Casada con su mejor amigo - Lynne Graham - E-Book

Casada con su mejor amigo E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Bianca 3014 Su anillo la salvaría de la ruina. Casándose con él, ella lo salvaría del escándalo. Cuando Gianni Renzetti vio que peligraba su puesto como director general, no perdió tiempo planeando cómo limpiar su reputación. ¡Lo primero que hizo fue pedirle a Josephine Hamilton, amiga de la niñez, que se casase con él! La inocente Jo siempre había estado ahí para Gianni, pero eso no significaba que estuviese preparada para oír su propuesta. No obstante, para salvar a su familia de la bancarrota no tenía más opción que aceptar. Pero cuando la pasión empezó a formar parte de su vida como señora Renzetti, ¿sería capaz de recordar que el suyo era un matrimonio de conveniencia?

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Seitenzahl: 176

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Lynne Graham

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Casada con su mejor amigo, n.º 3014 - junio 2023

Título original: The Italian’s Bride Worth Billions

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411418003

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

GIANNI Renzetti se contuvo para no decir una palabra malsonante cuando le informaron de que su padre, Federico, lo estaba esperando en su despacho. Sabía de qué quería hablarle y habría preferido evitarlo, pero así era la vida y él siempre se había enfrentado a las adversidades con la cabeza bien alta. Era el director general más joven y exitoso de Renzetti Inc. y estaba decidido a mantenerse firme en sus convicciones.

Su asistente personal no pudo mirarlo a los ojos mientras le anunciaba la llegada de su padre y Gianni sintió un ligero calor en las mejillas, lo que realzó todavía más su impresionante estructura ósea y su belleza morena que hacía que atrajese la atención de todas las mujeres. Imaginó que su asistente personal había visto las fotografías que habían salido en la prensa y, por un instante, se sintió avergonzado.

Allí estaba, marcado de por vida por haber cometido una estupidez. Apretó los labios. Para él, su vida privada, su vida sexual, era un asunto absolutamente personal. No obstante, le habían tendido una trampa y, por desgracia, había sucumbido a la tentación en un reservado de un club nocturno. Eso había tenido como resultado un chantaje en el que se había visto involucrada la policía. Cuando el intento de extorsión había fracasado, se había vendido la historia a la prensa sensacionalista.

Gianni entró en su despacho con la mirada perdida, resignado. Siempre había tenido una relación tóxica con su padre. Su madre había excluido a este último de su testamento y le había dejado toda la herencia a él, lo que había hecho que su padre se sintiese molesto. Más tarde, su relación había empeorado todavía más cuando Gianni había ocupado el puesto de Federico en Renzetti Inc. después de que este hubiese tomado varias decisiones desacertadas y de que la junta directiva, de la que formaban parte dos hermanos de Federico, hubiese votado para que este se marchase y Gianni, que ya tenía su propia empresa, ocupase su lugar. A pesar de que Federico había insistido entonces en que se alegraba de poder retirarse, su resentimiento no había hecho más que crecer cuando su hijo había conseguido que la empresa entrase en la lista Fortune 500 de las empresas con más ingresos del mundo.

–Federico –saludó a su padre, tendiéndole una mano rígida a modo de saludo.

El otro hombre, que era alto, pero demasiado corpulento, lo miró con desaprobación, con los labios apretados.

–Solo he venido a decirte que cuando la junta directiva vote para echarte a finales de mes, ni tus tíos ni yo te apoyaremos –anunció.

Gianni se quedó inmóvil, desconcertado ante semejante declaración de intenciones. No había pensado que aquello pudiese ocurrir. En su experiencia, lo más importante para los directores eran siempre los resultados, pero era evidente que alguien había estado conspirando a sus espaldas. Se estremeció. Había pocas cosas que le importasen más que su trabajo. Era una persona extremadamente competente, lo habían criado para que fuese así y valoraba el puesto de responsabilidad que había conseguido en la empresa.

–Ese sórdido episodio ha manchado la reputación de la empresa –añadió Federico Renzetti–. No puede pasarse por alto.

–Ha manchado mi reputación –lo contradijo Gianni con firmeza–. Tomé una mala decisión y ni siquiera voy a intentar defenderme.

–¡Tuviste sexo con una mujer en un club nocturno! –espetó su padre con disgusto–. ¡Y te grabaron!

–Como comprenderás, no fui consciente de que había una cámara oculta –replicó Gianni–, pero tampoco iba a permitir que me chantajeasen.

–Pues te equivocaste. ¡Deberías haber pagado para proteger el nombre de la empresa!

–Demasiado tarde –le respondió Gianni, pensando que no tenía ningún motivo para seguir con aquella discusión.

Vio en los ojos de su padre que estaba disfrutando de aquello y, eso, como siempre, le dolió. Se preguntó, como se había preguntado tantas otras veces a lo largo de su vida, qué había hecho él para merecer semejante falta de cariño.

–Nunca has querido escucharme ni has aceptado mis consejos –le dijo su padre en tono amargo–. Si tienes una amante, que sea de manera discreta, sin sorpresas ni escándalos.

Gianni apretó los dientes porque siempre había pensado que tener una amante sería tan agobiante como tener una esposa. ¿Cómo iba a satisfacer sus deseos una sola mujer? Le gustaba la libertad y la variedad, ¿por qué iba a renunciar a ellas si la mayoría de las jóvenes a las que conocía se contentaban con un encuentro casual? Además, no había querido parecerse a su padre, que había hecho que su madre se sintiese humillada por sus amantes.

–¡Tenías que haber sentado la cabeza ya, deberías estar casado! –continuó Federico, muy serio.

–¿Por qué iba a querer casarme con veintiocho años? –le preguntó él con incredulidad.

–Yo me casé con veintitrés.

–Era otra época –le respondió Gianni, omitiendo que su madre había sido la heredera más rica de Europa–. Ahora son pocas las personas que quieren casarse a esa edad.

–Si estuvieses casado, o prometido, la junta habría tenido cierta esperanza, pero no creces –lo criticó Federico–. ¿Qué tienes en contra de sentar la cabeza?

–¿Como mi madre y tú, que fuisteis muy felices? –inquirió él.

Su padre palideció y retrocedió.

–Siento que fueses tan consciente de nuestras dificultades.

Gianni se sintió incómodo. No había pretendido entrar en un terreno tan personal con su padre y casi nunca se refería a su madre, que había fallecido con treinta años. Sus recuerdos eran demasiado íntimos y dolorosos. Se hizo el silencio durante varios segundos.

–Mira –dijo por fin Federico–. Podrías revertir esta terrible situación escogiendo a la mujer adecuada para casarte. Aunque no sé si conocerás a alguna mujer decente. Es poco probable que la conozcas en esos lugares y esas fiestas que frecuentas.

Federico resopló con frustración.

–Tendría que ser una mujer madura y respetable, con una reputación irreprochable.

–Teniendo en cuenta los titulares que se han escrito sobre mí durante el fin de semana, me imagino que ninguna mujer decente querría casarse conmigo en estos momentos –le respondió Gianni.

–No digas tonterías –dijo su padre–. Eres un hombre rico. Incluso la mujer más intachable se sentiría tentada por todo lo que tú le podrías ofrecer…

–Pero yo no quiero casarme con una cazafortunas –le contestó Gianni–. Es imposible. No creo que una alianza acallase las preocupaciones de la junta.

–En la junta somos todos hombres de cierta edad, Gianni. Para nosotros, casarse es sinónimo de madurar –le explicó su padre–. Hasta tú podrías hacer el esfuerzo si eso implica conseguir los resultados que quieres, ¿no?

Gianni apretó los dientes y no dijo nada. Conocía a chicas para salir de fiesta, a aspirantes a modelos, pero no era posible que estuviese considerando la idea de su padre. No. Había cometido un error y aprendería de él. No iba a meterse en un matrimonio infeliz para satisfacer los escrúpulos morales de otras personas. No, no iba a hacerlo.

 

 

Josephine Hamilton arrugó la carta de denegación del banco mientras miraba por la ventana hacia Belvedere, la mansión de estilo palaciego contigua a su propia casa familiar. Pertenecía a la familia Renzetti y Gianni Renzetti era el mayor terrateniente y empresario de la zona. Técnicamente, también era su vecino de al lado.

Ladymead, la casa familiar de los Hamilton, de la época de los Tudor, estaba en ruinas. La fortuna de los Hamilton había ido menguando al mismo ritmo que crecía la de los Renzetti. Más de un siglo antes, alguien de la familia materna de Gianni había comprado el terreno que rodeaba su casa para construir su lujosa mansión de estilo eduardiano. Poco a poco, los ancestros de la familia de Gianni habían ido adquiriendo casi todo el terreno original de Ladymead. Solo el jardín que había dentro del muro, la zona exterior de la casa y el camino que recorría la orilla del lago seguían perteneciéndoles y ella se preguntó si los Renzetti se abalanzarían sobre la casa en cuanto las deudas las obligasen a venderla. Lo cierto era que Ladymead tendría que venderse a un precio muy bajo.

Bajó lentamente las estrechas escaleras de servicio, preguntándose cuándo había sido la última vez que había habido un sirviente en aquella casa. Contuvo una abrumadora sensación de fracaso, puso los hombros rectos y cambió el gesto. Tenía que ser fuerte por el bien de sus seres queridos.

Jo dejó la carta del banco encima de la mesa de la cocina, delante de su abuela y de sus dos tías, Sybil y Beatrix, a la que llamaban Trixie. Aquello era una reunión familiar.

–Otra negativa –comentó su abuela Liz con desaliento, frunciendo el ceño.

–¡Pero si encendí una vela! –exclamó la tía Trixie enfadada, haciendo que sus pendientes y sus pulseras hiciesen ruido–. ¿Por qué no ha funcionado?

La tercera y menor de las hermanas, Sybil, puso los ojos en blanco e hizo que sus pestañas postizas aleteasen de manera femenina.

–No ha funcionado porque nuestra situación económica no es la adecuada para que nos concedan un préstamo –respondió en tono práctico.

Jo posó sus ojos azules en el rostro de su tía y tragó saliva.

–He pedido ver a Gianni y le voy a preguntar si puede prestarnos él el dinero. Es nuestra última esperanza –anunció.

–No sé si es seguro que te reúnas con él a solas –comentó Sybil, haciendo referencia al reciente artículo que habían publicado sobre él y que todos los habitantes de la zona habían leído.

Jo ignoró el comentario.

–Voy a verlo esta noche, que vendrá a casa a pasar el fin de semana. He pensado que era mejor hacerlo de manera informal.

–Apuesto a que ahora estás deseando haberle dicho que sí cuando te invitó a cenar las navidades pasadas –le dijo Sybil, suspirando–. Lo has rechazado dos veces y no creo que eso lo predisponga a ser generoso con nosotras.

–Pues yo opino que le habría sorprendido más que aceptase la invitación –replicó Jo, deseosa de zanjar el tema.

Jo se conocía bien y no había querido sentirse tentada por un hombre que sospechaba que debía de ser su equivalente a la criptonita. Gianni era el típico chico malo y ella nunca había querido ser una más a pesar de que la atraía como ningún otro hombre lo había hecho. Además, se conocían desde niños y Jo valoraba demasiado su amistad como para ponerla en riesgo.

–En algunas culturas, si salvas una vida, la vida de esa persona te pertenece –musitó Trixie en tono ausente–. Y Gianni no ha recibido mucho a cambio del esfuerzo que hizo aquel día.

Sybil la fulminó con la mirada.

–No fue así, aunque nadie quiera reconocerlo. Fue él quien no se ahogó gracias a Jo, y no al revés –argumentó.

–Tenía nueve años y él, trece –les recordó Jo a sus tías en tono amable–. Ambos éramos muy tontos y ambos sobrevivimos. Eso es lo único que importa.

Sybil separó los labios para contradecirla, pero vio el gesto sombrío de su hermana mayor y volvió a cerrar la boca. El hijo de Liz Hamilton, Abraham, se había ahogado en el lago y a nadie le gustaba hablar del tema cuando ella estaba presente.

Jo se levantó de la mesa de la cocina. Había conocido a Gianni un año antes de aquel accidente. Su abuela había ido a llevarle flores a la madre de este, que llevaba mucho tiempo luchando contra un cáncer. Federico Renzetti siempre les había gustado menos que su encantadora esposa, Isabella, que había soportado la enfermedad con estoicismo. El padre de Gianni había sido frío y distante, y no había mostrado ningún interés en relacionarse con sus vecinos.

Liz Hamilton había llevado unas rosas a Isabella y a esta le habían encantado, y habían tomado el té en el salón. Jo se había aburrido con la conversación y, entonces, había llegado Gianni, muy alto para su edad, con el pelo moreno y la piel aceitunada. Jo se había dado cuenta de que miraba a su frágil madre con adoración y esta se lo había presentado con tono orgulloso.

Gianni había sido muy educado y no había puesto ninguna cara rara cuando Isabella le había pedido que sacase a Jo al jardín. Él le había hecho algunas preguntas incómodas para romper el silencio, como que por qué vivía con sus abuelos. Y Jo le había contado que su madre había fallecido, que no se acordaba de ella, y que nadie sabía quién era su padre. Gianni se había mostrado desconcertado ante tanta honestidad, pero ella había sido demasiado ingenua para darse cuenta.

Jo le había pedido que le enseñase la biblioteca en vez del jardín y, una vez allí, se había hecho un ovillo en un sofá y se había puesto a leer un libro infantil que había pertenecido a Gianni.

–¿Cuántos años tienes? –le había preguntado él.

–Ocho –había respondido Jo con orgullo.

–Eres minúscula –había comentado él.

–No es verdad, pero es que tú eres muy alto. ¿Y puedes leer en inglés y en italiano? –le preguntó, completamente asombrada por semejante logro.

–Si puedo hablar en inglés, también puedo leerlo –le contestó él–. Mi abuela era inglesa y mi madre quería que fuese bilingüe. Por eso voy a una escuela inglesa.

Gianni había asistido a un internado de élite. A pesar de la enfermedad de su madre, casi nunca estaba en Belvedere y Jo no volvió a verlo hasta el año siguiente, en unas circunstancias que prefería olvidar.

–Pobre niño –recordó que había dicho su abuela–. Su madre ha fallecido y no ha podido pasar tiempo con ella. Acaba de llegar y es demasiado tarde… Isabella me contó que su marido era muy estricto con todo lo relacionado al colegio y que por eso el niño no había podido estar con ella durante las últimas semanas.

Jo había estado sentada en un árbol del jardín cuando había visto a Gianni a lo lejos, dirigiéndose hacia el lago. Consciente de que estaba muy triste, había ido tras de él sin pensarlo. No habría sabido qué decir en aquellas circunstancias, no eran amigos y entre ellos había demasiada diferencia de edad, pero se había bajado del árbol y lo había seguido, y había visto que se metía en el lago sin bañador.

Entonces, había recordado una conversación que había oído tener a sus tías acerca de la muerte de su tío Abraham en el lago el año anterior.

–¿Cómo ha podido hacerle eso a nuestra hermana, delante de la ventana de su habitación? –había dicho Trixie llorando–. Ella lo vio meterse en el agua y desaparecer bajo la superficie. Salió corriendo…

–Pero ya era demasiado tarde. Ya era demasiado tarde cuando llegamos allí.

Por aquel entonces, Jo no había entendido que su tío se había quitado la vida, desesperado tras haber perdido el dinero de la familia en una inversión que no había salido bien. No obstante, había entendido que se había ahogado y le había preocupado que Gianni incumpliese la norma que le habían puesto a ella de no acercase nunca al lago si no estaba acompañada por un adulto. Así que había corrido lo más rápidamente posible y se había metido en el agua detrás de Gianni, segura de sí misma porque sabía nadar.

Le había gritado justo antes de sumergirse, pero había dado por hecho que él no la había oído. Se había sumergido en el agua y cuando había querido empezar a nadar había notado que los pies se enredaban en las plantas del fondo del lago y, de repente, había sentido pánico y había empezado a mover los brazos de manera frenética.

Después, no recordaba nada más, se había encontrado en la orilla, escupiendo agua, mientras Gianni la miraba con desesperación, alentándola a respirar.

Entonces, ¿quién había salvada a quién? Todavía no lo sabía. Nunca habían hablado del tema porque ella no le había contado a nadie la verdad de sus sospechas: que Gianni se había metido en el lago sin planes de salir. Era evidente que ella se habría ahogado si él no la hubiese sacado. Desde entonces, no había vuelto a acercarse al lago, ya que prefería no recordar lo ocurrido.

Durante la cena sintió que no tenía apetito y su abuela la reprendió y le dijo que ya estaba demasiado delgada. Para contentarla, accedió a tomar algo de sopa, pero lo cierto era que cuando estaba preocupada se le quitaba el hambre.

–Supongo que, a cambio, le ofrecerás a Gianni el terreno que da justo al lago –comentó Liz Hamilton en voz baja–. No pasa nada. Nadie ha ido a pescar desde que tu tío falleció.

–Tengo que ofrecerle algo –admitió ella–. Nuestro tejado no aguantará otro invierno.

–También hay que reparar el tejado de mi tienda –comentó Trixie.

–El de la casa es más importante –le advirtió Sybil–. Y luego está la electricidad. Es lo siguiente en la lista, si no, nos van a cortar la luz por motivos de seguridad.

–Sí, una cosa detrás de otra –comentó Liz suspirando–. Los problemas de electricidad impidieron que Jo pudiese abrir la casa rural. Hace falta dinero para todo y estamos en la ruina. Solo ingresamos lo suficiente para pagar las facturas.

Jo apartó el plato de la sopa. Se las habían arreglado hasta que su tío había perdido los ahorros de la familia y su abuelo, que había tenido una buena cabeza para los negocios, había fallecido. Jo había pensado utilizar su grado en empresariales para conseguir un trabajo, pero antes había tenido que centrarse en la casa y en la familia. Había tenido algunas buenas ideas para conseguir ingresos, pero todo requería un dinero que no tenían.

Trixie tenía una pequeña tienda en la que vendía cristales, velas y objetos artesanales. Y leía el tarot a los vecinos del pueblo. Sybil se dedicaba al pequeño refugio de animales que había montado en el establo y vendía las verduras orgánicas que cultivaba en el jardín a través de su único empleado, Maurice, quien, a pesar de su edad, se negaba a jubilarse.

Duffly llegó volando y aterrizó en la silla que había delante de Jo. Empezó a cantar una popular canción que hablaba de dinero.

–Has dicho la palabra dinero y te ha oído –increpó Sybil a su hermana mayor.

–Es mejor eso que las frases bíblicas, aunque también me gusta cuando recita sonetos de Shakespeare –dijo Trixie.

–Es un loro muy bien educado –murmuró Liz Hamilton con orgullo.

Jo las dejó a las tres con el loro y fue a refrescarse. Fairy, el gracioso galgo, la siguió escaleras arriba. El terrier escocés, McTavish, que odiaba a todo el mundo salvo a Jo, estaba fuera persiguiendo conejos. Tanto mejor, porque ella iba a ir a ver a Gianni y el animal lo detestaba más que a nadie.

Jo se alisó el vestido de tirantes azul y suspiró, se soltó la trenza que le recogía el pelo y se cepilló la melena con rapidez. Gianni le daba mucha importancia a la puntualidad y no podía permitirse empezar mal con él.

Con Fairy a su lado, arrancó la camioneta, el único vehículo que les quedaba en Ladymead y que tenían que utilizar por turnos. Gianni tenía un garaje enorme, lleno de coches de todo tipo, casi todos, deportivos. Jo dejó de sonreír al recordar la última vez que lo había visto.

Había sido una situación muy incómoda. Gianni había asistido al funeral de Ralph y se había quedado el tiempo suficiente para darle el pésame personalmente. Ralph Scott había fallecido en un accidente de helicóptero. Había sido solo un amigo, pero casi todo el mundo, a excepción de su familia, había pensado que se iban a casar. A ella le habría gustado explicárselo a Gianni, pero, como habían estado rodeados de gente, no había tenido la oportunidad.

No obstante, Gianni había intentado reconfortarla y le había dicho que el amor solo traía dolor y que a él le habían roto el corazón de joven y eso le había servido de lección. Desde entonces, Jo se había preguntado quién habría sido la mujer y qué habría ocurrido entre ambos.

Apartó aquellos inoportunos pensamientos de su mente mientras aparcaba delante de la casa y salía del coche con sus sandalias manchadas de hierba. La puerta se abrió y apareció la regordeta ama de llaves de Gianni, Abigail, que sonrió al verla y la invitó a pasar.