Como la primera vez - Olivia Gates - E-Book
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Como la primera vez E-Book

Olivia Gates

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Beschreibung

El príncipe Leandro D'Agostino podría haber sido rey de Castaldini… hasta que un escándalo lo obligó a exiliarse. Años después, Phoebe Alexander, su ex amante secreta que se negó a marcharse con él, pretendía convencerlo de que aceptara la corona. Pero Leandro todavía sentía la amargura de la traición y sólo gobernaría si Phoebe se plegaba a sus deseos. Atormentada por las decisiones que había tomado en el pasado, Phoebe estaba dispuesta a hacer cualquier cosa. Sabía que nunca podría ser la reina de Leandro, pero aceptaría convertirse en su amante. Pero entonces un embarazo inesperado lo cambió todo…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Olivia Gates. Todos los derechos reservados. COMO LA PRIMERA VEZ, N.º 1764 - enero 2011 Título original: The Once and Future Prince Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9728-0 Editor responsable: Luis Pugni

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Como la primera vez

OLIVIA GATES

Nota previa

Hace ochocientos años, Antonio D’Agostino fundó el reino de Castaldini en la cuenca del mar Mediterráneo. Era un país único, con una cultura que mezclaba influencias moriscas e italianas. Pero lo que lo diferenciaba de las demás monarquías del mundo era la ley de sucesión dictada por Antonio D’Agostino. Él sabía que ninguno de sus hijos era apto para heredar la corona, así que decretó que la sucesión no estaría basada en el vínculo de sangre, sino en los méritos de los candidatos. Cualquiera del extenso clan D’Agostino, que se consideraba la familia real, podía demostrar ser merecedor de la corona. Estableció, también, reglas estrictas que debían satisfacerse antes de que alguien pudiera subir al trono. El futuro rey debía tener una reputación impecable, una salud de hierro y ningún vicio. Además, su linaje debía proceder del clan D’Agostino por ambas partes. Debía ser un líder al que el pueblo siguiera por su carisma y su carácter y, sobre todo, un hombre que hubiera labrado su propio éxito.

Los hombres del clan D’Agostino siempre habían intentando ser merecedores de la corona. A lo largo de la historia, siempre había uno de ellos que se erigía sobre los demás competidores y se hacía con el trono. Siempre elegía a su consejo entre la familia real y, durante su reinado, elegía al príncipe que lo sucedería, para que la transición fuera suave y sin problemas cuando llegara el momento.

Y el lema de aquel reinado era: Dejad que gane el mejor.

Prólogo

–Acércate más, Phoebe, que no voy a morderte. Al menos, no muy fuerte.

Ella se atragantó cuando quiso responder y se quedó sin respiración.

Leandro estaba quieto, como una escultura tallada en piedra, delante de las ventanas de su ático con vistas a los rascacielos de Manhattan. Su físico era imponente, su cabello de seda, moreno con reflejos color caoba y cobre. Ella apretó las manos al recordar cómo había acariciado ese pelo mientras él le había proporcionado el más exquisito de los placeres.

El aroma de Leandro era un afrodisíaco para ella, incluso en la distancia que los separaba en aquella habitación. Una distancia que no era nada comparada con los quinientos mil kilómetros que él le había hecho recorrer para estar a su lado.

Hacía ocho horas, Phoebe había recibido un mensaje de Ernesto, el consejero de Leandro y su mensajero secreto. Ella había pensado que él quería invitarla a otro encuentro clandestino, pero lo que había estado esperándola había sido el avión privado de su amante, no él en persona.

Phoebe no había sabido nada de él durante cuatro meses. Había temido que su silencio fuera una prueba de que su relación hubiera terminado. Pero no era así…

–Hace dos meses, cumplí treinta años.

Phoebe se estremeció al escuchar su voz ronca y sensual. Ya sabía que había sido su cumpleaños. Ese día, había tenido tentaciones de llamarlo, pero había conseguido contenerse. Las órdenes de Leandro habían sido claras: él sería quien contactaría con ella.

Entonces, Leandro la miró. Phoebe se habría tambaleado si hubiera sido capaz de moverse. Pero estaba paralizada.

–¿No tienes nada que decir, bella malaki?

Mi hermoso ángel. Así solía llamarla Leandro. Y ella siempre se estremecía al escucharlo.

Él se acercó. Cada uno de sus movimientos irradiaban poder y autoridad.

–¿Quieres que te lo ponga más fácil? ¿Te doy una pista? –preguntó Leandro, deteniéndose a unos milímetros–. ¿Me has echado de menos?

Eso había creído Phoebe, pero había sido más que eso. Se había muerto de hambre sin él.

Leandro alargó los brazos y posó en ella sus manos cálidas y grandes.

–¿Lo averiguo por mí mismo?

Sí, gritaron todas las células del cuerpo de Phoebe. Sin embargo, Leandro no hizo nada. Se quedó quieto, mirando. Y ella empezó a temblar.

En cuanto él se dio cuenta, sus pupilas se dilataron como dos agujeros negros. Ella se acercó, igual que un satélite atraído por la órbita de un planeta inexorable.

Entonces, fue como si una presa estallara. Violento. Imparable. Sus bocas se encontraron, se fundieron, inundando a Phoebe con lo que sólo había podido encontrar en ese hombre. La sensación de formar parte de un todo, de una unidad. Un deseo imposible de controlar.

El mundo desapareció alrededor de Phoebe mientras se sumergía en las delicias de la pasión.

–La próxima vez… la próxima vez, me tomaré horas… días para adorarte… pero esta vez… esta vez…

Leandro la depositó sobre la cama y ella no pudo contener un gemido al sentirse envuelta en su masculino aroma. Sus ropas desaparecieron en cuestión de segundos, tanta era la impaciencia de él.

Phoebe se estremeció, rogando ser poseída. Él obedeció, la penetró con la fuerza que ella pedía, sin preliminares, no había tiempo para ellos, y la llenó de placer de un solo golpe, provocándole un orgasmo desde el centro de su ser. Él le devoró la boca al mismo tiempo que ella gritaba de placer y siguió moviéndose al ritmo de sus convulsiones hasta que ella quedó tendida debajo de él, inerte.

Leandro. Su hombre león. Había vuelto a su vida. ¿Ya no tendrían que verse en secreto…?

Él siguió cabalgando sobre ella, borrando todas las preguntas de su mente. Phoebe se arqueó, dándolo todo, tomándolo todo. Él se estremeció y susurró algo. Ella escuchó sus palabras sin entenderlas, tras la niebla de la pasión.

Hasta que comprendió lo que él había dicho.

–Nunca volveré a Castaldini.

El mundo se paró para Phoebe. Ella sabía que Leandro había vivido una situación muy tensa en Castaldini. ¿Pero tanto como para que no quisiera regresar nunca? Nada podía ser tan malo como para eso. Sería el final de su relación.

–¿Qué quieres… decir con que… nunca vas a… volver? Tienes que…

Leandro se echó hacia atrás y la miró durante un largo instante con gesto de incredulidad.

–¿Es que no lo sabes?

–¿Saber qué?

–¿Cómo puede ser? ¿Han mantenido en secreto el decreto en Castaldini? Es mucho peor de lo que pensé. No sólo están aislando Castaldini cultural y económicamente, sino que se lo están ocultando todo a su pueblo.

–Por favor, Leandro… no te entiendo.

–¿Quieres saber de lo que han estado hablando todos los medios de comunicación del mundo durante semanas? Todo el mundo conoce la noticia. Yo, el príncipe Leandro D’Agostino, quien se esperaba que fuera coronado nuevo rey de Castaldini por mis méritos y mis logros, desafié al rey actual y a sus hombres y, por eso, he sido declarado renegado y despojado de todos mis títulos.

–Oh, no…

–Y aún hay más. También me han quitado la nacionalidad castaldina.

–No… no puede ser verdad –balbuceó ella, petrificada.

–Sí puede. Aquí me han ofrecido la nacionalidad americana y la he aceptado. No pienso volver a pisar Castaldini nunca más.

De pronto, Leandro la acercó contra su cuerpo, enredó los dedos en el pelo de ella y la besó con fuerza, con urgencia. Todo lo demás desapareció para ella.

–Y tú tampoco vas a volver –susurró él contra sus labios.

La determinación de sus palabras hizo que Phoebe se incorporara un poco.

–Tengo que volver.

–No, no volverás. Éste es tu país y ahora, también, es el mío. Te quedarás conmigo.

–Tengo que volver con Julia –repuso ella, haciendo un esfuerzo para hablar.

–Sí, claro, tu pobre hermana dependiente. Una princesa que tiene todo un reino a su disposición.

–Tú sabes que no es así. Me necesita.

–Yo sí que te necesito.

Aquella confesión le llegó al alma a Phoebe. Conmocionada, intentó digerir sus palabras.

Poco a poco, un atisbo de esperanza comenzó a brillar en el corazón de Phoebe, pronto apagado por el frío abrazo de… la sospecha. ¿Cómo que la necesitaba? ¿Por qué? Leandro no la había necesitado antes, aparte de para acostarse con ella. Él no sabía el significado de necesitar. Su única necesidad había sido convertirse en rey de Castaldini y no le había importado nada más que hacerse con la corona. Y, mucho menos, ella.

Leandro la había mantenido en secreto. Había salido con otras mujeres. En numerosas ocasiones, había asistido a los actos oficiales llevando del brazo a Stella, su prima segunda, y había saludado a Phoebe con una mera inclinación de la cabeza, como si ella no fuera para él nada más que la cuñada de su primo Paolo.

Él le había explicado a Phoebe que lo había hecho para borrar las sospechas sobre su relación, que podrían perjudicarlo en su candidatura al trono y que, también, podrían dañar la reputación de ella. Al principio, ella lo había creído cuando él había dicho que eran sólo medidas temporales para protegerlos a ambos «en aquellos tiempos difíciles». Ella había pensado que eso significaba que, más adelante, Leandro planeaba compartir su futuro con ella.

Sin embargo, él no había dicho ni hecho nada para apoyar esa teoría. Hasta que Stella le había contado a Phoebe lo que todo el mundo parecía saber. Algo que todos habían dado por sentado: para subir al trono, Leandro debía casarse con una mujer apropiada. Y, sin duda, ella era mucho menos apropiada que Stella D’Agostino, una mujer de sangre azul. De hecho, la misma Stella no era la mejor opción y todo el mundo sabía que la más apropiada para el puesto era Clarissa D’Agostino, la hija del rey.

Al fin, Phoebe había aceptado lo evidente. Leandro la mantenía en la sombra no para proteger su futuro juntos, sino para asegurarse el éxito de su candidatura al trono. Clarissa, o incluso Stella, tenían muchas más posibilidades de convertirse en su mujer. Ella nunca había estado en la lista de posibles esposas.

Pero Phoebe se había comportado con cobardía, temiendo que, si le revelaba a Leandro sus sospechas y sus miedos, él la dejaría. Sin embargo, su autoengaño no había conseguido sofocar su angustia. Se había sentido más destrozada cuanto más cerca había estado Leandro de acceder al trono. De forma subconsciente, había deseado que él no lo consiguiera, para poder ser su mujer.

Al fin, Phoebe había visto realizado su deseo más íntimo. Leandro ya no iba a subir al trono. Y la deseaba a ella. Le había dicho lo que ella nunca había creído posible, que la necesitaba.

Sí. Claro. ¿Después de haberla tratado como un sucio secreto durante más de un año y después de haberse alejado de ella, sin llamarla durante cuatro meses?

–¿Para qué me necesitas, Leandro? ¿Para que sea tu amante cuando te convenga, como antes? ¿O, tal vez, para algo más permanente, ahora que te has quedado sin las otras opciones? ¿Qué sería yo para ti ahora? ¿Un cuerpo a mano para satisfacerte sexualmente? ¿Sería la única en darse eso o tampoco? ¿Alguna vez he sido la única?

Leandro la miró con tanta furia que Phoebe se encogió y estuvo casi a punto de disculparse.

Casi. Pero no lo hizo. Tenía que mantenerse firme, se dijo ella. Ya estaba cansada de tantas humillaciones.

–¿Por qué no eres sincera respecto a lo que está pasando aquí? ¿Qué crees que he pensando yo durante estos cuatro meses en los que no te has molestado siquiera en descolgar el teléfono para saber si estaba vivo o muerto? Merecía tu atención mientras era candidato al trono. Hace unos minutos te has derretido en mis brazos, cuando todavía no sabías que ya no aspiraba a ser rey. Ahora, de pronto, parece que he dejado de resultarte apetecible.

Sus palabras agresivas y sus injustas acusaciones tomaron a Phoebe por sorpresa. Pero no hicieron más que afirmar su determinación y encender su furia.

–Puedes pensar lo que quieras.

Leandro se inclinó y la tomó entre sus brazos con rabia.

–No voy a dejar que tú también me des la espalda.

Él la necesitaba… No, se recordó Phoebe. Leandro no la necesitaba. Nunca la había necesitado. Sólo necesitaba imponer su voluntad para aplacar su orgullo herido.

De pronto, todo el dolor que ella había estado acumulando en su corazón desde hacía un año y medio estalló. Se apartó con brusquedad de sus brazos y se puso la ropa.

–Espero que seas muy feliz en tu nuevo país con tu mezquina visión de los demás y con tu egocentrismo.

–Así que, primero, me acusas sin ningún fundamento y, cuando te digo algo importante, en vez de demostrarme que me equivoco, lo único que haces es usarlo como excusa para hacer lo que pensabas hacer de todos modos. Dejarme –replicó él, furioso.

–¿Dejarte? ¿Cuándo he sido tu pareja? Yo sólo era una tonta enamorada que alimentaba tu ego cuando tenías un poco de tiempo de sobra para dedicarme. Tu gigantesco ego se siente herido y lo que necesitas es que te idolatren constantemente –le espetó ella y paró un momento, jadeando, llena de amargura–. No me necesitas, Leandro. Sólo necesitas saber que yo te necesito. Pero, mi vida no gira a tu alrededor. Tengo responsabilidades y aspiraciones… No soy un juguete que puedes usar cada vez que te viene en gana.

Leandro la apresó entre sus brazos, respirando con fuerza en el cuello de ella. Con gesto posesivo, deslizó una mano debajo de su ropa y la posó en uno de sus pechos, colocando la otra sobre su parte más íntima.

–Tu cuerpo es mío, acabas de retorcerte de placer debajo de mí. Y sigue deseándome a pesar de que digas lo contrario.

La cruel manipulación que hacía de sus sentimientos y de su cuerpo hizo que Phoebe se reafirmara en lo que pensaba.

Era evidente que sólo había sido para él un instrumento. Y, cuando se había negado a seguir siendo utilizada, él se había quitado la máscara. Al fin, se había mostrado tal cual era.

Phoebe se apartó de sus brazos. Salió de su casa. Y no dejó de correr hasta que hubo puesto medio mundo entre ellos. Allí, rezó por no volver a saber nada de él nunca más.

Capítulo 1

Ocho años después…

–El futuro de Castaldini depende de ti.

Sobrecogida por sus palabras, Phoebe Alexander miró al hombre que se acercaba hacia ella con lentitud y decisión en la imponente sala de palacio. Su bastón iba golpeando en el suelo al ritmo del corazón de ella.

¿Cómo podía el fututo de Castaldini depender de ella? Phoebe lo miró a los ojos, intentando comprender. Tenía esa mirada que ella había visto en tantos otros momentos de crisis. Esa mirada que sólo podía significar una cosa: el rey había tomado una decisión.

Benedetto se había convertido en el rey más duradero y más querido desde el rey Antonio por buenas razones. En opinión de Phoebe, era el gobernante más inteligente y eficaz del siglo. También era el más polémico, pues su política había segregado a Castaldini del resto del mundo durante sus cuarenta años de reinado. Pero, por otra parte, así había protegido su país de los altibajos que habían sacudido al mundo durante esas décadas. Además, al desmarcarse de la escena política mundial, Castaldini había ganado un atractivo especial y tenía una floreciente industria turística.

Sin embargo, el viejo rey no parecía estar tan preparado para el siglo XXI y todo estaba tambaleándose en Castaldini. Para colmo de problemas, Benedetto también había cumplido otro récord. Era el rey que más había reinado sin elegir un sucesor. Su buena salud había hecho pensar al pueblo que era capaz de reinar otros cuarenta años más. Hasta que había sufrido un infarto hacía cuatro meses. Entonces, la falta de un heredero había empezado a cobrar un significado catastrófico.

El rey Benedetto se detuvo a una docena de pasos de Phoebe y se apoyó en el bastón.

–Nunca me recuperaré lo bastante como para poder seguir gobernando.

–Majestad, está mejorando –fue lo único que pudo decir Phoebe.

–No, figlia mia –señaló él–. Casi no puedo andar, apenas siento el lado izquierdo del cuerpo y cualquier pequeña dolencia me deja postrado, me cuesta incluso respirar.

–Pero tampoco hace falta que esté en plena forma física.

La mirada de Benedetto se suavizó, apreciando sus esfuerzos por animarlo.

–Sí, sí hace falta. Además, mis facultades mentales…

–¡Está tan lúcido como siempre! –protestó ella con vehemencia.

–No es verdad, por mucho que yo, el consejo o tú queramos creerlo. Me olvido de cosas. No… me concentro. Pero, aunque ocurriera un milagro y pudiera recuperar mi salud en el futuro, Castaldini no puede seguir esperando. Encontrar un sucesor se ha convertido en una emergencia. Ya he perdido bastante tiempo. Esto no puede seguir así.

Phoebe no pudo soportar escucharlo tan desesperado y desanimado.

–No ha perdido el tiempo. No ha podido elegir a ningún candidato que cumpliera todos los requisitos.

Benedetto meneó la cabeza y se acercó cojeando a la silla más cercana.

–Podía haberlo hecho. Al menos, hace una década. Siempre ha habido tres candidatos que merecían la pena. Los tres pueden guiar Castaldini en el siglo XXI y proteger al país de los peligros que lo rodean. Sin embargo, ninguno de esos tres hombres está dispuesto a presentarse para la tarea.

¿Así que había tres hombres D’Agostino que tenían lo necesario para convertirse en el siguiente rey?, se preguntó Phoebe. No podía tratarse del hombre que, una vez, había presentado su candidatura. ¿O sí?

–Cada uno cumple todos los requisitos menos uno –continuó el rey–. Por algo diferente en cada caso, ninguno es apropiado del todo según la ley de Castaldini.

–Entonces, no es culpa suya que no pueda elegir a ninguno.

–Oh, eso he intentando decirme durante mucho tiempo. Ahora no puedo seguir haciéndolo. Castaldini no puede permitírselo. He hablado de ello con el consejo. Ellos defienden que, si rompemos las leyes en las que se basa Castaldini, perderemos nuestra identidad. Yo les he dicho que igual deberíamos saltarnos la ley por motivos de supervivencia, si no, la monarquía se tambaleará y Castaldini será absorbido por uno de los países que nos rodean. Es urgente. Ayer perdí el conocimiento durante diez minutos durante una sesión del consejo.

Phoebe soltó un grito sofocado. Él le tendió la mano y ella se la apretó, como si quisiera calmarla.

–No podía haber pasado nada mejor. Parece que, al fin, el consejo está asumiendo mi verdadero estado de salud. Cuando recuperé la conciencia, habían cambiado de idea. Ahora han aceptado que la única manera de proteger Castaldini es elegir a uno de los tres hombres capaces de mantener nuestra soberanía en pie.

Phoebe retiró la mano. No quería que el rey la notara temblar.

–Entonces, problema resuelto, ¿no es así?

–En absoluto –dijo el rey con gesto de desesperación–. Los tres hombres son muy poderosos y todos tienen buenas razones para darnos la espalda a mí y a Castaldini. Estarían justificados si decidieran no ayudar y dejarnos a nuestra suerte.

–Un hombre que no quiere usar su poder para salvar su país, por la razón que sea, no merece la corona.

–Oh, no me entiendas mal, los tres la merecen. Incluso más de lo que yo la merecía.

–No puedo creerlo.

–Gracias por tu fe en mí, figlia mia. En los cuarenta años que he estado en el trono, por suerte, he hecho más cosas bien que mal. Pero también me he equivocado muchas veces. Con esos tres hombres, por ejemplo. Me equivoqué al rechazarlos y cometí el error de no poder elegir entre ellos. Ahora Castaldini está pagando las consecuencias. Al fin, el consejo ha tomado una decisión. Quieren optar por el hombre que supone el mal menor… Tú lo conoces bien. El hijo de mi difunto primo Osvaldo. El príncipe… El antiguo príncipe Leandro D’Agostino.

Phoebe apretó los puños. Se había pasado los últimos ocho años intentando no pensar en él, centrando su atención en cualquier cosa que le ayudara a olvidarlo, sin éxito.

Leandro. El hombre para el que ella no había sido nada más que un juguete. ¿Y era el más indicado de los tres candidatos? ¿Quiénes serían los otros dos? ¿Demonios?

–El chico no pudo hacer nada más. Había construido un imperio financiero y había sido el mejor embajador que Castaldini había tenido en Estados Unidos, con sólo veintiocho años –continuó el rey, con una mezcla de arrepentimiento y afecto–. Debes recordar que dejó su puesto de embajador por diferencias políticas y su antagonismo con el consejo fue creciendo hasta que ya no pude seguir defendiéndolo. Sus acciones y la unanimidad del consejo me forzaron a despojarle de la nacionalidad castaldina.

Claro que Phoebe lo recordaba. Y recordaba cómo Leandro se lo había contado.