Colinas de California - Lee Goldberg - E-Book

Colinas de California E-Book

Lee Goldberg

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Beschreibung

Eve Ronin acaba de cumplir su sueño de ingresar en el equipo de Homicidios del condado de Los Ángeles. Lo ha logrado gracias a un vídeo viral en el que detiene a un famoso actor hollywoodiense pasado de vueltas. El departamento necesita lavar su imagen tras algunas actuaciones desastrosas y ascender a una figura mediática como Ronin puede ayudar. Perspicaz, metódica y obstinada, ella sabe que se merece el puesto, pero tiene que demostrárselo a sus colegas, casi todos hombres, más curtidos y mayores que ella. Con su primer caso serio se juega su futura reputación. Al menos cuenta con un compañero a punto de jubilarse que le puede enseñar algunos trucos. Ambos acuden a una casa unifamiliar en la que varias habitaciones están bañadas en sangre. Todo apunta a que ahí se ha producido una matanza, pero no hay ningún cadáver.

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Título original: Lost Hills

© Adventures in Television, Inc, 2019.

© de la traducción: Víctor Manuel García de Isusi, 2020.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2020. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO733

ISBN: 9788491876809

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

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Nota y agradecimientos del autor

PARA VALERIE Y MADDIE

1

El tramo norte de Mulholland Highway acababa en una intersección con forma de T que conectaba con Mulholland Drive. Se trataba de una intersección que provocaba gran cantidad de confusiones, y no solo porque ambas calles tuvieran un nombre tan similar, sino porque era una intersección que dividía dos poblaciones, tres vecindarios, dos jurisdicciones legales y, en aquel jueves caluroso y congestionado por la polución de una tarde de diciembre, dividía también la vida de la muerte.

Eve Ronin y Duncan Pavone, detectives de Homicidios del Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles, se dirigían a dicha intersección. Conducían en dirección este por Mulholland Drive en un Ford Explorer normal y corriente con intención de investigar un posible homicidio del que les había avisado el Departamento de Policía de Los Ángeles.

—Solo hay una razón por la que los del Departamento de Policía nos llamarían para que nos encarguemos de un cadáver —empezó a decir Duncan, sentado en el asiento del pasajero y mientras se sacudía migas de dónuts de su gran barriga, que acostumbraba a utilizar como si fuera la mesita plegable de un avión—, para dejarnos claro que está en nuestro lado de la línea, no en el suyo.

Debido a la geografía de la zona, las disputas jurisdiccionales eran inevitables. El Departamento del Sheriff era el responsable de hacer que se cumpliera la ley en Malibú, en las montañas de Santa Mónica y en las comunidades que circundaban el Westlake Village: Agoura Hills, Hidden Hills y Calabasas. Se trataba de una zona rodeada por el condado de Ventura al oeste y al noroeste, por la ciudad de Los Ángeles al este y al noreste, y por la bahía de Santa Mónica al sur. La intersección de Mulholland con Mulholland, que estaba en las faldas de las montañas de Santa Mónica, era el límite entre la ciudad de Calabasas y Woodland Hills, una parte de la ciudad de Los Ángeles.

Eve Ronin solo llevaba tres meses en Homicidios, destacada en la comisaría de Lost Hills, en Calabasas, y aquella era su primera disputa jurisdiccional. Era muy consciente de todo lo que desconocía, como les pasaba a todos los que la rodeaban.

—¿Cómo resuelves una situación como esta cuando la cosa no está clara? —preguntó Eve a pesar de que sabía que la pregunta no serviría sino para reforzar la pésima opinión que tenían de ella Duncan y los demás detectives, la idea de que no estaba cualificada para el puesto. No obstante, para ella, aprender era más importante que su imagen.

—Te cagas en todo, te quejas, discutes... pero, sobre todo, aseguras una y otra vez que el cadáver está en su lado o que el crimen ha tenido lugar allí. Sacas una cinta métrica para demostrarles dónde está el linde o quién la tiene más larga. Les tiras toda la mierda que tengas a mano acerca de ellos, les recuerdas la de favores que te deben, les dices que vas a valerte de todas tus influencias para conseguir que se queden el cadáver y todos los agravantes que van con él. Aunque, claro, el cadáver casi siempre acabo quedándomelo yo... porque soy un blando.

Eve apartó la vista de la carretera para mirarlo incrédula.

—¿Tanta pena te da que alguno de los del Departamento de Policía haya tenido un mal día?

—No, no es eso. Lo hago porque la víctima se merece un policía que se preocupe por ella en vez de uno que esté más interesado en conseguir que el caso de un pobre tipo al que acaban de pegarle cuatro tiros por la espalda y que ha quedado tendido sobre la línea jurisdiccional parezca un suicidio.

Eve sonrió para sus adentros. Puede que tuviera suerte de que la hubieran puesto de compañera de alguien que estaba a punto de jubilarse y al que ya le importaba todo una mierda —aunque, claro, había que tener en cuenta que no siempre había sido así—. Formaban una extraña pareja. Él era viejo y estaba gordo, y se peinaba de una manera muy imaginativa para disimular que se estaba quedando calvo; ella era joven y delgada, y llevaba el pelo cortado por encima de los hombros, lo que resultaba la mar de práctico. A decir verdad, podrían confundirlos con un padre y una hija aficionados a llevar Glocks.

En la intersección de Mulholland con Mulholland había algunas casas al norte; un edificio de oficinas de dos plantas en la zona oeste, detrás de una línea de pinos; y un robledal, al este, por la colina, entre un colegio privado y una urbanización.

Eve giró a la derecha en Mulholland Drive, en dirección sur, y vio un coche patrulla blanco y negro aparcado detrás de una camioneta, en el arcén. También había un Crown Vic del Departamento de Policía estacionado al otro lado de la calle, mirando en dirección norte. En el Crown Vic había apoyados dos detectives vestidos de traje que hablaban con un agente de uniforme. Parecía que los detectives hubieran aprovechado una de esas ofertas del Men’s Wearhouse de «Compre uno y llévese otro gratis» y que hubieran pagado a medias el primero de los trajes.

—Los dos de los trajes son los detectives Frank Knobb y Arnie Prescott, de Canoga Park —comentó Duncan mientras Eve aparcaba detrás del coche patrulla—. Hemos coincidido unas cuantas veces. Entre los dos, llevarán en esto tanto como yo.

Eve se alegró de que su compañero no aprovechase la oportunidad para comentar una vez más que ella no había nacido cuando él entró en la policía.

Duncan salió del Ford Explorer, se ajustó los pantalones, esperó a que pasara un coche y cruzó la calle para hablar con los dos detectives. Eve, por su lado, se acercó a investigar la camioneta, que estaba cubierta de agujas de pino. En el interior del parabrisas había salpicaduras de sangre y en el asiento del conductor, un cadáver despatarrado.

—¡Hola, Dunkin’ Donuts! —soltó uno de los detectives mientras Duncan se les acercaba—. ¿Qué tal te va?

—Pues aquí, Frank, contando los días. Me faltan ciento sesenta y tres para darme el piro. ¿Habéis oído hablar de mi nueva compañera, la detective Ronin?

Los integrantes del Departamento de Policía la miraron. Eve seguía al otro lado de la calle, examinando la camioneta.

—¿Puño Mortal? —comentó Frank Knobb—. Claro que hemos oído hablar de ella. ¡Es una leyenda!

Hasta hacía poco, Eve era ayudante del sheriff en Lancaster y nadie la conocía, ni en el Departamento de Policía de Los Ángeles ni en ningún otro sitio. Sin embargo, hacía cuatro meses, había visto cómo el actor Blake Largo, protagonista de la exitosísima serie de películas Puño Mortal, golpeaba a una mujer en el aparcamiento de un restaurante. Eve, aunque estaba fuera de servicio, le llamó la atención y este intentó pegarle un puñetazo, momento que ella aprovechó para tirarlo al suelo e inmovilizarlo. Eve se quedó aplastando aquella cara de un millón de dólares contra el asfalto hasta que llegó la policía. Un testigo grabó un vídeo con el móvil y lo subió a YouTube. El vídeo había tenido once millones de visualizaciones en menos de una semana. Ahora, todo el mundo la llamaba Puño Mortal.

Eve decidió ignorar el comentario sarcástico y se centró en el conductor de la camioneta. El tipo tenía la cabeza tirada hacia atrás, apoyada en el reposacabezas. Le habían rajado la garganta y el corte parecía una sonrisa sangrienta y obscena. En el asiento del copiloto había un cuchillo como el de Rambo. Eve pensó que podía tratarse de un suicidio, dado que el tipo tenía el arma al lado y que aquel vecindario, por grande que fuera, era muy seguro. Ahora bien, si se trataba de un suicidio, el tipo había escogido un lugar muy extraño para ponerle fin a su vida. Lo último que había tenido que ver mientras se desangraba era el Gelson’s, un supermercado de lujo. Aunque, claro, había gente para la que el Gelson’s era como el paraíso.

—No me jodas —comentó Arnie Prescott—. ¿Así que en el Departamento del Sheriff solo se necesita que un vídeo se haga viral para que te asciendan de Robos a Homicidios?

En realidad, el ascenso había tenido que ver con el momento en que se había publicado el vídeo, que salió justo cuando la noticia de que algunos agentes del sheriff daban palizas a los prisioneros de la cárcel del condado estaba en el candelero. La respuesta tan positiva y mediática que había recibido el vídeo había resultado una manera maravillosa de distraer la atención sobre aquel escándalo y había llevado al sheriff a mantener a Eve en lo más alto de la popularidad tanto tiempo como pudiera. Para ello, la había cubierto de elogios y premios, entre los que se incluía un ascenso. Lo que Eve quería era que la trasladaran a Homicidios y lo había conseguido, con lo que se había convertido en la mujer más joven de toda la historia de la brigada. Aquello había encantado al público y a los medios; al resto de los integrantes del Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles —el 86 % de los cuales tenían testículos—, en cambio, no.

—Los baremos del Departamento del Sheriff no son como los del Departamento de Policía —comentó Knobb.

—Así os luce el pelo —le soltó Prescott a Duncan.

Duncan no entró al trapo:

—Bueno, ¿qué hay del muerto?

—Un corredor ha descubierto el cadáver y ha llamado a Emergencias —le respondió Knobb—. El operador se ha puesto en contacto con el Departamento de Policía de los Ángeles. Este buen patrullero se ha presentado aquí, ha confirmado que la víctima no solo estaba muerta, sino bien muerta, y nos ha llamado.

—De lo que no se ha dado cuenta el buen patrullero debido a la emoción del momento es de a qué lado del pedrusco está aparcada la camioneta. —Prescott señaló la mediana, donde, recientemente, en mitad de un arreglo floral, habían instalado una gran piedra en la que ponía BIENVENIDOS A CALABASAS y en cuya cara norte había tallado un pájaro planeando.

Knobb sonrió a Duncan:

—Está en vuestro lado.

No había duda de que la camioneta estaba aparcada unos cuantos centímetros al sur de la línea invisible que tan convenientemente señalaba el pedrusco, lo que la situaba en Calabasas. Eve miró la parte de la carretera que quedaba en el lado de la ciudad de Los Ángeles y se puso furiosa. No le gustaba que le tomaran el pelo.

El agente de uniforme se encogió de hombros con cara de memo:

—Culpa mía.

—Bueno, pues todo vuestro —dijo Prescott.

—¡Qué suerte! —exclamó Duncan con cara de cansado.

—Nos hemos quedado para proteger la escena del crimen a modo de cortesía profesional —comentó Knobb.

—¿En serio? —soltó Eve. Los dos detectives del Departamento de Policía la miraron como niños traviesos que hubieran interrumpido a los mayores mientras hablaban—. Porque yo creía que proteger la escena del crimen implicaba que nadie la alterara.

—A mí no me parece que la haya alterado nadie —respondió Knobb.

—La camioneta está cubierta de agujas de pino —comentó Eve—. Sin duda, ha pasado la noche aparcada debajo de un pino, lo que parece extraño, si tenemos en cuenta que el más cercano está allí, en la ciudad de Los Ángeles.

Prescott resopló con aire burlón:

—¿Es que no has oído hablar del viento?

Eve se quedó mirando a los detectives con mala cara sin que le preocupara lo más mínimo lo que pensaran de ella:

—En ese caso, ¿por qué no hay agujas de pino ni en la calle ni alrededor de la camioneta?

Los detectives le mantuvieron la mirada, pero el agente de uniforme apartó la vista. Duncan sacudió la cabeza mientras observaba a aquellos dos tipos sin escrúpulos:

—Es vuestro caso y, como cortesía profesional, no le vamos a contar a nadie este bochornoso suceso. —Duncan volvió a subirse los pantalones y miró al patrullero—. Ahora bien, hijo, quiero que pienses en una cosa: como los forenses acaben torpedeando el caso, ¿qué crees, que estos dos te van a apoyar o que se encargarán de que seas tú el que cae? Si yo fuera tú, me protegería siempre el culo.

Duncan empezó a cruzar la calle en dirección al Ford Explorer y le hizo un gesto a Eve para que lo siguiera. La detective se sentó al volante, arrancó, dio media vuelta alrededor de la mediana y, después, tomó Mulholland Drive en dirección este.

Eve daba por hecho que sus homólogos de la ciudad de Los Ángeles habían abusado de su cargo y habían ordenado al agente que empujara la camioneta hasta el linde. El coche patrulla del agente tenía unas barras de protección de acero inoxidable en el parachoques, lo que le habría permitido empujar la camioneta sin dañar su propio vehículo.

—¿A quién intentaban joder con eso de mover el cadáver a Calabasas, a ti o a mí? —le preguntó Eve a su compañero.

—Deja que te dé un consejo. Sé que estás acostumbrada a ser el centro de atención, pero eso no quiere decir que cada vez que te pasa algo malo sea personal.

—¿Qué quieres decir con eso? Han intentado jodernos.

—No, a nosotros no. Lo único que sabían Knobb y Prescott era que aparecerían dos detectives del Departamento del Sheriff, no que seríamos la celebridad que no se merecía su ascenso y el viejo gordo que solo piensa en jubilarse.

Eve asintió.

—Así que no son sino unos putos vagos.

—En efecto. No es personal.

Duncan cogió la radio y comunicó a la central que el cadáver estaba en la ciudad de Los Ángeles y que era el Departamento de Policía el que iba a encargarse del caso.

De la central enseguida les llegó otra llamada, una posible desaparición en una casa que había en una calle sin salida de Topanga que no estaba sino a unos pocos kilómetros en dirección suroeste de donde se encontraban en aquel momento.

—La informante, una tal Alexis Ward, dice que la residente no ha ido a trabajar y que no responde al teléfono. La informante ha mirado por una ventana y ha visto sangre. Cree que la residente podría estar dentro, puede que herida. 22-Paul-7, los bomberos y una ambulancia van de camino. Es un código tres.

—Recibido —respondió Duncan—. 22-David-1 de camino desde Mulholland Drive a Topanga Canyon.

2

La de Topanga Canyon Boulevard era una carretera arbolada de dos direcciones que ascendía serpenteando por las montañas de Santa Mónica y, después, seguía a lo largo de un riachuelo casi seco hasta la autopista de la Costa del Pacífico.

Para Eve, se trataba de una carretera al pasado. Allí arriba, la vida era diferente, rústica, aislada, enraizada todavía en las culturas hippie y beatnik de mediados del siglo XX. En cualquier caso, aquel estilo de vida empezaba a enfrentarse a la extinción, dado que las celebridades que buscaban privacidad y aquellos que se habían hecho ricos con la tecnología se estaban mudando a la zona y estaban comenzando a apropiarse de esa estética retro de camisetas teñidas de mil colores y a ponerla de moda, pero yendo a tomar un brunch en el Inn of the Seventh Ray en sus descapotables Bentley. Para los conductores de limusinas y para aquellos que vivían en el valle de San Fernando, Topanga Canyon no era sino una manera de llegar a la zona oeste de Los Ángeles sin necesidad de tomar la 405.

En lo más hondo del cañón, Eve giró a la izquierda para acceder a una carretera comarcal cuyo asfalto empezaba a desintegrarse y que seguía la ladera sur del Parque Nacional de Topanga. Allí había pocas casas y estaban muy separadas entre sí. La mayoría de ellas no eran sino bungalós destartalados y ranchos de los años setenta, entre los que había alguna que otra urbanización vallada de nueva construcción.

Aquella carretera comarcal acababa convirtiéndose en una calle sin salida que colindaba con una empinada colina boscosa y aquella vía desembocaba en el jardín de una especie de bungaló sin valla y mal cuidado. En el camino que llevaba al garaje había dos coches, un viejo Ford Taurus con la pintura oxidada y un Nissan Sentra. Una mujer que andaría por los treinta y pocos años caminaba, nerviosa, de un lado para el otro, por delante de la casa.

—Está muy tensa —comentó Duncan mientras Eve enfilaba el camino del garaje—. Es mejor que hables tú con ella. De mujer a mujer.

—Buena idea, porque, como todo el mundo sabe, entre nosotras nos entendemos sin necesidad de hablar —respondió la detective mientras apagaba el motor—. Nuestros úteros son capaces de comunicarse por telepatía.

—Pensaba que se decía «matriz».

Los detectives salieron del coche. Duncan sacó una libreta del bolsillo trasero mientras se acercaban a la mujer. Eve se fijó en que la libreta estaba combada de pasar tanto tiempo allí.

La detective le enseñó su placa a la mujer.

—Soy la detective Eve Ronin y este es el detective Duncan Pavone. Somos del Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles. ¿Es usted quien ha llamado a Emergencias?

—Sí. Me llamo Alexis Ward —respondió al tiempo que asentía con la voz un poco rota por efecto de la preocupación—. Tienen que entrar. Ha pasado algo malo.

—Y entraremos, pero necesitamos más información antes de hacerlo —respondió Eve—. ¿Quién vive aquí?

—Tanya Kenworth. Ese es su Taurus, como su signo... y como el mío. —Alexis se tocó el fino collar que llevaba, del que colgaba una pequeña cabeza de toro plateada—. Somos hermanas astrológicas. Ambas nacimos en abril. Creo que por eso nos caímos bien de inmediato cuando empezamos a trabajar de camareras en Rockne’s.

—¡Ah, sí, en Kanan! —comentó Duncan—. Ya decía yo que me sonaba su cara. Voy mucho por allí. ¡Menudo solomillo a la brasa tan bueno que sirven!

—Se suponía que Tanya me recogería a las seis de la mañana para que nos diera tiempo de estar a las siete en punto en la Paramount. Nunca se lo pierde. ¡Nunca!

—¿A las siete en punto en la Paramount? —le preguntó Duncan mientras levantaba la vista de lo que fuera que estaba garabateando en su libreta.

—Es la hora a la que tenemos que estar allí para que nos peinen y nos maquillen. Participamos como extras en Anatomía de Grey. He ido sola, pero he debido de dejarle un centenar de mensajes de voz. He venido aquí en cuanto hemos acabado de rodar la escena que me tocaba.

—¿Vive sola Tanya? —le preguntó Eve.

—Tiene dos hijos, Caitlin y Troy, de diez y siete años, respectivamente. Esta es la casa de su novio, pero se va a mudar en cuanto encuentre otra.

Eve sintió que los músculos de los hombros se le tensaban, una reacción habitual ante el estrés, en especial, el que le provocaba su madre. Aquella casa era el vivo retrato de la vivienda en la que había pasado su infancia, en Encino, y Tanya le recordaba a su madre, una mujer soltera que intentaba criar sola a tres hijos en el límite de Hollywood. Encogió los hombros para soltarlos.

—¿Y eso lo sabe su novio?

—Sí, claro, y la cosa se puso fea, que es por lo que me he preocupado al no poder contactar con ella. ¿Y si le ha hecho daño? ¿Y si Tanya está ahí dentro, desangrándose, mientras nosotros estamos aquí, hablando?

Alexis iba subiendo el tono a medida que hablaba e Eve levantó las manos con las palmas hacia delante para pedirle que se calmara.

—Vale, vale, vamos a comprobar la situación. Usted espere aquí. Le ha dicho al telefonista de Emergencias que ha mirado por la ventana de la cocina y ha visto sangre. ¿Dónde está la cocina?

—En la parte trasera de la casa.

En ese momento, un coche patrulla del Departamento del Sheriff apareció en escena y aparcó detrás del Explorer. Del vehículo salieron dos agentes de uniforme, Tom Ross y Eddie Clayton. Ross había estado en los marines y, aunque no supieras nada de su vida, todo en él, incluso su lenguaje corporal, te hacía pensar que había sido militar. Podría ir vestido de Papá Noel, que no engañaría a nadie. A Clayton lo llamaban «Gafas» porque nunca se quitaba aquellas gafas de sol deportivas que llevaba.

Duncan les hizo un gesto para que se acercaran:

—Quedaos con la señora Ward, ¿vale? Los bomberos llegarán de un momento a otro, decidles que se estén quietecitos.

Eve y Duncan fueron hasta la parte de atrás de la casa. El césped estaba seco y lleno de malas hierbas, y vieron algunos muebles de jardín que se estaban oxidando, un balón de fútbol deshinchado y una sombrilla con la lona rasgada.

—Mi madre también era extra —comentó Eve de repente y, casi de inmediato, se sorprendió por haber compartido aquella información con Duncan—. Son decorados humanos, ¿sabes?, como los sofás o las plantas. La cuestión es que anhelan que alguien los descubra, pero no se dan cuenta de que su labor consiste, justamente, en no llamar la atención.

—¿Descubrieron a tu madre?

—No, pero no ha perdido la esperanza —respondió Eve mientras llegaban a la puerta de la cocina, al lado de la que había una ventana.

Eve y Duncan miraron por la ventana, que quedaba encima del fregadero, y vieron un charco de sangre en el suelo de linóleo amarillento. También había rastros de sangre por el pasillo.

—¡Mierda! —exclamó Duncan.

Eve miró a su compañero:

—¿Circunstancias especiales?

En caso de carecer de orden de registro, para poder acceder a una vivienda hay que tener pruebas suficientes de que es necesaria una actuación inmediata para salvar la vida de una persona, impedir que alguien destruya pruebas o evitar que un sospechoso huya: circunstancias especiales.

—No lo pueden ser más.

Ambos detectives desenfundaron sus armas. Él le hizo un gesto a ella para que fuera delante. Eve probó a abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Dio un paso atrás y la abrió de una patada.

Lo primero que notó fue aquel olor tan raro. Lo que había esperado era encontrarse con el olor metálico de la sangre, pero, por el contrario, aquel olor le trajo a la cabeza la ridícula imagen de una piscina con exceso de cloro en mitad del taller de un mecánico. Aquello no tenía sentido, pero Eve no disponía de tiempo para pararse a pensar en ello.

La detective desterró aquellos pensamientos y entró en la cocina, con cuidado de no pisar ninguna de las manchas de sangre. Duncan también entró, se puso a un lado sin apartar la vista del pasillo y volvió a hacerle un gesto a Eve para que fuera ella la que se adelantara.

—¡Policía! —gritó la detective—. ¿Hay alguien?

La casa estaba en silencio, lo que contrastaba muchísimo con la historia de violencia que ilustraban la gran cantidad de sangre que había en el suelo y las salpicaduras que cubrían los armarios. Sin embargo, la energía negativa que habría provocado tantísima violencia había desaparecido. Allí no se sentía sino un vacío, como si los únicos seres vivos fueran Duncan y ella.

Duncan se puso a cubierto mientras Eve cruzaba el umbral de la puerta de la cocina y entraba en el pasillo. La moqueta estaba empapada de sangre y había rayas carmesíes en la pared. La historia se volvía más horripilante a cada paso que daba la detective.

—¡Aquí la policía! —insistió Eve a grito pelado y con tono firme—. ¡Si hay alguien en casa, salga de inmediato con las manos en alto!

Pero allí no salía nadie. Lo único que oía Eve era su propia respiración.

Eve y Duncan se miraron, preocupados, y avanzaron, poco a poco, hasta el salón. En la puerta principal había salpicaduras de sangre y en el suelo, sobre dos charcos de sangre seca, se encontraban dos mochilas infantiles. Eve sintió en el pecho un pinchazo de miedo. Esperaba que los niños estuvieran en el colegio o en casa de algún amigo; donde fuera... menos allí.

—¡Tanya! ¡Caitlin! ¡Troy! ¡Si estáis escondidos, ya podéis salir! ¡Somos la policía! ¡Ya estáis a salvo!

La casa permaneció tan en silencio como un cadáver. El único movimiento que había en ella era el de los dos detectives; aunque, claro, eso no significaba que estuvieran solos.

Examinaron el salón. En el sofá, que estaba frente a una televisión de pantalla plana demasiado grande para aquella estancia, había una almohada, una manta y una sábana. También había, junto a una de las paredes, una cama para perros con un juguete Nylabone mordido. ¿Dónde estaba el animal?

Eve se volvió y miró por el pasillo. Los rastros de sangre llevaban a tres puertas. Las moscas habían empezado a entrar en la casa y zumbaban con fuerza cerca de sus oídos. La detective miró a Duncan, que asintió. Eve siguió uno de los rastros de sangre hasta un dormitorio mientras Duncan entraba en el que estaba justo enfrente del salón.

La detective permaneció en el umbral, observando las paredes rosas y la sangre que salpicaba los estantes, los peluches y los demás juguetes. Entró en la estancia, la bordeó, la moqueta estaba empapada de sangre, y tropezó con un ventilador eléctrico de pie que casi lo derriba. Se agachó y miró debajo de la cama. Los ojos sin vida de un oso de peluche le devolvieron la mirada.

Eve se puso de pie y abrió con el pie la puerta corredera con espejo del armario. Allí había colgada ropa de niña, entre ella un vestido de princesa, puede que de Halloween. Lisa, la hermana de Eve, que era tres años más joven que la policía, había tenido un disfraz como aquel.

—¡Despejado! —gritó mientras volvía al pasillo.

Duncan salió de lo que parecía la habitación de Troy. En el suelo había cochecitos de juguete y en las paredes, pósteres de superhéroes de Marvel. Cuando era pequeño, a Kenny, el hermano pequeño de Eve, cinco años más joven que ella, le gustaban los superhéroes, pero solo los de DC, como Superman y Batman.

—Despejado —dijo Duncan.

Avanzaron al mismo tiempo, siguiendo un rastro de sangre que llevaba hasta la siguiente puerta abierta, el cuarto de baño. Había sangre por todas partes, como si alguien la hubiera echado a cubos, en especial, en la bañera. No había superficie sobre la que no hubiera salpicaduras rojas; las había hasta en el techo.

Eve estaba completamente conmocionada. Se sentía como si se estuviera congelando por dentro. Notó escalofríos. Las moscas también habían encontrado la habitación, que parecía que amplificara su zumbido, como si saliera de unos altavoces, aunque la detective era consciente de que todo aquello no estaba sino en su cabeza.

En el mueble del lavabo y en el lavabo había estropajos empapados en sangre y varias botellas de lejía manchadas de sangre. El olor a productos de limpieza y a aceite de motor era muy fuerte y, en combinación con aquel escenario sangriento, repulsivo. Eve se esforzó por sofocar las náuseas y por relajar los músculos. No iba a humillarse contaminando la escena de un asesinato con su vómito.

—Dios mío... —soltó Duncan.

Por alguna razón, oír la voz temblorosa de su compañero la relajó y la ayudó a mantener el control. El hombre estaba tan afectado como ella por lo que veía.

Salieron del cuarto de baño y se fijaron en las dos puertas que quedaban, ambas entornadas, ambas al final del rastro de sangre que había en la moqueta. Eve eligió la de la izquierda y Duncan, la de la derecha.

Eve entró en el dormitorio principal. La cama, enorme, no tenía ninguna sábana y el colchón estaba empapado en sangre y rajado en pedazos. El cabecero estaba lleno de más salpicaduras rojas. Eve se agachó para mirar debajo de la cama y no vio nada más que un par de zapatillas de mujer y una pequeña pipa de marihuana. Se acercó al armario y lo abrió con el pie. Estaba lleno de ropa, tanto de hombre como de mujer, pero dentro no había nadie.

—Despejado —comentó antes de volver al pasillo.

La otra puerta daba al garaje. Duncan entró en la casa de nuevo mientras enfundaba la pistola.

—El garaje está vacío, pero hay unas gotas de sangre que parece que lleven adonde debía de haber aparcado un coche.

Eve tragó saliva y se aclaró la garganta.

—¿Alguna vez habías visto algo así?

Duncan sacudió la cabeza:

—¡No, muchas gracias!

—¿Qué quieres decir con eso?

—Si nos hubiéramos quedado con el cadáver de la camioneta, esta llamada la habrían recibido Crockett y Tubbs —dijo Duncan, refiriéndose al otro par de detectives de la comisaría—, pero, claro, ¡tú tenías que fijarte en las agujas de pino!

Duncan se dirigió hacia la cocina y salió al jardín, donde se quedó parado, tomando aire fresco. Eve lo siguió y permaneció a su lado. Ni los agentes, ni Alexis Ward, ni nadie, podían verlos desde el jardín delantero.

Después de un buen rato, Duncan comentó:

—En este caso va a haber un montón de asqueroso trabajo de oficina y vamos a tener que hacer mucha labor de campo.

—Sí, está claro —soltó Eve irritada—. El otro caso nos habría dado muchos menos quebraderos de cabeza.

—No, no voy por ahí. Lo que quiero decir es que yo me encargaré del trabajo de oficina y tú, de patear las calles.

Eve miró a su compañero.

—Tú eres el detective veterano, eres tú quien debería hacer lo principal.

—Y acabo de hacerlo, acabo de establecer la división de las tareas.

Eve enseguida se dio cuenta de lo que significaba aquello:

—Quieres que yo sea la cara de la investigación.

—Y la que lo vea todo en la práctica. Mi vista ya no es lo que era. Al fin y al cabo, a mí se me ha pasado lo de las agujas de pino, ¿no es así?

—No es por eso. ¿Cuál es la verdadera razón de que me estés poniendo al frente de todo esto?

El detective suspiró y miró la casa.

—Este caso se va a hacer muy gordo y se va a poner muy feo mucho antes de lo que crees. De nada le va a servir a mi carrera y te aseguro que no necesito más pesadillas que llevarme a la jubilación.

Le estaba diciendo, lisa y llanamente, con completa honestidad, que sentía que ya no podía dar más. Aquello hizo que Eve lo respetara, así que no le echó en cara que hubiera tomado aquella decisión. Él ya había hecho lo que tenía que hacer. A partir de ese momento, iban a ser su cuello y su alma las que correrían peligro.

—De acuerdo —dijo la detective.

—Venga, yo llamo a los del forense para que vengan y a los del juzgado para que vayan preparando la orden de registro. Tú deberías descubrir cuanto puedas de los críos y del novio.

Eve asintió. Empezaba a darse cuenta de lo grande que iba a ser aquel caso y, por unos instantes, no supo ni qué decir. En aquella casa había pasado algo terrible y su labor iba a consistir en descubrir de qué se trataba, en hacer que se cumpliera la ley hasta donde fuera posible y en vivir con los horrores que destapara por el camino.

Tomó aire, puso su mejor cara de póquer y regresó con Duncan a la parte delantera de la casa.

3

Ya habían llegado la ambulancia y la dotación de bomberos, y los efectivos estaban esperando a que les dieran instrucciones.

Alexis fue corriendo hasta Eve:

—¿Qué pasa? ¿Está Tanya dentro?

—No, la casa está vacía.

—¿Y qué han visto?

—Lo mismo que usted.

A Eve le pareció que aquello calmaba a Alexis, lo que se debería, probablemente, a que la mujer solo había sido testigo de la sangre de la cocina.

—Entonces, ¿dónde está Tanya?

—No lo sé. —Eve se sentía culpable. Nada de lo que le estaba diciendo a Alexis era mentira, pero todo eran medias verdades—. Discúlpeme un momento.

La detective se acercó a los paramédicos y a los bomberos.

—Podéis iros, en la casa no hay nadie.

Luego, se acercó a los agentes Ross y Clayton, se aseguró de que les estaba dando la espalda a Alexis y a Duncan, bajó la voz y les dijo:

—Llamad a dos unidades más. Que nadie entre en el escenario, solo el equipo del forense.

Asintieron para hacerle ver que la orden les había quedado clara e Eve se acercó de nuevo a Alexis y a Duncan. Su compañero había vuelto a sacar la libreta y otra vez estaba tomando notas.

—¿A qué colegio van Caitlin y Troy? —le estaba preguntando en ese momento.

—A Canyon Oaks.

Duncan miró a Eve. Él ya tenía lo que necesitaba para empezar a trabajar.

—¿Dónde está su padre? —le preguntó Eve, que había decidido hacerse cargo del interrogatorio, antes de hacerle un gesto a Duncan para que fuera al Explorer a empezar con las llamadas.

—En Merced. Se llama Cleve Kenworth. Tanya y él se divorciaron hace unos cuantos años. Ella nunca habla de él.

Eve sacó una libreta del bolsillo interior de su cazadora Ann Taylor de color azul marino, una de las tres del mismo modelo —aunque en colores diferentes— que había comprado en Internet en cuanto le habían dado la placa de detective y había colgado el uniforme.

—¿Qué sabe del novio de Tanya?

La ambulancia y el camión de bomberos empezaron a dar marcha atrás, lo que pareció que sirviera para que Alexis creyera que todo iba a salir bien. La detective se fijó en que la mujer se relajaba, en que se distendía.

—Que es un gilipollas.

—Empecemos por su nombre y por el sitio en el que trabaja y ya llegaremos a lo de que es gilipollas.

Alexis sonrió, una prueba más de que se estaba calmando.

—Se llama Jared Rawlins. Es operador de cámara; ya sabe, uno de esos que se dedican a mover los focos y demás cacharros de un escenario a otro.

Eve sabía a qué se refería. El padre de su hermana también era operador de cámara. Su madre y él solo habían estado saliendo unas semanas. Durante unos años, visitaba a Lisa en Navidades y por su cumpleaños, pero, entonces, desapareció de su vida. Eve recordaba su cara pecosa, las manos llenas de callos y que era agradable. Siempre que visitaba a Lisa, les llevaba piruletas See’s a los tres.

—¿Dónde trabaja?

—Aquí y allí. Hace muchas tareas diferentes: películas, series, anuncios, vídeos... incluso pornografía de vez en cuando.

—¿Por qué es gilipollas?

—Por la manera en que habla a Tanya. Siempre la menosprecia. Además, odia a los niños. Los llama «ratas» como si lo hiciera en broma, pero no es así.

El padre de Eve era igual. Se trataba de un director de televisión que no se había casado en la vida pero que había tenido muchos hijos, todos ellos con actrices que pretendían triunfar o con ayudantes de producción. Rara vez les daba un centavo a las madres para la manutención, y las pocas veces que Eve lo había visto cuando era niña era porque su madre los llevaba a ella y a sus hermanos al juzgado de menores con intención de influir al juez. Ahora, su padre vivía en un bungaló en la Casa de Acogida para Trabajadores de Cine y Televisión que había en Woodland Hills, a unos ocho kilómetros de su apartamento o de donde trabajaba, pero nunca iba a visitarlo.

—¿Dónde está Jack Shit?

La pregunta de Alexis apareció por sorpresa entre los pensamientos de Eve.

—¿Cómo dice?

—El perro. Es un viejo jack russell con mezcla de terrier y algo de shih tzu. Ladra por todo. ¿Lo han visto?

—No, no lo hemos visto.

Eve se había olvidado de la cama para perro que había en el salón.

—Qué raro... —Alexis volvía a estar tensa—. Nunca sacan a Jack Shit de casa sin correa... Sería una excelente comida para los coyotes, ¿sabe?

—Lo investigaré. —La detective le hizo un gesto al agente Clayton para que se acercara y se encargara de Alexis—. Gracias por todo, señora Ward. Por favor, dele al agente su dirección y teléfono de contacto antes de que se vaya. La llamaremos en cuanto sepamos algo.

Eve dejó a Alexis con Clayton y fue a su coche. Duncan se encontraba en el asiento del pasajero, hablando por el móvil.

—Me tienen a la espera. Estoy con los del juzgado para que se pongan con la orden de registro. Los del forense vienen de camino y he pedido a los de comisaría que envíen una patrulla al Canyon Oaks para ver si están los críos. ¿Qué has descubierto?

—Que el novio se llama Jared Rawlins y que es operador de cámara. Puede que en su sindicato sepan dónde está trabajando.

—Si es que está trabajando. Puede que esté en paro.

—El exmarido de Tanya se llama Cleve y vive en Merced.

Lo único que la detective sabía de Merced era que se trataba de una ciudad pequeña del centro de California, a unos cuatrocientos cincuenta kilómetros de Los Ángeles. Nunca había estado allí.

—Yo me encargo de ponerme en contacto con el Departamento del Sheriff de Merced para que lo localicen.

—El perro de la familia también ha desaparecido. Puede que haya escapado mientras sucedía lo que sea que ha sucedido en esa casa. ¿Crees que podríamos llamar a los de la perrera para que vengan a buscarlo?

Duncan miró serio a su compañera:

—Pues claro, se tiran el día buscando perros desaparecidos. Es a lo que se dedican, ¿sabes?

—Estás siendo sarcástico.

—Solo lo buscarían si tuviera la rabia... aunque no estoy seguro de que ni aun así fueran a hacerlo. ¿Qué crees que podemos sacar del perro?

—De Jack Shit.

—¿Cómo dices?

—Así es como se llama: Jack Shit. Al parecer, es una mezcla de jack russell con terrier y shih tzu.

—Adorable.

Eve sabía que de poco iba a servirles dar con el perro, pero es que no le gustaba la idea de que se convirtiera en la cena de algún coyote.

—Yo me encargo de facilitarle el escenario al forense —dijo la detective.

Acto seguido, fue a la parte de atrás del Explorer, abrió el maletero, sacó un enorme rollo de cinta amarilla en la que ponía ESCENARIO DE UN CRIMEN y volvió a la casa. Ató una parte de la cinta a una farola y recorrió todo el perímetro de la propiedad; solo se detenía para atar la cinta a algún árbol, arbusto, tumbona o a cualquier otro objeto. Mientras hacía aquello, mantuvo los ojos bien abiertos por si acaso veía algo que se saliera de lo habitual.

Aquello hacía que pareciera que estaba ocupada y, al mismo tiempo, le daba la excusa perfecta para pensar en lo que tenía entre manos. La mayor parte de su experiencia como investigadora era en casos de robos acontecidos en casas o en tiendas. Los pocos casos de homicidios en los que había trabajado no resultaban nada misteriosos. Uno de ellos había sido el de un anciano que había matado a su esposa, enferma de alzhéimer, y que, después, se había suicidado. El otro había sido el de un hombre sintecho que había apuñalado a otro sin hogar en una pelea para determinar quién tenía derecho a saquear un contenedor de basura que había detrás de una tienda de comestibles. El caso que la ocupaba era mucho más complejo que cualquiera de los que le había correspondido investigar hasta el momento.

¿Qué era lo que sabía? Que una mujer había desaparecido y que parecía evidente que en la casa había sucedido un terrible acto violento. Que no había cadáveres. Ante esto, ¿de verdad tenía un asesinato entre manos? ¿Se trataba de un asesinato múltiple? ¿De un secuestro? Era demasiado pronto para saberlo.

La detective estaba ya en el jardín trasero cuando le pareció ver un surco entre la maleza, un surco que iba desde el césped seco hasta una zona de árboles que había en lo alto de la colina. Alguien, o algún animal, había pasado por allí hacía poco. Puede que se tratase del rastro que había dejado el perro al huir de la casa.

Eve dejó el rollo de cinta en una de las tumbonas y ascendió por la colina en paralelo al rastro para no contaminar ninguna posible prueba. La tierra estaba dura y las malas hierbas eran altas como el heno.

La detective se internó entre los árboles y se sorprendió al ver un saco de dormir arrugado en el suelo y rodeado por los restos de un menú para llevar del McDonald’s. El saco de dormir no estaba ni sucio, ni manchado de tierra, ni cubierto de hojas. Eve se acuclilló al lado de los restos y se fijó en una rodaja de pepinillo que había en la caja de un Big Mac; aún estaba húmedo.

Aquel campamento no llevaba allí mucho tiempo. Un día, a lo sumo.

Eve miró el camino por el que había ascendido. Quienquiera que hubiera estado allí, veía perfectamente la casa de Tanya: la parte delantera y la zona en la que acababa la calle. La detective contempló cómo llegaba la furgoneta del forense. ¿Habría estado alguien vigilando la casa? Y, de ser así, ¿por qué y durante cuánto tiempo? ¿Tendría aquel vigilante algo que ver con la desaparición de Tanya y con los actos violentos que habían tenido lugar en la casa? De no ser así, ¿habría visto lo que había sucedido?

La detective estaba a punto de empezar a sacar fotos con el móvil cuando oyó el chasquido de una ramita por detrás de ella. Se dio la vuelta rápidamente y, en ese mismo instante, un animal peludo y furioso —¿un oso grizzly? ¿un hombre lobo?— salió de entre los árboles y la golpeó en la cabeza con una piedra.

Eve notó una explosión de dolor cegadora y cayó de lado. La bestia, enfurecida, le pegó una patada tan fuerte en el estómago que la dejó sin aire. La policía no podía respirar. Por instinto, adoptó una posición fetal para protegerse la zona media del cuerpo.

Entonces, la bestia le pegó una patada en la cabeza y todo se tornó negro.

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