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Cleaner es una obra que se mueve entre el realismo más sucio, el misticismo y la distopía teñida de realidad. Interpela e incomoda a sus lectores con las representaciones de políticos corruptos, un mundo militarizado, injusto, represivo. La vuelta a la esclavitud y seres desposeídos hasta de su dignidad. El recorrido de Jerónimo y Manuel, dos hermanos gemelos que, por un fenómeno de la naturaleza o del destino, comparten la misma alma y pensamientos divergentes. Ellos componen el yin y el yang cuya ruptura podría terminar con el equilibrio de la vida humana tal como se la conoce. Su potencial es percibido por uno de los grupos que detentan el poder mundial a través de la neurotecnología y buscan captarlo y utilizarlo. ¿Qué ocurriría si esa cofradía utilizara dichos avances tecnológicos y conocimientos milenarios enfocados a abducir e inhibir el nacimiento del alma humana? Las personas quedarían reducidas a la esclavitud, sin iniciativas ni las esperanzas en refugiarse siquiera en el latir espiritual. Muchas veces se denomina fin del mundo a la destrucción del planeta. Quizá solo sea el final nada más que el de la especie humana.
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Seitenzahl: 714
Veröffentlichungsjahr: 2025
EDUARDO CARUSI
Carusi, Eduardo Cleaner / Eduardo Carusi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6567-9
1. Novelas. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Prólogo
LIBRO PRIMERO
PARTE I - La espada no puede cortarse a sí misma
PARTE II - Discernimiento
PARTE III - Desde el jardín
PARTE IV - El acto de purificación
PARTE V - Solo por hoy
PARTE VI - Enucleación
PARTE VII - La chispa oscura
PARTE VIII - El vendedor de coches
PARTE IX - Virtud
PARTE X - El tiempo es el límite
LIBRO SEGUNDO
PARTE I - La travesía
PARTE II - El trance
PARTE III - El chamán
PARTE IV - Cerrar el círculo
PARTE V - El latir de las preguntas
PARTE VI - Trauma
PARTE VII - Sentido
PARTE VIII - Fijación
PARTE IX - Punto de partida
PARTE X - Tener y Ser
PARTE XI - La sabiduría del cuerpo
PARTE XII - El puente de ceniza
EPÍLOGO
Para vos.
Levantó sus manos en un enérgico saludo y logró que esa multitud enardecida lo ovacionara nuevamente. Las sierras cordobesas eran un eterno testigo de sus actos. Al predicador, esas temibles curvaturas, le parecieron solo las deformes gibas de bestias aletargadas.
—¡Hermanos y hermanas de Cruz del Eje! –dijo desde una tarima. Hizo una pausa y esperó a que el micrófono dejara de acoplar–. ¡Pronto daremos el gran paso, nos convertiremos en una verdadera fraternidad, la de “Los Hermanos por la Cruz”! ¡Un vínculo que nadie podrá destruir jamás! ¡Jamás!
Unas trescientas personas glorificaron a aquel hombre de cuarenta y cinco años que los saludaba con las manos elevadas al cielo.
—¡Te queremos, Farid! –le gritó una mujer, su vozarrón recorrió los ocho metros que lo separaban del pastor y al escucharla le brindó una caritativa sonrisa– ¡Te queremos! ¡Te adoramos!
—¡La vida por Farid! –exclamó otra voz surgida de la multitud.
Al pie de la tarima, una mujer llamada Helena, que sufría obesidad extrema, cayó al piso y se sacudía como poseída. Clavaba las uñas sobre la tierra. Al caer, su pollera se había levantado quedando a la vista sus piernas deformes y azuladas por un río de várices. Revoleaba la cabeza y arrojaba espasmódicas patadas contra el aire, contra el suelo, levantando polvareda. Tenía los ojos en blanco y soltaba espuma por su boca. Pronto se formó un círculo a su alrededor. La miraban con una mezcla de curiosidad y miedo.
—¡Ahí está! –acusó Farid señalándola desde lo alto–. ¡El demonio quiere apoderarse de nuestra hermana! ¿Lo dejaremos?
—¡Noooo! ¡No dejaremos que se la lleve! ¡El maligno no se la llevará! –las voces vibraban con una resonancia desordenada.
—¡Sálvala, Farid! –pidió el que sostenía la cabeza de Helena para que no continuara golpeándola contra el suelo.
—¡Sííí, sálvala! ¡La vida por Farid! –repitió el inflamado vocerío de la muchedumbre.
—¡Alcen su cuerpo y tráiganlo hacia mí! –ordenó el orador.
Los que rodeaban a la mujer observaron a ese cuerpo convulsionado que se removía sobre el polvo como un animal herido. Desconcertados se miraban entre sí y movían sus manos sin saber por dónde empezar a recogerla.
—¡Vamos, levántenla!, ¿qué esperan? –increpó Farid.
Rodearon a la mujer. Apenas podían acercarse porque tiraba patadas y gordos manotazos. Hasta que, por fin, una decena de hombres pudo dominarla, y con gran entrega elevaron el cuerpo acercándoselo.
—¡Vete y deja a esta hermana en paz! –gritó Farid abrazándose a sí mismo y luego abriendo sus brazos con violencia– ¡Déjala, ahora! –. Contempló a la mujer que parecía ir calmándose, aunque no tan rápido como él esperaba. Los que la sostenían en el aire temblaban más que ella y lo miraban con sus ojos desorbitados– ¡Levántenla!, ¿qué esperan? ¡Vamos, más fuerza! –estirándose, tocó las flácidas piernas de Helena. Pudieron acercarla más y apoyó ambas manos sobre el torso de la mujer– Estás liberada, hermana ¡Estás liberada! –y empujó hacia abajo. La veintena de brazos llegaron al máximo de su resistencia y ya no pudieron sostenerla. Esa enorme mujer fue cayendo lentamente, produciendo unos desgarradores alaridos en aquellos que quedaron atrapados bajo su peso. Desde el suelo podía verse a Helena mostrando una despejada y distante sonrisa.
—¡La salvó! –exclamó un anciano mientras se acercaba para mirarla– ¡El milagro se ha producido, él la salvó!
—¡La vida por Farid! –loó el grupo muy cercano al pedestal. Y ese fue el epicentro de una bomba de clamor a la que el griterío de la muchedumbre iba sumándose como su onda expansiva– ¡La vida por Farid!
—¡Amigos, hermanos y hermanas! –prorrumpió el predicador entre los acoples del micrófono– ¡Hermanos y hermanas! –repitió cuando hicieron silencio– ¡Vamos a convertir el 2040, en nuestro año!
—¡Sííí, este es nuestro año! –aclamó el eco desenfrenado.
—¡Vamos a convertir esta primavera en la más floreciente que hayamos visto jamás! ¡La primavera ha venido para quedarse, y ella verá prosperar a Los Hermanos por la Cruz!
—¡Síííí! –gritó la multitud enardecida.
Desde la tarima se abrazaba a sí mismo mostrando que él contenía el afecto del pueblo. Con dificultad fue descendiendo.
—Usted es nuestro guía –le dijo una mujer, que aún era bonita, acariciándose su grueso vientre fecundado.
—Es un gran hombre –decían más allá–. Farid es un santo.
—¡Él le ha devuelto la vida a este pueblo! ¡Nos posibilitó mudarnos a las casas vacías que eran mejores que las nuestras!
De la multitud se desprendían los que querían abrazarlo, tocarlo o simplemente estar cerca de él. Otros se aproximaban con sus hijos sobre los hombros para que los besara y recibieran la bendición.
El pastor sonreía mostrando su ternura frente a los niños. Aunque en su interior resonaba el asco que sentía al hacerlo. Y más aún cuando le babeaban la camisa al sostenerlos en sus brazos.
Repartió su primoroso afecto a todos los que se lo requirieron. A su paso, recogía los más diversos elogios: “Usted es un santo, este pueblo debería llevar su nombre”. “Gracias, señor Farid”. “Trescientas personas no podemos equivocarnos, por eso lo amamos”. “Nos dio trabajo a todos”.
A la tarima subió una pareja, que saludó al público con sonrisas y reverencias. El pastor los miró de reojo, un hombre, melenudo con pinta de reventado, llevaba su guitarra al modo yanqui, con la correa cruzándole el pecho. Lo acompañaba una mujer joven, repleta de collares, pulseras, y un largo vestido que al trasluz dejaba ver su desnudez.
Se acercaron al micrófono y, tras un nuevo chillido, anunciaron que iban a interpretar Alfonsina y el Mar, una antigua canción folclórica. Farid aprovechó para dejar a sus fieles en la plaza, necesitaba descansar en silencio al menos por un rato.
A metros del improvisado escenario, un hombre de estatura pequeña y entrado en años contemplaba el creciente jolgorio que se producía en la Plaza Central. Se acomodó la gastada boina y apretó los labios moviendo su cabeza, como negando pensamientos que cruzaban por su mente.
—Don José –le dijo un hombre tocándole el brazo–. ¿Cuándo llegó al pueblo que no lo hemos visto?
—Hace un rato nomás, Demetrio –dijo el anciano, se quitó la boina y la sacudió contra el muslo–. ¿Qué está ocurriendo aquí?
—Hoy, Farid nos dio un magnífico sermón –después de que la multitud ovacionara a la pareja, que iba descendiendo del escenario, el bullicio fue amainando.
—Ah, comprendo –dijo el anciano y volvió a colocarse la boina–. Y contame, Demetrio, ¿cómo andan tus riñones?
—Y, más o menos –el hombre bajó la vista, avergonzado.
—Te había dado unos yuyos, ¿los tomaste?
—Sssí –Demetrio que continuaba con la cabeza gacha la levantó–. No.
El anciano lo miraba fijamente a los ojos
—A ver tus manos –Demetrio orientó las palmas hacia arriba–. Tus riñones no han mejorado, mala cosa –señaló el longevo sin levantar la vista de las palmas–. Podrían ocasionarte un disgusto.
Demetrio iba a contestarle, pero fue interrumpido por otras personas que acababan de acercarse a ellos.
—Miren, llegó don José –dijo Susana, la esposa de Demetrio, que recién se había percatado de la presencia del anciano a escasos tres metros de ella.
—Qué tal, Susi –el anciano no quiso decirle a la mujer que él la contemplaba desde hacía una hora. La conocía y no quería abochornarla.
—Ay, don José –dijo la mujer–. Usted siempre llega por sorpresa. Qué bueno que ha venido a visitarnos, hay unos cuantos enfermos que lo necesitan –hubo un cambio en la expresión de la mujer–. Por suerte el señor Farid nos protege, él nos ayuda tanto...
—Muy bien –comentó el anciano con expresión de duda–. Parece que este hombre está haciendo cosas importantes en Cruz del Eje.
—Ay, don José –Susana juntó sus manos–, no sabe, Farid es un santo. Organizó las tareas en el pueblo y nos dio trabajo. ¿Vio qué limpias y prolijas están las calles?
—Sí, es muy notorio...
—Pintamos los frentes de las casas, los cordones de la vereda, podamos y desinfectamos los árboles. Incluso hicimos varios murales en las esquinas. Vea ese –la mujer señaló unos metros más allá.
—Ah, puedo leerlo –dijo el anciano–, “Dios habita en este pueblo”, y ese otro “Aquí vive la fe”.
—¿Pudo hablar con él?
—No he tenido el gusto –el viejo se rascó la cabeza por debajo de la boina–. Recuerde que hace casi un año que no bajo al pueblo.
—Es cierto –intervino Demetrio–. Cómo pasan los días. Él llegó hace ocho meses, y en tan poco tiempo ha hecho maravillas por nosotros.
—Por lo visto, sí. ¿Por qué no me cuenta qué ha hecho el señor...?
—Farid –continuó Demetrio y miró hacia el cielo elevando sus manos–, él nos ha dado un propósito, ha juntado al pueblo y prometió devolver a Cruz del Eje su grandeza. Y que volveremos a ser miles de habitantes, no los pocos cientos que quedamos después de… que nos quitaran el ferrocarril y la mayoría se marchara.
—Es verdad, fue muy triste –se lamentó don José.
—Farid es parecido a usted, hace milagros.
—No, Demetrio –el anciano puso su mano sobre el hombro del campesino–. Tener videncias espontáneas y conocer ciertas propiedades de los yuyos no quiere decir que haga milagros. Jesús hace milagros, Dios hace milagros. Yo no.
—Ay, don José, siempre tan humilde –intervino Susana–. Usted también es un santo, ha curado a tantos de nosotros y por eso lo queremos y lo necesitamos. Tendría que conocer al señor Farid, quizá juntos...
—A su tiempo –dijo el anciano–. Ya lo conoceré. Por ahora haré una recorrida, hay gente a la que quiero saludar.
La enorme casona situada frente a las sierras había sido, en la época de oro de Cruz del Eje, propiedad de un ejecutivo de la industria automotriz. Ahora, varias personas cuidaban los jardines y atendían al nuevo morador, el señor Farid.
Julián, uno de los habitantes más sagaces, hacía las reparaciones complejas y también era el que viajaba a los poblados vecinos para comprar insumos. Acababa de arreglar la cocina, los artefactos funcionaban a la perfección en la casa del guía espiritual. Lo ayudaba Facundo, un muchacho que había padecido desnutrición infantil y sufría lagunas mentales.
—Julián, ¿ahora qué hacemos? –preguntó Facundo con su voz grave y atontada.
—Vamos a comunicarle al señor Farid que la casa está en orden.
Julián apoyó el gastado bolso de cuero sobre la mesada, y, mientras acomodaba las herramientas, se sintió observado. Levantó la vista y se encontró con la de Farid, que le sonreía apoyado en el marco de una puerta. Sintió un profundo regocijo y un temeroso respeto ante la mirada de ese gran hombre. Iba a hacerle un comentario, pero calló al ver que el gurú se acercaba hacia él a paso lento y de trancos largos.
Farid casi siempre miraba a sus interlocutores hacia abajo debido a sus casi dos metros de altura. Esos ojos claros, casi blancos, irradiaban una chispa vivaz, dura y complaciente. Las comisuras de su boca mostraban una sonrisa casi felina. Tenía el don de seducir a quien se pusiera delante de él. Y nadie conocía a Farid mejor que Farid.
—Parece que has hecho un gran trabajo –dijo el predicador.
—Sí, señor Farid, la cocina funciona a la perfección –dijo Julián–. También puede usar los artefactos eléctricos. Sus plegarias han dado resultado porque los de la Kurtz restablecieron el flujo energético que viene desde el dique.
—Así es, Julián –contestó Farid con las manos entrecruzadas sobre el abdomen–. El Señor ha escuchado nuestras plegarias y pronto la población entera tendrá electricidad. No te olvides que mañana, sábado, haremos el bautismo y si Dios quiere al fin seremos todos Hermanos.
—Sí, Farid.
—Decime una cosa, hoy he visto que saludaban con mucho cariño a un anciano al que no he tenido el placer de conocer, ¿sabés de quién hablo?
—Sí, por supuesto –contestó Julián.
—Es don José –interrumpió Facundo dando saltitos como un niño entusiasmado.
—¿Y quién es ese bendito hombre? –acercándose a ese enorme cuerpo de veinte años que contenía la mente y los ojos de un niño de ocho.
—Es el curandero del pueblo y cada tanto viene a visitarnos –continuó Facundo agitando las manos–. Cuando a uno le duele la pancita, él sabe qué medicina hay que tomar para curarse. Y también puede ver el futuro.
—Qué interesante –rascándose el mentón–. Entonces debería invitarlo a casa para que juntos podamos mejorar la calidad de vida de la población. Hay que tener en cuenta que yo vivo aquí, día a día con ustedes, en cambio otras personas vienen de visita. Con esos que a veces aparecen hay que ser cuidadosos. No sea cosa que traigan al diablo en su interior.
—Oh, no –Facundo negaba moviendo su cabeza–. Don José es bueno. Él no puede hacer daño, es un santo, no un demonio.
—Entonces con más razón quiero conocerlo –Farid apoyó su brazo sobre el hombro de Julián y fueron alejándose de Facundo para darle instrucciones precisas–. Escúchame bien...
Facundo estiraba el cuello para tratar de oír lo que el santo de Farid le decía a su amigo y por más esfuerzos que hizo, no le fue posible.
—Sí, señor Farid –dijo Julián sonriendo.
—Perfecto. Mientras hacés tu tarea, continuaré con los preparativos para el bautismo. ¿Me ayudas, Facundo?
—Sí, señor Farid –contestó Facundo ampliando su sonrisa a la que le faltaban varias piezas, como a casi todos los de ese pueblo.
La mujer colocó las palmas hacia arriba y extendió los brazos hacia el curandero del pueblo.
—Susi, Susi… –le dijo don José con el ceño fruncido–. Hay que calmar los ataques de asma.
—Ay, sí, don José –dijo la mujer moviendo su cabeza–. Eso me tiene tan mal.
—Te me vas a hacer un té de chachacoma con ambay cada cuatro horas –el anciano señaló a Demetrio–. A ver, traeme aquella bolsa; ahí tengo los yuyos.
Demetrio arrastró la bolsa de arpillera y la dejó cerca del sabio.
—Vos –el anciano miró a Helena, la mujer más gorda de Cruz del Eje–. Acercate.
—Sí, sí, don José –dijo la mujer que fue acercándose arrastrando los pies con dificultad. Negaba con su cabeza y su papada parecía moverse a destiempo–. Me he portado mal, no estuve haciendo las cosas que me mandó. No me rete.
—Acercate –ordenó con amabilidad.
—No me rete –dijo la mujer como una niña ante su padre.
—Yo no soy quién para retar a nadie –dijo el anciano–. Ustedes son adultos y también los primeros perjudicados al no hacer el tratamiento. Si no lo van a continuar, díganmelo. Así no desperdiciamos yuyos que podrían usar otros. ¿Vas a hacer el tratamiento?
—Sí, don José, lo prometo –la enorme mujer juntó sus manos como rezando.
—Primero –el anciano se tomó el pulgar para enumerar–. Basta de comer grasa. Por aquí abundan los vegetales y he visto que han estado sembrando.
—Sí –interrumpió Demetrio–. Gracias a Farid –al nombrarlo elevó los brazos al cielo, como lo hacía siempre.
—Está bien, está bien –asintió el anciano y volvió la vista a la mujer–. Segundo, colocá cuatro cucharadas de hojas de nogal en un litro de agua hirviendo y te me lo vas tomando de a sorbos durante el día. Eso, durante cuatro meses sin interrupción. Tenés la tiroides enferma. Si no me hacés dieta y me tomás el té, en cualquier momento vas a explotar. ¿Estamos?
—Sí, don José.
Cuando el anciano salió de la modesta casa junto a Demetrio, el reflejo del sol le hizo entrecerrar los ojos. Era un mediodía apacible, notó la calle bastante concurrida. Pensar que a la mayoría los había visto nacer. Como de costumbre, cuando bajaba al pueblo, se la pasaba saludando a los que se les cruzaran en el camino. Algunos iban a caballo, otros llevaban burros cargados con bolsas a cada lado. “Solo hay tres vehículos a gasoil” le había contado Demetrio un rato antes. “El señor Farid consiguió para el pueblo dos camionetas y un camión”. Realmente los cambios saltaban a la vista. Los residentes habían vuelto a la cultura del trabajo y se notaba que una mano los organizaba. No podía negarlo, eso era positivo. Pero había también cambios en la mirada de aquellos pobladores que habían quedado al margen del “sistema”, una expresión vacía y al mismo tiempo marcada por un júbilo artificial.
—Son ideas mías –dijo el anciano en voz alta mientras saludaba a una familia que transitaba sobre un carro tirado por dos caballos.
—¿Qué dijo, don José? No pude escucharlo –Demetrio miró al anciano, pero este no lo miró a él.
—Nada –contestó el anciano–. No dije nada.
Caminaron en silencio. Cada tanto algún campesino vociferaba el nombre del sabio, otros se acercaban para abrazarlo. Sin proponérselo, arribaron a la Plaza Central y a poco de internarse en ella escucharon un par de bocinazos.
—Es Julián –le dijo Demetrio al anciano–. Parece que quiere hablarnos.
La camioneta se estacionó cerca de ellos y, como impulsado por un resorte, un joven bajó de la cabina.
—¡Don José! –dijo el muchacho aproximándose al trotecito–. Qué suerte que lo pude encontrar –el joven tomó aire, si bien había corrido apenas unos metros se lo notaba agitado–. No sabía en qué parte del pueblo estaba.
—¿Qué ocurre, hijo? –dijo el anciano.
—¿Qué pasa, Julián? –preguntó Demetrio.
—No ocurre nada malo –el joven suspiró–. Es que el señor Farid lo invita a cenar. Quiere conocerlo, ¿sabe?
—Podría ser –el anciano pensó en voz alta–. Yo también quería conocerlo. Bueno, comunicale que a las nueve de la noche iré a su casa. Ahora, decime una cosa, ¿tu mamá no era la que sufría de jaquecas?
—Sí, don José –se sorprendió el joven–. ¿Cómo es que se acuerda de cada uno de nosotros?
—Es que son un poco como mis hijos, y los llevo aquí –dijo el anciano poniéndose su mano sobre el pecho–. ¿Cómo anda tu mamá ahora?
—Bien, don José. Muy bien. Cada mañana se prepara la jarra con manzanilla, boldo y carqueja. Y solo consume vegetales.
—Y decime, ¿qué te parece el señor Farid?
—Es un gran hombre –contestó el joven y le brillaron los ojos–. Nos ha organizado y solo ha traído prosperidad a este pueblo que se moría.
—Entonces, esta noche lo conoceré. Aunque primero haré mi ronda por el pueblo porque mañana debo volver para las sierras.
—¿Ya se va a ir otra vez? –preguntó Demetrio–. ¿Si acaba de llegar?
—Todavía tengo varias horas para las visitas –sonrió don José–. Después de cenar con el señor Farid, volveré a las sierras.
Facundo, con las manos en la cintura, contemplaba los jardines y la casa del pastor. Sonreía y movía la cabeza asintiendo cada vez que podía concentrarse en algún objeto. Esa sí que era una casa muy linda y confortable. Le hubiese gustado haber nacido en un lugar así, treparse en esos árboles y tener un perro. Facundo deseaba aquello, pero su mamá, antes de abandonarlo para siempre, le había inculcado que no debía desear las cosas de los demás; que ser envidioso era muy malo, así que se contuvo de pensar en eso. La vivienda que le habían acondicionado al pastor era la más cómoda de Cruz del Eje y la más linda. Tenía muchas habitaciones y uno se podía perder por los pasillos. Como él cuando se iba a las sierras en busca de duendes o dragones y volvía un par de días después encontrando el camino de pura suerte. Facundo acostumbró a los pobladores a que no se preocuparan porque tarde o temprano volvía. ¿Y el señor Farid?, pensó, ¿Cómo se las arreglaba por las noches, sin ninguna compañía y en una casa tan grande? ¿No se pierde entre tantas habitaciones? El muchacho se rascó la nuca y frunció el ceño, no era bueno estar solo.
—¿Por qué le gusta estar solo por las noches, señor Farid? –le preguntó mientras atravesaban uno de los jardines rumbo al garaje.
—Por las noches necesito de la soledad para elevarme a Dios –contestó gesticulando con un movimiento de cabeza a uno de los jardineros–. Piensa que durante el día soy un servidor del pueblo.
El predicador pegó un chiflido y los trabajadores que llevaban con dificultad un árbol se dieron vuelta. Les señaló el lugar donde lo debían plantar y continuó la marcha.
—Señor Farid –dijo Facundo limpiándose la baba con el puño de la camisa leñadora–. ¿Mañana vamos a ser todos hermanos?
—Sí –afirmó mostrando una cálida sonrisa–. Si Dios quiere, mañana haremos el bautismo y así finalmente nos convertiremos en una hermandad. Una verdadera hermandad. Seremos uno.
—¿Vamos a estar todos en su corazón? –preguntó Facundo con su tono infantil.
—Están en mi corazón –Farid le apoyó sus manos sobre los gruesos hombros, con el muchacho tenía casi la misma altura, lo miró fijo a los ojos–. El bautismo nos protegerá de los demonios que tratan de separarnos, así nos convertiremos en uno.
—Yo quiero –Facundo tragó saliva. Quizá ese hombre santo se había dado cuenta de que él era bueno y luchaba contra la envidia, los deseos de tener una casita–. Yo quiero que me bautice, señor Farid, quiero estar siempre con usted.
—Sí, Facundo –sonrió–. Por supuesto que sí. Estaremos siempre juntos y nadie podrá separarnos jamás –le dio un rápido abrazo. Detestaba el olor a transpiración y cebo que expelía el muchacho–. Ahora vamos al garaje a preparar las cosas para mañana.
—Sí, señor Farid.
Ante la mirada del líder, Facundo caminó dando largos trancos emulando una marcha militar. Trataba de imitar aquella que recordaba de más pequeño cuando la había visto en la TV. Farid contempló a ese gigante con mente pequeña. Parecía un soldado aturdido que no podía mantenerse en línea recta. Su eterna camisa leñadora negra y amarilla se agitaba por el viento. Cada tanto giraba la cabeza para sonreírle mostrándole sus pocos y ennegrecidos dientes, repitiendo a cada paso “Al garaje, al garaje”.
Entraron a la enorme cochera. Sobre el lateral derecho descansaba una camioneta Peugeot que utilizaba el predicador en sus recorridas por el pueblo. Sobre la izquierda, en medio de tablas de madera y una desvencijada estufa, había dos toneles de metal y una veintena de bidones de plástico.
—¡Jugo! –dijo Facundo levantando las cejas asombrado al ver los bidones–. ¡Qué rico! ¿Vamos a tomar jugo?
—Sí –contestó sonriendo–. Pero ahora no. Es para el bautismo. Hoy lo prepararemos y tú me vas a ayudar. Por la mañana iremos a buscar hielo para beberlo bien fresquito.
—¿No puedo tomar un poquito? –preguntó el muchacho.
—Es para mañana.
—Dele –suplicó Facundo juntando sus manos–. Un vasito nada más, medio vasito...
—Facundo, Facundo –elaboró una sonrisa paternal–. Te daré un vaso si me prometes que no se lo dirás a nadie.
—Se lo prometo, señor Farid. Se lo prometo, un vasito y listo.
—Está bien, un vasito y listo.
Farid abrió una bolsa de nailon llena de vasos de plástico y retiró uno. Desenroscó la tapa de uno de los bidones y sirvió un poco dentro del vaso, después se acercó a la canilla y lo completó con agua.
—Aquí tienes el jugo –Farid le alcanzó el vaso–. ¿A ver qué te parece?
Facundo se bebió la mitad y abrió mucho los ojos.
—¡Ummm! –dijo el muchacho–. Qué rico, es de sabor a naranja, mi preferido–. Bebió el resto de un trago y se pasó la lengua por los labios–. Está tan rico que... ¿podría tomar otro vasito?
—No, no, no –reprendió–. Mañana podrás beber la cantidad que quieras. Debemos trabajar.
Facundo agachó la cabeza y soltó un bufido –Está bien, mañana.
Abrieron los envases y comenzaron a verterlos dentro de los toneles.
—Todos los bidones son anaranjados como las naranjas –decía Facundo babeándose mientras los vaciaba. Cada tanto, cuando el pastor no lo observaba colocaba sus dedos debajo de chorro de jugo y después se los llevaba a la boca–. Los bidones son anaranjados como las naranjas.
Cuando terminaron la tarea, Facundo se quedó firme como un soldado esperando una nueva orden.
—Ahora ve a ayudar para que terminen el jardín y después te vas a tu casa a descansar. Hay que levantarse tempranito.
—Sí, por el bautismo –rio Facundo.
Farid lo observó marcharse. No pudo dejar de reír cuando recordó al desgarbado muchachote chupándose los dedos al vaciar los bidones. Escogió unas maderas apoyadas en la pared y tapó los toneles.
—Mañana será otro día –murmuró cubriendo el último–. Y seremos uno.
Con la salida de las primeras estrellas, una destartalada F100 conducida por Julián se estacionaba frente a la casa del pastor. Ya no quedaba nadie trabajando en los jardines. Miró el asiento del acompañante, don José iba concentrado en el rosario que llevaba en sus manos. Movía los labios y murmuraba como rezando en silencio.
—Llegamos –dijo el joven abriendo la chirriante puerta de la camioneta. Notó que el anciano no lo había escuchado, le tocó el hombro–. Llegamos.
—... Espíritu Santo, amén. Sí, gracias hijo, ya bajo.
La puerta del acompañante tenía un choque, por lo que Julián tuvo que ayudarle para abrirla.
Ambos notaron que se encendieron las luces de la casa.
—Luz eléctrica –se sorprendió el curandero–. Cuánto progreso se ve por aquí...
—Por ahora –aclaró Julián–, el cableado llega hasta su casa. Prometió que en breve gozaremos también de ese beneficio.
—Me alegro –el anciano se quedó mirando la recortada silueta del pastor parado en el frente de la casa. No podía verle la cara porque la luz que lo iluminaba provenía por detrás.
—Pasen –llamó Farid desde la entrada–. Por aquí, los esperaba.
El muchacho y el anciano se acercaron y se saludaron con un apretón de manos.
—Señor Farid –dijo Julián–. Tengo que viajar hasta la ciudad para traer los repuestos de las bombas de agua. –El joven observó que tanto el predicador como el anciano se habían quedado como congelados mirándose directo a los ojos y también que no lo habían escuchado–. Señor Farid, salgo para la ciudad, voy a retirar los repuestos de las dos bombas de agua. Con suerte volveré a la madrugada.
—Sí, sí, por supuesto. Ve nomás –contestó sin dejar de mirar al anciano–. Me alegro que haya aceptado mi invitación.
Julián entró a la camioneta. Se sentía contento porque pudo cumplir con las órdenes precisas dadas por el pastor. También se preguntó dónde se había metido Facundo, como al grandulón le gustaba ir a la ciudad le había prometido llevarlo. De todas maneras, eso era normal, Facundo era como un chico, se olvidaba de las cosas y se quedaba enganchado con cualquier curiosidad del momento. Miró otra vez hacia la casa, se quedó admirando las siluetas iluminadas por la luz que salía de la puerta de entrada. Parecían dos estatuas, una alta y firme, otra más pequeña y encorvada. Se encogió de hombros, y después de dos intentos fallidos pudo arrancar la Ford. Esos dos sí que le parecían tipos especiales. Queridos, y muy especiales.
—Frutas –le ofreció Farid a don José al entrar a su casa–. ¿Le gustan las frutas?
—Sí, por supuesto –agradeció el curandero–. No se moleste por mí. Solo me quedaré unos instantes.
Le interesaba sobremanera conocer con detenimiento al anciano. Quería comprobar cuanto antes si se trataba de un riesgo o no para sus planes.
—Alimentarse a frutas facilita la iluminación –continuó–, están llenas de vida.
—Sí, es cierto. Es un alimento poderoso. ¿De dónde viene usted, señor Farid?
—De muchos lugares –Farid tosió un poco, desvió la mirada–. He pasado un largo tiempo predicando en las cercanías de la cordillera de Los Andes, en la Patagonia y por esas cosas del destino he terminado aquí.
—Me comentaron que usted realizó obras importantes en el pueblo... eh... –dijo don José masajeándose la frente con gesto de dolor como si le hubiese dado una fuerte puntada–. Ellos le están muy agradecidos.
—Está en mi naturaleza –Farid notó un serpenteo en el cuero cabelludo, conocía esa sensación y se sintió gratificado al poder bloquear su mente. Le entregó una sonrisa amable al anciano al tiempo que lo veía confundido–. Tengo una misión: el servicio al prójimo. ¿Cuántos días se quedará en el pueblo?
—Esta noche vuelvo a las sierras, a mi lugar.
—Pero no va a irse de noche. Deben ser unos cuantos kilómetros y los pumas, como bien sabe, acechan. ¿No se quedará para el bautismo? –Se interesó Farid.
—Tengo que volver a las sierras, no es correcto dejar las plantaciones demasiado tiempo sin cuidad… –de pronto el anciano se llevó una mano a la sien. Era evidente que la cabeza se le partía de dolor.
—¿Se siente usted bien? –preguntó Farid inclinándose hacia el viejo, que cerraba los ojos–. Si quiere, puede recostarse un poco.
El anciano lo ignoró.
—Conozco… –siguió diciendo– conozco muy bien el camino y en pocas horas estaré en mi casa –su expresión cambió, la angustia lo vencía–. Siempre que bajo a visitar al pueblo vuelvo de noche.
—Si no se ofende, para mí sería un gran honor que esta noche se quede a dormir en mi casa, y si gusta por la mañana lo acercaremos hasta la suya. Hay muchas cosas que quisiera mostrarle del pueblo. Incluso después necesitaría de sus consejos para mejorar mi obra. Le prometo que lo llevaremos al amanecer.
—De ser así, acepto su invitación. Realmente me siento un poco cansado, debe ser el clima.
Fue hasta la cocina y volvió con dos platos repletos de uvas y manzanas. Colocó uno frente al anciano, se sentó y de inmediato se llevó un par de uvas a la boca.
—Dígame, don José, –preguntó triturando las semillas mientras hablaba–, ¿usted siempre vivió en las sierras?
—No, no –contestó el anciano que dejó de masajearse la frente para tomar un racimo de uvas–. Nací aquí, en este mismo pueblo. Hasta el año 2020 fui el dueño de un parque de diversiones para chicos.
—¿Un parque de diversiones? –se sorprendió el predicador. Lustraba una manzana contra la camisa a la altura del pecho.
—Sí. Muchas personas venían en el tren hasta aquí. Yo manejaba la calesita, pero bueno, cuando cerraron el ramal del ferrocarril… No se crea que era un parque grande, era pequeño, aunque muy concurrido –el anciano se llevó un par de uvas a la boca–. Excelentes frutas.
—Siempre recibo las mejores –sonrió mirándolo a los ojos, y notando que pese a verlo dolorido continuaba siendo coherente en las contestaciones –siempre me rodeo de lo mejor. Y descarto, o elimino al mal apenas lo detecto –hubo un instante de silencio–. Aquí son muy amables conmigo. ¿Y cuándo nació en usted el tema de la videncia y el conocimiento sobre las plantas medicinales?
—Creo que desde la adolescencia –el viejo se colocó un puño delante de la boca para silenciar un eructo–. De mis padres heredé el conocimiento de los yuyos. En el pasado, en la provincia de Córdoba era común encontrarse con herbolarios. Lo de la videncia no se aprende, es una fuerza que viene hacia uno de manera espontánea.
—Si lo sabré… –murmuró Farid, y pegó un tarascón a otra manzana.
—¿Cómo dijo? –preguntó el anciano, tenso.
—Digo que yo sentí una percepción similar cuando era chico –Farid rio con la boca llena–. Ese sentimiento nunca me ha abandonado.
—Es cierto –don José se sirvió agua de la jarra–. Existen personas capaces de manejar y estimular ese talento por medio de la técnica. Ese no es mi caso.
—Interesante –gozaba viendo comer con ganas al viejo, que por lo visto tenía hambre. Farid sentía que era dueño de una fuerza invisible que se proyectaba desde su estómago y se introducía por la frente del viejo. No era la primera vez que esa sensación se manifestaba ante sus deseos. Vio al anciano parpadear cada vez que impulsaba esa energía. Era una buena señal. También lo vio más ojeroso y cansado, como más viejo.
—¿No le molesta si me retiro a descansar un momento? –el anciano conocía su cuerpo y algo no estaba funcionando bien, los latidos en las sienes eran fuertes–, el viaje fue largo y parece que ya no soy el de antes.
—Cómo no –sonrió–. Descanse tranquilo, lo llamaré antes del amanecer y mientras desayunamos continuaremos nuestra charla. ¿Le parece?
—Sí, muchas gracias –el viejo casi no podía abrir los ojos a causa del dolor de cabeza. Me parece que estoy ojeau, pensó.
—Acompáñeme, le mostraré su cuarto.
Caminaron por un pasillo. Cada tanto Farid se daba vuelta y lo veía caminando con dificultad y con visible gesto de dolor. El predicador abrió la puerta de uno de los dormitorios y encendió la luz. Quedó a la vista un lugar donde el único mobiliario era una cama y una rústica y descolorida mesa de noche.
—Disculpe que la habitación sea tan pobre –dijo mientras hacía un movimiento semicircular con su brazo–. Aunque es una buena cama, se sentirá cómodo.
—Gracias –dijo el viejo, entrecerrando los ojos, la luz le producía presión sobre su frente–, es más que suficiente para mí.
Antes de acostarse, don José volvió la vista hacia la ventana con la seguridad de que allí se encontraría con la mirada del predicador. Nadie. Apagó la luz y se acercó a la ventana. Allí, rodeada por una noche estrellada, la media luna parecía sonreír. Dio unos pasos y se sentó en el borde de la cama. Bostezó y los ojos se le humedecieron. Metió la mano en el bolsillo de su roído chaleco y tomó un desgastado crucifijo de madera. Lo miró a través de las lágrimas y lo vio resplandecer.
—Jesusito, ayudame –susurró el anciano rozando el crucifijo con los pulgares–. Decime qué me está pasando, qué debo hacer. ¿Por qué me siento tan débil? Mostrame el camino, mostrame la Luz. Nunca me sentí así.
Era extraño, a don José siempre le había sido sencillo percibir las vibraciones de las personas cuando permanecían cerca de él. En cambio, frente a Farid sus palpitaciones eran nulas y lo único que había logrado conseguir era el peor dolor de cabeza de su vida. Recordaba cuando le habían llevado al pibe Matías, casi muerto, para que le curara el mal de ojo, la cabeza no le había dolido tanto como ahora. Sentía algo similar a una áspera lengua gatuna lamiéndole el cerebro. Y él, debilitado, no encontraba fuerza para espantarla.
—Jesusito, no dejes que me duerma –murmuró apretando el crucifijo contra el pecho, sintió una puntada en el estómago, un puñal atravesándolo–. No dejes que pierda el sentido, dame tu Luz.
El anciano tuvo que recostarse, ya no podía mantenerse sentado, el malestar en la cabeza y la espalda eran demasiado intensos. Allí, tirado, débil, se preguntaba ¿Qué me está pasando? ¿Qué veneno es el que me inoculó este hombre? Nunca me sentí así. Una vez lograda la posición horizontal, el padecimiento fue mermando en la misma proporción que los músculos y la conciencia se relajaban. Su último chispazo de vigilia le reveló que ingresaba a una zona oscura, profunda y desconocida, que contrastaba con aquella a la que acostumbraba a acudir su mente en la paz serrana. Percibió que esa noche no sería tan luminosa como cuando él elevaba sus plegarias al Mesías.
—Jesusito, no dejes que me duerma así...
Cerca de las diez de la noche, Farid ingresó a su cuarto y notó que había dejado la ventana abierta. Al otro lado, iluminadas por una media luna y un titilante y disperso puñado de estrellas, las delicadas copas de los árboles recién plantados se balanceaban al viento. Cuando cerró la ventana, reflejado en el cristal, quedó cara a cara con su rostro digno y ceñudo. Sonrió embelesado por el centelleo de su dentadura. Aún contemplando su propia expresión se desabotonó la camisa. Fue bajando su mirada por la cadenita que le colgaba del cuello hasta encontrarse, pegado al pecho, el medallón de oro con la figura de Anubis. Se sintió eufórico al ver que de su preciada joya brotaban ligeros visos dorados y por momentos rojizos. Pensó que era una buena señal. La señal que había estado esperando. Dio unos pasos hasta el ropero y abrió una de las puertas. Allí estaba otra vez su mirada contemplando el cuerpo entero. Sin perderse de vista, se desnudó y a continuación se vistió con un equipo de gimnasia. Hizo un giro militar y se detuvo en las estatuillas que descansaban sobre el mármol de una cómoda. Reacomodó la figura de Seth y la de Anubis por un lado, y por otro un escorpión disecado, la mano de un orangután embalsamada y un pedazo de azufre. Se quitó el medallón de oro, encendió tres velas y lo colocó entre ellas. Arrojó sobre el piso un almohadón y se sentó. Cerró los ojos.
Tras varias respiraciones profundas, comenzó su rutina de relajación, pero lo distrajo un ruido de varios objetos desmoronándose y golpeándose entre sí.
—¿Y ahora qué pasa? –musitó. Fastidiado se colocó unas zapatillas deportivas y salió del cuarto dando largos trancos. Se detuvo un instante frente a la puerta de la habitación donde descansaba el anciano y apoyó la oreja en la puerta de madera. Silencio. Miró por el ojo de la cerradura y desde allí pudo ver al longevo, boca arriba, durmiendo la mona. Sospechaba que el sonido en realidad no provenía desde dentro de la casa. Quizá algún animal merodeando el... garaje. Apretó las mandíbulas. Resoplando trotó hacia la cocina y paró frente a la ventana, las plantas y las copas de los árboles continuaban meciéndose por la corriente. Metió la mano detrás del escobero y retiró un lustroso bate de béisbol. Lo tomó con rabia, abrió la puerta y caminó lentamente hacia el garaje. Vio que el portón no conservaba la posición habitual. Lo empujó con el pie mientras tomaba con ambas manos el bate listo para golpear a cualquier cosa que se moviera. El silencio reinante le erizó la espalda. Tanteó con la mano izquierda el interruptor de la luz y la encendió.
—¡Maldito idiota! –exclamó–. ¡Sabía que me traerías problemas!
Allí estaba, en el suelo y con algunas maderas encima, vestido con la misma camisa leñadora de siempre y con la boca llena de baba: el idiota de Facundo. Dentro de su condenada y estúpida mano, estrujado, asomaba un vaso de plástico. Farid dio unos pasos hacia atrás, se apoyó en el guardabarros de la Peugeot. Miró al otro lado del parabrisas como buscando respuestas en el enorme crucifijo de hueso que colgaba del espejo retrovisor. Se rascó la barbilla. Después se arrodilló junto al muchacho y le tocó el cuello. Aún permanecía tibio. Muerto, pensó, el maldito grandulón está muerto. Resopló.
—¡Sabía que me ibas a traer problemas! –bramó acusando con el índice al cadáver–. ¡Qué lo parió, lo único que me faltaba! –. Pateó los bidones vacíos y luego las costillas del muerto–. ¡Justo ahora! ¡La maldita y pelotuda ley de Murphy!
Levantó el bate con ambas manos a la altura de la cabeza de Facundo y se contuvo de golpearlo. Soltó un gruñido. Contempló hacia los lados como buscando un culpable. Detuvo su mirada a centímetros de la cabeza del muerto, este en su caída había arrasado con una hilera de macetas con flores. Fijó la vista en unas de color sangre. Ese color parecía latir de manera agonizante entre pedazos de tierra y le produjo ardor, deseo, pasión. Recordó cuántas veces se había visto a sí mismo bañado en una lluvia de sangre tibia. Latente. Maravillosa. Dejándose llevar por el éxtasis, apoyó la suela de su zapatilla sobre las flores y las trituró hasta que los pétalos se convirtieron en una mancha rojiza en el piso adoquinado.
—Tengo que calmarme y pensar –murmuró–. Rusito, calmate. Así, respirá hondo y soltá la mufa. Relax.
Cuando logró calmar la furia inicial, sin dejar de maldecir a los que parieron al retrasado, llevó las maderas y los recipientes de plástico hacia el fondo del garaje.
—Mañana será un gran día –sonrió–. Y este ganso a punto de arruinármelo.
Después de una ducha caliente, el predicador se vistió con otro equipo de gimnasia. Se acercó a la cómoda y acarició las figuras que descansaban sobre el mármol. Las tres velas que había encendido flameaban su lenta e hipnótica danza. Se acomodó con las piernas cruzadas sobre el almohadón que había arrojado al suelo. Tomó una inspiración profunda y comenzó a repetir un mantra sin abrir la boca, haciendo vibrar su nariz. El mismo mantra que le habían enseñado. Una y otra vez en cada respiración profunda repetía: “Yo Soy”. Con la vista posada en las tres velas, se dejó llevar por el vaivén lumínico y por su instinto. Pronto, esas luces con forma de lágrimas que flotaban sobre las mechas dejaron lugar a la imagen borrosa de un anciano. El viejo se revolvía inquieto en la cama mientras él iba logrando serenidad. Farid imaginaba su figura engrandeciéndose a la vez que la del veterano se encogía como una pasa de uva. Una de esas uvas que el viejo se había devorado y que él, excitado por el fervor divino, pinchó con una alta dosis de diazepam. Abrió los ojos y se puso de pie, miró las tres velas. Ondeaban al eco de sus especulaciones. Pensó que el anciano debería estar completamente embotado. Por supuesto que le daba un poco de temor, un poco, nada más.
—Así me lo enseñaron –murmuró–, así lo haré. Del cajón de un armario asió un rollo de cinta de embalar y cortó un trozo. Después se puso en marcha, estirando cada paso, hacia la habitación donde descansaba el anciano. Al cruzar frente al espejo que colgaba en el pasillo se detuvo un instante. Calmate, Rusito, se dijo con la mente al no ver esa sonrisa que lo desbordaba de orgullo. Cuando el mal trago termine, las cosas irán mejor. Se alegró al ver que su sonrisa regresaba. ¡Así, así se hacen las cosas, carajo!
Parado frente a la puerta de la habitación, se agachó y miró por el ojo de la cerradura. El anciano permanecía en la misma posición en que lo viera antes, boca arriba. La entreabrió. Si bien el viejo dormía profundamente parecía no descansar tranquilo, fruncía el ceño, movía las comisuras de la boca, emitía angustiosos gemidos. Al predicador le hervía la sangre como un adolescente frente a su deseada noviecita. Sorprendido, se miró por debajo de la cintura y vio emerger el bulto que le estiraba la tela del pantalón de gimnasia. Sonrió orgulloso.
El pequeño cuerpo del longevo tiritaba. Se lo veía tan débil como un pájaro herido.
—Ya no tenés nada, tu escaso saber ahora será mío –Lo colocó boca abajo–. Lástima que tengas ese cuerpo rancio, repugnante, arrugado y peludo. Parecés un simio, sino tendríamos una fiestita –Largó una carcajada–. ¡Eres solo un ser bajo que vino a joderme la vida a mí! ¿Justo a mí, ah?, pero tu energía acumulada sí que es salvaje, no sé, ¿poder sexual?, ¿animal?, ¡Me excita!
Se bajó los pantalones y se miró el falo. En ese momento, el anciano soltó un vómito, bañando los pies descalzos del predicador.
—¡Viejo asqueroso! –Y soltó una especie de rugido que contenía desquicio y dolor– ¡Morite, hijo e’ una gran puta! Iba solamente a mearte, ¿o qué te pensaste?
Luego de subirse los pantalones, dio vuelta al anciano que quedó mirando el cielo raso. Rio al verlo boquear igual que un pescado en su último instante. Con un movimiento ágil y preciso, como el de un alacrán, saltó sobre él y le pegó la cinta de embalar tapándole nariz y boca. El viejo dio un respingo, y Farid aplastó esos débiles brazos con sus rodillas.
Fue suficiente para que el viejo al fin se entregara.
Sentía un poderoso latir en cada rincón del cuerpo. Ansiaba quedarse con los tesoros que escondía. Don José nunca volvería a soñar porque él sería el dueño de esos sueños e ilusiones, para siempre. No dejó de mirar ese rostro, esos ojos opacos y gastados –¡Sufrí! –. Le dio rabia no ver desesperación en aquella piel curtida parecida a un mapa maya tallado en la carne.
—Falta poco. Desde ahora y para siempre, nadie me detendrá –sintió poder, una bestia rabiosa deleitándose con su presa. Un hilo de baba pendió de la comisura de su boca y cayó sobre la mejilla del moribundo.
Avistó que el anciano comprendía que su fin se aproximaba, veía que no soportaba más la falta de aire. Al predicador, las orejas se le caldearon de odio al ver que el viejo estúpido no perdía la calma. Incluso notaba que ese insignificante intentaba serenarse y alejarse de aquel presente. En realidad, era lo que Farid buscaba, que el longevo abandonara su inservible cuerpo.
—Sí –le decía en tono hipnótico y complaciente–. Así, vamos, resigná esa carne corrompida. ¿No ves lo obsoleto y cansado que estás? Desaparecé, volá, volá tan alto donde no pueda alcanzarte. Bien alto, donde ya no sos nadie y la gente perdida repleta de ignorantes no necesite a un insecto como vos. Hablando de esa gente, cuando absorba su pobre energía, daré el ¡Gran Salto!
El pecho del anciano se movía, convulsionando, sus ojos se hincharon. Era evidente que la falta de aire ya no le permitía pensar con claridad ni emitir esos murmullos repetitivos que parecían rezos. Dio un último sacudón y se relajó de forma irreversible.
Farid sintió que su cabeza vibraba como si un aparato electrónico le zumbara desde dentro. No podía fijar la vista en ningún objeto, parecía oscilar y veía duplicados de cada cosa. Le recordó aquella sensación que le había producido picarse con LSD. El rostro del anciano, fuente de toda vibración, quedó de perfil. Con dificultad, Farid pudo erguirse; el mareo era tan intenso que perdió el equilibrio. Al caer de rodillas, dio un alarido. El dolor y el vértigo lo obligaron a recostarse sobre el piso e intentar recobrar el aliento y la compostura.
El sol, como un mechero en lo más alto del cielo, calentaba el techo de la Ford. Julián sentía que se le freían los sesos. Faltaban apenas dos kilómetros para ingresar a Cruz del Eje. Se lamentaba por haberse perdido el bautismo del sábado y ya era miércoles. La maldita camioneta justo se fue a romper en un sitio complicado. Lo positivo fue que pudo repararla gracias a la ayuda de los pobladores que lo auxiliaron y le prestaron herramientas.
—Espero que el señor Farid no se enoje conmigo –murmuró–. Por suerte conseguí los repuestos –Cómo me demoraron esos turros, tuve que esperar a que mandaran a buscar las piezas correctas. Menos mal que las revisé.
Se sentía cansado, llevaba casi dos noches sin dormir. Sonrió al cruzar debajo del arco de cemento que llevaba pintado “Bienvenido a Cruz del Eje”. El señor Farid había dado la orden para que se reconstruyera. De pronto clavó los frenos, un puma se había cruzado distraídamente delante de la camioneta y casi lo atropella.
—¡Gato pelotudo! –asomado por la ventanilla vio que el animal se perdía campo adentro– ¿Qué hace un puma por acá?
No les temía a esos felinos, aunque debía reconocer que nunca se acercó demasiado para comprobarlo. Aspiró profundamente y volvió a poner en marcha la camioneta. Percibía una sensación extraña, la que no podía dilucidar.
—No están trabajando en el campo –dijo con las manos en el volante–. No hay nadie. A que el señor Farid les está dando un sermón e instrucciones para mejorar la cosecha. Tal vez haya llegado a un acuerdo con don José. Eso sería fabuloso.
Cortó camino por una diagonal de tierra que lo llevaba directo a la Plaza Central.
—Sin duda los encontraré en la plaza –volvió a murmurar al no ver a los campesinos.
Minutos después descubrió que no se había equivocado, estaban en la plaza. El reflejo del sol sobre el parabrisas lleno de polvo e insectos no le dejaba ver con claridad. Sí que aquello era extraño.
—¡Dios mío! –gritó y se asomó por la ventanilla–. ¡No puede ser cierto!
Volvió a clavar los frenos, ahora veía con claridad: decenas de cuerpos desarticulados y tirados en diferentes posiciones. Más allá, en el interior de la plaza, los pumas se concentraban en su festín peleándose por los cuerpos pequeños. Y vio también que aquello que parecían bolsas de basura sobre la vereda eran otros cuerpos.
—¡No, Dios, no! –la desesperación le produjo un fuerte temblor en las extremidades. Las náuseas no le dejaban pensar. Intentó poner marcha atrás y la caja de cambios hizo ruido como una sierra cortando hueso. Lo consiguió, las ruedas traseras de la Ford derraparon, giró el volante y el paragolpes trasero arrancó un árbol que la semana anterior había plantado Demetrio. Se aferró al volante como si fuese un salvavidas y aceleró a fondo con intención de recorrer esas tres calles que lo separaban de la casa del guía espiritual. ¡Esto es… esto es una pesadilla! Gritó, y su corazón parecía haber perdido su ritmo. Trató como pudo de controlar la desesperación que sentía. Veía borroso por las lágrimas que no paraban de brotar.
Estacionó la F100 frente a la casa del predicador, abrió la puerta, que chirrió como de costumbre, y con un nervioso brinco salió de la cabina. Le sobrevino un mareo y un sudor frío recorriéndole la frente, le costó afirmarse. Cruzó el jardín de la entrada principal. A centímetros de su cara pasó volando un cuervo, tan negro como sus pensamientos. Puso su antebrazo sobre la cara. La puerta estaba abierta, se golpeaba al ser movida por la corriente de aire. Ese golpeteo monótono y el soplido del viento eran lo único que se escuchaba. A Julián le pareció que ni siquiera los pájaros cantaban.
—¿Señor Farid? –llamó con voz temblorosa–. Soy Julián, ¿hay alguien en casa?
Recorrió el comedor, y llegó al dormitorio que usaba el pastor. Absorto, contempló los armarios abiertos, los cajones desparramados por el piso con bollos de ropa asomando. Era como si hubiesen entrado ladrones. Revisó el resto de la casa y llegó a la conclusión de que allí no había nadie más que él.
Salió al jardín y caminó con torpeza, mareado. Le parecía que el corazón se le había mudado al cuello y desde ahí latía con furia. Miró el garaje, el portón también se movía solo y rebotaba contra el marco. No supo por qué, y quizá nunca lo sabría, pero ese lugar le producía una atracción que le doblegaba su voluntad. En principio caminó inseguro y terminó corriendo hacia el garaje. Empujó el portón y encendió las luces. Miró la Peugeot y notó que el Rambler Ambassador del predicador no estaba allí. Solo unas maderas, una desvencijada estufa y una veintena de envases de plástico vacíos y amontonados. Recordó que el señor Farid le había encargado a él que viajara a La Cumbre y comprara jugos. Recordó también que los concentrados que había conseguido venían en bidones de color anaranjado. Como impulsado por una fuerza que podría ser la misma curiosidad, removió la pila de maderas y se encontró con dos de color negro. No recordaba haberlos visto antes. Miró alrededor y luego al piso. Por el costado de la zapatilla asomaba un papel. Levantó el pie y lo despegó. Era un pedazo de etiqueta. La acercó a la luz. Tenía una calavera dibujada y debajo la leyenda:
“MANÉJESE CON CUIDADO
MANTENER FUERA DEL ALCANCE DE LOS NIÑOS Y DE ANIMALES DOMÉSTICOS
HCN, CIANURO DE HIDRÓGENO CONCENTRADO”
Escuchó un murmullo proveniente del fondo del garaje. Tragó saliva y se acercó a la puerta trasera. Tenía miedo, mucho miedo. Contra la pared descansaba una pala cuya punta él mismo había afilado. La tomó apretando el mango con tanta fuerza que le crujieron los nudillos. Abrió la puerta de una patada y contempló ese raído jardín al que aún no le habían sembrado el pasto. Miró hacia ambos lados, el único movimiento era el de las hojas llevadas por el viento. Caminó lentamente observando con el rabillo, lagrimeando y con la nariz goteándole mocos. Pisó en falso y se le hundió el pie. Era tierra blanda, recién removida. Instintivamente comenzó a cavar y tocó una superficie almohadillada, como de goma. Dejó la pala, se arrodilló y rasgó la tierra con los dedos, callando el dolor cuando pedazos de piedra como escarbadientes se le clavaban debajo de las uñas. Pero el verdadero dolor era esa verdad que carcomía su mente y él aún no sabía que ese sufrimiento pronto dejaría de existir liberándolo de la angustia.
—¡No, Dios! –gritó arañando la tierra–. ¿Por qué sos tan cruel? –La camisa leñadora negra y amarilla comenzaba a aparecer entre la tierra. Tironeó del enorme brazo de su amigo y cuando asomó el torso lo abrazó– ¡No puede ser cierto, no!
Pese al olor putrefacto, Julián abrazó a su amigo y lloró con los ojos cerrados. Al abrirlos, con la vista facetada por las lágrimas, su mirada se encontró con la de don José, allí debajo del cuerpo de Facundo.
—¡Jesús, ayudame! –Y fue lo último que pudo decir. A escasos metros había dos parejas de pumas acechándolo. Quiso gritar, y la voz se le quebró. Pensó en correr, pero sus extremidades no le respondieron. El ardor le quemaba el cuello, y pese a la neblina roja vio que sus rodillas iban dejando un surco en la tierra removida. Los pumas ya habían saltado sobre él.
“Y los frutos en sazón que codiciaba tu alma se han alejado de ti; y toda magnificencia y esplendor se han terminado para ti, y nunca jamás aparecerán”.
Apocalipsis 18:14
Cuando terminó de leerles la carta a sus colegas, Augusto Curutchet, desencajado, se puso de pie en medio de su despacho, se apretó las sienes con los puños y negó sacudiendo la cabeza desaforadamente de un lado a otro.
—¡No puede ser! –gritaba, enajenado–. ¡Soy demasiado joven para morir! ¡Soy demasiado rico!
Los ocho legisladores, perplejos, lo vieron llevarse una mano al pecho con un horrible gesto de dolor, lo vieron derrumbarse estrepitosamente arrastrando una mesa ratona en tal derrumbe, lo vieron caer sobre las rodillas en el piso de madera, que crujió con estruendo al recibir de lleno los más de cien kilos de Curutchet. El político murió boca abajo, con los brazos extendidos, en actitud suplicante. La carta, estrujada como un trapo, aún seguía aferrada por su mano derecha.
Alguien dio inmediato aviso a seguridad. Y, a los cuarenta y cinco minutos exactos, un juez del entorno de aquel selecto grupo se encargó de limpiar el asunto.
Muy cerca de la media noche, Marco Monticelli, uno de los tantos programadores de Datanor Enterprise, dejó de observar el monitor de la computadora. Se cubrió los ojos, que le ardían como brasas y se arrellanó en el sillón hamacándose. Después miró a su izquierda y tardó en enfocar el reloj–calendario embutido en la pared: una versión de los relojes de fichas antiguamente usados en los aeropuertos; aunque este se trataba de una pantalla líquida.
—Veintitrés cincuenta y cinco con treinta y siete segundos, ocho, nueve… –a cada ficha que caía, la voz de Marco reverberaba en la enorme y desolada oficina del quinto piso de Datanor Enterprise. En ese momento era la única figura humana entre monitores, escritorios de vidrio y carpetas desbordantes de papeles–. Aún es 9 de octubre de 2050, pero falta menos –presionó los pies contra el piso de goma, y la silla se deslizó sobre las ruedas hasta quedar junto a la máquina de café. Sintió que su rodilla izquierda le dio un puntazo–. Esta rodilla de mierda –dijo Marco y llenó un vaso térmico. Con precaución volvió al escritorio sobre el que apoyó la aromática bebida. Del maletín extrajo un alfajor, lo desenvolvió y lo dejó al lado del vaso. De uno de los cajones del mueble, extrajo un fósforo de madera y lo hundió en el centro de la mini torta–. Esta será una celebración especial –dijo, y continuó mirando el reloj–. Veintitrés cincuenta y nueve con cincuenta segundos… –el silencioso segundero seguía cayendo–. ¡Ahora sí: 10 de octubre! ¡Feliz cumpleaños, Marco Monticelli! –elevó el vaso, brindó consigo mismo. Encendió el fósforo, formuló un deseo: levantarme a Cristinita Pultrone, la secretaria de Planeamiento. Y bueno, ya que estamos, otro deseo más, que la rodilla me deje de joder. Y sopló la improvisada velita–. Paso a enumerar –anunció en tono serio– tres acontecimientos clave de este gran día: primero, yo cumplo treinta años; segundo, Datanor cumple cinco. Y... –miró la pantalla de la computadora–, tercero, por lo que veo, hoy mismo, en Mar del Plata, seiscientas mil personas ligadas a Bonaerense Textil se enterarán de que han sido despedidas. Mierda.
Desenterró el fósforo quemado y le dio un mordisco al alfajor. ¿Cómo se sentirían esos pobres tipos al volver a sus casas? Seguro que muy diferentes a ese grupito de políticos que engrosaron sus cuentas bancarias a cambio de votar el pedido de la Kurtz Corporation. ¡Qué lo parió!, pensó Marco Monticelli. Y, claro, La Kurtz quería encargarse de la manufactura desde Europa. Para eso había que sacar del medio a Bonaerense Textil. También habían ordenado, estratégicamente, que el país solo se limitase a la esquila. La materia prima debía ser enviada luego a la casa matriz. Y era lógico, en el viejo continente habría miles de nuevos puestos de trabajo, y aquí...
La campanilla del ascensor sonó al final del pasillo. Marco impulsó su silla hacia atrás, para tener una vista panorámica. Del ascensor bajaba Manuel Croce con su carrito atiborrado de herramientas. Cruzaron sus miradas a la distancia y se saludaron.
Marco volvió frente a su máquina. En el monitor flotaban informes acerca de otras empresas que cerrarían. En el borde inferior de la pantalla parpadeaba en letras rojas: CONFIDENTIAL. Datanor disponía de la base de datos más completa del mundo, sus servicios se habían extendido como una red de neuronas por cada uno de los continentes.
Al rato, el ardor en los ojos se había convertido en quemazón. Marco ingresó su password, cuando estaba por cerrar el documento y explorar un diario en línea, notó que un objeto le tapaba la luz del techo y cubría de sombra el escritorio. Un sexto sentido le decía que no alzara la vista. Sintió la garganta seca. El parpadeante CONFIDENTIAL parecía más brillante, más rojo. Un escalofrío le recorrió el espinazo, le erizó los pelos de la nuca. Lentamente, Marco giró el sillón temiendo lo que podía encontrar.
—¿Quién? –susurró, sorprendido al no ver a nadie. Volvió la vista a la pantalla, el escritorio estaba iluminado normalmente. Miró arriba. Nada.
Se impulsó hacia atrás con la silla para tener una panorámica de la oficina. Quedó entre el dispenser de agua y la máquina de café. Manuel Croce, a cinco o seis metros, le daba la espalda, muy concentrado en su tarea de limpiar un escritorio.