Casada con el enemigo - Días de ira, noches de pasión - Mundos separados - Elizabeth Power - E-Book

Casada con el enemigo - Días de ira, noches de pasión - Mundos separados E-Book

Elizabeth Power

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Beschreibung

Casada con el enemigo Elizabeth Power Libby Vincent haría cualquier cosa por que Romano Vincenzo supiera la verdad de por qué ella había permitido que la cruel familia Vincenzo le arrebatase a su bebé. Pero él no estaba dispuesto a escuchar. Romano sabía que Libby haría cualquier cosa para poder ver a su hijo… incluso casarse con su mayor enemigo… Días de ira, noches de pasión Jacqueline Baird Antonio Díaz había tomado la decisión de vengarse: seduciría a la inocente hija de su enemigo y luego se casaría con ella. Llevar a cabo el plan no iba a ser ninguna tortura porque Emily Fairfax era tan bella como inocente. Emily no tardó en darse cuenta de que Antonio estaba chantajeándola, pero no podía evitar que su cuerpo la traicionara cada noche. Mundos separados Lindsay Armstrong Sienna Torrance estaba acostumbrada a ayudar a la gente, pero Finn McLeod estaba resultando ser un paciente muy difícil. Sólo el tiempo y la habilidad de Sienna ayudarían al duro millonario a recuperarse de un terrible accidente. El problema era que Finn no estaba dispuesto a esperar…

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Seitenzahl: 591

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 399 - noviembre 2019

 

© 2008 Elizabeth Power

Casada con el enemigo

Título original: Blackmailed For Her Baby

 

© 2008 Jacqueline Baird

Días de ira, noches de pasión

Título original: The Billionaire’s Blackmailed Bride

 

© 2008 Lindsay Armstrong

Mundos separados

Título original: The Cattle Baron’s Virgin Wife

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-720-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Casada con el enemigo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Días de ira, noches de pasión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Mundos separados

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

OTRA TOMA, Blaze! Apártate la melena y sonríe. Sonríe a la niña, recuerda que es tu hija. ¡Levántala! Perfecto. ¡Maravilloso, cariño!

El halago del cámara era tan artificial como la relación con la niña que tenía encima de la cabeza para anunciar una crema que prometía dejar la piel tan suave como la de esa niña, pensó Libby; como el sobrenombre que le puso alguien al principio de su carrera y que la ayudó a subir hasta la categoría de supermodelo después de que la descubrieran por casualidad en un desfile benéfico. ¿Qué le importaba a la prensa o al público que estuviera harta de fingir? Debajo de la melena pelirroja que la había hecho famosa y de las ropas y el maquillaje, seguía siendo Libby Vincent. Mejor dicho, Vincenzo, pensó con cierta tristeza. Una chica normal de una familia normal que no podía escapar de quién era en realidad por mucho que lo intentara, como no podía escapar del remordimiento que acarreaba a todas partes.

–¡Muy bien! Fantástico, cariño. ¡Perfecto!

Suspiró y bajó los brazos con la niña. Se sintió aliviada por haber terminado la sesión y empezó a caminar entre la hierba crecida. El bebé que llevaba en brazos, de mala gana, le sonrió y enseñó dos dientes muy blancos. Libby tomó aliento y sintió un anhelo tan fuerte que tuvo que hacer un esfuerzo para no estrecharla contra el pecho. Contuvo sus sentimientos y, con un gesto rígido como si fuera de piedra, llegó hasta la caravana de maquillaje donde la esperaba el resto del equipo.

–Toma.

Libby extendió los brazos para entregar el bebé a su madre. La niña, que había captado la tensión, empezó a llorar y a agitar los brazos mientras la mujer la tomaba y Libby se daba la vuelta para alejarse.

–Es una preciosidad –comentó Fran, una morena madre de dos hijos.

Libby sólo quería recluirse en la caravana que tenían detrás.

–Si tú lo dices… –replicó Libby desde detrás de la capa de maquillaje que le había aplicado Fran.

–Te olvidas, Fran, de que Blaze no es nada maternal; ni le gustan las relaciones de cualquier tipo, ya puestos.

El comentario salió de Steve Cullum, un técnico que quiso salir con Libby y recibió la misma negativa cortés que la había hecho famosa entre el sexo opuesto. Algo de lo que la prensa había hablado mucho; de la ausencia de hombres en su vida e, incluso, de sus preferencias sexuales.

Bajo el fuego sólo hay hielo. Ése fue el titular de un periódico sensacionalista cuando ella no quiso darles una entrevista para hablar del amor, el matrimonio y los hijos.

Esas cosas eran privadas, se dijo en ese momento. Por eso no habían sabido cómo se llamaba en realidad y nunca habían podido asociarla con Luca. El desconsuelo se adueñó de ella al acordarse del chico con el que se casó y su trágica muerte en un accidente de coche al año siguiente. Lo había amado. Entonces tenía muchos planes y sentimientos. Sin embargo, eso fue antes de que sus sentimientos se entumecieran por circunstancias tan desdichadas que prefería no pensar en ellas; cuando el amor había brotado de forma tan natural que ella creyó que la felicidad era un derecho que tenía todo el mundo, hasta ella.

Se rió de sí misma por su ingenuidad. Aquello, naturalmente, fue antes de que conociera los prejuicios y el rechazo de la familia Vincenzo; antes de que sintiera la tiranía de su padre y la desaprobación hiriente del autoritario hermano mayor de Luca. Se le puso la carne de gallina al recordar los rasgos inquietantes de Romano Vincenzo. Un hombre implacable y con un atractivo mortífero. Un hombre con el que era mejor no cruzarse. No fue sólo el rechazo mutuo, fue algo más. Algo más intenso y profundo que nunca supo definir y sobre lo que no iba a seguir pensando seis años después. Pertenecía al pasado y se había acostumbrado a ocultar sus sentimientos, como hizo en ese momento al esbozar una sonrisa cuando oyó la pregunta de Fran.

–¿Vas a ir a la fiesta de esta noche, Blaze?

–¡Nadie podrá impedírmelo!

Supo que su interpretación había sido convincente y que tenía que mantenerla hasta que se hubiera cambiado y se hubiera montado en el Porsche para alejarse del torbellino de recuerdos que no podía soportar; todo por un simple anuncio.

–Después de una semana levantándome a las cuatro y viniendo aquí para que me piquen los mosquitos, pienso quedarme en la fiesta hasta el amanecer –añadió entre risas.

 

 

¿Qué se había esperado? ¿Que hubiera cambiado? Se preguntó Romano en la caravana cuando Libby, que no miraba por donde iba, casi choca con él. Sin embargo, captó toda su feminidad y lo invadió como una oleada de sensualidad.

–Buon giorno, Libby.

Él, normalmente, dominaba sus sentidos, pero en ese momento se le desbocó el corazón y la voz le salió con un tono ronco al comprobar que ella se quedaba pálida y sus labios carnosos se separaban con un gesto de auténtica conmoción.

–Lo siento, Blaze… –el tono arrepentido de Fran se abrió paso entre el maremágnum de pensamientos–. Iba a decírtelo. Lo siento, señor Vincenzo… Me había olvidado de que estaba esperando…

El tono de Fran cambió al dirigirse al italiano alto y bronceado que estaba en la puerta de la caravana con un traje oscuro hecho a medida que no podía disimular la virilidad pétrea que cubría. El pelo negro como el azabache de Romano resplandeció cuando él hizo un leve gesto con la cabeza antes de agarrar del brazo a la atónita Libby y cerrar la puerta corredera de la caravana para dejar fuera a Fran y al resto del mundo.

 

 

Libby, aunque no había salido de su asombro, se dio cuenta de que no había cambiado. Seguía siendo el empresario de éxito con un estilo impecable que dominaba cualquier habitación donde entraba y que se imponía a los demás con la confianza y la autoridad natural que parecía tener de nacimiento.

–¿Qué… qué… estás haciendo aquí? ¿Pasa algo?

Libby, aturdida por la ridícula sensación de que sus pensamientos lo habían invocado, se sintió como siempre se sentía en presencia de aquel hombre; con una mezcla de nerviosismo paralizante y de rebeldía desafiante. Además de repentinamente preocupada.

–Nada, que yo sepa.

Ella cerró los ojos grandes y verdes y sus enormes pestañas se posaron sobre la piel como el alabastro. A él le pareció una reacción comprensible, pero también le sorprendió un poco.

–¿Cuánto tiempo llevas esperando? –preguntó Libby, que, aliviada, intentó dominarse.

–Lo suficiente.

Su voz, con un acento muy marcado, era tan cálida como recordaba. Como recordaba aquel rostro de rasgos duros, frente despejada, nariz recta, mentón imponente y ojos negros y penetrantes que parecían ver lo que había en lo más profundo de su alma.

–¿Por qué no te has anunciado? –preguntó ella con cautela.

Él apretó los labios, unos labios que podían torcerse con desdén o derretir a una mujer con el resplandor de una sonrisa.

–¿Y no ver a la modelo más querida del país representar la maternidad más tierna?

El halago de doble sentido dio en la diana y ella pasó de largo junto a él, pero su piel desnuda se estremeció al rozar su chaqueta. Libby se encogió de hombros.

–Es un papel que no habría elegido normalmente.

En realidad intentó rechazarlo, pero su representante la avisó de que no era aconsejable rechazar esas oportunidades y acabó saliéndose con la suya. Los ojos de Romano dejaron escapar un destello.

–¿Por eso levantaste a la niña como si fuera un saco de patatas?

–¿De verdad? –le costaba fingir que él no la alteraba cuando hasta le temblaba la voz–. Creí que había tenido cuidado.

–¿Tanto cuidado como cuando agarrabas a Giorgio?

–¿Giorgio?

El nombre se le escapó como una súplica cargada de impotencia. Él había dicho que no pasaba nada, pero algo tenía que pasar porque durante todos esos años él no se había molestado ni en llamarla por teléfono.

–No le pasará algo, ¿verdad? –añadió ella.

–No te ha importado durante los últimos seis años, ¿por qué iba a importarte ahora?

No podía decirle cuánto había sufrido por el bebé que le habían arrebatado tan cruelmente; cuánto había anhelado verlo, cuánto le había preocupado su dicha y cuánto le dolía la separación independientemente de los días, meses o años que hubieran pasado.

–No habrías venido si no fuera por Giorgio –Libby se sintió como si suplicara compasión a un ser poderoso que tenía la llave de su felicidad y de toda su existencia–. ¿Vas a decirme qué pasa o sencillamente disfrutas al hacerme sufrir?

–¿Sufrir? –él arqueó una ceja–. ¿Tú? No lo creo, Libby. Hace un momento sólo pensabas en ir a una fiesta hasta el amanecer.

Ella sintió como si algo se le quebrara por dentro y acto seguido, ante su propio espanto, se abalanzó sobre él con los dedos como garras que se aferraban a su traje y los dientes apretados por la impotencia.

–¿Vas a decírmelo o voy a tener que arrancártelo?

Ella sollozó la darse cuenta de su poder, de que podría doblegarla con una mínima parte de su fuerza si quisiera. Afortunadamente, no lo hizo. La agarró de las manos y las llevó contra su pecho. La calidez que sintió debajo de sus impecables ropas la devolvió a la vida. También captó una emoción ardiente en los ojos increíblemente negros que tenía clavados en sus labios, una emoción que no se correspondía con el ceño fruncido.

–Tranquila –le pidió él con tono severo.

Si tenía que ser sincero consigo mismo, se reconoció, le había impresionado una reacción tan intensa a sus reproches injustificados. Aunque, ¿quién no los encontraría justificados si supiera lo que había hecho esa parásita? Sin embargo, quizá ésa fuera la explicación de un arrebato tan inesperado como apasionado. Remordimiento. No habría sido humana si no hubiera sentido algún remordimiento por lo que había hecho; después de todo, quizá hubiera sufrido. Al fin y al cabo, era humana y toda una mujer, dos aspectos que notó claramente en las muñecas que tenía agarradas, en el pulso débil como el de un gorrión. Aun así, tenía que mantenerse aferrado a sus convicciones y recordar que era una cazafortunas sin corazón; podía lidiar con eso.

–Veo que hay llamas bajo el fuego –comentó él burlonamente haciendo referencia al titular del periódico–. Aunque siempre supusimos que sería yo el que lo sacaría a relucir, ¿verdad?

–¿De qué… estás hablando? –balbuceó ella.

Era imposible que él supiera cuánto la había alterado y seguía alterándola. No podía imaginar hasta qué punto había estado presente en sus sueños incluso cuando estuvo felizmente casada con su hermano. Sin embargo, eso ocurrió porque era muy joven y se sintió abrumada e intimidada por él. ¡Ella amó a Luca! ¡Seguía amando a Luca! Y a Giorgio…

Se le mezclaron el miedo, el dolor, la desesperación y una añoranza maternal que no sabía dominar. El peso de todo ello hizo que se tambaleara.

–Creo que será mejor que te sientes.

Libby obedeció y se sentó en una silla alejada del espejo y de los frascos de cremas y lápices de labios de Fran. Romano se balanceó sobre los talones y tomó aliento. A ella no iba a gustarle lo que iba a decirle.

 

 

Libby se puso las manos entre las rodillas para que dejaran de temblar y lo miró fijamente como si acabara de bajar de una nube.

–¿Te importaría repetir lo que has dicho? –susurró ella.

–Creo que me has oído, Libby –replicó él sin alterarse.

Efectivamente, lo había oído, pero si todavía no se creía del todo que estuviera allí con Romano Vincenzo, mucho menos podía asimilar lo que estaba exigiéndole. Enseguida se despertaría y comprobaría que todo había sido una pesadilla, aunque, por otro lado, sabía perfectamente que él era cualquier cosa menos un producto de su imaginación. En ese mundo superficial donde todo el mundo la llamaba Blaze y donde a nadie le importaba nada que no fuera la imagen que daba para el producto que querían vender, él era lo único que representaba algo real: su pasado. Un pasado en el que había tenido un papel esencial. Sólo él sabía quién era ella en realidad. Mejor dicho, se corrigió con amargura, eso era lo que él creía.

–¿Quieres que vaya a Italia contigo para ver a Giorgio?

Nunca había imaginado que alguien de la familia Vincenzo le permitiría hacer tal cosa y mucho menos que insistiera en que lo hiciera. Estaba temblando tanto que tenía que hacer algo. Se levantó y se acercó al sofá donde había dejado su ropa. Instintivamente, empezó a quitarse la falda que se había puesto para el anuncio.

Romano, al observar a la viuda de su hermano, no podía creerse que pudiera seguir moviéndose como si él no hubiera dicho nada. La miró con unos ojos oscuros e implacables. Sin alterarse, vio la tela que caía a lo largo de sus piernas bronceadas y cómo ella la dejaba en el suelo vestida sólo con una camisola y las bragas.

–Si hubiera dependido de mí, nunca se me habría pasado por la cabeza venir aquí –afirmó él con crudeza–. Lo he hecho, única y exclusivamente, porque hay un niño de cinco años que no puede entender qué ha hecho mal para no tener madre.

Libby contuvo el llanto mientras a Romano siguió sin importarle al daño que estaba haciéndole.

–Un niño tan atormentado por los comentarios de sus compañeros que no quiere ir al colegio; que no duerme; que no come bien; que ni siquiera juega con sus amigos. Un niño de cinco años, casi seis, al que no se puede consolar con un poni ni con un viaje a Disneylandia. Un niño que, ingenuamente, cree que su tío Romano puede hacer cualquier cosa, hasta llevar a casa a la madre que no lo quiso.

El niño había estado atosigándolo hasta que él, que siempre encontraba la solución a los problemas más complejos de sus muchas empresas, no había sabido qué hacer. El hijo de Luca era un niño muy inteligente. Él no se había dado cuenta de sus problemas hasta hacía poco y tuvo que reconocer, a regañadientes, que Libby había tenido razón. Su padre nunca habría dejado que ella se hubiera acercado a su nieto. Eso en el caso de que ella hubiera tenido algún deseo de ver a Giorgio, algo que él dudaba. Las exigencias de un chico en pleno crecimiento habrían sido un estorbo para su vida vacía y superficial.

Libby estaba quitándose la camisola y él no pudo evitar mirar la silueta esbelta de su espalda. Su piel parecía de seda y tenía una cintura muy estrecha sobre la delicada curva de las caderas. Descaradamente, puesto que ella se giró levemente, levantó la mirada hacia un pecho maravilloso y sintió que el deseo lo coceaba en las entrañas.

Era una modelo; una cara y un cuerpo para anunciar todo lo que se le pusiera por delante. Estaba acostumbrada a desvestirse delante de la gente. Aun así, se dio cuenta de que detestaba a todos los hombres que la habían visto así, de que conservaba la misma capacidad de cautivarlo que había tenido siempre. ¡Esa chica lo había hechizado! Había caído bajo su embrujo en cuanto la conoció y lo atrapó con sus ojos verdes, orgullosos y cautelosos. Cautelosos porque ella supo desde el principio que él podía conocer sus intenciones, que él, como sus padres, se había dado cuenta de que era una cazafortunas. Aun así, no dejó de desearla por eso, no dejó de envidiar a Luca, no dejó de quedarse despierto por las noches y de reprocharse para sus adentros el estar completamente cautivado por la mujer de su hermano pequeño.

Ella había aparecido como un soplo de aire fresco en un mundo caduco y con una madurez serena impropia de su edad. Sin embargo, esa inocencia refinada, que era el otro lado de la moneda, no lo engañó, aunque a veces despertó en él el deseo de protegerla. Era tan desalmada como supuso que era… y tan materialista.

Ella estaba poniéndose una camisa muy amplia, algo que él agradeció porque ni siquiera recordar cómo era en realidad podía sofocar el deseo que sentía por ella.

Libby se abotonó torpemente los botones. Se sentía cohibida por cómo la había mirado Romano desde que, irreflexivamente, se había quitado la ropa. Una mirada que la abrasó por dentro y volvió a recordarle el aterrador poder de su sexualidad.

–Mi hijo os da problemas y tu familia, súbitamente, decide que quiere invitarme a que vuelva a su círculo tan cariñoso y acogedor.

Ella lo dijo con toda la amargura que había acumulado contra la familia Vincenzo desde que era una joven vulnerable e indefensa.

–No es mi familia –replicó él con un tono cortante–. Mi madre se opone y mi padre, como sabrás, ha muerto.

Efectivamente, lo sabía. La muerte de un hombre tan rico como Marius Vincenzo se publicó en todos los periódicos hacía seis meses. Uno también habló de Romano. Fue el que ella leyó con la avidez de alguien que, muerto de sed, bebe de un pozo que sabe que está envenenado. Era una reseña sobre cómo había conseguido, gracias a su talento para los negocios y su osadía, que una de las empresas del grupo Vincenzo, que estuvo dirigida por su padre, saliera de la situación precaria en la que se encontraba y que sus acciones se dispararan cuando se hizo cargo de ella. Sus logros eran muy destacables. Desde la muerte del abuelo de Luca, los varones Vincenzo nunca dudaron quién tenía el talento y las influencias.

–Lo siento –dijo ella con cierto remordimiento por la mentira–. Por ti y tu madre, naturalmente.

Sophia Vincenzo no la había apreciado más que su tiránico marido. En realidad, lo único que tuvo en común con sus desdeñosa suegra fue que las dos amaron a Luca. Un amor que se transformó en odio hacia ella cuando murió su hijo favorito e idolatrado.

La luz que entraba por la ventana que había en lo alto de la caravana resaltaban las arrugas de Romano alrededor de la boca. Sus condolencias lo habían sorprendido. Ella le había dedicado tan poco tiempo a sus padres como ellos se habían dedicado el uno al otro, pensó él al acordarse de la farsa de unidad que sus padres habían presentado al mundo.

–Muy bien –Libby aceptó sin hacerse ilusiones aunque estaba deseando ver a su hijo con toda su alma–. Si tu madre se opone, no hay nada que decir, ¿no? Al fin y al cabo, ella es la tutora.

–No.

La tajante reacción hizo que ella lo mirara a los ojos. Era tan imponente en el reducido espacio de la caravana que podía sentirlo, tocarlo y casi aspirarlo.

–Mi madre está demasiado cansada para ocuparse de un niño tan vigoroso. Yo soy su tutor oficial –siguió Romano.

–Pero creía que…

Libby no terminó la frase. ¿Cómo era posible que su hijo estuviera en manos de Romano Vincenzo? El hombre que había conseguido que se sintiera como sus padres nunca lo consiguieron. El hombre que lo consiguió sutilmente y con una inteligencia inexorable, lo que le dolió más todavía porque, sorprendentemente, hubo algunos momentos en los que mostró retazos de consideración hacia ella.

–¿Qué creías, Libby? ¿Que lo habíamos entregado a alguien? ¿Que lo habíamos despachado deprisa y corriendo como si fuera un estorbo? –como él creía que ella lo había despachado cuando murió Luca–. Como verás, hagas lo que hagas o trates como trates a mi sobrino, sólo tienes que responder ante mí. ¿Y bien?

Él arqueó una ceja mientras ella agarraba los vaqueros. Notó que no le quitaba los ojos de encima mientras se los ponía con un movimiento sensual de las caderas, aunque involuntario, al intentar subírselos. Se le entrecortó la respiración al imaginarse lo que estaría pensando y ante la repentina idea de tener esas manos largas y morenas en cada curva de su cuerpo.

–Y bien, ¿qué? –le desafió ella mientras se metía precipitadamente la camisa dentro del pantalón–. ¿Quieres que vuelva y rellene ese vacío en la vida de Giorgio hasta que decidas que ya no me necesitas?

No podría soportarlo. No podría separarse de él otra vez cuando había tenido un papel, por pequeño que fuera, en su vida. Aun así, lo haría, decidió con desesperación. Lo haría independientemente del precio que tuviera que pagar. Lo vería; volvería a estar con él; lo tendría en sus brazos aunque fuera un instante.

–Giorgio te necesita –le recordó él con frialdad–. Yo, afortunadamente, me he librado de esa carencia.

Sus palabras le dolieron, como él quería que hicieran.

–¿De verdad?

Fue una pequeña revancha para que él no tuviera la satisfacción de saberlo. Lo miró con la cabeza muy alta. Incluso en ese momento, cuando lo miró a los ojos, se quedó atónita al captar el deseo que estaba acostumbrada a captar en la mirada de casi todos los hombres, aunque sabía que para ese hombre era una obsesión enfermiza y que él se detestaba por sentirla. Algo palpitó en el interior de ella, algo igual de enfermizo que ella no quería reconocer.

–¿Por qué me odias tanto, Romano? –preguntó ella con una voz vacilante, como si tuviera dieciocho años–. ¿Es porque me consideras responsable de la muerte de Luca?

Su cara se oscureció como si fuera un pozo de sentimientos reprimidos. Todavía le costaba hablar de su hermano, que era seis años menor que él.

–Nunca te he culpado de eso.

–¡Bravo! –exclamó ella con todo el cinismo que pudo–. No sé por qué. Tu padre si me culpó.

–¡Yo no soy mi padre!

Él hizo un esfuerzo por contener un arrebato de ira porque algo de lo que ella había dicho le congestionó levemente las mejillas. No obstante, un segundo después, había recuperado el dominio de sí mismo.

–Ese día, Luca condujo de forma temeraria… y lo pagó –siguió Romano–. Además, el odio es un sentimiento demasiado fuerte para describir cualquier cosa que pueda sentir por ti. El odio es el reverso del amor –la miró detenidamente para apreciar cualquier cambio en su expresión– y creo que estaremos de acuerdo en que fuera lo que fuese lo que bullía bajo la superficie de nosotros, el amor no formaba parte de ello.

Libby tragó saliva. ¿Cómo habían llegado a ese punto? Decidió que él sólo quería alterarla e hizo caso omiso de la tensión que se adueñaba de ella.

–Entonces si acepto lo que estás pidiéndome, ¿qué se espera que haga cuando todo termine, cuando las cosas mejoren? ¿Me marcharé sin más?

–Eso no debería costarte gran cosa.

Libby se quedó sin aliento. Su comentario la había atravesado como una lanza.

–¿Cómo sabes lo que me cuesta? ¿Cómo sabes lo que he pasado? –preguntó ella dando rienda suelta a su rabia.

–Se me parte el corazón –replicó él con una mano en el pecho.

¡Conocía a más de una mujer que había renunciado a sus hijos para llevar una vida más cómoda!

–¡No tienes corazón!

Por lo poco que había leído de él, ninguna mujer había conseguido mantener su interés durante más de unos meses, por no decir nada de conseguir que se comprometiera para siempre.

Él se rió sin ganas y entrecerró los ojos.

–Tiene gracia que lo digas tú. ¿Se puede tener menos corazón que una mujer que abandona a su hijo?

–¡No lo abandoné! –ella notó su desprecio como si la hubiera golpeado con un mazo–. Además, no soy la primera mujer que deja a su hijo en adopción.

–Efectivamente, no eres la primera, pero dice mucho de una chica que lo deja sólo por dinero.

 

 

Tanta crueldad estuvo a punto de doblarla por la mitad. Tuvo que hacer un esfuerzo para contener las ganas de pegarle un puñetazo entre sus maravillosos ojos. Él, sin embargo, debió de darse cuenta del daño que le había hecho.

–He sido despreciable, ¿verdad? –preguntó él con tranquilidad, pero evidente arrepentimiento.

Ella no pudo contestar ni acabar de creerse que lo creyera de verdad.

–¡Por Dios! No te lo mereces, Libby, pero estoy dándote la oportunidad de que lo corrijas.

–¿Lo corrija? –lo miró con los ojos empañados de lágrimas. ¿Se creía su juez?–. ¡Qué benévolo! ¡No vendí a mi hijo! –añadió ella como si quisiera aliviar su remordimiento.

–Busca la manera de decírselo a Giorgio cuando sea mayor –replicó él con escepticismo.

Libby se quedó pálida en contraste con su melena pelirroja y brillante.

–No creo que sea lo que tú… lo que tus padres…

Libby no pudo terminar la frase, no pudo siquiera imaginarse que ellos le hubieran dicho eso a su hijo.

–¿Crees que yo…? –Romano la miró con unos ojos como ascuas–. ¿Crees que permitiría que alguien fuera tan inhumano?

Libby respiró aliviada. El hermano de Luca la despreciaba, pero también parecía tener algo de sensibilidad cuando se trataba de Giorgio.

–Tengo la prueba, Libby –siguió él–. Te pagaron… –Romano hizo una pausa antes de decir una cifra desorbitada de dinero que su padre le transfirió a su cuenta–. A no ser que mi contabilidad sea un auténtico desastre, no hay duda de que ese dinero se hizo efectivo a los pocos meses.

Ella quiso gritar que le debía algo, aunque nada compensara o mitigara la pérdida de su hijo.

–Así es –reconoció ella con vehemencia aunque no pensaba decirle lo que había hecho con el dinero–. Tenía que vivir.

–Claro –Romano lo dijo con todo el cinismo del mundo y miró la portada de una revista donde aparecía ella apoyada en un Ferrari–. Y bastante bien, a juzgar por el coche que conduces y las otras casas que tienes aparte del carísimo piso de Londres; una en Jersey; un par de ellas en el continente y otras dos en playas de Florida. No está mal para una chica que empezó de la nada.

Efectivamente, pero eso, como lo referente al dinero, no era de su incumbencia y no pensaba explicarle por qué había invertido en tantas casas. Levantó la barbilla.

–¿Tienes algo más que echarme en cara?

Él la miró a los ojos como si quisiera encontrar algo en lo más profundo de ellos.

–Me alegro de que tengas compromisos. No te resultará fácil… tener que marcharte.

A Libby le pareció que elegía cuidadosamente las palabras que más daño podían hacerle. Él introdujo la mano en la chaqueta para sacar algo del bolsillo interior y al hacerlo ella pudo vislumbrar la sombra del vello de su cuerpo a través de la fina tela de la camisa.

–Dime tu precio –siguió él con un tono delicado–. Seguro que podemos llegar a una cifra aceptable.

¿Un precio para ver a Giorgio? ¡Creía que quería que la pagara antes de plantearse ayudar a su hijo!

–¿Cómo te atreves? –ella golpeó la cartera de cuero que estaba abriendo–. ¡Lárgate! ¡Vete de aquí si lo único que sabes hacer es insultarme!

A juzgar por su expresión, aquella reacción lo había pillado desprevenido. Sin embargo, volvió a guardarse la cartera con unas manos considerablemente firmes.

–Perdóname –se disculpó él con frialdad–. Me había olvidado. El dinero de los Vincenzo ya no te atrae tanto como antes.

–Tienes razón –lo odiaba cada vez más y si quería pensar lo peor de ella, que lo pensara–. En cuanto al coche y mis casas… tengo que cuidar mi imagen…

Ella supuso que haría algún comentario hiriente, pero él se limitó a mirarla desde su altura. Al cabo de unos instantes, sacó algo de la cartera y se lo entregó. Era una tarjeta con el emblema de la familia Vincenzo.

–Estaré un par de días en Londres. Si detrás de esa cara tan hermosa hay una pizca de conciencia o compasión, llámame. Podría venirte bien bajar al mundo real por un tiempo; comprobar cómo viven los demás.

Romano abrió la puerta corredera, bajó ágilmente de la caravana y se alejó con grandes zancadas. Libby se quedó mirándolo con los ojos empañados de lágrimas de impotencia. El mundo real… ¿Se refería a la mansión de los Vincenzo y a todos los millones que tenían? ¡Él y su familia le habían enseñado cómo vivían los demás! Los que podían comprar cualquier cosa y amenazar a cualquiera con tal de conseguir lo que querían y cuando querían sin preocuparse por el daño que podían hacer. Presa de la rabia, estuvo a punto de llamarlo para decirle que volvería a Italia con él. En ese momento si quería. Aceptaría todo lo que él pidiera con tal de volver a ver a Giorgio. Sin embargo, él estaba montándose en su deportivo y al cabo de unos segundos se alejó entre el rugido del potente motor.

Libby, sin desmaquillarse, guardó sus pocas pertenencias y siguió su ejemplo. El día, que había estado despejado durante las tomas, fue encapotándose y al poco rato empezó a llover. Intentó concentrarse en la carretera, pero le costó mucho apartar los amargos recuerdos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ESTABA en la universidad cuando había conocido a Luca Vincenzo. Sin madre y con su padre jubilado prematuramente por motivos de salud, ella trabajaba de camarera los fines de semana y durante las vacaciones en un pequeño restaurante bastante elegante del pueblo de Sussex donde vivía. Quería contribuir como pudiera a la economía familiar y no podía negar que su belleza y su pelo rojo la ayudaron a que los clientes se fijaran en ella y a conseguir buenas propinas de sus admiradores, a los que siempre mantenía a cierta distancia amable pero firmemente.

Luca fue la única excepción. Era un italiano atractivo y con una actitud temeraria ante la vida que cenó allí todas las noches durante un mes y la cortejó con su encanto latino y un aire diabólico en sus ojos negros y resplandecientes. Hasta que ella se tomó en serio su amenaza de alquilar un helicóptero, descolgarse en lo más alto de la columna de Nelson y quedarse allí hasta que ella aceptara salir con él y librarlo de su desdicha. Sólo después de que ella cediera entre risas, supo quién era exactamente y a qué familia rica, respetada y asfixiante, según sus propias palabras, pertenecía.

Frenó para que una camioneta se metiera en su carril y se acordó de cuánto lo había apreciado su padre. Como había apreciado a su abuelo, Giovanni Vincenzo, para quien trabajó antes de jubilarse como jardinero jefe de la enorme finca que tenía a las afueras del pueblo. Cuando murió Giovanni, Marius, el padre de Luca, heredó todo el emporio familiar y prefirió dirigir las empresas internacionales desde Italia, por lo que convirtió la casa en un centro de congresos y club de campo y, con la excepción de algunos terrenos, vendió toda la finca.

Luca, que estaba destinado a ocupar un puesto relevante en la empresa familiar, pasó el verano adquiriendo experiencia en el centro de congresos, que seguía en manos de los Vincenzo. A los veintiún años, tres más que ella, Luca parecía un hombre de mundo, se acordó ella. Había viajado y era muy animado, aunque lo que realmente la cautivó fue su humor cálido y la sensación de que su familia no lo apreciaba plenamente y quería refrenar su espíritu aventurero. Una familia, se dijo con desánimo, demasiado ocupada en multiplicar sus millones como para interesarse en lo que quería Luca.

Ella, completamente enamorada, no tuvo que pensárselo mucho cuando unas semanas después le pidió que se casara con él, recordó ella con tristeza mientras intentaba concentrarse en la carretera. Se casaron casi inmediatamente en el registro civil del pueblo con su padre y otra camarera de testigos. Entonces, todo le pareció muy romántico y emocionante. Tuvo que conocer a los padres de su marido en el castillo que tenían en Italia para darse cuenta de lo mucho que se oponían a ese matrimonio. Independientemente de sus estudios, era una camarera sin dinero ni perspectivas, además de una oportunista y una cazafortunas. En ningún momento disimularon que habían esperado un matrimonio mucho más adecuado para su hijo ni que no contaban con ella en el círculo más íntimo de la familia Vincenzo.

Mientras avanzaba lentamente entre el tráfico cada vez más denso, todavía le dolía recordar la actitud de su familia política, aunque intentó por todos los medios ganarse su respeto. Tuvo muchas oportunidades gracias a las condiciones que impuso su padre. Tendrían que vivir en el castillo o de lo contrario, interpretaría que su hijo ya no pertenecía a la familia Vincenzo.

Luca estuvo dispuesto a marcharse, pero ella lo disuadió. No quería, por nada del mundo, ser la responsable de una ruptura entre su marido y su familia. Ella lo tranquilizó, ingenuamente, diciéndole que recapacitarían. Entonces no se dio cuenta de que al influir para que se quedara sólo consiguió que la opinión de sus suegros empeorara. Al fin y al cabo, pensaron ellos, si hubiera permitido que Luca se opusiera a su padre, ella habría renunciado a la fortuna que él heredaría con el tiempo, ¿no?

La furgoneta que tenía delante se paró y ella tuvo que frenar bruscamente. Entre la lluvia pudo ver un semáforo. Se reprendió por su falta de concentración e intentó volver al presente. Sin embargo, las compuertas del pasado estaba desbordadas por la visita de Romano y nada podía detener el torrente de recuerdos. Se acordó de que cuando Luca la llevó a Italia, Romano estaba trabajando en el extranjero, pero volvió a los pocos días de su llegada. Estaba convencida de que lo llamaron para que conociera y analizara minuciosamente a la mujer de su hermano.

Romano, con veintisiete años, ya era una pieza muy poderosa dentro del engranaje comercial de la familia. Si Luca era cariñoso, simpático y atractivo, Romano era frío, serio y con una inteligencia incisiva que tenía que ver con el puro atractivo animal y que iba más allá de la mera belleza. Libby se reconoció a disgusto que uno no se fijaba en él sólo por su rostro imponente y su físico atlético. Era todo él; su presencia, su personalidad y su elegancia arrolladoras.

La intimidó desde el principio, desde que, en el impresionante salón, empezó a hacerle preguntas sobre ella misma. Preguntas inocentes en apariencia, pero que la dejaban con la sensación de que estaba poniéndola a prueba con cada sílaba. Ella, nerviosa y turbada en su presencia, se camufló con una confianza que no tenía ni remotamente.

A veces, durante aquella primera visita de él, levantaba la cabeza y se lo encontraba observándola y sus ojos negros y penetrantes la alteraban, como él quería alterarla, antes de que volviera a hacer lo que estuviera haciendo y se alejara sin mostrar interés.

Lo que se le había grabado en la memoria fue el día que él tuvo que volver a su trabajo en el punto del mundo que lo reclamara. Se había despedido de todo el mundo y apareció en el porche cuando ella salía de la piscina.

–Ha sido muy… interesante conocerte, Libby –le dijo él vestido con su traje oscuro mientras ella, alterada como siempre, sólo llevaba un diminuto biquini–. Ha sido muy desconsiderado por mi parte, pero creo que no he besado a la mujer de mi hermano.

Se quedó rígida cuando él puso sus manos sobre sus hombros mojados y acercó sus labios, con un gesto más que familiar, a sus mejillas.

–Aseguras que quieres a Luca, pero los dos sabemos la realidad, ¿no? –le desafió él con una delicadeza amenazante.

Su aliento en el pelo, su aroma y su contacto la estremecieron antes de que él se alejara con el maletín en la mano. Se quedó mirándolo y se preguntó si se habría dado cuenta de que un gesto tan normal había conseguido que le bullera la sangre y le había producido un rechazo tan intenso. ¡Habría pensado que era irresistible para ella! Su vanidad era inmensa y él, como sus padres, creía que su interés por Luca se limitaba al dinero que pudiera sacarle.

Aquel incidente, sin embargo, la desasosegó. Sentía un escalofrío sólo de recordarlo. Fue darse cuenta de que podía amar a un hombre y excitarse con otro, aunque éste no le agradara, porque, con toda certeza, Romano Vincenzo no le agradaba. Las sensaciones que él despertó en ella fueron irracionales, una mezcla de fascinación y desagrado que no se parecía nada al cariño y calidez que sentía con Luca.

El coche que tenía detrás tocó la bocina y se dio cuenta de que el semáforo estaba en verde. Se puso en marcha y recordó lo encantada que se sintió cuando se quedó embarazada, casi inmediatamente, y que ese entusiasmo se vio empañado por un deterioro de la salud de su padre. Nadie podía ocuparse de él y tuvo que viajar frecuentemente a Inglaterra. Esos periodos que pasó lejos de su marido empeoraron más todavía el concepto que sus suegros tenían de ella.

Entró en la plazoleta rodeada de árboles y sintió que el recuerdo de aquellos tiempos y de lo que pasó después le oprimía el pecho como un nubarrón oscuro y asfixiante. Inesperadamente, se puso de parto allí, en Inglaterra, y dio a luz a un niño muy sano, lo que debería haber dado sentido a su vida. Sin embargo, no fue así. Luca tuvo el accidente cuando salió disparado al aeropuerto para estar con ella y sus padres, que ya la despreciaban más de lo que ella había pensado imaginable, no dudaron en culparla de su muerte. Si ella hubiera estado con él, donde tenía que estar, en vez de haberlo abandonado, su hijo estaría vivo, fue lo que le dijo su suegra entre sollozos cuando la llamó por teléfono.

Unas semanas más tarde, cuando ella fue a Italia para recoger sus escasas pertenencias, ellos le lanzaron el torpedo. Querían adoptar a Giorgio; criarlo como si fuera suyo. ¿No se daba cuenta de que con ellos el niño se criaría en un ambiente más estable y privilegiado que con un abuelo enfermo y una madre viuda? ¿Cómo iba a consentir que su nieto se viese privado de todo lo que ellos podían ofrecerle? ¿Cómo podía ser tan egoísta? Le preguntaron ellos cuando, espantada, se negó a siquiera plantearse esa posibilidad. Ella quiso ocuparse de su hijo y cuidar a su padre. Sabía que sería difícil, pero podía hacerlo. Otras chicas lo habían hecho. Sin embargo, siguieron acusándola de egoísta, de que no tenía en cuenta el bien de su hijo. Hasta su padre le insinuó que debería meditar cuidadosamente la oferta de los Vincenzo, que era joven y tenía toda la vida por delante, que no se daba cuenta de lo que estaba echándose a las espaldas.

Aterrada y atormentada, se aferró al hijo de Luca. ¡Nunca podría abandonarlo! Aunque la presión fue casi insoportable, quizá no hubiera cedido si Marius Vincenzo, dispuesto a acabar con su resistencia, no se hubiera presentado con su inhumano ultimátum…

Aparcó delante del selecto edificio georgiano y corriendo entre la lluvia subió los escalones mientras intentaba olvidarse de la alternativa que le dio su suegro. No podía pensar en eso.

Se montó en el ascensor para llegar al refugio de su casa y se dijo que cuando se vio obligada a firmar el documento que entregaba a su hijo a la familia Vincenzo, era muy joven y que estaba demasiado preocupada por su padre como para darse cuenta de que era muy ingenua al pensar que algún día recuperaría a su hijo.

 

 

El insistente timbre de la puerta hizo que fuera a abrir. Se había bañado y cambiado y no tenía ganas de ver a nadie.

–¡Sorpresa!

Fran y otras doce personas entraron con botellas de champán.

–Era evidente que no ibas a ir a la fiesta y hemos decidido traerte la fiesta a ti –le dijo una joven que Libby no conocía.

–No puedo. De verdad, no puedo en este momento –protestó Libby.

Sin embargo, oyó las botellas al descorcharlas. Alguien puso música a un volumen ensordecedor y todos empezaron a dar saltos. Quiso gritarles que se marcharan. Después de verse con Romano no le quedaron ganas de asistir a la fiesta del final del rodaje. Tenía que tomar decisiones y cancelar compromisos. Además, no paraba de darle vueltas a la cabeza y la tenía como un bombo.

–¿Te pasa algo? –le gritó Fran.

–Sí –gritó ella también–. ¡Quiero estar sola!

–¡Como siempre! –replicó Fran con un gesto de reproche amistoso–. Hemos pensado que te vendría bien no dejarte que te marcharas sin aparecer por la fiesta. Hemos pensado… ¿Te pasa algo? –la maquilladora lo preguntó con un tono de verdadera preocupación.

Libby, que no quería seguir gritando, se encogió de hombros, se refugió en el dormitorio y se tumbó en la cama.

–¡Escuchadme! ¡A Blaze no le apetece esto! –Libby oyó los gritos de Fran–. ¡Creo que tenemos que irnos!

Alguien subió la música y unos instantes después retumbó en el dormitorio cuando la puerta se abrió y se cerró para dejar entrar a una Fran con gesto compungido.

–Lo siento, Blaze. Sinceramente, lo hemos hecho por ti. Yo quería… ¿Qué es eso? –Libby miró hacia al álbum blanco que seguía encima de la cama–. ¿Qué es esto? –volvió a preguntar Fran mientras empezaba a ojearlo–. ¿Es imaginación mía… o se parece a…? –Fran se quedó boquiabierta.

Libby le arrebató al álbum y lo cerró de golpe.

–Fue de otro –contestó Libby precipitadamente.

Era verdad. Además, si se divulgaba que ella, la famosa modelo, había estado casada con alguien de la familia Vincenzo, una de las más ricas de Italia, y que era la madre del hijo de Luca Vincenzo, Giorgio se vería acosado por la prensa.

–¿Fue? –preguntó Fran con tono cauteloso al suponer que algo había salido muy mal en la vida de su amiga–. Lo siento. No me habías contado nada.

–Es el pasado –Libby se encogió de hombros.

Sin embargo, no era el pasado ni lo sería nunca. Giorgio era suyo y sólo quería que todos esos intrusos se marcharan para poder llamar a su tío y decirle que estaba dispuesta a acompañarlo. Guardó el álbum en un cajón.

–Prométeme que no les dirás nada a los demás –añadió Libby.

–Te lo prometo –aseguró Fran–. ¿Tiene algo que ver con ese tipo impresionante que pasó por el rodaje? ¿Tuviste una aventura con él o algo así?

–¡No!

Fran sabía que no había ningún hombre en su vida, pero ella entendía que la aparición de alguien como Romano despertara su curiosidad.

–Parecía muy posesivo. ¡Cómo me cerró la puerta en las narices! Sólo un enamorado actuaría así.

–¡No! –repitió Libby con vehemencia.

¿Por qué habría pensado eso? Se preguntó Libby. Supuso que si bien su amiga sabía cuándo dejar el tema de un hijo perdido, la posibilidad de que un hombre tan atractivo como Romano hubiera pasado por su cama era demasiado tentadora hasta para Fran.

La música seguía atronando entre gritos y golpes rítmicos de los pies en el suelo. Entonces unas insistentes llamadas en la puerta se abrieron paso entre el alboroto.

–¿Los vecinos? –preguntó Fran con una mueca de espanto.

–¡Dios mío! Ayúdame a echarlos a todos –le suplicó Libby.

–Vamos –Fran le dio un cariñoso abrazo–. Al fin y al cabo, yo he tenido la culpa de…

Sus palabras se perdieron en el estruendo cuando se abrió la puerta del dormitorio y el técnico rubio del rodaje asomó la cabeza.

–¿Charlando un rato? –preguntó él con la lengua un poco pastosa por la bebida–. Por un momento he llegado a pensar que la encantadora Blaze estaba con un hombre, pero debería haber sabido que eso era imposible, ¿no?

–Déjalo, Cullum –le pidió Fran que ya entendía mejor por qué Libby era una solitaria.

Sin embargo, Libby se dio cuenta de que Cullum parecía agresivo y quiso apaciguar los ánimos.

–Vamos con los demás –propuso ella mientras lo empujaba levemente.

–Sólo si bailas conmigo.

–De acuerdo, pero después de que vaya a abrir la puerta –concedió ella con delicadeza para no ofenderlo–. ¡Bajad la música! –gritó Libby mientras iba al vestíbulo.

–¡Subidla! –gritó Cullum que la tenía agarrada del brazo–. ¡Blaze quiere bailar conmigo!

Libby quiso resistirse cuando él la estrechó contra sí y empezó a dar vueltas. Su perfume era mareante y apestaba a alcohol. Aun así, consiguió darse cuenta de que ya no golpeaban la puerta. El vecino había desistido y, seguramente, habría ido a llamar a la policía.

–Vamos, baila. Sabes moverte…

El cuello del amplio jersey que se había puesto después de ducharse se le había bajado de un hombro y tenía la boca de ese hombre sobre la piel desnuda. Intentó apartarse, pero él se rió y la abrazó con más fuerza. Fue a darle un codazo, pero se dio cuenta del silencio sepulcral que había en la habitación. Todo el mundo miraba hacia el equipo de música y hacia el hombre con una gabardina impecable y un traje oscuro que estaba al lado. ¡Romano Vincenzo!

Libby, atónita, sólo pudo mirar fijamente a sus ojos, que, como ascuas, la miraban con furia.

–Creo que lo mejor será que les digas a tus amigos que se marchen.

Libby, que casi no acabó de darse cuenta de que había sido él quien había aporreado la puerta y que alguien lo había dejado entrar, se quedó espantada por la situación en que la había sorprendido: en brazos del técnico, donde seguía. Las cosas no podían tener peor aspecto y ella sabía que no era la primera vez que la sorprendía en una situación así.

–¡Romano!

Fue todo lo que ella pudo decir mientras Steve Cullum levantaba la cabeza y lo miraba.

–¿Pretende que me vaya de esta fiesta porque usted lo dice? –preguntó el técnico.

Romano, con la gabardina mojada, se puso rígido. No quería problemas, pero la visión de Libby, la mujer que se había adueñado de sus pensamientos, que lo había alterado como ninguna, que había conseguido que se detestara cuando estaba casada con su hermano y que seguía despertando esas emociones en él aunque hubiera demostrado ser una desalmada con su hijo; la mujer que estaba en brazos de aquel borracho lascivo, evidentemente, con su consentimiento, hizo que sintiera unos celos fríos e incontenibles.

–Eso es exactamente lo que pretendo –contestó Romano–. A no ser que prefiera que lo eche.

Libby notó que el técnico se ponía en tensión. No quería presenciar una pelea, pero bastó que Romano diera un paso adelante para que Cullum se encogiera.

–De acuerdo, tranquilo… –balbuceó el técnico.

Cullum fue retirándose, mientras los demás, con las botellas en las manos y los ojos clavados en Romano, también empezaban a salir de la casa mientras se despedían de ella.

–¿Sigues negándolo? –le preguntó Fran al pasar a su lado.

¿Qué negaba?, se preguntó Libby que seguía aturdida. ¿Que Romano fuera su enamorado? Él, efectivamente, estaba actuando como si lo fuera, se dijo ella con furia y con la cabeza a punto de estallar ante la idea de quedarse a solas con él y de imaginarse la escena consiguiente.

–¿Estarás segura? –volvió a preguntar Fran con cierto tono protector.

Libby miró al hermano de Luca. Su imponente presencia física y su impenetrable carisma fue como una descarga eléctrica.

–Claro –contestó ella sin ningún convencimiento antes de que Fran y los demás se alejaran.

Se hizo un silencio abrumador y ella miró aquellos rasgos implacables.

–¿Quién te crees que eres? –preguntó ella con un apasionamiento que la sorprendió–. ¿Crees que tienes derecho a venir aquí y hablar de esa manera a mis invitados?

No eran sus invitados, se dijo para sus adentros, y, además, se alegraba de que los hubiera echado, aunque no le había gustado la forma de hacerlo.

–Perdóname si he interrumpido una fiesta tan divertida –contestó él sin el más mínimo arrepentimiento–. Pensé que hasta tú tendrías la decencia de olvidarte por un momento de la diversión cuando acababa de decirte lo mucho que te necesita tu hijo. Pero, evidentemente, para ti eso significa menos que recibir a tus maravillosos amigos.

–¡No son mis amigos!

–¿No? –preguntó él con la cabeza ladeada.

–Bueno, sólo uno lo es y…

–¡Eso es evidente!

Libby suspiró al darse cuenta de que se refería al hombre que la había obligado a bailar con él.

–Steve Cullum estaba borracho y todos se presentaron sin que los invitara.

–Pero no te costó mucho meterte en el ambiente…

Ella se dio cuenta de que eso era lo que tenía que haberle parecido, sobre todo, si había oído a Steve gritar que ella quería bailar con él.

–Iba a llamarte.

–¿Cuándo? ¿Esta noche? –él tenía los ojos como pedernales–. ¿Mañana… después de la resaca?

Romano parecía un ángel justiciero. Ella abrió la boca para asegurarle que no había probado una gota de alcohol, pero él se adelantó.

–Te conozco, Libby –le recordó él con una calma casi inhumana–. Quizá, mejor que Luca.

–Eso es lo que crees –le refutó ella con amargura.

Él hizo una mueca con la boca y Libby supo exactamente lo que estaba pensando. Cuando estaba embarazada de cinco meses y debería estar cuidando a su padre, Romano se la encontró con sus amigos en el club de campo de su padre. Si entonces él no atendió a sus excusas, ¿por qué iba a hacerlo en ese momento?

–En cualquier caso, ¿qué quieres? –preguntó ella con hastío y dándole la espalda.

Él la observó mientras recogía los vasos. Había ido a disculparse, se dijo. A disculparse por haberla hablado de aquella manera. Había sido injustificado, comprendió más tarde; sobre todo, ofrecerle dinero por acompañarlo a Italia. Conocía al director del hotel donde creyó que iba a estar esa noche. La había llamado allí y se sintió aliviado al enterarse de que no había asistido a la fiesta. Mejoró el concepto que tenía de ella y fue a su casa, se sentía doblemente avergonzado por su conducta, pero sus ganas de arreglar las cosas habían sido algo prematuras.

Ella tenía el cuello del jersey bajado por un hombro, algo que seguramente habría hecho ese majadero borracho, y su melena era como una llamarada sobre la pálida y sedosa piel. Sintió una patada en las entrañas al ver el contoneo de sus caderas mientras iba a la cocina y apretó los dientes al darse cuenta de que también había sido lo que encandiló a su hermano.

–Nos separamos de malas maneras –contestó él–. Quería reparalo. Pero visto lo visto –la rabia que sentía hacia ella no era sólo desilusión, sino algo apasionado e irracionalmente posesivo–, creo que sólo tengo que disculparme por haberte estropeado la fiesta.

A Libby le parecía inconcebible que él hubiera pensado disculparse por algo. ¿Romano Vincenzo arrepentido? La mera idea era cómica. Ella esbozó una sonrisa leve y amarga porque su presencia en la puerta de la diminuta cocina le parecía desasosegante y no se le ocurrió nada que pudiera decir. Quiso volver al salón, pero él le bloqueaba el paso.

–¿Te importaría dejarme pasar?

Sus ojos, que la miraban intensamente, eran demasiado inquietantes.

–Claro.

Él se apartó un poco, ella fue a pasar y captó el aroma de su colonia, su calidez y la proximidad de su cuerpo. Él, inesperadamente, levantó un brazo y la atrapó contra el marco de la puerta.

–Suéltame.

–No sabía que estuviera sujetándote –replicó él mientras ponía la otra mano por encima de su otro hombro.

Libby, sin aliento, lo miró con cautela y el corazón desbocado.

–No ganas nada con esto.

–Al contrario –susurró él–. Creo que tengo mucho que ganar.

Le pasó el pulgar por la piel desnuda del hombro. Fue un roce tan leve que podría habérselo imaginado si no hubiera notado que sus pezones se habían endurecido y que, bochornosamente, todo su cuerpo se derretía por un deseo perverso y demoledor. Se preguntó qué sentiría contra su calidez granítica y con su boca asolando la de ella; se dio cuenta, con espanto, que él la atraía hacia sí, que ella había separado los labios, que había inclinado la cabeza hacia atrás, que él inclinó la suya hacia delante y que sus disparatados anhelos se hacían realidad. La besó inexorablemente. Él no se había afeitado desde esa mañana y el roce áspero de su mandíbula le pareció un auténtico placer mientras su boca devoraba la de ella con voracidad.

Ella gimió. Su cabeza lo rechazaba, pero su cuerpo lo acogía, acogía esos brazos férreos que rodeaban su cuerpo, que hacían que sintiera la fuerza que se ocultaba tras su impecable traje y que le permitían captar lo excitado que estaba. Se dio cuenta de que sus sueños de adolescente sobre él no la habían preparado para esa situación. Tampoco se había imaginado que pudiera sentir ese anhelo…

Dejó escapar otro gemido, de deseo esa vez, y se abandonó como a un sacrificio disparatado por un deseo irracional. Lo odiaba, pero lo deseaba. Entregada, se aferró a sus hombros como si estuviera colgando de un precipicio.

Romano, estimulado por la reacción de Libby, sintió que su cuerpo se endurecía por una avidez casi dolorosa. Sería muy fácil dejarse llevar y tomar todo lo que su cuerpo maravillosamente femenino auguraba. La había deseado desde siempre; la había deseado tanto que había sido la única mujer que había conseguido que se detestara por albergar esos pensamientos, sobre todo cuando estuvo casada con su hermano. Cuando tuvo que soportarlo en silencio, cuando tuvo que pasar por alto cómo ella, en algunas ocasiones, apartaba la mirada con aire virginal y en otras parecía desafiarlo con una sofisticación impropia de su edad.

Sin embargo, ya no tenía motivos para contenerse.

La estrechó contra sí y sintió el leve gemido de ella, como si se debatiera entre el rechazo y el deseo. Sin embargo, el recuerdo de Luca y del comportamiento materialista de ella estaba enfriando su ardor. ¿No estaría siendo un insensato incluso al plantearse ir a Italia con ella?

Notó la perplejidad en los ojos de ella cuando hizo un esfuerzo para separarse. ¿Qué estaba haciendo? ¿Acaso no podía evitar esas complicaciones en ese momento?

–Puesto que esta noche tenías unas ganas evidentes de meterte en la cama con alguien, quizá debieras hacerlo conmigo –él no pudo evitar la provocación–. Puedo darte placer si es lo que anhelas tanto y te garantizo que quedarás más satisfecha que con ese borracho.

Libby no podía moverse ni pensar, sólo podía sentir aquellos dedos largos que le acariciaban el hombro. Sólo podía fijarse en Romano y en lo que estaba proponiéndole mientras, involuntariamente, hacía comparaciones con el otro hombre. Romano Vincenzo no obligaría a una mujer como lo había hecho Steve Cullum. No le hacía falta. La bastaba con la destreza de sus labios, sus manos y su voz.

Apoyó la cabeza en el marco de la puerta, se recordó quién era él, y decidió que no dejaría que notara cuánto le había alterado su propuesta.

–¿Estás haciéndome una proposición? –preguntó ella con cierta ironía.

–¿Para quedar atrapado en la misma trampa agridulce que mi hermano? –preguntó él con una sonrisa gélida.

Libby se dio cuenta de que estaba jugando con ella. Estaba sopesando sus reacciones para comprobar lo fácilmente que podría acostarse con la maniobrera viuda de su hermano. ¡Había caído en su trampa! Aunque él también hubiera perdido el dominio de sí mismo. Esos ojos negros todavía brillaban con un deseo primitivo, aunque también traslucían animadversión.

Con un ímpetu sorprendente, lo apartó y salió de su trastornadora influencia. Él dejó escapar una leve risotada mientras ella tuvo que soportar la evidencia de que incluso tocarlo de esa manera le provocaba una serie de reacciones que no deseaba.

–Nos marcharemos pasado mañana.

El cambio de conversación fue tan brusco que la desconcertó un instante. Todavía no se había repuesto de la bochornosa reacción a su abrazo.

–¿Qué?

Ella se dio la vuelta para mirarlo e incluso en ese momento se preguntó qué mujer podría resistirse a su impenetrable atractivo.

–Había entendido, por ese comentario de que pensabas llamarme, que habías decidido aceptar mi propuesta de volver conmigo. ¿Acaso soy un ingenuo al suponer que te lo habías planteado cuando tenías tantas cosas que hacer?

Ella contuvo una réplica hiriente porque pensó que no serviría de nada.

–Sí, iré –contestó ella con cansancio y resignación.

–Perfecto –él se alejó de ella, pero se dio la vuelta al llegar a la puerta–. Duerme bien un par de noches. No quisiera que mi sobrino viera restos de la juerguista que hay en su madre.

Libby apretó los labios y se dio la vuelta para contener la ganas de darle una bofetada por sus sarcasmos impertinentes.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

QUÉ LLEVAS? –preguntó Romano mientras intentaba sacar la maleta de ella del maletero de la limusina–. ¿Toda la próxima colección de primavera?

–¡Has dado en el clavo! –contestó ella con el tono desenfadado que él esperaría.

Él la miró de soslayo, cerró el maletero y dio dos golpes para indicar al conductor que podía marcharse.

–¿Crees que vas a ir a muchas fiestas mientras estás con nosotros en Italia?

–Es posible –contestó ella.

Libby se puso en marcha hacia la terminal del aeropuerto y decidió que puesto que no tenía la más mínima intención de ir a una fiesta, quizá estuviera llevando la broma demasiado lejos.

–Bueno –añadió ella–, no sabía muy bien qué traer ni cuánto tiempo voy a quedarme. Además, también he traído algunas cosas para Giorgio.