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«La vida se va construyendo como un entramado de hechos casuales y hechos voluntarios, que se suceden sin regla alguna (...), en un molesto desorden del que a menudo ni siquiera nos percatamos». Annibale Ricci Ribald es un ser verdaderamente detestable, un anciano notario de familia adinerada que vive en un nido de víboras atestado de víctimas que, a su vez, son también verdugos. La mujer y los hijos, las criadas y los empleados, los clientes y los vecinos, todos están llenos de mediocres resentimientos y culpas inconfesables. Pero un día el funcionario aparece muerto en su despacho en la costa de Romaña; y poco después, la comadrona que trajo al mundo a sus hijos corre también la misma suerte... Para esclarecer lo sucedido, el jefe de policía Macbetto Fusaroli volverá a contar en esta ocasión con la inestimable ayuda de Primo Casadei y su extraña familia de investigadores: su esposa Maria, una inmigrante china que aprendió italiano escuchando los culebrones de la radio; su amigo Proverbio; el simplón Pavolone y las pequeñas gemelas Beatrice y Berenice.
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Seitenzahl: 302
Veröffentlichungsjahr: 2016
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Edición en formato digital: junio de 2016
Título original: Circostanze casuali
En cubierta: fotografía de © Ollirg/Shutterstock.com
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Sellerio Editore, Palermo, 2010
© De la traducción, Carlos Gumpert
© Ediciones Siruela, S. A., 2016
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16749-83-6
Conversión a formato digital: María Belloso
A mi amigo Corrado,
quien, como yo, cree en la justicia.
A Carla y a Marina,
quienes creen algo menos en ella.
¿Cómo osamos hablar de las leyes de la casualidad?
¿No es acaso la casualidad la antítesis de toda ley?
BERTRAND RUSSELL
La naturaleza es boba y desordenada y su único
acto volitivo es la casualidad.
ALIETO TIBUZZI
Annibale Ricci Ribaldi, notario.
Maria Teresa, su mujer.
Veronica y Matteo, sus hijos.
Domenico, pasante.
Carla, oficinista.
Egle, secretaria.
Palmira, criada-gobernanta.
Zaira, gobernanta.
Anna y Paola, criadas.
El doctor Reggiani y el doctor Forlivesi, dermatólogos.
Veronica Schiassi, psicóloga.
Maite, joven argentina.
Abogado Antero Silvestrini, prometido de Veronica.
Rosa Stepponi, comadrona.
Libero, Sante y Gaetano, hijos de Platone Sensori, anarquista.
Anchise Silvestrini, abuelo de Antero.
Macbetto Fusaroli, subcomisario.
Primo Casadei, apodado Terzo.
Maria, su mujer.
Beatrice y Berenice, hijas de Primo y de Maria.
Pavolone, chico para todo de la familia.
Proverbio, amigo de la familia.
El presente volumen no es, no lo es realmente ni pretende serlo, un libro policiaco, sino más bien una historia que se refiere a una serie de acontecimientos provocados por la casualidad, los cuales, a su vez, de forma intermitente, dieron origen involuntariamente a una serie de actos determinados de manera racional, y es la exposición de cuanto al final resultó de la confusa contaminación entre el azar y la voluntad. Un libro policiaco que deja su desarrollo y la solución, en la medida que sea, en manos de la casualidad, se convierte automáticamente en el relato del suicidio del autor.
Los acontecimientos que aquí se leerán deben imaginarse como acaecidos durante una fase avanzada del otoño en una localidad marina de la costa de Romaña. No es fácil y no está al alcance de todos, lo reconozco, pues no son muchos los que se hallan familiarizados con las costas del Adriático en temporada baja, y los que creen que la conocen por lo general se engañan pensando que es suficiente con tener una casa abierta en el invierno y pasar en ella los fines de semana para entender la clase de vida que se ven obligados a llevar en lugares así sus ciudadanos, cuál es el carácter de estos y qué clase de viento político sopla por allí. Mucho me temo que no se trata más que de una ilusión.
En estas pequeñas ciudades asediadas por el esplín, adquieren especial relevancia las interpretaciones subjetivas de los acontecimientos, desempeña un papel importante la fantasía aburrida, que promueve grandes resonancias afectivas a partir de acontecimientos insignificantes: esa es la razón por la que puede llegar a ser muy importante saber distinguir la casualidad de la volición, pues, si bien la primera tiene, en todo caso, derecho de ciudadanía, la segunda resulta ásperamente juzgada en cualquier circunstancia. Por mi parte, me he interrogado acerca de la propia posibilidad de explicar los acontecimientos casuales de manera comprensible, de intentar, al menos, una definición que esté al alcance de todos. De procurar ponerlos en relación lógica con los acontecimientos a los que han dado origen. Claro está, se trata de hechos que se verifican sin orden, hechos que no es posible predecir. Los matemáticos afirman, en tal sentido, que el efecto global de un gran número de acontecimientos semejantes no deja de ser perfectamente predecible; es una manera de formular la ley empírica de la casualidad: en una serie de pruebas repetidas en las mismas condiciones, la frecuencia relativa de un acontecimiento tiende a coincidir con su probabilidad. Interesante, útil para los laboratorios y la investigación científica; pero ¿y para la vida? Personalmente, me ha tocado vivir periodos lo bastante largos durante los cuales los acontecimientos azarosos prevalecían y se sucedían sin pausa, mofándose de la probabilidad y de sus leyes. Tal vez no sea casualidad que la literatura y la mitología hayan abordado el asunto con algo de bochorno, presentándolo a menudo con nombres distintos y atribuyéndole historias, leyendas e incluso propósitos diferentes: de modo que el azar se ha visto confundido con el hado o el destino, o la fortuna, y se ha asomado al escenario de la vida vistiendo diferentes tipos de ropa, adquiriendo los rasgos de criaturas misteriosas, como las Parcas, las Moiras o las normas. En realidad, el hado y el destino no deberían confundirse en modo alguno con la casualidad, dado que se expresan con una secuencia fija de acontecimientos no previsibles, no evitables e invariables, mientras que la casualidad está regulada por una suerte de ley matemática. Sigo todavía, por lo tanto, en busca de definiciones, y en estos momentos no tengo nada más que ofrecer que esta historia.
No me gustan —debo hacerlo constar por corrección— aquellos que enlazan el destino con la intervención de un dios que no quiere firmar sus acciones (¿timidez?, ¿sentimientos de culpa?), lo escribió incluso Anatole France, que era mucho más severo que yo en sus juicios. No me gustan aquellos que imaginan una divinidad a la que hacen constantes y fieles referencias, mientras pasea de incógnito por las calles del mundo provocando daños y milagros casuales. Un dios estocástico con semejante propensión se merecería un arresto domiciliario en el Olimpo. Por otra parte, Cloto, Láquesis y Átropos actuaban a menudo en contra de la voluntad de Júpiter, quien era además su padre, y no porque no lo respetaran; era solo que no podían evitarlo, tenían que obedecer a la casualidad. Y yo no veo en la casualidad un corrector de injusticias, un protector de los oprimidos, un fabricante de magias virtuosas. La nature fait le mérite et la fortune le met en œuvre, escribió La Rochefoucauld, quien sacaba a colación la fortuna, pero que sin duda estaba pensando en la casualidad. Por el momento, me limito a estar de acuerdo con Hesíodo, quien definía el azar como «incomprensible» y lo asociaba con muchos misterios tenebrosos:
Parió la Noche al maldito Moros, a la negra Ker y a Tánato; parió también a Hipnos y engendró la tribu de los Sueños. Luego además la diosa, la oscura Noche, dio a luz sin acostarse con nadie a la Burla, al doloroso Lamento y a las Hespérides que, al otro lado del ilustre Océano, cuidan las bellas manzanas de oro y los árboles que producen el fruto.
Parió igualmente a las Moiras y las Keres, vengadoras implacables: a Cloto, a Láquesis y a Átropos, que conceden a los mortales, cuando nacen, la posesión del bien y del mal y persiguen los delitos de hombres y dioses. Nunca cejan las diosas en su terrible cólera antes de aplicar un amargo castigo a quien comete delitos.
También alumbró a Némesis, azote para los hombres mortales, la funesta Noche. Después de ella tuvo al Engaño, la Ternura y la funesta Vejez, y engendró a la astuta Eris1.
Estoy seguro de que tarde o temprano seré capaz de encontrar una definición, si tengo tiempo y paciencia, porque estoy seguro de que la encontraré por casualidad. Por lo demás, es difícil pensar en la casualidad como un acontecimiento de escasa importancia; Jacques Monod escribió su obra El azar y la necesidad para demostrar que la teoría de Darwin debe entenderse como una hipótesis que concibe la evolución como una suma de acontecimientos casuales y que en ello no hay nada finalista, ni en lo que concierne al hombre, ni en lo que atañe al mundo. Estamos aquí, pues, por casualidad, a la espera de que otra casualidad menos compasiva nos arranque de este mundo. Mientras tanto, pendiente de verificar lo que el azar tiene previsto para mí y de descubrir cuál es la longitud del hilo que me ha deparado la suerte, después de haber tratado en vano de entender las teorías de Merton sobre las consecuencias inesperadas, escribí este relato, que habla de acontecimientos casuales y de actos aparentemente volitivos que surgieron de ellos. La historia, en el orden en el que la secuencia de acontecimientos aleatorios se presenta, es producto de pura fantasía. Tomados singularmente, los acontecimientos ocurrieron en realidad casi (¡casi!) como el lector los leerá.
1 Traducción de Aurelio Pérez Jiménez en Hesíodo, Obras y fragmentos (Gredos, Madrid, 1983). (N. del T.)
En la costa de Romaña existen numerosas localidades, pequeñas, dispuestas en fila, una detrás de otra, bien separadas en invierno, unidas como si se tratara de una única ciudad muy pero que muy larga en verano, cuando llegan los turistas que ocupan todos los huecos disponibles y que parecen lo que son, gente decididamente resuelta a divertirse o a hacer como si se divirtiera. De este modo, quien acuda a la costa en agosto sacará la impresión de que la vida está hecha de pizzerías, discotecas, salas de baile, restaurantes de lujo y de que a una ciudad no le hacen ninguna falta en realidad médicos, abogados, tribunales, notarios. Los turistas empiezan a marcharse en septiembre, y a finales de octubre no queda ninguno; solo se dejan ver —aunque únicamente los sábados y domingos— los que tienen en la playa una segunda casa y a ella acuden durante todo el invierno, por más que, en el fondo, nadie entienda por qué lo hacen. De esta manera, desde octubre hasta finales de la primavera siguiente, veremos comparecer de nuevo a las auténticas ciudades, idénticas a todas las demás ciudades italianas, con los niños que van al colegio, los adolescentes que se reúnen siempre en las inmediaciones de los mismos bares, las familias que van ordenadamente a misa todos los domingos, los despachos profesionales que se llenan de clientes, algo de hueco para la política, algo de hueco para los deportes. Y, como en todas las ciudades romañolas que se respeten, con la gente que es abducida en sus hogares en cuanto comienza a oscurecer, fuera solamente se topa uno con los nuevos ciudadanos, ocupados en socializar entre ellos, al frío, y en ocupar los huecos que los viejos ciudadanos, en realidad, nunca han ocupado. Con todo, es cierto también que muchos habitantes de la costa romañola optan por pasar el invierno en otros lugares y que otros, especialmente los que se dedican a la construcción de las diversiones veraniegas, no teniendo mucho que hacer, aguardan el regreso de la primavera tratando de matar el aburrimiento, encomendando su propia supervivencia a invenciones y a fantasías que no todo el mundo reputaría legítimas, pero que muchos de nosotros consideramos graciosas.
Las pequeñas ciudades de la costa romañola no es que sean —con las debidas excepciones, como es natural— especialmente hermosas: hay hoteles de lujo, algunas señales que recuerdan todavía su historia —aquí un antiguo puente romano, allá una iglesia gótica o bizantina—, pero de lo que carecen sobre todo es de homogeneidad urbanística, puesto que no tienen mucho que ver con el pueblo a partir del cual se formaron. Quienes las han visto crecer, en realidad, perciben esa falta de uniformidad como una virtud, no como un defecto: las personas más ancianas recuerdan los grandes sacrificios del pueblo llano, toda la familia encerrada en el almacén, sobreviviendo como podían, para poder alquilar la casa durante los tres meses de verano a una familia de turistas, y luego invertir todas las ganancias para agregar un par de habitaciones, un segundo baño, una cocina más grande y, ¡ale hop!, he aquí que al cabo de unos cuantos años abría sus puertas la Pensión Primavera, precios módicos, cocina casera, la madre dedicada a preparar hojaldre, la tía Gertrude a hacer las camas, las dos hijas mayores a servir las mesas.
Las pequeñas ciudades de la costa romañola han ido creciendo así, no solo así, pero también así. Familias capaces de asumir grandes y continuos sacrificios, acostumbradas a no desaprovechar nada, a no tirar el dinero, sin importarles si en Rávena y en Forli se reían porque eran «los camareros de los alemanes». Había poco que hiciera gracia, había mucho que aprender.
Localidades con dos caras, por lo tanto, una más vividora en verano, otra más resignada y tradicional en otoño y en invierno. Pero ¿habrá algo de desbordamiento, puede pensarse en una cierta contaminación, aunque sea mínima? Personalmente creo que sí; no estoy del todo seguro, pero me imagino que algunos rayos de sol de los veranos más calurosos siguen calentando los lomos de algunos hombres y de algunas mujeres incluso cuando la temperatura cae por debajo del cero, y el ábrego del Adriático se deja notar en el nerviosismo generalizado de todo el mundo.
Será por eso, será por el carácter algo fogoso de los naturales de Romaña, será porque las ciudades pequeñas son chismosas y charlatanas y tarde o temprano viene a saberse todo sobre todos, la costa romañola es un lugar repleto de historias, casi todo el mundo tiene algo enterrado bajo las cenizas de la chimenea, casi todo el mundo sabe que basta con un poco de viento para que lo que ellos creían oculto salga de nuevo a la luz; todos saben, sin embargo, que reina una gran tolerancia, que incluso las personas que no te aprecian se detienen (casi siempre) un momento antes de hacerte daño; que existe en todo caso una concepción particular de la justicia, la mayoría de los ciudadanos preferirían, si pudieran, tomársela por su cuenta. Como sucede en todas las ciudades, en estas historias concurren siempre los mismos elementos: el sexo, por ejemplo, y el dinero, y los defectos más frecuentes de los hombres, su malignidad, su falta de escrúpulos, la envidia. Podría haber, es cierto, otras historias que contar, porque en esas mismas ciudades también se da la tolerancia, la compasión, la solidaridad, la honradez; pero, por desgracia, con sentimientos como esos se levantan historias que no le interesan a nadie, y que nadie se preocupa jamás por contar.
Y hay también sus buenas dosis de fatalismo, que hemos de tener en cuenta, hasta el extremo de que es convicción de muchos que los antiguos, en estas playas, edificaron numerosos templos dedicados a la casualidad.
El notario Annibale Ricci Ribaldi, sencillamente, no podía imaginarse que aquel día, el día de su sexagésimo noveno cumpleaños, había de ser también el último día de su vida. Tal vez, de haberlo sabido, habría cambiado de hábitos, por una vez al menos, y no habría bajado a su despacho, a las nueve de la mañana, como era su costumbre desde hacía casi cuarenta años; pero, si no hubiera bajado a su despacho, aquel no habría sido, con toda probabilidad, el último día de su vida. De modo que, ignorando su propio destino —como es justo y misericordioso que sea—, el notario Annibale Ricci Ribaldi fue a sentarse ante su mesa de trabajo, por última vez, aquella fría mañana de diciembre también; dio algunas breves instrucciones a una de las dos secretarias (a la otra, por costumbre, no le dirigía la palabra), se sentó en su sólido, comodísimo sillón (el mismo desde hacía casi cuarenta años) y empezó a despachar sus tareas cotidianas, apuntando en un enorme libro de registro todas las cosas que hacía, cartas leídas, cartas escritas, documentos corregidos, documentos firmados, llamadas telefónicas realizadas y recibidas. Los clientes se presentarían, como siempre, más tarde.
El notario Annibale Ricci Ribaldi es, sin lugar a dudas, el personaje clave de esta historia, aunque esté destinado a ser un protagonista activo solo durante unas cuantas horas, habiendo quedado su destino marcado desde el mismo momento de su entrada en el despacho: un par de horas y luego, paf, la muerte que se lo lleva consigo. Se hace necesario, por lo tanto —a la vez que útil y oportuno también, para la economía de este relato—, hablar de él «en vida» o, si el lector lo prefiere, de él «antes». Entre otras cosas, porque, solo conociendo el «antes», el «después» de esta historia adquirirá sentido.
Empecemos por el nombre, Ricci en Romaña hay muchísimos; Ricci con un segundo apellido agregado, muchos. La historia de ese segundo apellido es bien conocida: en tiempos de los Estados Pontificios un fulano llamado Ricci cometió un crimen, matando a un alto funcionario de la policía, y muchos de sus homónimos, para tomar las debidas distancias del asesino, habían solicitado y obtenido el poder añadir a su propio apellido el materno. En lo que atañe a Annibale, sin embargo, la cosa no estaba del todo clara, pues no faltaba gente que insinuara que Ribaldi no era un apellido, sino simplemente un adjetivo2, y que, en realidad, el notario era descendiente nada menos que de los Ricci asesinos, una especie de asociación delictiva muy activa en el siglo XIX.
Fuera apellido o adjetivo, lo que no podía negarse, sin embargo, era el hecho de que la familia Ricci Ribaldi se había ganado una buena reputación, por lo menos desde principios del siglo XX, cuando el abuelo de Annibale llegó a ser, aunque no fuera más que durante un corto periodo, subsecretario de Estado en uno de los gobiernos de Giolitti. El padre de Annibale, cuya profesión inicialmente hubiera debido ser la de médico, se había dedicado a la especulación con tierras y casas, justo en la época en la que aquella pequeña ciudad de Romaña se estaba expandiendo y había sido capaz de superar sin mayores daños incluso un proceso por colaboracionismo. Era a él a quien se debía la adquisición del hermoso palacio dieciochesco en el que ahora vivía y trabajaba Annibale, gestionando con sabiduría —excesiva, al decir de muchos— el conspicuo patrimonio que había recibido en herencia, siendo aún muy joven, dado que el padre había muerto prematuramente en circunstancias, digámoslo así, particulares.
La ciudad —pequeña, provinciana, particularmente aficionada al chismorreo— acababa de verse sacudida por un escándalo, uno de esos acontecimientos que alegran los salones de las familias bien durante un año por lo menos y que, en cualquier caso, pasan a formar parte de la «historia cívica», generalmente pobre en héroes positivos. El joven marqués Tesorieri había desaparecido de repente, en el sentido de que una noche no regresó a su antigua morada, de la que había salido al oscurecer para una breve —o eso por lo menos es lo que supusieron su esposa y sus familiares— paseata. Al principio, dio la impresión de ser una historia poco verosímil —nadie lo había visto, nadie recordaba haberse tropezado con él—, por lo que la policía —una vez excluidos el rapto y el asesinato— había comenzado a indagar, con las debidas cautelas, en su vida privada. La familia llegó a recurrir a un detective privado, y su anciana madre hizo venir desde la ciudad a una famosa médium, a la que se debía el hallazgo —o eso era lo que se decía— de un número incalculable de personas y de objetos perdidos. Fue uno de sus compañeros de parranda (por llamarlo de alguna manera, pues se trataba como mucho de algunas borracheras y de algunas veladas en las casa de mancebía de las ciudades cercanas) quien tuvo la ocurrencia de comprobar si por casualidad no había desaparecido también Tudina, muchacha de no exactamente buenas costumbres, con la que el marqués mantenía, desde hacía algún tiempo, comunión de vida nocturna. Y así, después de recabar algo de información, consiguió encontrarlos, en una pequeña casa de campo que el marqués había alquilado para su uso personal, muertos ambos a causa de las exhalaciones del gas de una estufilla que habían dejado imprudentemente encendida, abrazados aún, desnudos, en una cama repleta de ratones que se mostraron muy reacios a renunciar a tan rico banquete. Todavía no se había extinguido el primer mes de chismorreos, cuando se produjo la desaparición del padre de Annibale, un acontecimiento casi «fotocopiado» que llenó de inmediato a sus parientes de gran consternación, temiendo —¡ay, con cuánta razón!— que pudiera estarse repitiendo la tragedia de los dos amantes a los que mató el óxido de carbono. Las indagaciones fueron más cortas esta vez, todo el mundo sabía de quién era amante el buen doctor y dónde se refugiaban los dos pecadores para sus semanales congresos carnales: por si fuera poco, el padre de Annibale realizaba sus sacrificios a Venus siempre el mismo día de la semana, y el día correspondía; por último, sus mejores amigos, que conocían casi todas sus costumbres, estaban al corriente de la existencia de una estufilla que todos consideraban muy peligrosa, pero que el médico nunca había llegado a reemplazar por pura pereza. La tragedia resultaba aún más apetecible —para el paladar ciudadano— que la precedente, porque además de la notoriedad del amante varón había que contar con la de la mujer, que estaba en boca de todos cual esposa de un terrateniente más conocido generalmente como «Panìr», cesta, alusión no muy elegante a la cesta de caracoles, que para los habitantes de Romaña es el lugar donde pueden reunirse al mismo tiempo el mayor número de cuernos.
2 Para entender cuanto se dice en este pasaje, hay que aclarar que el adjetivo ribaldo significa en su uso corriente en italiano «canalla, malvado»; de ahí la maliciosa interpretación del apellido del personaje. (N. del T.)
La señora Ada, la esposa del doctor, había reaccionado bien ante la muerte de su marido y fatal ante el terrible descubrimiento de su infidelidad: se había negado a seguir el ataúd, había comenzado una campaña denigratoria en contra de la otra mujer, la nunca lo suficientemente vituperada Virginia (¡Virginia!), que según su resuelto modo de ver era la auténtica responsable de la tragedia. En lugar de encerrarse en una respetuosa (y prudente) discreción, se dedicó a pasearse por todos los salones contando detalles inéditos, chismes de nuevo cuño, casi siempre de dudosa verosimilitud, fingiendo incluso alegría y diversión. Lo único que se negaba a aceptar era la comparación (ofensiva) con la pareja que se había anticipado en seguir el mismo recorrido mortal, la del joven marqués y Tudina:
—Es que los nuestros, estimado señor, estaban vestidos.
Era la frase con la que cerraba la boca a quienes le planteaban la comparación.
Annibale, por su parte, lo había tomado aún peor. Hasta ese día había vivido como un buen chico próximo a su familia: aplicado en los estudios, excelentes notas siempre merecidas, unos cuantos amigos seleccionados con premura por su padre, alguna chica, nunca lo suficientemente buena ni lo suficientemente seria para llegar a gustar a su madre, y destinada por lo tanto a representar únicamente la oportunidad para una nueva decepción. El único verdadero sufrimiento se lo causaba su diabetes, que padecía desde que era niño, no porque fuera una enfermedad particularmente grave, o porque le impidiera alimentarse como él quería —no sentía el menor interés por la buena cocina, no probaba el alcohol y estaba tan delgado como un fideo— sino porque le obligaba a sufrir tres veces al día el oprobio de una aguja que se le introducía en la carne, un tormento al que no llegaba a acostumbrarse y que vivía de forma no muy diferente a la de un hombre condenado a la guillotina —imagíneselo el lector: tres guillotinas al día, todos los días...—.
La oposición a notario la había sacado a la primera, clasificándose entre los diez primeros, de modo que pudo elegir como primer destino una pequeña ciudad vecina a la que iba cómodamente en bicicleta, premisa natural para la apertura de un despacho en la ciudad. El descubrimiento de que su temido padre había sido un incauto proxeneta lo dejó consternado. En consecuencia, después de que su madre decidiera poner fin a sus histéricas representaciones y se envenenara con una cantidad de barbitúricos que los médicos juzgaron insuficientes incluso para un corto sueño (sus amigas estaban convencidas de que la pobre mujer quiso limitarse a poner en escena un suicidio pero acabó muriéndose de miedo ante la idea de que nadie llegara a tiempo para salvarla), cambió radicalmente su manera de ver las cosas y el mundo. Dejó de ir a la iglesia, suspendió todas las actividades caritativas de las que su familia llevaba décadas haciéndose cargo, olvidó de forma definitiva las tumbas de sus padres, empezó a hacer un uso «discutible» de la gran cantidad de dinero heredado, concediéndolo en préstamos con elevados tipos de interés y solo a personas que no podían sacar beneficio alguno en hacer públicas sus dificultades económicas. Reorganizó su vida de forma muy esquemática, sin dejar nada al azar. Vivía solo en la amplia vivienda del piso principal, solazado por una extraordinaria colección de armas medievales y por una cantidad inimaginable de libros antiguos, los únicos objetos hacia los que, a pesar de que hubieran sido atesorados por su padre y por su abuelo, mostraba ese afecto y ese respeto que desde luego no dispensaba a las personas, ni siquiera a los parientes. Había heredado de sus padres una cocinera y un par de sirvientes que despidió de inmediato, para reemplazarlos con personal que nunca había tenido contacto ni con su padre ni con su madre. Bajaba todas las mañanas a las nueve en punto a sus amplias oficinas, que ocupaban la mayor parte de la planta baja y en la que se reunía con sus tres colaboradores: un tal Domenico, «pasante» de su misma edad, que había ilusionado a su familia y amigos con la perspectiva de una brillante carrera profesional y que en cambio terminó siendo juzgado por fraude, un asunto menor que sin embargo le acarreó una condena, y que lo obligó a aceptar el primer trabajo que se le ofreciera, para no morir de hambre. Casi en las mismas condiciones se hallaba Carla, madre soltera repudiada por su familia de origen y que contaba exclusivamente con ese salario para sobrevivir y hacer que sobreviviera su criatura. Diferente, pero solo hasta cierto punto, era Egle, una chica con la que el notario tuvo un romance y que nunca había dejado de amarlo con lealtad y sumisión, hasta el extremo de aceptar trabajar para él con tal de estar a su lado. El punto de contacto entre estas tres pobres almas era el salario, establecido sin posibilidad de discusión ni esperanza de aumento por el notario, del que nos limitaremos a decir que no era generoso.
Seis días a la semana, por lo tanto, a las nueve en punto de la mañana, el notario bajaba al estudio, se sentaba ante su escritorio, intercambiaba unas cuantas palabras —las realmente indispensables— con el personal y empezaba a trabajar. Volvía a subir a su casa a la una para tomar un frugal almuerzo y echarse una breve siesta; a las tres estaba de nuevo en el despacho, donde permanecía trabajando hasta las ocho. La noche la reservaba por lo general al estudio, a la lectura, al cuidado de sus colecciones y a la música. Los domingos, sin embargo, Annibale desaparecía.
Las pocas personas que lo trataban sabían, más o menos, por qué desaparecía y adónde iba, y el apodo que le habían encasquetado era Teodoacre, como el personaje de una bien conocida poesía dialectal, que además, para ser el rey de los hérulos, «se iba de caza todos los días de la semana, pero el domingo no...», porque, según proseguía el poema, se hallaba en otra parte, en un lugar que la buena educación me impide mencionar aquí. Para nuestro Teodoacre, el lugar era una casa de citas en una ciudad cercana (una ciudad más grande, más tolerante y mucho, mucho más chispeante que aquella en la que el notario trabajaba y vivía), un lugar tan refinado, reservado y misterioso cuanto pueda uno imaginarse.
Creo que resultará conveniente, si el lector quiere entender algo más acerca de las personas que nacen y se crían en las pequeñas ciudades de provincia de la Romaña, que considere atentamente este rito de muchos solteros que —a causa de la timidez o por necesidad de no exponerse— buscan y encuentran satisfacción para sus necesidades sexuales acudiendo con asiduidad a las casas de citas. Detengámonos un poco más en ello.
En otros tiempos, cuando existían aún las casas de mancebía, las casas de citas representaban la categoría superior, aquella a la que solo tenía acceso la gente con posibles, quienes, además, necesitaban obtener una recomendación para ser admitidos, al menos la primera vez. No se trataba únicamente de la calidad de los productos a la venta la que marcaba la diferencia entre las dos categorías; había mucho más. En primer lugar, según se decía —y, en algunas ocasiones, hasta era cierto—, a las casas de citas acudían señoras de la pequeña y mediana burguesía, que buscaban allí algo de dinero para sus caprichos o algo de distracción y de alternativas para mejorar la calidad de sus vidas. Lo mismo se decía de muchas estudiantes, en particular de aquellas que dejaban sus localidades de origen para ir a estudiar a la universidad, sobre todo si no tenían novio oficial o si empezaban a vestirse de repente con una elegancia de la que en el instituto nunca habían podido hacer gala. Eso era, por encima de todo, lo que volvía locos a los hombres: muchos de ellos no podían evitar sentir cierto malestar y, a veces incluso hostilidad en relación con las prostitutas, cuya vulgaridad detestaban especialmente; les encantaba imaginarse que, en alcobas algo más costosas y algo más difíciles de conquistar, podían encontrarse con personas como ellos, engolosinadas por el deseo de aventurarse por caminos desconocidos y prohibidos, o incluso, por qué no, con buenas chicas tímidas y recatadas, obligadas por la necesidad o chantajeadas por la miseria, pero en conjunto parecidas a ellos, es decir, educadas, respetuosas y hasta algo curiosas y algo gruñonas. Es ese afán —o, si el lector lo prefiere, esa ilusión— lo que ha permitido sobrevivir a las casas de citas, incluso hoy en día, en un mundo en el que la industria del placer de pago ha cambiado sus rasgos distintivos y puede ofrecer a los clientes una variedad de encuentros en otros tiempos inconcebible.
Una vez admitidos en una de esas «moradas» —estoy tratando de no emplear la palabra «casa», para remachar la extraordinaria diferencia entre ambos ámbitos, en los que, en el fondo, se celebraban los mismos ritos—, los afortunados asistentes quedaban casi siempre impresionados por el estilo de la señora que los recibía, una mujer que nunca se mostraba vulgar, a menudo exhibía aún vestigios de una antigua belleza y utilizaba con habilidad y gran dominio del lenguaje todos los eufemismos necesarios para demostrar que en aquel lugar la gente se reunía para permitir a personas en una desesperada búsqueda de afecto perderse las unas en las otras, y que el dinero que pasaba de una a otra mano no servía en realidad para pagar el encuentro, sino para consentirlo; en el fondo, incluso el Estado paga considerables óbolos a la Iglesia para que sus sacerdotes puedan consolar a una humanidad doliente y necesitada de amor. Las mismas fotografías que se mostraban en un álbum de respetables dimensiones no eran nunca vulgares; muchos de los nuevos huéspedes tenían la impresión de estar curioseando entre los rostros sonrientes de sus propias compañeras de universidad o de instituto.
Quién señaló al notario aquella específica morada y puso los medios para que pudiera convertirse en uno de sus clientes nadie llegó a saberlo nunca; incluso es posible que el primer encuentro entre Annibale y el «laboratorio de alta costura» de doña Emma fuera casual. Lo que importa es que el notario, en aquella casa, se sintió a las mil maravillas y que, mientras siguió soltero, no la traicionó jamás. Entre él y doña Emma surgió rápidamente una relación de franca simpatía, y a las más asiduas de la casa les gustaba contar que «la señora», más de una vez, llegaba a concederse sin limitación alguna al notario; ella, que era notoriamente reacia a tales muestras de exuberancia; a él, que como era más que evidente carecía de todo atractivo varonil.
En realidad, el notario Annibale Ricci Ribaldi era francamente feo: de más de un metro noventa de altura, muy muy delgado, de rasgos vagamente femeninos dispersos en una carota indudablemente varonil, muy poca barba, pelo de color estropajo, parecía —o por lo menos era esa la opinión más extendida— una araña, una de esas arañas que se ven en los dibujos animados, de carota redonda, enorme boca sensual y muchas, muchas extremidades. Desde que empezó a pensar en las mujeres se dio cuenta de que poseía una clase de sexualidad casi exclusivamente mental, basada más que nada en la imaginación y el deseo, poco auxiliada por el aparato del que esta —como es obligado— se servía para dar cuerpo a sus fantasías. De este modo, el notario empleaba toda clase de trucos para poner de acuerdo cuerpo y mente, empezando por inyecciones de andrógenos, pronto abandonadas a causa de la diabetes, para pasar gradualmente a las prostaglandinas y a los distintos medicamentos que la ciencia ponía a disposición de personas como él. Puesto que era la fantasía la que seguía prevaleciendo, el hecho de acudir a aquella casa y poder confiar en una persona tan amable como demostraba serlo doña Emma le consentía explorar los rincones oscuros de su libido. Era, por ejemplo, costumbre de la casa que «la señora» le propusiera encuentros con chicas —jóvenes, discretas, tímidas, propensas al rubor, nunca vulgares— que habían declarado expresamente su falta de disposición para adaptarse a determinadas prestaciones sexuales, «eso no —afirmaban—; eso de verdad que no; ni me lo pida; antes prefiero marcharme». Le tocaba luego a él, aprovechándose de los puntos débiles que doña Emma le revelaba (y que casi siempre estaban emparentados con el dinero), convencerlas de que cambiaran de opinión, y no había nada que le diera tanto placer como arrancarles aquellas concesiones —había un regusto a humillación infligida y un aroma a violencia padecida que valía mucho más que el dinero gastado— y descubrir además, una y otra vez, que incluso en aquellos lugares era posible toparse con un pudor que podía ser violado...
Hasta el más imberbe de los psicoanalistas hubiera podido explicarle al notario Annibale lo que se celaba detrás de comportamientos como esos, pero incluso un psicoanalista experimentado se habría sorprendido al descubrir que todas aquellas misteriosas razones eran para él tan claras como el sol, y que el notario no tenía necesidad en absoluto de Freud para interpretar sus pulsiones. Lo que ni los psicoanalistas ni el bueno del notario se habrían imaginado jamás era el hecho de que el voluminoso escudo de protección que las decepciones familiares habían creado a su alrededor dejaba al descubierto una zona tan delicada cuanto frágil: el pobre Annibale sentía una inmensa, irracional piedad hacia sí mismo.
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