– y un largo fragmento, el comienzo de una novela que Kafka escribió muy joven y que luego no se decidió a continuar: Preparativos de boda en el campo. Es el título que da nombre a todo el volumen de la edición alemana.

Si en la primera edición de este libro nuestro criterio fue respetar el orden propuesto por Max Brod (salvo por la segregación de los Cuadernos en octavo, publicados en volumen aparte en esta misma colección, y por la Carta al padre, que por su mayor relevancia encabeza y da título a todo el libro), para esta segunda, y disponiendo ya de la edición crítica, que ha fijado de forma definitiva –en la medida en que este epíteto es aplicable a las obras humanas–, en un admirable trabajo de fuentes, la datación y la génesis de cada uno de los fragmentos, nos ha parecido más ilustrativo para el lector y para el admirador de la obra de Kafka, en la medida en que permite trazar un vínculo más cierto con su vida y con el resto de su obra, reordenar el mismo material cronológicamente. Para contribuir a tal fin, además, se añade en esta edición una pequeña cronología de la vida del autor. Por lo demás, aparte de subsanar pequeños errores e intervenciones poco explicables, nos hemos seguido ateniendo, en lo esencial, al trabajo de Brod, no tan agresivamente intervencionista, por otro lado, como a veces se ha dado a entender. Las rayas horizontales que separan en ocasiones unos fragmentos o series de fragmentos de otros obedecen a la voluntad de indicar su agrupación en los manuscritos originales, bien sean hojas sueltas, legajos o cuadernos utilizados en mayor o menor medida.

Eliminamos también respecto a la edición anterior la sección «Paralipómenos», que reunía algunos textos procedentes en su mayoría de los Diarios del autor y de carácter no literario, salvo dos: el borrador para la novela Richard y Samuel que habían de escribir conjuntamente Kafka y Brod, y el titulado por éste último «Sobre la catalepsia», que han sido integrados en su correspondiente lugar cronológico. Se añade a cambio un índice alfabético con el comienzo de los fragmentos.

Kafka escribió la célebre Carta en noviembre de 1919, durante una de sus muchas curas de reposo fuera de Praga. El motivo inmediato fue su fracasado compromiso matrimonial con Julie Wohryzek, la hija de un zapatero y sacristán de sinagoga de un barrio de Praga. La boda no llegó a celebrarse, no sólo por las inhibiciones personales de Kafka (que rompía por tercera vez un compromiso oficial de matrimonio), sino también por la violenta oposición del padre, para quien esa unión significaba un claro retroceso en la escala social. Con el fin de suavizar hasta cierto punto la relación con su padre, crispada al máximo, Kafka decidió hacer un profundo análisis de esa relación y enviárselo a aquél en forma de carta. Pero en lugar de utilizar el correo se la entregó a la madre, que –como cuenta Max Brod– la devolvió al hijo después de leerla, sin hacérsela llegar al marido. Sin embargo, durante algún tiempo Kafka no descartó la idea de que el padre llegase a leerla, como lo prueban los siguientes pasajes de dos cartas a Milena Jesenska, fechadas pocos meses después: «... te envío la inmensa carta que le escribí a mi padre hace unos seis meses pero que todavía no le he dado»; «... guárdala bien, todavía puede ser que se la entregue a mi padre. No se la des a leer a nadie, en la medida de lo posible. Y al leerla, comprende todas las mañas de abogado, es una carta de abogado».

Hermann Kafka no llegó a leer nunca la carta de su hijo. Es lo mejor que pudo suceder: la carta jamás habría sido entendida por su destinatario. El diálogo entre padre e hijo no tuvo lugar, pero había nacido una gran obra literaria, que es al mismo tiempo, como afirma Max Brod, el texto autobiográfico más amplio y coherente salido de la pluma de Kafka.

Ahora bien, desde la publicación de la carta, los biógrafos e intérpretes de Kafka se han mostrado escépticos en cuanto a su valor como documento, como fuente biográfica. El grado de escepticismo es mayor o menor, según las épocas y las escuelas. Hay quienes quieren ver en la carta una amplísima base real; están las diversas escuelas psicoanalíticas, que todo lo reducen al modelo de determinadas vivencias-clave de la infancia y no ven en la carta sino una acumulación de material para estudiar la psicopatología de su autor; y no faltan quienes la leen con los mismos criterios con que leerían cualquier otra obra literaria de carácter puramente ficcional.

Kafka, que conocía muy bien las teorías de Freud, era consciente de lo subjetivo de sus ataques al padre: no sin ironía le escribe a Milena que se trata de una carta llena de «mañas de abogado» (recordemos que Kafka era doctor en leyes). Pero hay un hecho del que en ningún momento se puede prescindir, aunque muchos críticos parecen haberlo olvidado: Kafka quería que su padre leyera la carta, es más, la escribió con la única e inmediata intención de hacérsela llegar y de iniciar así un cierto proceso de reconciliación con él. Su contenido no podía ser entonces puro producto de la imaginación de su autor. Así lo vio también Max Brod, quien al comentar la carta (sin citarla nada más que en extractos) en la biografía que escribió de Kafka, confirma en su conjunto los hechos concretos presentados en ella, aunque suavizándolos, limándolos, para no deshacer por completo la imagen que siempre quiso ofrecer de su amigo, una imagen positiva, llena de armonía y vitalidad.

Kafka se describe a sí mismo en la carta como un ser dominado, aplastado desde la más tierna infancia por un padre tiránico. Resultado de esta desigual relación es un perpetuo sentimiento de culpa en el hijo, que sabe que nunca podrá llegar a ser lo que su padre quiere que sea. Este sentimiento, a la vez de culpa y de inferioridad, es lo que le hace fracasar en la vida. La expresión más evidente de tal fracaso son sus repetidos y frustrados intentos de contraer matrimonio, mientras que, por otra parte, Kafka presenta el propio quehacer literario como la única posibilidad de escapar de ese padre y de reflexionar sobre su relación con él. Si a él le falta en la vida real la fuerza vital necesaria para sublevarse contra el padre, en la literatura transmite a sus personajes ese deseo de rebelión; deseo que, por otra parte, nunca llega a realizarse.

Y sin embargo, si él es una víctima de su padre, el padre carece de toda culpa personal. Para su hijo, Hermann Kafka, «en el fondo una persona bondadosa y blanda», es también víctima de su papel de padre: el padre como representante de los imperativos de una sociedad tiránica.

Es en esta perspectiva histórico-sociológica donde la actual investigación sobre Kafka parece haber encontrado una base más sólida, una vez superada la oleada de interpretaciones exclusivamente psicologizantes. Kafka dedica no pocas páginas de la carta a analizar el judaísmo del padre y el suyo propio. Para él, su padre es el típico representante de la generación de judíos centroeuropeos que, recién salidos del gueto rural, se han asimilado en exceso, pero sin conseguirlo plenamente, a la sociedad burguesa que los acoge. Con esta asimilación han perdido también su identidad étnica y religiosa. La religiosidad que Kafka ha vivido en su familia queda limitada a la asistencia a la sinagoga en las grandes festividades judías: pura convención, puro formalismo carente de contenido. Lo que Hermann Kafka ha transmitido así a su hijo es una enorme inseguridad en cuanto a su origen, su identidad, su posición en una sociedad dominada por lo no-judío. Visto así, no es de extrañar que a partir de un momento determinado el hijo empezara a ver en la vuelta a las raíces, en el judaísmo de los guetos de la Europa oriental –al que pertenecía su amigo el actor Jizchak Löwy, furiosamente rechazado por el padre de Kafka–, la recuperación de la identidad perdida.

Y con ello, la carta no es sólo el exponente de un trauma individual, sino de la ruptura entre dos generaciones de judíos. Hay un muro insuperable entre Franz Kafka, el judío perfectamente asimilado, imbuido de cultura occidental, y Hermann Kafka, el advenedizo, el judío de aldea que ha ascendido socialmente por su propio esfuerzo. El padre desprecia a ese hijo débil y enfermizo, que siempre ha gozado de bienestar material, y el hijo es incapaz de comprender la génesis de esa prepotencia mezclada de amargura que caracteriza a su padre. A juzgar por lo que Kafka dice en la carta, él sólo ha percibido la pobreza material en que transcurrió la infancia y juventud de su padre, pero no parece hacerse eco de las secuelas de rencor y amargura que las oleadas de antisemitismo de mediados del siglo XIX dejaron en la generación paterna.

Con todo, si la carta fuese un simple ajuste de cuentas con un padre tiránico, sería un documento más bien estéril; pero ese padre es también un padre admirado y querido, Kafka no sólo hace reproches sino que suplica, se justifica: es esta tensión la que, unida al admirable lenguaje, confiere a la carta la fascinación que ha ejercido desde que Max Brod decidió darla a la imprenta.

Del largo fragmento «Preparativos de boda en el campo», publicado por primera vez en 1951, existen tres manuscritos. Ninguno de ellos lleva título, pero, según informa Max Brod, era ése el nombre que su autor solía dar a la novela cuando hablaba de ella. Las conjeturas que hizo Brod, en las notas a la edición alemana, sobre origen y fechas de redacción de los tres manuscritos han sido confirmadas y reforzadas, excepto en algunos detalles, por la edición crítica de 1993.

El manuscrito A está escrito en caracteres góticos y fue redactado entre 1906 y el mes de julio de 1907: un indicio importante para esta datación es el hecho de que todas las cartas y tarjetas que le envió Kafka a su amigo hasta ese año están escritas en caracteres góticos, mientras que a partir de 1908 Kafka sólo emplea los caracteres romanos. El manuscrito se compone –igual que los otros dos– de una serie de hojas sueltas. Está escrito a lápiz y es a veces casi ilegible. Las hojas (algunas se han perdido) fueron numeradas por el propio Kafka; una primera serie va de la página 1 a la 58. Al final queda libre media página. Lo que sigue empalma directamente con lo anterior y presenta una nueva numeración, de 1 a 16. Max Brod deduce de todo ello que se trataba de un primer capítulo y de las primeras páginas del segundo. La página 16 está escrita hasta el margen inferior y queda interrumpida en medio de una frase, lo que indica que había más páginas y que el relato seguramente continuaba.

El manuscrito B está escrito en bellos y claros caracteres romanos, la primera mitad a tinta y el resto a lápiz, quedando interrumpido en medio de una frase a mitad de página: para Max Brod no hay duda de que se trataba de una copia en limpio.

El manuscrito C sólo consta de seis páginas y coincide en muchos pasajes con B; por eso, Max Brod sólo publicó dos pasajes: una variante del comienzo, que enlaza con las dos primeras frases, y el final del manuscrito. Brod los publicó como parte de las notas que escribió para la edición alemana. Nosotros hemos incluido ambos pasajes en el texto (Manuscrito C).

La fecha de redacción de los manuscritos B y C, según conjeturas de la edición crítica (Fráncfort, 1993) basadas en una carta de Kafka a Max Brod, sería el mes de julio de 1909, mientras que el manuscrito A estaría ya terminado en 1907. Es, pues (junto con la primera versión de «Descripción de una lucha»), el texto literario más antiguo que poseemos de Kafka.

Según Claude David, el editor francés de las obras de Kafka, entre los manuscritos A y B hay un cambio de perspectiva que podría significar un cambio de proyecto literario de su autor. Max Brod habla de «novela» cuando se refiere a este fragmento y en A se adivina, en efecto, a través de la enorme lentitud del relato, una trama, una intriga: además del protagonista Eduard Raban, hay diversos personajes –Lement, Betty, Gillemann...–; el héroe va a casarse pronto y se dirige, con muy poco entusiasmo, al pueblo donde vive su novia... En B, sólo queda el protagonista, Raban; ya no hay proyecto de boda y han desaparecido los personajes de A. En cambio, aparece un nuevo personaje, un viejo sin nombre que entabla una conversación absurda y banal con Raban: Claude David piensa que Kafka quiso transformar en relato humorístico lo que en principio había sido concebido como novela.

En un lenguaje lento, minuciosamente descriptivo, cuenta Kafka, desde la estricta perspectiva del protagonista, Raban, el viaje de éste desde la capital a un rincón de provincia donde vive su novia, una «bonita muchacha, ya entrada en años». Raban no parece querer a su novia, y sólo piensa con desgana o con angustia en la boda que está a punto de celebrarse. Tampoco parece sentir ninguna alegría de vivir, su trabajo de oficina le produce aburrimiento y cansancio, las relaciones humanas las ve como a través de un velo. Raban contempla lo que pasa en torno a él como si se tratara de una cinta cinematográfica, como algo extraño, que no le concierne. Se ha observado que Kafka, notorio admirador de Flaubert, parece imitar aquí las detalladas descripciones del escritor francés («Todo es interesante si se contempla lo bastante», decía Flaubert) en La educación sentimental. Pero, como asegura Claude David, Kafka llega aquí mucho más lejos que su modelo. Esa incesante obsesión del protagonista por el detalle no es, sin embargo, simple manierismo o ejercicio de estilo, sino el método que emplea el autor para expresar de manera concreta la distracción, la inseguridad e indecisión, el cansancio vital del protagonista. Todo le retiene, todo le distrae, todo lo hace de manera mecánica, sin libertad personal. Quisiera escaparse, pero no puede y se refugia en recuerdos, en fantasías. En este contexto hay que situar el célebre pasaje en el que Raban fantasea sobre sí mismo y se ve, como se veía tantas veces de niño, como un enorme coleóptero que se queda tranquilamente en la cama mientras envía a su cuerpo vestido a hacer todas las tareas desagradables del día (años 1906-1908). Vivir en el cuerpo de un insecto para liberarse de las constricciones de la existencia humana: en este fragmento novelístico se trata de un deseo que sólo se cumple en la imaginación. Pocos años más tarde, Gregor Samsa, en La metamorfosis, logrará la evasión con todas sus consecuencias y despertará en su cama convertido en insecto. Para entonces, Franz Kafka también habrá encontrado definitivamente su estilo y su lenguaje.

Kafka se lamentaba muchas veces en su diario del carácter fragmentario de su obra literaria, notando con desesperación que no podía seguir adelante con lo que empezaba: «Amargura, amargura, ésa es la palabra [...] ¿Cómo voy a escribir una historia llena de dinamismo a base de soldar trocitos?». «No puedo seguir escribiendo... Una nueva historia que otra vez no terminaré. Es una fatalidad que me persigue.» Él mismo notaba que si sus obras quedaban inacabadas, ello no era un hecho casual sino un rasgo inherente a cualquiera de sus proyectos literarios. El abismo entre su mundo interior y la realidad, el desgarramiento y la falta de perspectivas no le dejaban terminar; se ha llegado a decir que el arte de Kafka, con su continuo oscilar entre desesperación y esperanza, con su tendencia a evitar la decisión final –el nihilismo definitivo–, exige la forma fragmentaria. Como hoy reconoce unánimemente la crítica, el fragmento es la forma de expresión más adecuada a la visión que Kafka tenía del mundo.

Este rasgo básico, que ha sido estudiado hasta ahora sobre todo en las tres grandes novelas –inacabadas las tres–, concierne también a una gran cantidad de relatos. Cuando, al publicar las obras completas de Kafka, Max Brod reunió los relatos y fragmentos que había hallado repartidos por numerosos cuadernos y hojas sueltas, formó con todo ello dos volúmenes: en el primero (Descripción de una lucha1) reunió más bien lo que estaba terminado y en el segundo (Preparativos de boda en el campo), más bien lo fragmentario. El excelente y minucioso trabajo de los encargados de la edición crítica y el cotejo de ésta con la de Brod (es decir, con la que sirve de base a la nuestra), nos permitiría distribuir los fragmentos que aquí publicamos en cinco grandes grupos:

1)Varias hojas sueltas y legajos pequeños y «un cuaderno de cubiertas de hule de color marrón rojizo que contiene 13 hojas de las 40 originales» de procedencia más antigua, entre 1908 («Entre mis condiscípulos», en “1908-1909”) y 1915 («El fiscal suplente», en “1914-1915”) y («Un joven estudiante…»).

2)Un «cuaderno escolar azul» que recoge textos escritos entre 1916, principalmente, y finales de 1923.

3)Un gran «legajo» de 51 hojas escritas por Kafka en la segunda mitad de 1920.

4)Una serie de hojas sueltas y de cuadernos más pequeños, con fragmentos redactados sobre todo en 1922.

5)Otro «cuaderno escolar azul», éste con etiqueta blanca, muy disminuido en volumen, con fragmentos escritos entre el otoño de 1923 y enero y febrero de 1924.

En 1919, un año literariamente improductivo, Kafka escribió la Carta al padre y los aforismos de la serie «Él». Por lo demás, no se sabe a ciencia cierta si tal vez escribió algo más aquel año y se han perdido las hojas o cuadernos correspondientes.

Se ha observado que en la obra de Kafka no hay una clara línea de separación entre la obra literaria propiamente dicha y los apuntes de carácter autobiográfico, personal. En sus diarios, sobre todo en los cuadernos en octavo, aparecen, alternando con observaciones de la vida cotidiana, numerosos relatos y fragmentos literarios. Por otra parte, hay cartas suyas a Felice o a Milena que no son menos literarias que sus obras de ficción. Todo lo que Kafka escribe está más o menos vinculado a su vida y su vida pertenece a la literatura. Por eso también es tan difícil muchas veces trazar una línea de separación entre los textos narrativos y los de carácter meditativo, filosófico. No obstante, tanto en unos como en otros se puede encontrar una serie de motivos recurrentes.

En las partes narrativas llaman la atención las abundantes referencias autobiográficas, aunque siempre más o menos veladas, disfrazadas, conforme a la técnica que Kafka emplea en tantas ocasiones. En los fragmentos de los últimos años, esas alusiones a su propia vida casi obedecen a un programa que se ha impuesto a sí mismo; véase a este respecto el apunte del año 1922: «El arte de escribir se me resiste. De ahí el plan de hacer pesquisas autobiográficas. No escribir una biografía sino... encontrar componentes lo más elementales posible. A partir de ellos quiero edificarme a mí mismo...». Especialmente significativa es la alusión que hay en el texto de la «cabalgata de los sueños» (apunte del año 1922): «Es una bella exhibición... La cabalgata de los sueños... El que la inventó murió hace tiempo de tuberculosis pulmonar, pero nos quedó ese legado suyo...».

Numerosos fragmentos contienen metáforas sobre su trabajo literario (apuntes del año 1914-1915: el estudiante que quiere dar clases a un caballo), muchos presentan el tema de la muerte (año 1920: el invitado en casa de los muertos; año 1920: «¡El gran nadador!», interpretado comúnmente como visión de su banquete funerario), o de la enfermedad (la metáfora de la «celda», de la enfermedad que lo tiene aherrojado, se multiplica a partir de 1920), o hacen referencia al antisemitismo («Cinco amigos», año 1920, en una interpretación, comúnmente aceptada, de Max Brod) o a Israel («Un campesino me paró en la carretera», año 1920, un texto con el que Kafka –ya en opinión de Max Brod– alude, «sin ilusiones», al movimiento sionista). Algunos son de dificilísima interpretación, como el largo fragmento sobre el animal «del tamaño aproximado de una marta» que vive en la sinagoga (año 1922): ¿qué simboliza ese extraño animal? Hay algunos fragmentos que apenas son tales, sino pequeños poemas en prosa («Las barcas se deslizaban por el agua...», año 1920), y muchos otros de carácter onírico («Un día lluvioso», año 1920), aparte de los que evocan la reciente crisis con Milena, la mujer que más amó Kafka en su vida –para muchos, la única que amó– («Estaba en el palco, al lado de mi mujer», año 1920, cuyos tres personajes pueden simbolizar a Kafka, a Milena y al marido de ésta).

Muchos de esos textos podrían no ser fragmentos narrativos, sino como imágenes oníricas, fantásticas, cercanas, en su simbolismo, a la visión del mundo que aparece en los aforismos («Se había hecho venir a dos trilladores..», año 1920, temáticamente emparentado con los aforismos sobre el sufrimiento, de los cuadernos en octavo; «Estaba indefenso frente a aquella figura...», año 1920: la escena viene a explicar la ley de que todo ser humano, lo mismo que todo astro, es dominado por otro). La lista podría ampliarse con aforismos o relatos aforísticos sobre el más allá (la imagen del «puente», que se repite varias veces: en los apuntes de 1920), sobre los peligros del quehacer literario (serpiente venenosa en el tintero, sobre la identidad verdadera y falsa («Toda mi vida he tenido cierta sospecha en cuanto a mí mismo...», año 1922) y la búsqueda de la identidad humana y la comprensión entre los hombres (como el tantas veces citado «Estamos cavando el foso de Babel», año 1922) y muchos más. En todos ellos, el rasgo predominante es su carácter paradójico, contrario a las leyes de la lógica, lo que a menudo hace extraordinariamente difícil su interpretación. Theodor Adorno, que, antes que aceptar cualquier interpretación apresurada, prefería quedarse ante el enigma de Kafka, habla de «parábolas, cuya llave ha sido robada».

Como lectores, nos queda sobre todo el deleite de leer la prosa más pura y más densa que se haya escrito jamás en lengua alemana. Kafka, el judío de Praga educado en lengua alemana –la lengua del “enclave” culto y burgués de Praga– en un entorno de mayoría checa (en 1900, la población de habla alemana de Praga, judíos en un 40%, no pasaba del 10%, aunque en el centro histórico donde vivía Kafka la proporción era mucho mayor), sufrió toda su vida por la falta de contacto con un “pueblo” alemán que insuflara nueva vida a su lenguaje, que él consideraba elitista y libresco. Consciente de su desarraigo –con su lengua “adoptiva” Kafka estaba en condiciones de inferioridad frente a los alemanes y austríacos, y con la lengua de su entorno, que él hablaba pero no dominaba como el alemán, frente a los checos–, optó por escribir sobre lo más íntimo y privado –sus sueños, sus fantasías, sus obsesiones– en el lenguaje más neutro y frío, pero que él conocía como ningún otro: el lenguaje administrativo del funcionario. Lo que resulta de esa mezcla tan heterogénea es obra del genio de Kafka: un lenguaje paradójico, al mismo tiempo frío y fantástico, racional y mágicamente subjetivo, denso y burocrático, sombrío y humorístico, un lenguaje en el que el funcionario administra con la indiferencia y el automatismo del burócrata las imágenes de los sueños: es esa «mágica sobriedad de Kafka» (Hasselblatt) la que lo convierte en el clásico por excelencia de la prosa alemana del siglo XX. Sólo me cabe esperar que el lector de esta versión castellana también perciba en algún momento la magia del lenguaje de Kafka.

Carmen Gauger

Primavera 2014

1 El volumen de las Obras Completas editadas por Max Brod, en “1914-1915”, titulado Descripción de una lucha (Beschreibung Kampfes) corresponde, en su segunda edición, y salvo por algunas variaciones de poca importancia, al volumen publicado por Alianza Editorial en esta colección con el título La muralla china. (N. del E.)

Carta al padre

Queridísimo padre:

Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando hablo. Y si intento aquí responderte por escrito, sólo será de un modo muy imperfecto, porque el miedo y sus secuelas me disminuyen frente a ti, incluso escribiendo, y porque la amplitud de la materia supera mi memoria y mi capacidad de raciocinio.

A ti la cosa siempre te ha resultado muy sencilla, al menos en la medida en que has hablado de ella delante de mí y delante –indiscriminadamente– de muchos otros. Tú piensas más o menos lo siguiente: has trabajado a destajo tu vida entera, lo has sacrificado todo por tus hijos, muy especialmente por mí, lo que me ha permitido vivir «por todo lo alto», he tenido completa libertad para estudiar lo que me ha apetecido, no tengo motivos de preocupación en cuanto al pan de cada día, o sea, no tengo motivo alguno de preocupación; tú no has exigido a cambio gratitud, conoces «la gratitud de los hijos», pero sí al menos una cierta deferencia, alguna que otra muestra de simpatía; en lugar de eso, yo siempre me he escabullido de tu presencia, refugiándome en mi habitación, en los libros, en amigos chalados, en ideas exaltadas; nunca he hablado abiertamente contigo, nunca me he puesto a tu lado en el templo, jamás te he ido a ver a Franzensbad1, ni en general he tenido nunca espíritu de familia, no me he ocupado de la tienda ni de tus demás asuntos, te he endosado la fábrica2 y después te he dejado plantado, a Ottla3 la he apoyado en su caprichosa testarudez y mientras que por ti no muevo un dedo (ni siquiera te traigo entradas para el teatro), por los amigos lo hago todo. Si resumes lo que piensas de mí, el resultado es que no me echas en cara nada propiamente inmoral o malo (a excepción tal vez de mi último proyecto matrimonial), pero sí frialdad, rareza, ingratitud. Y me lo echas en cara de una manera como si fuese culpa mía, como si yo hubiese podido cambiarlo todo con sólo dar un giro al volante, mientras que tú no tienes la menor culpa, como no sea la de haber sido demasiado bueno conmigo.

Esta forma tuya habitual de presentar las cosas la considero acertada sólo en el sentido de que yo también creo que tú no tienes en absoluto la culpa de nuestro mutuo distanciamiento. Pero tampoco la tengo yo, en absoluto. Si pudiese llegar a convencerte de ello, entonces sería posible, no una nueva vida, para eso ya tenemos los dos demasiados años, pero sí una especie de paz; sería posible, no que dejaras tus incesantes reproches, pero sí que los suavizaras.

Es curioso, pero una cierta idea de lo que quiero decir sí que tienes. Así, por ejemplo, hace poco me dijiste: «Yo siempre te he querido, aunque exteriormente no haya sido contigo como suelen ser otros padres, precisamente porque no sé disimular como otros». Yo, padre, nunca he puesto en duda, en general, tu bondad para conmigo, pero esa observación no la considero acertada. Tú no sabes disimular, eso es cierto, pero sólo por ese motivo querer afirmar que los otros padres disimulan es, o bien puras ganas de no dar el brazo a torcer, y entonces no vale la pena seguir discutiendo, o bien (y de eso se trata realmente, en mi opinión) una forma velada de expresar que algo no funciona entre nosotros y que tú has contribuido, aunque sin culpa, a que así sea. Si realmente es esto lo que piensas, estamos de acuerdo.

No digo, naturalmente, que yo sea lo que soy solamente debido a tu influencia. Eso sería muy exagerado (y yo incluso tiendo a esa exageración). Es muy posible que, aunque me hubiese criado completamente fuera de tu influencia, no hubiera llegado a ser la persona que tú habrías deseado. Probablemente hubiera sido un ser débil, pusilánime, vacilante, inquieto, ni un Robert Kafka ni un Karl Hermann4, pero completamente distinto del que realmente soy, y tú y yo nos habríamos entendido a las mil maravillas. Yo habría sido feliz de tenerte como amigo, como jefe, como tío, como abuelo, sí, incluso (si bien aquí ya vacilo más) como suegro. Pero justamente como padre has sido demasiado fuerte para mí, sobre todo porque mis hermanos murieron pequeños, las hermanas llegaron mucho después, y yo tuve que resistir completamente solo el primer embate y fui demasiado débil para ello.

Compáranos a los dos: yo, para expresarlo muy brevemente, un Löwy con cierto fondo de los Kafka5, pero un fondo que no entra en actividad por la voluntad de vida, de negocios, de conquista, de los Kafka, sino por un aguijón de los Löwy que empuja en otra dirección y de un modo más secreto, más recatado, y que muchas veces deja por completo de empujar. Tú en cambio un auténtico Kafka en fuerza, salud, apetito, volumen de voz, elocuencia, autocomplacencia, sentimiento de superioridad, tenacidad, presencia de espíritu, don de gentes, una cierta generosidad, pero también, como es natural, con todos los defectos y deficiencias, inherentes a esas cualidades, a que te incita tu temperamento y a veces tu irascibilidad. Quizás no seas un Kafka completo en tu visión general del mundo, si te comparo con los tíos Philipp, Ludwig o Heinrich. Esto es curioso, no tengo muy claro este punto. Todos eran más alegres, más naturales, más espontáneos, más vividores, menos estrictos que tú. (En eso, por cierto, he heredado mucho de ti y he administrado la herencia demasiado bien, sin tener, por otra parte, como tienes tú, la necesaria contrapartida en mi forma de ser.) Por otro lado, quizás hayas pasado por otras épocas en este aspecto, quizás hayas sido más alegre, antes de que tus hijos, sobre todo yo, te defraudaran y te agobiaran en casa (cuando llegaba gente extraña, eras distinto), y ahora quizás te hayas vuelto otra vez más alegre, por darte los nietos y el yerno algo de ese calor que los hijos, a excepción tal vez de Valli6, no pudieron darte. En cualquier caso éramos tan dispares y en esa disparidad tan peligrosos el uno para el otro que, si se hubiese podido hacer una especie de cálculo anticipado de cómo yo, el niño de tan lento desarrollo, y tú, el hombre hecho y derecho, íbamos a comportarnos recíprocamente, se habría podido suponer que tú me aplastarías simplemente de un pisotón, que no quedaría nada de mí. Sin embargo, no sucedió tal cosa, lo que tiene vida no es predecible, pero quizás haya sucedido algo peor. Y al decirte esto, te ruego encarecidamente que no olvides que ni por lo más remoto he creído yo nunca en una culpabilidad de tu parte. Tú hiciste en mí el efecto que tenías que hacer, pero, por favor, deja de considerar como una malignidad especial mía el hecho de haber sucumbido a ese efecto.

He sido un niño miedoso; sin embargo, también era seguramente testarudo, como son los niños; es probable que también me malcriara mi madre, pero no puedo creer que fuese especialmente indócil, no puedo creer que una palabra amable, un silencioso coger-de-la-mano, una mirada bondadosa, no hubiese conseguido de mí lo que se hubiese querido. Es verdad que tú, en el fondo, eres un hombre blando y bondadoso (lo que viene a continuación no será una contradicción, sólo hablo del efecto que tu persona hacía en aquel niño), pero no todos los niños tienen la constancia y la valentía de escarbar hasta dar con la bondad. Tú sólo puedes tratar a un niño de la manera como estás hecho tú mismo, con fuerza, ruido e iracundia, lo que en este caso te pareció además muy adecuado, porque querías hacer de mí un chico fuerte y valeroso.

Tus métodos de educación de los primeros años, hoy, naturalmente, no los puedo describir por recuerdo directo, pero me los imagino deduciéndolos de los años posteriores y por tu manera de tratar a Felix7. Hay que tener además en cuenta, como agravante, que tú eras entonces más joven, y por tanto más vivo, impetuoso, espontáneo, más despreocupado aún que hoy y que además estabas completamente atado a la tienda y, todo lo más, aparecías ante mi vista una vez al día, haciendo por eso una impresión tanto más fuerte en mí, una impresión que prácticamente nunca quedó reducida a mera costumbre.

Sólo tengo recuerdo directo de un incidente de los primeros años. Quizás lo recuerdes tú también. Una noche no paraba yo de lloriquear pidiendo agua, seguro que no por sed, sino probablemente para fastidiar, en parte, y en parte para entretenerme. Después que no sirvieron de nada varias recias amenazas, me sacaste de la cama, me llevaste al balcón y me dejaste allí un rato solo, en camisa y con la puerta cerrada. No quiero decir que estuviese mal hecho, tal vez no hubo entonces realmente otra manera de lograr el descanso nocturno, pero con ello quiero caracterizar tus métodos de educación y su efecto en mí. En aquella ocasión, seguro que fui obediente después, pero quedé dañado por dentro. Lo para mí natural de aquel absurdo pedir-agua y lo inusitado y horrible del ser-llevado-fuera, yo, dado mi carácter, nunca pude combinarlo bien. Todavía años después sufría pensando angustiado que aquel hombre gigantesco, mi padre, la última instancia, pudiese venir casi sin motivo y llevarme de la cama al balcón, y que yo, por tanto, no era absolutamente nada para él.

Aquello fue sólo un pequeño inicio, pero la sensación de nulidad que muchas veces se apodera de mí (una sensación, por otra parte y en otros aspectos, también noble y fructífera) se debe en mucho a tu influencia. Yo habría necesitado un poco de aliento, un poco de amabilidad, un poco de dejar-abierto mi camino; en lugar de eso tú me lo cerraste, con la buena intención, indudablemente, de que fuese por otro camino. Pero para eso yo no servía. Tú me animabas, por ejemplo, cuando desfilaba y saludaba, pero yo no era un futuro soldado, o me animabas cuando podía comer fuerte o incluso acompañar la comida con cerveza, o cuando sabía cantar canciones que no entendía o repetir como un papagayo tus frases favoritas, pero nada de eso formaba parte de mi futuro. Y es significativo que incluso hoy en el fondo sólo me des ánimos cuando las cosas te afectan también a ti, cuando se trata de tu dignidad personal, que yo estoy ofendiendo (por ejemplo con mis proyectos matrimoniales) o que está siendo ofendida en mi persona (por ejemplo, cuando me insulta Pepa8). Entonces me infundes aliento, me haces recordar lo que valgo, los buenos partidos que yo podría tener perfectamente, y para Pepa la reprobación es total. Pero aparte de que a la edad que tengo ya soy casi insensible a los estímulos, de qué me iban a servir, si sólo llegan cuando no se trata de mí en primer término.

En aquella época –y en aquella época en todo momento– hubiera necesitado el estímulo. ¡Si ya estaba yo aplastado por tu mera corporeidad! Me acuerdo, por ejemplo, de cómo muchas veces nos desvestíamos juntos en una cabina. Yo flaco, enclenque, esmirriado, tú fuerte, alto, ancho. Ya en la cabina, mi aspecto me parecía lastimoso, y no sólo delante de ti, sino del mundo entero, pues tú eras para mí la medida de todas las cosas. Pero cuando salíamos de la cabina delante de la gente, yo de tu mano, un pequeño esqueleto, inseguro, descalzo sobre las planchas de madera, con miedo al agua, incapaz de imitar los movimientos natatorios que tú, con buena intención pero en realidad para mi gran oprobio, me enseñabas todo el tiempo, entonces estaba completamente desesperado y todas mis malas experiencias en todos los terrenos venían a coincidir maravillosamente en tales momentos. Cuando más a gusto me encontraba, era si alguna vez tú te desvestías primero y yo podía quedarme solo en la cabina y aplazar el oprobio de la aparición pública hasta que tú venías por fin a ver qué pasaba y me sacabas de allí. Te estaba agradecido porque tú no parecías notar mi angustia, y también estaba orgulloso del cuerpo de mi padre. Por cierto, esa diferencia entre nosotros sigue existiendo hoy de un modo muy similar.

En esa misma proporción estaba tu superioridad espiritual. Tú habías llegado tan lejos debido única y exclusivamente a tu propio esfuerzo, por consiguiente tenías ilimitada confianza en tu opinión. Eso para mí, de niño, ni siquiera era tan fascinante como lo fue más tarde para el adolescente. Desde tu butaca gobernabas el mundo. Tu opinión era acertada, cualquier otra era absurda, exaltada, de locos, anormal. Y tu confianza en ti mismo era tan grande que no necesitabas ser consecuente para tener siempre razón. También podía suceder que no tuvieses opinión respecto a un tema y, en tal caso, todas las opiniones posibles a ese respecto eran, sin excepción, erróneas. Podías, por ejemplo, echar pestes contra los checos, luego contra los alemanes, luego contra los judíos, y eso no de una manera selectiva sino en todos los aspectos, hasta que al final el único que quedaba eras tú. Tú estabas dotado para mí de eso tan enigmático que poseen los tiranos, cuyo derecho está basado en la propia persona, no en el pensamiento. En cualquier caso, a mí me lo parecía.

Es verdad que, frente a mí, desde luego tuviste razón con asombrosa frecuencia; en conversaciones, por supuesto, pues apenas conversábamos, pero también en la realidad. Sin embargo, tampoco era esto algo demasiado inconcebible: yo estaba bajo tu enorme peso, en todo mi pensar, incluido el que no coincidía con el tuyo, y sobre todo en ése. Todos esos pensamientos aparentemente autónomos estaban hipotecados desde un principio por tu juicio desfavorable; soportar eso hasta la realización completa y duradera del pensamiento era casi imposible. No hablo aquí de ningún pensamiento elevado sino de cualquier pequeña empresa de la infancia. Sólo hacía falta ser feliz por cualquier cosa, estar encantado con ella, llegar a casa y decirlo, y la respuesta era un suspiro irónico, un sacudir la cabeza, un tamborileo sobre la mesa: «Yo ya he visto cosas mejores», o «Quién tuviera tus preocupaciones», o «Yo no tengo una mente tan descansada», o «¡Cómprate algo con ello!», u «¡Otro acontecimiento!» Por supuesto que no se te podía pedir que te entusiasmaras con aquellas pequeñeces infantiles, viviendo como vivías lleno de agobio y de preocupaciones. Tampoco se trataba de eso. Se trataba más bien de que, en virtud de tu carácter opuesto al mío, tú por principio a aquel niño tenías que darle siempre esas decepciones; además, esa oposición no cesaba de aumentar debido a la acumulación de material, de tal manera que al final se impuso como una costumbre, incluso cuando alguna vez opinabas lo mismo que yo; y por último esos desengaños del niño no eran desengaños de la vida corriente sino que, por tratarse de tu persona, medida de todas las cosas, llegaban hasta la médula. El coraje, la decisión, el optimismo, la alegría por esto o por aquello no se mantenían hasta el final cuando tú estabas en contra o incluso cuando uno sólo suponía que tú estabas en contra; y eso se podía suponer en casi todo lo que yo hacía.

Esto se refería tanto a los pensamientos como a las personas. Bastaba que yo mostrase un poco de interés por alguna persona –y eso, debido a mi carácter, no sucedía muchas veces– para que tú, sin tener en cuenta mis sentimientos y sin el menor respeto por mi opinión, intervinieras de pronto insultando, calumniando, rebajando. Personas ingenuas e inocentes, como Löwy, el actor de teatro yídish, tuvieron que pagarlo. Sin conocerle, le comparaste de una manera horrible que ya he olvidado con una sabandija, y, como hacías tantas otras veces con gente que yo estimaba, acudiste enseguida al proverbio de los perros y las pulgas9. Me acuerdo ahora en especial de aquel actor porque lo que dijiste sobre él yo lo anoté entonces con la siguiente observación: «Así habla mi padre de mi amigo (al que no conoce) sólo porque es mi amigo. Esto siempre se lo echaré en cara cuando me haga reproches por mi falta de gratitud y de amor filial». Para mí siempre fue incomprensible tu absoluta falta de sensibilidad para echar de ver qué dolor y qué vergüenza podías causarme con tus palabras y tus juicios de valor, era como si no tuvieses conciencia alguna de tu poder. Por supuesto que yo también te he ofendido a ti con mis palabras, pero yo lo sabía siempre; me dolía, pero no podía dominarme, no podía morderme la lengua, me estaba ya arrepintiendo mientras decía la palabra. Pero tú te lanzabas sin más al ataque con tus palabras, nadie te daba lástima, ni al decirlas ni después de haberlas dicho; uno estaba completamente indefenso frente a ti.

Pero así fue toda tu educación. Tienes, creo, dotes de educador; a una persona de tu misma índole seguramente le habrías sido útil con tu educación; esa persona habría comprendido cuán sensato era lo que tú le decías, y sin darle más vueltas, lo habría hecho tal cual. Pero para mí, para el niño que yo era, lo que tú me gritabas era como una orden del cielo, no lo olvidaba nunca, quedaba dentro de mí como el método más importante para juzgar el mundo, sobre todo para juzgarte a ti, y en ese punto tu fracaso fue absoluto. Como, de niño, yo estaba contigo sobre todo durante las comidas, tus enseñanzas versaban en gran parte sobre las buenas maneras en la mesa. Lo que llegaba a la mesa había que comerlo, sobre la calidad de la comida no se podía hablar. Pero muchas veces a ti la comida te parecía incomestible; le dabas el nombre de «bazofia»; aquella «bestia» (la cocinera) la había echado a perder. Como tú tenías un apetito enorme y te gustaba comer todo deprisa, muy caliente y a grandes bocados, aquel niño tenía que darse prisa, en la mesa había un lóbrego silencio, interrumpido por amonestaciones: «Primero comer, luego hablar», o «Más deprisa, más deprisa, más deprisa» o «Lo ves, yo he terminado hace tiempo». No se podían roer los huesos, tú sí. No se podía sorber el vinagre, tú sí. Lo importante era cortar el pan en rebanadas regulares, pero que tú lo cortaras con un cuchillo chorreando salsa, eso daba igual. Había que tener cuidado de que no cayera comida al suelo, donde más había al final era debajo de ti. En la mesa sólo había que ocuparse de la comida, pero tú te limpiabas y te cortabas las uñas, afilabas lápices, te limpiabas los oídos con un mondadientes. Padre, por favor, entiéndeme, en sí eso habrían sido detalles sin la menor importancia, y si a mí me agobiaban era sólo porque tú, un ser para mí tan absolutamente determinante, no acatabas los mandamientos que me imponías a mí. Por ello el mundo quedó dividido para mí en tres partes: una en la que yo, el esclavo, vivía bajo unas leyes que sólo habían sido inventadas para mí y que además, sin saber por qué, nunca podía cumplir del todo; después, otro mundo que estaba a infinita distancia del mío, un mundo en el que vivías tú, ocupado en gobernar, en impartir órdenes y en irritarte por su incumplimiento, y finalmente un tercer mundo en el que vivía feliz el resto de la gente, sin ordenar ni obedecer. Yo vivía en perpetua ignominia: o bien obedecía tus órdenes, y eso era ignominia, pues tales órdenes sólo tenían vigencia para mí; o me rebelaba, y también era ignominia, pues cómo podía yo rebelarme contra ti; o bien no podía obedecer, por no tener, por ejemplo, tu fuerza, ni tu apetito ni tu habilidad, y tú sin embargo me lo pedías como lo más natural; ésa era, por supuesto, la mayor ignominia. De este género eran, no las reflexiones, sino los sentimientos de aquel niño.

Mi situación de entonces tal vez resulte más clara si la comparo con la de Felix. También a él lo tratas de un modo parecido, e incluso empleas contra él un método educativo especialmente horrible cuando, si al comer ha hecho algo que te parece una porquería, no te contentas con decir como me decías a mí entonces: «¡Qué cerdo eres!», sino que añades: «Un auténtico Hermann», o «Exactamente igual que tu padre». Pero quizás –no se puede decir más que «quizás»– eso no le cause realmente a Felix un daño sensible, pues para él tú sólo eres un abuelo –si bien un abuelo de importancia especial–, no lo eres todo como lo fuiste para mí, aparte de eso Felix tiene un carácter tranquilo, es ya hasta cierto punto un hombre, al que una voz de trueno tal vez pueda aturdir pero no dejarlo marcado por mucho tiempo; y sobre todo él está relativamente poco contigo, y se halla bajo otras influencias, tú eres para él más bien algo entrañable y curioso, algo de donde puede elegir lo que le apetece tomar. Para mí tú no eras algo curioso, yo no podía elegir, tenía que tomarlo todo.

Y además sin poder hacer la menor objeción, pues a ti por principio te resulta imposible hablar tranquilamente de algo con lo que no estás de acuerdo o que, simplemente, no procede de ti. Tu carácter dominante no lo permite. En los últimos años lo explicas con tus trastornos cardíacos. Yo no sé que hayas sido alguna vez muy diferente, todo lo más, tus trastornos cardíacos son para ti un recurso con el que ejercer tu dominación de un modo más imperioso, pues el solo hecho de pensar en ellos tiene que reprimir en el otro el menor intento de contradecirte. Esto no es un reproche, claro, sólo la constatación de un hecho. Por ejemplo con Ottla: «Con ésa no se puede hablar, enseguida le salta a uno a la cara», sueles decir tú; pero en realidad no es ella la que salta; tú confundes la cosa con la persona; es la cosa la que te salta a la vista, y tú te formas un juicio al momento sin escuchar a la persona; lo que se pueda aducir después, a ti sólo te puede irritar más, nunca convencerte. Lo único que sale entonces de tu boca es: «Haz lo que quieras; por mí, tienes toda la libertad; eres mayor de edad; no tengo por qué darte consejos», y todo ello con ese tono, ronco y terrible, de la cólera y del más absoluto rechazo, un tono que si hoy me produce menos temblor que en la infancia es sólo porque el exclusivo sentimiento de culpabilidad del niño ha sido parcialmente sustituido por la clara visión de nuestro mutuo desvalimiento.

La imposibilidad de unas relaciones pacíficas tuvo otra consecuencia, en el fondo muy natural: perdí la facultad de hablar. Seguramente tampoco habría sido nunca un gran orador, pero el lenguaje fluido habitual de los hombres lo habría dominado. Tú, sin embargo, me negaste ya pronto la palabra, tu amenaza: «¡No contestes!» y aquella mano levantada a la vez me han acompañado desde siempre. Delante de ti –cuando se trata de tus cosas, eres un magnífico orador– adquirí una manera de hablar entrecortada y balbuciente, pero hasta eso era demasiado para ti; finalmente acabé por callarme, al principio tal vez por obstinación, después porque delante de ti no podía ni pensar ni hablar. Y como tú has sido mi verdadero educador, eso repercutió en todos los aspectos de mi vida. Es indudablemente un error curioso que tú creas que yo nunca doy mi brazo a torcer. «Siempre llevando la contraria» no ha sido desde luego mi norma de vida frente a ti, como tú crees y como me echas en cara. Al contrario: si hubiese sido menos obediente, seguro que estarías mucho más contento conmigo. Sin embargo, todas tus medidas pedagógicas han dado en el blanco; no he esquivado ni un solo golpe; tal y como soy, soy el resultado (aparte, claro, de mi constitución y las influencias de la vida) de tu educación y de mi obediencia. El hecho de que, pese a ello, ese resultado sea penoso para ti, más aún, que te niegues conscientemente a ver en ello el resultado de tu educación, se debe a que tu mano y mi material han sido completamente ajenos el uno al otro. Tú decías: «¡No contestes!», queriendo así reducir al silencio las fuerzas desagradables y opuestas a ti que había en mí; pero ese influjo era demasiado fuerte para mí, yo era demasiado obediente, enmudecía por completo, me escabullía de tu presencia y sólo osaba empezar a moverme cuando estaba tan lejos de ti que tu poder, al menos directamente, no llegaba hasta allí. Pero tú estabas allí delante y siempre te parecía que todo te «llevaba la contraria», siendo como era la natural consecuencia de tu fuerza y de mi debilidad.

Tus sumamente efectivos y, conmigo al menos, infalibles recursos retóricos en la educación eran: insultos, amenazas, ironía, risa maligna y –curiosamente– autoinculpación.

No recuerdo que me hayas insultado a mí directamente y con insultos explícitos. Ni tampoco hacía falta: ¡tenías tantos otros recursos! Además, en tus conversaciones en casa y sobre todo en la tienda, caían sobre otras personas de mi entorno tales oleadas de insultos que, de niño, a veces estaba casi ensordecido por ellos y no tenía motivos para no aplicármelos también a mí, puesto que la gente a la que insultabas no era seguramente peor que yo, y tú no estabas seguramente menos contento con ellos que conmigo. Y también en este punto estaba esa enigmática inocencia tuya que te hacía intangible, tú insultabas sin sentir el menor reparo, y encima rechazabas y prohibías que insultaran los demás.

Los insultos los reforzabas con amenazas, y eso sí que ya me concernía directamente. Para mí era horrible por ejemplo la siguiente: «Voy a despedazarte como a un pez», aunque yo sabía que eso no iba seguido de nada malo (cuando era muy pequeño, sin embargo, no lo sabía), pero encajaba casi plenamente con la idea que yo tenía de tu poder el que también fueses capaz de eso. También era horrible cuando corrías dando voces en torno a la mesa para agarrarle a uno, por lo visto no querías hacerlo, pero fingías quererlo y la madre, por fin, parecía salvarlo a uno. A aquel niño le parecía que, una vez más, había conservado la vida gracias a tu clemencia y que el hecho de seguir vivo era un inmerecido regalo tuyo. Aquí hay que situar también tus amenazas por las consecuencias de mi desobediencia. Cuando yo empezaba a hacer algo que no te gustaba y tú me amenazabas con el fracaso, mi respeto a tu opinión era tan grande que ese fracaso, aunque tal vez viniese más tarde, ya era inevitable. Perdí la confianza en lo que hacía. Era inseguro, dubitativo. Cuantos más años iba teniendo, tanto mayor era el material que tú podías presentarme como prueba de mi nulidad; poco a poco empezaste a tener realmente razón, en cierto sentido. Otra vez me guardo de afirmar que yo haya llegado a ser así únicamente por ti; tú sólo reforzaste lo que había, pero lo reforzaste mucho, por ser tan poderoso conmigo y por emplear todo tu poder en ello.

Tenías una confianza especial en la ironía como método educativo; además se avenía muy bien con tu superioridad sobre mí. Una amonestación tuya solía tener esta forma: «¿No lo puedes hacer como te estoy diciendo? Te resulta ya demasiado, ¿no? Claro, no tienes tiempo» y cosas similares. Y cada pregunta, acompañada además de una sonrisa y un gesto maliciosos. En cierto modo, se recibía ya el castigo antes de saber que se había hecho algo malo. También eran irritantes aquellas reprimendas en tercera persona, es decir, cuando uno ni siquiera merecía que le dijeran directamente las malas palabras; o sea, cuando tú por ejemplo hablabas formalmente con la madre, pero en realidad conmigo, que estaba allí sentado, y le decías: «Esto, por supuesto, no se le puede pedir a nuestro señor hijo» y cosas semejantes. (La contrapartida fue, por ejemplo, que, estando la madre presente, yo no osaba –y después por costumbre ya ni lo pensaba– preguntarte nada directamente. Para aquel niño era mucho menos peligroso preguntar por ti a su madre, que estaba sentada a tu lado; uno le preguntaba: «¿Cómo está papá?» y así se evitaban sorpresas.) Claro que también se dio el caso de que uno estuviese muy de acuerdo con la más sangrienta ironía, a saber, cuando se refería a otros, por ejemplo a Elli10, con la que estuve a malas durante años. Para mí era una orgía de alevosía y de alegría maligna cuando casi en cada comida decías sobre ella algo así: «¡A diez metros de la mesa tiene que sentarse esta chica, con esas anchuras!», y cuando después, en tu silla, con encono y sin la menor huella de jovialidad o de humor, sino como enemigo encarnizado, tratabas de imitar, exagerando, la enorme repugnancia que te producía el modo que tenía de estar allí sentada. ¡Cuántas veces se repitió esa y otras escenas parecidas, y qué poco has conseguido en la práctica! Creo que ello era debido a que tal despliegue de ira y de enfado no parecía estar en proporción con la cosa en sí, no se tenía la sensación de que la ira viniese causada por esa pequeñez del sentarse-lejos-de-la mesa, sino que estaba presente ya en toda su amplitud desde un principio y sólo por casualidad había elegido aquella ocasión para estallar. Como se estaba convencido de que en cualquier caso se daría un motivo, no se esforzaba uno demasiado, y también había un cierto embotamiento debido a la amenaza continua; pues de que no iba a haber palos, de eso poco a poco se iba estando casi seguro. Uno se volvía un niño gruñón, desatento, desobediente, con la mente puesta siempre en la huida, casi siempre huida interior. Así sufrías tú, así sufríamos nosotros. Desde tu punto de vista tenías toda la razón cuando, apretando los dientes y con la risa gutural que le dio a aquel niño una primera idea del infierno, decías amargamente (como dijiste también hace poco a propósito de una carta de Constantinopla): «¡Vaya elementos!».

En total desacuerdo con esa actitud frente a tus hijos parecía estar el hecho, muy frecuente, de que te lamentases públicamente. Confieso que de niño no podía comprenderlo en absoluto (de mayor sí) y no veía cómo podías esperar que sintieran compasión por ti. Tú eras tan gigantesco en todos los sentidos; ¿qué podía importarte nuestra compasión o incluso nuestra ayuda? La tenías que despreciar, como nos despreciabas tantas veces a nosotros. Por eso no daba crédito a esos lamentos y les buscaba una segunda intención. Fue más tarde cuando comprendí que de verdad sufrías mucho con los hijos, pero en aquel entonces, cuando, en otras circunstancias, aquellas lamentaciones habrían podido encontrar una sensibilidad infantil, abierta, sin reservas, dispuesta a cualquier ayuda, fueron para mí sólo un método demasiado evidente de educación y de humillación, y en cuanto tal método no excesivamente duro, pero con el nocivo efecto secundario de que el niño se habituó a no tomar muy en serio justamente las cosas que habría debido tomar en serio.