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La cuestión que se aborda en este libro se cuenta entre las más complejas que ha tenido que afrontar Europa en las últimas décadas. La paz firmada en Dayton en 1995 aún no ha logrado convertir a Bosnia y Herzegovina en un Estado funcional, integrador, eficaz e inequívocamente democrático. Sigue habiendo un problema bosnio, no tan sangriento como en otras épocas más o menos recientes de nuestra historia, pero en todo caso carente de solución, en cuya comprensión se centra este estudio. No hay futuro para Bosnia y Herzegovina que no pase por su efectiva integración en la Unión Europea. Y no hay lugar para Bosnia y Herzegovina en Europa si el país no abandona antes su estructura constitucional vigente y se encamina hacia la construcción de un Estado para todos los ciudadanos.
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Seitenzahl: 482
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Ciudadanía y etnicidad
en Bosnia y Herzegovina
ESMA KUČUKALIĆ IBRAHIMOVIĆ
Ciudadanía y etnicidad
en Bosnia y Herzegovina
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
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© Esma Kučukalić Ibrahimović, 2019© De esta edición: Universitat de València, 2019
Publicacions de la Universitat de València
Arts Gràfiques, 13 • 46010 València
http://[email protected]
Coordinación editorial: Juan Pérez Moreno
Imagen de cubierta: Sarajevo Rose, Jim Marshall (2016)Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
ISBN: 978-84-9134-465-0
A la generación que está dejando atrás la guerra
Las de Esenin se llamaban Shura y Katia.
Las de Majakowskij, Ludimilla y Olia.
Las mías, Nina y Raza.
Todas han muerto.
Raza y Nina con solo cincuenta días de distancia.
Han muerto
o, a decir verdad,
han sido asesinadas por la necesidad.
Ahora debo buscar en cualquier parte
una nueva hermana,
porque yo no puedo
vivir sin ser hermano.
IZET KIKO SARAJLIĆ
Índice
Tabla de abreviaturas
Prólogo
Introducción
Parte I. Dayton y la paz: un complejo binomio
1. El origen de la etnonación
2. Un Estado, dos entidades, tres pueblos constituyentes.
3. Cuotas, vetos y etnocracia: El sistema institucional y político de Bosnia y Herzegovina
Parte II. En el nombre del Etnos y el Tánatos
4. Etnias soberanas
5. Los «otros»: sujetos constitucionales, ciudadanos marginados
6. Del mapa étnico al mapa etnificado de Bosnia y Herzegovina
Parte III. Derechos y libertades en Bosnia y Herzegovina. Del papel a la piel
7. Los derechos y las libertades en el marco del sistema institucional de Bosnia y Herzegovina
8. Los mecanismos internacionales para la protección de los derechos y las libertades fundamentales en Bosnia y Herzegovina
9. Las instancias estatales para la protección de los derechos y las libertades
10. La violación como arma de guerra
A modo de conclusiones: Bosnia y Herzegovina, un Estado para la ciudadanía
Epílogo
Bibliografía
Tabla de abreviaturas
ACNUR
Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados
AEA
Acuerdo de Estabilización y Asociación
B
y
H
Bosnia y Herzegovina
CEDH
Convenio Europeo para los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales
CdE
Consejo de Europa
CEDAW
Comité de las Naciones Unidas para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer
DAYTON
Acuerdo Marco para la Paz en Bosnia y Herzegovina, Dayton, Ohio, Estados Unidos, firmado en noviembre de 1995, y formalmente en París el 14 de diciembre de 1995
EE. UU
.
Estados Unidos de América
EUFOR
Fuerzas de la Unión Europea
FB
yH
Federación de Bosnia y Herzegovina
HDZ
Hrvatska Demokratska Zajednica (Unión Demócrata Croata)
ICPM
Comisión Internacional para las Personas Desaparecidas
ICRC
Comité Internacional de la Cruz Roja
JMBG
Jedinstveni Matic ni Broj Građana (número de identidad único del ciudadano)
OHR
Office of High Representantive for Bosnia and Herzegovina (Oficina del Alto Representante para Bosnia y Herzegovina)
ONU
Organización de las Naciones Unidas
OSCE
Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa
OTAN
Organización del Tratado del Atlántico Norte
PIC
Peace Implementation Council (Consejo de Implementación de la Paz)
SDA
Stranka Demokratske Akcije (Partido de Acción Democrática)
SDP
Socijaldemokratska Partija (Partido Socialdemócrata)
SDS
Srpska Demokratska Stranka (Partido Demócrata Serbio)
SFOR
Stabilisation Force (Fuerza Multinacional de la
OTAN
)
SNSD
Savez Nezavisnih Socijaldemokrata (Alianza de Socialdemócratas Independientes)
SRS
Srpska Radikalna Stranka (Partido Radical Serbio)
TC
Tribunal Constitucional
TEDH
Tribunal Europeo de Derechos Humanos
TPIY
Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia
UE
Unión Europea
UNDP
The United Nations Development Programme (Programa para el Desarrollo de las Naciones Unidas)
UNPROFOR
United Nations Protection Force (Fuerzas de Protección de las Naciones Unidas)
Prólogo
Dos anécdotas, de las que fui testigo directo, ayudarán al lector a encuadrar debidamente el texto que ahora tiene entre sus manos. Dos anécdotas –en realidad dos sencillas frases: la primera una inocente pregunta; la segunda una simple exclamación– que dicen mucho y muy bueno, de un lado sobre el fondo, y de otro sobre la forma, del libro que Esma Kučukalić me ha pedido prologar.
La primera se verificó en vísperas del acto de defensa pública de la tesis doctoral de la que este libro trae causa. Como impone la normativa vigente, los tres miembros titulares y los tres suplentes del tribunal habían recibido meses atrás sendos ejemplares de la tesis, y de hecho habían emitido ya los preceptivos informes preliminares. De modo que no me cabe duda de que la habían leído o, incluso más que eso, que la habían analizado concienzudamente y con sobrado conocimiento de causa. Pese a ello, uno de los académicos que horas más tarde iban a juzgar el trabajo de Esma Kučukalić me agarró del brazo hasta hacer un aparte, y me preguntó con absoluta candidez: «La doctoranda… ¿de qué grupo étnico es?». Una interrogación que en mi opinión solo puede tener una explicación, aparte de la de su poca familiaridad con la compleja onomástica de los países balcánicos: la de que a lo largo del casi medio millar de páginas que componían su tesis doctoral, y pese a haber tocado en ellas temas tan objetivamente delicados como subjetivamente sensibles como el legado de la guerra en Bosnia y Herzegovina, el frágil equilibrio interétnico del país, el lento retorno de los refugiados, la cicatera reparación ofrecida a las víctimas, o la pervivencia de prácticas políticas detestables, la autora había sido capaz de atesorar una objetividad en su línea argumental suficiente como para suscitar dudas acerca de si por sus venas corría sangre de bosníacos, de serbios o de croatas. Una identificación que quienes viajamos a menudo por la península balcánica nos hemos acabado acostumbrando a ver proclamada, ostentada, y hasta gritada a los cuatro vientos en cada solapa, en cada coche y en cada esquina, y que en el caso de Esma Kučukalić resulta no solo discreta y elegantemente puesta de manifiesto en su vida cotidiana, sino sobre todo mantenida a una muy saludable distancia en su desempeño profesional y en su trabajo académico.
La segunda se verificó en el momento en que emprendimos el proceso de edición de este libro. Cualquiera que haya hecho –o dirigido–, una tesis doctoral y se haya internado después en el azaroso proceso de publicación de esta, se habrá encontrado con la bien conocida aprensión con la que los editores acogen este tipo de manuscritos. Las tesis doctorales son –por definición, y no sé si por necesidad–, textos enciclopédicos, densos e indescifrables, repletas muestras de erudición a menudo innecesarias, precedidos de interminables introducciones destinadas a hacer ostentación del dominio que el autor tiene sobre los más remotos aspectos de la materia que va a tratar, y seguidos de conclusiones ora petulantes, ora insustanciales. Y, en consecuencia, textos difícilmente legibles, y mucho más difíciles de vender, de los que con razón los editores huyen como de la peste, o alternativamente obligan a reescribir casi por entero antes de darlos a la imprenta. Y fue con esa prevención con la que la autora y quien suscribe acudimos a quien a la postre ha acabado editando este volumen, persuadidos de que nuestra primera visita al Servei de Publicacions de la Universitat de València iba a ser el primer asalto de un penoso tira y afloja que iba irremediablemente a terminar con un sustancial tijeretazo y una completa reescritura del material que traíamos bajo el brazo. Solo que nada de eso sucedió: para nuestra –o al menos mi– sorpresa, la opinión incluso preliminar de nuestro editor era que el texto estaba brillantemente escrito, muy bien estructurado, y excelentemente presentado, y que apenas precisaba de un pequeño retoque aquí y allá para poder entrar en imprenta.
De modo que lo que el lector tiene en sus manos es, para empezar, un análisis de contrastada objetividad –y probado rigor: olvidé señalar que el tribunal que la juzgó, compuesto por académicos de seis nacionalidades distintas, otorgó a la tesis doctoral de Esma Kučukalić la máxima calificación posible– y fácil lectura. Lo que, si en cualquier otra circunstancia sería ya loable, en esta lo es de manera muy especial.
Porque la cuestión que se aborda en este libro se cuenta entre las más complejas que ha tenido que afrontar Europa en las últimas décadas. Tanto, que los más avezados estadistas de nuestro continente han sido incapaces de encontrarle una solución definitiva, optando año tras año, cumbre tras cumbre, presidencia tras presidencia, por la prudente aunque timorata opción de prolongar el statu quo y cruzar los dedos en la esperanza de que nada hiciera estallar ese delicado juego de equilibrios que llamamos Bosnia y Herzegovina; mientras los políticos locales –llamarles estadistas me parecería excesivo– se escabullían con idéntica periodicidad de la responsabilidad de tomar entre sus manos su futuro, bien fuera para hallar un acuerdo aceptable para todos, bien fuera para hacer volar por los aires de una vez por todas el tablero de juego, y se refugiaban en la pequeña política, en el posibilismo, en el clientelismo, en el «qué hay de lo mío» que constituye desde el final de la guerra la columna vertebral de la política en Bosnia y Herzegovina. En efecto, si este libro ha debido ser escrito y merece ser leído cuando está ya a punto de concluir la segunda década del siglo XXI es porque la paz firmada en Dayton allá por 1995 aún no ha logrado convertir a Bosnia y Herzegovina en un Estado funcional, integrador, eficaz e inequívocamente democrático. Porque sigue habiendo un problema bosnio, sin duda menos sangriento que en otras épocas recientes y remotas de nuestra historia, pero en todo caso carente de solución, y a cuya comprensión se endereza este estudio.
Adicionalmente, la tesis –y utilizo ahora la palabra no tanto en su sentido más estricto como en el más genérico– que defiende Esma Kučukalić resulta ser la única compatible con la plena integración de Bosnia y Herzegovina en Europa, que a su vez resulta ser la única alternativa plausible para el efectivo desarrollo económico y la plena integración social del país. No hay futuro para Bosnia y Herzegovina que no pase por su efectiva integración en la Unión Europea, que con sus carencias y defectos sigue siendo a día de hoy sinónimo de estabilidad democrática, crecimiento económico, cohesión social, y seguridad tanto interna como externa. Y no hay lugar para Bosnia y Herzegovina en Europa si el país no abandona antes su estructura constitucional vigente, tan endiabladamente compleja como pasmosamente ineficaz, y se encamina con paso decidido hacia la construcción, sobre los hierros oxidados del Estado de todos los grupos étnicos que creó Dayton a fin de poner fin a la sangría de la guerra civil que por aquel entonces diezmaba todas y cada una de sus generaciones, de un Estado para todos los ciudadanos –y obsérvese el paso de la preposición posesiva a la preposición finalista–. Y esa y no otra es la tesis que defiende Esma Kučukalić : la de que va siendo hora no ya de restañar las heridas que dejó la guerra, sino incluso de superar las ententes a las que obligó la paz a fin de brindar a las nuevas generaciones de bosnios algo más que un diminuto terruño al que llamar «su tierra» y sobre el que poder gobernarse sin molestas interferencias foráneas.
Una tarea para la que el tiempo comienza a apremiar. Porque mientras Bosnia y Herzegovina permanezca detenida en el tiempo, ensimismada en sus cuitas internas, y fragmentada en cuerpo y alma, los ciudadanos bosnios seguirán viendo en esa Europa que se aleja el lugar donde poderse labrar el futuro que sus gobernantes no se preocupan por brindarles. Y tras hacerlo, acabarán forzosamente uniéndose a tantos hombres y mujeres plenos de energía, de vitalidad y de ideas –de los que la autora de este libro es un perfecto ejemplo– que abandonando la tierra que les vio nacer, hicieron mucho mejor el país que se prestó a acogerlos, y mucho más triste el que hubo de decirles adiós.
CARLOS FLORES JUBERÍAS
Catedrático de Derecho Constitucional
Universitat de València
Valencia, verano de 2018
Introducción
Y en ese instante comprendí que soy un extraño en mi vieja mahala, sobre los derruidos cimientos de la casa donde nací. Esa fue la última visita a la tumba de mis recuerdos de infancia.
REŠAD KADIĆ
Era la primavera de 1992. Con una taza de café en la mano y una amistad de décadas, pronunció la frase más terrible: «debes decidirte». «¿Decidir qué?». «En qué bando estás». «Uno solo puede decidir entre el bien y el mal». La guerra en Bosnia y Herzegovina llamó a la puerta vestida de amigos, vecinos, conciudadanos. Nada quedaba de aquella convicción de que «juntos seríamos más libres, independientes y fuertes que bajo un extraño», como escribiría Predrag Matvejević. La desintegración de Yugoslavia, las consecuencias morales, materiales e históricas que dejó, empujaron aquella idea al ostracismo.
Algunos siguen preguntándose cómo los pueblos que enarbolaron la bandera de la victoria sobre el fascismo fueron capaces de protagonizar aquel escenario de barbarie. Otros, incluso cuando vimos los tanques en Eslovenia y en Croacia, pensamos que aquel discurso litúrgico pronunciado en Gazimestan, a pocos kilómetros de Priština, capital de Kosovo –que se consideró como el principio del fin de Yugoslavia– no tendría sentido en Bosnia y Herzegovina. En aquel campo de Mirlos, el 28 de junio de 1989, Slobodan Milošević, rodeado de los representantes de la Iglesia ortodoxa estaba anunciando a decenas de miles de fieles el tiempo que estaba por llegar.
Entre el pueblo había alcanzado el estatus de culto. La fórmula se la enseñó precisamente la escuela del partido-Estado al que tenía que sobrevivir tras la evidencia de que, al igual que el telón, Yugoslavia como se conocía hasta entonces, se desvanecía. Pero no por ello debía ser asesinada. Aquel líder que, ante la mirada internacional se presentaba como el carismático estandarte de la integridad de una Yugoslavia unida, en el plano federal será el último eslabón del separatismo, aunque no el único. La desintegración del Estado, y el modo en que este lo hizo no fue el resultado de un solo hombre. La concatenación multifactorial en la que diversos agentes como la crisis económica; la pérdida de posición geoestratégica tras la guerra fría y también de los créditos internacionales; la consecuente aceleración de la depresión financiera y una profunda crisis política respecto del modelo constitucional –que garantizaba el derecho a la autodeterminación de los pueblos pero también la amortiguación de este derecho– y sobre cuál se debía asentar el futuro, vienen a resumir y a sacar a la luz el carácter protagonista de las élites políticas en este desmembramiento (véase Jović, 2001; Moneo Laín, 2006; Silber and Little, 1996; Malcolm, 1996; Rodríguez Andreu, 2017), dispuestas a ir a por todas.
Para Milošević, la eternidad estaba en el nacionalismo, aunque fuera bañado de sangre, tierra y épica. Lejos de ser un nuevo Tito –como figura supranacional que garantizase la continuidad de una federación heterogénea–, la llamada al identitarismo no hizo más que alimentar los totalitarismos y la histeria nacionalista del resto de los actores en juego, lo que generó en el conflicto un carácter eminentemente étnico. En Eslovenia, orquestado mediante una exquisita campaña mediática que comparaba su independencia con el mayo del 68; en Croacia, resucitando el germen de la «primavera croata» de los años setenta del siglo XX, que, con el nacionalista Franjo Tuđman como padre de la patria, perfilará un plan de lavado de cara que lo desvincule de la narrativa ustaša de la Segunda Guerra Mundial. Parafraseando a quién fuera miembro de la última presidencia de la Federación Yugoslava, el serbobosnio Bogić Bogićević, «entre el nacionalismo balcánico y el machete solo hay un paso».
En 1990, se celebrarían las primeras y únicas elecciones multipartidistas en las que arrasarán los partidos nacionalistas que por aquel entonces se jactaban de ser neocomunistas. Desde la perspectiva de Jović (2001), fueron un error estratégico pues, si la primera cita electoral hubiera sido federal –cosa que impidieron Serbia y Eslovenia– y no en el ámbito de cada república, probablemente se hubiera logrado una transición como Estado con un nuevo modelo federal, y quizá una disolución, pero del modo que lo hicieron por ejemplo la República Checa y Eslovaquia. No siendo así, aquellos comicios no hicieron más que cimentar la voluntad de romper el Estado nación yugoslavo, y constituirse en naciones Estado que, en el caso de Bosnia y Herzegovina, la única república verdaderamente multiétnica –como también lo era la propia federación yugoslava–, la conducirá al infierno. «Lo acaecido aquí no es fruto de la coexistencia de mezquitas, iglesias y sinagogas, sino que es el producto de haber elegido a misántropos como líderes de sus pueblos», dirán los analistas internacionales.
Vendrán años en los que no se dejará de repetir que los odios internos en Bosnia y Herzegovina son irreconciliables. Como si esa afirmación pudiera justificar el genocidio perpetrado en el patio trasero de la Unión Europea en pleno siglo XX. Es curioso que, a pesar de ser un argumento al uso, el fundamento étnico no es una cuestión ancestral en Bosnia y Herzegovina, tal y como lo retrata el historiador británico Noel Malcolm (1996) al decir que es «uno de los países de Europa con una historia casi ininterrumpida como construcción geopolítica desde la Edad Media hasta nuestros días». Pero, a pesar de su casi milenaria continuidad territorial, en su dimensión política tendrá constantes e intencionadas obstrucciones históricas de negación de su estatalidad –que siempre se ha caracterizado por un marcado carácter multiétnico–, y que se construirán sobre la premisa de que Bosnia y Herzegovina no ha tenido una nación propia en una equiparación del concepto de etnia con el de pueblo (Ibrahimagić, 2015). De este modo, y al contrario de lo que ocurre con la formulación moderna del Estado nación que entiende el demo como una comunidad social, de ciudadanos, con una organización política y territorial, independientemente de su pertenencia étnica o religiosa, Tuđman llegará a decir sobre Bosnia y Herzegovina que no es una nación porque la habitan varias sangres. «¿Cómo quieren de esa mezcla y de esa situación étnicamente tan impura modelar un conjunto? No señores, Bosnia debe desaparecer» (ibid., recogido del libro Le lys et la cendre del filósofo francés Bernard Henri Lévy).
Cabe pues recordar que, durante buena parte del período medieval, entre 1180 y 1463, fue un reino independiente y sus habitantes, que profesaban diferentes credos, como la conocida como la iglesia bosnia (maniqueos), la católica o la ortodoxa, se hacían llamar bošnjani. Durante el período del Imperio otomano, a largo de cinco siglos, se usó el término bošnjaci que englobaba tanto a ortodoxos y católicos como a musulmanes (krstjani, ristjani y muslimani), para denominar al pueblo del que entonces era un eyalato, término con el que se denotaba la unidad territorial más grande del imperio. De 1878 a 1918 será «provincia imperial» en el conjunto del Imperio austrohúngaro, mientras que desde 1945 hasta 1992 una república federal. «Por consiguiente, durante aproximadamente 650 de los últimos 800 años ha existido sobre los mapas geográficos una entidad llamada Bosnia» (Malcolm, 1996).
El nacimiento de los Estados nación en Europa había comenzado antes que en los Balcanes donde los grandes imperios plurinacionales y multiconfesionales, y en concreto en Bosnia y Herzegovina, estarán presentes hasta finales de la Primera Guerra Mundial. No obstante, su anexión al Imperio austrohúngaro tras el Congreso de Berlín de 1878, no garantizará la pervivencia de la idea de un único pueblo de diferentes credos. Bajo presiones de una parte, de las ya soberanas Serbia y Montenegro, y de otra, de Croacia como parte del Imperio austrohúngaro, con claras pretensiones hegemónicas y territoriales, se abre el proceso de nacionalización e identitarismo de los hasta entonces conocidos como bosnios que profesan la fe ortodoxa y católica en los serbios y los croatas respectivamente. Este proceso de nacionalización étnica durará todo un siglo como indica Ibrahimagić (2003), desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX, y a pesar de que todos los censos realizados en este período, desde el que haría Omer Pasha Latas en 1851, los de 1879 y 1910, llevados a cabo por las instituciones austrohúngaras, hasta los que se hicieron por parte de los representantes del reino de los serbios, croatas y eslovenos (Reino de Yugoslavia) en 1921 y 1931, se centraron en el perfil confesional y no en la configuración étnica de la población de Bosnia y Herzegovina. Los musulmanes, que siguieron manifestando su identidad bosnia, no encontrarán un marco político que dé lugar a la expresión étnica de esta, por lo que, en ese mismo período, pasarán por diferentes fases en las que se les empujará a declararse como croatas o serbios (si bien croata o serbio era a su vez sinónimo de católico u ortodoxo, con el consiguiente rechazo a la asimilación por parte de la mayoría de la población musulmana), yugoslavos, no declarados, o bien, a expresar su individualidad con el término musulimani. Dependiendo del momento político, su apelativo se escribiría con letra mayúscula, dándole así al significado confesional la equiparación étnica, y cuando no convenía, los muslimani volvían a ser rebajados a la categoría religiosa con la letra m en minúscula (ibid.).
No se volverá a un planteamiento regional del demo de Bosnia y Herzegovina al margen de etiquetas étnicas hasta la Segunda Guerra Mundial en la que todos los pueblos unidos en el movimiento de resistencia instituido por Tito libraron duras luchas contra la ocupación nazi y fascista. Las asambleas de AVNOJ (Consejo Antifascista para la Liberación del Pueblo de Yugoslavia) de noviembre de 1942 y noviembre de 1943, en las que se sentaron las bases para la Constitución de la II Yugoslavia –la de Tito–, y se formula la estructura del país como una federación compuesta por seis repúblicas, y la de ZAVNOBIH (Consejo Estatal Antifascista para la Liberación Nacional de Bosnia y Herzegovina), de 25 de noviembre de 1943, serán las bases de la estatalidad y la constitucionalidad moderna de Bosnia y Herzegovina y de su pueblo, que se prolongará hasta su independencia en 1992. En aquellos actos fundacionales se proclamaba una república –a diferencia de las otras cinco, cuyos habitantes eran serbios, croatas, eslovenos, macedonios, o montenegrinos–, que era multiétnica y estaba compuesta por tres pueblos iguales y hermanados que habían luchado juntos contra el enemigo. Y así rezaba la declaración: «Bosnaci i Hercegovci [bosnios y herzegovinos] solo unidos […] podéis construir un futuro común y más bello […] todos vosotros, serbios, croatas y musulmanes, necesitáis una cooperación sincera y fraterna para que Bosnia y Herzegovina como unidad pueda avanzar a satisfacción de todos, sin distinción de fe ni pertenencia» (Proclamación de AVNOJ a los pueblos de Yugoslavia, 27 de noviembre de 1942). En este punto, hay que reseñar que el gentilicio bosanci i hercegovci (bosnios y herzegovinos) es un término que refiere a un único pueblo o nación, aunque por su estructura parece designar a dos unidades. No obstante, estas son únicamente regionales, pero en ningún modo étnicas.
Seguirá siendo así en las sucesivas constituciones que jalonan la historia de Bosnia y Herzegovina. En la de 1946, como República Popular de la Federación Yugoslava, se ratifica la soberanía del pueblo (como demo político) y la igualdad de sus naciones (en su significado étnico), sin distinción de pertenencia nacional ni religiosa, que bajo el artículo 2, y partiendo de su derecho a la autodeterminación, incluido el derecho a la secesión y a la unión con otros pueblos –como el de Serbia, Croacia, Montenegro, Macedonia, Eslovenia–, entra a formar parte de una comunidad: la República Popular Federal de Yugoslavia. En 1953 llegará la ley constitucional que complementa la definición de la forma de regulación estatal como la de una República Popular «socialista democrática del pueblo trabajador de Bosnia y Herzegovina» (ibid.), reflejo de la introducción de la fórmula del socialismo de autogestión en 1950. En la Constitución de 1963, ya como República Socialista de Bosnia y Herzegovina dentro de la Federación, el acento se pondrá en la toma de decisión de esos trabajadores y ciudadanos; serbios, musulmanes y croatas; miembros de otros pueblos y nacionalidades, y grupos étnicos que en ella habitan en todas las estructuras organizativas del trabajo, en las de los municipios o en los órganos de las comunidades sociopolíticas. A pesar de la formulación supranacional de las constituciones, nunca dejó de usarse la concepción de bosnios y herzegovinos junto a la de las etnias unidas y hermanadas: serbios, croatas y musulmanes. Estos últimos, no obstante, esperarán veinte años, hasta el censo de 1971, para ser considerados categoría nacional, siendo definitivamente reencarnados en bosniacos en 1993.
Con la Carta Magna de 1974, Bosnia y Herzegovina renovará su «soberanía» tal y como harán el resto de las repúblicas bajo su inalienable derecho a la autodeterminación. Se considera como la constitución más aperturista de la República Federativa Socialista de Yugoslavia, y, de hecho, servirá de base para que en el año 1990 se efectúen las necesarias enmiendas para la transición hacia un sistema parlamentario de división de poderes. Con ella comenzaba el proceso de descentralización de Yugoslavia en la que podía tener cabida un nuevo modelo federal que apostase por el equilibrio de los «pequeños nacionalismos», y ofreciese el espacio necesario para el despertar cultural propio de las naciones con el otorgamiento de importantes cesiones políticas, aunque su vaga redacción no dejó claro si la secesión podría ser unilateral o requería del consenso del gobierno federal. Como observará Malcolm (1996), en la Yugoslavia comunista, cualquier pretensión de mayor autonomía nacional conllevaba necesariamente el arranque de las frustraciones políticas que vertebraban toda la estructura totalitaria. «Es fácil convencer a un pueblo que el otro lo está sometiendo o explotando cuando todo el sistema político en el que se encuentran es antidemocrático y en esencia opresor», dirá. No obstante, lo que la doctrina nacionalista de unos y otros bandos intentará justificar como una erupción provocada por las políticas de debilitamiento impuestas «desde arriba», en realidad tendrá un trabajo ideológico de décadas en las que se incubará la idea de la hegemonía de supuestas etnias primigenias que sólo podrán subsistir bajo el imperio de la unidad de su pueblo sobre todo el territorio yugoslavo. Para la Academia Serbia de las Ciencias y de las Artes eso era una Gran Serbia, y así lo formalizó en el año 1986 en su memorándum. Para Tuđman, consistía en agrandar la matriz croata repartiéndose a medias Bosnia y Herzegovina tal como en 1939 habían pactado dentro del Reino de Yugoslavia, el primer ministro serbio Cvetkovic y el líder político croata, Maček. Quedó para la historia que, durante el reparto entre la nueva Banovina de Croacia y lo que iba a ser la de Serbia, uno de los presentes preguntó «y, ¿qué hacemos con los musulmanes?». A lo que Maček respondió «haremos como si no existieran». En realidad, la ideología étnica del populismo identitario será un elemento común a los hasta entonces pueblos hermanados, y el detonante de la tragedia yugoslava que se convertirá en ínsita para la convivencia de las generaciones venideras, especialmente, en Bosnia y Herzegovina. «Probablemente, habrá que buscar fundamentos más firmes y duraderos para los intereses de los tres pueblos de Bosnia y Herzegovina que los que ofreció la ideología. Hemos visto con qué facilidad una ideología se reemplaza por otra opuesta: el nacionalismo, que rápidamente se desliza hacia el fascismo y que pone en cuestión el flujo de la centenarias civilizaciones y culturas de este espacio» (Ibrahimagić, 2003).
Tras la vuelta electoral de 1990, en el parlamento bosnio –que no fue la excepción respecto de las demás repúblicas–, tomarán el poder las variantes locales de los principales partidos nacionalistas: por un lado, el Hrvatska Demokratska Zajednica (Unión Demócrata Croata) (HDZ), de Tuđman cuyo acuerdo con Milošević para la partición de Bosnia y Herzegovina era un secreto a voces. Tanta era su influencia en el partido dentro de Bosnia y Herzegovina que se afirma que poco antes del referéndum depuso al presidente del partido, Stjepan Kljuic y colocó a Mate Boban, ejecutor de sus planes territoriales. Por otro, como novedad, un partido bosniaco, el Stranka Demokratske Akcije (Partido de Acción Democrática) (SDA), presidido por un declarado musulmán, Alija Izetbegović, que acababa de salir de prisión como el principal acusado en «el proceso de Sarajevo» –una de las purgas políticas de la década contra la élite intelectual bosniaca–, y el único político que no procedía de la estructura comunista. Abogaba por la independencia, pero por un Estado unido. Y como tercera pata, el partido radical serbio, Srpska Demokratska Stranka (Partido Demócrata Serbio) (SDS), liderado por Radovan Karadžić, que decía no estar dispuesto a que su pueblo viviera como una minoría en un Estado islámico. Ya es histórico el discurso del poeta y psiquiatra en octubre de 1991, cuando dijo que tenía a 20.000 serbios armados apostados en los montes que rodean Sarajevo y que iban a convertir la ciudad en un enorme karakazan para 300.000 musulmanes. «¿No sabéis qué es un karakazan [palabra de origen turco]? Es una caldera. Una caldera negra». No mintió. El hombre que había estudiado en Sarajevo, el mismo que había trabajado en su hospital de referencia y que había vivido durante décadas en esta ciudad, perpetraría el asedio más largo de la historia moderna de una capital en el que perecieron más de 11.500 civiles. 1.600 de ellos, niños. En las cafeterías del céntrico barrio en el que vivió, no pocas veces entre carcajadas, comentó a los vecinos que era un declarado četnik. Casi nadie tomó sus comentarios en serio.
Milošević sí. Se servirá de las técnicas de aquellas formaciones paramilitares reencarnadas en sus Escorpiones, en los Águilas Blancas de Vojislav Šešelj, o en los Tigres de Željko Ražnatovic, conocido como Arkan, tanto en Croacia como en Bosnia y Herzegovina. Así, antes del referéndum sobre la independencia que celebró el Estado bosnio a principios de 1992, ya andaban por la localidad de Bijeljina los Tigres de Arkan, recién llegados de sus labores de «limpieza» en Vukovar. Los Tigres morían bajo la bandera del nacionalismo serbio, pero tenían sus buenos motivos. Iban a la línea del frente y robaban cuanto cabía en sus camiones mientras que Arkan se iba haciendo con las aduanas, el carburante y el armamento requisado. Y mientras su figura se iba ensombreciendo ante la mirada internacional, en su país natal será catapultado a la categoría de héroe nacional, más aún tras su enlace en terceras nupcias con la cantante de turbo folk, Svetlana Veličković-Ceca. Como anécdota queda su intervención en un talk show de la televisión serbia poco después de su fastuosa boda, bautizada en su momento como el enlace del siglo. En un momento del programa entró una llamada en directo de una espectadora que alababa las joyas que lucía Ceca. «¿Y cómo sabes que mis anillos son de tantos quilates?», le preguntó la diva con sorpresa. «Porque tu marido me los robó en Bijeljina». Estos fueron, según el Tribunal de la Haya, los artífices de la ejecución masiva y la quema de pacientes en el hospital del municipio croata de Vukovar en 1991, y más tarde, de las masacres y saqueos en Bosnia y en Kosovo. Quién le diría a Milošević que, con la finalización de las guerras y los Tigres en paro, Arkan, su sicario, sería un contrincante en el plano político. En 1992 todo parecía diferente.
El 6 de abril de 1992, aniversario más que simbólico para Sarajevo por ser la fecha en el que fue liberada a manos de sus ciudadanos de las tropas alemanas en 1945, fue el día en el que, cuarenta y siete años después, la comunidad internacional reconocía el Estado surgido de la votación popular celebrada apenas un mes antes, y le otorgaba la membresía en las Naciones Unidas. La misma fecha en la que, ante su mirada impasible, se cerró el anillo de fuego y acero –como lo llamaría el escritor Miljenko Jergović – en torno a Sarajevo, condenando a sus ciudadanos al peor de los destinos. Por aquel entonces, los serbobosnios ya estaban armados hasta los dientes desde los bastiones del JNA, Jugoslovenska Narodna Armija (Ejército Popular Yugoslavo), que supuestamente estaba abandonando Bosnia y Herzegovina, alimentados por la retórica de una alianza «ustašo-jihadista» que, según se decía, pretendía acabar con ellos, y que vomitaban los medios de comunicación serbios, todos en manos de Milošević. No tardaría en reclamar su parte del pastel el nacionalismo croata con la adhesión y creación de la denominada Herceg-Bosna. La mecha de aquella llamada a la guerra épica que se invocó en el campo de Kosovo prendió y adquirió su máxima expresión durante los cuatro años de atrocidades sobre suelo bosnio, país al que se había impuesto además un embargo internacional de armas.
Si nos preguntamos por qué la comunidad internacional esperó cuatro años para intervenir en lo que a todas luces no fue un conflicto interno sino las pretensiones de Estados soberanos sobre el territorio de Bosnia y Herzegovina sirviéndose de sus satélites ultranacionalistas internos, la respuesta, como señala Noel Malcolm en su obra Bosnia: A short history (1996) está en la idea que acabaría comprando la opinión internacional, y es aquella de que Bosnia y Herzegovina como nación, era un producto creado por Tito donde en realidad «los odios étnicos ancestrales eran irreconciliables». Y es en esta aceptación reduccionista tan propia de la posverdad, donde yace una de las peores decisiones de la diplomacia internacional que, para frenar la agresión, justificaría un modelo estatal fragmentado internamente, y dará así a los portadores de esos odios una legitimidad soberana, en un marco en el que, como señala el filósofo Eldar Sarajlić (2010), las instituciones estatales representarán solo la corteza del poder étnico. Y esta consecuencia, quizá la más dura que ha dejado la guerra, es el legado para las futuras generaciones del país, pero también más allá de éste en un momento en el que los totalitarismos y los giros nacionalistas parecen tomar el pulso a los valores de ciudadanía.
Tras el apocalipsis, cuya magnitud se puede resumir en más de cien mil muertos, millones de desplazados y la devastación del país, en el año 1995 se firmaría el Acuerdo Marco General para la Paz en Bosnia y Herzegovina (también conocido como Acuerdo de Dayton) auspiciado por la comunidad internacional que grosso modo dio pie a la fórmula «un Estado, dos entidades» (más un distrito), tres pueblos constituyentes: serbios, croatas y bosniacos». Mientras se anula la concepción estatal de aquella república de Bosnia y Herzegovina que se creó antes de la guerra y sus fundamentos de derecho previos, se establece internamente una división entre la Republika Srpska (o República Serbia de Bosnia y Herzegovina), étnicamente homogénea, y de una federación bosniocroata, que a su vez está subdividida en diez cantones. En todos y cada uno de los niveles de gobierno, que son muchos, desde el estatal, pasando por los entitarios, cantonales y locales, el ciudadano está obligado a identificarse permanentemente en cada uno de ellos con un grupo étnico si quiere tener cabida en los mismos. Un sistema formalmente democrático y moderno, pero en la práctica altamente segregado pues se construye de espaldas al otro, en tanto que establece dos categorías de sujetos soberanos: por una parte, los tres pueblos constituyentes y, por otra, todos los demás ciudadanos, con rango inferior explícito.
Si bien este tipo de anclaje étnico tuvo una razón de ser en los primeros compases de un proceso de pacificación altamente volátil, en el que ninguno de los bandos quería ceder posiciones, hoy, más de un cuarto de siglo después, es una estructura que le supone a Bosnia y Herzegovina una parálisis funcional permanente. El acceso a dos de los principales órganos de poder, la presidencia y la Cámara de los Pueblos del Parlamento, solo contemplan la entrada de los miembros de los tres grupos constituyentes y condenan al resto de los ciudadanos que no forman parte de estas etnias o no quieren identificarse con ninguna de ellas a vivir en el apartheid establecido por un acuerdo internacional vinculante. De este modo, los máximos responsables de las atrocidades del conflicto fueron los que de pronto, en Dayton, se enfundaron el traje de pacificadores, y aseguraron la continuación de su idea política, sirviéndose de la estrategia etnonacionalista del miedo para perpetuar el statu quo.
Y aquí surge otra de las paradojas de Dayton, pues curiosamente sus detractores, aquellos que a diario hablan de la secesión y claman a los cielos por la condena de vivir juntos, tienen en ese discurso separatista su principal baza para que nada cambie, porque los unos son los mejores socios para los otros en la alianza etnonacionalista contra la democracia. Para ello es fundamental difuminar al individuo, y su voto independiente, y jalear el valor sacro del grupo, el mito de la sangre y de la tierra, de los derechos étnicos protegidos por el interés vital nacional, y por toda una estructura territorial entitaria, e institucionalmente etnificada.
En la actualidad, el país se halla a la cola de toda la región en cuanto a indicadores económicos y padece como ninguno los estragos de la crisis, con una tasa de desempleo superior al 27 por ciento, y con una constante tendencia de los jóvenes a abandonar el país de la que apenas se habla, mientras que la atención mediática se centra en las llamadas a consultas populares y en la fragmentación.
Es más, con una estructura sostenida con alfileres, el verdadero factor desestabilizador para Bosnia casi siempre es el externo (Flores Juberías, 2010). Tanto es así que cualquier supuesto como pueda ser la negociación entre Serbia y Kosovo sobre el movimiento de fronteras en clave étnica, o las injerencias de Croacia en los asuntos internos del Estado, tendrá consecuencias inmediatas en los contrapesos sobre los que se sostienen los grupos étnicos. Este tipo de actitudes, si bien no son estimuladas por la comunidad internacional, son toleradas, bajo el principio de que los cambios han de nacer desde dentro, de modo que se perpetúa así el engranaje perfecto para que en realidad nada cambie.
Los conflictos en los Balcanes, a su vez han significado para la comunidad internacional la finalización de un ciclo de asistencia con enormes recursos económicos, militares y de personal que no se da en los actuales escenarios en conflicto. La retirada en primer lugar de los Estados Unidos, pero también la salida que planea la Unión Europea como garante actual de los Acuerdos de Dayton a través del anuncio del cierre de la Oficina del Alto Representante podría tener una lectura positiva para estos nuevos Estados si durante el período de transición hubieran sido capaces de sentar unas bases fuertes para la construcción de un sistema institucional de democracias modernas. En la mayoría de los casos –véase Bosnia, Serbia, Kosovo o Macedonia–, la creación de soberanías ha sido efectiva solamente a medias. Y las ayudas económicas no han garantizado el éxito de los programas que se han puesto en marcha.
Un nexo común en todas las transiciones de los Balcanes occidentales, como pseudosoberanías (Haverić, 2010), en las que la intervención exterior sigue marcando el pulso y la maximización política en clave etnonacionalista conduce a un cada vez mayor número de Estados fallidos, menos para los que ejercen el poder en los mismos. Tanto es así que la réplica en los conflictos de este siglo se ha venido a denominar la balcanización de Oriente Próximo. El expresidente de los Estados Unidos, Barack Obama, reflexionaba sobre el papel de la comunidad internacional en Oriente Próximo, en especial sobre el papel de las grandes potencias encarnadas en la ONU. Ante la idea de estar asistiendo al nacimiento de un nuevo orden mundial, Obama señalaba que la «maximización de la política» era el gran enemigo del mundo. Lo hacía en una entrevista publicada por el diario El País en febrero de 2014, inmediatamente después de la decisión de la Administración estadounidense de crear una coalición internacional para intervenir en Siria e Irak y debilitar así al Dáesh. «Las sociedades no funcionan si las distintas facciones políticas adoptan posturas maximalistas. Y, cuanto más variado es un país, menos puede permitirse el lujo de esos maximalismos» (Friedman, 2014). Como una premonición del período de regresión que experimentamos hacia sistemas totalitarios, sin suficiente oposición a nivel global.
Este libro analiza y reflexiona sobre el ejercicio de la ciudadanía en un país que lleva casi tres décadas de transición posbélica. Bosnia y Herzegovina es un Estado de derecho formalmente moderno, miembro del Consejo de Europa, firmante de todos los convenios y protocolos que esta organización salvaguarda, candidato potencial a la Unión Europea y el único en Europa que tiene una Constitución «inconstitucional» como ha dictaminado el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos en la sentencia Sejdić-Finci (2009), y lo hace por supeditar los derechos y las libertades individuales a los derechos grupales y étnicos. Desde el momento de la firma del Acuerdo Marco General para la Paz en Bosnia y Herzegovina (1995) hasta los acontecimientos más recientes y ligados a los pasos que da el país en su proceso de integración euroatlántica, el análisis cuenta con la perspectiva de más de un cuarto de siglo, tiempo suficiente para que se hubiera podido producir un cambio generacional político, que, desgraciadamente, aún no se ha dado, tal y como han demostrado las elecciones generales de octubre de 2018, las octavas desde el final de la guerra.
La obra se estructura en tres bloques. El primero corresponde al análisis del sistema institucional y territorial de Bosnia y Herzegovina, y la posición de la ciudadanía dentro de este, ya sea mediante las formulaciones recogidas en el propio Acuerdo de Dayton y sus anexos, como en las diferentes constituciones, estatal, entitarias y cantonales, como desde la perspectiva de su protección en la organización de poderes institucional, judicial y legislativo, sin perder de vista su componente posbélico. El segundo apartado acota la vulneración – partiendo del hecho de que así lo dictamina el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos– de los derechos individuales y las libertades en Bosnia y Herzegovina desde el prisma de dos categorías de sujetos constitucionales: los tres pueblos constituyentes, y todos los demás; las fórmulas políticas que se han ofrecido para la implementación de la sentencia Sejdić-Finci, y el fracaso de todas ellas. En este apartado se desarrollan a su vez las dificultades para llevar a cabo un censo poblacional después del conflicto, que se realizó finalmente en el año 2013 y cuyos resultados han arrojado la evidencia del fracaso en la implementación del anexo VII relativo al retorno de los refugiados, y la ratificación del cumplimiento del plan de la «limpieza étnica» que se llevó a rajatabla durante la guerra.
La tercera parte del libro recoge el catálogo de derechos y libertades fundamentales en Bosnia y Herzegovina, a través de los instrumentos y mecanismos existentes, desde los internacionales hasta los estatales, y mediante el análisis de su aplicación. Del papel a la piel, o los esfuerzos de los ciudadanos por lograr salir de la mazmorra étnica, con los levantamientos de la llamada primavera bosnia de 2014; las movilizaciones del fenómeno llamado Pravda za Davida del año 2018 que, por primera vez ha puesto contra las cuerdas a los políticos, al margen de siglas étnicas; o la situación de las decenas de miles de víctimas de la violación sexual durante la guerra que, casi tres décadas después, siguen esperando una reparación moral y material.
Son muchas las personas a las que debo mi agradecimiento en su apoyo durante la elaboración de este trabajo, pero de la forma más directa, a mi director de tesis, el profesor Carlos Flores Juberías, urdidor en última instancia para que esta investigación viera la luz en formato libro. Agradezco su compromiso con esta obra, su ánimo y amistad durante todo el proceso, y su ejemplo intelectual. Al profesor Joan Romero, director de la colección «Europa Política», por reconocer la pertinencia de un tema como el que aquí se analiza para ser publicado por Publicacions de la Universitat de València, y por su apoyo al mismo, así como al editor Juan Pérez y al corrector de estilo, Xavier Llopis por su paciencia y buena labor.
Han sido años de estancias en el país como periodista, y de encuentros permanentes con profesores e intelectuales que han querido compartir conmigo sus opiniones y su esperanza por un futuro mejor para Bosnia y Herzegovina. Desde diplomáticos, periodistas, representantes de la cultura y la sociedad, ciudadanas y ciudadanos bosnios a los que agradezco su tiempo y su colaboración por arrojar algo más de luz a este análisis.
De un modo más personal, mi humilde agradecimiento es para mi familia por su complicidad, legado e inspiración. Y para todos aquellos seres queridos que me han brindado su apoyo en esta travesía intelectual.
Las circunstancias actuales en las que está inmersa Bosnia y Herzegovina, donde el discurso secesionista por parte de la Republika Srpska de un lado, las pretensiones croatas de una tercera entidad –con injerencias explícitas de fuerzas externas– y el descrédito que atraviesan los líderes bosniacos, todos ellos anclados en un poder dinástico desde el final de la guerra, resucitan los discursos más oscuros de los años noventa del siglo pasado. Mientras, los ciudadanos de Bosnia y Herzegovina se ven abocados a vivir en una especie de psicosis entre la imagen y el reflejo de un país imaginado cuya identidad se ha caracterizado precisamente por el multiculturalismo, por el denominado «espíritu bosnio» incomparable en el campo de la literatura, el arte, la música, crisol y cruce de culturas, y la de sobrevivir en la Bosnia y Herzegovina posterior al Acuerdo de Dayton, en la que su historia está siendo borrada a manos de la etnicidad de las historias particulares, mitificadas y nacidas en el año 1992.
El año cero –como diría el escritor Faruk Šehić – en el que nuestras vidas se salieron de su órbita por una guerra tras la que jamás pudieron volver a su cauce, y unir lo que fue aquella Bosnia durmiente y lo que vino a ser tras el desastre. En la que los cientos de miles de muertos, de heridos, de desplazados sin retorno, de torturados, desposeídos, violados en nombre de la ideología del etnos y el territorio que se perpetuó desde el terror como la herramienta y el sufrimiento como consecuencia (Lovrenović, 2010), han destrozado los cimientos culturales y morales de este país, pequeño en el mapa geopolítico, pero cuyo simbolismo es de importantes proporciones, regionales y más allá de estas. Un politeísmo étnico como lo define Sarajlić (2010), referencia perfecta de la posmodernidad que marcará nuestro tiempo bajo el signo de figuras políticas hiperpopulistas. Abordar las consecuencias para los ciudadanos de un modelo institucional como el que aquí se plantea es una lección más que necesaria para la Europa del siglo XXI.
TABLA 1BALANCE DE PERDIDAS HUMANAS Y DEVASTACIÓNDURANTE LA GUERRA 1992-1995
Fuente: Elaboración propia a partir de datos del Ministerio de Derechos Humanos y Refugiados de Bosnia y Herzegovina, 2010.
Parte I
Dayton y la paz: un complejo binomio
1. El origen de la etnonación
La paz para Bosnia y Herzegovina se firmó en un lugar tan alejado del escenario de la guerra como la base militar Wright-Patterson de la pequeña ciudad norteamericana de Dayton, en Ohio. Y no es casualidad. Bosnia y Herzegovina llevaba cuatro años desangrándose en el reguero de centenares de miles de muertos, con millones de desplazados internos y refugiados, y con la constatación por parte de la Corte Penal Internacional de que ahí, en el patio trasero de la Unión Europea se estaban cometiendo los peores crímenes contra la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial –con Srebrenica como el episodio más fresco– y sin que la diplomacia europea se viera capaz de gestionar la catástrofe.
Aquella paz, convertida en acuerdo vinculante, tendría como protagonistas a los entonces presidentes de tres Estados soberanos, Serbia, Croacia y Bosnia y Herzegovina que, paradójicamente, ratificaban el cese de hostilidades de lo que llamaban un enfrentamiento interno en Bosnia y Herzegovina. La rúbrica a su vez tenía enormes dimensiones internacionales en las que los Estados Unidos vería una de sus misiones diplomáticas y militares más destacables, dejando claro a la Unión Europea y a las Naciones Unidas –más que cuestionadas por su rol en el conflicto– su papel protagonista. Slobodan Milošević, Franjo Tuđman y Alija Izetbegović firmaron oficialmente el acuerdo en el palacio del Elíseo tres semanas después, pero es aquel 21 de noviembre de 1995, en Dayton, el que ha dado nombre al texto.1
Las negociaciones del acuerdo suponen uno de los episodios más reproducidos por sus protagonistas internacionales, especialmente por el diplomático estadounidense Richard Holbrooke, quién acuñó en esta intermediación el término de la shuttle diplomacy. Veintiún días de durísimas conversaciones en la poderosa base aérea que contaba por aquel entonces con un presupuesto anual superior al de la propia Bosnia y Herzegovina. Las delegaciones encabezadas por Milošević como negociador para la parte serbia, y quién contaba con el «voto de oro» para inclinar la balanza, con Franjo Tuđman en representación de los croatas, y un grupo bosnio nada homogéneo dirigido por Alija Izetbegović, tuvieron que buscar acuerdos sobre decisiones tan espinosas como el reparto territorial, los corredores internos, el ordenamiento institucional o la capitalidad de Sarajevo.
Milošević tenía intereses más que evidentes por alcanzar la paz tras varios años de sanciones internacionales que habían dejado a su país en la bancarrota y habían minado su todopoderosa autoridad. Con su voto decisivo, quien fuera el máximo responsable del desmembramiento de Yugoslavia se enfundaría el traje de gran pacificador –paradojas de la política– diciendo que, si había llegado hasta ahí, recorrería una milla más para lograr la paz. Accedió a ver Bosnia y Herzegovina como un único Estado, aunque logró una división interna con un 49 por ciento del territorio, este sí homogéneo, para la parte serbia. Aceptó que Sarajevo se quedara como ciudad unificada en el territorio de la Federación bosniocroata y fuera la capital del país, si bien según cuenta la prensa, tuvo que ocultar la información a la delegación serbobosnia hasta poco antes del anuncio oficial para que el acuerdo no saltara por los aires. La delgada línea que separaba el éxito del fracaso residía en los aspectos militares sobre los que insistía Estados Unidos como anfitrión del encuentro mientras que los asuntos civiles correrían a cargo de la delegación europea, que no en balde asumió el grueso del gasto de esta operación encarnada en la figura del alto representante para Bosnia y Herzegovina como garante de su cumplimiento.
Las últimas 48 horas de negociación fueron tan imprevisibles que los funcionarios norteamericanos llegaron a decir que «las partes tienen muy claro que es ahora o nunca pero todavía existe la posibilidad de que elijan nunca», y para no arriesgarse, se especula que llegaron a presionar a las partes mediante la privación del sueño. Cuarenta y cinco minutos después de que el secretario de Estado, Christopher Warren lograse el sí de los tres grupos, el presidente Clinton ya había convocado a la prensa. No fuera que a alguno de los protagonistas se le ocurriese cambiar de opinión.
La paz sobre el papel se sellaba bajo la mirada custodia del presidente Clinton su homólogo francés, Jacques Chirac, el canciller alemán Helmut Kohl, el primer ministror ruso Viktor Chernomyrdin, el inglés John Major, y el presidente español Felipe González. Fuera del marco de la foto, el secretario general de la ONU, Butros Butros Ghali y Javier Solana como secretario general de la OTAN. «Todos somos perdedores, solo la paz ha salido victoriosa» diría Milošević tras la firma, mientras Tuđman sostenía que «las aplicaciones del acuerdo traerían la paz definitiva a los Balcanes». Izetbegović, tras un largo silencio, acuñará una de sus frases más célebres: «esta puede no ser una paz justa, pero es más justa que la guerra».
Para rematar las anécdotas, el texto original del Acuerdo de Dayton –que nunca llegó a traducirse a los idiomas oficiales de los países firmantes– desapareció al poco de su firma, y ha estado extraviado durante casi dos décadas, con una copia compulsada enviada a Bosnia y Herzegovina desde Bruselas como única prueba de fe. En el año 2017 apareció el supuesto ejemplar en la casa de un policía municipal de la localidad serbobosnia de Pale a pocos kilómetros de Sarajevo, lugar de operaciones del gobierno de guerra de Karadžić, y que hoy sigue siendo bastión del nacionalismo serbio en Bosnia. Fuentes extraoficiales dicen que el susodicho lo estaba vendiendo en el mercado negro por 50.000 euros.
Curiosidades aparte, el balance del acuerdo con la distancia de dos décadas y media es el de un texto cuyos artículos siguen siendo el principal tema de debate, tal y como ocurrió en la negociación. Nadie discute que su gran logro fue poner fin a la muerte indiscriminada de civiles. No hubo vencedores como dijo Milošević, aunque ganó una idea: la de preservar Bosnia y Herzegovina como Estado soberano dentro de sus fronteras históricas.
Desde la internacionalización del conflicto bosnio, hubo cuatro diseños previos al formulado por Dayton. El primero, el plan de Lisboa que llegó en los momentos previos al estallido del conflicto bajo la batuta de lord Carrington y el embajador portugués José Cutileiro. Un esquema de división confederal del país en clave étnica en todos los niveles administrativos, incluso de los territorios en los que no hubiese una mayoría étnica evidente. A pesar de la aceptación del acuerdo por las tres partes, Alija Izetbegović retiró su firma tras un encuentro en Sarajevo con el embajador estadounidense, Warren Zimmermann, y la supuesta promesa de reconocimiento internacional de Bosnia y Herzegovina en el seno de la ONU si su presidente se negaba a la división del país. En plena redacción del Tratado de Maastrich, quizá la Unión Europea, en la que corrían aires de euforia, podría haber presionado a las partes para frenar la escalada bélica explicándoles que por separado no tendrían futuro en ese gran proyecto político.
En otoño de 1992, Bosnia y Herzegovina ardía en llamas. La comisión dirigida por el diplomático finlandés Martti Ahtisaari, y cuyos enviados fueron Cyrus Vance y lord Owen, planteó una fórmula de Estado descentralizado, dividido en diez provincias, sin ejército ni adjetivos étnicos. El plan fracasó cuando se hizo evidente la fragmentación territorial a través de la limpieza étnica. La propuesta fue rechazada desde el bando serbio, comentan que, a instancias del general serbobosnio Ratko Mladic, convencido de que podían lograr mayores posesiones territoriales que las ofrecidas en este paquete. La noche en la que declinaron el plan, el patriarca de la Iglesia Ortodoxa Serbia, Amfilohije Radovic diría que habían sido inspirados por san Lázaro. «Ellos han optado, al igual que el santo zar Lázar por el reino de los cielos».
La segunda versión del plan, tras la dimisión de Vance sería la de Owen-Stoltenberg. Un esquema de tres unidades territoriales con signo étnico en la que los serbobosnios se llevaban el 52 por ciento del territorio. Años después, Thorvarld Stoltenberg afirmaría que Izetbegović fue nuevamente mal aconsejado por los Estados Unidos, pues al rechazar esta solución, los bosniacos perdían un 33 por ciento de territorio que les habría pertenecido en exclusividad. No obstante, esta formulación no dejaba de ratificar aquello por lo que su primera versión se dio por muerta, la legitimación de la limpieza étnica y las tesis que sostenían que nos hallábamos ante una guerra civil por el territorio en lugar de una agresión y de un conflicto entre países sobre suelo bosnio, como denunciaba Izetbegović (2004).
En marzo de 1994, la voz cantante de los Estados Unidos en las negociaciones de paz era más que evidente. El acuerdo de Washington por el que se ponía punto final a las contiendas entre croatas y bosniacos en Bosnia y Herzegovina daba un vuelco al mapa de la guerra. Nacía la Federación bosniocroata que controlaba más de la mitad del territorio integral de Bosnia y Herzegovina, mientras que la diplomacia internacional pasaba de las resoluciones a la ofensiva con bombardeos localizados a la artillería del Ratko Mladić. Fue aquel el momento en el que, desde una perspectiva histórica (véase Malcolm, 1996; Silber, en Little, 1995) podría haberse logrado una derrota explícita de los radicales serbios, y un ordenamiento del Estado que hubiera reforzado la soberanía de aquella República de Bosnia y Herzegovina nacida en referéndum y reconocida por la comunidad internacional. No fue así. Washington y el esquema institucional que plantea en la Federación será el germen del Acuerdo de Dayton en el que, los firmantes, tres Estados soberanos, se comprometieron a regularizar sus relaciones a través de las convenciones de Naciones Unidas, y aceptaron respetar la soberanía del prójimo y la política como el camino para resolver las disputas. Con el paso del tiempo, este condicionante parecen olvidarlo con cada vez más facilidad tanto Serbia como Croacia especialmente en los foros internacionales donde repiten que son los garantes de Dayton. En más de una ocasión, Bosnia y Herzegovina les ha tenido que recordar que su papel siempre fue el de partes firmante y que las garantías se las dejen a la comunidad internacional.
Las fronteras del territorio que en el año 1992 ocupaba la independizada República de Bosnia y Herzegovina quedan reconocidas por el acuerdo, pero se elimina el prefijo de república, de modo que se crea un Estado sin forma definida. A cambio, se produce una partición interna en dos unidades territoriales hasta ese momento ajenas a la historia institucional bosnia, denominadas entidades, con separaciones administrativas plenas. Autores como Festić (2004) hablan de Dayton como del fracaso de la idea de Estado multiétnico o, mejor dicho, del triunfo de un «(no)estado multiestatal». Un híbrido bizarro