Cinco en casa - Y vivieron felices… - El amor más inesperado - Susan Meier - E-Book

Cinco en casa - Y vivieron felices… - El amor más inesperado E-Book

Susan Meier

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Beschreibung

Cinco en casa Susan Meier Missy Johnson, madre soltera, trabajaba mucho para ofrecerles a sus trillizos una infancia feliz y sin escaseces. Todo cambió cuando Wyatt McKenzie regresó al pueblo, despertando en ella recuerdos que habría preferido dejar en el olvido. Pero, cuando vio lo bien que encajaba con sus hijos, ¡Missy se dio cuenta de que cinco podía ser el número perfecto! Y vivieron felices… Shirley Jump Marnie Franklin, casamentera profesional, estaba encantada de haber encontrado a un hombre estupendo para Helen, su madre viuda, hasta que se enteró de que el hijo de ese hombre era Jack Knight, un guapo empresario al que ella hacía responsable de la quiebra del negocio de su padre. Sin embargo, Jack decidió demostrarle que tenía a su príncipe azul delante de las narices. El amor más inesperado Trish Wylie Sean O'Reilly se sentía tan unido a su compañera de trabajo y amiga Maggie Sullivan que empezaba a pensar que quizá su amistad pudiera llegar a algo más. La cuestión era que Maggie no podía permitirse tener nada con Sean, sobre todo después de haber descubierto algo que rompería todos los sueños de su amigo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 503 - junio 2020

 

© 2013 Linda Susan Meier

Cinco en casa

Título original: A Father for Her Triplets

 

© 2013 Shirley Kawa-Jump, Llc

Y vivieron felices…

Título original: The Matchmaker’s Happy Ending

 

© 2006 Trish Wylie

El amor más inesperado

Título original: O’Reilly’s Bride

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013, 2013 y 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-367-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Cinco en casa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Y vivieron felices…

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

El amor más inesperado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LO MEJOR de ser rico para Wyatt Mckenzie era que podía tener todo lo que se le antojara.

Subiendo por la carretera que llevaba a Maryland, en una soleada mañana de abril, sonrió mientras pisaba el acelerador de su motocicleta negra. Además, le encantaba tener poder para decidir su propio horario.

Era lo que estaba haciendo en ese mismo momento. Su abuela había muerto hacía un mes y había que recoger la casa y prepararla para la venta. Wyatt podía haber contratado a alguien para el trabajo, pero la abuela McKenzie había tenido el hábito de esconder dinero y joyas. No habían encontrado nada del tesoro familiar en su casa de Florida, por lo que la madre de Wyatt había supuesto que debía de estar en su casa de Maryland. Y él se había ofrecido voluntario para ir hasta el antiguo hogar familiar y buscarlo.

Además, Wyatt había zanjado por fin el asunto de su divorcio hacía una semana y había necesitado unas vacaciones. Después de cuatro años luchando por el dinero, su exesposa había aceptado conformarse con gran parte de su compañía.

Ella lo había engañado. Le había sido infiel. Y había conseguido el treinta por ciento de todo por lo que él siempre había trabajado. La vida no era justa.

Wyatt necesitaba algo de tiempo para superar su rabia y el dolor y poder seguir adelante con su vida. Buscar joyas escondidas en una casa a casi mil kilómetros de distancia podría ayudarlo a relajarse y olvidar el pasado.

Por eso, se había tomado todo el mes de vacaciones, sin tener que dar explicaciones a nadie. Pisando el acelerador, tomó el desvío hacia Newland, el pueblo donde se había criado. Después de comprar la editorial que publicaba sus novelas gráficas, se había mudado con toda su familia a Florida, para poder disfrutar del sol. Sus padres habían vuelto de vez en cuando. Su abuela había pasado los veranos allí. Pero Wyatt llevaba quince largos años sin regresar. Se había convertido en un hombre rico. Ya no era el chico rarito y flacucho con quien nadie había querido jugar. Se había convertido en un hombre alto y fuerte que había sabido utilizar su talento para hacerse una fortuna.

Cuando llegó a la calle principal, giró hacia la casa de su abuela y enseguida divisó la vieja construcción. Las contraventanas de madera azul hacían destacar las blancas paredes. Un alto seto bordeaba el camino de entrada, dándole una mayor sensación de privacidad. Era un escenario tranquilo, sencillo. La clase de vida que disfrutaba la gente de allí, muy distinta del ajetreo de trabajo y fiestas al que su familia y él se habían acostumbrado en la Costa Este.

Wyatt paró el motor, se quitó el casco y se sacó las gafas de sol de un bolsillo. Tras ponérselas, se acercó a la puerta de madera del garaje y la abrió de un tirón. Su abuela no había usado cerrojo ni puertas de apertura automática. Aquel pueblo era tan tranquilo como seguro. Otra diferencia esencial con el sitio donde él vivía. En Newland, todo el mundo conocía a sus vecinos y se llevaba bien con ellos. Él echaba de menos esas cosas.

Ignorando el olor a cerrado que lo envolvió, metió la moto en el garaje.

–Hola.

Wyatt se detuvo, miró a su alrededor y, al no ver a nadie, continuó con lo que estaba haciendo.

–Hola –repitió la voz, más alto.

Siguiendo el origen del sonido con la mirada, se topó con un chiquillo que no debía de tener más de cuatro años.

–Hola –volvió a decir el niño, sonriendo, parado entre el seto que separaba la casa de la de al lado.

–Hola, chico.

–¿Es tuya esa moto?

–Sí –contestó Wyatt y se acercó a él para apartar los arbustos del seto y poder verlo mejor.

El pequeño tenía el pelo castaño, corto y alborotado. Llevaba una camiseta manchada de tierra y los pantalones le quedaban demasiado grandes.

–¿Puedo dar una güelta?

–Querrás decir una vuelta –repuso Wyatt y miró hacia su moto–. Um –murmuró, pensativo. Nunca había llevado a un niño en su moto. Lo cierto era que apenas se relacionaba con niños.

–Owen…

Cuando la melodiosa voz flotó hasta él, Wyatt se quedó sin aliento.

Missy. Missy Johnson. La chica más guapa del instituto. Era la nieta de la vecina de su abuela. Hacía años, él la había ayudado con los deberes de álgebra solo para poder sentarse a su lado.

–¡Owen! ¿Cariño? ¿Dónde estás?

Suave y dulce, su voz penetró en Wyatt como la primera brisa de la primavera. Miró al pequeño.

–Supongo que tú eres Owen.

El niño sonrió.

De pronto, el seto se movió y allí estaba ella, con el pelo rubio recogido en una cola de caballo.

Durante los últimos quince años, Wyatt había cambiado en casi todo. Ella, sin embargo, parecía haber quedado congelada en el tiempo. Sus enormes ojos azules seguían brillando bajo densas pestañas. Sus jugosos labios sonreían como si fuera lo más natural del mundo. Su piel seguía teniendo el mismo aspecto cremoso y suave, igual que si fuera una adolescente, aunque ya tenía treinta y tres años. Llevaba una camiseta azul y pantalones cortos que acentuaban su pequeña cintura y sus bonitas caderas. Y sus piernas eran tan perfectas como cuando había actuado como animadora del equipo de fútbol del instituto de Newland.

Aquellos recuerdos hicieron que el corazón se le acelerara a Wyatt. Se habían conocido porque sus abuelas habían sido vecinas. Y, aunque ella había sido reina del baile casi todos los años y jefa de las animadoras y él había sido el más marginado de los raritos, había querido besarla desde que había tenido doce años.

Había estado loco por ella.

–¿Puedo ayudarlo? –preguntó ella, mirándolo dubitativa.

No lo reconocía, adivinó él y sonrió. Mucho mejor así.

–¿No me recuerdas?

–¿Debería?

–Bueno, gracias a mí, aprobaste álgebra.

Ella lo miró pensativa y, soltó un gritito de sorpresa.

–¿Wyatt?

–En carne y hueso.

Missy posó los ojos en su chaqueta de cuero, sus vaqueros y el casco que llevaba bajo el brazo. Frunció el ceño, como si aquella imagen no concordara con la del chico flacucho y tímido del instituto.

–¿Wyatt?

Él se quitó las gafas de sol, para que pudiera verle la cara y rio.

–He cambiado un poco.

Cuando ella volvió a mirarlo de arriba abajo, el cuerpo de él reaccionó igual que si fuera el adolescente enamorado de hacía años y le subió la temperatura.

Entonces, Wyatt miró al pequeño y a Missy de nuevo.

–¿Es tuyo?

–Sí –afirmó ella, revolviéndole el pelo a Owen.

–¡Mamá! ¡Mamá! –gritó una niña rubia, corriendo hacia ella–. Lainie me ha pegado –protestó, agarrándose a la pierna de su madre.

Una niña morena apareció detrás de ella.

–¡No es verdad!

Wyatt arqueó las cejas. ¿Tenía tres hijos?

–Estos son mis niños, Owen, Helaina y Claire –dijo Missy, acariciándoles la cabeza a los tres con gesto cariñoso–. Son trillizos.

–¿Trillizos? –preguntó él, boquiabierto.

–Sí.

Vaya.

–Tu marido debe de estar… –comenzó a decir él, mientras un tropel de adjetivos se le venían a la mente: agotado, asustado, saturado–… orgulloso.

 

 

Missy Johnson Brooks envió a sus hijos a casa.

–Id dentro. Enseguida voy a preparar la comida.

Entonces, volvió a centrar su atención en el hombre impresionante que tenía delante.

Wyatt McKenzie era el hombre más guapo que había visto en su vida. Con el pelo tan corto, grandes ojos castaños y esos hombros tan anchos, podía competir con cualquier galán de la gran pantalla.

Missy intentó calmarse. No solo era sorprendente ver a Wyatt tan cambiado y tan sexy. Además, él le había despertado algunos recuerdos que había preferido mantener en el olvido.

–Estoy divorciada –informó ella, llevándose la mano a la frente para protegerse del sol de mediodía.

–Oh, lo siento.

–No pasa nada –repuso ella, encogiéndose de hombros–. ¿Y qué me dices de ti?

–También estoy divorciado.

Su voz profunda y sensual hizo que Missy contuviera la respiración.

Pero no pensaba sentirse atraída por él. Ya le había pasado con otro hombre guapo, del que se había enamorado de pies a cabeza. Se había casado con él y, pocos años después, se había quedado sola con tres niños. Sí, había aprendido la lección y no pensaba tropezar de nuevo con la misma piedra.

–He oído rumores de que te has hecho muy rico –comentó ella, tras aclararse la garganta.

–Sí. Escribo cómics.

–¿Y se puede hacer mucho dinero con eso?

–Bueno, se hace dinero escribiendo el guion, dibujando… y siendo dueño de la editorial –repuso él con una seductora sonrisa.

–¿Eres dueño de una editorial? –preguntó ella, tratando de ignorar el efecto que su sonrisa le producía.

–Y yo que pensé que el cotilleo local en Newland era más eficiente…

–Debe de serlo. Pero yo no tengo mucho tiempo para enterarme de las cosas.

–Entiendo por qué –señaló él, mirando hacia los niños.

Despacio, Missy levantó la vista hacia él. También ella había cambiado desde el instituto. No se había hecho rica, pero había hecho algo más que criar a trillizos.

–Yo también tengo una empresa.

–¿Ah, sí?

Ella apartó la mirada para disimular lo atraída que se sentía por él. Entonces, recordó que Wyatt había sido siempre alguien especial, un buen chico, honesto y amable. Y eso no hizo más que incrementar su incomodidad.

–Es una empresa pequeña –aclaró ella, queriendo quitarle importancia porque, en realidad, prefería que él no le hiciera demasiadas preguntas sobre su vida.

–Todo el mundo empieza desde abajo.

Missy asintió.

–Bueno, voy a guardar la moto en el garaje –dijo él con una sonrisa.

Missy dio un paso atrás. No le sorprendía que él quisiera irse. ¿Qué hombre guapo y rico iba a querer estar cerca de una mujer con hijos? Tres hijos, para ser exactos.

En ese momento, la invadieron fugaces recuerdos del Wyatt del instituto. Se acordó de cuando él la había ayudado con el álgebra o cuando le había pedido salir. Pero ella no había sido capaz de mantener su cita con él.

De pronto, sintió la urgencia de disculparse por aquello, pero se quedó paralizada. Sería demasiado vergonzoso explicarle la razón por la que lo había dejado plantado en el pasado.

–Me alegro de haberte visto.

–Lo mismo digo –repuso él con una sonrisa desarmadora. Entonces, desapareció en el garaje, sin mirar atrás.

Missy entró en su casa, rodeada por los trillizos. Aunque no se dirigió a la cocina, sino al salón, donde se dejó caer en un sofá.

Al darse cuenta de que estaba temblando, se llevó un cojín a la cara. El encontrarse con alguien de sus tiempos de instituto le había llevado directa a recordar el peor día de su vida.

Su día de graduación… En el camino de regreso a casa, después de la ceremonia, su padre había parado en el bar. Borracho, había golpeado a su madre, había echado a perder el vestido de Missy echándole lejía encima y había abofeteado a Althea, estrellándola contra la pared y rompiéndole un brazo.

La hermana de Missy, a quien su madre había considerado un milagro y su padre, un error, había estado tan malherida que Missy la había llevado al hospital. Después de que los médicos le hubieran curado el brazo, un asistente social había ido a hablar con ellas.

–¿Dónde está vuestra madre? –había preguntado la mujer.

–Ha salido. Yo tengo dieciocho años y estoy a cargo de mi hermana.

Como la trabajadora social había mirado a Missy con desconfianza, ella le había mostrado su permiso de conducir.

Cuando la trabajadora social se había ido, Althea se había vuelto hacia su hermana. Había querido decir la verdad.

–¿Quieres terminar en un orfanato? –le había espetado Missy–. ¿O quieres que papá mate a mamá a golpes? Pues yo, no.

Y habían seguido manteniendo la situación en secreto…

Intentando dejar atrás sus recuerdos, Missy se obligó a respirar. Su madre estaba muerta. Y Althea se había ido de casa hacía años, a miles de kilómetros de distancia.

¿Y su padre?

Seguía regentando el restaurante, pero se gastaba todo lo que ganaba en bebida y en el juego. Si no estaba borracho, estaba apostando. Missy solo lo veía cuando él iba a pedirle dinero.

–¿Qué te pasa, mami? –le preguntó una vocecita, tocándole el hombro.

Owen y su gran corazón.

–No me pasa nada –mintió ella, quitándose la almohada de la cara–. Estoy bien.

Y estaba bien. Sobre todo, porque después de su divorcio había comprendido que ningún caballero andante acudiría a su rescate. Tenía que salvarse a sí misma. Y a sus hijos. Tenía que criarlos en un hogar donde nunca sintieran hambre, ni miedo.

Después de que su ex se hubiera gastado el dinero de su cuenta conjunta y la hubiera abandonado con tres hijos, Missy había aprendido que a los hombres no les importaba que los niños tuvieran miedo o hambre. Era ella la única que podía ocuparse de impedir que eso sucediera.

Y eso estaba haciendo.

Pero nunca, jamás volvería a confiar en un hombre.

Ni siquiera en el dulce Wyatt.

 

 

Wyatt entró por la puerta trasera de casa de su abuela sintiéndose confundido.

En su recuerdo, Missy era la chica más guapa del instituto. Sin embargo, aunque seguía siendo hermosa, ya no era una chiquilla. Se había convertido en una mujer y en madre.

Y, sin saber por qué, eso lo dejaba confuso. También él se había casado y se había divorciado. ¿Por qué le resultaba tan raro que ella hubiera hecho lo mismo?

De pronto, sonó su móvil y se lo sacó del bolsillo. Era su asistente.

–Hola, Arnie. ¿Qué pasa?

–¡Esta mañana han anunciado los Premios Wizard y tres de las historias nominadas son tuyas!

–Ah –repuso él, sin demasiada emoción. Su mente seguía enfocada en Missy. Algún pensamiento relacionado con ella le estaba resultando incómodo, pero no lograba detectar de qué se trataba.

–Pensé que te pondrías más contento.

–Estoy contento. Es genial.

–Bueno, tus cómics también son geniales.

Wyatt sonrió Su trabajo era bueno, debía reconocerlo. Él no era vanidoso, no era eso, pero tenía seguridad en sí mismo…

Entonces, supo qué era lo que le estaba molestando de su encuentro con Missy. Ella lo había plantado. Habían quedado para salir la noche de la graduación y ella no se había presentado. Después de eso, ni siquiera había ido a casa de su abuela en todo el verano. Él no la había visto por ninguna parte, a pesar de que se había pasado todo junio, julio y agosto preguntándose por qué había aceptado quedar con él y, luego, no se había presentado.

–Gracias por llamar, Arnie –se despidió él y colgó.

Missy le debía una explicación. Hacía quince años, aunque la hubiera visto, no habría tenido el valor de enfrentarse a ella y pedírsela.

Sin embargo, a los treinta y tres años, después de haberse convertido en un hombre rico y de talento, ya no le avergonzaba enfrentarse a nada.

Además, aquello era un asunto personal.

Y quería conocer la verdad.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

A LA mañana siguiente, Wyatt se levantó con resaca. Después de hablar con Arnie, se había ido a comprar leche, queso, pan y una caja de cervezas. Con la excusa de celebrar la nominación de sus cómics, había añadido a la cesta una botella de champán barato. Y, al parecer, las burbujas del champán y de la cerveza no habían sido buena mezcla, porque tenía la cabeza a punto de estallar.

Tras ponerse una camiseta limpia y los vaqueros del día anterior, se preparó una taza de café y salió al porche a respirar un poco de aire fresco.

Desde allí, podía ver la casa de al lado. Missy estaba en el patio, colgando ropa mojada en la cuerda. La noche anterior, Wyatt había decidido preguntarle por qué lo había dejado plantado. Sin embargo, en ese momento, pensó que no tenía sentido. ¿Qué le importaba a él algo que había pasado hacía quince años?

De todos modos, siguió allí parado, observándola. Ajena a su público, Missy seguía colgando pequeñas camisetas y sujetándolas con pinzas.

En el silencio de aquella mañana de martes a finales de abril, cuando los niños estaban en el colegio y los adultos en el trabajo, Wyatt se tomó su tiempo en contemplarle las piernas y el trasero cada vez que ella se agachaba. La cola de caballo se le mecía con cada movimiento, dándole el aspecto de una niña. Era difícil creer que tuviera treinta y tres años y, más aún, que fuera madre de trillizos.

–Hola.

Wyatt bajó la vista a los escalones de su porche. Allí estaba Owen.

–Hola, chico.

–¿Ponemos la tele?

–No tengo tele. Mi madre anuló la suscripción al satélite –contestó Wyatt, riendo y bajó los escalones–. Además, ¿no crees que tu madre se preocupará si desapareces?

El niño asintió.

–Debes irte a casa.

Owen negó con la cabeza.

Con una sonrisa, Wyatt se terminó su café. Desde abajo, ya no tenía acceso visual a Missy. Podía darle un grito para avisarle de que su hijo estaba allí, pero…

Nada de peros, se dijo. No se comportaría como un cobarde ni como un insociable. No le tenía miedo a Missy, ni pensaba convertirse en misógino a causa de su divorcio.

Así que tomó a Owen de la mano.

–Vamos –dijo Wyatt, llevándolo hasta la linde entre las dos casas. Después de ayudarlo a pasar entre los arbustos, lo siguió al jardín vecino.

La colada se aireaba al sol, pero Missy se había ido.

Podía dejar al niño en el jardín sin más y explicarle que no debía ir más a su casa. Sin embargo, cuando Owen lo miró como un perrito abandonado, no fue capaz de hacerlo.

–De acuerdo. Te acompañaré dentro.

Feliz, Owen corrió delante de él.

–¡Mamá! ¡Ese hombre está aquí otra vez! –gritó el pequeño, subiendo los escalones del porche.

Wyatt se encogió, sintiéndose un poco como un intruso.

Cuando Missy abrió la puerta, se detuvo al pie de las escaleras.

–Lo siento –se disculpó él y la recorrió con la mirada, desde sus largas piernas a su camiseta rosa, sus pechos turgentes y su amplia sonrisa. Haciendo un esfuerzo, intentó controlar su deseo. Missy no solo era madre, sino que acababa de divorciarse. Y él no quería tener una relación, el sexo era lo único que le interesaba.

–Me he encontrado con Owen en mi porche y he pensado que sería buena idea traerlo a casa.

–Qué raro. Nunca se había escapado antes –comentó ella, frunciendo el ceño–. Suele estar siempre pegado a mis piernas. Aunque también es verdad que nunca habíamos tenido a un hombre de vecino antes –añadió con una sonrisa y posó los ojos en su taza de café vacía–. ¿Quieres entrar para que te la rellene?

Fue una invitación amable y correcta. Quizá fuera buena idea volver a tener conversaciones normales con las personas del sexo opuesto, pensó Wyatt.

–Gracias –dijo él, subiendo las escaleras.

Missy lo condujo a la cocina, donde sus dos hijas estaban sentadas, coloreando. La mesa estaba llena de cacharros y distintos ingredientes, como si hubiera estado cocinando algo. Y Owen estaba parado allí en medio, el único varón, con aspecto de sentirse fuera de lugar.

–Siéntate –indicó Missy.

Wyatt obedeció. Las dos niñas lo miraron y sonrieron, antes de continuar con su tarea sin decir nada. Missy le rellenó la taza.

–¿Qué estás cocinando?

–Pasta comestible para modelar.

–¿Pasta para modelar?

–Para hacer flores para decorar una tarta.

–Ah, sí. Me acuerdo de que solías preparar tartas para el restaurante.

–Así era como me pagaba mi propia ropa.

–Vamos, no me lo creo. Tus padres eran dueños del restaurante. Todo el mundo sabe que tenían mucho dinero.

Missy le dio la espalda.

–Mi padre me hacía trabajar para pagar mis gastos –señaló ella con tono frío.

Confundido, Wyatt prefirió cambiar de tema. No quería decir nada que pudiera echar a perder aquel agradable encuentro.

–¿Y para quién es la tarta?

–Para una boda. La novia es de Frederick. Será una boda a lo grande y ella quiere una tarta elegante, pero sencilla.

–¿A eso se dedica tu empresa? –adivinó él.

–Las novias están dispuestas a pagar lo que sea por tener la tarta de sus sueños. Por eso, no me va mal –explicó ella–. Claro que heredé esta casa y tengo pocos gastos, por eso, me basta con vender una tarta al mes.

–¿Y qué haces en invierno?

–¿En invierno?

–No suele haber muchas bodas, ¿no?

–Bueno, hago más de una tarta al mes durante la primavera. Tengo dos en abril, cuatro en mayo, en junio y en julio y dos en agosto. Así puedo ahorrar para los meses en que no hay pedidos.

–Es buena idea –comentó él y se terminó el café–. Tengo que irme.

–No me has dicho por qué has vuelto a casa –indicó ella con una sonrisa.

Sin estar seguro de si lo preguntaba por darle conversación o por verdadero interés, Wyatt se encogió de hombros.

–Por las joyas de la familia.

Missy rio.

–Parece ser que mi abuela tenía varios collares y broches que su abuela había traído de Escocia.

–Ah. Seguro que son preciosos.

–Sí, bueno. Tengo que encontrarlos.

–¿No tenía un joyero?

–Sí, anoche le mandé a mi madre fotos de todo lo que encontré en el joyero, pero nada de eso pertenecía al legado escocés.

–¿Y te vas a quedar hasta que las encuentres?

–Sí. Aunque no puedo estar aquí más de cuatro semanas.

–Quizá una noche de estas te apetezca venir a cenar, para ponernos al día.

Wyatt recordó las tardes que se había pasado sentado con ella, explicándole ecuaciones. Y lo agradable que siempre le había resultado su compañía. Para un hombre que intentaba recuperarse después de un divorcio, podía ser buena idea pasar un rato con una mujer que le recordaba tiempos más felices, se dijo.

–Me gustaría –contestó él, sonriendo.

Cuando regresó a casa de su abuela, Wyatt se dirigió al dormitorio principal, que todavía estaba amueblado como siempre. Una colcha de flores pasada de moda hacía juego con las cortinas y unas lamparitas de noche con mamparas de encaje.

Con una mueca, se dirigió a la cómoda y volvió a mirar en el joyero que había encontrado la noche anterior. Podía buscar en los cajones, pero tenía la sensación de que su abuela había encontrado un escondrijo mejor para sus tesoros. ¿Tendría un compartimento secreto debajo de la cama? ¿Se levantaría la madera para ocultar una caja de metal?

Era mejor comprobarlo que revisar los cajones de ropa interior de su abuela, pensó, apartó la cama y levantó la alfombra que había debajo. En el suelo, buscó indicios de que alguna zona de la madera pudiera ocultar un compartimento secreto. Palpó la superficie despacio, hasta que su mano se topó con algo sólido.

Cuando levantó la vista, allí estaba Owen.

–Hola.

–Hola. ¿Sabe tu madre que estás aquí?

El pequeño negó con la cabeza.

–De acuerdo –dijo él con un suspiro–. Mira. Me gustas. Y, por lo que he visto esta mañana, entiendo que te aburras en una casa llena de mujeres.

Owen parpadeó.

–Pero no puedes venir aquí.

–Sí que puedo. He pasado entre los arbustos.

Wyatt contuvo la risa por la forma literal en que el niño se había tomado su comentario.

–Sí, puedes venir. Es posible. Pero no está bien que te vayas de tu casa sin avisar a tu madre.

Owen se sacó un móvil del bolsillo.

–Puedo llamarla.

–Owen, odio decirte esto, pero si le has quitado el móvil a tu madre puedes tener serios problemas –le reprendió Wyatt y se puso en pie, tendiéndole la mano–. Lo siento, pero tengo que llevaros a ti y al teléfono a casa.

Wyatt entró en el jardín vecino y subió las escaleras del porche que daba a la cocina de Missy, sujetando al niño de la mano. Llamó a la puerta con los nudillos.

–¿Missy?

Ella abrió la puerta de inmediato y posó los ojos en Owen.

–Oh, no. ¡Lo siento! Pensé que estaba en su cuarto jugando con las niñas –se disculpó ella y, tras agacharse, se dirigió a su hijo–. Owen, tesoro, tienes que quedarte aquí con mamá.

Owen se agarró a la pierna de Wyatt.

Entonces, de pronto, a Wyatt le invadieron recuerdos de su propia infancia. Los otros niños del barrio no habían querido jugar con él porque le habían considerado rarito. Y sus hermanas lo habían excluido de sus juegos también, por ser un niño. Al instante, comprendió lo que el pequeño Owen sentía y no pudo resistirse a su silencioso llamado de ayuda.

–¿Sabes? No lo he traído para dejarlo aquí –señaló Wyatt y le tendió a Missy el móvil que el niño le había quitado–. Solo quería que supieras dónde está y entregarte tu teléfono.

–¿Quieres decir que se va a quedar un rato contigo en tu casa? –preguntó ella con los ojos muy abiertos y miró a su hijo–. Si te dejo ir ahora a casa del señor McKenzie, ¿prometes que te quedarás aquí por la tarde?

Owen asintió con entusiasmo.

–¿Qué vas a hacer con él? –le preguntó ella a Wyatt.

–Mi abuela lo guardaba todo. Debe de tener todavía mis videojuegos de cuando era pequeño. Y, si no, he visto que tienes un arenero en el jardín. Podríamos jugar allí.

–Tengo camiones –dijo el pequeño, tirándole a Wyatt de los pantalones.

–Le encanta jugar con sus camiones en la arena –indicó Missy.

–Bueno, pues vayamos al arenero –concedió él, encogiéndose de hombros–. Todavía no me he duchado hoy. Puedo gatear por la arena durante un rato.

–Muchas gracias –dijo Missy.

–De nada.

 

 

Veinte minutos después, Missy esperaba que la gelatina que había preparado se enfriara, mientras observaba a Wyatt y a Owen por la ventana de la cocina con los ojos llenos de lágrimas. Su hijo necesitaba tener a un hombre cerca, pero su padre los había abandonado sin querer volver a saber nada de ellos. Su abuelo era un borracho y, aparte de él, Owen tenía pocas oportunidades de relacionarse con otros hombres.

Owen empujó un camión amarillo por una montaña de arena, mientras Wyatt llenaba un remolque de juguete con tierra.

Apoyándose en la ventana, Missy pensó que, aunque ella no quería volver a tener ninguna relación, a Owen le sentaría bien estar cerca de un hombre durante el mes siguiente.

Sin embargo, no podía esperar que alguien guapo y rico como Wyatt quisiera perder su tiempo jugando con un niño. Si él quisiera estar rodeado de chiquillos, tendría los suyos propios, caviló ella.

Missy salió con una bandeja con zumo y galletas.

–Lo siento, pero es la hora de la siesta.

Wyatt bostezó y se estiró.

–Sí, es verdad.

Owen rio.

–¿Quieres que sigamos jugando esta tarde? –preguntó Wyatt al niño.

Owen asintió.

–Genial, pues luego vuelvo –repuso Wyatt y, tras agarrar dos galletas del plato, se fue a su casa.

Mientras lo contemplaba alejarse, Missy pensó que no era un mal tipo. Lo cierto era que se comportaba como el Wyatt que ella había conocido en el instituto. Además, parecía que le gustaba Owen de veras. Y eso era lo que ella necesitaba, alguien que quisiera pasar tiempo con su pequeño.

Bajando la mirada a la bandeja, Missy tuvo una idea. Quizá, podía encontrar una manera de tenerlo cerca. Como él estaba solo en casa de su abuela y no había más que un restaurante en todo el pueblo, podía atraerlo a su casa ofreciéndole comida.

Wyatt volvió a traspasar la línea de arbustos que separaba ambos jardines poco después de las tres. Owen estaba fuera, así que ni siquiera entró en la casa. Tomó una pelota y empezó a jugar con él.

Missy le dio la vuelta a las pechugas de pollo marinadas que estaba preparando y se fue a pasar la aspiradora por el salón y a limpiar los baños. Cuando hubo terminado, Wyatt y Owen estaban sentados en la mesa de madera del jardín.

Ella salió con un plato de pollo en una mano y una bolsa de carbón en la otra.

–¿Quién quiere ayudarme a encender la barbacoa?

Wyatt se levantó al instante y le tomó la bolsa de la mano, sonriendo.

–¿Tienes una cerilla?

Al momento, Missy entró y salió de la casa con un encendedor.

–Tendrás la barbacoa preparada en quince minutos –aseguró Wyatt.

–Si tardas más, eres una nena.

Wyatt rio.

–¿Así que volvemos a las bromas del instituto?

–Si vienen al caso… Por cierto, he preparado pollo para un ejército y voy a hacer verduras a la parrilla también, por si quieres acompañarnos a cenar.

–Creo que, si te enciendo el fuego, me debes la cena.

Ella sonrió, pensando que le debía mucho más por ayudarla con Owen.

–Eso es.

Después de volver a la cocina, Missy vio por la ventana cómo Wyatt le enseñaba a su hijo a encender el carbón, mientras el niño lo escuchaba con atención y gesto serio.

Sin duda, Owen trataba de actuar como el hombrecito de la casa, pensó, empañándosele de nuevo los ojos. Esperaba que un mes con un hombre bastara para que su hijo ganara confianza hasta que…

Missy no sabía hasta cuándo. Pero sabía que, antes o después, tendría que buscar un tutor o un maestro para que acompañara a su hijo durante unas horas a la semana.

Por su parte, ella no pensaba volver a tener una relación de pareja hasta que su empresa estuviera funcionando sin problemas y fuera económicamente independiente para criar a sus hijos. Y, ya que acababa de crear su negocio, todavía faltaba mucho tiempo para eso.

 

 

Mientras se hacía el pollo, Wyatt se fue a casa de su abuela a ducharse. Le caía bien Owen. No era un niño consentido y llorón. Era un pequeño inteligente que necesitaba a alguien con quien jugar.

Y Wyatt se lo había pasado muy bien jugando con él. Además, disfrutaba de la compañía de Missy. Ella no coqueteaba con él, sino que lo trataba como a un amigo. Como había pensado esa mañana, tal vez, eso fuera justo lo que necesitaba para volver a la normalidad después de su divorcio.

Metiéndose bajo el chorro de agua, se dijo que lo único que tenía que hacer era mantener a raya la atracción que sentía por ella. Igual que en el instituto, pensó. Mientras ella había salido con los jugadores estrella del equipo de fútbol, él había sufrido en silencio, limitándose a ser su maestro de álgebra.

Sin embargo, ya no era un chico tímido acostumbrado a sufrir en silencio. Se había convertido en un hombre que conseguía lo que quería. Él estaba libre y sin compromiso. Y Missy le gustaba. Aunque, en ese caso, quizá no fuera buena idea perseguir sus deseos…

Igual necesitaba un poco de práctica en contenerse, comprendió Wyatt. El divorcio le había enseñado que no estaba preparado para comprometerse. Por eso, parecía que lo más apropiado era comportarse de forma noble con Missy, ejercitar su autodisciplina y controlar su deseo.

Sobre todo, porque no tenía ninguna intención de volver a casarse. Había sufrido bastante con su divorcio y no pensaba volver a pasar por eso de ninguna manera. Por eso, las relaciones duraderas no estaban dentro de sus planes. Y, si tenía una aventura con Missy, ella sufriría, pues sabía que era la clase de chica que necesitaba tener una relación estable.

Así que asunto resuelto, reflexionó Wyatt. No coquetearía con ella. Sería amable con ella y sus hijos, sin esperar nada a cambio, decidió.

Cuando regresó al jardín vecino con ropa limpia y unas chanclas, ella había puesto las verduras en la mesa y estaba sacando el pollo de la barbacoa.

–Toma un plato y sírvete tú mismo.

–Los niños todavía no están servidos.

–Yo lo haré.

–Te ayudaré –se ofreció él.

Siguiendo sus instrucciones respecto a la cantidad de comida que servir, Wyatt la ayudó a preparar los platos de los niños. Owen se sentó a su lado en el banco de madera y Missy y las niñas se sentaron enfrente de ellos.

Wyatt se sintió como en los tiempos del instituto, con los chicos en un lado y las chicas, en otro.

–Los chicos con los chicos y las chicas con las chicas –observó Claire con una sonrisa.

–¿Y qué te parece eso? –le preguntó Wyatt, posando los ojos en Missy.

–No lo sé –respondió la niña–. Es la primera vez que viene a cenar un chico con nosotros.

–¿De veras?

Missy se encogió de hombros, sin levantar la vista, y siguió cortando el pollo de Helaina.

Interesante, pensó Wyatt. ¿Missy llevaba años sin invitar a un hombre a casa? Quizá, si él jugaba bien sus cartas, su relación no tendría por qué ser platónica…

No. No debía pensar eso, se reprendió a sí mismo. Tener una relación con alguien como Missy no podía causarle más que complicaciones. Era mucho mejor que fueran amigos y nada más.

Mientras comían, hablaron sobre cosas de niños. Después, Wyatt ayudó a recoger y anunció que era hora de que se fuera.

–Tengo que buscar un tesoro escondido.

–¿Puedo ir a ayudarlo? –le preguntó Owen a su madre, entusiasmado.

–No. Tienes que darte un baño e irte a la cama para la hora del cuento.

Era hora de negociar, pensó Wyatt, al ver la cara del niño. Agachándose a su altura, le puso las manos en los hombros.

–Tienes que recuperar fuerzas si quieres que construyamos un rascacielos mañana.

A Owen se le iluminaron los ojos al darse cuenta de que Wyatt tenía intención de jugar con él al día siguiente. El pequeño le dio un fuerte abrazo y salió corriendo.

Una extraña sensación invadió a Wyatt. Era la primera vez que estaba tan cerca de un niño como para recibir un abrazo. Se sintió fuerte, protector… querido. Pero de una manera en que no lo había experimentado nunca antes. Su decisión de permanecer cerca de aquella pequeña familia se hizo más firme. Él podía ayudar al pequeño Owen y, al mismo tiempo, al estar cerca de Missy y los niños, podía recordar que no siempre tenía por qué salirse con la suya.

De ese modo, ganaban todos.

Missy suspiró feliz.

–Gracias.

–De nada.

Los niños estaban ya dentro de la casa y ella se despidió para irse también.

–Lo siento, pero tengo que entrar antes de que inunden el baño.

–Lo entiendo –repuso él, riendo.

Después de dirigirse a casa de su abuela, Wyatt se fue a su dormitorio y comenzó a destapar cajas de zapatos llenas con todo tipo de cosas. Tras dos minutos de búsqueda, miró por el ventanal y vio que Missy había salido al jardín y se había sentado pensativa en una de las sillas de plástico.

Parecía exhausta. Claire había dicho que nunca les había acompañado otro hombre en su casa, lo que probablemente quería decir que Missy no salía mucho. De todas maneras, por su aspecto en ese momento, parecía que necesitaba tomarse un respiro con urgencia.

Wyatt tomó aliento. No debía pensar solo en sí mismo. Para ayudarla, debía hacer lo que ella necesitaba.

Y, en ese momento, tenía toda la pinta de que Missy necesitaba un trago.

Wyatt dejó una caja en el suelo, se fue a la cocina para sacar dos botellas de cerveza de la nevera y cruzó con ellas al jardín de la vecina.

Missy no lo oyó acercarse, así que la llamó.

–Hola, he visto que estabas en el jardín. ¿Te importa si te acompaño?

–No, claro. Genial –repuso ella, aunque no sonó muy convencida.

Wyatt le mostró las dos botellas de cerveza.

–No he venido con las manos vacías –señaló él y le tendió una–. Tu hijo podría agotar a un atleta olímpico.

Ella rio.

–Es un buen chico y tú le gustas. Te agradezco mucho que le dediques tu tiempo –dijo ella y le dio un trago a su cerveza–. Vaya. Hacía siglos que no bebía.

Wyatt se hinchó de felicidad al pensar que había hecho algo por ella. Se sentó a su lado.

–Hay que estar alerta todo el tiempo para poder sacar adelante a tres niños sola. Por una cerveza no pasa nada, pero si me tomo dos, seguro que me quedo dormida.

–De acuerdo. Está bien saberlo. Así no te daré más –replicó él–. Bueno, cuéntame más cosas de tu negocio de las tartas –pidió, recostándose en el respaldo.

Cuando Missy lo miró, a él le dio un vuelco el corazón. Sus ojos azules brillaban como estrellas. Llevaba el pelo suelto.

–Me encanta mi trabajo –confesó ella en voz baja, mirándolo a los ojos–. Pero supone mucho esfuerzo.

Wyatt tragó saliva. Sus ojos eran demasiado hermosos.

–Apuesto a que sí.

–Y lo curioso es que lo he aprendido casi todo a través de Internet.

–¿En serio? –preguntó él, riendo.

Cuando Wyatt se giró en la silla para colocarse frente a ella, sus piernas se rozaron. Él sintió el impulso irresistible de coquetear con ella, de sentir el calor de un primer beso.

Sus miradas se entrelazaron. Ella se humedeció los labios con la punta de la lengua.

A Wyatt le subió la temperatura un poco más. ¿Quizá él no era el único que sentía atracción por el otro?, se preguntó.

Missy se levantó de la silla y caminó hasta la barandilla del porche, intentando disimular su instinto de huir de él.

Se sentía atraída por Wyatt y el parecía sentir los mismo. ¿Pero por qué tenía tantas ganas de salir corriendo?

–Hay millones de vídeos en Internet de gente haciendo tartas especiales. Si tienes los conocimientos básicos sobre pastelería, puedes aprender la parte de la decoración.

Wyatt se levantó también, pensando que nada lo ayudaría mejor a superar su divorcio que una aventura con ella. Y, por lo que parecía, también a ella le sentaría bien un poco de emoción en su vida. Aun si su relación solo podía ser pasajera, los buenos recuerdos podían ayudar mucho a superar las dificultades cotidianas.

–¿Y tuviste que preparar muchas tartas de prueba? –preguntó él, apoyándose en la barandilla a su lado.

–Debería haberlo hecho –repuso ella con una risa nerviosa–. Pero entonces trabajaba con una mujer cuya hermana iba a casarse y, cuando se enteró de que estaba aprendiendo a hacer tartas, me pidió que hiciera la de su boda –explicó y, al mirarlo a los ojos, contuvo la respiración.

Wyatt sonrió. En el instituto, habría dado cualquier cosa por dejarla sin aliento de esa manera. Y, en ese momento, también le proporcionó un gran placer.

–Como era mi primera tarta, la hice gratis –continuó ella en un susurro–. Por suerte, me salió muy bien. Y me consiguió varios encargos más.

–Qué bien –comentó él, acercándose un poco más.

–Eso fue el año pasado –añadió ella, mientras se apartaba con disimulo–. Este año, como tenía bastantes encargos y confianza en mis conocimientos, he dejado mi anterior trabajo para dedicarme a esto a tiempo completo.

Wyatt asintió, acercándose. No era tan idiota como para intentar acostarse con ella esa noche. Pero quería un beso.

–No estás entendiendo lo que te digo –señaló ella, apartándose.

Él frunció el ceño ante su tono cortante.

–¿Qué?

–Mi marido me abandonó con tres niños. Durante cuatro largos años, hemos estado sin un céntimo. Fue una suerte que me encargaran la primera tarta. Durante todo un año, he estado esforzándome para poder vivir de esto, para tener unos ingresos dignos –explicó y dio unos pasos para alejarse de él–. Me gustas. Pero tengo tres hijos y un negocio que llevar.

Wyatt se quedó perplejo. No se le había pasado por la mente pensar nada de eso.

–¿Y no quieres tener a hombre cerca que pueda echarlo todo a perder?

–Eso es –afirmó ella, encogiéndose un poco.

Aquello fue como un jarro de agua fría para Wyatt. Aunque no podía enfadarse con ella. ¿Cómo iba a hacerlo cuando lo que Missy había dicho tenía todo el sentido del mundo?

Sin embargo, tampoco le hacía feliz.

Entonces, él recogió los cascos vacíos de cerveza y se fue.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

A LA mañana siguiente, Owen salió al jardín como una bala. A Missy se le encogió el corazón al pensar que iba al arenero a esperar a Wyatt.

Cerró los ojos. El Wyatt que había conocido en el instituto nunca habría intentado hacer un acercamiento como el que él había intentado la noche anterior con ella. Había sido un chico tímido, dulce y callado. Sin embargo, estaba claro que había cambiado y se había convertido en alguien nuevo para ella.

Aun así, Missy conocía a los hombres. Sabía que, cuando no conseguían lo que querían, se enfadaban o desaparecían. Wyatt no era la clase de hombre que se llenaba de ira, como su padre, pero estaba casi segura de que no se presentaría a jugar con Owen esa mañana. Diablos, quizá por su culpa su hijo ya no volvería a jugar con él. Y todo porque no había querido sentirse atraída por Wyatt McKenzie.

Bueno, eso no era del todo cierto. Sentirse atraída por él era algo inevitable. Era muy guapo. Como a cualquier mujer normal, a ella le gustaba. Por eso, no había podido dejar que Wyatt la besara. Un solo beso bien dado habría bastado para derretirla y ponerla a su merced. Y ella no quería eso. Necesitaba sentirse segura y dedicarse a mantener a sus hijos. Y no podría hacerlo si se desconcentraba. O si se enamoraba de un hombre antes de estar preparada.

Por esa razón, lo había rechazado. Y Owen pagaría las consecuencias.

Sin embargo, cuando corrió la cortina de la cocina para mirar afuera, Wyatt McKenzie estaba en el arenero. Tenía los pies descalzos. Unos pantalones vaqueros gastados perfilaban su perfecto trasero y su camiseta dejaba adivinar unos anchos hombros.

¿Por qué tenía que ser tan atractivo?, se preguntó ella con desesperación, apartándose de la ventana.

De todos modos, verlo con su hijo la llenaba de alivio. Quizá, Wyatt no hubiera cambiado tanto con los años, se dijo.

Por desgracia, hasta que estuviera segura, era mejor mantener las distancias.

Missy sacó la pasta para decorar de la nevera y la amasó para hacerla más fina. Luego, la cortó con unos moldes y la guardó de nuevo para poder utilizarla el viernes, cuando empezara a hacer las flores para la tarta.

Cuando miró por la ventana de nuevo, para su sorpresa, Wyatt y Owen seguían en el arenero.

De acuerdo. Tenía que admitir que Wyatt era un buen tipo, se dijo. Y no podía echarle en cara que hubiera intentado acercarse a ella la noche anterior. Después de haberle aclarado las cosas, igual podían ser amigos… Tal vez, sería buena idea llevarle un vaso de zumo para hacer las paces, pensó.

 

 

Cuando Missy salió al jardín con una jarra y vasos, Wyatt no supo qué hacer. Todavía no tenía claro cómo se sentía por haber sido rechazado. Solo estaba seguro de que no podía pagarlo con Owen.

Ella le ofreció un vaso.

–¿Zumo?

–Claro, gracias –aceptó él.

–De nada –contestó ella y se giró, al mismo tiempo que las dos niñas salían corriendo al jardín–. ¿Quién quiere zumo?

Un coro de vocecitas alegres pidiendo su vaso la rodeó, mientras Wyatt apuraba su vaso como un hombre en el desierto.

Sus miradas se entrelazaron.

–¿Tenías sed? –preguntó ella.

–Mucha.

–Bueno, tengo zumo de sobra. Bebe todo lo que quieras.

Pero no podía besarla, se recordó Wyatt.

Respirando hondo, pensó que le gustaba Owen. Incluso le gustaba escuchar a las niñas cuando jugaban a las casitas a su lado.

Llevaba toda la vida deseando un beso de Missy Johnson y nunca lo había conseguido. Así que, en realidad, aquello no tenía nada de nuevo. Era lo normal, reflexionó.

¿Por qué disgustarse por ello?

Tal vez, fuera parte de la lección que tenía que aprender, se dijo Wyatt. Igual no siempre tenía por qué conseguir todos sus deseos.

Tenía que admitir que, hasta que había perdido a Betsy, había tenido todo lo que había querido. Gracias a su talento, había tenido dinero. Y, gracias al dinero, había podido convertirse en su propio jefe. Hasta que Betsy lo había engañado, lo había dejado y le había mandado a sus abogados, su vida había sido perfecta. Tal vez, lo que Missy tenía que enseñarle era cómo aceptar el fracaso con elegancia.

Wyatt no se quedó a comer, aunque ella lo había invitado. Se comió un bocadillo de queso en casa de su abuela y continuó con su tarea de vaciar el armario, apilando las cosas en la cama. Cuando ya no hubo más sitio sobre el colchón, comenzó a ponerlas en una esquina en el suelo, hasta vaciar el armario. ¿Cómo podía una persona almacenar tantas cosas en un solo armario?, se preguntó, mirando el montón maravillado.

Una a una, empezó a revisar las cajas de zapatos, que guardaban de todo, desde viejas sales de baño a antiguas recetas. Alrededor de las dos, oyó las risas de los niños y decidió que debía tomarse un descanso. Diez minutos después, estaba jugando a la pelota con Owen, en un partido contra las niñas.

Sobre las cuatro, Missy apareció con perritos calientes para hacer a la parrilla. Él encendió el fuego, pero no se quedó. Si tenía que asumir que ella lo había rechazado, necesitaría tomarse su tiempo para hacerlo, pensó.

Debía ser razonable y aceptar sus límites.

Una vez dentro de casa de su abuela, cansado y sudado, Wyatt se digirió al baño para darse una ducha. Bajo el agua, pensó en lo divertidos que eran los hijos de Missy y, también, en todo el trabajo que daban. Entonces, frunció el ceño, pensando en su padre.

¿Qué clase de hombre dejaba a una mujer con tres niños?

¿Qué clase de hombre no se preocupaba por si sus hijos tenían qué comer?

¿Cómo era posible que aquel tipo esperara que la mujer que había dejado embarazada lo sacrificara todo para ser el único sostén de sus hijos?

Debía de ser un bastardo. Missy se había casado con un verdadero desgraciado.

Por eso, ¿acaso era raro que lo hubiera rechazado a él la noche anterior? Missy había tenido tres hijos. Y tenía que criarlos sola porque un imbécil no había podido asumir su responsabilidad.

Si era una chica lista, nunca volvería a confiar en un hombre.

Entonces, Wyatt sintió algo muy especial.

Era curioso lo mucho que los dos se parecían. Missy no volvería a confiar en un hombre porque la habían dejado sola con trillizos. Y él no volvería a confiar en una mujer porque Betsy lo había traicionado y lo había herido más de lo que quería admitir.

Por otra parte, Wyatt nunca había pensando en pedirle a Missy que se casara con él. Solo había querido un beso. Pero no amor. En cierta forma, no era mejor que el ex de ella.

Por eso, era necesario que se mantuviera alejado de su vecina, se dijo Wyatt.

A la mañana siguiente, también fue a jugar con Owen en el arenero. No habló mucho con Missy, pero no le importó. Cada día que pasaba jugando con sus hijos, se daba mejor cuenta de todo el trabajo que suponía criarlos y sentía más repulsión por el exmarido de ella. Por esa razón, cada vez estaba más convencido de que lo mejor era dejarla en paz y no entrometerse en su vida.

Missy estaba muy ocupada con la preparación de la tarta por las mañanas. Y, por las tardes, se dedicaba a limpiar la casa y a cuidar a los niños.

Cuando ella lo invitó a cenar un día, Wyatt rechazó su oferta. Aunque estaba harto de tomar sopa en lata y bocadillos de pan duro, no quería darle más trabajo. También quería respetar sus límites. No quería presionarla, a pesar de que en sus ojos adivinaba que ella sentía la misma atracción que él. Debía comportarse como un caballero.

Aunque fuera lo último que quisiera hacer.

El sábado por la tarde, la vio llevando cajas con los varios pisos de una tarta de boda al coche. Llevaba un vestido azul sencillo, sin mangas, por encima de la rodilla, con unas sandalias de tacón blancas y el pelo recogido en un moño. El atuendo le daba un toque sexy y profesional al mismo tiempo.

Su instinto masculino se puso alerta, aunque su mente racional le dijo que debía dejar de mirar. Sin embargo, mientras metían la última caja en el coche, la conversación de la canguro y Missy llegó hasta él por la ventana abierta del dormitorio de su abuela.

–¿Y qué vas a hacer cuando llegues?

–Le pediré al encargado que me preste a un camarero para que me ayude a llevarlo todo a la zona del banquete. Tengo que colocar los pisos, cortarla y servirla.

Tenía que hacerlo todo sola, adivinó Wyatt. Y, si el encargado no tenía ningún camarero disponible para ayudarla, también llevaría las cajas hasta la sala del banquete.

Furioso con el ex de Missy, Wyatt no se lo pensó. Se puso unos pantalones limpios y una camisa y salió.

Al mismo tiempo que ella abría la puerta para entrar en el coche, él abrió la puerta del copiloto.

–¿Qué haces?

–Voy a ayudarte –contestó él, sentándose y poniéndose el cinturón.

–No hace falta –repuso ella, riendo.

–Ya. No hace falta. Estás sobrepasada con tres niños y un negocio que acabas de abrir. Y ahora tienes que llevar la tarta a la boda, prepararla y esperar al momento de cortarla y servirla –expuso él y la miró–. Y todo en un coche que no tiene pinta de poder funcionar ni dos kilómetros seguidos.

–No…

–Pienso ir contigo –la interrumpió él.

–Wyatt…

–Pon en marcha el motor y conduce, porque no pienso salir del coche.

Con un suspiro, Missy arrancó y saludó a sus hijos por la ventanilla.

–Adiós, chicos. Mamá volverá pronto. Portaos bien con la señorita Nancy.

Los niños se despidieron de ella con la mano.

Entonces, Missy emprendió el camino hacia la autopista.

Wyatt se removió en su asiento, incómodo. Aunque lo había hecho por su bien, sabía que había sido un poco impetuoso y autoritario. Y no se enorgullecía de ello.

–No suelo ser siempre tan mandón.

–Ya. Tienes tu propia compañía. Seguro que eres mandón –comentó ella, riendo.

–Supongo que sí –repuso él y volvió la cara hacia la ventanilla, pensando que iba a costarle mucho esfuerzo mantener las distancias con ella.

Lo más probable era que Missy pensara que su única razón para ayudarla era tener otra oportunidad de intentar algo con ella.

–Sé que piensas que soy un pesado por insistir, pero lo que pasa es que te oí lo que le decías a la canguro. Es mucho trabajo para que lo hagas sola.

–Ya sé que es mucho trabajo, pero me gusta. Es la única manera en que puedo ganar lo suficiente para mantener a mis hijos.

–Tu ex debería pasarte una pensión alimenticia –señaló él, furioso con aquel tipo.

Missy no pudo contener su irritación. Al parecer, Wyatt se había ofrecido a ayudarla porque le daba pena. No había nada que ella odiara más que eso.

–¡No me tengas lástima!

–No te tengo lástima –aseguró él–. Estoy furioso con tu ex.

–Ya.

–Mira, elegir mal tu pareja no es un crimen. Si lo fuera, yo debería estar en la cárcel.

Missy rio. Casi se había olvidado de que él también tenía sus propios trapos sucios.

–Lo digo en serio. Betsy me engañó, me fue infiel, intentó poner a mis empleados en contra mía. Y, mientras, estaba conspirando con sus abogados para quedarse con la mitad de mi empresa.

–¿Te fue infiel y quería la mitad de tu empresa? –preguntó ella, sin dar crédito. Que Jeff hubiera vaciado su débil cuenta bancaria conjunta no era nada en comparación con eso.

–Sí. Consiguió quedarse con un tercio. ¿Te hace eso sentir mejor?

–Más o menos –confesó ella con una sonrisa.

–No hay nadie en este coche que sea mejor que el otro. Los dos elegimos mal al casarnos.

Missy se relajó un poco. Wyatt no había tenido lástima de ella. Eran espíritus afines. Ella había sido abandonada con trillizos y a él le habían quitado un tercio de su empresa. Los dos habían sido engañados y saqueados. Por primera vez desde hacía años, sintió que alguien podía comprenderla. Él no la ayudaba porque pensara que fuera una mujer débil, sino porque era amable y porque podía comprender lo injusto de la situación.

Entonces, Missy se dijo que aceptaría su ayuda con gusto. Porque, además, la necesitaba.

Cuando llegaron al club de campo donde iba a celebrarse la boda, Missy aparcó cerca de la puerta de servicio. Abrió el maletero.

–Vaya –dijo él, impresionado al ver la tarta.

Missy se llenó de orgullo. Para ella, las tartas no eran solo una manera de ganar dinero, eran también una forma de expresión artística.

–¿Te gusta?

–¿Esas flores no son de verdad?

–No. Son de pasta dulce.

–Ah. Son perfectas. Parece una obra de arte.

Ella rio.

–Si no la metemos rápido, se derretirá.

Después de llevar los pisos de tarta a la sala de banquetes, los colocaron en la mesa a la derecha de donde se iban a sentar los novios. Los camareros ponían manteles a su alrededor. Los floristas colocaban los centros de mesa. La sala se transformó en un paraíso en tonos rosa y lavanda ante sus ojos.

Alrededor de las cuatro, comenzaron a llegar los invitados. Missy suspiró, pensando en lo maravilloso que era cuando una boda estaba llena de amor. La novia estaba preciosa, toda vestida de blanco. Y el novio muy elegante y atractivo con su esmoquin.

Wyatt se miró el reloj.

–Faltan dos horas para partir la tarta.

–Me pregunto qué estará haciendo Owen ahora.

–¿Preferirías estar en el arenero con él?

–Cualquier hombre preferiría jugar con la arena antes que tener que poner buena cara en una fiesta llena de gente vestida de gala.

Missy se rio. Sin duda, Wyatt había cambiado mucho desde el instituto. Entonces, no había sido muy amante de los juegos, sino más bien un ratón de biblioteca y un empollón.

Mirándolo de reojo, pensó que no solo se había convertido en un hombre muy atractivo. El cambio había sido más profundo. Antes, él había sufrido la injusticia en silencio. En el presente, era la clase de hombre que solucionaba la injusticia, como el hecho de que Owen estuviera solo. Su oferta de ayudarla con la tarta era un intento de arreglar lo que su ex le había hecho al abandonarla.

Muy interesante, pensó Missy.

Los camareros esperaban listos para servir la cena. El padrino hizo un brindis por los novios. En el fondo, un cuartero de cuerda tocaba un vals.

Wyatt se volvió a mirar el reloj, en silencio. Missy sabía que estaba aburrido. Ella también lo estaba. Pero quedarse a esperar que fuera la hora de partir la tarta era parte de su trabajo.

De pronto, él le dio la mano y la llevó fuera.

–¿Es que la boda te está trayendo malos recuerdos? –inquirió ella, sin pensarlo.

Riendo, Wyatt tiró de ella y la rodeó con sus brazos.

–Lo que pasa es que estoy aburrido y me gustaría bailar.

–¿Un vals? –preguntó ella, un poco sin aliento. Wyatt le rodeaba la cintura y la apretaba contra su cuerpo, algo que, para una mujer que llevaba tiempo sin tener contacto con un hombre, resultaba demasiado abrumador.

Missy intentó pensar en el joven Wyatt, el muchacho inofensivo que había conocido en el instituto. Pero no pudo. Aquel Wyatt era más alto, tenía la espalda más ancha y era más fuerte.

Y más guapo.

Cuando Wyatt empezó a mecerla al ritmo de la música, ella estuvo a punto de pedirle que parara. Sin embargo, de pronto, se preguntó por qué hacerlo. Aquello era solo un baile para combatir el aburrimiento, nada más. Así que, para darle un toque de trivialidad, decidió que era mejor romper el silencio.

–¿Dónde has aprendido a bailar?

–En Florida. Puedo bailar casi cualquier cosa.

–¿De verdad?

–Voy a muchas fiestas benéficas y no quiero parecer un patoso.

–Pues, créeme, no tienes nada de patoso.

Él rio, haciendo que su risa profunda y sensual aumentara la temperatura de ella. En ese momento, comprendió cómo debía de haberse sentido Cenicienta con el príncipe. Feliz, pero cauta. Ninguna mujer en sus cabales se atrevería a soñar con que el príncipe la eligiera para siempre. ¿Pero quién podía resistirse a un baile con aquel hombre tan sexy?

Wyatt la apretó contra su cuerpo un poco más y ella se dejó hacer. Se rindió a la atracción que sentía, al calor y a su pulso acelerado, recordando que no solo era madre, sino también una mujer.

Él giró con ella sobre el suelo de piedra, hasta un colorido jardín. Entonces, de pronto, se miraron a los ojos y todo a su alrededor desapareció para Missy. No había nada más que ese hombre fuerte de grandes ojos y ella, derritiéndose entre sus brazos.

¿Qué habría pasado si él no se hubiera ido del pueblo después del instituto?

¿Y si ella hubiera podido salir con él la noche de la graduación?

¿Y si no tuviera tanto miedo de volver a confiar en un hombre?, se preguntó Missy.

El baile continuó, sin que sus ojos se separaran ni un momento. Missy pensó en lo bueno que Wyatt había sido con Owen y con las niñas. Pensó en lo enfadado que había estado cuando había decidido acompañarla a la boda, indignado con su ex por haberla abandonado. También, pensó en cómo había querido besarla la noche anterior y le temblaron las rodillas. Si era tan maravilloso bailar con él, ¿cómo sería un beso suyo?

¿Explosivo?

¿Apasionado?

–Disculpa, ¿eres tú quien ha hecho la tarta?