Cero grados de humildad - Fernando Barraza - E-Book

Cero grados de humildad E-Book

Fernando Barraza

0,0

Beschreibung

Mateo es un joven que anhela saber y descubrir cuál es el significado de la vida misma. Después de una vida llena de dificultades e incertidumbre a Mateo no le bastaba con asistir a la escuela y volver a casa. Buscaba más allá de una simple y sencilla respuesta, más allá de una rutina diaria. Mientras sus constantes pensamientos de duda abundan dentro de su cabeza, su hogar sufre una terrible tragedia que desencadena descontrolados sucesos en los cuales su vida peligra al máximo. Él, junto a los involucrados en el desconocido suceso, tratarán de arriesgar la vida para recuperar sus vidas. Involucrados que podrían ser aliados o enemigos, dejando una incógnita en el aire. Atrapados, sin escapatoria y escasos de opciones para fugarse del acontecimiento buscarán sin descanso la forma de volver a sus antiguas vidas y no se rendirán fácilmente. Cueste lo que cueste. Lo que puede relucir como el comienzo de una célebre aventura o la peor pesadilla que jamás hayan vivido.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 360

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Créditos

© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Fernando Barraza

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1144-868-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

A mis padres que me enseñaron a luchar en esta aventura llamada vida,

y a los guerreros que día a día luchan su propia batalla.

Prólogo

Cuatro extraños que de alguna forma coincidieron. Sus vidas se resumían a ese momento. Estaban al borde de rendirse, pues no podían encontrar una sola razón o motivo. Cualquier explicación sobre cómo llegaron allí estaba extinta. Qué fue lo que condujo el destino de cada uno hacia el mismo lugar. A kilómetros de sus hogares, en una cima sin salida. Una lágrima de esperanza podía marcar la diferencia, un antes y un después de todo lo vivido hasta ahora. Anhelaban saber cómo fue que terminaron allí. Se escucha literario o con un toque poético, pero aterra pensar que realmente desconocen cómo llegaron a ese lugar. Una fría cabaña, ajenamente acogedora en ciertas ocasiones y cruelmente desconocida. Acostumbrándose a un frío excesivo mientras habitaban en ese lugar, rodeados de nieve y a unos metros de un barranco enorme al que no podían acercarse. La cabaña no era diminuta para una sola persona, pero sí para los cuatro participantes, cuatro adolescentes destinados a encontrarse. Nunca sabrán cómo ocurrió. Un suceso que cambiaría sus vidas para siempre, despertaría todos los miedos dormidos en su interior y los retaría a sobrevivir de una manera inexplicable. Cuatro perfectos desconocidos, dominados por sus diferencias y su arrogancia. Segundos que pusieron a prueba quiénes son realmente, escupiendo los secretos más profundos que poseen y descubriendo valentía enterrada en su carácter. Un lugar donde los gritos y las lágrimas sobraron, donde confrontaron millones de pensamientos sobre qué fue lo que hicieron para llegar a ese punto. La cima de una montaña sería su nuevo hogar. Una frase que las personas repiten para hablar del éxito o la plena realización: «Llegar a la cima». Inocentemente, se sienten profundamente motivados al decirlo. Pero esto es una historia totalmente distinta, pues la cima es real y no tiene ni una sola salida. Dicha «cima» los encerró por completo, sin escapatoria, en una cabaña en la que en pocos días se acabarían las provisiones para sobrevivir y el fuego ya no podría arroparlos del criminal frío que se propagaba por la montaña. El punto más alto de una montaña sin escapatoria, con cero maneras de bajarla y sin saber cómo llegaron hasta ahí. Un lugar en el que peligrarían sin piedad y sobrevivir se convertiría en el único objetivo de sus vidas.

.INICIO

En el rincón más oscuro de una ciudad, la nobleza de un joven era el único destello de luz que recorría las calles. Ciudad respetable y de nobles habitantes. Turísticamente aceptada y económicamente sostenible. Una gran ciudad que, como cualquier otra, encontraba sus desperfectos en cómo las personas habitaban en ella. El mundo es cruel por naturaleza, y el hombre acostumbra a gozar de su soberbia y a vivir de su arrogancia. Nada es más hiriente ante la sociedad que la inmensa y notable diferencia entre la persona que despierta en un castillo repleto de oro y la persona que despierta en la calle más abandonada de la ciudad.

El sol estaba por intercambiar su puesto con la luna, faltaban pocos minutos para que la noche llegara. Se acercaban las fechas navideñas, cuando acostumbramos a celebrar con la familia, perfumarnos con el exquisito olor de la comida que preparó la abuela y recostar nuestra cabeza en el sillón más cómodo del hogar. No necesariamente debía ser el más cómodo, pues inclusive el subconsciente preferiría cualquier otro colchón para descansar; sin embargo, el estar con la familia alimentaba el alma y la mente despejaba cualquier incomodidad. No importaba que ocurriera una pequeña pelea o discusión, porque a la hora de la cena todos estarían tomados de las manos brindando por otro año juntos y dándole las gracias a Dios por todo lo hecho. Claro, dependiendo de las creencias religiosas.

Todos conocemos esas maravillosas ansias que le tenemos a estas fechas, pero no para todos es igual de halagadora la situación. No todos despertamos con regalos para abrir al amanecer o la oportunidad de intercambiar obsequios con nuestra familia. Algunos no son tan afortunados, no toman un chocolate caliente mientras escuchan las risas de sus seres queridos. Desgraciadamente, no todos contamos con derrochante amor. Carranza era una calle muy famosa, ya que la mayoría de los conductores, por equivocación, entraban al tornar a la derecha, siendo la siguiente la calle a la que todos querían llegar siempre. Calle heredera de un restaurante italiano riquísimo, asistían allí las personas con los apellidos más llamativos de toda la ciudad. El restaurante era ridículamente excéntrico y caro, pero el sabor que contenía cada platillo era inigualable. Pero Carranza no solo era una calle olvidada a la que las personas entraban por equivocación o un descuido. Al fondo, adonde casi nadie llegaba por la desesperación de dar la vuelta bruscamente al ver que no estaban en la calle correcta, se encontraba El sol naciente.

Era esta una casa amplia y grande, de paredes duras y ventanales altos. Desde fuera se podía ver un patio de juegos halagador y un jardín espléndidamente cuidado. Se podía notar que la residencia ya tenía varios años de vida, pues sus paredes reflejaban generaciones y en su estructura se apreciaba una arquitectura de largos años. Aunque era una casa halagadora y convincente, no lo era en esos momentos, pues no se alcanzaban a apreciar tan notables características. La oscuridad de la noche envolvía sus virtudes, siendo dos faroles encendidos la única fuente de luz al entrar a la casa. Paralelamente construidos, los faroles alumbraban la vieja puerta de madera que le daba la bienvenida a quien llegara.

Mientras, dentro de la casa, se escuchaban gritos, risas y repentinos regaños. Era la hora de cenar y un exquisito olor recorría toda la casa, desde la cocina hasta el comedor. Pero, como es de saberse, los niños se caracterizan por tener unas incontrolables ganas de jugar, brincar o de crear un diálogo tan interesante que te atrapa antes de ir a dormir. Ya se había logrado que unos cuantos al fin se sentaran en sus sillas designadas para cenar y posteriormente irse a dormir. De pronto, por uno de los ventanales más grandes del hogar, situado para dar vista al exterior desde el comedor, se alcanzó a ver a lo lejos a un joven de aproximadamente dieciséis años caminando hacia la casa. Parecía relajado y caminaba con lentitud. No se distinguían su rostro ni su aspecto, solo se apreciaba el recto camino que estaba tomando para llegar a El sol naciente.

La madre Guadalupe era la encargada y la mejor cuidadora del hogar, una mujer maravillosamente humilde, amable y fiel creyente de Dios. Guadalupe llevaba largos años trabajando en El sol naciente, tantos que había dejado de ser un trabajo y se había convertido en su hogar. Día a día entregaba su vida, su amor y su fe. Guadalupe tenía el don de brindar paz, alegría y, de alguna forma, podía hacer sentir bien a cualquiera. Era una mujer repleta de consejos y de sabiduría, incluso su manera de hablar provocaba un sentimiento de enseñanza para lo que fuera que estuvieras escuchando.

—Dios mío. ¿Crees que sea él, María? —le dijo con angustia a una señora con los rasgos propios de la edad avanzada. Al parecer, por su aspecto y su descriptiva vestimenta, se trataba de una madre relacionada con la iglesia.

—No alcanzo a distinguirlo. Sabes que no soy de muy buena vista, pero espero que sí sea él, Guadalupe —contestó María mientras pasaba por detrás de ella. Al ser una de las monjas encargadas de cuidar a los niños del hogar, llevaba un atuendo adecuado a su cargo y su actitud mostraba bastante respeto hacia la señora.

—Vamos a dar un vistazo antes de que anochezca más.

Las dos se dirigieron a la puerta principal con la incertidumbre de no saber quién se acercaba. Al llegar, se asomaron por la puerta para ver si podían descifrar con mayor claridad quién venía caminando. Abrieron la puerta con cuidado, ya que a esas horas de la noche no era muy prudente salir de casa. Fijaron la vista hasta que el joven al fin llegó a un punto en el que los faroles de la entrada lo alumbraron, dando la suficiente luz para reconocer su rostro.

—¡Mateo, gracias a Dios! —la madre Guadalupe dio tres pasos para alcanzar la reja que rodeaba el hogar y abrazar a Mateo.

—Sabes que de vez en cuando me gusta dar la vuelta, madre. No tienes que preocuparte por nada, ya te lo he dicho —dijo el joven mientras era aplastado por el abrazo desprevenido de su cuidadora.

—Lo sé, Mateo… Pero sabes lo peligrosas que son las calles a esta hora de la noche. Además, vas distraído escuchando música a todo volumen, te puede ocurrir cualquier cosa mientras paseas. No me culpes por preocuparme —le contestó.

—Solamente me fui una hora, prometo avisar la próxima —dijo Mateo al separarse del espontáneo abrazo.

—Lo bueno es que llegó bien. Anda, vamos adentro, que seguro te está rugiendo el estómago del hambre… —dijo la cuidadora.

Mateo era un fanático de pasar tiempo consigo mismo. Le gustaba olvidarse de todo y despejar la mente mientras caminaba sin rumbo alguno. Ponerse los auriculares, la chaqueta de mezclilla y salir casa a imaginar un mundo nuevo era uno de sus mayores placeres en la vida. Le gustaba recorrer kilómetros mientras tarareaba y apreciaba el comportamiento de la ciudad. Ver a personas pelear, reír o abrazarse. Ver la luz de la luna y cómo aterrizaba en los muros de la ciudad, intuitivamente le gustaba la energía que la noche provocaba en las personas. De vez en cuando seguía el atractivo olor que salía del famoso restaurante italiano. Se quedaba un rato fuera, no muy cerca, pero sí lo suficiente como para ver los autos que iban llegando. Veía cómo se bajaban mujeres hermosas con vestidos deslumbrantes, hombres con trajes impecables sin una mancha o arruga. Soñaba con ser la persona que al llegar todos saludaran, soñaba con ser la persona con el rostro despreocupado en el que se identifica la paz.

Con cada paso que daba, creaba un recuerdo en su memoria. Construía escenarios de vidas alternativas, la música lo ayudaba y el entorno le daba impulso a la imaginación. La vida de Mateo estaba alejada de ser sencilla. El sol naciente fue la cuna que lo arropó desde el momento en que nació. Lamentablemente, su madre murió en el parto, evento para el cual solo Dios sabe el motivo. Fue en ese momento que cayó en las manos de Guadalupe. El paradero de su padre era desconocido y a medida que fueron pasando los años tampoco aparecieron pistas o indicios de quién era o adónde estaba. Los fantasmas y las dudas persiguieron a Mateo hasta que llegó el momento indicado y la madre Guadalupe le contó todo. Mateo llevaba una inmensa carga, una que no todos son capaces de reconocer o tener la voluntad de llevar. Nació y creció en un camino lleno de obstáculos, dudas y arrepentimientos. Dios era su única luz, eso fue lo que le inculcaron desde que dijo sus primeras palabras y dio sus primeros pasos. Mateo no tuvo un padre con el que patear por primera vez un balón, ni una madre que le sanara su primera herida al caer al suelo. Sin embargo, él sabía que era afortunado. Tenía un hogar que le abrió las puertas y personas que darían su vida por él. Durante su infancia, jugó como cualquier otro niño, le cantaron para festejar cada uno de sus cumpleaños y no le faltó un beso en la frente antes de quedarse dormido en la cama.

Por esas y más razones estaba agradecido con la vida, con su destino y con Dios. Había cientos de cosas que aún no comprendía —y nunca podría—, pero estaba en paz consigo mismo y eso era lo único que importaba. A pesar de ello, Mateo se encontraba en un momento de la vida de extraña sensación por su edad. Con dieciséis años de edad tenía más que presente que en algún momento tendría que formar su propio camino, pues en el hogar, con su misma edad, solo quedaba Alejandro. Un joven un tanto más rebelde y retador que Mateo. Así como a algunos pueden forjarlos sus pilares de vida para bien, a otros los pueden forjar para mal. Por lo tanto, Mateo se sentía solo en esta etapa de su vida. Sin embargo, con Alejandro compartían la característica de haber nacido en el mismo año y, al estar solos contra el mundo, no les quedaba más opción que ser amigos.

Por lo tanto, podría considerarse que Alejandro representaba la figura de un hermano para Mateo. No corría la misma sangre por sus venas, pero el lazo que crearon después de tantos años juntos era invaluable. Alejandro era mayor que él por tan solo veinticuatro días, pero, al portar un carácter más fuerte que Mateo, aparentaba tener al menos unos cuantos años de diferencia. Frente a todos se comportaba como si no tuviera miedos que pudieran quitarle el sueño. No al punto de llegar a ser rudo con sus contrincantes, sino que su forma de ser reflejaba fuerza ante cualquier adversidad. La niñez conjunta de cada uno de ellos fue la trayectoria que sembró su amistad. Sin embargo, como todo en esta vida, cada quien tiene sus propios duelos y tormentas que debe cargar día a día.

Entrando en la casa, el aroma de la cena te envolvía. Un exquisito olor a estofado de res corría desde la cocina hasta los pasillos, así como un poco de vapor subía al tejado. La casa era tan grande por fuera como por dentro. Las escaleras eran largas y altas. El segundo piso se dividía en dos pasillos que partían a cada lado, pasillo izquierdo para mujeres y pasillo derecho para hombres. Un candil antiguo iluminaba la sala principal y las escaleras que llevaban al segundo piso. Guadalupe, María y Mateo se dirigieron al comedor principal, donde una larga mesa con sillas de diferentes estilos habitaban. La cocina conectaba con el comedor por una ventanilla que había tras un muro y una puerta con un estilo de cantina, esas que, al entrar o salir, seguían bailando con el impulso. Los cuidadores entraban y salían para servir la cena. Tras la puerta de cantina se veía a las cocineras cortar verdura, hervir agua y sazonar carne. Los niños, inquietos, corriendo y jugando, iban de un lado a otro. Era un festival de hiperactividad, un salón de juegos en el que los niños depositaban toda su energía.

—¡Niños, ya basta! Ayúdame a poner los cubiertos, por favor, Mateo —le dijo Guadalupe.

—Yo también lo ayudo —llegó Alejandro después de bajar las escaleras.

Guadalupe se dispuso a ir a la cocina para revisar cómo iba todo, Mateo y Alejandro fueron también allí por los cubiertos. Se llevaban muy bien con los demás habitantes de la casa, tuvieran la edad que tuvieran. Por lo tanto, en el camino pudieron sentar a uno que otro convenciéndolos de que ganarían una sorpresa si lo hacían. Prácticamente eran sus hermanos pequeños y así lo sentían en viceversa. Cuchara y tenedor fueron acomodados en los respectivos lugares de la mesa después de un gran esfuerzo. La comida fue servida acompañada con arroz rojo y una tortilla recién hecha. Finalmente, todos estaban sentados y listos para cenar. Del plato salía un riquísimo olor y también algo de humo por lo caliente que estaba el platillo. Todos estaban ansiosos por comer. Alejandro fue el primero en tomar la cuchara, además de algunos niños que ya estaban arrancando pedazos de tortilla y estaban a punto de darle un bocado. Estaba dispuesto a dar el primer sorbo cuando Guadalupe llamó al orden:

—¡Paren! Ya saben cuáles son las reglas de esta casa… —exclamó Guadalupe para calmar la situación y el mal comportamiento de todos.

—Primero la oración. Pon el ejemplo, Alejandro —Alejandro soltó la cuchara dentro del plato y levantó los brazos a la altura del pecho.

—Bendícenos, Señor, y a estos regalos tuyos que estamos a punto de recibir. Por Cristo, Nuestro Señor. Amén —dijo Alejandro.

—¡Amén! —repitieron todos.

—¿Alguien en especial que quiera dar las gracias esta noche? —preguntó Guadalupe.

—¡Gracias! —exclamó uno de los niños e hizo un gesto simpático.

—¡Así no, Javier! —le dijo Guadalupe, mientras todos soltaban una pequeña carcajada al igual que ella misma.

—¿Quién se anima? Todos los días tenemos mucho que agradecer. Sobran razones.

—Yo quiero dar las gracias —dijo Mateo tras esperar un momento.

—Claro, Mateo. Guarden silencio para poder escuchar niños —Guadalupe hacía una seña de silencio a todos en la mesa.

—Quiero dar las gracias porque, a pesar de no verlo físicamente, a pesar de tener batallas que parecen interminables, siento que Dios siempre ha estado presente para mí y para todos nosotros. Su apoyo ha sido incondicional y creo que nunca va a fallarnos…

Todos quedaron sorprendidos al escuchar a Mateo. La mayoría de las veces faltaban ánimos para que alguien hablara en el comedor o, a veces, el hambre ganaba. Una fuerza impulsó a Mateo a participar esa noche y, al menos por esa vez, a no guardarse nada para él.

—¡Amén! —exclamaron todos nuevamente.

—Muy bonitas palabras, Mateo. Gracias —se sonrieron mutuamente.

—Bueno, ahora sí ya podemos comenzar a cenar —dio la orden Guadalupe y todos tomaron sus cubiertos.

—Llegaste inspirado —le dijo Alejandro a Mateo, que estaba sentado a su lado como de costumbre.

—Sí, al parecer… Ja, ja, ja —rieron juntos.

La cena empezó y comenzaron a degustar los platillos. Todo estaba delicioso y cocinado en su punto exacto, lo que explicaba la desesperación de los otros niños por empezar a comer. Alejandro estaba disfrutando tanto de cada bocado que ni siquiera se dio cuenta de que Mateo no había probado ni un solo pedazo de tortilla. Su mente seguía en otro lugar. No estaba concentrado en la cena y una incomodidad de pensamientos seguía dentro de él. Terminó el arroz que acompañaba el platillo muy forzosamente y le dio dos tragos a su bebida. Después, dio dos cucharadas al rico estofado y prefirió irse a acostar.

—¿Ya terminaste de comer? —le preguntó Alejandro al verlo levantarse de la mesa.

—No… Es que no tengo tanta hambre —contestó.

—Está buenísimo. ¿Me puedes servir un poco de limonada cuando vayas a la cocina, por favor? —le extendió el brazo para darle su vaso.

—Sí, claro —lo tomó y juntó sus platos para llevarlos a cocina.

Mateo siguió hacia la cocina y dejó las cosas donde debía, sirvió limonada de una jarra en el vaso de Alejandro y se lo llevó para que él continuara con la cena. Prefirió irse a descansar y despistarse un rato acostado mirando el techo de la habitación antes que terminar la cena. El apetito no era de importancia para él en ese momento. Al dejar la cocina subió las escaleras y, adentrándose en el pasillo, caminó hasta su cuarto.

Era un cuarto bastante espacioso, con dos literas acomodadas en paralelo y dos camas, una al lado de la otra. Mateo y Alejandro eran los dueños de las camas individuales por ser los mayores del hogar. Unos cuantos muebles y cajas con aspecto de mudanza dejaban el cuarto totalmente lleno. Cada uno de ellos tenía su alcoba, y una puerta dentro de la habitación conectaba a un baño común que, a su vez, también conectaba con otra habitación. Mateo, después de su trayecto en El sol naciente, ya conocía cada rincón y escondite. Le había tocado estar en varios cuartos durante el transcurso de su estancia allí. Se cambió de ropa a una más cómoda para dormir y fue al baño a cepillarse los dientes. Se aseguró de apagar todas las luces para quedarse dormido antes de que llegaran los demás y poder descansar sin escuchar ni un solo ruido antes, pero no lo consiguió. Al acostarse, estuvo minuto tras minuto pensando en mil cosas. Le llovían los pensamientos en la cabeza. Por más que cambiara de posición, en la que estuviera no podía lograr apartar esos pensamientos. Quedó acostado de espaldas a la puerta y, por una última vez, cerró lo ojos para ver si finalmente lo conseguía. En ese instante, Alejandro entró al cuarto e hizo casi exactamente la misma rutina que Mateo para terminar su día y quedarse dormido. No se había dado cuenta de que Mateo seguía despierto. Al acostarse, antes de apagar su lámpara, vio cómo Mateo hacía un pequeño movimiento y se dio cuenta de que seguía despierto.

—¿Sigues despierto? —preguntó en voz baja por las altas horas de la noche y por la intuitiva inseguridad de molestarlo.

—Sí, ¿qué pasa? —dio la vuelta a la almohada.

—¿Puedo preguntarte algo? —preguntó Alejandro.

—Claro, dime.

—¿Por qué lo haces? Digo, no te juzgo, pero ¿cuáles son tus motivos? —le preguntó con curiosidad a Mateo.

—¿A qué te refieres? —contestó.

—Me refiero a esa rutina de desaparecer espontáneamente a diferentes horas. También me han contado que lo haces cuando solo falta una clase para irnos de la escuela. Aprovechas la última hora para ir a caminar un rato y luego irte a los abarrotes a trabajar, pero saliendo de los abarrotes puede que también des unas cuantas vueltas antes de llegar a casa. —Alejandro ya no estaba recostado en la almohada, sino que se había dado la vuelta y estaba sentado en la cama.

—No lo sé. Siento que me da tranquilidad de cierto modo… —Mateo respondió y, tal como lo había hecho Alejandro, se levantó.

—Sí, te entiendo perfectamente. Digo… No estoy aquí para juzgarte, pero mortificas mucho a las personas que se preocupan por ti. Pero, al mismo tiempo, te doy un punto a tu favor por nuestra madre, que por motivos obvios se preocupa de más algunas veces —le respondió.

—Ja, ja, ja. Creo que cualquiera a esa edad y con su responsabilidad haría lo mismo —Mateo rio y se sintió más relajado en la conversación.

—Sí… Oye, no estás consumiendo algún tipo de droga o tomando alcohol, ¿verdad? —preguntó Alejandro con total naturalidad.

—¡No! ¿¡Qué te hace pensar eso!? —Mateo perdió la tranquilidad y se enojó.

—¡Tranquilo! Solo quería asegurarme. Estar mucho tiempo en la calle, y solo además, puede meterte en mil líos —respondió con justa razón.

—No he estado ni cerca de caer en algo así. Últimamente lo he hecho para despejarme un poco de nuestra realidad, eso es todo —dijo.

—¿Drogarte? —preguntó Alejandro despistado.

—¡No! Salir a caminar —afirmó.

—Oh… Perdón, pero ¿a qué te refieres con nuestra realidad?

—A que año tras año hemos peleado contra los fantasmas de nuestro pasado, superando miedos y alcanzando superaciones personales. Pero fuera de ello, me pregunto incontables veces qué será de nosotros. ¿Seremos padres? ¿Nos contratarán en el empleo de nuestros sueños? A veces me rompe la cabeza el pensar que posiblemente perderemos a Guadalupe en el momento en que más la necesitemos o que Dios todavía no nos enfrenta a nuestras peores peleas. No lo sé… Solamente me gustaría tener un poco más de certeza en la vida. Entonces despejarme, ver a personas reírse y a parejas abrazarse en paradas de camión o en un lujoso restaurante me da alivio —Mateo profundizó al sentir que se liberaba de un tema del que últimamente estaba cansado.

—Querrás decir fe —preguntó.

—¿Cómo dices? —contestó Mateo despistado.

—Quiero decir que no te da alivio, más bien te da fe, esperanza de que llegaremos a algún lugar en el futuro.

—Sí…

—Yo, en lo personal, siento que mientras menos lo pienses más pronto llegará. Estarnos partiendo la cabeza no es sano, ya es suficientemente difícil llevar la carga de una vida como la que nos tocó —Alejandro quería apoyar a Mateo de algún modo con su pensamiento; sin embargo, también sentía la presión en su vida de algún modo u otro.

—Ja, ja, ja, es verdad… Si algo hemos aprendido es que todo mejora —rio y se tranquilizó.

—Anda, ya tenemos que dormir porque mañana es lunes y tienes pinta de estar cansado —dijo Alejandro.

—Sí, que descanses.

—Igual, buenas noches. Ya no te angusties. Solo vive, amigo mío —se despidió Alejandro antes de girarse y acostarse.

Mateo sonrió. Se desahogó un poco platicando un rato con Alejandro, pero su histeria recurrente lo perseguía a diario. No estaba cómodo con su forma de pensar, pero, por primera vez en su vida, no dejaba todo en manos de Dios. Buscando explicaciones él mismo, estaba peleando con su paz. La incertidumbre es parte de los cambios que suceden en nuestras vidas, es inevitable cuestionarnos todo. Alejandro era una perspectiva externa que levantó los ánimos de Mateo. Recargado en la cabecera de su cama, estiró la mano para abrir el primer cajón de su buró y hacer la rutina de todas las noches. De entre algunos papeles y libros cortos sacó una fotografía. Era una fotografía un poco dañada en la textura, sin embargo una mujer se distinguía sin problema. Sin esforzar la vista, se podía ver a una mujer de estatura promedio con un vestido amarillo. Cargaba un ramo de tulipanes hermosos que contrastaba con su belleza; al parecer, un jardín fue el afortunado de llevar a cabo la obra. Detrás de ella, se observaba una pared de buganvillas enredadas desde el techado. Piel morena clara, ojos oscuros, cabello largo y rizado. Con la bella imagen en sus manos, Mateo dio un largo suspiro y besó la foto.

—Ojalá estuvieras aquí para acompañarme en este largo camino… —Mateo soltó una lágrima que cayó sobre la fotografía.

Mateo se limpió las lágrimas y aprovechó para acariciar la fotografía con una de sus manos. Después, la guardó en el mismo lugar de donde la tomó. Apagó la lámpara encima del buró y finalmente se acostó para quedarse dormido. Mateo se despidió de su madre antes de dormir. Se olvidó de rezar y de sus preocupaciones. La fotografía era el único recuerdo e imagen que tenía de su madre. A medida que pasó el tiempo y fue creciendo, las monjas le pudieron mostrar algunas otras fotografías. Pero esta terminó siendo la mejor de todas, pues era una foto bellísima a simple vista. Le gustaba ver cómo se hacían los hoyuelos en las mejillas de su madre al sonreír, cómo su cabello contrastaba con las hermosas flores del jardín en el que estaba. Mateo soñaba con verla tan solo una vez, escucharla hablar y reír junto a él. Esa foto era todo para él, era la fuente para imaginar un mundo donde ella estuviera. Todas las noches la veía antes de irse a dormir, solo que esta vez fue con más sentimiento, le produjo una calma profunda hablar con ella. No tardó en quedarse dormido. Se cubrió del frío con una cálida cobija y cerró los ojos para, finalmente, caer dormido.

A la mañana siguiente, el sol entró como cualquier otro día por las ventanas, alumbrando la cama de cada niño. Como siempre, había mucho movimiento en el hogar. Unos tomaban un baño, otros desayunaban y los niños más activos ya estaban jugando o alistándose para ir a la escuela. Mateo seguía atrapado en su sueño y, mientras el sol recorría la habitación, se encontraba solo, ya que todos habían comenzado el día. Un repetitivo sonido se escuchaba en la alcoba, un ritmo que perseguía la misma secuencia segundo tras segundo.

—¡Mateo! ¡Despierta, Mateo! —entró a su cuarto de prisa Guadalupe.

—¡Qué pasa! —Mateo dio un brinco del susto que le provocó.

—Se te hizo tarde. ¡Tu alarma tiene sonando una eternidad! —Mateo volteó a dar un vistazo al reloj para confirmar.

—Estoy muy cansado…

—¿Qué ocurre? Te he notado muy raro los últimos días. Te conozco muy bien y sé que algo no anda bien.

—No lo sé… Me he estado sintiendo muy apagado. Algunas veces tengo y siento ganas y otras no —dijo Mateo.

—Te entiendo. Así es la vida algunas veces, Mateo. Lo importante es cómo enfrentamos las cosas, te lo he dicho.

—Sí, lo sé perfectamente y lo tengo bien claro, pero a veces me da miedo saber qué dicta mi destino —dijo Mateo.

—Lo único que sé es que Dios tiene algo grande para ti. Te conoce y sabe que has sido una persona muy fuerte. Anda, alístate que ya es hora de que vayas a la escuela —sonrió.

Mateo se levantó de la cama apartando las cobijas y Guadalupe recogió un abrigo que vio fuera de lugar y caminó hacia el pasillo.

—Madre, ¡espera!

—Dime, Mateo.

—¿Crees que sea verdad que Dios tiene un plan para cada uno de nosotros?

—Totalmente. Y estoy agradecida con él por darme la maravillosa oportunidad de haberte criado.

—¿Y qué ocurre con las personas que no creen del todo? ¿Quién destina su plan?

—No lo sé, Mateo. La vida misma quizá. Solo se trata de hacer el bien —le respondió Guadalupe.

—Gracias por estar en mi vida, madre —le dijo antes de que saliera de la habitación.

—No, Mateo. Gracias a ti por estar en la mía —le contestó al irse.

Mateo tomó una ducha rápida. Salió de la regadera tras unos minutos y se secó, se cepilló los dientes y se puso la ropa como pudo. Se abrochó los zapatos con dos flojos nudos y agarró la mochila, arrastró unos lápices y un cuaderno que había dejado fuera de ella para meterlo nuevamente. Metió el teléfono en su bolsillo derecho y se colgó los audífonos alrededor del cuello. Bajó corriendo las escaleras, olvidando el conteo de los escalones mientras se acomodaba la mochila en la espalda. Al bajar, robó una fruta y un pedazo de pan de los estantes de la cocina, pero antes se sirvió un vaso de leche para darle un gran trago antes de irse. Mateo se transportaba en uno de los camiones de ruta, por lo que era imposible tener contratiempos y ya era suficiente con haberse despertado tarde.

Unos meses atrás, Alejandro y Mateo se iban juntos cada mañana, pues asistían a la misma preparatoria. Pero Alejandro tenía muchos problemas en el aula, así como también fuera de ella. Fueron tantos los problemas, que él mismo tomó la decisión de salirse, al menos por un año o unos meses. El tiempo lo invertiría en trabajar la mayor parte del día, solamente que él despertaba a las cinco de la mañana por cuestiones laborales y de puntualidad. Entonces, Mateo tenía muy marcada la costumbre de despertarse y que los dos se ayudaran mutuamente. Costumbre que perdió en el momento en que Alejandro se salió del semestre. Mateo trabajaba de igual manera, con la diferencia de horario. Trabajaba en una tienda de abarrotes a solamente seis cuadras de la preparatoria, su horario comenzaba cuando timbraba la última campana. Un señor de edad mayor llamado José era el propietario del lugar. Persona simpática y sabia, le cedió el trabajo. Conocía a Mateo y sabía lo difícil que su vida había sido. Su establecimiento tenía bastante circulación, ya que la mayoría de los estudiantes de la preparatoria vivían cerca de la zona y, al salir de la escuela, pasaban por ahí a comprar una bebida o alguna golosina. De hecho, así fue como José conoció a Mateo. Mateo llegaba y regateaba un par de mentas con mucho carisma o, a veces, llevaba el almuerzo en la mochila y lo guardaba para poder comérselo en la tienda de José mientras platicaban. Mateo no vivían tan cerca de la escuela como otros estudiantes, pero, si se lo proponía, sí podía trasladarse desde la escuela hasta El sol naciente sin problema.

Sin embargo, ese día no iba tan bien. Al salir de la casa, corrió con preocupación durante una cuadra completa (por en medio de la calle) para pararse frente a la estación de autobuses que estaba del otro lado de la banqueta. Ni siquiera quería ver el reloj de su teléfono por el miedo que le provocaba perder el siguiente autobús. Afortunadamente, el clima era acogedor. No estaba haciendo tanto frío y ninguna nube estorbaba el calor del sol. Aquella no era una ciudad en la que lloviera con frecuencia y no había viento que incomodara a Mateo. Su desesperación lo llevó a considerar la posibilidad de irse caminando hasta la escuela o al menos la idea vagó por su cabeza hasta que otro pasajero llegó y se paró a su lado. Le dio los buenos días y a lo lejos se alcanzó a escuchar un auto con una enorme carga y un ruido con un esfuerzo muy particular. Se acercaba el autobús que transportaba a Mateo todos los días. Al parecer, había roto un record al alistarse, aunque no desayunar en la casa le sirvió para ahorrar bastante tiempo. Mateo había subido tantas veces al mismo camión, que el sonido característico que hacía era parte de su día a día.

El conductor transportó a todos los pasajeros hasta su destino, siendo la escuela de Mateo una de las paradas más cercanas, a solo unas cuadras. Esta vez había más gente a bordo, lo que fue bastante extraño para Mateo, ya que no alcanzó a sentarse y tuvo que ir parado sujetándose de uno de los pilares del camión. Al llegar a la parada, bajó y caminó hacia la escuela. Todo parecía normal. Había estudiantes platicando y todos portaban una energía envidiable. La preparatoria, conocida como una de las mejores etapas de la vida. Regaños de profesores, triunfos deportivos, experiencias nuevas y amigos eternos. Mateo estaba viviendo esa etapa con ansias de aprendizaje y enseñanzas. Sabía que le quedaba camino por adaptarse, sin embargo ya había formado dos amistades que consideraba duraderas. Antonio y Camila, amigos a los que buscaba al llegar todos los días a la escuela para comenzar la mañana. Algo empezó a inquietar a Mateo. Todos aprovechaban los pocos minutos antes de que suene el primer timbre, pero ese día veía a todos más entusiasmados de lo normal, inclusive alejados de los salones. Al cruzar la puerta principal, volteó a todos lados para buscar a sus amistades. Cada vez más le extrañaba la actitud que todos tenían en ese momento. Había estudiantes jugando con la pelota, otros riendo a más no poder y la cafetería estaba completamente llena.

—¿Qué pasa aquí? —le preguntó Mateo a un grupo de estudiantes que se encontraban sentadas en una banca platicando y comiendo.

—¿A qué te refieres? —le contestaron extrañadas.

—¿No vinieron los profesores? —dijo juguetonamente Mateo.

—Ja, ja, ja. Estamos en receso —le contestaron.

Mateo siguió su camino. Los estudiantes hiperactivos y entretenidos no acababan de llegar a clases. Estaban en el descanso, por lo tanto le quedaban solamente dos clases después de que sonara la campana. Al no querer ver la hora, no se dio cuenta de que su suerte no fue suficiente. Había perdido las primeras clases al llegar bastante tarde a la escuela. El camión que lo llevaba todos los días pasó por la parada por una segunda o tercera vez para arrojar a Mateo tan tarde, él se confundió pensando que era la primera vez que pasaba en el día. Pocas veces le ocurría algo tan penoso frente a su obligación más importante. Desventajado y sin poder hacer nada, siguió caminando metro tras metro por los caminos de la escuela. Pateó uno que otro balón y avanzó hacia el lugar donde solían estar sus amigos.

—Espera, no digas ni una sola palabra —le dijo un joven a Mateo. Acto seguido, se puso de pie sobre una vieja banca, provocando que este detuviera su paso y que la mujer que lo acompañaba no dijera ni una palabra.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —contestó Mateo.

—Camila y yo apostamos a ver quién adivinaba por qué no viniste o, más bien, por qué llegaste tarde. Pensamos que ya no vendrías.

—Como ya es de saberse, Antonio apostó por la razón más absurda que a alguien se le pudiera ocurrir —contestó Camila, sentada en la banca de una manera burlesca.

—En este mundo todo es posible, Camila. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? —le contestó Antonio.

—No te preocupes, no es defecto tener una imaginación desbordada.

—Por fin, ¡un halago!

—Primer día que llego tarde y ya están matándose entre ustedes mismos —dijo Mateo, abriéndose espacio para sentarse en medio de ellos.

—Me estaba volviendo loca.

—Sí, claro… —dijo Antonio.

—Veamos, terminaré con esto. Antonio supuso que… —dijo Camila antes de ser interrumpida.

—Espera, espera… Yo tengo que contarlo —interrumpió Antonio—. Aquí voy. Despertaste como cualquier otro día y saliste de tu casa, pero cuando avanzaste se te acercó un perro grande y fuerte de raza dura y peligrosa. Corriste a toda velocidad esquivando obstáculos y burlando las feroces mordidas que te tiraba al perseguirte. Probablemente, ahora tengas una mordida en la pierna… En fin. Evitaste que te atrapara y alcanzaste a subirte al camión. A medio camino te quedaste dormido y cuando despertaste te diste cuenta de que te habías equivocado de camión y estabas a kilómetros de la escuela…

—Creo que ni siquiera existe la necesidad de dejar que continúe… —dijo Camila.

—Ya te tocará a ti, déjame terminar.

—Terminaré con esto. Yo aposté que simplemente tu despertador no sonó y se te hizo tarde, así que probablemente tu ruta se vio afectada. Fin de la plática —Camila interrumpió nuevamente.

—Lo siento, Antonio. Ja, ja, ja —Mateo rio, considerando que Camila tenía la máxima razón.

—Le quitas el lado divertido a las cosas, ¿sabías?

—Qué más da —le respondió Camila.

—Me olvidé de mirar el reloj. Lo evité, si lo digo de una mejor forma.

—No te perdiste de mucho. Revisamos tareas y, como siempre, el profesor de matemáticas nos habló durante toda la clase de cuánto le apasionaba el tenis —dijo Antonio haciendo muecas y movimientos bruscos, simulando que le pegaba a una pelota con una raqueta.

—Este semestre he aprendido más sobre jugadores de tenis que sobre operaciones matemáticas —continuó Camila, siguiéndole el juego a Antonio.

—Es verdad. Ja, ja, ja.

—Te envidio. Solo nos quedan dos clases más y nos vamos.

—Ni lo creas así. Últimamente disfruto venir con tal de distraerme —contestó Mateo.

—¿Qué tanto has traído en la cabeza estos días? Sí te he notado diferente —dijo Camila volteándolo a ver.

—No lo sé con exactitud, solo me siento raro. La edad, supongo.

—Hazme caso con lo de entrar a un deporte. Te digo que es lo que necesitamos —agitó Antonio.

—No sabes ni lanzar ni patear un balón correctamente, Antonio. No inventes tonterías —le dijo Camila en tono de burla.

—¿Tú qué sabes? ¡Ni siquiera me has visto patear una pelota en tu vida! —le respondió.

—¡Exactamente, por eso mismo!

—Si necesita consejos para encontrarle un sentido a la vida, podría comenzar por llegar temprano a la escuela, Mateo. —Una mujer los sorprendió de repente, llegando de manera desprevenida por el largo pasillo.

—¡Perdón, maestra! Mi despertador no sonó y…

—Pare, Mateo. No tiene por qué darme explicaciones. Además, confío en su palabra y en que no estuvo en sus manos. Sé que solo ocurrirá esta vez, ¿no es así? —le dijo después de interrumpirlo.

—Sí, profesora, se lo prometo —contestó asustado. En ese mismo instante, el timbre sonó entre las aulas y los patios.

—Vayan a clase. Ánimo, son las últimas del día.

—Sí, maestra. Nos vemos —contestaron en simultáneo los tres mientras dejaban la banca.

—Ah, señor Antonio —le habló la profesora a mitad de camino, antes de que avanzaran más lejos.

—Dígame, maestra.

—Abróchese bien los botones de esa camisa.

—Sí, señora —le contestó.

—¿Cómo dijo?

—¡Perdón! Sí, maestra —le contestó gritando mientras se alejaban.

Los estudiantes continuaron con sus clases. Mateo se sentía más animado y con ganas de platicar o bromear cuando tenía a sus dos amigos cerca. Sin embargo, seguía persiguiéndolo una incómoda incertidumbre. Sentado en su mesa banco, Mateo volaba entre pensamientos. Al tener las últimas clases, estuvo distraído en todo momento. El profesor hablaba y explicaba varios temas en el fondo, y él estaba perdido en un vacío profundo. Ponía atención a lo que se le pedía hacer, sin embargo, inconscientemente, su cabeza estaba en otro lugar. La pizarra llena de información y conocimiento era solamente un retrato al que Mateo observaba, hasta que finalmente fue borrada por la profesora. El último timbre sonó entre los pasillos y las aulas. Ese timbre que, de algún modo, hace sentir libre a cualquier estudiante. Los alumnos recogieron sus cosas y le desearon un buen día a la profesora antes de salir. En apenas unos segundos el salón quedó vacío, Mateo fue el último en salir. La profesora lo despidió con una amable sonrisa y él le regresó el gesto. El siguiente paso en la rutina de Mateo era ir a trabajar a la tienda de don José.

Siguió el recto camino que lo conducía desde la entrada de la preparatoria hasta la tienda. La mayoría de los estudiantes tomaban el mismo rumbo. Mateo iba caminando con los demás, pero llegó un punto en el que todos siguieron derecho y él giró a la izquierda para subir dos pequeños escalones. Era una pequeña tienda que resaltaba el esfuerzo de un viejo hombre. La organización de cada producto que vendía, fuera chico o grande, estaba calculado a la perfección. Nada estaba fuera de su lugar, todo estaba maravillosamente ordenado en su estante. Las bebidas del refrigerador parecían estar acomodadas por colores y los pasillos estaban ordenados por categorías. Al entrar, se veía a un señor hincado detrás de una vitrina en la que, al parecer, se les cobraba a los clientes.

—¡Buen día, Mateo! ¿Cómo te fue en la escuela? —le preguntó don José mientras acomodaba unos productos que tenía en la vitrina del local.

—Mmm… Bien.

—¿Por qué dudaste?

—Digamos que llegué un poco tarde hoy… No me pude despertar a tiempo —contestó.

—Qué importa… A cualquiera le pasa, es parte de la vida. Solo recuerda la importancia de la puntualidad, siempre te la recuerdo —dejó de acomodar los productos de la vitrina y se levantó para platicar directamente con Mateo.

—Sí, siempre trato de seguir sus consejos don José. Permítame ayudarle.

—No, está bien. Si quieres, puedes ir atrás. Hay unas cajas que necesito vaciar y acomodar lo que viene dentro para dejar las cajas dobladas en el almacén —señaló.

—Perfecto, yo me encargo de eso.

—Sí, ayúdame con eso, por favor. Mientras, yo termino con esto y me encargo de cobrar —continuó abriendo una caja que se encontraba a un lado de la vitrina.

Mateo era un joven dedicado y afectuoso al momento de atender los deberes de la tienda. Desde muy chico le inculcaron el valor del trabajo. Sabía que el esfuerzo de las personas se compensaría más tarde. Incluso, reconocía que la vida a veces no era tan afortunada para algunos. En las mismas calles que él recorría podía ver cómo niños, desde la más temprana edad, debían trabajar para llevarle el pan a su familia. Mateo nunca ponía ningún pero al trabajo que tuviera que hacer. Hasta la fecha, nunca había sentido la sobrecarga de algo que don José le pidiera; al contrario, disfrutaba pasar tiempo con él y las horas se pasaban volando sin que importaran las tareas que hiciera.

Mateo fue a la parte de atrás para entrar en el pequeño almacén del local, cargar y traer las cajas que don José le pidió. Eran seis cajas marrones. Ninguna de ellas era tan pesada, así que pudo levantarlas de a dos por vez hasta llevarlas a todas al frente.

—Bien, con cuidado. Tráeme también la escalera que está detrás de la puerta, por favor —le dijo don José.

—Aquí está —la cogió fácilmente después de quitarle un poco de polvo con las manos.

—Las cajas que tienen una etiqueta color verde al costado contienen unas latas que hay que colocar en los primeros dos estantes de la orilla. Las restantes, que tienen una etiqueta roja, contienen paquetes de maíz, harina, azúcar y arroz. Esos van donde ya sabes —don José hacía un gran esfuerzo al cargar y mover los paquetes.

—Enseguida —Mateo tomó las riendas.

—Recuerda acomodarlas alfabéticamente —le dijo alejándose y mientras cargaba algunas cosas.

—Sí, don José.