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Teresa Rothley, al quedar-se sin un centavo, tras la muerte de su padre, Lord Rothley, tendría que pensar en un plan, para sobrevivir. Ella y su hermosa madrastra, no tenían otra esperanza, si no que casarse pronto, con alguien de la aristocracia. A Lady Rothley, su madrastra, le llegó primero la oportunidad, al recibir una invitación, para pasar unos días en el Castillo del Duque de Chevingham. Pero, la invitación creaba un cierto problema, es que el Duque esperaba, que su invitada llegara con su doncella personal, y como no tenían dinero para contratar a una, la bella Teresa, tuvo que hacerse pasar por doncella y acompañar a su madrastra. En el Castillo, Teresa andaba desolada en medio de la exuberante belleza de la Riviera, allí se sentía una "asustada doncella" , pero en el corazón, no dejaba de ser quién era, y se estaba enamorando de un Duque. ¿Y que haría? ¿Cuál serían las consecuencias, cuando contara, la verdad de su condición verdadera?
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Seitenzahl: 227
Veröffentlichungsjahr: 2015
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Te… resa! ¡Te… resa! La emocionada voz retumbó en la casita y Teresa dejó a un lado a toda prisa el vestido que estaba cosiendo, para correr a lo alto de la escalera.
En el vestíbulo de abajo podía ver a su madrastra, quien tocada con un sombrero adornado con plumas y vestida con un traje verde, bajo una capa corta de piel, tenía el aspecto de una exótica ave del paraíso.
Con el rostro vuelto hacia lo alto de la escalera, exclamaba, casi sin aliento:
—¡Oh, Teresa, lo logré! ¡Lo logré! Baja… tengo que contártelo todo.
Sin contestar, Teresa bajó corriendo la escalera y siguió a su madrastra hacia el pequeño salón del frente.
Lady Rothley se quitó la capa y la arrojó a una silla y luego, uniendo las manos, agregó:
—¡Me ha invitado! ¡De veras me ha invitado a ir al sur de Francia y a hospedarme en su Castillo !
Teresa lanzó una pequeña exclamación de felicidad.
—¡Oh, belle-mére, qué emocionante! ¡El Duque ha sucumbido por fin a tus encantos! ¡Yo sabía que eso sucedería!
—Pues yo lo dudaba mucho— confesó Lady Rothley con franqueza.
Se quitó el sombrero de terciopelo al decir esto y se contempló en el espejo de la chimenea. Examinó su cabello dorado rojizo, que rodeaba una cara muy hermosa.
—¡Cuéntame qué dijo el Duque!— exclamó Teresa a sus espaldas—, y cuándo te vas a ir.
—El viernes—contestó Lady Rothley—, ¡El viernes!
La exclamación era de asombro.
—¡Pero belle-mére, eso nos da sólo tres días para arreglar todo!
—Aunque fueran tres minutos— contestó Lady Rothley— , me ha invitado, voy a hospedarme en su Castillo cerca de Niza, y eso es todo lo que importa.
—Sí… supongo que sí— aceptó Teresa con aire de alguna duda—, pero necesitarás ropa.
Lady Rothley interrumpió la contemplación de su imagen en el espejo para decir:
—Claro que necesitaré ropa, y también dinero con qué comprarla.
Al ver la expresión en el rostro de su hijastra continuó diciendo:
—Sabes que la ropa que usé el verano pasado está hecha un guiñapo y hará bastante calor en el sur de Francia en esta época del año. Después de todo, estamos en marzo.
—Lo sé, belle-mère— reconoció Teresa—, pero, como bien sabes, va a ser muy difícil conseguir suficiente dinero.
—Sí, lo sé— contestó Lady Rothley—. ¿No queda nada por vender?
—Sólo el último dibujo, el que estábamos guardando para una emergencia.
—¡Entonces véndelo! ¡Véndelo!— gritó Lady Rothley—, esta es una emergencia. Estoy segura… sí, completamente segura, de que el Duque se ha enamorado de mí.
Como su hijastra no respondió, añadió después de un momento:
—Hoy me dijo que yo era un verdadero Tiziano. ¿Qué es eso?
Teresa se echó a reír.
—Belle-mère ¡Debías saber quién fue Tiziano! El Duque tiene razón. Eres igual a su modelo en el cuadro de Venus con el tocador de laúd y, sin duda alguna, te pareces también a la Venus del Espejo.
—¿Puedo considerar eso un cumplido?— preguntó Lady Rothley indecisa.
—¡Un gran cumplido!— contestó Teresa y le agradó ver la sonrisa que iluminó el rostro de su madrastra.
Era verdad, pensó. Su madrastra se parecía mucho a las modelos del Tiziano en los dos cuadros que había mencionado.
Lady Rothley tenía el mismo cabello rubio, el mismo rostro redondo, los labios carnosos y grandes ojos inquisitivos y, además,la voluptuosa figura de las modelos.
La única diferencia consistía en que Lady Rothley se oprimía la cintura hasta hacerla muy pequeña, para acentuar las curvas del busto y las caderas.
El nuevo estilo de la figura femenina se debía a la influencia de un norteamericano, Charles Dana Gibson. Se lograba mediante un corset de varillas, que lograba dar la impresión de que el torso pareciera separado por completo de la parte inferior de la anatomía femenina.
Lady Rothley conseguía ese efecto a la perfección y como era, en verdad, una mujer muy hermosa, a Teresa no le sorprendía que el Duque de Chevingham la encontrara atractiva.
Al principio, cuando empezó a invitar a su madrastra a sus fiestas, ellas no le atribuyeron particular importancia al asunto, ya que era fama que en las reuniones de la Casa Chevingham siempre se congregaban mujeres hermosas.
Pero, después de haber aceptado una o dos invitaciones a bailes y recepciones, Lady Rothley fue incluida también en cenas íntimas que eran la envidia de todas las mujeres de sociedad.
Entonces, tanto Teresa como su madrastra comenzaron a pensar que el Duque podía constituir un esposo adecuado para esta última.
No imaginaron que ninguna de ellas podía aspirar a un pretendiente de esa categoría. Pero ahora, aquella invitación al sur de Francia, parecía demostrar que él estaba interesado personalmente en la hermosa viuda.
—¡Debo llevar bellos vestidos!— dijo Lady Rothley con firmeza.
Teresa contestó sin vacilar:
—Por supuesto, belle-mère. Ahora mismo llevaré el dibujo de Durero al amigo que papá tenía en la Galería Nacional. Él siempre lo ha admirado, y si no puede comprarlo, me pondrá en contacto con alguien que lo haga.
—Ya que tú estás decidida a hacerlo— reflexionó Lady Rothley—, tal vez sea, mejor que yo vaya ahora mismo con Lucille, y vea qué vestidos me puede tener a tiempo para el viaje.
Después de una ligera vacilación, Teresa estuvo de acuerdo con ella.
Sabía que madame Lucille confeccionaba vestidos muy hermosos, tanto para la hora del té como para la noche, los que sin duda harían resaltar la belleza de su madrastra. Sin embargo, Lucille era una costurera muy cara.
Pero ambas se daban cuenta de que se encontraban ante una emergencia por lo que, sin añadir palabra, Teresa subió corriendo a su habitación para ponerse su sombrero y su capa.
Luego, tomó del estudio de su padre el único cuadro que colgaba de la pared.
Las señales que marcaban el papel tapiz indicaban con claridad que todo lo demás había sido vendido.
Debió haber anticipado, pensaba Teresa con frecuencia, que cuando su padre muriera se quedarían sin dinero.
Ella, al menos, tenía suficiente sentido común para darse cuenta de lo poco que él poseía, y en cambio su madrastra había vivido siempre en un mundo de fantasías donde no penetraban cosas tan mundanas como el dinero.
Debido a que sir Francis Rothley siempre se había relacionado con gente muy importante y lo invitaban con frecuencia a las grandes casas que albergaban tesoros famosos en el mundo entero, nunca le preocupó mucho su propia falta de dinero.
Pero, cuando murió, ellas dejaron de percibir el pequeño, pero regular ingreso que él obtenía como consejero de varias galerías de arte.
Fue Teresa quien hizo una lista de sus escasas posesiones y quien obligó a su madrastra a encararse a la realidad de que iba a ser muy difícil para ellas sobrevivir con lo que tenían.
—¿Y qué vamos a hacer?— había preguntado Lady Rothley con gesto desolado.
Jamás antes, pensó su hijastra, se había enfrentado a la realidad, en su bien protegida existencia.
Alaine había nacido y crecido en el campo, como hija de un terrateniente bien educado. A los veinte años, se comprometió en matrimonio, pero su prometido, después de casi un año de compromiso, murió en la India.
Aquella tragedia la llenó de desventura y no hubo ya nadie más en su vida hasta que, cuando tenía poco más de veinte cuatro años, fue a Londres a pasar una temporada con una tía, y de un modo casual, conoció a sir Francis Rothley en una cena.
Sir Francis, quien tenía apenas un año de viudo quedó tan fascinado por la belleza de Alaine que le pidió que se casara con él.
Ella lo aceptó sin vacilación, no sólo porque era una forma de escapar de la existencia aburrida que llevaba, sino también porque, a su manera, amaba al padre de Teresa.
Alaine era una mujer que no tenía capacidad para sentimientos muy profundos, y a pesar de su apariencia, tampoco era una mujer apasionada.
Tenía muy buen carácter, era encantadora, aunque, en muchos sentidos se comportaba como una mujer muy tonta. Como quería que todos la amaran jamás expresaba sus propias opiniones ni contradecía a nadie.
Quería vivir una vida llena de serenidad, y sólo le preocupaba que los hombres la encontraran hermosa.
Hubiera sido imposible no simpatizar con ella. Teresa, por su parte, no sólo la quería sino, debido al carácter de su madrastra, la miraba como a una niña a la que debía cuidar.
Sin embargo, había sido Alaine quien discurrió una posible solución para su problema.
Había mirado, sin ver, las cifras que Teresa le presentó, y que demostraba la precaria situación de ambas, una vez que pagaran el funeral de su padre y las cuentas pendientes.
—¡Tendremos que casarnos!— dijo.
Su hijastra la miró sorprendida.
—¿Casarnos?— exclamó.
Le parecía perverso hablar así, considerando que su padre acababa de morir.
—No hay otra solución— dijo Lady Rothley, extendiendo las manos—, ambas necesitamos maridos que se hagan cargo de nosotras. Además, ¿por qué habríamos de vivir solas, tú y yo?
Aquélla era, pensó Teresa, la única cosa sensata que su madrastra había sugerido nunca, pero después había pensado con detenimiento las dificultades que ello entrañaba.
—Si es cuestión de la ropa— dijo en forma tentativa—, no habrá suficiente dinero para vestir a ambas.
Las dos mujeres se miraron a través de la mesa y fue Teresa quien sugirió una solución.
—Tú debes casarte primero, belle-mére, entonces tal vez podrías ayudarme a mí un poco a lograrlo.
—Por supuesto que te ayudaré, queridita— había contestado Alaine Rothley—, y tienes razón. Como yo soy la mayor, debo encontrarme otro marido… ¡y pronto!
Sonrió con aire complaciente antes de añadir—, no debe ser difícil.
—No, por supuesto que no.
Teresa era lo bastante sabia para comprender que una hermosa viuda, sin dinero, atraería a todo tipo de hombres, pero serían muy pocos los que estarían dispuestos a ofrecerle matrimonio.
En cuanto a ella misma, como no había hecho aún su debut en sociedad, no había participado de la vida social.
A pesar de ello, tuvo la oportunidad de conocer a algunos hombres importantes y distinguidos, quienes solían visitar la casa de su padre, a fin de solicitar su opinión en cuestiones de arte.
Durante la enfermedad de su madre, y después de su muerte, su padre le había hablado de ellos, explicándole quiénes eran y, casi siempre, por supuesto, concentrándose en los cuadros valiosos que poseían.
Pero, algunas veces, le hablaba de aquellos personajes refiriéndose a la forma en que vivían y cuáles eran sus intereses.
Teresa era muy inteligente y tenía una excelente memoria.
Recordaba todo lo que su padre le había contado sobre ellos, como recordaba sus relatos acerca de la vida personal de los grandes pintores del pasado.
Su madrastra concentraba sus intereses, exclusivamente, en el mundo social del presente. Sabía a qué nueva belleza pretendía el rey y qué galán había puesto su corazón a los pies de la hermosa Duquesa de Rutland, y quién estaba enamorado, en esos momentos, de la bella Lady Curzon.
Era un mundo fascinante de lujo y elegancia, pero, para Teresa, era tan irreal como esas burbujas de cristal que uno podía comprar, con una escena de nieve dentro.
Sin embargo, como tenía mucho sentido común y era una chica muy práctica, planeó el casamiento de su madrastra como si se tratara de una obra teatral en la que ella era productora y directora.
Fue ella quien se encargó de que Alaine Rothley estuviera en el sitio correcto, y en el momento correcto, a fin de que estuviera disponible para recibir las invitaciones que tanto precisaba.
Comenzó a vérsele en las carreras de caballos importantes y en todos los sitios públicos adonde acudían los miembros de la alta sociedad, siempre linda y bien vestida y extraordinariamente atractiva, sonrientes los labios y brillantes los bellos ojos azules.
Tan estricta como cualquier madre ambiciosa, Teresa analizaba a los hombres que empezaban a perseguir a su madrastra y se daba cuenta en el acto cuando abrigaban intenciones diferentes de las que ella y Lady Rothley pretendían.
—Anoche conocí al hombre más encantador que te puedas imaginar— había dicho Lady Rothley dos días antes, cuando Teresa le llevó el desayuno a la cama—, no se apartó un momento de mi lado. Cuando besó mi mano al despedirse, mi corazón se estremeció. ¡De veras, Teresa!
—¿Cómo se llama?— preguntó Teresa.
—Lord Lemsford. ¿Sabes algo de él?
—No estoy segura. Consultaré la guía de Debrett para ver de quién se trata.
Había puesto la bandeja del desayuno junto a su madrastra y Lady Rothley se sentó, con visible entusiasmo, para servirse el café y levantar la cubierta del plato.
—¡Oh, Teresa! ¿Sólo un huevo?— exclamó con aire de reproche.
—Sabes bien, belle-mère, que he tenido que ensanchar tus vestidos casi una pulgada— contestó Teresa.
—Pero tengo hambre— dijo Lady Rothley con aire quejumbroso—, siempre tengo hambre.
—Comes demasiado en las reuniones a las que asistes— dijo Teresa con firmeza—, debes ponerte un poco a dieta cuando estás en casa… además, ello resulta más económico.
Lady Rothley no contestó.
Estaba comiendo con lentitud el huevo, proponiéndose cubrir las dos piezas de pan tostado que Teresa le permitía comer con gruesas capas de mantequilla y dos cucharadas de mermelada.
Le gustaba comer y, sin embargo, quería conservar su pequeña cintura, ya que sabía muy bien que era uno de sus grandes atractivos.
Pero era difícil, muy difícil, cuando todo sabía tan delicioso, pues la comida que servían en las reuniones a las que asistía era extraordinaria.
Ninguna de las anfitrionas eduardianas, se dejaba superar por las demás en lo que a hospitalidad se refería.
Pasaron unos minutos antes que Teresa volviera del estudio de su padre, donde guardaban todos los libros de referencia.
En su mayor parte estaban relacionados con el arte, pero, además, Teresa tenía siempre un ejemplar del libro de Debrett, porque era importante saber, cuando había que escribir cartas a los nobles que pedían consejos sobre arte a su padre, cómo dirigirse a ellos en forma correcta.
Al entrar en el dormitorio de su madrastra, Lady Rothley levantó la vista con expresión expectante.
—¿Y bien?— preguntó.
—Tiene treinta y nueve año contestó Teresa— posee una casa en Londres y otra en Somerset, pertenece a todos los mejores clubes y… — se detuvo consternada—, es casado y tiene cinco hijos.
Lady Rothley lanzó una exclamación de protesta.
—Todos los hombres casados debían llevar una marca en la frente, o una cadena alrededor de la muñeca— dijo irritada.
Teresa se había echado a reír.
—No te preocupes, belle-mère, tal vez él consiga que su esposa te invite a una fiesta elegante, donde podrías conocer solteros elegibles.
—Pero fue tan encantador anoche conmigo— dijo Alaine haciendo una monería—. Debí haber adivinado, ¿no crees?, que todo no iba a ser color de rosa.
—Como aquel hombre que conociste la semana pasada y que estaba al borde de la quiebra— contestó Teresa—, tuve mis sospechas respecto a él cuando vi que pertenecía sólo a un club, y no muy importante.
Mientras Teresa se dirigía a la Galería Nacional, en un transporte público tirado por caballos que la dejaría en la Plaza de Trafalgar, trató de no pensar en el hecho de que el último recuerdo de su padre tendría que ser sacrificado en aras de la moda.
Había estado conservando el dibujo de Durero, porque le gustaba mucho y también porque, como había dicho cuando tuvo que vender otro cuadro de aquel pintor:
—Debemos tener algo en reserva, para una emergencia.
Pensaba, al decir eso, en que ella o su madrastra podían enfermar, que el techo podía empezar a gotear o, lo que sería todavía un desastre mayor, que Agnes quisiera retirarse.
Nunca podrían adquirir una sirvienta tan barata como ella, y Teresa lo sabía demasiado bien. Además, como Agnes, había estado con su madre hasta que aquélla murió, Teresa le tenía especial afecto a la anciana y no podía imaginarse la casita de la calle Curzon sin ella, pero Agnes tenía setenta y siete años y no estaba lejano el día en que ya no podría realizar las tareas de tener limpias las habitaciones y preparar sus frugales comidas.
Teresa cocinaba siempre que se requería algo especial, pero tenía tanto que hacer por su madrastra, que le quedaba poco tiempo para otras cosas.
Aunque casi todos los vestidos de Lady Rothley, desde que abandonó el luto, habían sido comprados a las costureras, era Teresa quien adornaba sus hermosos sombreros, en una forma mucho más económica de lo que habría significado adquirirlos en una tienda.
Y era Teresa, también, quien planchaba, zurcía y lavaba, y ella quien conseguía que un vestido viejo se viera como nuevo, gracias al uso inteligente de nuevas cintas, volantes o flores.
Cuando regresó a casa eran más de las seis y comprendió que las tiendas debían haber cerrado ya. Por lo tanto, no le sorprendió encontrar a su madrastra acostada en el sofá del salón del primer piso.
Con los ojos cerrados, parecía una Venus en reposo. Pero cuando Teresa abrió la puerta, levantó la cabeza y preguntó a toda prisa:
—¿Cuánto te dieron?
—¡Setenta y cinco libras!— contestó Teresa.
Lady Rothley lanzó un pequeño grito de felicidad y se incorporó.
—¡Setenta y cinco libras! ¡Eso es maravilloso!
—No debemos gastarlo todo… de veras, no debemos hacerlo, belle-mère— sugirió Teresa.
Al ver la expresión del rostro de su madrastra, añadió:
—Estaba pensando, en el camino de regreso a casa, que podríamos guardar veinticinco libras para una emergencia, y tú puedes gastar el resto.
—¡Bueno, supongo que las cincuenta libras, es mejor que nada!— dijo Lady Rothley con un ligero gruñido.
—Puedo adornarte los sombreros que usaste el último verano, de modo que nadie los reconocerá— dijo Teresa—, y estaba pensando que si le ponemos un encaje blanco nuevo al vestido que usaste en Ascot, se verá muy diferente, y el color te sentará muy bien.
Mientras hablaba se dio cuenta de que su madrastra no la estaba escuchando.
Era tan poco usual que Alaine, no prestara atención cuando se hablaba de ropa que Teresa preguntó a toda prisa:
—¿Qué sucede? Hay algo que no me has dicho.
Lady Rothley pareció un poco inquieta. Entonces murmuró:
—El Duque, espera que lleve conmigo a una doncella. Teresa se quedó inmóvil un momento y luego se dejó caer en una silla.
—¿Te dijo eso él?
—¡Por supuesto! Me dijo: “Si tú y tu doncella están en la Estación Victoria a las diez de la mañana del viernes, el Coronel Anstruther se hará cargo de ustedes”.
—¿Es su administrador?— preguntó Teresa.
—Sí. Un hombre encantador, por cierto. Lo he visto varias veces en la Casa Chevingham. Es un caballero, por supuesto, y el Duque parece depender de él para todo.
Estaban evadiendo el problema y ambas lo sabían. Después de un pesado silencio, Teresa dijo:
—¿Es absolutamente… esencial que lleves una doncella?
—¿Pero cómo podría yo, pasármela sin una, de cualquier manera?— preguntó Lady Rothley—, sabes bien que no sé hacer nada sola, y todas las otras damas llevarán una doncella, como es natural.
—No va a ser fácil— contestó Teresa—, aparte de lo que cuesta una buena doncella en la actualidad, yo tendría que entrenarla y ya casi no queda tiempo para ello.
—Estoy segura de que podrás encontrar una buena doncella en la agencia doméstica de la Calle Mount— dijo Lady Rothley con voz llena de confianza.
—Podrías decir que tu doncella se enfermó, o que es demasiado vieja, como la pobre Agnes— sugirió Teresa—, entonces tal vez el Coronel Anstruther, te proporcione una doncella francesa, o una de las doncellas de la casa podría ayudarte.
—¡No una doncella francesa!— Lady Rothley lanzó un pequeño grito—, sabes lo mal que hablo francés. Nunca lograría que ella me entendiera y, además, me avergonzaría llegar con tanto equipaje, sin nadie que se hiciera cargo de él.
—Muy bien— aceptó Teresa—, pero eso significará un vestido menos, ¿Te das cuenta?
Lady Rothley hizo un despreocupado mohín.
—No puedo pasármela con menos vestidos de los que ya he ordenado. Estoy segura de que Dottie Barnard estará en el grupo y ya te he dicho lo elegante que es. Todas las noches estrena un vestido y usa joyas que eclipsan a los propios candelabros.
—Pero sir William es uno de los hombres más ricos de Inglaterra— replicó Teresa, con cierta frialdad.
—Lo que explica que tenga tanta amistad con el Rey y con todos los Rothschild. ¡Oh, Teresa, si sólo tuviéramos un poco de dinero!
—Si te casas con el Duque, tendrás todo el que quieras y mucho más— contestó Teresa.
—Entonces me niego, me niego terminantemente a ir al sur de Francia como una mendiga, sin tener una doncella que me acompañe. Aunque Dios sabe, Teresa, que no quiero una de esas mujeres estiradas y meticulosas, que se queje de tener que zurcir mi ropa porque se está cayendo a pedazos.
Lady Rothley se recostó en los cojines del sofá, con expresión exasperada.
—El problema, Teresa, es que quiero tener muchas cosas nuevas y sólo gracias a ti, puedo usar las pocas que tengo.
—Lo sé, pero debemos tratar de encontrar una doncella comprensiva, que sea también hábil con la aguja.
—Puedes estar segura de que va a gruñir y a quejarse— gimió Lady Rothley—, como esa desagradable doncella que tuve antes que tu padre muriera. “De verdad, milady„ su ropa interior parece un rompecabezas”, solía decirme. ¡Ah, cómo me disgustaba esa mujer!
Teresa se echó a reír.
—No permaneció mucho tiempo con nosotros, y después que se marchó, encontramos todas las cosas que se había negado a remendar en el fondo de uno de tus cajones.
—¡Por lo que más quieras, no me vayas a conseguir a alguien como ella!— suplicó Lady Rothley—, y tuvimos también a aquel otro horror de mujer… ¿cómo se llamaba?
—Me imagino que te refieres a Arnold— contestó Teresa.
—¡Eso es… Arnold! Siempre estaba tomando el té cuan do yo la necesitaba y se negaba a aparecer hasta que la “sagrada taza”, como ella la llamaba, estaba vacía.
Teresa se echó a reír de nuevo.
—Veré si puedo encontrar una doncella que no tenga debilidad por el té.
—Todas la tienen— le aseguró Lady Rothley—, es la “droga de los sirvientes”, pero cuando se lo dije una vez a tu padre, contestó que era preferible a la ginebra. La verdad, no comprendí qué quiso decir con eso.
—Supongo que papá estaba pensando en las grandes cantidades de ginebra que consumían los sirvientes en elSiglo XVIII, y desde luego, en todas las casas importantes todavía beben una enorme cantidad de cerveza.
—En lo que a mí respecta, los sirvientes pueden beber champaña si lo desean, con tal de que estén siempre disponibles cuando los necesito. Pero me aterra pensar en la doncella que podrás conseguirme.
Teresa no contestó.
Se estaba quitando el sencillo sombrero que se había puesto para ir a la Galería Nacional y alisando las ondas de su cabello rojizo oscuro.
Era muy esbelta y graciosa, pero se veía muy diferente de las elegantes damas con las que su madrastra alternaba.
Como para acentuar la diferencia, en lugar de dejar que su cabello cayera al frente, en ondas, se lo estiraba hacia atrás y se lo anudaba en un moño en la parte posterior de la cabeza.
A veces, sin proponérselo, algunos pequeños mechones rizados caían alrededor de su cara y suavizaban la severidad de su peinado, que tenía reminiscencias de las Madonnas que pintaban los viejos maestros italianos.
Teresa, que apenas si se fijó en su imagen reflejada en el espejo, apartó de su rostro algunos mechones. Estaba pensando en su madrastra y en el problema de encontrarle una doncella que fuera de su gusto.
Sólo ella estaba al tanto de las malas condiciones en que se encontraba la mayor parte de la ropa interior de su madrastra. Ella zurcía, una y otra vez las medias de Alaine, en lugar de tirarlas, como habría hecho cualquier otra dama elegante.
Lady Rothley parecía estar pensando lo mismo, pues dijo con un ligero gemido, desde el sofá:
—Oh, Teresa, si tú pudieras venir conmigo!
—Ojalá pudiera— contestó Teresa—, daría cualquier cosa por conocer el sur de Francia. Papá me lo describía con frecuencia, pues una vez estuvo ahí, hospedado en la Villa de Lord Salisbury, en Beaulieu, y visitó la Villa Victoria, que pertenece a la señorita Alice Rothschild. Me dijo que estaba atestada, literalmente, de objetos de arte. Tienes que ir a visitarla, belle-mère.
—No me interesan los tesoros artísticos— contestó Lady Rothley—. Sólo me interesa el Duque. Ojalá sepa de qué hablarle.
—A él le interesan mucho las pinturas. Tiene una magnífica colección de cuadros en la Casa Chevingham, como debes haber visto ya, y otros también muy notables en su casa de campo. Papá hablaba con frecuencia de la Colección Chevingham.
—Si el Duque me habla de ellos, ¿qué voy a contestarle? No sé bien lo que voy a decir— dijo Lady Rothley con disgusto—. Sabes bien que nunca puedo recordar los nombres de todos esos horribles pintores. Ignoro qué diferencia hay entre Rafael y Rubens. En realidad, todos me parecen iguales.
—Entonces, no digas nada— suplicó Teresa—, cuando papá daba conferencias para los estudiantes, les decía que todo lo que él deseaba que hicieran era “ver y oír”. Eso es todo lo que tendrás que hacer, belle-mère, ver y oír, nada más.
Sonrió y su voz se suavizó al decir:
—Te verás tan hermosa, que en verdad no habrá necesidad de que digas nada.
—A veces es imposible quedarse callada— contestó Lady Rothley—, y cuando me digan: “Yo sé, desde luego, que a usted le gusta el estilo de Fulano, de Mengano o de Zutano”. O alguno de esos nombres estrambóticos que ni siquiera sé pronunciar, no estarás ahí para explicarme de qué se trata.
Se detuvo con una expresión sagaz en los ojos.
—¡Teresa! ¿Por qué no vienes conmigo?
—¿Qué… quieres decir?
—Quiero decir… ¿quién va a saberlo? ¿Quién podría… darse cuenta? Nadie te ha visto nunca. No has estado en ninguna parte, y significaría tanto para mí tenerte conmigo, para cuidarme y ayudarme.
Teresa se quedó inmóvil. Entonces murmuró:
—¿Estás sugiriendo, belle-mère que vaya contigo… como tu doncella personal?
—¿Por qué no? Estoy segura de que las doncellas deben estar bien atendidas en esos lugares. ¡Yo sé lo que alguien como Arnold diría si no fuera así!
Teresa no contestó y después de un momento Lady Rothley añadió:
—¡Oh, Teresa, por favor, debes comprender que es laúnica solución! Puedes cuidar de mi ropa, enseñarme cuáles son los mejores cuadros, aunque yo nunca entenderé por qué la gente quiere esas pinturas colgadas en las paredes, ni mucho menos por qué les da tanta importancia.
—¿Y si el Duque descubriera que soy la hija de papá?— dijo Teresa con lentitud—. ¿No le parecería muy… extraño?
—¿Cómo puede descubrirlo? Desde luego, no viajarás con tu propio nombre y creo que él ni siquiera imagina que tu padre tenía una hija… pues jamás lo ha mencionado.
Teresa se levantó para mirar a través de la ventana.
Miró hacia el cielo gris y el patio, modesto y sucio que había detrás de la sala.
Había sido un mes de marzo muy frío, con fuertes vientos del norte, nevadas y granizadas. Aún no se reponía del frío que había sentido cuando regresaba de la Plaza de Trafalgar. Sólo la rápida caminata por la calle Curzon, la había hecho entrar un poco en calor, pero aún tenía los dedos entumecidos de frío.
Se imaginó de pronto el mar azul, las flores que su padre le había descrito, las villas blancas y las olas estrellándose contra las piedras.
Se volvió de inmediato hacia su madrastra.
—¡Iré contigo, belle-mère!—dijo—, será una aventura emocionante. Pero tenemos que tener cuidado… ¡mucho cuidado… para que no nos descubran!
Cuando el coche de alquiler se acercó a la estación Victoria, Teresa se movió del asiento que ocupaba junto a su madrastra, para sentarse frente a ella, de espaldas a los caballos.
Al mirar a Lady Rothley, pensó que había hecho un buen trabajo con el traje de viaje que llevaba puesto. Aunque tenía ya varios años, lo había alterado de tal modo que nadie lo hubiera reconocido.
Había adornado la falda azul oscura con vuelos de seda del mismo color, y le había puesto un ribete del mismo material a la chaqueta que su madrastra llevaba bajo la capa.
La piel del forro de la capa no era nueva. En realidad, había sido originalmente el forro del abrigo de invierno de su padre, recordó Teresa.