Cartas a Milena - Franz Kafka - E-Book

Cartas a Milena E-Book

Franz kafka

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Beschreibung

Cartas a Milena reúne la correspondencia que entre 1920 y 1922 Franz Kafka (1883-1924) dirigió a Milena Jesenská, mujer de temperamento excepcional residente en Viena, con quien trabó conocimiento a raíz de su voluntad de traducir al checo dos de sus relatos. A través de ella asistimos al nacimiento de un amor tan violento como distante -fue esencialmente epistolar-, con una vacilante cima en un encuentro de cuatro días en Viena en 1921 y su posterior frustración y enfriamiento. Una historia de amor, en suma, que revela de forma excepcional la sensibilidad e intimidad emocional del autor de La metamorfosis. Esta nueva edición, basada en la definitiva alemana de 1983, incluye, además de los numerosos pasajes suprimidos en su día por Willy Haas (primer editor de las cartas), una ordenación cronológica más certera, la necrológica que Milena escribió a la muerte de Kafka, así como ocho cartas que le dirigió a Max Brod y que contribuyen a perfilar la imagen de la destinataria de esta correspondencia. Traducción e introducción de Carmen Gauger

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Veröffentlichungsjahr: 2015

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Franz Kafka

Cartas a Milena

Traducción del alemán, introduccióny notas de Carmen Gauger

Índice

Nota de la traductora

Cartas a Milena

Milena a Max Brod

Artículo necrológico de Milena sobre Franz Kafka

Créditos

Nota de la traductora

Milena Jesenská y Kafka se conocieron de un modo casual. En el otoño de 1919, Milena, que vivía en Viena, había hecho una visita esporádica a Praga, su ciudad de origen. Allí, ella y su marido se reunieron en un café con un grupo de literatos, Kafka entre ellos. Como casi todos los judíos de Praga, Kafka tenía el alemán como lengua materna, pero comprendía bien el checo; Milena, en cambio, cuya lengua materna era el checo, entendía mal el alemán. Milena aprovechó aquella ocasión para indicarle que tenía intención de traducir sus relatos al checo. Éste fue el punto de partida de una relación amorosa tan apasionada como sorprendente.

Milena había nacido en 1896 en el seno de una familia de la alta burguesía checa. Alumna de un colegio de élite femenino, tuvo una sólida formación escolar, que se intensificó, por deseos del padre, al morir a la edad de dos años el único hijo varón de la familia. La madre enfermó pronto y murió cuando Milena, quien, por expreso deseo del padre, durante tres años hubo de cuidarla cada día al volver del colegio, tenía dieciséis años. Muerta la madre, Milena, hasta entonces una jovencita dócil y aplicada, se transformó en todo lo contrario: gastaba sin medida, falsificaba la firma del padre para sacar dinero del banco, robaba cocaína de la consulta del padre (catedrático de odontología), tenía innumerables aventuras amorosas y a los 21 años ya había abortado dos veces. El padre, nacionalista y antisemita, detestaba a los alemanes y más aún a los judíos. Y su hija abandona la carrera de medicina y se enamora justamente de Ernst Pollak, judío de Praga, conquistador empedernido y de pocos recursos económicos aunque de enorme prestigio en el mundo literario. Eso fue el límite de lo que podía soportar Jan Jesenský: como la hija era todavía menor de edad, la encierra en un sanatorio psiquiátrico, y allí pasa Milena nueve meses sin dar su brazo a torcer hasta que el padre cede y le permite que se case con Pollak, a condición de que ambos se marchen de Praga. Pollak, que trabaja en un banco, encuentra empleo en Viena y allí se trasladan ambos en 1918, unos meses antes del final de la Gran Guerra.

Por esas fechas, y sobre todo en los años posteriores a la derrota, Viena, hasta entonces capital del imperio austro-húngaro, se encontraba en una situación catastrófica: los pocos víveres a los que se tenía acceso eran carísimos, el sueldo de Ernst Pollak no bastaba en absoluto para vivir los dos y Milena, que no era un modelo de ama de casa, gastaba sin control hasta que, finalmente, se vio obligada a buscar trabajo. Hizo de todo: transportaba equipajes de la estación a los hoteles, cortaba leña y la vendía, a veces daba clases de checo. El marido, por otra parte, seguía con sus innumerables aventuras amorosas, que no ocultaba a su mujer (ésta dice, como de pasada, a Max Brod en una carta reproducida en este volumen, «mi marido me es infiel cien veces al año»). La vida del matrimonio fue convirtiéndose en un infierno, pese a lo cual Milena, que a su manera seguía enamorada de su marido, no pensaba en separarse. A finales de 1919 decidió escribir reportajes sobre la vida de Viena para un diario praguense, Tribuna. Tuvo éxito, poco a poco los reportajes se publicaban con regularidad y Milena empezó a disponer de unos ingresos mínimos, que sin embargo no bastaban en absoluto para vivir.

Fue entonces cuando resolvió traducir algunas obras de Kafka, que ella conocía a través de su marido y por las que sentía admiración. Y fue también entonces cuando, con ocasión de esas traducciones y a los pocos meses de haber regresado ella a Viena, empezó la correspondencia entre ambos.

Kafka, que, aparte de su abundante correspondencia, llevaba dos años sin escribir nada nuevo, no pasaba a la sazón por su mejor momento. Hacía casi tres años que había roto definitivamente su segundo compromiso matrimonial con Felice Bauer, berlinesa y judía, con la que había mantenido una intensísima correspondencia durante cinco años. El motivo inmediato de la ruptura había sido el vómito de sangre que marcó definitivamente el inicio de la tuberculosis que acabaría con su vida siete años después. Un segundo intento de contraer matrimonio, esta vez con Julie Wohryzek, se había visto aplazado varias veces, en parte por la oposición de su padre, que veía en ese matrimonio un descenso de su hijo en la escala social, y en parte por falta de vivienda. Pero aún seguían prometidos cuando Kafka conoció a Milena Jesenská.

No se exagera, como afirma el crítico alemán Reich-Ranicki, cuando se dice que Kafka se enamoró de la joven Milena, trece años más joven que él, sin conocerla. La había visto aquella única vez en el café de Praga y, como asegura en una de sus primeras cartas, no recordaba los rasgos de su cara, sólo su figura, su vestido, cuando ella se movía por entre las mesas del café. Milena sin embargo, de modo inequívoco la más fuerte y vital de los dos, no mantiene la correspondencia en un tono estrictamente profesional (y en eso coincide con los deseos de Kafka, que desde el primer momento se siente fascinado por la fuerte personalidad de la joven) sino que, al notar que él también se interesa por su persona, le habla abiertamente de su desastrosa situación. Tras la derrota de 1918, Viena había dejado de ser la capital del imperio y se había convertido en la capital de la miseria europea. Milena no sólo hacía todo género de trabajos, sino que pasaba horas regateando con estraperlistas y charlando con la gente en la colas para, al final, no tener muchos días otra comida que «una manzana y un té», como escribe ya muy pronto con asombrosa sinceridad a Kafka. Si a eso se añade que en Viena no había logrado integrarse en los círculos literarios de su marido —él dominaba el alemán y el checo, mientras que ella, de familia nacionalista checa, en los primeros tiempos de Viena aún hablaba deficientemente el alemán—, quien por su parte le era infiel «cien veces al año», se comprende que recibiera con los brazos abiertos las muestras de interés, pronto de cariño, que venían de Merano, el balneario tirolés donde Kafka trataba de curar su enfermedad pulmonar. Ya en una de las primeras cartas ella le confiesa que también padece una enfermedad pulmonar; él está consternado y busca salidas a su situación. Con generosidad, le pide que descanse en algún lugar de Bohemia y le ofrece financiar la estancia. Las cartas son ya diarias; ella, a petición de Kafka, escribe ahora en checo, «porque el checo es parte de usted, porque sólo en él está Milena toda ella».

Y así es, en efecto. En cualquier caso Kafka ha encontrado en la correspondencia con Milena —como ya le ocurrió con Felice— el perfecto sustituto del contacto real. Las cartas son para él casi una droga: «Es insensato este deseo inmoderado de cartas —escribe un mes después de iniciada la correspondencia—. ¿No basta con una sola?... Basta, pero pese a ello uno se recuesta cómodamente y absorbe las cartas y ya sólo sabe que no quiere dejar de absorber...». Asimismo, la Milena de su fantasía sustituye plenamente a la Milena real: «El día es cortísimo —así comienza esa misma carta—, apenas queda un ratito para escribir a la Milena verdadera, porque la aún más verdadera ha estado aquí todo el día, en la habitación, en el balcón, en las nubes». Y en una carta a Max Brod, su mejor amigo y editor de su obra póstuma, escribe que Milena es «un fuego vivo, como nunca había visto antes... y al mismo tiempo extraordinariamente delicada, valerosa, inteligente...». Cuando Kafka escribe todo esto, sólo la ha visto y hablado con ella, meses atrás, durante unos minutos.

La Milena real, que estaba dotada, en efecto —esto lo sabemos no sólo a través de su relación con Kafka sino por numerosos testimonios de amigos y conocidos—, de inteligencia, sensibilidad y fortaleza en un grado totalmente fuera de lo común, había comprendido a Kafka como ninguna mujer hasta entonces: ya el hecho de que, a los 23 años, hubiera percibido la genialidad de su obra, cuando esa obra estaba limitada a varias colecciones de cuentos e historias cortas cuyo eco no había traspasado apenas las fronteras de Praga, prueba que esta vez Kafka había encontrado a una mujer que estaba a su altura intelectual. Las cartas de Kafka (no disponemos de ninguna carta de Milena a Kafka) denotan que ella le comprende, le respeta, tiene sensibilidad con sus «complejos», le compadece y le quiere. Pero, precisamente por eso, pronto desea organizar un encuentro y le pide que vaya a Viena unos días, al final de la cura de reposo en Merano.

Era lo más natural para Milena, después de una correspondencia que había llevado a tal grado de intimidad. Pero no para Kafka, que se veía así confrontado con un doble problema: uno exterior, espinoso y urgente, pero probablemente no insoluble, y uno interior, infinitamente más difícil de atacar.

Kafka había acordado con quien aún era su prometida, Julie Wohryzek, que a la vuelta de Merano pasarían ambos unos días en Karlsbad, el célebre balneario de Bohemia. Si él iba a Viena, no podía ir a Karlsbad y, antes de lo que deseaba, tendría que explicar a Julie, quien le escribía cariñosas tarjetas interesándose por su salud, que en su vida ya sólo contaba Milena. Pero también en Viena acechaban desagradables dificultades: ¿no le reconocería quizás por la ciudad alguno de los amigos de Ernst Pollak que también eran conocidos suyos? ¿No podría tropezarse con el propio Pollak en algún café?

Kafka escribe tajantemente a Milena que no irá a Viena: «No quiero ir a Viena porque no soportaría psíquicamente el esfuerzo. Soy un enfermo psíquico, la enfermedad pulmonar es sólo la enfermedad psíquica que se ha desbordado. Estoy así de enfermo desde el cuarto o quinto año de mis dos primeros compromisos matrimoniales». Y pasa luego a mencionar la tragedia de su primer noviazgo, que no acabó en boda por su propia culpa, porque «no tuve la energía de tomar decisiones y afrontar el matrimonio». Y menciona también el problema de Julie, de quien acaba de recibir un telegrama pidiendo confirmación para Karlsbad. Asoma en esta carta también el humor negro de Kafka: «Cuando considero esos viajes y los comparo con el estado de mi cabeza, me encuentro más o menos en la situación en la que habría estado Napoleón si, al diseñar los planes para la campaña rusa, hubiera sabido al mismo tiempo con toda precisión cuál iba a ser su final».

Que su problema no era solamente su inseguridad e incapacidad para tomar decisiones es algo que aflora lentamente en las cartas cuando, al no cejar Milena en su empeño de que él vaya a Viena, acaba cediendo y, tras poner un telegrama a Julie diciendo que no puede ir a Karlsbad, promete que irá a Viena: es a partir de ese momento cuando aparece en las cartas, innumerables veces, la palabra «miedo»: «todo mi ser no es sino miedo»; «tu relación conmigo... pertenece toda ella al miedo»; «comprende, Milena, mi edad, mi desgaste y, sobre todo, el miedo»; «el miedo crea malentendidos entre nosotros».

¿De qué tenía miedo Kafka? De lo que no cabe duda es de que ese miedo era de naturaleza sexual. Sin llegar a interpretaciones extremistas, como la de Paul Friedländer, quien pretende probar que el verdadero problema de Kafka era una homosexualidad más o menos latente, Kafka tenía miedo de la impotencia (aunque no era impotente, como se sabe), precisamente frente a la mujer que fue la única pasión de su vida. Pero el miedo era más complejo: como explica a Milena en una carta posterior, para él entre la felicidad perfecta y tranquila con la mujer que ama, durante el día, y la «media hora en la cama», por la noche, media un abismo que es incapaz de superar.

Y con este ánimo viaja a Viena, donde pasa cuatro días con Milena. Esos días contarán entre los más felices de su vida.

En las cartas de Kafka sólo hay alusiones a la perfecta felicidad de aquellos días. Pero la única descripción la tenemos en la carta que Milena escribió a Max Brod (y que reproducimos en este volumen) a principos de 1921; habla en ella de que en esos días consiguió hacerle superar ese miedo, «el miedo no sólo a mí sino a todo lo que vive sin pudor, también, por ejemplo, a la carne. La carne está demasiado al descubierto, no soporta verla...». «Lo llevé por las colinas de los alrededores de Viena... Caminaba todo el día, subía, bajaba, marchaba a pleno sol, no tosió una sola vez, comía muchísimo y dormía como un lirón, gozaba simplemente de buena salud, y su enfermedad fue para nosotros esos días como un pequeño resfriado». Y, como afirma Reiner Stach en su magnífica biografía de Kafka, éste «saboreó durante meses, en sueños solitarios, el recuerdo de que, durante unas horas, había logrado atravesar la zona prohibida de la felicidad simbiótica».

De vuelta a Praga, Kafka mantiene un breve encuentro con Julie Wohryzek en el que no tiene ya reparos en decirle, sin piedad alguna —para muchos el acto más despiadado de su vida—, la completa verdad. La joven protesta, la historia tiene ciertas secuelas desagradables, pero Kafka pasa página sobre su relación con esa mujer por la que tanto había luchado y que había sido el motivo inmediato de que escribiera pocos meses atrás su célebre Carta al padre.

Los cuatro días de Viena marcan el cénit en la relación de ambos. De regreso a Praga, las cartas que escribe a Milena rebosan felicidad: por primera y única vez en su vida, Kafka cree durante unos días que ha superado el «miedo», que por fin confluyen la fantasía y la realidad: «Si es posible morir de felicidad, eso tiene que ocurrirme a mí. Y si uno que está destinado a morir puede permanecer vivo de felicidad, entonces yo tengo que seguir viviendo».

Pero ya en su primera carta desde Viena, Milena le habla del marido, a quien ha confesado todo. Y Kafka empieza a temer, con razón, que puede perder la partida. Cuando ella no acepta su propuesta («lo mejor sería que yo viajara a Viena y te trajera conmigo»), empieza un tira y afloja con diversos malentendidos, rectificaciones, reproches. Ella confiesa que quiere a su marido («pero a ti también te quiero»), quien, además, está enfermo, y que por eso no puede abandonarlo ahora. Es una de las poquísimas ocasiones en que Kafka no se inclina humildemente ante sus palabras sino que pierde un poco los nervios y, con seca ironía, comenta: «Todo el misterio de vuestra indestructible unión, ese profuso e inagotable misterio, tú lo materializas siempre en el cuidado de sus botas... Pero en realidad es muy sencillo; si tú te marcharas, él viviría con otra mujer o se iría a una pensión y sus botas estarían mejor cuidadas que ahora». Finalmente, seis semanas después de los días de Viena, acuerdan ambos tener un nuevo encuentro de apenas un día (el horario de trabajo de él no le permite una escapada más larga) en Gmünd, pequeña ciudad fronteriza entre Austria y Checoslovaquia.

El encuentro de Gmünd quedaría en el recuerdo de Kafka como el final de sus sueños: «A Viena llegué semiinconsciente de angustia y agotamiento, en cambio a Gmünd, sin saberlo, tan tonto era yo, perfectamente seguro, como si nunca pudiera volver a ocurrirme nada; llegué como el dueño de la casa». Kafka se expresa aquí de modo enigmático, como tantas veces, pero todo puede haber contribuido: frustración sexual, distanciamiento entre ambos... Milena, eso está claro, no dejará por lo pronto a su marido y, si llegase a dejarlo, no lo haría por él. Pese a todo, la correspondencia continúa, la dependencia de Kafka es tan fuerte como antes, pero el tono es más reposado y, a veces, más amargo, elegíaco: «¿Por qué hablas, Milena, de un futuro común que no habrá nunca?» (septiembre). «Estuvimos unidos... y después nos separaron otra vez. Sobre esto quisiera decir algo más, pero no logra atravesar el nudo que tengo en la garganta» (27 de octubre).

Milena insiste en mantener la relación hay un último intento de tener un tercer encuentro en Viena, vinculado a la nueva cura de reposo que ha de hacer Kafka en noviembre. Pero a finales de ese mes él confiesa que, tras una torturante noche de insomnio, ha decidido suspender el viaje: «No tengo la fuerza de ponerme en camino; la idea de estar delante de ti no puedo soportarla ya por anticipado, no soporto la presión en el cerebro». Y, como siempre, se atribuye la culpa de todo: «Lo esencial salta a la vista: en mi entorno es imposible vivir humanamente».

No se trata, en realidad, de «quién tuvo la culpa». Es indudable que Milena fue la única mujer a la que Kafka amó apasionadamente y la única que tenía la inteligencia y la sensibilidad necesarias para comprenderle y vivir con él. ¿Lo amaba ella a su vez? Me parece absolutamente indudable (basta leer las cartas que ella escribió a Max Brod). Pero es innegable que el «proyecto vital» de Milena no coincidía en casi nada con el de Kafka. Ella, finalmente, pese a su amor y a su admiración, no estuvo dispuesta —son sus propias palabras— a «aceptar esa vida que, eso yo lo sabía, iba a ser a perpetuidad el más riguroso ascetismo». Es más, llega a atribuirse la culpa del fracaso de la relación y del empeoramiento de la salud de Kafka: «Si yo hubiera sido capaz de irme con él, él habría podido vivir feliz conmigo».

La correspondencia continúa, mucho más espaciada, hasta noviembre de 1920. En enero de 1921 Kafka escribe a Max Brod que le ha pedido un gran favor a Milena: «no volver a escribirme e impedir que jamás volvamos a vernos».

Así fue hasta que, en 1922 y 1923, Kafka escribe de nuevo algunas cartas que, sin embargo, son totalmente distintas a las de la apasionada correspondencia anterior: no sólo habla de usted a Milena sino que la temática es sobre todo de crítica literaria, de libros y muy poco de asuntos personales.

En la última postal, fechada seis meses antes de su muerte, Kafka habla de su extenuación física y se despide diciendo: «Y ahora, pese a todo, mis mejores saludos: qué importa si ya caen al suelo ante la verja del jardín...».

Kafka muere el 3 de junio de 1924, un mes antes de su 41 cumpleaños. Milena escribe una conmovedora necrológica sobre Kafka en el periódico y... se zambulle de pleno en la vida.

Decide por fin separarse de Ernst Pollak, trabaja más y más como periodista, vive durante un año escaso con un aristócrata austriaco de ideas comunistas, se casa en 1926 con un arquitecto de fama, tiene una hija en 1928, pero, a consecuencia de un accidente, se le quedará inmovilizada para siempre la rodilla derecha, al mismo tiempo que engorda y pierde su grácil figura. La cojera será un trauma para ella hasta el fin de sus días. Se separa del marido. A comienzos de los años treinta se afilia al partido comunista, que abandonará en 1936, en la época de las grandes purgas de Stalin. Milena es ya una conocida periodista cada vez más volcada en los temas sociales y políticos. Es el comienzo de sus años heroicos. Cuando Alemania invade Checoslovaquia en marzo de 1939, ella forma parte de la resistencia activa, ayudando a numerosos judíos y perseguidos políticos a huir cruzando la frontera de Polonia. En 1940 es apresada por la Gestapo y enviada al campo de concentración de Ravensbrück. Durante los cuatro años que pasó allí hasta su muerte, ocurrida en 1944 de resultas de una operación practicada en malas condiciones en la enfermería del campo de concentración, su espíritu solidario con las otras presas, su intrepidez en el trato con los alemanes del campo, su optimismo y simpatía adquirieron carácter de leyenda.

En el año 1995 el nombre de Milena Jesenská fue grabado en el «Muro de Honor» que contiene los nombres de los «Justos de las Naciones», en el Museo del Holocausto, Yad Vashem, de Jerusalén.

Cuando los alemanes entraron en Checoslovaquia en 1939, Milena entregó las cartas de Kafka al escritor y guionista Willy Haas, amigo de Ernst Pollak y esposo de Staša, la amiga de Milena. A partir de 1949, Willy Haas preparó la edición de las cartas, que se publicaron por fin en 1952. Esta edición, base de las sucesivas ediciones españolas publicadas en Alianza Editorial, presenta diferencias fundamentales con la nueva edición alemana de 1983, a la que se atiene nuestra edición.

Por razones diversas —pasajes, por ejemplo, que podían resultar hirientes para personas aún vivas o que contenían comentarios muy críticos sobre el judaísmo—, Willy Haas había decidido suprimir diez cartas y, de las otras, tachar no menos de 62 pasajes. Además, la cronología era defectuosa. Las cartas a Milena no están fechadas; Kafka sólo indicaba el día de la semana; la reconstrucción cronológica con los medios de que disponía Willy Haas en la posguerra era incomparablemente más difícil que con los medios de los editores actuales, quienes han logrado reconstituir paso a paso el orden cronológico de toda la correspondencia. Es ésta la aportación más relevante del volumen que sirve de base a nuestra edición y que, en su totalidad, es una quinta parte más extenso que la antigua edición.

Por último, al no existir ninguna carta de Milena a Kafka, los editores alemanes, para ofrecer una imagen directa de la destinataria de las cartas, publican ocho cartas de Milena a Max Brod, la necrológica que ella escribió a la muerte del escritor y tres de sus artículos periodísticos.

Todo ello, a excepción de los tres artículos, ha pasado a esta edición en castellano. Las fechas reconstruidas van entre corchetes, y asimismo algunos brevísimos pasajes tachados por Kafka que los editores alemanes han decidido dejar en ese estado. Los pasajes que Kafka subraya van aquí en cursiva. Por otra parte, por razones evidentes de comprensión del texto, no hemos mantenido la anárquica puntuación de Kafka, que los editores alemanes, autores también de la edición crítica, sí han conservado. Las notas explicativas finales sólo coinciden parcialmente con las de la edición alemana, puesto que he adaptado el aparato de notas a las expectativas del lector español.

No son pocos los comentaristas que ven en las Cartas a Milena de Kafka no un complemento de su obra literaria, sino una parte de ella: una novela de amor, con una sola voz. Justamente en esta «sola voz» estriba para mí, como traductora, su principal dificultad.

Siempre he afirmado que Kafka escribe la prosa alemana más pura, más densa y transparente del siglo XX. Vivía en un entorno de mayoría checa, él se quejaba de su falta de contacto con el pueblo alemán, y de que por eso su lenguaje adolecía de pobreza, de falta de vida. Y hay algo de cierto en ello si se compara por ejemplo con la prosa, visiblemente más compleja, más abundante y elaborada, de otro clásico del siglo XX, de Thomas Mann. Pero justamente ésa es la paradoja para los traductores, que, lamentablemente, carecemos del genio de Kafka: con ese lenguaje frío y burocrático del funcionario, que él conocía tan bien, escribía sobre sus fantasías y sus sueños, sus miedos y obsesiones, y de todo ello, aderezado con su ironía y su humor, surge una prosa milagrosamente atractiva, sobria y densa. No es fácil traducir a Kafka. Es éste el quinto volumen en el que lo intento, siempre con renovado entusiasmo y siempre sabiendo que quedaré muy lejos de mi objetivo: aproximarme lo más posible a esa prosa concisa y musical.

Este volumen tiene una dificultad añadida: no tenemos ninguna carta de la mujer a la que iban destinadas las suyas. Nos faltan los textos ante los que él reacciona: y, al ser la materia de las cartas de naturaleza mucho más espinosa —sus miedos e inhibiciones sexuales, por ejemplo— que la de otros intercambios epistolares, Kafka no se expresa siempre con esa prosa fluida y grata con la que escribe a Felice Bauer, su primera novia, sino que a menudo es un estilo fragmentario, alusivo, muchas veces elíptico, oscuro y nebuloso. Pero no por eso menos fascinante.

Por último, desde que en los años ochenta leí la biografía de Milena Jesenská que escribió su amiga Margarete Buber-Neumann —biografía que, pese a algunos rasgos de carácter casi hagiográfico, aún merece la pena leer—, la joven praguense pasó a formar parte de mi Olimpo particular, en el que ya llevaba años entronizado, con todos los atributos de los olímpicos, Franz Kafka.

CARMEN GAUGER

CARTAS A MILENA

[Abril de 1920]

Merano-Untermais, pensión Ottoburg

Querida señora Milena1:

La lluvia, que ha durado dos días y una noche, acaba de cesar, probablemente sólo de modo provisional; sin embargo es un acontecimiento digno de celebrarse, y yo lo celebro escribiéndole. Por lo demás, la lluvia ha sido soportable, esto es el extranjero, pequeñito sin duda, pero uno se siente a gusto en él. Si mi impresión es correcta (un breve encuentro, ocasional y casi silencioso, por lo visto es inagotable en mi recuerdo), a usted también le gustaba esa Viena extranjera, que más tarde quizás se haya enturbiado debido a la situación general, pero ¿también le gusta el extranjero como tal? (Lo que, por cierto, tal vez sería, y no debe serlo, una mala señal.)

Yo vivo aquí muy bien, el cuerpo mortal apenas podría soportar más cuidados, el balcón de mi habitación está inmerso en un jardín: rodeado, recubierto de florecientes arbustos (la vegetación de aquí es asombrosa; cuando en Praga, con este tiempo, casi se congelarían los charcos, delante de mi balcón se abren poco a poco las flores), pero al mismo tiempo expuesto plenamente al sol (o mejor dicho al cielo encapotado, como ocurre desde hace ya una semana). Lagartijas y pájaros, desiguales parejas, vienen a verme: ¡cómo le recomendaría este Merano! Hace poco me escribía usted que no-podía-respirar, en esa expresión están muy próximos la imagen y su significado, y aquí ambas cosas pueden ser un poco más llevaderas.

Con mis más cordiales saludos

Suyo

F Kafka

[Abril de 1920]

Merano-Untermais, pensión Ottoburg

Querida señora Milena:

Le escribí unas líneas desde Praga y luego desde Merano. No he recibido respuesta. Por otra parte, esas líneas no necesitaban una respuesta tan inmediata, y si su silencio sólo significa que se encuentra medianamente bien, lo que a menudo se manifiesta en un rechazo de la escritura, estoy completamente satisfecho. Pero también es posible —y por eso escribo— que yo la haya ofendido de algún modo en mis cuartillas (qué grosera sería mi mano, totalmente contra mi voluntad, si hubiera ocurrido eso) o bien, lo que sería desde luego mucho más grave, que el instante de sosiego y alivio que usted mencionaba ya haya pasado y de nuevo tenga una mala racha. Sobre la primera posibilidad no sé decir nada, tan lejos de mí está eso y tanto más cerca todo lo demás; sobre la segunda posibilidad no doy ningún consejo —¿qué consejo iba a dar yo?— sino que sólo pregunto: ¿por qué no se marcha un poco de Viena? Usted no es apátrida, como tanta gente. ¿No le daría nuevas energías pasar una temporada en Bohemia? Y si tal vez, por motivos que desconozco, no quiere ir a Bohemia, entonces a otro sitio, incluso Merano sería quizás lo adecuado. ¿Lo conoce?

Así pues, espero dos cosas. Que continúe el silencio, y eso significaría: «No se preocupe, estoy bastante bien». O, si no, unas líneas.

Con sincero afecto Kafka

Caigo en la cuenta de que no recuerdo propiamente ningún detalle preciso de su rostro. Sólo cómo se marchó por entre las mesas del café, su figura, su vestido: eso aún lo veo.

[Merano, abril de 1920]

Querida señora Milena:

Está afanándose en esa traducción2 en medio del sombrío mundo vienés. Para mí es como conmovedor y vergonzoso. En cuanto a Wolff3, usted tiene que haber recibido ya una carta suya, al menos él me escribió hace bastante tiempo hablando de esa carta. Esa novela corta, Asesinos, anunciada al parecer en un catálogo, no la he escrito yo, es un malentendido; pero como por lo visto es la mejor, puede que en efecto sea mía.

A juzgar por su última y su penúltima cartas, el desasosiego y la preocupación la han dejado en paz definitivamente, esto será aplicable sin duda también a su marido, cuánto se lo deseo a los dos. Recuerdo una tarde de domingo, hace años; yo caminaba despacio por el muelle de Francisco José, pegado a la pared de las casas, y me tropecé con su marido4, que tampoco venía a mi encuentro en una actitud mucho más grandiosa, dos expertos en dolor de cabeza, aunque cada uno en su muy diferente estilo. Ya no recuerdo si continuamos caminando juntos o pasamos uno al lado del otro, la diferencia entre esas dos posibilidades no habría sido muy grande. Pero eso ya es pasado y debe seguir hundido en el pasado. ¿Es agradable su casa?

Cordiales saludos

Suyo Kafka

[Merano, abril de 1920]

De modo que el pulmón. Lo he estado rumiando todo el día, no he podido pensar en otra cosa. No es que esa enfermedad me asuste excesivamente, es probable, y así lo espero —sus insinuaciones parecen ir en esa dirección—, que en usted se presente con suavidad, e incluso una verdadera enfermedad pulmonar (pulmones más o menos defectuosos los tiene media Europa Occidental), que yo conozco en mí desde hace tres años, me ha aportado más cosas buenas que malas. En mí empezó en plena noche, hace unos tres años, con un vómito de sangre5. Me levanté (en lugar de seguir acostado, como supe más tarde que era lo preceptivo), con la excitación que se siente ante todo lo nuevo, claro, también un poco asustado, fui a la ventana, me asomé, fui al lavabo, anduve por la habitación, me senté en la cama: sangre todo el tiempo. Sin embargo no me sentía desgraciado, porque poco a poco sabía por una razón concreta que, si dejaba de sangrar, después de tres o cuatro años casi insomnes dormiría por primera vez. Cesó en efecto (desde entonces no se ha repetido) y dormí el resto de la noche. Por la mañana vino la sirvienta (yo tenía entonces un apartamento en el Palacio Schönborn), una muchacha buena y casi abnegada, pero extremadamente objetiva; vio la sangre y dijo: Pane doktore, s Vámi to dlouho nepotrvá6. Pero yo me encontraba mejor que otras veces, estuve en la oficina y hasta por la tarde no fui al médico. Aquí no tiene importancia cómo continuó la historia. Sólo he querido decir lo siguiente: no me ha asustado su enfermedad (sobre todo porque continuamente me interrumpo, le doy vueltas a mis recuerdos, vuelvo a ver, a través de toda esa fragilidad, lo casi campesino y saludable que hay en usted, y compruebo que no, que no está enferma; es un aviso, pero no una enfermedad del pulmón); eso no me ha asustado, por tanto, sino pensar en lo que ha de haber precedido a ese trastorno. Y de entrada descarto además todo lo que también pone en su carta: no tiene un céntimo; té y manzana; cada día de dos a ocho; son cosas que no puedo entender, por lo visto para explicar eso de verdad hay que hacerlo de palabra. Por tanto prescindo aquí de eso (pero sólo en esta carta, porque olvidarlo es imposible) y pienso sólo en la explicación que entonces, cuando caí enfermo, elaboré para mi caso7, y que es aplicable a muchos otros casos. Era que el cerebro ya no podía soportar la cantidad de preocupaciones y dolores que pesaban sobre él. Y dijo: «Ya no puedo más; pero si hay alguien interesado en conservar todo esto, que me quite, por favor, una parte de la carga y todo seguirá adelante algún tiempo más». Entonces se presentó el pulmón; de todos modos seguramente no tenía mucho que perder. Esos debates entre el cerebro y el pulmón, que tuvieron lugar sin conocimiento mío, pueden haber sido horribles.

¿Y qué hará usted ahora? Probablemente, todo quedará en nada si la cuidan a usted un poco. Pero que hay que cuidarla un poco, eso tiene que entenderlo todo el que sienta afecto por usted, todo lo demás es secundario. ¿Así que ahí estaría la salvación? Diría que sí..., no, fuera bromas; no estoy para bromas ni lo estaré hasta que me haya escrito que va a organizar su vida de otra manera y pensando más en su salud. Después de su última carta ya no pregunto por qué no se marcha un poco de Viena, eso lo entiendo ahora, pero muy cerca de Viena hay también hermosos lugares donde estar, y posibilidades de que la cuiden. Hoy no toco ningún otro tema, no hay nada más importante que pueda contarle. Todo lo demás, mañana; también darle las gracias por el número de la revista, que me conmueve y me avergüenza, que me entristece y me alegra. No, una cosa todavía: si usted emplea un solo minuto de su sueño en trabajar en la traducción, es como si me lanzara un anatema. Porque si eso va alguna vez a los tribunales, nadie se meterá en complicadas pesquisas, sino que bastará con esta simple constatación: le ha quitado el sueño. Con ello estoy sentenciado y con toda justicia. Por tanto lucho por mí cuando le pido que no vuelva a hacerlo.

8

[Merano, finales de abril de 1920]

Querida señora Milena:

Hoy quiero escribir sobre algo distinto, pero no lo consigo. No es que yo lo tome realmente en serio; si lo hiciera, escribiría de otro modo, pero de vez en cuando debería haber una tumbona en algún sitio del jardín, esperándola a usted en la penumbra, y unos diez vasos de leche al alcance de su mano. Podría ser también en Viena, e incluso ahora, en verano, pero sin hambre ni inquietud. ¿No es eso posible? ¿No hay nadie que lo haga posible? ¿Y qué dice el médico?

Cuando saqué el ejemplar9 del gran sobre, estaba casi decepcionado. Yo quería oírla a usted y no esa voz demasiado conocida proveniente de la vieja tumba. ¿Por qué se ha interpuesto entre nosotros? Hasta que caí en la cuenta de que también había mediado entre nosotros. Por lo demás es para mí incomprensible que se haya tomado tanto trabajo y hondamente conmovedor que lo haya hecho con tal fidelidad, frase tras frase, una fidelidad que nunca habría creído posible en la lengua checa, ni tampoco la hermosa y natural legitimación con que usted se sirve de ella. ¿Están tan cerca el alemán y el checo? Pero como quiera que sea, en cualquier caso es un relato malísimo; con extraordinaria facilidad, querida señora, podría probarle esto casi línea por línea, aunque la falta de ganas de hacerlo sería un poco más fuerte que las ganas de probárselo. Que el relato le guste le confiere naturalmente un valor, aunque enturbia un poco mi imagen del mundo. Pero ni una palabra más sobre esto. Recibirá, enviado por Wolff, Un médico rural10, ya le he escrito.

Entiendo el checo, por supuesto. Ya he querido preguntarle varias veces por qué no me escribe alguna vez en checo. Desde luego no porque usted no domine el alemán. Casi siempre lo maneja admirablemente, y cuando alguna vez no lo domina, el alemán se doblega ante usted por propia voluntad, eso es entonces lo más grato; eso, un alemán no se atreve a esperarlo de su idioma; no se atreve a escribir de un modo tan personal. Pero yo quería leer el checo que usted escribe porque es parte de usted, porque sólo en él está Milena toda ella (la traducción lo confirma), aquí sólo está la Milena de Viena o la que se prepara para Viena. Así que en checo, por favor. Y también los ensayos que menciona. Puede que a usted le parezcan pobres, pero también se ha leído, no sé hasta dónde, ese relato mío tan pobre. Tal vez pueda hacer yo lo mismo con sus artículos, pero si no pudiera, me quedaría con el mejor de los prejuicios.

Pregunta por mi compromiso matrimonial. He estado prometido dos veces (si se quiere, tres, es decir, dos veces con la misma chica); por tanto, tres veces11 he estado separado sólo por unos días del matrimonio. Lo primero ya pasó del todo (se casó con otro y hasta me han dicho que tiene un hijito); lo segundo está aún vivo, pero sin perspectiva de casamiento; por tanto no está vivo, en el fondo, o, mejor dicho, vive una vida propia a expensas de los seres humanos. En su conjunto he llegado a la conclusión, en este caso y en otros, de que los hombres tal vez sufran más, o, si uno quiere verlo así, tienen menos capacidad de resistencia, pero las mujeres siempre sufren sin culpa, y no en el sentido de que «no tuvo la culpa» sino en el sentido más propio, que por otra parte aboca quizás al «no tener la culpa». Pero es inútil reflexionar sobre estas cosas. Es como si uno se empeñara en destruir una sola caldera del infierno; en primer lugar, no se consigue, y, en segundo lugar, si se consigue, uno se quema en la masa ardiente que se derrama, y el infierno sigue existiendo en todo su esplendor. Hay que atacarlo de otro modo.

Pero primero y ante todo, urge tumbarse en un jardín y sacar de esa enfermedad, sobre todo cuando no es propiamente enfermedad, la mayor dulzura posible. Hay mucha dulzura en ella.

Suyo FranzK.

[Merano, abril/mayo de 1920]

Querida señora Milena:

Ante todo, para que no lo deduzca de mi carta sin quererlo yo: desde hace unos quince días estoy con un insomnio cada vez más fuerte; en principio no le doy gran importancia, son periodos que van y vienen y que siempre tienen ciertas causas (según el Baedeker puede deberse a algo tan ridículo como el aire de Merano), más de las que necesitan; aunque esas causas sean a veces casi imperceptibles, lo dejan a uno insensible como un tarugo y al mismo tiempo inquieto como un animal del bosque.

Pero tengo una satisfacción. Usted ha dormido bien; ha sido algo «raro» aún; ayer le «faltó el sosiego», pero tuvo un sueño tranquilo. Así pues, cuando por la noche el sueño pasa de largo a mi lado, conozco su camino y lo tomo con calma. Además sería tonto rebelarse, el sueño es el ser más inocente y el hombre insomne el más culpable.

Y a esa persona insomne le da usted las gracias en su última carta. Si una persona ajena, sin conocimiento de causa, leyera eso, tendría que pensar: «¡Qué hombre! En este caso parece haber movido montañas». Sin embargo no ha hecho absolutamente nada, no ha movido un dedo (excepto el dedo para escribir), se alimenta de leche y de cosas buenas, sin tener siempre (pero sí muy a menudo) delante «té y manzanas», y, por lo demás, deja que las cosas sigan su curso y que las montañas sigan donde están. ¿Conoce la historia del primer éxito de Dostoievski? Es una historia que resume muchísimo y que yo sólo cito por comodidad y debido al gran nombre, porque una historia del vecino de al lado o de aún más cerca tendría la misma importancia. Por lo demás, esa historia yo también la conozco de modo muy imperfecto, incluso los nombres. Dostoievski escribió su primera novela, Pobres gentes; él vivía entonces con un literato amigo, Grigoriev. Éste veía a diario sobre su mesa un gran número de hojas escritas, pero sólo tuvo en su poder el manuscrito cuando estuvo terminada la novela. La leyó, le gustó muchísimo y, sin decirle nada a Dostoievski, se la llevó al entonces famoso crítico Nekrassov. Al día siguiente por la noche llaman a la puerta de Dostoievski. Son Gregoriev y Nekrassov, que entran en la habitación y abrazan y besan a Dostoievski; Nekrassov, que no le había visto hasta entonces, le llama la esperanza de Rusia, pasan una o dos horas conversando, en esencial sobre la novela, y no se despiden hasta la madrugada. Dostoievski, que siempre consideró aquella noche la más feliz de su vida, se asoma a la ventana, los sigue con la vista, no puede contenerse y rompe a llorar. Su sentimiento básico, que ha descrito no sé dónde, era éste: «¡Qué excelentes personas! ¡Qué buenas y nobles son! ¡Y qué miserable soy yo! ¡Si pudieran ver en mi interior! Si me limito a decírselo, no lo creerán». Que Dostoievski se propusiera después imitarlos es sólo la rúbrica, es sólo la última palabra que ha de tener la juventud invencible y ya no forma parte de mi historia, que ha terminado por tanto. ¿No percibe usted, querida Milena, lo misterioso, lo inaccesible al entendimiento, de esta historia? Es, en mi opinión, lo siguiente: Grigoriev y Nekrassov no eran sin duda, si se habla de ello de un modo general, más nobles que Dostoievski, pero deje usted ahora la mirada general, que Dostoievski tampoco exigía aquella noche y que no ayuda en el caso concreto, escuche sólo a Dostoievski y se convencerá de que Grigoriev y Nekrassov eran en efecto maravillosos, y Dostoievski, impuro, rastrero y villano, de forma que, naturalmente, nunca jamás se aproximará ni de lejos a Grigoriev y a Nekrassov, y, por supuesto, jamás será cuestión de que les pague ese inmenso e inmerecido favor. Se los ve, literalmente, desde la ventana, cómo se alejan, insinuando así su inaccesibilidad. Lamentablemente, la importancia de esta historia queda borrada por el gran nombre de Dostoievski.

¿Adónde me ha llevado mi insomnio? Por supuesto a nada que no haya sido dicho con la mejor intención.

Suyo FranzK

[Merano, mayo de 1920]

Querida señora Milena:

Sólo unas palabras, seguramente volveré a escribirle mañana, hoy sólo escribo pensando en mí, sólo por hacer algo para mí, sólo para liberarme un poco de la impresión que me ha causado su carta, de lo contrario seguiría agobiándome día y noche. Es usted muy extraña, Milena, vive allá en Viena, tiene que sufrir también lo suyo y entremedias aún le queda tiempo para asombrarse de que otros, yo por ejemplo, no se encuentren demasiado bien y duerman una noche un poco peor que la anterior. Las tres amigas que tengo aquí (tres hermanas, la mayor de cinco años) pensaban a este respecto de manera mucho más sensata; en todo momento, estuviéramos o no a orillas del río, querían echarme al agua y no porque yo les hubiera hecho nada malo, no, en absoluto. Cuando las personas mayores amenazan así a los niños, es, por supuesto, en broma y con cariño, y viene a significar más o menos: ahora vamos a decir, para divertirnos, las cosas más imposibles. Pero los niños son gente seria y no conocen lo imposible; aunque fracasen diez veces en su intento de echarme al agua, no se convencerán por eso de que la vez siguiente tampoco lo conseguirán es más, ni siquiera saben que no lo han conseguido en los diez intentos anteriores. Son inquietantes los niños, si se aplica a sus palabras y a sus intenciones el saber del adulto. Cuando una niñita así de cuatro años, que sólo parece existir para que la besen y la apretujen, pero que al mismo tiempo es fuerte como un roble y un poco gordezuela aún, de la época de la lactancia, se lanza contra uno, y las dos hermanas la ayudan a derecha e izquierda y detrás de uno está ya el parapeto, y el afable padre de las niñas y la madre, guapa, apacible y rolliza (junto al cochecito del cuarto hijo), sonríen desde lejos a lo que está pasando y no quieren ayudar, entonces casi no hay salvación y apenas es posible describir cómo uno, a pesar de todo, pudo ponerse a salvo. Unas niñas cargadas de sensatez o de presentimientos querían arrojarme al agua sin ningún motivo, tal vez porque me consideraban superfluo, y sin embargo ni siquiera conocían las cartas de usted y mis respuestas.

Lo de «con la mejor intención» de mi última carta no debe asustarla. Era un periodo, un periodo que aquí no es esporádico, de insomnio total; yo había escrito esa anécdota, una anécdota que había recordado muchas veces en relación con usted, pero cuando hube terminado, con tanta tensión en la sien derecha y en la izquierda, no podía saber bien por qué la había contado; además estaba también la masa informe de lo que yo había querido decirle allí, en el balcón, tumbado en la hamaca, y por eso no me quedó otro remedio que apelar a ese sentimiento básico; y tampoco ahora puedo hacer algo muy distinto.

Usted tiene todo lo mío que se ha publicado, excepto el último libro, Un médico rural, una colección de breves relatos que le enviará Wolff; en cualquier caso le escribí por eso hace una semana. En prensa no hay nada, y no sé qué podría haber ahora. Todo lo que haga usted con los libros y con las traducciones estará bien, es una pena que no tengan más valor para mí de modo que, cuando los pongo en sus manos, esté expresando realmente la confianza que tengo en usted. En cambio, me alegro de que esas pocas observaciones sobre «El fogonero» que me pide me permitan hacer un pequeño sacrificio; será el anticipo de ese castigo infernal que consiste en tener que examinar una vez más la propia vida con la mirada del conocimiento, y lo peor en ello no es tener que pasar revista a las acciones evidentemente malas sino a las que en su momento uno consideró buenas.

Y a pesar de todo es bueno escribir, estoy más tranquilo que hace dos horas, cuando estaba con su carta ahí fuera, en la hamaca. A un paso de distancia de mí, que seguía allí tumbado, un escarabajo había caído de espaldas y estaba desesperado, no podía enderezarse, me habría gustado ayudarle, tan fácil era; se le podía prestar visible ayuda con un paso y una patadita, pero con la carta de usted me olvidé de él, tampoco podía levantarme, fue una lagartija la que me llamó otra vez la atención sobre la vida que me rodeaba, su camino pasaba por encima del escarabajo, que ya estaba completamente inmóvil; así pues, me dije, no era un accidente sino una agonía, el extraño espectáculo de la muerte natural de un animal; pero la lagartija, al deslizarse sobre él, hizo que se incorporase; eso sí, un ratito siguió inmóvil como un muerto, pero después echó a correr con toda normalidad pared arriba. Probablemente recobré así, en cierto modo, un poco de ánimo, me levanté, bebí leche y me puse a escribirle.

Suyo FranzK

He aquí, pues, las observaciones:

Columna I línea 2: arm [pobre] tiene aquí también el sentido secundario de «deplorable, digno de lástima», pero sin insistir en lo sentimental, una compasión libre de empatía, que tiene también Karl con sus padres; tal vez uboží12.

I, 9: freie Lüfte [aires libres] es un poco grandilocuente, pero ahí no existe otra solución.

I, 17: z dobré nálady a ponĕvadž byl silný chlapec13: suprímalo todo.

No, prefiero enviar la carta, mañana le enviaré las observaciones, serán por cierto muy pocas, no páginas enteras; esa verdad, que parece tan natural, de la traducción me asombra una y otra vez cuando tomo conciencia de que no es tan natural; no hay apenas errores, eso por otra parte no sería tan extraordinario, pero sí hay en todo momento una comprensión, intensa y resuelta, del texto. Sin embargo no sé si los checos le echan en cara esa fidelidad, justo lo que más me gusta de la traducción (y ni siquiera por el relato sino por mí mismo); mi sentimiento de la lengua checa —yo también lo tengo— está plenamente satisfecho, pero es extremadamente unilateral. Como quiera que sea, si alguien llegara a echárselo en cara, trate de subsanar la ofensa con mi gratitud.

[Merano, mayo de 1920]

Querida señora Milena (sí, la denominación se vuelve molesta, pero en este mundo inseguro es uno de esos asideros a los que pueden aferrarse los enfermos, y, si los asideros les resultan molestos, eso no es prueba alguna de que hayan recobrado la salud), yo nunca he vivido entre alemanes, el alemán es mi lengua materna14 y, por tanto, lo natural en mí, pero el checo me resulta mucho más entrañable, por eso su carta destruye ciertas inseguridades, la veo a usted con más claridad, los movimientos del cuerpo, de las manos, tan rápidos y resueltos, es casi como estar con usted, sin embargo cuando quiero alzar la vista hasta su rostro, estalla un incendio en el transcurso de su carta —¡qué historia!— y no veo sino fuego.

Eso podría inducir a creer en la ley de su vida decretada por usted misma. Se comprende muy bien, por supuesto, que no quiera que la compadezcan por esa ley a la que por lo visto está sujeta, porque el establecimiento de esa ley no es sino mera soberbia y engreimiento (já jsem ten který platí15); pero las pruebas que ha dado de esa ley no necesitan más comentarios, ahí no queda sino besarle la mano en silencio. Por mi parte, creo en su ley, pero no creo que marque su vida para siempre de una manera tan señaladamente cruel y llamativa; es conocimiento, pero sólo un conocimiento en camino, y el camino es interminable.

Pero, sin estar influido por eso, para el entendimiento limitado y terrenal de una persona es horrible verla a usted en ese horno sobrecalentado en el que vive. Quiero, por una vez, hablar sólo de mí. Si uno lo toma todo como un deber escolar, por ejemplo, usted tenía respecto a mí tres posibilidades. Habría podido, por ejemplo, no decirme nada de usted misma; entonces me habría privado de la dicha de conocerla y, lo que es más que esa dicha, de ponerme a prueba en relación con ella. Por tanto, no debía ocultármelo. Luego habría podido no mencionar algunas cosas o presentarlas a una luz más favorable, y todavía podría hacerlo, pero en la situación actual yo lo notaría, aunque no dijera nada, y me dolería el doble. Por tanto, tampoco puede usted hacer eso. Como tercera posibilidad sólo queda tratar de salvarse un poco a sí mismo. En sus cartas aparece en efecto una pequeña posibilidad. Con cierta frecuencia habla en ellas de sosiego y firmeza, a menudo también, de modo pasajero sin duda, de otras cosas y al final incluso de: reelní hrůza16.

Lo que dice sobre su salud (la mía es buena, lo único es que duermo mal en el clima de altura) no me basta. El diagnóstico del médico no me parece demasiado favorable, es, más bien, ni favorable ni desfavorable, sólo su propio comportamiento puede decidir cómo hay que interpretarlo. Por supuesto, los médicos son tontos o, mejor dicho, no son más tontos que otras personas, pero sus pretensiones son ridículas en cualquier caso hay que contar con que, desde el momento en que uno se deja tratar por ellos, se vuelven cada vez más tontos, y lo que de momento exige el médico no es ni muy tonto ni imposible. Imposible es que usted enferme de verdad, y esa imposibilidad ha de permanecer. En qué ha cambiado su vida desde que habló con el médico: ésa es la cuestión esencial.

Luego otras preguntas secundarias, que le ruego me permita: ¿por qué y desde cuándo no tiene dinero? ¿Está en contacto con su familia? (Creo que sí porque una vez me dio usted una dirección de donde le enviaban regularmente paquetes, ¿se ha terminado eso?) ¿Por qué antes se trataba usted en Viena, como me escribe, con mucha gente y ahora con nadie?

No quiere enviarme sus ensayos para los periódicos17, por tanto no confía en que yo pueda insertar sus artículos en el lugar adecuado de la imagen que me he formado de usted. Bueno, entonces estoy enfadado con usted en ese punto, lo que por lo demás no es una desdicha, porque no es malo, aunque sólo sea para que exista cierto equilibrio, que en un rinconcito de mi corazón haya para usted un poco de enfado.

Suyo FranzK

[Merano, 29 de mayo de 1920]

Querida señora Milena:

El día es cortísimo; con usted y luego con algunas cosas sin importancia, ya se ha pasado y se ha terminado. Apenas queda un ratito para escribir a la Milena verdadera, porque la aún más verdadera ha estado aquí todo el día, en la habitación, en el balcón, en las nubes.

¿De dónde viene ese buen ánimo, ese buen humor, esa despreocupación en su última carta? ¿Ha cambiado algo? ¿O me engaño y ayudan a ello los textos en prosa? ¿O se domina usted tanto y con ello también domina las cosas? ¿Qué es?

Su carta comienza en tono judicial, lo digo en serio. Y tiene razón con su reproche či ne tak docela pravdu18, así como en el fondo tenía también razón en lo de dobře mínĕno19. Es evidente, en efecto. Si mi preocupación hubiera sido tan completa y continua como le digo en mis cartas, no habría podido continuar tumbado en mi hamaca y, superando todos los obstáculos, me habría presentado al día siguiente en su habitación. Ésa sería la única prueba de mi veracidad, todo lo demás es hablar por hablar, incluidas estas palabras. O apelar al sentimiento de fondo, pero ése está mudo y se ha cruzado de brazos.

Cómo es posible que no se haya hartado aún de la gente ridícula que usted describe (con cariño, y por eso las describe con ese encanto) y después de quien le está haciendo estas preguntas y de tantos otros. Usted tiene que juzgar, la mujer es la que juzga al final. (La saga del juicio de Paris desvirtúa esto un poco, pero Paris se limita a determinar cuál de las tres diosas había emitido un juicio más convincente.) Las ridiculeces carecerían de importancia, podrían ser sólo ridiculeces del momento, que después, en su conjunto, se tornan serias y buenas; ¿es esa esperanza la que la retiene a usted junto a esas personas? ¿Quién puede afirmar que conoce los secretos pensamientos de usted, de su juez? Sin embargo, yo tengo la impresión de que perdona esas ridiculeces en cuanto tales, que las comprende, que las ama y las ennoblece con su amor. Pero tales ridiculeces no son sino la carrera en zigzag de los perros, mientras que el amo camina en línea recta, no exactamente por en medio sino por donde lleva el camino. Pero su amor, pese a todo, tendrá un sentido, lo creo firmemente (sin embargo tengo que preguntar y que considerarlo extraño), y sólo para dar más fuerza a tal posibilidad me viene a la memoria lo que comentó un empleado de la entidad en la que trabajo. Hace unos años yo iba mucho en una pequeña canoa por el Moldau, remaba río arriba y luego, tumbado a todo lo largo, pasaba bajo los puentes arrastrado por la corriente. Como estaba tan delgado, aquello probablemente parecía de lo más cómico, visto desde lo alto del puente. Aquel empleado, que en una ocasión me vio así desde el puente, después de haber subrayado varias veces lo cómico del espectáculo, resumió su impresión de la siguiente manera: parecía el instante previo al Juicio Final. Era como el momento en que los ataúdes ya han sido destapados, pero los muertos aún yacen en ellos.

He hecho una pequeña excursión (no la grande que he mencionado y que no llegó a realizarse) y, de puro cansancio (no desagradable), durante casi tres días he sido casi incapaz de hacer nada, ni siquiera de escribir; sólo leía, su carta, sus artículos, varias veces, convencido de que esa prosa no estaba allí por sí misma sino que era una suerte de indicador del camino hacia una persona, de un camino por el que se sigue caminando cada vez más feliz, hasta que en un momento de lucidez se reconoce que uno no avanza sino que sigue dando vueltas en el propio laberinto, sólo más excitado, más desorientado que nunca. Pero como quiera que sea: todas esas páginas no las ha escrito cualquiera. A partir de ahora confío casi tanto en lo que escribe como en usted misma. En checo sólo conozco (dados mis escasos conocimientos) una musicalidad del lenguaje, la de Božena Nĕmcová20; ésta es otra música, pero afín a ella en decisión, ardor, dulzura y sobre todo en una lúcida inteligencia. ¿Es esto un producto de los últimos años? ¿Escribía usted ya antes? Puede decir, como es natural, que yo soy ridículamente unilateral, y tiene razón, en efecto; claro que soy unilateral, pero unilateral debido únicamente no a lo que he encontrado, sino a lo que he reencontrado en sus artículos (desiguales, por lo demás, en algunos pasajes perniciosamente influidos por el periódico). El poco valor de mi juicio puede usted reconocerlo en seguida si sabe que, seducido por dos pasajes, considero también que el artículo de moda recortado es obra suya. Mucho me gustaría quedarme con los recortes para enseñárselos al menos a mi hermana, pero como usted los necesita en seguida se los envío adjuntos; veo también al margen las operaciones aritméticas.

Sobre su marido yo me había formado sin duda un juicio distinto. En el grupo del café21 me parecía el más fiable, el más sensato y tranquilo, paternal casi en exceso, pero también poco transparente, aunque no hasta tal punto de que lo anterior quedase por ello desvirtuado. Siempre he sentido respeto por él, para saber más me ha faltado ocasión y capacidad, pero los amigos, en especial Max Brod22