Cinder y el príncipe de Medianoche - Susan Ee - E-Book

Cinder y el príncipe de Medianoche E-Book

Susan Ee

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Beschreibung

  Una joven huérfana. Un reino oscuro y retorcido. Una guerra en la sombra con el fin de esclavizar hadas y despojarlas de su poder… Éste es el mundo de Cinder. Un mundo donde una chica puede tratarse como mercancía para ser presa humana de una cacería entre caballeros. Pero esta noche, incluso los depredadores podrían tener algo que temer. Esta noche, incluso un príncipe podría encontrarse atrapado entre las expectativas del Rey Oscuro… y una joven como ninguna otra. No te pierdas este sobrecogedor cuento de hadas de la célebre autora de la trilogía El fin de los tiempos.

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CAPÍTULO 1

Bajo la luna llena, Cinder corría por su vida.

Aceleraba entre los árboles, saltaba sobre los arroyos y escalaba rocas. Resollaba tan sonoramente que temía que el bosque entero la traicionara. Casi una niña, era toda una experta en correr y saltar, pero nada la había preparado para esto.

Alcanzaba a oír detrás de ella a los sabuesos aullando y ladrando. Escuchaba los cascos de los caballos a galope. Los hombres no tenían prisa, sólo lo hacían para divertirse. Ella había visto a algunos de sus potros de batalla engalanados con campanas y ribetes dorados con bridas bordadas. Era como si los Señores estuvieran por salir a desfilar por el pueblo.

A la luz de la luna se veían tan guapos como héroes de antaño cabalgando para salvar a la doncella en apuros. La primera vez que los vio congregarse afuera de las murallas del castillo, pensó que estaban ahí para detener la cacería. Por un momento, pensó que ella y las demás serían salvadas.

Pero en cuanto uno de ellos le dedicó una mirada lasciva, supo que estaba en un error. Esos hombres de aspecto noble eran los cazadores.

Pensó haber oído los relinchos de una montura espectral tan cerca que su pulso se aceleró; lo imaginó levantándose en dos patas con la crin y la cola llameantes. Sin embargo, sabía que los cazadores sólo montaban caballos ordinarios. Los caballos espectrales eran escasos y no era probable que los emplearan en presas tan débiles como ella.

Cinder ascendió una colina y se arriesgó a voltear para ver qué tan cerca se encontraban. Allá abajo, los perros cruzaban el arroyo. Pocos pasos detrás de ellos, los primeros cazadores estaban saliendo de entre los árboles, montados sobre sus caballos de batalla. Los hombres del reino oscuro iban riendo.

Se giró para correr pero se detuvo de súbito, sobresaltada: delante de ella, dos ojos enormes destellaban a la luz de la luna.

Asustada, dio un brinco y estuvo a punto de gritar, pero en ese momento se dio cuenta de que los ojos pertenecían a una chica. Se veía tan sobresaltada y aterrada como Cinder. Hubo un momento de alivio cuando entendieron que la otra no era un cazador, sino otra presa.

Las dos apartaron la mirada en silencio y corrieron en diferentes direcciones. Era la primera huida de Cinder, pero sentía la misma desesperación que las otras que ya habían pasado por esto.

Cinder se resbalaba por la fangosa ladera, llena de hojas secas. Se tropezó con el vestido y aterrizó dolorosamente de rodillas contra un árbol caído. Quiso desgarrar la tela y deshacerse de él, pero era la única protección que tenía contra el mundo. Lo levantó con ambas manos y corrió.

Los sabuesos debieron haber percibido el olor de la otra muchacha, porque sus ladridos cambiaron de dirección hacia ella. Cinder no pudo evitar mirar atrás.

Lo único que vio fue un bosque de sombras. La luna llena se abría paso entre los árboles con rayos entrecortados.

Detrás de Cinder, un caballo trotó estrepitosamente entre la maleza. Cuando ella volteó, se encontró con el corcel parado sobre dos patas, muy cerca.

Retrocedió dos pasos y tropezó. El relincho del caballo era ensordecedor, pero no era una montura espectral, sino una ordinaria. Eso le dio ánimo.

Quiso incorporarse. Antes de estar completamente en pie, ya estaba corriendo otra vez.

—¡Ahí estás! —el jinete sonaba ebrio… y parecía estar demasiado cerca.

Un peso enorme descendió sobre su espalda haciendo un ruido sordo cuando él fue a dar encima de ella. Cinder se golpeó con fuerza la barbilla y los brazos al caer.

Aplastada por el peso completo de un hombre, sus delgados músculos estaban en desventaja.

Pero ella no se rendiría. No podía.

El hombre posó los gruesos labios viscosos en su cara. Ella giró la cabeza de modo que él terminó lamiéndole la mejilla. Cinder volteó la cabeza otra vez y lo mordió.

En algún sitio entre los árboles cercanos, el grito de una joven resonó en medio de la noche. A lo lejos, se oían risas de hombres entre las sombras.

Su atacante se enojó y le dio una bofetada. Luego cerró el puño para golpear su rostro, pero Cinder movió la cabeza y lo esquivó. El puño aterrizó con fuerza en la roca en la que ella estaba tendida. El hombre aulló, lleno de dolor y furia.

Ella se retorció, pataleó y trató de librarse con todas sus fuerzas. Justo cuando estaba a punto de lograr escurrirse lejos de su captor, éste sujetó el escote de su vestido y lo rasgó.

Hasta ese momento, ella había estado aterrorizada, pero ahora la rabia también hacía que le hirviera la sangre.

Cinder tanteó entre la tierra y tomó lo primero que pudo: una piedra, sólida y redonda. Con todas sus fuerzas golpeó con ella la cabeza de su atacante.

Él gruñó sorprendido y rodó, para intentar alejarse de ella.

Por instinto, ella volvió a golpearlo con la piedra.

Él volvió a gruñir, pero esta vez ya no se movió. Era como si estuviera dormido, salvo por el líquido que resbalaba por su cabeza.

¿Lo había matado?

Cinder hizo a un lado las piernas del hombre y, como pudo, se alejó arrastrándose del lugar. Miró la piedra, aún en sus manos. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo afilada que estaba. Había tomado, sin ver, una piedra y había golpeado al hombre con el filo.

En ella había sangre.

Soltó la piedra y se puso en pie. Él podría levantarse en cualquier momento y atacarla otra vez.

Los sabuesos ladraban, ahora más cerca. ¿Habrían encontrado a la otra muchacha?

Cinder dio media vuelta y corrió. Dejó al hombre sangrando en el bosque.

CAPÍTULO 2

Cinder caminó durante horas sin rumbo fijo, intentando salir del bosque de sombras. Por momentos oía a los sabuesos ladrando o a los hombres gritando exaltados. Otras veces escuchaba alaridos. Horribles y espantosos alaridos.

Pero siguió oculta, sin dejar de moverse. Sabía que tarde o temprano encontraría los límites del bosque. Cuando las sombras de los árboles por fin se aclararon y empezaron a oírse los mugidos de las vacas, estuvo a punto de llorar de alivio.

Salió tambaleante del bosque. Sentía como si acabara de surgir de entre los muertos.

Para cuando llegó cojeando a su casa, ya estaba amaneciendo y el cielo empezaba a teñirse de rojo. Sus rodillas sangraban, en carne viva. Su vestido estaba hecho jirones. Tenía el cabello tan enmarañado que quizá tendría que cortarlo.

Lloró al ver su casa, grandes y agitados sollozos mientras miraba salir el sol sobre su alguna vez feliz hogar.

Se paró cerca de los almiares, a un campo de distancia de los confines del bosque. Años antes, ese bosque solía ser para ella un lugar encantado, un mundo de fantasía. Eran los años en que su padre mantenía lejos de Cinder la oscuridad del reino.

Pero las cosas habían cambiado. Ahora el bosque era un lugar terrorífico lleno de monstruos y pesadillas. En el hogar que tanto había amado, ahora mandaba una mujer que la había vendido.

Cinder quería huir y nunca volver. Quería a su padre de regreso. Y quería ser la niña que alguna vez había sido antes de dejar a un hombre inconsciente, sangrando en el bosque oscuro.

Se sentó y lloró durante largo tiempo, anhelando una vida diferente. Al final, llegó a la conclusión de siempre: no había otro lugar adonde ir. La única manera de salir del reino de Medianoche era a través del bosque. Sólo unos cuantos conocían el camino y no podían hablar de él sin permiso expreso del Rey Oscuro.

Aunque supiera cómo irse del reino, no tenía a quién acudir fuera de su madrastra.

Cuando Cinder entró a la casa cojeando, vio leche fresca y pan recién horneado sobre la mesa. Eso no era habitual.

Cualquier otro día habría engullido el festín, pero ahora no creía poder tolerarlo. Lo único que deseaba era dormir una semana entera.

Regresó como lo haría una anciana y subió las escaleras hasta su pequeña habitación en el ático. No le sorprendió no ver a nadie: era muy temprano, seguro estarían dormidas.

Al llegar a su habitación se detuvo. En la cama había un vestido. Estaba remendado y descolorido, pero serviría para sustituir los jirones que llevaba puestos.

Helene había sabido lo que pasaría.

Sabía que si Cinder sobrevivía a la noche, su vestido estaría estropeado. Helene sabía todas las cosas horribles que podían pasarle a Cinder en el bosque de noche con esos horribles hombres, supuestos “caballeros”, en sus corceles.

Habría llorado un poco más si no hubiera estado tan agotada. Lanzó el vestido al suelo y durmió como los muertos.

El siguiente día fue inesperadamente plácido para Cinder. No recordaba que Helene la hubiera dejado sola un día entero jamás. La vio, por supuesto, y seguía teniendo sus quehaceres habituales, pero su madrastra no le habló ni la miró a los ojos.

Helene también se había negado a mirar a Cinder el día anterior, cuando la dejó para la cacería y se llevó una bolsa de monedas a cambio. La mujer sólo le dio la espalda y se alejó mientras Cinder le rogaba ayuda.

Entonces Cinder no sabía qué iba a pasar, pero había oído rumores. Todo mundo ha escuchado sobre la cacería, aun cuando en la buena sociedad nadie la menciona. Pero ese día era diferente. Ese día, dondequiera que volteara había alguien hablando del asunto.

Cinder caminó entre los puestos del mercado intentando no fijar la mirada. Ser una de las muchachas de la cacería era algo vergonzoso. En ocasiones, incluso los pequeños arrojaban piedras a las supervivientes. Ahora Cinder era una de ellas.

—¿Supiste? Anoche una joven mató a un cazador.

Levantó la mirada. Dos vendedores hablaban con naturalidad, algo poco habitual cuando se trataba de la cacería.

—Sí, lo escuché, ¿no dicen que fue un hada salvaje quien lo atacó?

El primer vendedor bajó la voz.

—Eso no es más que un cuento que la familia del hombre inventó para paliar su vergüenza.

—Pero destrozaron el cuerpo, ¿no es así? Oí que le arrancaron un brazo a mordidas.

El primer vendedor arqueó las cejas.

—Algunos dicen que fue la joven —dijo con complicidad.

—¿La joven? —el segundo vendedor abrió los ojos como platos. Había en su mirada un brillo entusiasta. Recorrió con los ojos a la muchedumbre del mercado, como si estuviera imaginando encontrarse con aquella muchacha en ese lugar.

Cinder volteó antes de que aquel hombre pudiera ver la culpa en su rostro.

Caminó hacia el puesto de flores. A su madrastra le gustaba exhibir flores frescas cada vez que tenía invitados en casa. El puesto estaba engalanado de colores brillantes que olían a miel y verano.

Sus hermanastras, quienes por desgracia la habían acompañado ese día, murmuraban del hombre al que habían asesinado. Tammy decía que una pandilla de muchachas le había tendido una emboscada en el bosque; según Darlene, había sido una manada de lobisomes, dirigidos por una chica. La historia parecía crecer a cada minuto.

—Ya era hora —dijo Silver, la florista.

Esta florista, cuyo nombre significaba “plata”, tenía justamente el cabello plateado, y su puesto era el único del mercado que vendía flores, la mercancía más escasa en esas tierras. Algunos decían que prácticamente hacía falta magia para cultivarlas en el reino desde que el Rey Oscuro había subido al trono.

—¿Ya era hora de qué? —preguntó Tammy.

—De que una de esas jovencitas hiciera frente a esos hombres horribles —Silver manejaba la tijera con sus manos de abuela. Hacía los arreglos detrás de su nieta, Ruby, que cortaba las espinas puntiagudas de las rosas de largo tallo.

Cualquiera podía inscribirse en la cacería. Los cazadores pagaban por “voluntarios” para ser cazados. En ocasiones, gente sumamente pobre se inscribía por la recompensa, pero con mayor frecuencia la gente inscribía a alguien más sobre quien tuviera alguna autoridad. Los cazadores pagaban más por las muchachas, así que solían ser numerosas.

—No son más que chicas de dudosa reputación —dijo Tammy—. Su destino en la vida es servir.

Cinder se preguntaba si sus hermanastras sabían que su madre la había vendido para convertirse en una de esas chicas de dudosa reputación.

—Sí —dijo Darlene—. Los caballeros desfogan con ellas su natural agresión, y así pueden ser todos unos caballeros con nosotras, las damas.

—¡Oh! —exclamó Tammy sosteniendo una orquídea—, quiero ésta. Combina con mi vestido.

—Ésa no está en venta —repuso Silver.

Tammy estaba perpleja. ¿Por qué una florista no tendría en venta una de sus flores?

—Pero esta otra sí —continuó Silver levantando una rosa con muchas espinas y tendiéndosela a Tammy con un gesto agresivo—. Va de maravilla con tu dulce temperamento.

Tammy se irguió cuan alta era y miró a la florista con desdén.

—Eres una mujer molesta y detestable. Le diré a mamá que nunca jamás vuelva a darte una moneda.

Dio media vuelta y se fue enfurruñada. Darlene, riéndose por lo bajo, siguió a su hermana.

Con un suspiro, Silver dejó a un lado la flor espinosa y miró a Cinder con detenimiento. Ruby, que era un par de inviernos más joven que ella, levantó la mirada y le sonrió tímidamente a Cinder.

—Toma, jovencita —dijo Silver tendiéndole la orquídea—. Parece que esto podría alegrarte el día.

Cinder negó con la cabeza.

—No tengo dinero.

—No te pedí dinero. Le dije a tu desagradable hermanastra que no estaba a la venta, y es cierto. Pues la estoy regalando.

Cinder tomó la flor.

—Gracias —dijo con voz quebrada—. Hacía mucho tiempo que nadie era amable conmigo.

—Deja de sentir lástima por ti. Eres una muchacha fuerte, tal como tu padre. De la miseria, él se abrió paso por la vida y llegó a ser un hombre próspero. En la guerra y en la posguerra, ninguno de nosotros tenía algo, pero tu padre… él era fuerte y listo. Su sangre corre por tus venas. Deberías sentirte orgullosa.

Cinder trató de que los labios no le temblaran al oír esas gentiles palabras.

—Lo extraño.

Silver suspiró.

—Cuando tenía tu edad, jovencita, yo ya estaba peleando en la guerra con cuchillo y espada. ¿Crees que la vida es dura contigo? Te voy a decir con quién sí es dura. Esa muchacha que mató a ese rufián en la cacería, con ella lo es. Quizá fue una chiquilla sin más opción que defenderse. Ella podría darte una o dos lecciones.

Silver se giró y se puso a cortar sus flores como si siguiera peleando en la guerra y éstas fueran el enemigo.

CAPÍTULO 3

Al día siguiente, la madrastra de Cinder ya no sentía culpa, y la vida de ésta consistió en cumplir las órdenes urgentes de aquélla, que sólo provocaban quejas. Pasaron los días. En tanto Cinder fregaba las escaleras y sacudía los tapetes, sus hermanastras tomaban clases de piano y ballet.

Cinder hizo todo lo posible por olvidarse de la noche de la cacería, pero resultaba difícil cuando todo mundo hablaba de ello. Soñaba que la atrapaban. A veces, en las pesadillas aparecían los hombres del Rey Oscuro sacándola a rastras de su casa y acusándola a gritos del asesinato.

Unos días después de la cacería, el reino bullía con la noticia de que el Rey Oscuro, al enterarse de que una muchacha acorralada había matado a un noble, había reído a carcajadas. Le había resultado tan divertido que declaró que él mismo participaría en la siguiente.

De un momento a otro, la cacería, que había sido un secreto a voces en la tierra, estaba convirtiéndose en el último grito de la moda. La familia del noble muerto estaba tan indignada y avergonzada que ofreció una recompensa por la cabeza de la muchacha.

—Más te vale que te portes bien y seas muy amable, Cinder —dijo Helene mientras se abrochaba el nuevo collar de perlas—. Esa recompensa vale más que diez como tú. Dudo mucho que alguien pudiera creer que semejante andrajosa pudiera abordar a un noble, pero si me apuras, puedo perder la paciencia e intentar venderte por la mitad de la recompensa.

A Cinder se le aceleró el pulso: por un instante pensó que Helene sabía la verdad. Pero si hubiera olido siquiera la posibilidad de obtener dinero, Helene nunca habría girado de nuevo hacia el espejo como lo hizo. Cinder bajó la cabeza y se puso a fregar el piso, esperando que su madrastra cambiara de tema.

—Quizá corra con suerte y seas tú la que lastime a un noble en la siguiente cacería. Cómo desearía que un día de éstos te ganaras tu sustento.

Cinder dejó de fregar y miró a Helene.

—¿La siguiente cacería? —la sola idea la angustiaba.

—Hay una con cada luna llena, ya lo sabes. Tenemos bocas que alimentar, y en esta casa una debe intentar ganarse su sustento.

—Mamá —dijo Tammy entrando a la habitación entre aspavientos—, mis moños ya están muy viejos y descoloridos. ¿Debo sentirme avergonzada todos los días por la mala calidad de nuestras sedas?

Helene rodeó a la muchacha con el brazo y la condujo al salón.

—No te enojes, mi amor. Soy tan lista que ya descubrí una nueva fuente de ingresos. Mañana iremos al mercado y podrás escoger todos los colores que quieras.

Cinder se arrodilló y se quedó viendo el agua jabonosa en el piso. Una nueva fuente de ingresos. La siguiente cacería. Cada luna llena.

Empezó a temblar de pies a cabeza. Apenas podía respirar.

CAPÍTULO 4

A Cinder por lo general le gustaban los días de mercado, porque era cuando podía deambular algunas horas sola por el pueblo, sin otro mandado que comprar lo que se viera fresco.

Ese día, sin embargo, le costaba trabajo disfrutar cualquier cosa. La siguiente cacería se avecinaba. Faltaban semanas, pero llegaría tan inevitablemente como la luna crece y se llena.

Anduvo entre tropiezos, poco consciente de lo que estaba comprando, cuando vio el puesto de flores.

Se acercó al puesto y a la mujer de cabello plateado, que estaba entregando una canasta de flores a una cliente. Cinder esperó cortésmente hasta que ésta se fuera antes de hablar con la abuela.

—¿Me puede ayudar? ¿Por favor? —dijo con voz casi inaudible.

Silver la miró con ojos de lince.

—¿Ayudarte con qué, criatura?

Cinder miró alrededor para asegurarse de que nadie la estuviera escuchando. El mercado estaba muy concurrido, pero todo mundo parecía absorto en sus asuntos. De cualquier manera, habló en voz baja.

—Yo soy la muchacha que mató al noble en el bosque —susurró. Temblaba de pies a cabeza y las lágrimas empañaban sus ojos.

Silver puso cara de sorpresa.

—Mi madrastra volverá a mandarme a la cacería una y otra vez. Todos los meses, cuando haya luna llena. No sé qué hacer —intentó que no se le quebrara la voz.

Silver resopló y se irguió.

—Pues lloriquear no te va a servir de mucho.

Cinder pestañeó y sintió cómo el aguijón del tono de Silver secaba sus ojos. Nada como la indiferencia de los demás para que una muchacha se yerga y se disponga a seguir penosamente su camino. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Así está mejor —Silver le tendió una rosa—. Toma. Ven aquí atrás y ayúdame a quitarle las espinas. Por lo menos, así no vas a estorbar a mis clientes.

Cinder caminó vacilante al otro lado del puesto.

Silver le entregó un cuchillo para que cortara las espinas y raspara los tallos.

—Mi nieta Ruby solía ayudarme, pero ahora su padre le encarga muchos mandados.

Silver llevaba unos gruesos guantes para protegerse las manos. Cinder no, pero no se quejó.

Era reconfortante tener algo que hacer en lugar de inquietarse por lo que pasaría en algunas semanas. Cortó y raspó, aunque se espinara los dedos.

Cuando terminó con la primera rosa, Silver le tendió más. Cinder iba a decir que tenía cosas que hacer para su madrastra, pero la mujer ya se había volteado para hablar con una cliente. Cinder levantó otra rosa y comenzó a quitarle las espinas.

Silver atendía a las mujeres que iban llegando, pero en los momentos de tranquilidad no hablaba. Cinder supuso que la mujer pretendía ignorar su confesión. Así era la gente a veces: hace como que algo nunca pasó, y todos siguen con su vida. Tal vez aquélla era una de esas veces.

Sólo que Cinder no podía seguir con su vida como si nada hubiera pasado porque estaba por pasar otra vez. Sus manos empezaron a temblar y se espinó gravemente. La sangre brotó, le resbaló por los dedos y descendió por el tallo de la flor.

Silver se la quitó de la mano y le pasó un par de guantes.

—Toma, tontuela. No manches mis flores de sangre —dijo Silver tendiéndole unos guantes—. No queremos que alguna dama encuentre sangre en sus flores. ¿Qué tal si adquiere el gusto y viene por ti?

Silver limpió el tallo. Cinder la miró nerviosa. ¿En verdad hacían eso las damas?

Todas parecían tan recatadas y educadas, entonces supuso que su madrastra también lo era cuando estaba en público, aunque en privado era prácticamente un demonio.

Resultó mucho más fácil quitar las espinas con los guantes. Cuando Cinder terminó con las rosas, Silver le asignó la tarea de separar las flores secas y formar ramilletes para saldarlas.

—Lo siento, pero tengo que continuar con mis mandados.

—Así es, y no los vas a poder hacer si andas dando vueltas por el mercado.

Puso con brusquedad las flores secas en sus brazos. Poco a poco le fue dando más tareas y le enseñó cómo hacerlas. No hablaron más que de flores y de las habilidades manuales para ocuparse de ellas.

Cinder se fue tranquilizando. La calmaba estar ensimismada en sus tareas, y cada vez que venían a su mente los recuerdos de su carrera por el bosque oscuro, Silver le asignaba otra tarea que la absorbía hasta que descubría cómo cumplirla.

Al finalizar el día del mercado, Cinder ayudó a Silver a recoger y poner todo en una carretilla. Mientras acomodaba las flores que no se habían vendido, Cinder se sintió apesadumbrada.

Faltaba un día menos para la siguiente cacería.

Silver emprendió el camino sin despedirse. Tampoco se llevó las flores.

—Silver, se te olvidan las flores.

La mujer volteó a ver a Cinder.

—¿Qué esperas? —preguntó—. Ven y tráelas acá. No pretenderás que yo sola empuje todo esto hasta la casa, ¿o sí?

Silver dio media vuelta y se alejó.

CAPÍTULO 5

Cinder vio a Silver alejarse por el mercado. Había pasado todo el día ayudándole y aún le esperaban los mandados pendientes cuando llegara a casa. Con todo, ya en otras ocasiones se había quedado toda la tarde en el mercado.

Levantó la carretilla y la empujó detrás de Silver. La mujer era brusca y quizás un poco extraña, pero Cinder sabía que por lo menos no la odiaba, a diferencia de su madrastra.

Silver vivía en una choza rodeada de flores en los confines del bosque oscuro. Estaba bien cuidada y contrastaba con el resto de las casas del pueblo, que en su mayoría estaban manchadas por la humedad y eran oscuras, con ventanas cubiertas por apagadas cortinas. Casi nadie sonreía ni usaba ropa de colores brillantes. El negro era lo usual desde que Cinder tenía memoria.

En ese lugar, la única que tenía flores coloridas alrededor de su casa era Silver. En cualquier otra persona habría sido muy excéntrico, pues sólo los más ricos tenían flores en su jardín.

La única excepción era Silver, la única floricultora del lugar. Gracias a ella había perfume, gracias a ella había colores en los bailes de las damas elegantes y gracias a ella había abejas y miel. Así que Silver, aunque no era lo que se dice popular, era bien tolerada.

—Deja ahí la carretilla, muchacha, y entra.

Cinder vio el cielo, ya estaba anocheciendo. Cada año oscurecía más temprano que el año anterior. Ahora lo hacía a las tres de la tarde. No le gustaba la idea de caminar sola hasta su casa en la noche, pero era el tipo de cosas a las que todos estaban acostumbrándose ya.

La casita de Silver era un estallido de colores. Por todas partes había flores, ya fueran secas o recién cortadas. Otros habían intentado cultivarlas, sin mucho éxito. En manos de Silver, en cambio, casi todo el año había. El aroma era soberbio; aunque fuera otoño, estaba cargado de primavera.

La casita tenía una gran chimenea, y cerca de ella una mecedora de aspecto apacible. Frente a eso, una mesa llena de flores. La casa de Silver le dio a Cinder la bienvenida con el aroma a rosas, miel y estofado.

Esperaba que Silver se detuviera junto a la chimenea para encender el fuego, pero lo que hizo fue prender las velas y caminar a la habitación trasera. Silver era lo suficientemente acomodada para mantener una casa de dos habitaciones. Sólo los comerciantes y los nobles tenían casas con muchos cuartos.

Era casi inaudito que una vendedora del mercado viviera en una casita de madera petrificada con más de una habitación. Eso atestiguaba cuán valiosos eran considerados sus servicios.

Sin saber qué se esperaba de ella, Cinder siguió a Silver a la segunda habitación. Al entrar, dio un grito ahogado.

En vez de flores, había cuchillos, espadas, lanzas y toda clase de artículos militares. Armas y armaduras en las paredes, destellos de metal por todos los rincones.

—Quita esa cara de espanto —dijo Silver—. Toda mujer debería tener un arsenal en casa.

—Pero… ¿por qué? —preguntó Cinder, boquiabierta frente a los brillantes cuchillos y espadas, hechos especialmente para cuerpos más ligeros.

—Porque vivimos en un mundo donde hay odio y violencia, donde demasiadas de las historias que escuchamos son propaganda del Rey Oscuro, porque la mitad de la población puede matar a las mujeres impunemente. Porque nadie estará ahí para salvarnos.

Pasó el dedo por una cuchilla y la acarició, como si de un amante se tratara.

—Si alguien me pone la mano encima, morirá desangrado antes de saber de dónde vino el golpe.

Cinder la miraba con los ojos abiertos como platos.

—Pero tú eres una abuela, te he visto con tus nietos —dijo parpadeando, intentando entender.

—¿Y eso qué? ¿Crees que no puedes ser femenina y, al mismo tiempo, una gran guerrera? ¿Crees que las abuelas y las floristas no pueden cazar y defenderse de otros cazadores?

Parada en el armario de la floricultora, a Cinder le faltó el aire.

—Me pediste que te ayudara. No puedo salvarte, pero sí puedo enseñarte cómo salvarte tú. ¿Me entiendes? Será un trabajo arduo, más que cualquiera que hayas hecho hasta ahora. Porque cuando llegue el momento, estarás completamente sola, y sin suficiente entrenamiento no acertarás a mucho más que confundir a tu desgarbado cuerpo.

Caminó en torno a Cinder. Le apretó el brazo, le dio golpecitos en las pantorrillas.

—Y si tienes la suerte de sobrevivir a la siguiente cacería —continuó—, habrás pasado tu segunda prueba. Vuelve conmigo y te enseñaré cómo sobrevivir cada vez. A la larga, tal vez incluso esperes, impaciente, las cacerías.

Silver se detuvo frente a Cinder:

—A la larga, tal vez sean los cazadores quienes tengan miedo de entrar al bosque en noches de luna llena —había una chispa en su dura mirada—. Como debe de ser.

Cinder apenas podía respirar.

—¿Tú… tú me vas a enseñar?

Silver la miró de arriba abajo, como si la estuviera evaluando.

—Cuando empezaron las Guerras Salvajes, yo era más joven que tú. Flaca y larguirucha, con un cuerpo que todavía no acababa de adquirir su forma definitiva. Tenía la cabeza llena de cuentos, sobre besos de amor verdadero y un felices Para Siempre.

—¿Para Siempre? ¿El reino de luz y felicidad? Es difícil imaginarte a ti creyendo en ese cuento de hadas.

—No es un cuento de hadas, jovencita: es el reino contiguo. El Rey Oscuro vigila el camino que allá conduce y nos ordena a todos que nos refiramos a él como si de un tonto cuento de hadas se tratase, porque teme que todos sus súbditos vayan ahí en vez de quedarse en Medianoche.

Cinder parpadeó asombrada. Toda la vida le habían negado la existencia de ese lugar lleno de luz, y ahora sencillamente no podía creer lo que Silver le decía.

La florista notó su vacilación y suspiró.

—Sea como sea, las creencias pueden matar. Yo creía que las hadas eran divertidas criaturas, traviesas e inofensivas. Y vaya que esa creencia ha causado muchas muertes. Cuando empezaron las Guerras Salvajes, tuvimos que nombrarlas “hadas salvajes”, porque la gente las creía inofensivas.

Se movió para tomar un pequeño cuchillo, que tendió hacia Cinder.

—Prueba con éste.

El mango era más grande que la hoja, y sin embargo se sentía ligero y bien equilibrado en su mano.

—Pero es tan pequeño —la hoja no era más grande que el meñique de Cinder—. ¿Cómo podría luchar contra un jinete con esto?