Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Las cartas que madame de Sévigné escribió a la condesa de Grignan, su hija, han pasado a la historia por ser una cima absoluta de la literatura epistolar, aún más, de la literatura amorosa. En efecto, la marquesa de Sévigné, viuda de un vividor, vuelca en su hija recién casada un amor filial complejo y anhelante, hasta descubrir –alarmada, por más que Sévigné no sea ninguna beata– que la ama más que a Dios. Figura destacada en la brillante corte de Luis XIV, ese Grand Siècle en el que coincidieron los espíritus más ingeniosos, esta salonnière, amiga íntima de madame de La Fayette y de François de La Rochefoucauld, brilla por su inteligencia, su ironía, sus pullas y la frescura y gracia de su estilo, por su prosa espontánea y zigzagueante como una conversación. Las modas, los embarazos que enferman a las mujeres, la querella de los antiguos y los modernos, las murmuraciones de la corte o la fugacidad de la vida, todo lo abarca esta mujer imparable en la vida pública de su tiempo que posee las virtudes analíticas de una psicóloga, el apasionamiento de una novelista y la sagacidad de una filósofa. De las más de mil cartas que se conservan de madame de Sévigné, la escritora Laura Freixas ha seleccionado y traducido aquellas donde brillan su radical modernidad y la viveza de su estilo, que admiraron, entre otros, Virginia Woolf o Marcel Proust.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 298
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
LARGO RECORRIDO, 176
Madame de Sévigné
CARTAS A LA HIJA
TRADUCCIÓN, SELECCIÓN Y NOTAS DE LAURA FREIXAS
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: junio de 2022
DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez
MAQUETACIÓN: Grafime
© de la traducción, Laura Freixas, 2022
© de esta edición, Editorial Periférica, 2022. Cáceres
www.editorialperiferica.com
ISBN: 978-84-18838-42-2
La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
Existen únicamente dos traducciones españolas de las cartas de madame de Sévigné anteriores a la presente si hemos de fiarnos de los archivos de la Biblioteca Nacional. La primera data, al parecer, de 1930 y la publicó en París la editorial Garnier. Consta de cuatrocientas páginas; no figura en ella ninguna indicación sobre el autor de la selección; el prólogo y las notas son de Sainte-Beuve, el gran crítico francés del XIX, y el traductor español es Fernando Soldevilla. La segunda, que cuenta con quinientas cuarenta y ocho páginas, la sacó a la luz Aguilar en su colección Crisol y es obra de Francisco López Laredo, autor de la traducción, la selección, el prólogo y las notas.
La traducción de Soldevilla es muy satisfactoria: la versión castellana resulta convincente y fluida. Sin embargo, se resiente de algunas traducciones demasiado literales, que a veces responden a una defectuosa comprensión del francés. Por ejemplo, en la primera carta de madame de Sévigné a su hija (6 de febrero de 1671), la frase «Je m’en allai donc á Sainte-Marie, toujours pleurant, toujours mourant», que significa «Me fui a Sainte-Marie sin dejar de llorar, sin dejar de morir», aparece traducida como «Yo iba siempre a Santa María, siempre llorando y siempre muriendo». Pocas líneas después, madame de Sévigné relata lo siguiente: «Agnes me regardait sans me parler, c’était notre marché». Soldevilla, seguramente por no conocer todas las acepciones de marché («mercado», pero también, «negocio, «trato», «acuerdo»), suprime la segunda oración (que nosotros hemos traducido por «era nuestro trato») y pasa directamente a la siguiente: «Agnès me miraba sin hablar; he pasado hasta las cinco»… Es un defecto –el de no conocer todas las acepciones de un vocablo– que se repite a menudo: así, «Monsieur de Pomponne est disgracié» (carta del 22 de noviembre de 1679), se traduce por «Monsieur de Pomponne es desgraciado», cuando en realidad significa (como queda claro por el resto de la carta) «ha caído en desgracia»; o hallamos la frase, incomprensible en castellano, «Nuestra casa de París me abruma y Livry me acaba» (26 de marzo de 1681), ignorando que achever significa también –y es evidente que éste es aquí su sentido– «dar el golpe de gracia»… Hay otros casos en que, al contrario, el traductor inventa acepciones falsas por no conocer las verdaderas: así «Le Roi honora l’assemblée de trois ou quatre courantes» (carta del 9 de febrero de 1679) se convierte en «El rey honró a la reunión con tres o cuatro vueltas», desconociendo que courante es un determinado baile. Ocasionalmente la traducción es incorrecta no por mala comprensión, sino por una excesiva literalidad que no tiene en cuenta las diferencias gramaticales entre ambas lenguas: «Estuve el sábado todo el día en casa de madame de Villars a hablar de vos y a llorar» (9 de febrero de 1671).
La selección es muy completa; incluye las cartas más importantes. Sólo se resiente de algunas faltas de respeto al original: a veces el editor (¿Sainte-Beuve? ¿Soldevilla?, no lo sabemos) suprime frases o un fragmento completo de una carta sin siquiera indicarlo. Es el caso, por ejemplo, de la segunda parte (la encabezada por Vendredi au soir, [Viernes por la noche]) de la citada carta del 6 de febrero de 1671. Las notas son también excelentes; sólo podría reprochárseles el omitir aclaraciones que seguramente Sainte-Beuve no consideró necesarias para su público, pero que lo son para el nuestro: una lectora o lector español no tiene por qué saber, por ejemplo, que Despréaux es otro nombre de un poeta más conocido como Boileau, o que las pequeñas cartas son las Cartas provinciales, de Pascal.
Pero estos reparos son peccata minuta al lado de la edición de Francisco López Laredo, cuya selección nos parece incomprensible. Por ejemplo, no incluye la carta del 6 de febrero de 1671, que es fundamental, no sólo por su intensidad, sino por ser la que abre la correspondencia de madame de Sévigné con su hija, lo que explica que figure en todas las antologías. Y, cuando buscamos aquella, del 15 de enero de 1690, donde madame de Sévigné relata la querella de los antiguos y los modernos a propósito de Pascal, nos encontramos con que figura… pero habiéndose suprimido precisamente el pasaje relativo a la querella. (Las supresiones ni siquiera están indicadas.) En cuanto a las notas, leemos por ejemplo al pie de esa misma carta: «A mediados de 1690, madame de Sévigné se reúne en Grignan con su hija, de la cual ya no volverá a separarse hasta que la muerte la sorprenda el 17 de abril de 1696», lo que sencillamente –basta una ojeada a cualquier cronología para comprobarlo– es falso: en 1690 madame de Sévigné está en Grignan, pero en 1691 madre e hija viajan a París. Es allí –no en Grignan– donde pasan juntas los tres años siguientes. Después (1694), madame de Grignan vuelve a Provenza, y sólo más tarde en ese mismo año la seguirá madame de Sévigné. La traducción deja también mucho que desear: por ejemplo, en la anécdota del arzobispo, cuya carroza derriba a un jinete (5 de febrero de 1674), se conserva la onomatopeya tra, tra, tra, pero no se traduce gare, gare, quizá porque «cuidado, cuidado», no teniendo la misma sonoridad que el vocablo francés, quitaría brillo al párrafo… Más adelante, la frase «au lieu de s’amuser à être roués et estropiés» («en vez de entretenerse dejando que los atropellen y los desfiguren», o «en vez de celebrar que los atropellen y los dejen hechos una piltrafa») se convierte en «en vez de quejarse del golpe y de las heridas», lo que echa a perder la ironía del original. En la misma carta y en otras, el traductor, no sabiendo si conservar en francés los títulos –Monsieur le Prince, Monsieur le duc, etcétera–, o traducirlos suprimiendo monsieur, opta por una u otra solución según el momento, y a veces en la misma frase, con resultados como: «Allí estará Monsieur le Prince y el duque con su mujer». ¿Para qué seguir?
Si hemos querido hacer una nueva traducción –revisada en esta edición de Periférica– de madame de Sévigné, no ha sido sólo por la necesidad de retraducir regularmente a los clásicos (según el conocido axioma de que los clásicos no envejecen, pero sus traducciones sí), sino porque nos parecía que faltaba una edición pensada específicamente para una lectora o lector de aquí y ahora. Lógicamente, la lectora o lector español del siglo XXI está poco familiarizado con la Francia del Grand Siècle. Nuestro principal empeño ha sido suministrarle los datos necesarios para que, una vez conocidos, pueda disfrutar plenamente de las cartas de madame de Sévigné sin tropezar a cada paso con alusiones oscuras o frases cuyo sentido, o cuyos sobreentendidos, se le escapan. No hemos querido, por otra parte, hacer una edición crítica ni entorpecer la lectura con excesivas notas: por ello hemos optado por ofrecer, antes de cada carta (o de aquellas que lo requieren) un breve texto explicativo.
En cuanto a la selección, confesamos que ha sido muy personal. Creemos –como Roger Duchêne, el más importante sévigniste actual–, que la mayor originalidad y el principal valor de las cartas de madame de Sévigné radica en la expresión literaria de una gran pasión: el amor por su hija. En consecuencia, hemos dado prioridad a las cartas que lo expresan, cartas que nos parecen las más ricas, intensas, inspiradas, en especial las de 1671, primer año de la separación, en el que madame de Sévigné descubre todos los extremos y todos los matices de un sentimiento que, a partir de entonces y para el resto de sus días, será el meollo de su vida. Sin embargo, no hemos querido omitir tampoco otras cartas, justamente célebres, que forman parte del acervo cultural francés, como las famosas sobre la frustrada boda de Mademoiselle (15 y 19 de diciembre de 1670), el regreso del exiliado Vardes (26 de mayo de 1683) o el estreno de Esther, de Racine, (21 de febrero de 1689).
Ocasionalmente, nos hemos permitido suprimir fragmentos. Una de las características de madame de Sévigné, así como uno de sus encantos, es la naturalidad de sus cartas, su improvisación (escribía sin borrador), el estilo que ella misma, en carta a su hija (23 de diciembre de 1671), calificaba de négligé (descuidado). (Cuando su primo Bussy Rabutin le comunica que va a enviar al rey copia de algunas de las cartas que ha recibido de ella, madame de Sévigné se inquieta: espera, dice, que «vous les aurez raccomodées», que las haya corregido.) Y forma parte de esa naturalidad el saltar de un tema a otro: del sentimiento a los pleitos de herencia, de la especulación teológica al chocolate. Si en algún momento hemos suprimido algo, no ha sido, pues, para convertir artificialmente esas cartas-cajón de sastre en cartas-modelo, consagradas a un solo tema, en un único tono; sino que hemos eliminado frases o párrafos que hacen alusión a asuntos conocidos por madre e hija, pero desconocidos para nosotros (entre otras razones porque todas las cartas de madame de Grignan a su madre se han perdido). Nos ha parecido que esos fragmentos no aportaban nada y en cambio entorpecían la lectura. Por ejemplo, en la carta del 8 de abril de 1671, hemos quitado un párrafo en el que madame de Sévigné comenta la descripción que su hija le ha hecho de cómo comulgan las damas en Provenza, pues es difícil comprenderlo sin conocer la carta de la hija (dice, por ejemplo, madame de Sévigné: «Yo les habría hecho en voz alta el cumplido que vos les dedicáis en vuestro fuero interno»). Otro ejemplo: en la carta del 21 de junio de 1671, hemos suprimido frases como «nos demoiselles de Vitré, dont l’une s’apelle, de bonne foi Mademoiselle de Croque-Oison et l’autre Mademoiselle de Kerbogne», porque la comicidad implícita es intraducible; o bien «Ce que vous me mandez sur ce que vous êtes pour les honneurs est extrêmement plaisant» («Lo que me decís sobre vuestra actitud frente a los honores es sumamente gracioso»), o «J’ai vu avec beaucoup de plaisir ce que vous écrivez à notre abbé» («Me ha gustado mucho lo que le escribís a nuestro abad»)… De todos modos, como decíamos, tales supresiones son excepcionales, no afectan a frases completas ni a sus partes, sino a párrafos o bloques de texto –nos hemos abstenido de hacerlas cuando habrían desfigurado el contexto–, y están siempre marcadas con el signo […].
Dos palabras, por último, sobre la traducción. Antes que hacer un pastiche del español del Siglo de Oro (traduciendo vous por «Vuestra Merced», honnête homme por «discreto», fort por «harto», etcétera), hemos preferido una lengua moderna, si bien evitando los anacronismos demasiado llamativos (un ejemplo: no podíamos traducir «et vogue la galère» –carta del 4 de marzo de 1671– por «y viva la Pepa» porque nuestros lectores recordarán sin duda que la Pepa es la Constitución de 1812, posterior en más de un siglo a la muerte de madame de Sévigné; hemos optado por el más intemporal «viva la Virgen»). Sin embargo, tampoco hemos querido llevar la modernidad hasta sustituir el vos por tú: una marquesa del siglo XVII tuteando a su hija la condesa parece poco verosímil.
La principal dificultad ha sido traducir los apelativos cariñosos que madame de Sévigné da a su hija: ma bonne, ma chère bonne, ma pauvre bonne, ma très chère, ma chère enfant, ma très aiamable bonne… Es, junto con el verbo mander (arcaico por envoyer, «enviar»), una de las marcas inconfundibles del estilo de madame de Sévigné, hasta el punto de que Marcel Proust se burlaba de quienes creen «avoir fait leur Sévigné» escribiendo o diciendo «mandez-moi, ma bonne»… De entre las traducciones posibles, querida nos parecía afectado, y bonita, demasiado madrileño, o castellano (mientras que mi niña habría sonado a canario, linda a argentino, etcétera)… Hemos elegido finalmente hija (o en su caso: hija querida, pobrecita hija mía, etcétera), muy neutro sin duda, pero más discreto que las otras opciones.
Digamos finalmente unas palabras sobre las ediciones originales manejadas. Hemos hecho la selección a partir de la dos selecciones presentes en el mercado francés, la de Bernard Rafalli (Lettres, Garnier-Flammarion, París, 1976) y la de Roger Duchêne (Lettres choisies, Folio-Gallimard, París, 1988), consultando también la edición completa de la cartas editada por el mismo Duchêne y publicada en la Bibliothèque de La Pléiade (Correspondance, 3 vol., Gallimard, París, 1973-1978).
NOTA BENE: Tenga en cuenta la lectora o el lector que, en el vocabulario de la época, monsieur de o madame de sustituyen los títulos nobiliarios o cargos: así, madame de Grignan es la condesa de Grignan, y monsieur de Marseille, el obispo de Marsella.
Madame de Sévigné era marquesa y su hija, madame de Grignan, condesa. En adelante nos referiremos a ellas indistintamente por su nombre o por su título.
Todo lo que figura entre corchetes son notas de la traductora.
CARTAS A LA HIJA
A POMPONNE
[París], lunes, 1 de diciembre [de 1664]
[…] Tengo que contaros una historieta, que es muy cierta y que os divertirá. Desde hace poco el rey se ha puesto a hacer versos; Saint-Aignan y Dangeau le enseñan cómo hay que hacerlo. El otro día compuso un pequeño madrigal, que él mismo no encontraba demasiado logrado. Una mañana le dijo al mariscal De Gramont: «Leed, os lo ruego, este pequeño madrigal y decidme si alguna vez habéis visto algo tan impertinente. Como la gente sabe que me he aficionado a los versos, me los traen de todos los colores». El mariscal, tras haber leído, le dijo al rey: «Señor, Vuestra Majestad juzga divinamente bien en todas las cosas; es cierto que éste es el madrigal más bobo y más ridículo que he leído en mi vida». El rey se echó a reír y le dijo: «¿No es verdad que quien lo ha escrito es un necio?». «Señor, no hay manera de darle otro nombre.» «¡Qué bien! –dijo el rey–, me complace que hayáis opinado con tanta sinceridad: lo he hecho yo.» «¡Ah!, señor, ¡qué traición! Devuélvamelo, Su Majestad: lo he leído muy deprisa.» «No, señor mariscal; los primeros sentimientos son siempre los más naturales.» El rey se rio con ganas de la anécdota, y todo el mundo encuentra que es la más cruel mezquindad que puede hacérsele a un viejo cortesano. Por mi parte, pues me gusta hacer reflexiones, querría que el rey consagrara alguna a este incidente, y que le sirviera para juzgar lo lejos que está de conocer la verdad […].
El destinatario de las dos cartas que siguen, Roger de Bussy-Rabutin (1618-1693), era primo de madame de Sévigné, buen amigo suyo y uno de sus principales corresponsales. De hecho, sería él el primero en mandar imprimir textos de la marquesa, pues incluyó cinco cartas de ésta, junto con otras muchas recibidas de otras personas, en sus Memorias.
De Bussy-Rabutin era un militar brillante y también un hombre de mundo, libertino, burlón, famoso por su ingenio y por su impertinencia. Para divertir a su amante, la marquesa de Montglas, se le ocurrió componer, inspirándose en el Satiricón de Petronio, una novela, Histoire amoureuse des Gaules (Historia amorosa de las Galias), en la que relata con ironía varias intrigas amorosas de la corte. Madame de Sévigné figura –bajo nombre supuesto, como los demás– entre los personajes.
De Bussy-Rabutin había escrito la novela únicamente para sus amigos; pero, por una indiscreción, el texto circuló. Y, a pesar del nombre ficticio, y de las protestas de De Bussy-Rabutin asegurando que el retrato de madame de Sévigné ha sido intercalado por terceros, la marquesa se reconoce y se enfada, pues el retrato no es precisamente halagador. De Bussy-Rabutin resalta, en lo físico, la falta de armonía de los rasgos de su prima (incluyendo ojos abigarrados, es decir, de distinto color); en cuanto al carácter, se burla de que se deje deslumbrar por las nimias atenciones del rey y de la reina, y la acusa también de vanidad, falta de lealtad con sus amigos y tacañería («esa beldad –dice– es amiga si no le tocan el bolsillo»).
Para comprender ese reproche hay que retroceder diez años. De Bussy-Rabutin era oficial de caballería, cargo que había comprado en 1653 pero de cuyo sueldo no había cobrado prácticamente nada en los años siguientes, y necesitaba dinero para sus campañas militares. En 1658 murió un tío suyo, Jacques de Neuchèse, obispo de Chalon, dejándole en herencia cierta cantidad, lo mismo que a madame de Sévigné, que era igualmente sobrina del obispo. De Bussy-Rabutin tuvo entonces la idea de pedir prestados a su prima diez mil francos, que le reembolsaría cuando se liquidara la herencia. La marquesa aceptó en un principio; pero su tío y administrador, el abad de Coulanges, pidió ciertas garantías, las cuales demoraban la entrega del dinero. Y De Bussy-Rabutin no podía esperar. Finalmente, fue la marquesa de Montglas quien resolvió la papeleta entregándole unos diamantes que De Bussy-Rabutin pudo usar como prenda para pedir un préstamo.
La Histoire amoureuse des Gaules, por su indiscreción y su insolencia, atrajo la ira del rey sobre De Bussy-Rabutin, que fue privado de su cargo, encarcelado (pasó un año en la Bastilla) y desterrado a su castillo de Borgoña. Vivió su exilio como una terrible desgracia: escribía constantemente y en todos los tonos a Luis XIV suplicándole que le permitiera regresar al Ejército, súplicas que nunca fueron atendidas. (Por eso madame de Sévigné, en la carta del 26 de julio, se entristece viendo a los nuevos mariscales, una promoción de la que De Bussy-Rabutin, si no hubiera caído en desgracia, habría formado parte.)
La relación de madame de Sévigné con Fouquet (a quien alude en esa misma carta) puso en entredicho su reputación. Fouquet era superintendente (ministro) de finanzas y, al parecer, había cortejado a la marquesa. Su aparatosa caída en desgracia fue seguida de la confiscación de sus papeles, entre ellos, cartas de madame de Sévigné y otras damas de la corte. Las cartas, cuya existencia se conocía, pero no así su contenido, dieron mucho que hablar. Como le ocurriría en varias ocasiones –lo que explica que no llegara nunca a brillar en la corte–, la marquesa resultaba perjudicada por su amistad con un importante personaje al caer éste en desgracia. Por lo que ella misma dice en las cartas que siguen, vemos que De Bussy-Rabutin defendió en esa ocasión a su prima.
«La muchacha más bonita de Francia» no es otra que Françoise-Marguerite, la hija de madame de Sévigné (la futura madame de Grignan), a la que el mismo De Bussy-Rabutin había dado ese apodo; la marquesa se queja de que su belleza no haya servido aún para encontrarle marido.
Como decíamos, De Bussy-Rabutin sería el primero en poner a disposición del público algunas cartas de madame de Sévigné, incluyéndolas en sus Memorias: esas cartas llamaron inmediatamente la atención y suscitaron el interés de los lectores por conocer el resto de la correspondencia de la marquesa (muerta poco antes de que las Memorias salieran a la luz). Sin embargo, madame de Sévigné había manifestado explícitamente a De Bussy-Rabutin su desagrado por la fama: de la carta del 26 de junio de 1688, que a continuación reproducimos, la frase que más se ha citado es aquella en que la marquesa se muestra horrorizada ante la idea de «encontrarse impresa».
AL CONDE DE BUSSY-RABUTIN
París, 6 de junio de 1668
Os escribí yo la última; ¿por qué no me habéis contestado? Esperaba que lo hicierais, y finalmente comprendí que el proverbio italiano dice la verdad: Chi offende, non perdona [Quien ofende, no perdona].
Sin embargo, vuelvo a escribiros porque tengo buen carácter y por eso mismo os quiero, y porque siempre he sentido inclinación y debilidad por vos, tanta que he estado a punto de hacer el ridículo con aquellos que conocían mejor que yo vuestras relaciones conmigo.
Madame d’Époisses me dijo que os había caído una cornisa en la cabeza que os había herido seriamente. Si os hubierais restablecido y si me permitierais hacer un mal chiste, os diría que no son los diminutivos lo que hiere la cabeza de la mayor parte de los maridos: se darían con un canto a los pechos si las cornisas fueran el único motivo de ofensa [juego de palabras entre corniche, «cornisa», y cornes, «cuernos»]. Pero no quiero decir tonterías; quiero saber antes que nada cómo os encontráis y aseguraros que, por la misma razón por la que me sentí débil cuando os sangraron [alusión a una supuesta telepatía entre parientes], me dolió vuestro dolor de cabeza. No creo que se pueda llevar más lejos la fuerza de la sangre.
Mi hija ha estado a punto de casarse. La cosa no llegó a buen puerto, no sé por qué. Ella os besa la mano, y yo, a toda vuestra familia.
AL CONDE DE BUSSY-RABUTIN
París, 26 de julio de 1668
Quiero empezar contestando en dos palabras a vuestra carta del día 9 de este mes, tras lo cual nuestro pleito habrá terminado.
Me atacáis, querido conde, como quien no quiere la cosa, asegurando que no me preocupan demasiado las desgracias ajenas, pero que, en cambio, aplaudiré vuestro regreso a la corte; en una palabra, insinuáis que me arrimo al sol que más calienta, y que, de puro bien educada, no llevo la contraria a quienes critican a los ausentes.
Bien veo que estáis mal informado de las noticias de por aquí. Sabed, pues, por mí, querido primo, que no está de moda acusarme de infidelidad a mis amigos. Tengo muchos otros defectos, como dice madame de Bouillon, pero no ése. Tal pensamiento está sólo en vuestra cabeza, y yo aquí he dado muestras suficientes de generosidad por los caídos en desgracia, lo cual ha hecho que se me honre en muchos sitios importantes que os podría enumerar si quisiera. No creo, pues, merecer ese reproche, y tendréis que tachar ese renglón de la lista de mis imperfecciones.
Somos amigos y somos de la misma sangre; nos gustamos, nos queremos, nos interesamos por nuestras respectivas suertes. Me habláis del dinero que queríais que yo os adelantara sobre los diez mil escudos que ibais a cobrar por la herencia de monsieur de Chalon. Decís que yo os lo negué, y yo por mi parte digo que os lo presté; pues sabéis perfectamente, y nuestro amigo Corbinelli es testigo de ello, que mi corazón lo quiso desde el primer momento, y que cuando buscábamos algunas formalidades para obtener el consentimiento de Neuchèse, a fin de entrar en vuestro lugar para el pago, la impaciencia se adueñó de vos; y, como resulta que, por desgracia, soy lo bastante imperfecta de cuerpo y alma para daros la ocasión de hacer un bonito retrato mío, lo hicisteis y preferisteis el placer de ser alabado por vuestra obra a nuestra antigua amistad, a vuestro buen nombre, y hasta a la justicia. Bien sabéis que una dama de entre vuestras amigas os obligó generosamente a quemarlo; creyó que lo habíais hecho, yo también lo creí; y algún tiempo después, habiendo sabido que habíais hecho maravillas sobre lo mío con monsieur Fouquet, semejante conducta terminó de reconciliarme con vos, lo que hice, ¡vos sabéis con cuánta sinceridad!, a mi regreso de Bretaña. También conocéis nuestro viaje a Borgoña, y con qué franqueza volví a prodigaros el cariño que siempre os había profesado.
He aquí que vuelvo encantada de vuestra compañía. Hubo gente que por entonces me dijo: «He visto vuestro retrato en manos de madame de La Baume, lo he visto». Yo no contesto más que con una sonrisa desdeñosa, apiadándome de los ingenuos que creen en lo que han visto con sus propios ojos. «Lo he visto», vuelve a decirme alguien al cabo de ocho días; y yo vuelvo a sonreír. Se lo conté riéndome a Corbinelli [hombre de letras, íntimo amigo tanto de madame de Sévigné como de De Bussy-Rabutin]; repetí la misma sonrisa burlona que me había servido ya en dos ocasiones, y así seguí durante cinco o seis meses, inspirando piedad a aquellos de quienes me burlaba. Al fin llegó el desgraciado día en que yo misma vi, con mis propios ojos abigarrados, lo que no había querido creer. Si me hubieran salido un par de cuernos en la cabeza, me habría sentido mucho menos asombrada. Leí y releí ese cruel retrato; lo habría encontrado muy bonito si hubiera sido de otra que no fuera yo, y de otro que no fuerais vos. Se me antojó incluso tan bien engastado, ocupa tan perfectamente su lugar en el libro, que no tuve el consuelo de poder convencerme de que lo había puesto allí otra persona. Lo identifiqué por varias cosas que había oído decir de él, más que por la descripción de mis sentimientos, en la que no me reconocí en absoluto.
Finalmente os vi en el Palais-Royal, por donde os dije que ese libro circulaba. Quisisteis contarme que sin duda alguien había hecho ese retrato de memoria y lo habría colocado ahí. No me creí una palabra. Volví a acordarme entonces de los consejos que me habían dado, y que yo desdeñaba. Encontré que el lugar que ocupaba ese retrato era tan idóneo que el amor paterno os había impedido desfigurar la obra sacándola del sitio donde tan bien encajaba. Vi que os habíais burlado tanto de madame de Montglas como de mí; que me habíais tomado el pelo; que habíais abusado de mi buena fe, y que os di motivo para que me creyerais inocente cuando visteis que mi corazón os perdonaba, mientras sabíais que el vuestro me estaba traicionando: lo que vino después ya lo sabéis.
Estar en manos de todo el mundo; encontrarse impresa; ser el hazmerreír de todas las provincias, donde esas cosas hacen un daño irreparable; tropezarse una consigo en las bibliotecas y recibir este dolor ¿por quién? No quiero seguir exponiéndoos todas mis razones: tenéis suficiente inteligencia como para que os baste, estoy segura, un cuarto de hora de reflexión para verlas y sentirlas como yo. Y, aun así, ¿qué hago, cuando sois arrestado? Con el corazón dolido, os envío recado de que pienso en vos, compadezco vuestra desgracia, hablo incluso de ello en público y expreso mi parecer sobre el comportamiento de madame de La Baume con tanta libertad que me enemisto con ella. Salís de la cárcel, voy a veros varias veces; voy a despedirme de vos antes de irme a Bretaña; os escribo, desde que estáis en vuestras tierras, con un estilo bastante libre y sin rencor, y, por último, os escribo de nuevo cuando madame d’Époisses me dice que os habéis roto la cabeza.
Esto es lo que quería deciros una vez en la vida, suplicándoos que extirpéis de vuestro espíritu la idea de que soy yo quien tiene que hacerse perdonar. Conservad mi carta y releedla si alguna vez se os pasa por la cabeza creerlo así, y sed justo en este asunto, como si juzgarais algo ocurrido entre otras dos personas. Que vuestro interés no os haga ver lo que no es; confesad que habéis ofendido cruelmente la amistad que reinaba entre nosotros, y me habréis desarmado. Pero si pensáis que en el caso de que me repliquéis me callaré alguna vez, estáis muy equivocado; pues tal cosa me resulta imposible. Hablaré por los codos: en vez de escribir en dos palabras, como os había prometido, escribiré en dos mil; y, en resumidas cuentas, tanto os escribiré, cartas de longitud cruel y aburrimiento mortal, que os obligaré a vuestro pesar a pedirme perdón, es decir, a pedirme la vida. Hacedlo, pues, de buen grado.
Por lo demás, he sentido vuestra sangría. ¿No era el día 17 de este mes? Justamente: me hizo muchísimo bien y os lo agradezco. Es tan difícil sangrarme que es caridad por vuestra parte ofrecer vuestro brazo en vez del mío.
En cuanto a la solicitación, enviadme a vuestro hombre de negocios con un plácet, y haré que lo dé una amiga de ese tal monsieur Didé (pues por mi parte, no lo conozco de nada), e iré incluso con esa amiga. Podéis estar seguro de que, si pudiera haceros un favor, lo haría con mucho gusto y de buen grado. No os digo qué sumo interés me he tomado siempre en vuestros asuntos: creeríais que el motivo es nuestro parentesco; pero no: el motivo erais vos. Y sois también vos quien me habéis causado aflicciones, tristeza y amargura viendo a esos tres nuevos mariscales de Francia. Madame de Villars, a quien tanta gente iba a ver, me mostraba las visitas que se me habrían hecho a mí en semejante ocasión si vos hubierais querido.
La muchacha más bonita de Francia os envía recuerdos. El apodo me parece sumamente agradable; sin embargo, estoy cansada de hacerle los honores.
La noticia que en esta carta –una de las más célebres de toda su correspondencia– madame de Sévigné anuncia a su primo, Emmanuel de Coulanges, fue sensacional en su día, en el pequeño mundo de la corte. Su protagonista es Mademoiselle: hija del difunto Monsieur, hermano de Luis XIII, y, por lo tanto, prima hermana del rey, poseedora de innumerables títulos nobiliarios («mademoiselle d’Eu, mademoiselle de Dombes», etcétera, son algunos de ellos), inmensamente rica, se la considera el mejor partido de Europa. Mademoiselle había tomado una parte muy activa en la Fronda, la rebelión de los aristócratas contra la monarquía: fue ella quien hizo disparar un cañón, desde lo alto de la Bastilla, contra el ejército real. Cuando el rey consiguió imponerse y volvió a París en 1652, la desterró. Tras volver a la corte, fue desterrada por segunda vez por haberse negado a obedecer a Luis XIV cuando éste le ordenó casarse con el rey de Portugal, loco y paralítico, del que el monarca francés quería hacer un aliado. Terminó por ser perdonada y regresó definitivamente a la corte en 1664.
Mademoiselle siempre se había vanagloriado de desdeñar el amor, lo cual, unido a su ambición y a la conciencia de su rango (en su adolescencia soñaba con casarse con el mismo Luis XIV, once años más joven que ella), le había hecho rechazar todas las proposiciones de matrimonio que había recibido, hasta las de mayor relumbrón, entre ellas la de Monsieur, el hermano de Luis XIV. Por eso fue una sorpresa mayúscula que se enamorase de un arribista, un noble sin fortuna que se había hecho amigo del rey: el conde de Lauzun, «un hombrecillo rubio, poco agraciado de cara y descocado con las damas hasta extremos increíbles», según nos lo describe Saint-Simon en sus Memorias.
A COULANGES
París, lunes, 15 de diciembre de 1670