Cinco semanas en globo - Julio Verne - E-Book

Cinco semanas en globo E-Book

Julio Verne

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Beschreibung

¿Explorar África en globo? Con el Victoria y dos intrépidos compañeros, el doctor Fergusson se propone triunfar donde han fracasado otras grandes expediciones. Juntos vivirán una extraordinaria aventura llena de dificultades y peligros.

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Título original: Cinq semaines en ballon, Martin Paz

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO238

ISBN: 9788491870708

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

MARTÍN PAZ

I. ESPAÑOLES Y MESTIZOS

II. LIMA Y LAS LIMEÑAS

III. POR SEGUIR A UNA MUJER

IV. EL NOBLE ESPAÑOL

V. PREPARATIVOS DE INSURRECCIÓN

VI. EL JUEGO Y LAS CONFIDENCIAS

VII. LA BODA INTERRUMPIDA

VIII. LA FUGA

IX. EL COMBATE

X. EL RAPTO Y SUS CONSECUENCIAS

NOTAS

I

EL FINAL DE UN DISCURSO MUY APLAUDIDO — PRESENTACIÓN DEL

DOCTOR SAMUEL FERGUSSON — «EXCELSIOR» — RETRATO DE

CUERPO ENTERO DEL DOCTOR — UN FATALISTA CONVENCIDO

— COMIDA EN EL CLUB DE LOS VIAJEROS —

NUMEROSOS BRINDIS DE CIRCUNSTANCIAS

El día 14 de enero de 1862, había asistido un numeroso auditorio a la sesión de la Real Sociedad Geográfica de Londres, plaza de Waterloo, 3. El presidente, sir Francis M..., hacía a sus ilustres colegas una comunicación importante en un discurso que con frecuencia interrumpieron los aplausos.

El discurso era elocuentísimo y terminaba en unas cuantas frases retumbantes en las que el patriotismo brotaba a borbotones envuelto en periodos redondeados.

«Inglaterra ha marchado siempre a la cabeza de las naciones (ya se sabe que las naciones marchan universalmente a la cabeza unas de otras) por la intrepidez con que sus viajeros acometen descubrimientos geográficos. (Numerosas muestras de aprobación.) El doctor Samuel Fergusson, uno de sus gloriosos hijos, no faltará a su origen. (De todas partes: ¡No! ¡No!) Su tentativa, si la corona el éxito (gritos de: ¡La coronará!), eslabonará, completándolas, las nociones dispersas de la cartografía africana. (Aplausos.) Y si es desgraciada (gritos de: ¡Imposible!, ¡Imposible!), quedará consignada en la Historia como una de las más atrevidas concepciones del genio humano. (Entusiasmo frenético.)»

—¡Hurra! ¡Hurra! —gritó la asamblea, electrizada por palabras tan conmovedoras.

—¡Hurra por el intrépido Fergusson! —exclamó uno de los oyentes más expansivos.

Resonaron entusiastas gritos. El nombre de Fergusson salió de todas las bocas, y motivos tenemos para creer que ganó mucho pasando por gaznates ingleses. El salón de las sesiones se estremecía.

Numerosos, envejecidos, fatigados, allí estaban los intrépidos viajeros cuyo temperamento inquieto les había hecho recorrer las cinco partes del mundo. Todos, cual más cual menos, física o moralmente, se habían librado milagrosamente de los naufragios, de los incendios, de los tomahawks de los indios, de los rompecabezas de los salvajes, de los horrores del suplicio, de los estómagos de la Polinesia. Pero nada pudo contener los latidos de sus corazones durante el discurso de sir Francis M..., y la Real Sociedad Geográfica de Londres no recuerda seguramente otro triunfo oratorio tan completo.

Pero en Inglaterra el entusiasmo no se reduce a vanas palabras. Acuña moneda con más rapidez aún que los volantes de la Royal Mint1. Se abrió, antes de levantarse la sesión, una suscripción a favor del doctor Fergusson que ascendió a la suma de dos mil quinientas libras. La importancia de la cantidad recaudada guardaba proporción con la importancia de la empresa.

Uno de los miembros de la Sociedad interpeló al presidente para saber si el doctor Fergusson sería presentado oficialmente.

—El doctor está a disposición de la asamblea —respondió sir Francis M...

—¡Que entre! ¡Que entre! —gritaron todos—. Bueno es que veamos con nuestros propios ojos a un hombre de una audacia tan extraordinaria.

—Acaso tan increíble proposición —dijo un viejo comodoro apoplético— no tenga más objeto que embaucarnos.

—¿Y si el doctor Fergusson no existiera? —preguntó una voz maliciosa.

—Tendríamos que inventarlo —respondió un miembro muy divertido de aquella grave Sociedad.

—Haced entrar al doctor Fergusson —dijo sencillamente sir Francis M...

Y el doctor entró entre estrepitosos aplausos, sin conmoverse en lo más mínimo.

Era un hombre de unos cuarenta años, de estatura regular y buena constitución; el subido color de su semblante ponía en evidencia su temperamento sanguíneo; su cara era fría, y en sus facciones, que nada tenían de particular, sobresalía una nariz asaz voluminosa, a guisa de bauprés, como para caracterizar al hombre predestinado a los grandes descubrimientos; sus ojos, muy apacibles, más inteligentes que audaces, hacían muy simpática su fisonomía; sus brazos eran largos y sus pies se apoyaban en el suelo con el aplomo propio de los grandes andarines.

Toda la persona del doctor respiraba una gravedad tranquila que no permitía ni remotamente acariciar la idea de que pudiese ser instrumento de la más insignificante farsa.

Así es que los hurras y los aplausos no cesaron hasta que con un ademán amable el doctor Fergusson pidió un poco de silencio. Se acercó al sillón dispuesto expresamente para él, y después, puesto en pie, sereno, con la mirada enérgica, levantó hacia el cielo el índice de la mano derecha, abrió la boca y pronunció esta sola palabra:

—¡Excelsior!

¡No! ¡Ni una interpelación inesperada de Messieurs Dright y Cobden, ni una demanda de Lord Palmerston para fortificar los peñascos de Inglaterra habían obtenido nunca un éxito tan completo! El discurso de sir Francis M... había quedado atrás, muy atrás. El doctor se manifestaba a la vez sublime, grande, sobrio y circunspecto; había dicho la palabra de la situación:

¡Excelsior!

El viejo comodoro, completamente adherido a aquel hombre extraordinario, reclamó la inserción «íntegra» del discurso de Fergusson en The Proceedings of the Royal Geographical Society of London2.

¿Quién era, pues, aquel doctor, y cuál la empresa que iba a acometer?

El padre del joven Fergusson, denodado capitán de la Marina inglesa, había asociado a su hijo, desde su más tierna edad, a los peligros y aventuras de su profesión. Aquel digno niño, que no pareció haber conocido nunca el miedo, anunció muy pronto un talento despejado, una inteligencia de investigador, una afición notable a los trabajos científicos; mostraba, además, una habilidad poco común para salir de cualquier atolladero; no se apuró nunca por nada de este mundo, ni siquiera para servirse por vez primera en la comida del tenedor, en lo que los niños, en general, sobresalen pocas veces.

Su imaginación se inflamó muy pronto con la lectura de las empresas audaces y de las exploraciones marítimas. Siguió con pasión los descubrimientos con que se señaló la primera parte del siglo XIX, y hasta pensó en la gloria de los Mungo Park, de los Bruce, de los Caillé, de los Levaillant y también en la de Selrik, el Robinsón Crusoe, que no le parecía inferior. ¡Cuántas horas bien ocupadas pasó con él en la isla de Juan Fernández! Aprobó con frecuencia las ideas del marinero abandonado; discutió algunas veces sus planes y sus proyectos; él habría procedido de otro modo, tan bien como él, tal vez mejor. Pero jamás habría abandonado aquella isla de bienaventuranza, donde habría sido feliz como un rey sin súbditos... No, no la habría abandonado ni siquiera en el caso de que le hubieran nombrado primer Lord del Almirantazgo.

Dejo a la consideración de cualquiera si semejantes tendencias se desarrollarían durante su aventurera juventud lanzada a los cuatro vientos. Su padre, hombre instruido, no dejaba de consolidar aquella perspicaz inteligencia con estudios continuados de Hidrografía, Física y Mecánica, y con algo también de Botánica, Medicina y Astronomía.

A la muerte del digno capitán, Samuel Fergusson tenía veintidós años de edad, y había dado ya la vuelta al mundo. Entró en el Cuerpo de ingenieros bengalíes, y se distinguió en varias acciones; pero la existencia de soldado no le convenía, gustándole poco mandar y menos obedecer. Dimitió, y, ya cazando, ya herborizando, remontó hacia el norte de la India y la atravesó desde Calcuta hasta Surate. Un simple paseo de aficionado.

Le vemos desde Surate pasar a Australia y tomar parte, en 1845, en la expedición del capitán Sturt, encargado de descubrir aquel mar Caspio que se supone existe en el centro de la Nueva Holanda.

En 1850, Samuel Fergusson regresó a Inglaterra, y, cada vez más dominado por la fiebre de los descubrimientos, acompañó hasta 1853 al capitán Mac Clure en la expedición que costeó el continente americano desde el estrecho de Behring hasta el cabo de Farewel.

A pesar de las fatigas de todo género y bajo todos los climas, la constitución de Fergusson resistía maravillosamente. Se hallaba en sus glorias en medio de las mayores privaciones. Era el tipo del perfecto viajero, cuyo estómago se reduce o se dilata voluntariamente, cuyas piernas se estiran o se encogen según la cama que se improvisa, y que se duerme a cualquier hora del día y despierta a cualquier hora de la noche.

Nada desde entonces es menos asombroso que hallar a nuestro infatigable viajero visitando desde 1855 hasta 1857 todo el oeste del Tíbet en compañía de los hermanos Schtagintweit, para traernos de aquella exploración observaciones de etnografía de lo más curioso.

Durante aquellos varios viajes, Samuel Fergusson fue el corresponsal más activo y más interesante del Daily Telegraph, de aquel periódico que cuesta un penique, y cuya tirada pasa de ciento cuarenta mil ejemplares diarios, teniendo millones de lectores.

Así, pues, el doctor era hombre bien conocido, no obstante no pertenecer a ninguna institución científica, ni a las Reales Sociedades Geográficas de Londres, París, Berlín, Viena o San Petersburgo, ni al Club de los Viajeros, ni siquiera al Royal Politechnic Institution, donde su amigo, el estadista Kolburn, metía mucho ruido.

Un día Kolburn le propuso, para darle gusto, resolver el siguiente problema: dado el número de millas recorridas por el doctor alrededor del mundo, ¿cuántas más ha andado su cabeza que sus pies, con motivo de la diferencia de los radios? O bien, conociendo el número de millas recorridas por los pies y por la cabeza del doctor, calcular su estatura con toda exactitud.

Pero Fergusson permanecía siempre lejos de las sociedades científicas, pues era de la iglesia militante no parlante; le parecía emplear mejor el tiempo investigando que discutiendo, y prefería un descubrimiento a cien discursos.

Cuéntase que un inglés se trasladó a Ginebra con intención de visitar el lago. Le metieron en un carruaje antiguo en el que los asientos están de lado, como en los ómnibus. A él le tocó por casualidad estar sentado de espaldas al lago, mientras el carruaje seguía pacíficamente su viaje circular, y aunque ni una sola vez volvió la cabeza, regresó a Londres perdidamente enamorado del lago de Ginebra.

El doctor Fergusson, durante sus viajes, se había vuelto más de una vez de un lado a otro, y vuelto de modo que había visto mucho. No hacia más que obedecer a su naturaleza, y tenemos más de un motivo valedero para creer que era algo fatalista, aunque muy ortodoxo, pues contaba consigo mismo y hasta con la Providencia, creyéndose más bien lanzado que atraído en sus viajes, y recorrió el mundo a la manera de una locomotora, la cual no se dirige en el camino sino que es el camino mismo quien la dirige a ella.

—Yo no sigo mi camino —decía el doctor con frecuencia—; el camino me sigue a mí.

A nadie asombrará, pues, la indiferencia y sangre fría con que acogió los aplausos de la Real Sociedad Geográfica de Londres: estaba muy por encima de tales miserias, exento de orgullo y más aún de vanidad; le parecía muy sencilla la proposición que había dirigido al presidente, sir Francis M..., y ni siquiera se percató del inmenso efecto que había producido.

Banquete en Pall Mall.

Después de la sesión, el doctor fue conducido al Club de los Viajeros, en Pall Mall, donde se celebraba un soberbio banquete. Las dimensiones de las piezas servidas a la mesa guardaban proporción con la importancia del personaje, y el sollo que figuraba en tan espléndido banquete no tenía tres pulgadas menos de longitud que el mismo Samuel Fergusson.

Numerosos brindis se dirigieron a los célebres viajeros que se habían ilustrado en la tierra de África. Se bebieron sendos vasos de vino de Francia a su salud o a su memoria, y por orden alfabético, lo que es muy inglés: a Abbadie, Adams, Adamson, Anderson, Arnaud, Baikie, Baldwin, Barth, Batuoda, Beke, Beltrame, Du Berba, Binbanchi, Bolohnesi, Bolwik, Bolzoni, Bonnemain, Brisson, Browne, Bruce, Brun Bollet, Burchell, Burtckhardt, Burton, Caillaud, Caillé, Campbell, Chapman, Clepperton, Clol Rey, Colomien, Courval, Cumming, Cunny, Debonno, Decken, Denham, Desavamchers, Dicksen, Dickson, Dochard, Duchaillu, Duncan, Durand, Duroulé, Duveyrier, Erchardt, D’Escayrac de Lautore, Ferret, Fresnel, Gallnier, Galton, Geofry, Golperry, Hahn Hahn, Harnier, Hecquart, Heuglin, Hornemann, Houghton, Impert Kanfmann, Knoblecher, Kraph, Kummer, Lafargue, Laing, Lafaille, Lampert, Lamiral, Lamprière, John Lancer, Richard Landerd, Lefebre, Lejean, Levaillan, Livingstone, Maccarthie, Maggiar, Maizan, Malzac, Moffat, Mollien, Monteiro, Morrison, Mungo Park, Neimans, Overweg, Panett, Partarrieau, Pacal, Pearse, Peddie, Peney, Petherik, Poncet, Puax, Raffene, Rath, Rebmann, Richardson, Riley, Ritchie, Rochet D’Aricourt, Rongawi, Roscher, Ruppel Saugnier, Speke, Steidner, Tribaud, Thompson, Thorton, Toole, Tousny, Trotter, Tuckey, Tyrwitt, Vaudey, Veyssiére, Vincet, Vinco, Vogel, Warhlberg, Warington, Washington, Werne, Wild y, por último, al doctor Samuel Fergusson, el cual, con su increíble tentativa, debía eslabonar los trabajos de aquellos viajeros y contemplar la serie de los descubrimientos africanos.

II

UN ARTÍCULO DELDAILY TELEGRAPH — GUERRA DE PERIÓDICOS

CIENTÍFICOS — M. PETERMANN SOSTIENE A SU AMIGO EL DOCTOR

FERGUSSON — RESPUESTA DEL SABIO KONER — APUESTAS —

VARIAS PROPOSICIONES HECHAS AL DOCTOR

El día siguiente, en su número del 15 de enero, el Daily Telegraph publicó un artículo concebido en los siguientes términos:

«El África va a entregar al cabo el secreto de sus vastas soledades. Un Edipo moderno nos dará la clave del enigma que no han podido descifrar los sabios de sesenta siglos. En otro tiempo, buscar el nacimiento del Nilo, fontes Nili quœrere, era considerado como una tentativa insensata, como una irrealizable quimera.

»El doctor Barth, siguiendo hasta el Sudán el camino trazado por Denham y Clepperton; el doctor Livingstone, multiplicando sus intrépidas investigaciones desde el cabo de Buena Esperanza hasta el golfo de Zambeze; los capitanes Burton y Speke, con el descubrimiento de los Grandes Lagos interiores, han abierto tres caminos a la civilización moderna. Su punto de intersección, al cual no ha podido llegar ningún viajero, es el corazón mismo de África. He aquí el punto a que deben encaminarse todos los esfuerzos.

»Pues bien, los trabajos de aquellos atrevidos operarios de la Ciencia van a enlazarse con la audaz tentativa del doctor Samuel Fergusson, cuyas importantes operaciones han tenido ocasión de apreciar más de una vez nuestros lectores.

»El intrépido discoverer (descubridor) se propone atravesar en un globo el África toda, de este a oeste. Si no estamos mal informados, el punto de partida de su sorprendente viaje será la isla de Zanzíbar, en la costa oriental. En cuanto al punto de parada, la Providencia lo sabe.

»Ayer se hizo oficialmente en la Real Sociedad de Geografía la proposición de esta exploración científica, y se votaron 2.500 libras para gastos de la empresa.

»Tendremos a nuestros lectores al corriente de tan audaz tentativa, que no tiene precedente en los fastos geográficos.»

Como era de esperar, el artículo del Daily Telegraph metió mucho ruido. Levantó las tempestades de la incredulidad, y el doctor Fergusson pasó por un ser puramente quimérico, inventado por M. Barnum, el cual, después de haber trabajado en los Estados Unidos, se disponía a hacerse célebre en las Islas Británicas.

Apareció en Ginebra, en el número de febrero de los Boletines de la Sociedad Geográfica, una respuesta humorística, burlándose con no poca gracia de la Real Sociedad de Londres y del Club de los Viajeros. Pero M. Petermann, en sus Mittneilungen, publicados en Gotha, impuso el más absoluto silencio al periódico de Ginebra. M. Petermann conocía personalmente al doctor Fergusson, y salía garante de la empresa de su valeroso amigo.

Todas las dudas se invalidaron muy pronto. Se hacían en Londres los preparativos de viaje; las fábricas de Lyon, de Francia, habían recibido el encargo de una importante cantidad de tafetán para la construcción del aeróstato, y el Gobierno británico ponía a disposición del doctor el transporte Resolute, al mando del capitán Pennes.

Brotaron estímulos, estallaron felicitaciones. Los pormenores de la empresa aparecieron muy circunstanciados en los Boletines de la Sociedad Geográfica de París; se insertó un artículo notable en los «Nuevos Anales de viajes, geografía, historia y arqueología de M. V. A. Malte Brun»; un trabajo minucioso publicado en Zeitschrift Algemeine Erd Kunde, por el doctor W. Kouer, demostró victoriosamente la posibilidad del viaje, sus probabilidades de éxito, la naturaleza de los obstáculos, las inmensas ventajas de la locomoción por la vía aérea; no censuró más que el punto de partida; creía preferible salir de Massaua, ancón de Abisinia, desde el cual James Bruce, en 1768, se había lanzado a la exploración del nacimiento del Nilo. Admiraba sin reserva alguna el carácter enérgico del doctor Fergusson y su corazón cubierto con un triple escudo de bronce que concebía e intentaba semejante viaje.

El North American Review vio no sin disgusto que estaba reservada a Inglaterra tan alta gloria; procuró poner en ridículo la proposición del doctor, y le indicó que, hallándose en tan buen camino, no parase hasta América.

En una palabra, sin contar los diarios del mundo entero, no hubo periódico científico, desde el Journal des Missions evangéliques hasta la Revue algérienne et coloniale, desde los Anales de la propagation de la Foi hasta el Church missionary intelligencer, que no considerase el hecho bajo todos sus aspectos.

En Londres y en Inglaterra toda, se hicieron considerables apuestas: 1.o sobre la existencia real o supuesta del doctor Fergusson; 2.o, sobre el viaje mismo, que no se intentaría, según unos, y según otros se emprendería pronto; 3.o, sobre saber si tendría o no buen éxito; 4.o, sobre las probabilidades o improbabilidades del regreso del doctor Fergusson. En el libro de las apuestas se consignaron enormes sumas, como si se hubiese tratado de las carreras de Epsom.

Así, pues, crédulos e incrédulos, ignorantes y sabios, fijaron todos su atención en el doctor, el cual se puso de moda sin él saberlo. Dio espontáneamente noticias precisas de sus proyectos expedicionarios. Hablaba con quien quería hablarle, y era el hombre más franco del mundo. Se le presentaron algunos audaces aventureros para participar de la gloria y peligros de su tentativa, pero se negó a llevarlos consigo sin dar razón de su negativa.

Numerosos inventores de mecanismos aplicables a la dirección de los globos le propusieron su sistema, y no quiso aceptar ninguno. A los que le preguntaban si acerca del particular había descubierto algo nuevo, les dejó sin ninguna explicación, y siguió ocupándose, con una actividad sin cesar creciente, de los preparativos de su viaje.

III

EL AMIGO DEL DOCTOR — DE QUÉ PROCEDÍA SU AMISTAD — DICK

KENNEDY EN LONDRES — PROPOSICIÓN INESPERADA, PERO NO

TRANQUILIZADORA — PROVERBIO POCO CONSOLADOR — ALGUNAS

PALABRAS ACERCA DEL MARTIROLOGIO AFRICANO — VENTAJAS DEL GLOBO AEROSTÁTICO — EL SECRETO DEL DOCTOR FERGUSSON

El doctor Fergusson tenía un amigo. No era éste otro él mismo, un alter ego, pues la amistad no podría existir entre dos seres perfectamente idénticos. Pero si poseían cualidades y aptitudes diferentes y un temperamento distinto, Dick Kennedy y Samuel Fergusson vivían los dos como un corazón solo, lo que, lejos de molestarles, les complacía.

Dick Kennedy era escocés en toda la extensión de la palabra, franco, resuelto y obstinado. Vivía en la aldea de Leith, cerca de Edimburgo, verdadero arrabal de la «Vieja Ahumada3». Era algunas veces pescador. Pero en todas partes y siempre un cazador determinado, lo que nada tiene de particular en un hijo de la Calcedonia algo aficionado a recorrer las montañas de los Highlands escoceses. Se le citaba como un maravilloso tirador de escopeta, pues no sólo partía las balas contra la hoja de un cuchillo, sino que las partía también en dos mitades tan iguales que, pesándolas luego, no se hallaba entre una y otra diferencia apreciable.

La fisonomía de Kennedy recordaba mucho la de Halbert Glendinnig tal como lo pintó Walter Scott en El Monasterio; su estatura pasaba de 6 pies ingleses; aunque agraciado y esbelto, parecía estar dotado de una fuerza hercúlea, y su cara, muy tostada por el sol, sus ojos vivos y negros, un atrevimiento natural muy decidido, algo, en fin, de bondad y solidez en toda su persona, prevenía a favor suyo.

Los dos amigos se conocieron en la India, donde servían en un mismo regimiento. Mientras Dick cazaba tigres y elefantes, Samuel cazaba plantas e insectos. Cada cual podía blasonar de diestro en su especialidad, y más de una planta rara cogió el doctor, cuya conquista le costó tanto como un buen par de colmillos de marfil.

Los dos jóvenes no tuvieron nunca ocasión de salvarse la vida, ni de prestarse servicio alguno, por lo que su amistad era inalterable. Algunas veces les alejó la suerte, pero siempre les volvió a unir la simpatía.

Al regresar a Inglaterra, les separaron con frecuencia las lejanas expediciones del doctor, pero éste, a la vuelta, no dejó nunca de ir, no ya a preguntar por su amigo el escocés, sino a pasar con él algunas semanas.

Dick hablaba del pasado, Samuel preparaba el porvenir; el uno miraba hacia delante, el otro hacia atrás, por lo que Fergusson tenía el ánimo siempre inquieto, al paso que Kennedy disfrutaba de una perfecta calma.

Después de su viaje al Tíbet, el doctor estuvo dos años sin hablar de expediciones nuevas. Dick llegó a figurarse que se habían apaciguado los instintos de viajes e impulsos aventureros de su amigo, lo que le complacía en extremo. La cosa, se decía él mismo, tenía un día u otro que concluir de mala manera. Por más que se tenga don de gentes, no se viaja impunemente entre antropófagos y fieras. Kennedy procuraba, pues, tener a raya a Samuel, que había hecho ya bastante para la Ciencia y demasiado para la gratitud humana.

El doctor no respondía una palabra, permanecía pensativo, y después se entregaba a secretos cálculos, pasando las noches en operaciones de números y experimentos de aparatos singulares de los que nadie sabía dar cuenta. Se echaba de ver que fermentaba en su cerebro un gran pensamiento.

—¿Qué estará tramando? —se preguntó Kennedy en enero, cuando su amigo se separó de él para volver a Londres.

Una mañana lo supo por el artículo del Daily Telegraph.

—¡Misericordia! —exclamó—. ¡Insensato! ¡Loco! ¡Atravesar el África en un globo! ¡Es lo único que nos faltaba! ¡He aquí lo que dos años atrás estaba ya meditando!

Cuando la vieja Elspteh, que era su patrona, quiso dar a entender que podía muy bien ser todo una chanza, él respondió:

Dick Kennedy.

—¡Una chanza! No, le conozco demasiado, ya sé yo de qué pie cojea. ¡Viajar por el aire! ¡Ahora se le ha ocurrido tener envidia de las águilas! ¡No, no se irá! ¡Yo le ataré corto! ¡Si le dejase, el día menos pensado se nos iría a la Luna!

Aquella misma tarde, Kennedy, inquieto y también incomodado, tomó, en General Railway Station, el camino de hierro, y al día siguiente llegó a Londres.

Tres cuartos de hora después se apeó de un coche de alquiler junto a la pequeña casa del doctor, Soho Square, Greek Street, se encaramó por la escalera, y llamó a la puerta cinco veces seguidas.

Se la abrió Fergusson en persona.

—¿Dick? —dijo sin mucho asombro.

—El mismo —respondió Kennedy.

—¡Cómo, mi querido Dick! ¿Tú en Londres durante las cacerías de invierno?

—Yo en Londres.

—¿Y qué te trae?

—La necesidad de impedir una locura que no tiene nombre.

—¿Una locura? —preguntó el doctor.

—¿Es cierto lo que dice este periódico? —respondió Kennedy, mostrando el número del Daily Telegraph.

—¡Ya sé de lo que hablas! ¡Qué indiscretos son los periódicos! Pero siéntate, Dick.

—No quiero sentarme. ¿Tratas realmente de emprender este viaje?

—Pues ya lo creo. Estoy haciendo los preparativos y pienso...

—¿Dónde están esos preparativos, que quiero hacerlos pedazos? ¿Dónde están? —El digno escocés estaba verdaderamente furioso.

—Calma, mi querido Dick —repuso el doctor—. Concibo tu cólera. Estás ofendido conmigo porque hasta ahora no te había dicho nada acerca de mis nuevos proyectos.

—¡Y a eso llamas nuevos proyectos!

—Estaba muy ocupado —añadió Samuel sin admitir la interrupción—, he tenido mucho que hacer. Pero tranquilízate, yo no habría partido sin escribirte...

—De eso me río yo...

—Porque tengo intención de llevarte conmigo.

El escocés dio un salto, que un camello habría tomado por suyo.

—¡Es decir —respondió—, que quieres hacerme encerrar contigo en el manicomio de Betlehem!

—He contado positivamente contigo, carísimo Dick, y te he escogido a ti excluyendo a muchos pretendientes.

Kennedy estaba atónito.

—Escúchame diez minutos —respondió tranquilamente el doctor— y me darás las gracias.

—¿Hablas formalmente?

—Muy formalmente.

—¿Y si me niego a acompañarte?

—No te negarás.

—Pero ¿si me niego?

—Me iré solo.

—Sentémonos —dijo el cazador—, y hablemos desapasionadamente. Puesto que no te chanceas, la cosa vale la pena de discutirse.

—Discutamos almorzando, si no tienes en ello inconveniente, mi querido Dick.

Los dos amigos se sentaron a la mesa frente a frente, entre un montón de emparedados y una enorme tetera.

—Amigo Samuel —dijo el cazador—, tu proyecto es insensato. ¡Es de realización imposible! ¡Es de todo punto impracticable!

—Ya veremos después de ensayarlo.

—Precisamente lo que no quiero es que lo ensayes.

—¿Por qué?

—¿Y los peligros y obstáculos de todo género?

—Los obstáculos —contestó gravemente Fergusson— se han inventado para ser vencidos. En cuanto a los peligros, ¿quién puede estar seguro de que los evita? Todo es peligro en la vida. Peligroso puede ser sentarse a la mesa o ponerse el sombrero, y además debemos considerar lo que debe suceder como si hubiese ya sucedido, y no ver más que el presente en el porvenir, puesto que el porvenir no es más que un presente algo más lejano.

—¡Y eso qué! —dijo Kennedy, encogiéndose de hombros—. Tú eres siempre fatalista.

—Fatalista en el buen sentido de la palabra. No nos preocupemos de lo que la suerte nos reserva y no olvidemos jamás nuestro proverbio inglés: «Haga lo que quiera, no se ahogará el que ha nacido para ser ahorcado».

No había nada que responder, lo que no impidió a Kennedy eslabonar una serie de argumentos fáciles de imaginar, pero que sería molesto reproducir aquí.

—Pero, en fin —dijo después de una hora de discusión—, si te empeñas en atravesar el África, si así lo requiere tu felicidad, ¿por qué no tomas los caminos ordinarios?

—¿Por qué? —respondió el doctor, animándose—. ¡Porque hasta ahora todas las tentativas han tenido mal éxito! ¡Porque desde Mungo Park, asesinado en el Níger, hasta Vogel, que desapareció en el Wadai; desde Oudney, muerto en Murmur, y Clepperton, muerto en Sackatou, hasta Maizan, hecho pedazos; desde el mayor Laing, asesinado por los tuareg, hasta Roscher de Hamburgo, degollado a principios del 1860, se han inscrito numerosas víctimas en el martirologio africano! ¡Porque luchar contra los elementos, contra el hambre, la sed, la fiebre, contra los animales feroces y contra tribus más feroces aún, es imposible! ¡Porque lo que no se puede hacer de una manera, debe intentarse de otra! ¡En fin, porque cuando no se puede pasar por en medio, se pasa por un lado, y cuando no, por encima!

—¡Si no se tratase más que de pasar! —replicó Kennedy—. ¡Pero es posible caerse!

—Ello es —repuso el doctor con la mayor sangre fría—, que nada tengo que temer. Ya puedes suponer que yo habré tomado mis precauciones para no temer una caída de mi globo, y, por consiguiente, si éste me faltase, me hallaría en tierra dentro de las condiciones normales de los exploradores; pero mi globo no me faltará; ni siquiera me acuerdo de que pueda faltarme.

—Pues es menester acordarse.

—No, amigo Dick. Yo no pienso separarme de mi globo hasta que haya llegado a la costa occidental de África. Con él todo es posible; sin él quedo expuesto a los peligros y obstáculos naturales de tan difícil expedición; con él ni el calor, ni los torrentes, ni las tempestades, ni el simún, ni los climas insalubres, ni los animales feroces, ni los hombres, pueden inspirarme miedo alguno. Si tengo demasiado calor, subo; si tengo frío, bajo; si encuentro una montaña, la salvo; si un precipicio, lo paso; si un río, lo atravieso; si una tempestad, la domino; si un torrente, lo cruzo como un pájaro. Avanzo sin cansarme, me detengo sin necesidad de reposo. Me cierno sobre las ciudades desconocidas. Vuelo con la rapidez del huracán, tan pronto por las regiones más elevadas de la atmósfera como a cien pasos de tierra, y la costa africana se abre ante mis ojos en el gran atlas del mundo.

El buen Kennedy empezaba a sentirse conmovido y, sin embargo, el espectáculo evocado le producía vértigo. Contemplaba a Samuel con admiración, pero también con miedo; le parecía que estaba ya agitándose en el espacio.

—Veamos —exclamó—; reflexionemos, amigo Samuel. ¿Has, pues, hallado el medio de dar dirección a los globos?

—No, por cierto. Es una utopía.

—Pues entonces irás...

—A donde quiera la Providencia; pero será del este al oeste.

—¿Por qué?

—Porque cuento con valerme de los vientos alisios, cuya dirección es constante.

—¡Es verdad! —dijo Kennedy, reflexionando—. Los vientos alisios... Seguramente... En rigor, se puede... Algo hay...

—¡Si hay algo! No, amigo mío, hay más que algo. El Gobierno inglés ha puesto un transporte a mi disposición, y está también resuelto que crucen tres o cuatro buques por la costa occidental hacia la época presunta de mi llegada. Dentro de tres meses, todo lo más, me hallaré en Zanzíbar, donde hincharé mi globo, y desde allí nos lanzaremos...

—¿Nos lanzaremos? —exclamó Dick.

—¿Te atreverás a hacerme aún alguna nueva objeción? Habla, amigo Kennedy.

—¡Una objeción! Se me ocurren más de mil; pero, entre otras, dime si tú cuentas conocer el país; si cuentas con subir y bajar a tu albedrío, no lo podrás hacer sin perder tu gas; hasta ahora no se ha podido proceder de otra manera, lo que ha impedido siempre las largas peregrinaciones por la atmósfera.

—Amigo Dick, no te diré más que una cosa: yo no perderé ni un átomo de gas, ni una molécula.

—¿Y bajarás cuando quieras?

—Cuando quiera.

—¿Y cómo?

—El cómo es mi secreto, amigo Dick. Ten confianza, y ahora mi divisa: ¡Excelsior!

—Pues bien, ¡Excelsior! —respondió el cazador, que, respecto al latín, nunca se las había visto más gordas.

Pero estaba decidido a oponerse por todos los medios posibles a la partida de su amigo. Fingió adherirse a su parecer y se contentó con observar. En cuanto a Samuel, fue a activar sus preparativos.

IV

EXPLORACIONES AFRICANAS — BARTH, RICHARDSON, OVERWEG,

WERNE, BRUN BOLLET, PENEY, ANDREA DEBONO, MIANI,

GUILLAUME LEJEAN, BRUCE, KRAPH Y REBMANN, MAIZAN,

ROSCHER, BURTON Y SPEKE

La línea aérea que el doctor Fergusson se proponía seguir no estaba escogida por capricho; su punto de partida fue cuidadosamente estudiado, y no sin razón se resolvió verificar la ascensión desde la isla de Zanzíbar. Esta isla, situada cerca de la costa oriental de África, se encuentra a 6º de latitud austral, es decir, 430 millas geográficas debajo del ecuador.

De aquella isla acababa de partir la última expedición, enviada por los Grandes Lagos al descubrimiento del nacimiento del Nilo.

Pero bueno es indicar qué exploraciones el doctor Fergusson esperaba enlazar unas con otras. Hay dos principales, la del doctor Barth, en 1849, y las de los tenientes Burton y Speke, en 1858.

El doctor Barth es un hamburgués que obtuvo para sí y para su compatriota Overweg el permiso de asociarse a la expedición del inglés Richardson, que estaba encargado de una misión en el Sudán.

El Sudán es un vasto país, situado entre los 20º y 10º de latitud Norte, es decir, que para llegar a él es menester penetrar más de 1.500 millas en el interior de África.

Hasta entonces aquella comarca era únicamente conocida por el viaje de Denham, de Clepperton y de Oudney, verificados entre 1822 y 1824. Richardson, Barth y Overweg, ansiosos de llevar más adelante sus investigaciones, llegan a Túnez y a Trípoli, como sus antecesores, y luego a Murzuk, capital del Fezzán. Abandonan entonces la línea recta, y tuercen al oeste, hacia Ghat, guiados, no sin dificultades, por los tuareg. Después de mil escenas de saqueo, vejaciones y ataques a mano armada, su caravana llega en octubre al vasto oasis del Asben. El doctor Barth se separa de sus compañeros, hace una excursión a la ciudad de Agadés, y se incorpora de nuevo a la expedición; la cual vuelve a ponerse en marcha el 12 de diciembre. Llega a la provincia de Damergu, donde los tres viajeros se separan, y Barth, que toma el camino de Kano, llega a este punto a fuerza de paciencia y pagando considerables tributos.

A pesar de una fiebre intensa, deja la ciudad de Kano el 7 de marzo, seguido de un solo criado. El principal objeto de su viaje era reconocer el lago Chad, del cual le separaban aún 350 millas. Avanza, pues, hacia el este y alcanza la ciudad de Zuricolo, en el Bornu, que es el núcleo del gran imperio central de África. Allí sabe de la muerte de Richardson, debida a la fatiga y a las privaciones. Llega a Kuka, capital del Bornu a orillas del lago. Al cabo de tres semanas, el 14 de abril, doce meses y medio después de haber salido de Trípoli, alcanza la ciudad de Ngornu.

Le volvemos a encontrar partiendo el 29 de marzo de 1851, con Overweg, para visitar el reino de Adamaua, al sur del lago, y llega a la ciudad de Yola, algo debajo de los 9º de latitud Norte, que es el límite extremo alcanzado al Sur por tan atrevido viajero.

En agosto vuelve a Kuka, desde donde recorre sucesivamente el Mandara, el Baguirmi y el Kanem y alcanza el este, como límite extremo la ciudad de Mesena, situada a los 17º 20’ de longitud Oeste.

El 25 de noviembre de 1852, después de la muerte de Overweg, su último compañero, penetra por el oeste, visita Sokoto, atraviesa el Níger y llega al fin a Tombuctu, donde tiene que estar sufriendo ocho largos meses, en medio de las vejaciones del jeque, de los malos tratos y de la miseria. Pero la presencia de un cristiano en la ciudad no puede tolerarse ya más, y los fellahas amenazan sitiarla. El doctor sale de ella el 17 de marzo de 1854. Busca refugio en la frontera, donde permanece treinta y tres días completamente desnudo; regresa a Kano en noviembre, vuelve a entrar en Kuka, desde donde torna de nuevo al camino de Denham, después de cuatro meses de detención; se traslada a Trípoli a últimos de agosto de 1855, y llega a Londres el 6 de septiembre, después de haber perdido a todos sus compañeros.

He aquí lo que fue el audaz viaje de Barth.

El doctor Fergusson constató que se había detenido a los 4º de latitud Norte y 17º de longitud Oeste.

Veamos ahora lo que hicieron los tenientes Burton y Speke en el África oriental.

Las varias expediciones que remontaron el Nilo no pudieron llegar jamás a su misterioso nacimiento. Según la relación del médico alemán Werne, la expedición intentada en 1840, bajo los auspicios de Mehemed Alí, se detuvo en Gondokoro, entre los 4º y 5º paralelos Norte.

En 1855, Brun Bollet, saboyano, nombrado cónsul de Cerdeña, en el Sudán oriental, en sustitución de Vaudey, a quien mataron las desazones, partió de Kartum, y bajo el seudónimo de Zacub, titulándose traficante de goma y de marfil, llegó a Belenia, más allá del 4º, y regresó enfermo a Kartum, donde murió en 1857.

Ni el doctor Peney, director de hospitales en Egipto, el cual, en un pequeño vapor alcanzó un grado debajo de Gondokoro, y murió extenuado en Kartum; ni el veneciano Miani, que recorriendo las cataratas situadas debajo de Gondokoro, alcanzó el 2º paralelo; ni el negociante maltés Andrea Debono, que llevó más adelante aún su excursión por el Nilo, pudieron traspasar el inaccesible límite.

En 1859, M. Lejean, encargado por el Gobierno francés de una misión especial, se trasladó a Kartum por el mar Rojo y se embarcó en el Nilo con veintiún hombres de tripulación y veinte soldados; pero no pudo pasar más allá de Gondokoro, y corrió los mayores peligros en medio de los negros insurreccionados. La expedición dirigida por M. D’Escayrac de Lautore intentó también llegar al famoso nacimiento.

El mismo término fatal detuvo siempre a los viajeros. Los enviados de Nerón habían alcanzado el 9º de latitud, y, por consiguiente, en dieciocho siglos no se han ganado más de 5º o 6º, es decir, de 300 a 360 millas geográficas.

Algunos viajeros intentaron llegar al origen del Nilo tomando un punto de partida en la costa oriental del África.

Entre 1768 y 1772 el escocés Bruce salió de Massaua, puerto de Abisinia, recorrió el Tigre, visitó las minas de Axum, vio el nacimiento del Nilo donde no estaba, y, al fin y al cabo, no obtuvo ningún resultado importante.

En 1844, el doctor Kraph, misionero alemán, fundó un establecimiento en Mombasa, en la costa de Zanguebar, y en compañía del reverendo Rebmann descubrió dos montañas a trescientas millas de la costa. Aquellas montañas son los montes Kilimanjaro y Kenia, por los cuales han ascendido en parte Heuglin y Thornton.

En 1845, Maizan desembarcó solo en Bagamoyo, delante de Zanzíbar, y llegó a Beje-la-Mhora, cuyo jefe le hizo perecer entre los más crueles suplicios.

En agosto de 1859, el joven viajero Roscher, natural de Hamburgo, partió con una caravana de mercaderes árabes, y alcanzó el lago Nyassa, donde fue asesinado mientras dormía.

Por último, en 1857, los tenientes Burton y Speke, oficiales ambos del Ejército de Bengala, fueron enviados por la Sociedad de Geografía de Londres para explorar los Grandes Lagos africanos. Salieron de Zanzíbar el 17 de junio, y se encaminaron directamente al oeste.

Después de cuatro meses de padecimientos inauditos, habiéndoles robado los bagajes y muerto las caballerías, llegaron a Kazeh, centro de reunión de los traficantes y de las caravanas. Se hallaron en plena tierra de la Luna, donde recogieron preciosos documentos acerca de las costumbres, gobierno, religión, fauna y flora del país; se dirigieron después hacia el primero de los grandes lagos, el Tanganika, situado entre 6º y 8º de latitud austral; llegaron a él el 14 de febrero de 1858, y visitaron las diversas tribus de las orillas, en su mayor parte caníbales.

Partieron de allí el 25 de mayo, y regresaron a Kazeh el 20 de junio. En Kazeh, Burton, rendido de fatiga, permaneció enfermo algunos días, durante los cuales, Speke practicó una excursión de más de 300 millas hasta el lago Ukereue, que distinguió el 3 de agosto; pero no pudo ver su embocadura, sino a los 2º 3’ de latitud.

El 25 de agosto había regresado a Kazeh, y volvió a tomar con Burton el camino de Zanzíbar, que los dos intrépidos viajeros vieron de nuevo en marzo del año siguiente. Entonces volvieron a Inglaterra, y la Sociedad de Geografía de París les adjudicó su premio anual.

El doctor Fergusson fijó mucho su atención en que los dos exploradores no habían traspasado ni el 2º de latitud austral, ni el 29º de longitud Este. Tratábase, pues, de enlazar las exploraciones de Burton y Speke con las del doctor Barth, lo que equivalía a salvar una extensión de país de más de 12º.

V

SUEÑOS DE KENNEDY — ARTÍCULOS Y PRONOMBRES EN PLURAL

— INSINUACIONES DE DICK — PASEO POR LA COSTA DE ÁFRICA

— LO QUE QUEDA ENTRE LAS DOS PUNTAS DEL COMPÁS —

EXPOSICIONES ACTUALES — SPEKE Y GRANT — KRAPH,

DE DECKEN, DE HUEGLIN

El doctor Fergusson activaba afanoso los preparativos de su marcha. Él mismo dirigía la construcción de su aeróstato, con ciertas modificaciones acerca de las cuales guardaba un silencio absoluto.

Se había dedicado, desde mucho tiempo atrás, al estudio de la lengua árabe y de varios idiomas mandingos, en los cuales, gracias a su actitud de polígloto, hizo rápidos progresos.

Entretanto, su amigo el cazador no le dejaba ni a sol ni a sombra; porque sin duda temía que el doctor tomase el portante sin decirle una sola palabra, seguía dirigiéndole acerca del particular las arengas más persuasivas, sin persuadir con ellas a Samuel Fergusson, y se deshacía en súplicas patéticas que no conmovían en lo más mínimo el corazón del empedernido Dick; sentía cómo su amigo se le escapaba por momentos de las manos.

El pobre escocés era, en realidad, digno de lástima. No podía mirar sin terror la azulada bóveda del cielo, y al dormirse experimentaba balanceos vertiginosos, y todas las noches se le figuraba, soñando, que se despeñaba de inconmensurables alturas.

Debemos añadir que, durante tan terribles pesadillas, se cayó dos o tres veces de la cama. Su primer cuidado fue mostrar a Fergusson la señal de una fuerte contusión que recibió en la cabeza.

—¡Y, sin embargo —añadió con candor seráfico-—, tres pies de altura! ¡No más que tres pies de altura! ¡Y el chichón es como un huevo! ¡Juzga, pues!

Esta insinuación melancólica no conmovió al doctor.

—Nosotros no caeremos —dijo.

—¿Y si caemos?

—No caeremos.

El tono afirmativo del doctor dejó a Kennedy sin respuesta.

Lo que exasperaba muy particularmente a Dick era que el doctor, al parecer, hacía una abnegación perfecta de su personalidad, considerándole como irrevocablemente destinado a ser su compañero aéreo. Eso para el doctor ni siquiera era discutible, y así es que hacía un insoportable abuso del plural del pronombre de la primera persona.

—«Nosotros» vamos adelantando..., «nosotros» estaremos en disposición..., «nosotros» partiremos el día...

Y del singular, del adjetivo de posesión:

—«Nuestro» globo..., «nuestro» esquife.... «nuestra» exploración...

Y también del plural:

—«Nuestros» preparativos..., «nuestros» descubrimientos..., «nuetras» ascensiones..., «nuestras» exploraciones...

Dick sentía escalofríos, aunque estaba decidido a no marchar; pero no quería contrariar demasiado abiertamente a su amigo. Confesemos, no obstante, que sin darse él mismo cuenta de ello, había hecho venir poco a poco, de Edimburgo, algunos vestidos de caza y sus mejores escopetas.

Un día, después de reconocer que aun teniendo mucha suerte había mil probabilidades contra una de salir mal del negocio, fingió acceder a los deseos del doctor; pero para retardar el viaje todo lo posible y ganar tiempo, endilgó la sarta de escapatorias más variadas. Se cebó evidentemente en la utilidad de la expedición y en su oportunidad... ¿El descubrimiento del origen del Nilo era absolutamente necesario...? ¿Contribuiría en algo al bienestar de la Humanidad...? Cuando al fin y al cabo se consiguiese civilizar a las tribus de África, ¿se las habría hecho más felices? ¿Quién, además, podía asegurar que no estuviese en ellas la civilización más adelantada que en Europa? Nadie. Y, amén de todo, ¿no se podía aún esperar algún tiempo...? Un día u otro se atravesará el África completamente, y de una manera menos azarosa... Dentro de un mes, o de seis, o de un año, algún explorador llegará sin duda...

Estas insinuaciones producían un efecto enteramente contrario en su objetivo, y aumentaban la impaciencia del doctor.

—¿Quieres, pues, desgraciado Dick, pérfido amigo, que sea para otro la gloria que nos aguarda? ¿Quieres que haga traición a mi pasado? ¿Quieres que retroceda delante de obstáculos de poca importancia? ¿Quieres que pague con cobardes vacilaciones lo que por mí han hecho el Gobierno inglés y la Real Sociedad de Londres?

—Pero... —respondió Kennedy, que estaba poco acostumbrado a esta conjunción.

—Pero —replicó el doctor— ¿no sabes que mi viaje ha de concurrir al éxito de las empresas actuales? ¿Ignoras que nuevos exploradores avanzan hacia el centro de África?

—Sin embargo...

—Óyeme, Dick, y contempla este mapa.

Dick lo miró con resignación.

—Remonta el curso del Nilo —dijo el doctor Fergusson.

—Lo remonto —respondió dócilmente el escocés.

—Llega a Gondokoro.

—Ya he llegado.

Y Kennedy estaba pensando cuán fácil era un viaje semejante... en el mapa.

—Coge una punta de este compás —repuso el doctor—, y apóyala en esta ciudad, de la cual apenas han podido pasar los más audaces.

—Ya está.

—Sigue ahora este paralelo y llega a Kazeh.

—Bien.

—Sube por el 33º de longitud hasta la embocadura del lago Ukereue, en el punto en que se detuvo el teniente Speke.

—Ya estoy. A poco más me voy de cabeza al lago.

—¡Pues bien! ¿Sabes lo que tenemos derecho a suponer según los datos suministrados por las tribus ribereñas?

—No sé nada.

—Pues voy a decírtelo. Este lago, cuya extremidad inferior se halla a los 2º 30’ de latitud, debe extenderse igualmente a 2º 50’ encima del ecuador.

Dick contemplando el mapa.

—¿De veras?

—Y de esta extremidad septentrional surge una corriente de agua que necesariamente ha de ir a parar al Nilo, o a un afluente del mismo.

—Es cosa curiosa.

—Apoya la segunda punta del compás en esta extremidad del lago Ukereue.

—Está apoyada.

—¿Cuántos grados cuentas entre los dos puntos? —dijo Fergusson.

—Difícilmente llegan a dos.

—¿Ya sabes cuánto hace todo, Dick?

—No.

—Pues hace apenas 120 millas, es decir, nada.

—Casi nada, Samuel.

—¿Y sabes lo que pasa en este momento?

—¿Yo?

—Voy a decírtelo. La Sociedad de Geografía ha considerado como muy importante la exploración de este lago entrevisto por Speke. Bajo sus auspicios, el teniente, en la actualidad capitán Speke, se ha asociado al capitán Grant, del ejército de las Indias, y se han puesto los dos a la cabeza de una numerosa expedición generosamente subvencionada. Tienen confiada la misión de remontar el lago y volver a Gondokoro. Han recibido una subvención de más de 5.000 libras, y el gobernador de El Cabo ha puesto a su disposición soldados hotentotes. Partieron de Zanzíbar a últimos de octubre de 1860. Al mismo tiempo, el inglés John Patherick, cónsul de S. M. en Kartum, ha recibido del Foreign Office unas 700 libras, y debe tripular un buque de vapor en Kartum, abastecerlo suficientemente, y zarpar para Gondokoro donde aguardará la caravana del capitán Speke, y se hallará en disposición de proporcionarle víveres.

—Bien pensado —dijo Kennedy.

—Ya ves que el tiempo apremia si queremos participar de sus trabajos de exploración. Y hay más aún; mientras hay quien marcha con paso seguro al descubrimiento de los manantiales de que el Nilo es hijo, otros viajeros se dirigen audazmente al corazón de África.

—¿A pie? —contestó Kennedy.

—A pie —repitió el doctor, sin cuidarse de la insinuación—. El doctor Kraph se propone encaminarse al oeste por el Djob, río situado debajo del ecuador. El barón de Decken ha salido de Mombasa, ha reconocido las montañas de Kenia y de Kilimanjaro y penetra en el centro.

—¿A pie también?

—Todos a pie o montados en mulos.

—Para lo que yo quiero significar es exactamente lo mismo —replicó Kennedy.

—En fin —repuso el doctor—, M. de Hueglin, vicecónsul de Austria en Kartum, acaba de organizar una expedición muy importante, cuyo principal objeto es indagar el paradero del viajero Vogel, que en 1853 fue enviado al Sudán para asociarse a los trabajos del doctor Barth. En 1856 salió de Bornu, y resolvió explorar el país desconocido que se extiende entre el lago Chad y el Darfur. Desde entonces no ha reaparecido. Cartas recibidas en Alejandría, en junio de 1860, dicen que fue asesinado por orden del rey de Wadai; pero otras cartas, dirigidas por el doctor Hartimann al padre del viajero, afirman, con referencia a las narraciones de un felletah del Bornu, que Vogel no está más que prisionero en Wara, y, por consiguiente, no están perdidas todas las esperanzas. Bajo la presidencia del duque regente de Sajonia-Coburgo-Gotha, se ha formado una comisión de la que es secretario mi amigo Patermann; se han cubierto los gastos de la expedición con una suscripción nacional en la que han tomado parte muchísimos sabios; M. de Hueglin partió de Massaua en junio, y mientras busca las huellas de Vogel, debe explorar todo el país comprendido entre el Nilo y el Chad, es decir, enlazar las operaciones del capitán Speke con las del doctor Barth. ¡Y entonces África habrá sido cruzada del este al oeste!4.

—Y bien —respondió el escocés—, puesto que todo sin nosotros se empalma tan perfectamente, ¿qué vamos a hacer allí?

El doctor Fergusson dio la callada por respuesta, contentándose con encogerse de hombros.

VI

UN CRIADO EXCEPCIONAL — PERCIBE LOS SATÉLITES DE JÚPITER — CONTROVERSIA DE DICK Y JOE — LA DUDA Y LA CREENCIA —

EL PESO — JOE WELLINGTON — RECIBE MEDIA CORONA

El doctor Fergusson tenía un criado que respondía con diligencia al nombre de Joe. Era de una índole excelente. Su amo, cuyas órdenes obedecía e interpretaba siempre de una manera inteligente, le inspiraba una confianza absoluta y una adhesión sin límites. Era un caleb, aun cuando estaba siempre de buen humor y no refunfuñaba; no habría salido tan buen criado si lo hubieran mandado construir expresamente. Fergusson se confiaba enteramente a él para las minuciosidades de su existencia, y hacía perfectamente. ¡Raro y honrado Joe! ¡Un criado que dispone vuestra comida y tiene vuestro mismo paladar; que arregla vuestra maleta y no deja olvidadas las medias ni las camisas; que posee vuestras llaves y vuestros secretos y ni sisa ni murmura!

¡Pero qué hombre era también el doctor para el digno Joe! ¡Con qué respeto y confianza acogía sus decisiones! Cuando Fergusson había hablado, preciso era para responderle haber perdido el juicio. Todo lo que pensaba era justo; todo lo que decía, sensato; todo lo que mandaba, practicable; todo lo que emprendía, posible; todo lo que concluía, admirable. Aunque hubieseis hecho a Joe pedazos, lo que sin duda os habría repugnado, no le habríais hecho modificar en lo más mínimo el concepto que le merecía su amo.

Así es que cuando el doctor concibió el proyecto de atravesar el África por el aire, para Joe la empresa era cosa hecha. No había obstáculos posibles. Desde el momento en que Fergusson había resuelto partir, había llegado con su fiel servidor, porque el buen muchacho sabía bien que él sería uno de los viajeros, aunque nadie le había dicho una palabra.

Él, por otra parte, debía prestar grandes servicios por su inteligencia y su agilidad. Si hubiese sido preciso nombrar un profesor de gimnasia para los monos del Zoological Garden, que no dejan de ser listos, Joe habría indudablemente obtenido la plaza. Saltar, encaramarse, volar, ejecutar mil suertes imposibles eran para él cosa de juego.

Si Fergusson era la cabeza y Kennedy el brazo, Joe debía ser la mano. Había ya acompañado a su amo en varios viajes, y poseía alguna tintura de ciencia apropiada a su manera, pero se distinguía principalmente por una filosofía apacible, un optimismo encantador; todo le parecía fácil, lógico, natural y, por consiguiente, desconocía la necesidad de gruñir o de quejarse.

Retrato de Joe.

Poseía, entre otras cualidades, un poder y una extensión de vista asombrosa. Participaba con Moselin, el profesor de Kepler, de la rara facultad de distinguir sin anteojos los satélites de Júpiter y de contar en el grupo de las Pléyades catorce estrellas, de las cuales las últimas eran nueve veces mayores. No se envanecía por eso; todo lo contrario, saludaba de muy lejos, y en ciertas ocasiones sabía sacar partido de sus ojos.

Con la confianza que Joe tenía en el doctor, no son de extrañar las incesantes discusiones que se empeñaban entre Kennedy y el digno criado, si bien éste no dejaba nunca de guardar las debidas deferencias.

El uno dudaba, el otro creía; el uno era la previsión que ve siempre claro, el otro la confianza ciega, y el doctor se colocaba entre los dos, es decir, entre la duda y la fe, sin cuidarse ni de una ni de otra.

—¡Pues bien, señor Kennedy! —decía Joe.

—¿Y qué he de decir, muchacho?

—El momento se acerca. Parece que nos embarcamos para la Luna.

—Queréis decir la tierra de la Luna, lo que viene a ser lo mismo; pues tan peligroso es lo uno como lo otro.

—¡Peligroso! ¡Con un hombre como el doctor Fergusson!

—No quisiera matar tus ilusiones, mi querido Joe, pero lo que él trata de emprender es simplemente una locura. No partirá.

—¡No partirá! ¿No habéis, pues, visto su globo en el taller de MM. Mitchell, en el Borough?5

—Ni ganas.

—Os perdéis un hermoso espectáculo, señor mío. ¡Qué cosa tan preciosa! ¡Qué corte tan elegante! ¡Qué esquife tan encantador! ¡Estaremos dentro a nuestras anchuras!

—¿Cuentas, pues, con acompañar a tu amo?

—¡Yo! —replicó Joe con convicción—. ¡Yo le acompañaré donde él quiera! ¡Pues no faltaba más! ¡Dejarle ir solo, cuando juntos hemos corrido el mundo!

»¿Quién le sostendría cuando estuviese fatigado? ¿Quién le tendería una mano vigorosa para saltar un precipicio? ¿Quién le cuidaría si cayese malo? No, señor Dick, Joe no faltará nunca a su puesto cerca del doctor, o, por mejor decir, alrededor del doctor Fergusson.

—¡Buen muchacho!

—Además, vos iréis con nosotros —repuso Joe.

—¡Sin duda! —dijo Kennedy—. Os acompañaré para impedir hasta el último momento a Samuel que cometa una locura semejante. Le seguiré, si es preciso, hasta Zanzíbar, a fin de que la mano de un amigo le detenga en su proyecto insensato.

—No le detendréis, señor Kennedy, salvo vuestro respeto. Mi amo no es un calavera que obre ligeramente; medita mucho tiempo lo que va a emprender, y cuando ha tomado su resolución, no hay quien le apee de ella.

—Lo veremos.

—No alimentéis semejante esperanza. Lo que importa es que vos seáis de la comitiva. Para un cazador como vos, África es un país maravilloso, y por consiguiente no os arrepentiréis de vuestro viaje.

—Dices bien, no me arrepentiré, sobre todo si ese terco cede al fin a la evidencia.

—A propósito —dijo Joe—, ya sabréis que hoy nos pesan.

—¡Cómo! ¿Nos pesan?

—Sin duda vamos a pesarnos los tres: vos, mi amo y yo.

—¿Como jockeys?

—Como jockeys. Para tranquilizaros, no se os hará enflaquecer si sois demasiado pesado.

—Pues yo no me dejaré pesar —dijo el escocés.

—Pero, señor, parece que es necesario para su máquina.

—¿Qué me importa su máquina?

—¡Toma! ¿Y si por falta de cálculos exactos no pudiéramos subir?

—¿Qué más quisiera yo?

—Ved, señor Kennedy, que mi amo va a venir pronto a buscarnos.

—No iré.

—No querréis darle un desaire.

—Se lo daré.

—¡Bueno! —exclamó Joe riendo—. Habláis así porque no está él delante; pero cuando se os diga cara a cara: «Dick (salvo vuestro respeto), Dick, tengo necesidad de conocer exactamente tu peso», iréis, yo os respondo de ello.

—No iré.

En aquel mismo momento entró el doctor en su laboratorio, donde tenía lugar la conversación, y miró a Kennedy, el cual se sintió como encogido.

—Dick —dijo el doctor—, ven con Joe; tengo necesidad de saber cuánto pesáis los dos.

—Pero...

—No tendrás necesidad de quitarte el sombrero. Ven.

Y Kennedy fue con él.

Entraron los tres en el taller de MM. Mitchell, en el que había preparada una de esas balanzas llamadas romanas. Preciso era, efectivamente, que el doctor conociese el peso de sus compañeros para establecer el equilibrio de su aeróstato. Hizo, pues, subir a Dick a la plataforma de la balanza, y Dick, sin oponer ninguna resistencia, dijo a media voz:

—Bueno, bueno, verdaderamente esto no compromete a nada.

—Ciento cincuenta y tres libras —dijo el doctor apuntando este número en su libro de notas.

—¿Peso demasiado?

—No, señor Kennedy —replicó Joe—; y además, yo, en compensación, soy ligero.

Y diciendo esto, Joe tomó con entusiasmo en la plataforma el sitio del cazador, el cual al bajar hizo casi caer la balanza. Joe se colocó en la actitud de Wellington que remeda a Aquiles en la entrada de Hyde Park, y, aunque no llevaba el escudo, estaba magnífico.

—Ciento veinte libras —escribió el doctor.

—¡Bravo! —exclamó Joe.

—Ahora yo —dijo Fergusson, y añadió por propia cuenta ciento treinta y cinco libras.

—Pero, señor —repuso Joe—, si necesario fuese para vuestra expedición, yo, absteniéndome de comer, bien podría disminuir unas veinte libras.

—Es inútil, muchacho —respondió el doctor—; puedes comer cuanto quieras, y toma media corona para que te atraques como te dé la gana.

VII

PORMENORES GEOMÉTRICOS — CÁLCULO DE LA CAPACIDAD

DEL BUQUE — EL AERÓSTATO DOBLE — LA ENVOLTURA —

LA BARQUILLA — EL APARATO MISTERIOSO — LOS VÍVERES

— LA ADICIÓN FINAL

El doctor Fergusson se había ocupado desde hacía mucho tiempo de todos los pormenores de su expedición. Se comprende que el globo, el maravilloso vehículo destinado a transportarle por el aire, fue el objeto de su constante solicitud.

Desde luego, para no dar al aeróstato dimensiones excesivas, resolvió hincharlo con gas hidrógeno, que es catorce veces y media más ligero que el aire. La producción del hidrógeno es fácil, y es el que ha dado en los experimentos aerostáticos resultados más satisfactorios.

El doctor, calculando con la mayor exactitud, encontró que para los objetos que requería indispensablemente su viaje y para su aparato debía llevar un peso de 4.000 libras, y, por consiguiente, fue preciso investigar cuál sería la fuerza ascensional capaz de levantar este peso, y cuál por tanto debía ser la capacidad del aparato.

Un peso de 4.000 libras está representado por un desalojamiento de aire de 44.847 pies cúbicos6, lo que equivale a decir 44.847 pies cúbicos de aire, que pesan unas 4.000 libras.

Dando al globo esta capacidad de 44.847 pies cúbicos, y llenándolo en lugar de aire de gas hidrógeno, que por ser catorce veces y media más ligero, sólo pesa 276 libras, resulta una ruptura de equilibrio igual a la diferencia de 3.724 libras. Esta diferencia entre el peso del gas contenido en el globo y el peso del aire circundante constituye la fuerza ascensional del aeróstato.

Sin embargo, si se introdujesen en el globo los 44.847 pies cúbicos de gas de que hablamos, quedaría enteramente lleno, lo que no debe ser, porque a medida que el globo sube a las capas menos densas del aire, el gas que contiene tiende a dilatarse y no tardaría en romper la envoltura. Así, pues, los globos no se llenan generalmente más que hasta las dos terceras partes.