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Quizá Cioran (1911-1995) —en palabras de Saint-John Perse, «el mayor prosador de la lengua francesa desde Paul Valéry»— sea uno de los escritores y pensadores más controvertidos del siglo XX, no ya por la naturaleza de sus reflexiones, sino por la contundencia de las mismas
Lector voraz de Schopenhauer, Nietzsche, y también de Heidegger, Simmel o Weininger, a los diecisiete años se inscribe en la facultad de Filosofía de Bucarest. Sufre importantes crisis de insomnio y pasa las noches sin dormir alternando entre la biblioteca y el burdel, en compañía de los pordioseros y de las prostitutas, con los cuales le gustaba charlar. Fue compañero de universidad de Ionesco y Eliade, con quienes forjó una amistad que duraría toda la vida. Tras una juventud de activismo político, se marchará a París, ciudad en la que mantuvo, durante muchos años, una existencia errática, sin hogar fijo y vagando de pensión en pensión.
Emil Cioran sabía que la vida era trigo sucio, pero en lugar de hacer lo que hacemos todos, es decir, callar y pensar que, bueno, que en fin, que ajo y agua, él lo dijo, lo escribió, lo denunció, se encaró con la vida, le cantó las cuarenta a la vida, legándonos una obra transida de lucidez, desenfado y clarividencia. Frente a tantos pensadores útiles, ¿de qué sirve leer a Cioran, tan nihilista, tan en desacuerdo con la existencia? Entre otras muchas cosas, sirve para recordarnos que ningún filósofo nos saca de una verdadera encrucijada vital: para quien está negado para la felicidad, no hay sabiduría que valga. Podemos encontrar sus obras editadas, pero en cambio apenas existen trabajos que indaguen en las entrañas de su pensamiento, y precisamente ahí es donde reside el logro principal de este Cioran. Manual de antiayuda. Con abundantes guiños humorísticos y con una magistral aprehensión de las ideas, Alberto Domínguez nos propone un singular acercamiento a la obra de Cioran, logrando que el lector penetre con jovialidad en un pensar audaz, perturbador y siempre sugestivo. Y no solo eso: la ironía y la crítica acerca de las grandes flaquezas de nuestra civilización vertebran un texto que aspira a cumplir una de las máximas de nuestro autor, la de que «solo se deberían escribir libros para decir cosas que uno no se atrevería a confiar a nadie».
Una biografía que muestra las numerosas facetas de Emil Cioran.
LO QUE DICE LA CRÍTICA
El relato biográfico de Liiceanu es generoso y perspicaz, como corresponde a tan buen conocedor no sólo de la obra, sino también de la persona del autor, pero además tiene el inapreciable complemento de la última y extensa entrevista de Cioran (poco antes de su hundimiento mental definitivo) (...) - El País
SOBRE EL AUTOR
Alberto Domínguez nació en Mataró (Barcelona) en 1975. Se licenció en Filosofía en la Universidad de Barcelona y ha colaborado en diversas publicaciones. Cioran. Manual de antiayuda es su primer libro.
EXTRACTO
Cioran decía que un libro debía incomodar, perturbar, sacudir al lector, que un libro cuya lectura te dejaba igual que estabas antes de leerlo no era un buen libro. Lo que, a mi modo de ver, más distinguía a Cioran del resto de escritores era precisamente el hecho de que todos sus libros te provocaban, que todos te vapuleaban el espíritu; a medida que iba leyendo cualquiera de sus obras, iba teniendo la sensación de que aquello era como la piedra Rosetta de la literatura —o de la filosofía, o del pensamiento, tanto da— que me permitía interpretar el mundo, a cada párrafo mi mente asentía, decía: «Sí, es lo que yo sospechaba, estaba en lo cierto, la vida es una equivocación».
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Seitenzahl: 401
Veröffentlichungsjahr: 2015
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Alberto Domínguez
Alberto Domínguez nació en Mataró (Barcelona) en 1975. Se licenció en Filosofía en la Universidad de Barcelona y ha colaborado en diversas publicaciones. Cioran. Manual de antiayuda es su primer libro.
Quizá Cioran (1911-1995) —en palabras de Saint-John Perse, «el mayor prosador de la lengua francesa desde Paul Valéry»— sea uno de los escritores y pensadores más controvertidos del siglo XX, no ya por la naturaleza de sus reflexiones, sino por la contundencia de las mismas. Lector voraz de Schopenhauer, Nietzsche, y también de Heidegger, Simmel o Weininger, a los diecisiete años se inscribe en la facultad de Filosofía de Bucarest. Sufre importantes crisis de insomnio y pasa las noches sin dormir alternando entre la biblioteca y el burdel, en compañía de los pordioseros y de las prostitutas, con los cuales le gustaba charlar. Fue compañero de universidad de Ionesco y Eliade, con quienes forjó una amistad que duraría toda la vida. Tras una juventud de activismo político, se marchará a París, ciudad en la que mantuvo, durante muchos años, una existencia errática, sin hogar fijo y vagando de pensión en pensión.
Emil Cioran sabía que la vida era trigo sucio, pero en lugar de hacer lo que hacemos todos, es decir, callar y pensar que, bueno, que en fin, que ajo y agua, él lo dijo, lo escribió, lo denunció, se encaró con la vida, le cantó las cuarenta a la vida, legándonos una obra transida de lucidez, desenfado y clarividencia. Frente a tantos pensadores útiles, ¿de qué sirve leer a Cioran, tan nihilista, tan en desacuerdo con la existencia? Entre otras muchas cosas, sirve para recordarnos que ningún filósofo nos saca de una verdadera encrucijada vital: para quien está negado para la felicidad, no hay sabiduría que valga. Podemos encontrar sus obras editadas, pero en cambio apenas existen trabajos que indaguen en las entrañas de su pensamiento, y precisamente ahí es donde reside el logro principal de este Cioran. Manual de antiayuda. Con abundantes guiños humorísticos y con una magistral aprehensión de las ideas, Alberto Domínguez nos propone un singular acercamiento a la obra de Cioran, logrando que el lector penetre con jovialidad en un pensar audaz, perturbador y siempre sugestivo. Y no solo eso: la ironía y la crítica acerca de las grandes flaquezas de nuestra civilización vertebran un texto que aspira a cumplir una de las máximas de nuestro autor, la de que «solo se deberían escribir libros para decir cosas que uno no se atrevería a confiar a nadie».
CIORAN
MANUAL DE ANTIAYUDA
MANUAL DE ANTIAYUDA
ALBERTO DOMÍNGUEZ
Primera edición: marzo de 2014
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a
08034 Barcelona
www.alreveseditorial.com
© Alberto Domínguez, 2014
© de la presente edición, 2014, Editorial Alrevés, S.L.
ISBN digital: 978-84-15900-43-6
Código IBIC: DS
Depósito legal: B. 3699-2014
Diseño de portada: Mauro Bianco
Producción del ebook: booqlab.com
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
A mis padres, por lo mucho que me han dado y lo poco que les he devuelto
La sociedad en que vivimos quiere destruirnos. El arma que emplea es la indiferencia, y hay que poner el dedo en la llaga y apretar bien fuerte. Hablar de lo abyecto: la enfermedad, la ausencia de amor, la fealdad... pero sin adherirse a ninguna idea ni profesar ninguna militancia. La militancia es para la gente feliz.
MICHEL HOUELLEBECQ
Prólogo
1. Despierta (y asume las consecuencias)
ABRE LOS OJOS. DOBLEMENTE DESPIERTO. ¿DESPERTAR PARA QUÉ?LO QUE SE PUEDE Y LO QUE NO SE PUEDE ESPERAR DE UNA PERSONA LÚCIDA. LA DUDA. DUDAR, ¿TRAGEDIA O DISTINCIÓN?POR SI DESPIERTAS
2. Maldita biología
EL PARAÍSO PERDIDO. UNA INFANCIA DEMASIADO FELIZ. EL PRINCIPIO DEL FIN. ALGUNAS DE LAS COSAS QUE PERDEMOS AL CRECER. LOS NIÑOS REPELENTES
3. Pero ¿por qué tenemos que trabajar?
¡MENUDO REGALO!EN CONTRA DEL TRABAJO. OMERTÀLABORAL. EL EJEMPLO DE CRISTO. ALABADO SEA BARTLEBY. VOCACIÓN DE NADA. EL EFECTOBOOMERANG. SOMOS PROVISIONALES. COMO UNA VIEJA LEYENDA
4. La convalecencia incurable
¡QUÉ ABURRIMIENTO!CAERSE DEL TIEMPO. TIEMPO Y TEDIO. EL CLAN DE LOS DIVERTIDOS. VIAJAR NO ES LA SOLUCIÓN. ENFERMOS DE TEDIO
5. Ser o no ser
VIVIR NO ES PARA TANTO. MIS CONDOLENCIAS POR EL NACIMIENTO DE SU HIJO. ¡QUÉ EXTRAÑO ES VIVIR!HACERSE A LA VIDA. CAMINOS CORTADOS. UNA VIEJA IDEA. EL FUTURO NUNCA SERÁ VUESTRO (AVISO A LAS NUEVAS GENERACIONES)
6. Un animal desgraciado
TEORÍA DEL HOMBRE. DEMASIADO OSADO. DE ANIMALES Y HOMBRES. MALDITO SEA EL DÍA EN EL QUE NOS PUSIMOS DE PIE. SOBREDOSIS DE HUMANIDAD. EL MILAGRO DE LAS CIUDADES. ROMPAMOS TODOS LOS ESPEJOS. EL ERROR DE NIETZSCHE
7. La felicidad imposible
CUESTIÓN DE GENES. ¡VIVA LA TRISTEZA!MÍNIMA FELICIDAD. UNA REFORMA EDUCATIVA. PERO ¿QUÉ ES LO QUE TE DUELE?SUFRIR ES SABER. BYE BYE LOVE. POSTSEXUALIDAD
8. Cuando la filosofía no consuela
FILOSOFÍA PARA TODOS LOS PÚBLICOS. GÉLIDA FILOSOFÍA. PALABRAS VACÍAS. NI TERAPIA NI CONSUELO. LA AUTOAYUDA NO AYUDA
9. Un error del corazón
ESTUVO BIEN CREER. CUANDO LA RAZÓN ENTRA POR LA PUERTA, LA FE SALTA POR LA VENTANA. NO APTO PARA MENORES. NI A IMAGEN NI SEMEJANZA. UNA Y NO MÁS. DE CASULLAS Y SACRAMENTOS
10. ¿De qué hablamos cuando hablamos (si es que hablamos) de la muerte?
EL VICIO DE VIVIR. CONOCIMIENTO DE LA MUERTE. PENSAR EN LA MUERTE. NO ES PECADO. PREDICAR SIN EL EJEMPLO. SUICÍDATE MIENTRAS PUEDAS. USOS DE LA MUERTE. REPLICANDO A LOS CLÁSICOS. UNA TRAMPA SEMÁNTICA
Epílogo. La indigencia de las palabras
Artistas invitados
Las obras de Cioran aparecen citadas bajo las siguientes siglas:
TE
La tentación de existir
IN
Del inconveniente de haber nacido
EA
Ejercicios de admiración y otros textos
AD
El aciago demiurgo
BP
Breviario de podredumbre
LQ
El libro de las quimeras
BV
Breviario de los vencidos
MY
Ese maldito yo
LS
De lágrimas y de santos
SA
Silogismos de la amargura
TA
Cuaderno de Talamanca
HU
Historia y utopía
CT
La caída en el tiempo
CD
En las cimas de la desesperación
DG
Desgarradura
CU
Cuadernos 1957-1972
CV
Conversaciones
OP
El ocaso del pensamiento
EN
Ejercicios negativos
SF
Sobre Francia
Hará unos diez años que leí por primera vez a Cioran. Yo era un chico de veinticinco, soltero, licenciado en Filosofía, trabajaba de auxiliar administrativo y me gustaba, entre otras cosas, leer y frecuentar librerías. Por aquel entonces, ya casi había desechado la idea de convertirme en escritor: lo había intentado, pero no daba la talla. Cervantes, Shakespeare, Salinger, Gómez de la Serna... Se había escrito ya tanto y tan bien, eran todos tan buenos, y, en comparación, tan falto de gancho y sin pegada y malo lo que yo escribía, que me dije que para qué, que no valía la pena, que pasaba, que mejor me dedicaba a leer, que dejaba la escritura para aquellos que no tenían tan aguzado el sentido de la vergüenza. Ignoraba que estaba a punto de dedicarme a la enseñanza, que es lo que hacemos los mediocres, los sintalento que, al contrario de lo que aconsejaba Quevedo, somos incapaces de igualar con la vida el pensamiento.
En aquella época, yo ya tenía formada lo que se dice una idea del mundo y de la vida: no me gustaban, ni el uno ni la otra, sentía que la existencia era un timo; me parecía que la vida estaba mal tasada (a mi entender, no valía la burrada que decían que valía), y para colmo, la muerte, la idea de la muerte, la cuestión de tener que morirme, se me instaló en la cabeza como una migraña crónica cuyo dolor aún perdura. Me preocupaba el hecho de ir por la vida con aquella cosmovisión tan negativa teniendo solo veinticinco años, pero ¿qué podía hacer? Quid pro quo, le decía yo al mundo, do ut des (no es que yo me dirigiese al mundo en latín, pero lo pongo así porque queda mejor y más serio), dame algo a cambio de estar aquí y admirarte y tratar de comprenderte, pero el muy codicioso se regía por la ley del embudo, lo ancho para él y lo estrecho para mí, yo quería que me declarase exento de la muerte y él solo me daba, juzgado desde cierto punto de vista, migajas: algún amigo, alguna chica, algún alcohol, nada más. Y lo peor de pensar que la vida era una cosa macabra era que no se lo podía decir a nadie, que, justo cuando se supone que uno está en edad de luchar y comerse el mundo y trabajar para labrarse o tener un buen futuro, yo no podía ir y decirle a mis padres o a mi novia que creía que no, que tenía la sensación de que no, que algo me decía que la vida —como la ciudad para Paco Martínez Soria— no era para mí.
De E. M. Cioran no sabía nada. Creo recordar que me sonaba su nombre y que lo relacionaba con la filosofía, pero nada más. Durante mis cuatro años de universidad, nunca oí hablar de él. En los anaqueles de las librerías estaba entre Cicerón y uno que jamás he leído pero cuyo nombre siempre me ha hecho gracia: Carlo M. Cipolla. Llegué a Cioran como suele llegar uno a los escritores, a través de lo que otros escritores habían escrito sobre él, es decir, por curiosidad. Podía considerarme un lector experimentado: llevaba leyendo toda la vida, leer era, sin duda, mi mayor pasión. Yo era como el que, acostumbrado a beber todos los días, se sabe capaz de trasegarse cuatro o cinco cervezas sin despeinarse. Y sin embargo...
No voy a decir que descubrir a Cioran me cambió la vida, que hay un antes y un después de Cioran, que, para mí, en cuanto a escritores, primero está Cioran y luego el resto, pero casi. Es evidente que antes de conocer a Cioran ya había leído a grandes escritores, y lo he seguido haciendo después: mi vida lectora no empieza y acaba en Cioran. Antes cité a unos cuantos, y podría nombrar a muchos más: Bukowski, Valle-Inclán, Céline, Muñoz Molina, Coetzee, todos magníficos. Pero había algo en los libros de Cioran que nunca había encontrado en otros libros: con estilo, ingenio e inteligencia decían exactamente lo que yo pensaba de la vida, todos sus libros, no el primero o el tercero, sino todos. De otros autores me gustaban más unas obras que otras; de Cioran me gustaban todas por igual. Los demás se iban por las ramas (ramas fascinantes: grandes historias, personajes inolvidables, Holden Caulfield, Henry Chinaski, etcétera); Cioran, en cambio, iba al grano, decía lo que yo quería oír y como yo lo quería oír. ¡Por el amor de Dios, aquel tipo de los Cárpatos me conocía como si me hubiese parido! Tal vez influyó el hecho de que estuviese algo fatigado de tramas novelescas, extenuado y aburrido de «la odiosa premeditación de la novela» (frase que Umbral gustaba de citar y que atribuía a André Breton), de que cada vez me costase más leer ficción (cosas de la edad), pero el caso es que en Cioran encontré a ese escritor con el que quedarse en el caso hipotético de que uno tuviese que quedarse con un solo escritor. A la clásica e irritante pregunta. «¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?», uno ya sabía qué responder: Breviario de podredumbre, La tentación de existir, Conversaciones, Desgarradura, cualquiera de ellos, según el día.
Cioran decía que un libro debía incomodar, perturbar, sacudir al lector, que un libro cuya lectura te dejaba igual que estabas antes de leerlo no era un buen libro. Lo que, a mi modo de ver, más distinguía a Cioran del resto de escritores era precisamente el hecho de que todos sus libros te provocaban, que todos te vapuleaban el espíritu; a medida que iba leyendo cualquiera de sus obras, iba teniendo la sensación de que aquello era como la piedra Rosetta de la literatura —o de la filosofía, o del pensamiento, tanto da— que me permitía interpretar el mundo, a cada párrafo mi mente asentía, decía: «Sí, es lo que yo sospechaba, estaba en lo cierto, la vida es una equivocación». (Aprovecho para decir que siempre pensé que los libros de Cioran deberían llevar una faja que avisase del peligro de su lectura, el símbolo del triángulo amarillo con una calavera o un rayo que advirtiese de que aquello no es un pasatiempo; leer a Cioran no tiene por qué ser perjudicial si uno, previamente, ya sabe o intuye que la existencia está viciada, pero puede ser letal si uno, como Leibniz, considera que el mundo no solo es que esté bien hecho, sino que no podría ser mejor de lo que es, y que la vida es un regalo maravilloso, y que volvería a nacer si pudiese.)
Cioran es, en esta obra mía, una figura tutelar, el escritor a la sombra del cual uno, con toda la modestia, se ha puesto a pensar; Cioran me ha dado el pie y yo, a partir de ahí, he comenzado a reflexionar con mayor o menor acierto, aportando luz o proyectando sombra, el lector decidirá. He meditado sobre los temas más caros al rumano: la lucidez, la acción, la infancia, el hombre, la desesperación, la existencia, la muerte... he hecho mías sus preocupaciones, hemos intimado, hemos compartido durante años las mismas obsesiones. Nos conocemos bien —presumo que yo lo conozco a él mejor que él a mí, cuestión de cronología—, y puedo asegurar que tenían razón Carlos Cañeque y Maite Grau cuando subtitularon su colección de conversaciones sobre Cioran «el pesimista seductor»: pasa por ser un tipo triste, melancólico, érase un hombre a la palabra suicidio pegado, un ser deprimido, derrotado, pero no es verdad, o no es esa la imagen que destila en sus libros. «Nadie fue menos lúgubre, nadie se rodeó de menos prosopopeya, nadie formuló diagnósticos más aterradores con un aire menos intimidatorio. ¿Podemos imaginar amable al ángel exterminador? Cioran lo era», escribió Fernando Savater. Su escritura —y, por extensión, su persona— es tremendamente atractiva y adictiva; escribe sobre la muerte, la enfermedad, la desolación, sí, pero combina como nadie el horror y el humor, sabe cuándo toca ponerse serio y cuándo hay que reírse de todo, cuándo ser profundo y cuándo mundano. Cioran, por su acidulado dandismo de hombre angustiado, por su porte y por el porte que tiene su obra, resulta cautivador —si la comparación es admisible, uno diría que vendría a ser algo así como el Porfirio Rubirosa de las letras—, y a mí, qué duda cabe, me sedujo.
Cuando comencé a escribir este libro me propuse un doble objetivo. Por un lado, acercar al (¿gran?) público la figura de Cioran, llamar la atención sobre Cioran, decirle a la gente: ¿sabéis que existe un señor que responde al nombre de Emil Cioran que, aparte de escribir bien, se atreve a decir lo que nadie dice? Es raro, casi escandaloso, pero Cioran es un desconocido; salvo cuatro expertos o frikis de la rama gusto por las pompas fúnebres y la vida entendida como una barrabasada, a Cioran no lo conoce ni su padre. Por el otro, quise ser (me resisto a decir «políticamente incorrecto», demasiado manido) audaz, valiente, y, en la estela de Cioran, pensar a la contra, pleitear con el mundo, sacar a la luz la cara fea y oculta de la existencia, revelar sus miserias e inconsistencias, dejar de ser el encubridor de una vida que al menor descuido nos hace la cama con la angustia y la muerte. Quise que este libro fuese una alternativa a tantas y tantas obras de autoayuda que copan las mesas de novedades y las listas de libros más vendidos, el contrapunto a tanto optimismo reinante (en las librerías, no en la vida, el clima actual invita a la aflicción), quise romper una lanza a favor de la tristeza y reivindicar el derecho a ser infeliz.
Dicho lo cual, lector, te deseo lo mejor. Que tras leer este libro sigas siendo feliz si ya lo eras, y que si no lo eras ni antes ni después, si la vida y la muerte te siguen atormentando, te consueles pensando que la culpa no es tuya, sino del mundo.
Si miras a tu alrededor verás a gente haciendo cosas. Personas que pasean, que trabajan, que comen, que hablan, que practican deporte, que conducen, que compran, que estudian, que viajan, etcétera. Personas, en definitiva, que viven. ¿Y si te dijera que mucha, que casi toda esa gente, en realidad, está dormida? Puedo imaginar tu respuesta: «Pero ¿qué estás diciendo, acaso te has vuelto loco? Yo también paseo, y como, y hablo. ¿Insinúas que yo también estoy dormido?». No, no lo estás, al menos en un sentido fisiológico o literal. Que yo sepa, nadie es capaz de leer mientras duerme, así que tranquilo, deja de pellizcarte: ahora estás despierto.
Cuando digo que la mayor parte de la gente está dormida me refiero a que no han visto lo esencial. ¿Y qué es lo esencial? Algo muy simple y complejo a la vez: que la vida es un fraude. ¿Puede algo ser simple y complejo al mismo tiempo? La vida lo es.
Lo esencial no se ve con los ojos, sino con la inteligencia. Ver significa comprender, y en eso consiste la lucidez: en despertar y comprender que la vida no está a la altura. ¡Claro que la vida tiene cosas buenas! Buenas películas, buenas amistades, buenos manjares... Pero no hablo de árboles, sino del bosque: la vida es un bosque tétrico. Son pocos los que se atreven a levantar la vista; la mayoría prefiere encadenarse a su árbol —a su trabajo, a sus hijos, a sus parejas—, aunque el árbol esté, a menudo, torcido y plagado de hongos. Todo con tal de no ver.
En la conmovedora película de Adolfo Aristarain Lugares comunes hay un momento en el que la voz en off de Federico Luppi reflexiona sobre la lucidez y declara lo siguiente: «La lucidez es un don y es un castigo. Está todo en la palabra. “Lúcido” viene de Lucifer, el arcángel rebelde, el demonio. Pero también se llama “Lucifer” el lucero del alba, la primera estrella, la más brillante, la última en apagarse. “Lúcido” viene de “Lucifer”, “Lucifer” viene de “luz” y de “fero”, que quiere decir “el que tiene luz”, “el que genera luz”, el que trae la luz que permite la visión interior, el bien y el mal, todo junto, el placer y el dolor. La lucidez es dolor, y el único placer que uno puede conocer, lo único que se parecerá remotamente a la alegría, será el placer de ser consciente de la propia lucidez. El silencio de la comprensión, el silencio del mero estar. En esto se van los años, en esto se fue la bella alegría animal».
La lucidez, tener una visión lúcida de la vida, trocar la bella alegría animal por la fea pesadumbre humana, podría compararse, por analogía, a:
Escena 1
Un niño asiste a la representación de una obra de teatro de guiñol. A mitad de la función, de camino al baño, por curiosidad, se asoma detrás del pequeño escenario. Horrorizado, ve a dos tipos feos y barbudos moviendo los títeres que él creía reales.
Escena 2
El día de Navidad, un niño recibe la visita de Papá Noel. Este lo coge en brazos y le pregunta si se ha portado bien y si ha sacado buenas notas. El niño contesta, pero mientras está hablando piensa que esa voz le suena, y que la barba blanca parece de mentira. No lo dice, pero está convencido de que Papá Noel es... ¡su tío!
Escena 3
En un espectáculo de magia, ver el as en la manga del mago, o el dedo gordo de plástico que utiliza para hacer desaparecer un pañuelo, o el doble fondo de su sombrero de copa.
Escena 4
Que en una película aparezca alguien volando y se vean los cables que lo mantienen en posición horizontal, o que en un plano se cuele un micrófono.
Estos cuatro ejemplos tienen algo en común: en todas las situaciones, alguien ve lo que no debería haber visto, alguien comprende lo que debería haber ignorado. Eso es la lucidez: abrir los ojos, ver lo que la vida no quiere que veamos. ¿Puede el niño de la Escena 1 ver otra obra de teatro de guiñol? ¿Y el niño de la Escena 2, podrá volver a hablar con Papá Noel? Quien ha descubierto los trucos de magia, ¿puede olvidar y asistir a otro espectáculo de ilusionismo? ¿Será capaz el espectador de la Escena 4 de seguir viendo la película? En todos los casos la respuesta es: sí, pero DE OTRA MANERA.
Aquellos que, por obra y gracia de la lucidez,
han visto o despertado o comprendido,
se parecen a esas personas que,
tras pasar meses o años en coma,
un día abren los ojos, vuelven a la vida.
¿Cómo van a ser los mismos que eran antes del percance?
La comatosa vida del lúcido acaba cuando este toma conciencia
de los dramáticos pormenores de la existencia.
¿Se le puede seguir llamando «vida» a lo que sigue a la truculenta revelación?
El que despierta, el que mira la vida lúcidamente, puede seguir viviendo. Pero no como antes. La lucidez, cuando llega, como una de esas visitas plastas que toman nuestra sala de estar y no se van nunca y a las que les da igual las veces que bostecemos y que insinuemos que tal vez se esté haciendo tarde, llega para quedarse.
Cioran padecía insomnio. Cuando la cama, lecho de faquir, lo mortificaba, salía a pasear: «Recuerdo que me pasaba horas paseando en plena ciudad: Sibiu es una ciudad muy hermosa, una ciudad alemana que data de la Edad Media. Con que salía hacia la medianoche y me paseaba, sencillamente, por las calles, solo había algunas putas y yo en una ciudad vacía, el silencio total: la provincia. Pasaba horas vagabundeando por la ciudad, como un fantasma, y todo lo que he escrito posteriormente fue elaborado durante aquellas noches» (CV).
Para entender a Cioran es preciso conocer su problema. Sería exagerado afirmar que toda su lucidez provenía de la falta de sueño. El estúpido que, además, es insomne, no se vuelve más inteligente durante la noche: pone la radio, ve la televisión, se lamenta o fuma, pero no ve más. Se podría decir que Cioran tenía algunas intuiciones, ciertos presentimientos diurnos, y que, gracias al insomnio, en lugar de lanzarlos al vertedero del sueño, reflexionó y meditó sobre ellos noche tras noche, un poco como el que cuenta ovejas para quedarse dormido. «Cada noche era igual a las otras, cada noche era eterna» (EN), recuerda, y durante esas noches interminables comienza a elaborar su rumia negativa, comienza a comprender.
Creo que el pesimismo es la principal consecuencia del insomnio de Cioran.
PHILIPPE GARNIER
Cioran define el insomnio como una «crucifixión única» (IN), como «una experiencia extraordinariamente dolorosa, una catástrofe» (CV). ¿Por qué? Porque si no dormimos, no hay ninguna diferencia entre el día y la noche, entre un día y otro: todo es lo mismo, nada se interrumpe: «¿Qué es el insomnio? ¡A las ocho de la mañana estás exactamente igual que a las ocho de la noche! No hay progreso alguno. No hay sino esa inmensa noche que está ahí. Y la vida solo es posible mediante la discontinuidad. Por eso soporta la gente la vida, gracias a la discontinuidad que da el sueño. La desaparición del sueño crea como una continuidad funesta» (CV). Para el insomne nada comienza al día siguiente, porque nada acaba la noche anterior.
El sueño, más que para descansar, sirve para olvidar. «Sin la facultad de olvidar, nuestro pasado tendría un peso tal sobre nuestro presente que no soportaríamos abordar un solo instante más, y mucho menos entrar en él. La vida solo le resulta soportable a los caracteres triviales, a aquellos que, precisamente, no recuerdan» (IN). El sueño enfría, atempera el sentimiento. La lógica de la vida nos exige dormir. Podemos acostarnos con ganas de asesinar, de llorar, desesperados, hundidos, derrotados. Pero a la mañana siguiente algo ha cambiado. La ira ha perdido fuerza, ya es otra cosa. Todos barruntamos que algo anda mal, que la existencia no es agua clara, amenazamos con denunciar, pero la vida nos soborna y compra nuestro silencio con la dádiva del sueño.
La misión del sueño es la de poner paz entre la vida y nosotros. Cualquier venganza que podamos urdir durante el día queda abortada por el sueño, porque por unas horas nos ausentamos de la existencia, y la vida y sus miserias ya no nos incumben. Cuando despertamos, ¿contra qué nos vamos a rebelar, si no tenemos tiempo, si el nuevo día nos reclama, nos impone tareas, trabajos, compromisos, nos distrae? «La conspiración triunfará esta noche», pensamos, pero la noche trae consigo el sueño, y el sueño, olvido.
El insomne, en cambio, es el que no olvida, el que no puede olvidar. Su lista de agravios contra la vida no solo no se aligera, sino que cada noche pasada de claro en claro robustece su rencor. Como apunta Cioran, «la vida es muy sencilla: la gente se levanta, pasa la jornada, trabaja, se cansa, después se acuesta, se despierta y vuelve a empezar otra jornada. El extraordinario fenómeno del insomnio hace que no haya discontinuidad. El sueño interrumpe un proceso. Pero el insomne está lúcido en plena noche, en cualquier momento, no hay diferencia entre el día y la noche. Es como un tiempo interminable» (CV).
Sabido es que la privación del sueño se considera una forma de tortura,
la «tortura blanca» —entiendo que por eso de no dejar dormir al detenido
y hacerle pasar la noche (y el día) «en blanco»—.
El exprimer ministro israelí Menachem Begin describió así
su experiencia con dicha tortura:
«En la cabeza del prisionero se empieza a crear una niebla.
Su espíritu está cansado hasta la muerte, sus piernas inestables,
y tiene un único deseo: dormir.
Cualquiera que haya experimentado este deseo
sabe que ni siquiera el hambre y la sed son comparables con él».
Cioran es, pues, el hombre que no puede dormir, el hombre que siempre está despierto. En un sentido físico. Mas la vela biológica lo lleva a la vela intelectual, a lo que hemos dado en llamar lucidez. Mantener abiertos los ojos de la cara le abre los ojos de la inteligencia: «El insomnio nos dispensa una luz que no deseamos, pero a la cual, inconscientemente, tendemos, una luz que reclamamos a pesar nuestro, contra nosotros mismos. A través de ella —y a expensas de nuestra salud— hallamos otra cosa, verdades peligrosas, nocivas, todo aquello que el sueño nos impedía entrever» (EA). ¿Cuáles son esas verdades «peligrosas» y «nocivas»?
Si, como revela el grabado de Goya, el sueño de la razón produce monstruos, ¿qué produce una inteligencia que no duerme, una razón que vela, en perpetua vigilia, qué ven los ojos siempre abiertos de la razón? Las traseras de la vida, la cara B, lo que no se dice, lo que no conviene ver. Al que no pega ojo no se le puede engañar. «[El insomnio] te hace comprender cosas que los otros no pueden comprender: el insomnio te coloca fuera de la esfera de los vivos, de la humanidad. Estás excluido» (CV). El escritor austríaco Thomas Bernhard describe así la controlada pero devastadora voladura de la realidad que presencia el insomne: «Las noches eran de insomnio, obtusas, grises... a veces me levantaba de un salto: y veía lentamente cómo todo lo imaginado se volvía falso, sin valor, cómo todo se iba volviendo sucesivamente, de forma lógica, [...] sin finalidad y sin sentido... Y descubrí que el entorno no quiere que se le abran los ojos».
El insomne se siente ninguneado, expulsado, resentido. Había sueño para todos menos para él. ¿Por qué? ¿Cuál es su pecado? Como la vida le da la espalda, decide pagarle con la misma moneda: primero la desprecia, después la ridiculiza, la deja en evidencia. A modo de represalia, tira de sus costuras y descubre lo mal confeccionada que está. La vida no lo quiere, pero él le planta cara y le da donde más le duele: en todo su (presunto) sentido. ¿Cómo? Con ironía, no tomándosela en serio, pasando de ella. Dándole un puntapié al gato que encerraba.
¿Para qué despertamos? Al menos Platón ofrecía algo a cambio: verdad y conocimiento. Pero ¿quién cree todavía en Platón? ¿De qué nos sirve quitarnos los grilletes y salir de la caverna? «Sacudir a las gentes, sacarlas de su sueño a sabiendas de que con ello se comete un crimen, y de que valdría mil veces más dejarlas donde están, puesto que al despertarlas no tenemos nada que proponerles» (IN), admite Cioran. El mundo inteligible, si alguna vez existió, ha desaparecido. Cuando por fin abrimos los ojos, contemplamos atónitos que «la realidad es una creación de nuestros excesos, de nuestras desmesuras y de nuestros desarreglos» (BP). Desearíamos cerrar los ojos y dormir otra vez, pero nos es imposible volver a conciliar el sueño. Cuando despertamos, despertamos para siempre, y descubrimos horripilados que no hay, que nunca hubo nada, y que «una vez abolidos nuestros símbolos por la lucidez, la vida es un amargo deambular entre templos aban-donados» (SF).
La lucidez, «equivalente negativo del éxtasis» (AD), es peligrosa. ¡Cuidado con ella! «En el fondo, la lucidez no es necesariamente compatible con la vida, incluso no lo es en absoluto» (CV). De hecho, «hay que reconocer que los que han comprendido son por lo general quienes han fracasado en la vida» (CV). No se es lúcido impunemente: hay que pagar por ver. La verdad nunca es gratis. ¿Que el saber no ocupa lugar? ¡Mentira! Todo conocimiento se paga, siempre se conoce a costa de algo. Pero, aunque inconveniente, la lucidez vale la pena. Es lo que nos hace humanos. No hay cabras lúcidas, ni peces lúcidos. «La lucidez, monopolio del hombre, representa el resultado del proceso de ruptura entre el espíritu y el mundo; es necesariamente conciencia de la conciencia y, si nos distinguimos de los animales, a ella sola corresponde el mérito o la falta por ello» (CT).
Tampoco se elige ser lúcido: la lucidez nos elige. Un buen día, algo —una tragedia personal, el angustioso silencio del universo, un trabajo ignominioso— nos hace despertar. Hasta ese instante todo encajaba: usábamos las herramientas, nos relacionábamos con los demás, disfrutábamos de los objetos y las cosas, el mundo estaba bien hecho (Jorge Guillén), y todo lo hacíamos de una manera sana, sin dobles intenciones, sin preguntarnos qué sentido tenía hacer lo que hacíamos. Pero la lucidez envenena nuestra manera de estar en el mundo. Equivale a una grieta, a una resquebrajadura: traza una línea en el suelo y nos coloca a un lado, solos y estupefactos. Desde nuestro lugar vemos el mundo, pero ya no podemos participar en él. Contraemos el vicio de preguntar y nos volvemos contemplativos en un mundo que vilipendia a los pasivos. No es algo que hayamos buscado, no es algo que se aprenda (uno no se propone ser lúcido, como tampoco se propone tener hambre o ser alto), sino que es algo así como una revelación, como la confirmación de una suspicacia hacia la vida que de manera más o menos consciente siempre nos había acompañado.
Si la lucidez no es sinónimo de inteligencia, tampoco lo es, por supuesto, de felicidad. De hecho, lucidez y felicidad son palabras antitéticas; el lúcido puede tolerar ciertas dosis de alegría o de contento, pero no está capacitado para ser feliz. «Los seres humanos más desgraciados son los que no tienen derecho a la inconsciencia. Poseer una conciencia permanentemente despierta, definir de nuevo sin cesar nuestra relación con el mundo, vivir en la tensión perpetua del conocimiento, equivale a estar perdido para la vida. El saber es una plaga, y la conciencia, una llaga abierta en el corazón de la vida» (CD). En palabras de Bernhard, «el hombre que piensa es por naturaleza un hombre infeliz [...]. Pero hasta el hombre infeliz puede ser feliz [...], siempre [...] en el sentido más auténtico de la palabra y del concepto, para pasar el tiempo». El lúcido solo puede aspirar a una felicidad de perfil bajo, a una felicidad indigna de ese nombre.
Cioran comprendía que hemos nacido desnudos de cuerpo y de espíritu en una tierra indiferente, pero con la extraña enfermedad de la conciencia.
FELIX DE AZÚA
Para vivir bien conviene comprender poco. El gran Montaigne recoge sendos adagios bíblicos que advierten del peligro del conocimiento y que convendría tener siempre presentes y que transcribo aquí, para que se conozcan:
1. «No sepas más de lo necesario, para no caer en la parálisis» (Eclesiastés 7, 17).
2. «No sepáis más de lo que conviene, sino sabed con sobriedad» (Romanos 12, 3).
Y es que saber está contraindicado en pacientes que quieren vivir sin embrollos mentales, saber complica la existencia. Todos queremos saber, queda bien decir que uno quiere saber —desde luego, mejor que decir que uno quiere ser un ceporro—, pero desear es gratis: como bien dijo Juvenal, «todo el mundo desea saber, pero solo unos pocos están dispuestos a pagar el precio». En alguna ocasión, hasta el sabio Cioran duda, vacila, parece renegar de su insano saber, parece que lo que sabe le amarga y le pesa; en un arrebato, tal vez sin pensar lo que escribe, quizá cansado de comprender y no ser feliz, siquiera en sentido figurado, se arrodilla, levanta la mirada al cielo, abre los brazos y grita: «¿Por qué no has hecho de mí un tonto eterno bajo tus imbéciles bóvedas, Dios mío?» (OP).
Antes o después, siempre surge el clásico dilema: ¿es mejor saber o no saber?, ¿acaso es preferible ser un papanatas espiritual o ciego de espíritu que ver, que lúcido? Uno piensa que, de perdidos al río, ya que nos ha tocado vivir (con lo enojoso y aperreado que puede llegar a ser), hay que vivir haciéndole la puñeta a la vida, es decir, cuestionándola, censurándola, amonestándola, cada uno en función de sus posibilidades, según lo mucho o poco que sepa; quien más sepa que amoneste y censure y cuestione más. Dejemos de ser los beatos, los feligreses de la parroquia de la vida, y convirtámonos en herejes, pese a que la delación se pague con la marginación y el desdoro, por mucho que saber y comunicar la verdad —en un mundo en el que muy pocos quieren saber la verdad— salga caro.
«Prefiero ser un Sócrates insatisfecho antes que un cerdo satisfecho»,
manifestó Stuart Mill, y alguien se preguntará:
«¿Y no sería mejor ser un Sócrates satisfecho?».
¡Toma, pues claro! Pero, queridos amigos,
no se puede tener todo. Estamos obligados a elegir:
saber o no saber, luz o tinieblas.
Y saber hace daño.
«Lo sé, morir es un incordio, y hay demasiado sufrimiento, pero con una vez que lo digas es suficiente, no sigas por ahí», parece decirnos la vida: tápate los ojos y dedícate a lo tuyo, esto es, a vivir sin importunar. No admite que se la cuestione, siempre quiere llevar la razón. Tarde o temprano, todo el mundo percibe, como escribiera Lorca, que la vida no es noble, ni buena, ni sagrada: hay que ser muy estúpido, demasiado estúpido, para no darse cuenta. Pero así como la mayoría obedece y mira para otro lado y vive como si no hubiera visto, como si no supiera, el lúcido no se apea nunca de esa percepción; vive, pero a trancas y barrancas, con mucha dificultad, muy a su pesar.
«Nunca entenderé cómo se puede vivir sabiendo que no se es, por lo menos, eterno» (IN), escribe Cioran. La lucidez, en este mundo, no nos hace mejores. No es ninguna ventaja, es un lastre, no nos beneficia. Nos hace malos («es difícil ser bueno cuando se es lúcido», dice, y con razón, Jules Renard). El lúcido se siente como un superdotado en una clase de mediocres: marginado, inadaptado, rechazado. Su elevado cociente intelectual es una rémora que le impide hacer amigos. Nadie lo quiere en su equipo, nunca lo invitan a los cumpleaños. El lúcido se sabe superior, pero los partidarios de la vida no lo tragan, los que han acatado las reglas del juego y han decidido vivir a toda costa, los que relativizan el miedo a la muerte, los que le quitan importancia al hecho de tener que morirse, pasan de él, del raro que a juicio de los provida solo dice tonterías.
Sería un error confundir al lúcido con el pasota. El lúcido quisiera intervenir, involucrarse en la existencia, pero no puede. «El mismo sentimiento de no pertenencia, de juego inútil, donde quiera que vaya: simulo interesarme por lo que no me importa, me afano por automatismo o por caridad, sin involucrarme jamás, sin estar nunca en ninguna parte. Lo que me atrae está en otro lado, y ese otro lado no sé qué es» (IN). No se abstiene por capricho, sino por destino. ¿Y qué hacer con ese suplemento de inteligencia desesperada, con esa sabiduría negativa que otorga la lucidez si, pese a todo, se quiere, se necesita, seguir viviendo? Il faut s’abêtir, ¡hay que entontecerse!, recomendaba Pascal. Hay que emborracharse, dirá Baudelaire, «hay que estar siempre borracho. Esa es la clave, esa es la única cuestión. Para no sentir la horrible carga del Tiempo que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que emborracharos sin tregua. ¿De qué? De vino, de poesía, de virtud, a vuestro antojo. Pero emborrachaos». El lúcido «ha comprendido prematuramente lo que no se debe comprender para vivir» (BP). Si pretende seguir en pie, por paradójico que resulte, debe emborracharse. ¡Extraña borrachera la que en lugar de tumbarlo lo mantiene erguido! Pero es que el lúcido ya no puede vivir a pelo, a pecho descubierto, al lúcido no se le puede mandar a la cama con una pera y un yogur natural en el cuerpo, necesita más, su hambre y su sed son insaciables, «se sale de lo corriente, no consiente ya el engaño» (AD), razón por la cual vivir como los demás, sin adulterar la realidad, le resulta imposible. Zombi de la existencia, o se hace adicto a algo —al alcohol, a la literatura, incluso a la propia desesperación—, o se cruza de brazos y se deja morir.
La relación que establece el lúcido con la acción
se asemeja a la que se da en el juego del gato y el ratón:
el primero intenta cazar al segundo, el segundo huye del primero.
En el caso del lúcido, la acción trata de darle caza a la inteligencia,
y esta hace lo posible por no caer en las felinas garras de la acción.
«El corazón, si pudiese pensar, se pararía», escribió Pessoa.
Al lúcido, si se le deja pensar un poquito, no actúa.
En palabras de Sartre,
«si actúa [...] lo hace por explosión, por sacudidas y cuando logra,
durante un minuto, engañar a su lucidez».
«Actuar es una cosa; saber que se actúa, otra» (TE). La lucidez es la inoportuna reflexión que precede a todos nuestros actos, que los condiciona, que los despoja de su necesaria espontaneidad. No es lo mismo comer que «saber que comemos», bailar que «saber que bailamos»; vernos hacer lo que hacemos, a cada instante, en todo momento, eso es la lucidez, un punto de vista inquietante, una ineludible y agotadora cavilación, saber que todo lo que hacemos lo hacemos para la muerte. Por todo ello, del lúcido se puede esperar, por ejemplo, que:
• Disfrute de una cena con amigos. «Hay muchos días que no me pongo ni la careta de salir, la mínima careta que se pone el hombre para mayores farsas», confiesa Ramón Gómez de la Serna en sus Nuevas páginas de mi vida. Como Ramón, el lúcido es el que no se pone la careta, el que se salta esa norma o uso social que por nuestro propio bien todos observamos, porque para él todo es farsa y nada importa y no vale la pena fingir, la hipocresía no va con él, es el fresco que dice su/la verdad a la cara. Por ello, será difícil que no recurra a la ironía, porque toda conversación, a oídos del lúcido, pide ser dinamitada. Sobre la ironía, escribe Cioran: «Todo hombre que llega a un grado determinado de distanciamiento y de ironía es necesariamente un farsante. En sus relaciones con los demás, se comporta como si nada hubiera cambiado, como si compartiese sus sentimientos, sus errores y sus verdades, pero no es capaz de ser sincero. Es falso por su profundidad, por la profundidad de una amargura clarividente. Maestro en todos los artificios de la simulación, ante él los hipócritas innatos, los mentirosos profesionales, los impostores inveterados y el resto de los predestinados a la lucidez no son sino un conjunto de ingenuos ejemplares que se enredan en el umbral de la Farsa» (EN). El lúcido es a la conversación lo que el hiperactivo a una tarea que requiera cierto sosiego: puede enfrascarse en ella durante breves momentos, pero en cuanto advierte lo que de inútil y manido y presuntuoso tiene todo diálogo, o se marcha o dispara sobre él toda su artillería, es decir, sus sarcasmos, sus ironías y sus comentarios absurdos y fuera de lugar. Representa su papel, tiende a parecer grosero y descortés, pero, a su manera, aun cuando sabe que estaría más guapo callado, solo pretende ser profundo. A pesar de todo, el vino ayuda a cloroformizar la desesperación y la angustia, por lo que puede llegar a pasar una velada agradable.
• Aprecie una obra artística. Schopenhauer decía que el arte, la contemplación estética, nos hace felices porque nos libera de nuestros deseos. El deseo produce insatisfacción, y mientras contemplamos una obra de arte no deseamos: solo hay deleite. El lúcido, si se aviene a gozar del arte, si accede a dejarse atrapar por una pintura, por un poema o por una sinfonía, deja sus tormentos en consigna y los recoge una vez acabada la experiencia. El arte anestesia la infelicidad.
• Se preocupe por algún asunto doméstico. Las aflicciones del lúcido son de naturaleza metafísica, no práctica. Lo que lo reconcome es la falta de sentido de la vida, no que una tubería pierda agua o que no funcione la conexión a Internet. Pero en su día a día, como en el de cualquiera, ese tipo de contrariedades abundan. ¿Puede el angustiado existencial, el que sabe que la vida es una mala pasada, preocuparse de veras porque su banco le ha cobrado una comisión sin avisar, o porque a su coche le toca pasar la ITV, o porque su teléfono móvil se ha quedado sin batería? Desgraciadamente, sí. No debería ser así, debería estar por encima de todas esas fruslerías, él, tan clarividente, pero por mucho que uno tenga que morirse y por muy absurda que sea la vida, cuando el coche marca reserva no queda más remedio que acudir a la gasolinera.
En todos estos casos, el lúcido se rinde a la inmediatez: cena «esta noche», disfruta «ahora» de una obra de arte, resuelve «ahora» un contratiempo. Todas sus acciones son a corto plazo. Sin pensárselo dos veces, se sube al tren de la vida y pone entre paréntesis sus objeciones: solo así puede hacer algo.
Por el contrario, el lúcido está incapacitado para pensar en el día de mañana. Para él, tan avezado en la contingencia del ser humano, el día de mañana es necesariamente trágico: es muerte, desaparición, incontestable punto y final. Todo pensamiento a la larga se torna inconsistente, y, lo que es peor, se adorna de elementos cementeriales: lápidas, cipreses, calaveras. ¿Cómo va a pensar el joven lúcido en lo que quiere ser de mayor? Bastante tiene, funámbulo de la vida, con no dejarse caer de la cuerda floja. De ahí que el lúcido, a los ojos de la gente, sea un fracasado: no ha venido a este mundo a acumular másteres y posgrados, sino a mirar con estupor cómo todos parecen desconocer lo que él, por suerte o por desgracia, conoce. «La hipertrofia —o, mejor dicho, el vicio de la lucidez— destruye todos nuestros actos futuros» (CU), advierte Cioran. Por todo ello, del lúcido no cabe esperar, por ejemplo, que:
• Acabe con el hambre en el mundo o descubra la vacuna del sida. No es que sea egoísta, ni que no lamente el sufrimiento de tantas personas. Lo que sucede es que su papel en esta vida no es el de mitigador del mal. No actúa a lo grande; puede ayudar a un individuo, pero la humanidad le trae sin cuidado. Su negociado, más modesto, es el de constatar, día tras día, que el hombre no tiene remedio, que la existencia está maldita. Prefiere pasar por aquí sin hacer ruido. Podría reformular el grito unamuniano: «¡Que descubran ellos!», «¡que lo hagan ellos!». ¿Quiénes? Los no contagiados de nihilismo.
• Se meta en política o forme parte de un club o grupo. «Aborrezco tanto el seguir como el guiar», escribió Nietzsche. Lobo estepario, el lúcido va por libre. Le parece inconcebible que alguien pueda tener «vocación pública», o que obedezca las directrices de un partido y se someta a su disciplina: «Quienes se afilian a un partido creen diferenciarse de quienes lo hacen a otro, cuando todos ellos, desde el momento en que escogen, coinciden en lo profundo, participan de una misma naturaleza y no se diferencian más que aparentemente en la máscara que asumen. Es estúpido pensar que la verdad depende de la elección, cuando, en realidad, toda toma de posición equivale a un desprecio de la verdad» (EA). El lúcido tiende a pensar que los políticos, si son honestos, adolecen de infantilismo: ¿de verdad creen en lo que hacen?, ¿ninguno ha despertado? El lúcido detesta al hombre y execra la existencia: su programa político estaría encaminado a favorecer la agonía del mundo. Lo suyo no es construir ni cooperar; porque conoce al ser humano, no quiere trato con él. Nada importante, viene a decir Cioran, se hace en grupo: «La única experiencia profunda es la que se hace en soledad. La que es el efecto de un contagio no deja de ser superficial: la experiencia de la nada no es una experiencia de grupo» (CV). Los grupos sirven para merendar o para hablar de fútbol, pero no para despotricar contra el silencio de Dios.
Si la lucidez fuera una operación aritmética, la duda sería su resultado. Cioran alaba a «los que han aprendido la Duda, única higiene posible del espíritu, los que nunca más se sumarán a la pestilencia de secta alguna» (EN). Ver las cosas como realmente son, en toda su trascendente desnudez, provoca, primero, parálisis: el que despierta se queda anonadado, noqueado por el crochet de derecha y el posterior uppercut que ha recibido de la realidad. Cae al cuadrilátero y, cuando vuelve en sí, todavía aturdido, se siente incapaz de juzgar: ha sido poseído por el escepticismo. La duda, como las lenguas de fuego sobre los apóstoles, se ha posado sobre él. Escribe Cioran: «La duda cae sobre nosotros como una calamidad; lejos de elegirla, caemos en ella. Y en vano intentamos deshacernos de ella o eludirla, no nos pierde de vista, pues no es siquiera cierto que caiga sobre nosotros, estaba en nosotros y estábamos predestinados a ella» (CT).
Lo natural es dudar. Para Cioran, «toda convicción inexpugnable nace de un desajuste mental. [...] el hombre con convicciones siempre es un maníaco» (EN). La duda es como una idea innata, nace con nosotros, está en nosotros desde siempre. Solo que en potencia. El descalabro que supone despertar, la conversión al auténtico conocimiento que es la lucidez, actualiza esa potencia, ese íntimo titubeo que nos impide tomar partido, afirmar o negar.
En El ángel exterminador