Comprada en cuerpo y alma - Susan Stephens - E-Book

Comprada en cuerpo y alma E-Book

Susan Stephens

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Beschreibung

La peligrosa sonrisa de él hacía sospechar que aún escondía una carta que pensaba utilizar… El millonario Alexander Kosta había viajado a la isla de Lefkis para llevar a cabo su venganza. Destrozaría la isla igual que ella había intentado destrozarlo a él… Pero no contaba con conocer a una mujer tan bella como Ellie Mendoras, que se había refugiado en aquella isla para huir de un turbulento pasado… y ahora estaba dispuesta a luchar contra el poderoso empresario griego con todas sus fuerzas. Lo que no sospechaba era que Alexander tenía un plan. La seduciría hasta que ella aceptara sus condiciones… y después compraría su cuerpo y su alma.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2007 Susan Stephens.

Todos los derechos reservados.

COMPRADA EN CUERPO Y ALMA, N.º 1873 - octubre 2011

Título original: Bought: One Island, One Bride

Publicada originalmente por Silhouette® BooksMills and Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-036-3

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Capítulo 1

EL ÚNICO momento en que se relajaba era cuando estaba allí, en la isla de Lefkis, pero ese día era diferente...

Alexander Kosta, ¿salvador de la isla? El alcalde, que se estaba dirigiendo a la multitud, lo estaba llamando así. Eso era mejor que la verdad, supuso Alexander. Un implacable magnate.

Alejó la mirada del pabellón cubierto por una lona para fijarse en el océano azul claro que se extendía más allá del muelle. Notó como el mar adquiría un tono esmeralda en la distancia, y como las casas color almendra confitada, que se apiñaban alrededor de la perfecta bahía en forma de herradura, se habían vuelto de un color más vivo con el sol previo al anochecer. La isla de Lefkis conservaba su belleza natural y cuando se había puesto a la venta él había estado al acecho.

Se fijaba en todo y ese día una joven lo había distraído. De pie en la proa de un viejo barco pesquero, el único defecto en un panorama de lo contrario perfecto, la chica lo estaba mirando. Él había dado instrucciones de que el muelle se limpiara de embarcaciones para dejar paso a los magníficos yates, pero aun así, ella seguía allí.

Ellie Foster, o Ellie Mendoras, como se hacía llamar en honor a su padre fallecido, de origen griego, había sido elegida por los isleños para ponerle voz a su protesta contra los planes de progreso que él tenía para Lefkis.

Volvió a mirar a la chica. Su sola presencia ya era un insulto. Vestida sin ninguna gracia con lo que parecía ser un mono, no podía haber marcado más contraste con las glamurosas chicas que lo rodeaban. ¿Y podía tener el ceño más fruncido?

Todos los demás le estaban sonriendo... Ahora que lo pensaba, la gente le sonreía todo el tiempo. ¿Por qué no iban a hacerlo? El carisma de una enorme riqueza desplegaba su magia allá donde iba. Alexander Kosta era el protagonista una historia de éxito que todo el mundo deseaba. Nacido en una casucha, había aprendido de muy joven que lo único seguro en la vida era la comida que ponía en su mesa y el único amor con el que podía contar era aquél que podía comprar.

Ahora podía comprar todo lo que quisiera, incluso una isla. Había añadido Lefkis a su archivo de propiedades como podría haber añadido un jarrón que codiciaba, propiedad de un hombre que en vida había sido tanto su mayor enemigo como su mayor estímulo. Se imaginaba una pequeña Dubai floreciendo allí donde una vez apenas había habido más que piedras y pobreza. Resultaba asombroso que la isla hubiera sobrevivido bajo el canalla de su predecesor, Demetrios Lindos.

La chica debería agradecérselo, pensaba Alex mientras la miraba. La carrera de lanchas motoras era el inicio de las mejoras que pretendía llevar a cabo. Habría hoteles, lujo, spas, centros comerciales... todo el mundo se beneficiaría, incluso esa alborotadora del viejo barco pesquero.

Al oír a algunos habitantes de la zona murmurar en contra de sus planes, Alexander tensó la mandíbula. Si no podían ver lo que estaba intentando hacer... si ella no les dejaba ver lo que estaba intentando hacer...

La joven estaba preparándose para desembarcar. Aunque estaba demasiado alejada como para que Alexander pudiera verle los rasgos con claridad, el modo en que tenía la barbilla alzada ya decía mucho. ¿En realidad intentaba enfrentarse a él? Tenía coraje. El mundo lo valoraba por todo lo que tenía y lo que podía comprar, y toda la gente escuchaba cuando hablaba. Ella debería estar arrodillada, llena de alegría por el hecho de que él hubiera llegado a tiempo de salvar esa isla de pacotilla.

Alexander vio a Ellie caminar con aire resuelto hacia él. Esa seguridad que vio en ella le caló hondo.

Como si estuviera leyéndole la mente, la multitud se volvió para mirar en la misma dirección. Él podía sentir la tensión ir en aumento. Volvieron a mirarlo, no sabían qué hacer. Habían probado parte de su generosidad durante la comida y el entretenimiento que les había ofrecido y querían más. A pesar de la determinación de la chica por interrumpir el evento, ellos parecían más que dispuestos a escuchar su plan.

Esa chica no era nadie; la multitud lo estaba acogiendo a él. La luz del sol bañaba la escena y ensalzaba los colores de los banderines que colgaban sobre su cabeza. El viento había amainado y convertido al océano en un lago cristalino. Ésa era su isla. Esa escena tranquila y bella le pertenecía. Ellie Mendoras había cometido su primer gran error, porque si buscaba problemas, ya los había encontrado.

Hacer dinero era la mayor habilidad de Alexander Kosta. Su única habilidad. Eso era lo que Ellie iba diciéndose con desdén mientras caminaba sobre el muelle. A pesar de todo lo que había conseguido, no estaba satisfecho. Aún tenía sed de conquistas, aún buscaba el próximo desafío, la próxima adquisición.

¿No podía mantener sus codiciosas manos alejadas de Lefkis? Había jurado apartarlo de allí antes de que los tentáculos de su imperio succionaran la vida de la isla que tanto amaba.

Pero incluso mientras Ellie soñaba con derribar al magnate griego, su corazón se rebelaba y le lanzaba una advertencia. Ella no era valiente. Vivía tranquilamente en la isla que amaba, rodeada de gente amable que la había ayudado a recuperarse después de que una terrible experiencia en Inglaterra casi la hubiera destruido.

Razón por la cual ahora tenía que ayudar a esa gente. Y así, con aire resuelto, avivó el paso. Tal vez los isleños habían pensado erróneamente que era como su padre, Iannis Mendoras, un auténtico héroe, pero no les defraudaría. Enfrentarse a un gigante parecía imposible, pero ella estaba decidida a no deshonrar el nombre de su padre.

Alexander Kosta había atraído a toda una multitud; la plaza del mercado estaba abarrotada de visitantes y de lugareños. Ahora podía ver a ese hombre con claridad.

Y el verlo le cortó el aliento. Ellie tuvo que admitirlo, muy a su pesar. El corazón le latía a un ritmo ridículo; no sólo era el físico de Alexander lo que la había desconcertado, sino también el poder que irradiaba.

Rehuía a los hombres después de su experiencia en Inglaterra y ese Alexander Kosta era descaradamente masculino. Pero ahora los lugareños se estaban arremolinando a su alrededor, animándola a actuar. Dependían de ella y no podía darles la espalda...

El rostro de Alexander se endureció cuando terminó su discurso y las mujeres, o «pájaros del paraíso», como las llamaba al pensar en ellas, lo rodearon. Los vestidos de seda de las chicas ondeaban al viento. Su fabuloso yate, el Olympus, había atraído a todas las mujeres en edad de merecer independientemente del hecho de que ya pudieran estar unidas a algún tonto que se hubiera dejado atraer por sus sonrisas de porcelana o sus pechos aumentados artificialmente. Obtenía un perverso placer al ver los juegos de los pájaros del paraíso, pero sobre todo le gustaba verlas titubear cuando se daban cuenta de lo mucho que él las despreciaba.

Cuando la multitud rompió en aplausos, él se quitó de encima a esas mujeres. No quería sus besos al aire. Estaba más interesado en mirar victorioso hacia la cima del acantilado donde la gran y vieja casa de Demetrios Lindos estaba siendo demolida piedra por piedra. Reconstruiría la casa donde su joven esposa le había vendido su cuerpo a un anciano, pero antes de hacerlo la arrasaría y se quedaría de pie entre las cenizas.

Se vio obligado a dejar de mirar cuando Ellie Mendoras se unió a la multitud y las voces de protesta volvieron a alzarse en su contra. Entendía las razones, aunque eso no la disculpaba. Demetrios Lindos había sido un cruel tirano que no había sacado a la isla de la pobreza, y algunos de los habitantes temían que él pudiera ser peor. Ahora ese miedo era el que estaba hablando. Pero eso no debilitaría su decisión; las mejoras que pretendía llevar a la isla se llevarían a cabo.

Alexander miró hacia el viejo barco pesquero; le enervaba más que el descontento de la gente. Ellie había heredado el barco de su padre y, según sus fuentes, la había reformado concienzudamente para albergar turistas y hacer excursiones. Podría dirigir esos viajes en barco perfectamente bien desde el nuevo amarradero que él le había ofrecido. No le dejaron ocupar uno de los preciosos amarraderos en la zona más profunda porque todos estaban ya reservados.

Alexander sofocaría su rebelión antes de que se extendiera como una infección. Tomó esa decisión mientras miraba a Ellie. Algunos podrían pensar que ése era un problema demasiado pequeño como para preocuparlo, pero la experiencia le había enseñado que un problema pequeño con una chica del lugar podía alcanzar mayores proporciones si lo ignoraba.

Ella ya se encontraba justo detrás de la multitud, desde donde sus ojos ardían desafiantes mirándolo. ¿Ellie Mendoras, una guerrera del medioambiente, contra Alexander Kosta? Él frunció los labios con gesto divertido, las confrontaciones le gustaban. Aquella situación no tenía término medio; él era el enemigo mientras que ella era la verdadera salvadora para su gente... y eso deparaba muchas posibilidades.

A medida que Ellie se acercaba, Alexander se enfurecía más. Había declarado un día de fiesta y la mayoría de la gente se había tomado las molestias de ponerse elegante. Ella, sin embargo, seguía con su ropa de trabajo, y de no ser por su cabello caoba aclarado por el sol que le llegaba casi hasta la cintura, podrían haberla confundido con un chico. Lo único que evitaba que resultara completamente asexual era el cautivador fuego de sus ojos que estaba dirigido únicamente a él.

La observó mientras intentaba, sin éxito, abrirse camino entre la multitud. Había un grupo de los seguidores más incondicionales de Alexander justo delante. El rostro de Ellie adquirió un gesto de desaprobación. Su ejército la había abandonado. La mayoría de la gente se sentía intrigada por la visión de futuro de Alexander. ¿Por qué a ella no le entraba en la cabeza que la idea de Alexander era la única posibilidad de traer riqueza a Lefkis?

Se obligó a olvidarse de Ellie Mendoras. Tras lanzar una última mirada hacia la pequeña y decidida figura que intentaba mirar por encima de los hombros del gentío, la ignoró por completo.

La frustración presionaba el pecho de Ellie como si se tratara de una banda de acero. Había mucha gente allí que, a juzgar por sus ropas caras, no tenía nada que perder por hacerle la pelota a Alexander Kosta. Los habitantes de la isla corrían el peligro de que se les ignorara si no actuaba pronto. Tenía que encontrar el modo de llegar al escenario y arrebatarle el micrófono a Alexander Kosta. Tenía que asegurarse de que la denuncia de sus vecinos era escuchada.

La adrenalina subía, la animaba a actuar, pero el estrado estaba custodiado por personal de seguridad...

Tenía que esperar. Tenía que moverse con lentitud y no olvidar todo lo que estaba en juego. El tipo glamuroso junto al que ahora se encontraba no tenía ningún interés en la cultura local. Lo único que querían era llenarse los bolsillos a costa de sus vecinos. Absorberían la isla y luego se marcharían al próximo destino novedoso. Tenía que hacerles entrar en razón. Tenía que hacerle ver al hombre que se escondía tras ese monstruoso plan...

Se detuvo para intentar calmarse antes de llegar a un lado de la plataforma. Alexander Kosta, un hombre de unos treinta y cinco años presidía el escenario. Sólo con su carisma podía intimidar a toda una multitud. ¿Qué posibilidades tenía de enfrentarse a él?

Susurros de personas que no podía ver la animaban a continuar. Eso era lo único que necesitaba oír. Sus vecinos la necesitaban. Temían a Alexander Kosta y le estaban suplicando que hablara por ellos.

Ella también tenía miedo. Bajo esa sonrisa fácil y ese hermoso rostro podía sentir el hielo que Alexander Kosta guardaba en su interior. A ese hombre no se le podía contrariar, no podía enfrentarse a él. Era cierto que había sido dotado de un deslumbrante físico de estrella del cine, pero él no estaba actuando. Suponía que ese traje de lino se lo habían hecho a medida para que se acoplara perfectamente a su musculoso cuerpo, y bajo los botones abiertos del cuello de su ligera camisa blanca veía más de lo que hubiera querido ver de ese cuerpo bronceado que se ocultaba.

Se estremeció cuando la sorprendió mirándolo, pero luego se sintió agradecida cuando él apartó la mirada como indicando que su presencia no le importaba lo más mínimo.

Pero entonces Ellie, para su sorpresa, se dio cuenta de que quería que Alexander Kosta la mirara; quería que se fijara en ella. Era difícil no sentir fascinación por sus penetrantes ojos verde mar y su barba de tres días. Sus labios sensuales no tenían nada que ver con su fría expresión y tenía un aura de erotismo que la asustaba tanto como la intrigaba. Pero tenía que actuar, ya que nadie más estaba preparado para hacerlo. Su intención de llevar a los mares de Lefkis carreras de lanchas motoras avanzaba a pasos agigantados y nadie podía detenerlo. La multitud estaba hipnotizada por su casi mítica presencia, pero una sola voz podría producir un cambio y ese día esa voz sería escuchada.

–Vamos, Ellie...

Alrededor de ella se alzaban los murmullos y estaba a punto de actuar cuando el público aplaudió y Kosta sonrió. Cuando se pasó una mano por el pelo, pareció casi un chico pequeño... Pero Ellie sabía que era un despiadado magnate. A ella no podía engañarla.

Subió al escenario y Alexander Kosta reaccionó antes que sus guardaespaldas.

Ella se quedó paralizada a medio camino y entonces se hizo el caos. Las mujeres gritaron y se arremolinaron y los guardaespaldas se vieron atrapados en el tumulto.

–¡No me toquéis! ¡No os atreváis a tocarme! –gritó Ellie mientras retrocedía. La mirada de Alexander la aterrorizó. Sintió pánico ante su sobrecogedora masculinidad.

–¿Ahora ya no es tan valiente, eh? –comentó él con satisfacción.

–¿De qué le sirven sus guardaespaldas? –se burló ella.

–¿Qué quiere?

–Nada más que mi derecho a que se me escuche...

–¿Y así es como pretende conseguirlo?

–¿Cómo, si no, puedo hacer que me escuche? –era consciente de que estaba alzando la voz–. ¿Va a escucharme ahora?

–¿Ahora?

Ella se mantuvo firme.

–No se me ocurre mejor momento.

–¿Qué cree que va a conseguir con esto?

¿Qué había sido de todas las cosas que había planeado decir? Si al menos Alexander Kosta mirara hacia otro lado por un momento, ella podría calmarse y recobrar la compostura...

Pero no dejó de mirarla.

–Explíquese –le ordenó fríamente.

–Hablo en nombre de la gente de Lefkis...

–¿Su gente?

El tono despectivo de su voz fue todo lo que necesitó para reaccionar.

–No le importan lo más mínimo –dijo con vehemencia a pesar de haberse prometido que se mantendría fría y actuaría con sensatez–. Usted es igual que todos los otros oligarcas que visitan Lefkis en sus yates blancos...

–Habla demasiado para ni siquiera haber nacido en la isla –comentó él fríamente.

–Mi padre nació aquí. Él era...

–¿Pescador? Sí, lo sé. Y su madre una inglesa que lo abandonó.

–No fue así... –Ellie sabía que estaba perdiendo el control cuando era necesario que mantuviera las ideas claras. Pero cuando Kosta se atrevió a criticar a su familia...–. Mi madre tomó una decisión y yo lo respeto...

–¿Respeto? –alzó una ceja.

–Mi madre me enseñó lo que es el respeto –le respondió fríamente–, razón por la que me siento honrada del apellido griego de mi padre...

–¿Y por qué la han elegido a usted los vecinos para que hable en su nombre? Por lo que sé, su madre prefirió la ciudad antes que a su marido griego y usted no pisó esta isla hasta que ella murió...

El modo tan cruel en que estaba hablando de sus padres, a los que ella tanto quería, encendió toda su furia.

–Cuando llegué aquí me enamoré de la isla y de su gente –una parte de su cerebro directamente se negaba a aceptar que además había llegado allí huyendo de un antiguo amigo de su madre que la había atacado.

Tenía que ganarse a esa mujer. No podía ignorarla, aunque sinceramente deseaba poder hacerlo. La gente de la isla confiaba en ella, incluso la quería. Era la llave para abrir la isla y hacer que su idea de progreso fuera aceptada. Cuando el padre de Ellie se había perdido en el mar, los vecinos la habían adoptado. Ese día Ellie Mendoras no se había convertido en la huérfana que ella habría imaginado, sino en la amada hija de una familia de luto; una familia que englobaba a todas las almas que vivían en Lefkis.

–¡Usted no es de aquí! –perdió el control, lo cual no era nada propio de él–. Ni siquiera eres griega.

–¡Mi padre sí es de aquí! –le respondió furiosa.

–Ahora Lefkis me pertenece –le recordó.

–¡No me asusta!

¿Es que esa chica no sabía cuándo estarse callada?

–¿En serio? –le preguntó en tono amenazador–. Entonces tal vez sí debería hacerlo.

Un escalofrío recorrió a Ellie mientras lo miraba. No se había imaginado que pudieran enzarzarse en semejante pelea, había pensado que los guardaespaldas se la llevarían en cuanto hubiera comenzado a hablar. Pero había cierta pasión entre ellos; el aire hervía cargado de tensión. Ellie se mantuvo en guardia, con la cabeza bien alta; sabía que Kosta tenía un objetivo y que estaba dispuesto a llevarlo adelante.

Pero ella también.

–Sobrevivimos a Demetrios Lindos y a usted le venceremos...

–Sus palabras son muy valientes, Ellie Mendoras, pero ¿dónde está ahora su ejército? –miró a su alrededor–. Me parece que esta gente no quiere quedarse estancada en el pasado con usted y con Demetrios Lindos.

Ellie se sonrojó. En lo que respectaba al pasado, Kosta tenía razón; una parte de ella siempre estaría anclada en su pasado.

–¿Por qué se queda en la isla? ¿Qué significa para usted?

«Es mi santuario», pensó Ellie inmediatamente, pero eso no se lo diría de ninguna manera.

–Lefkis era el hogar de mi padre y ahora es el mío...

–Entonces si desea quedarse aquí, debería aprender a aceptar los cambios al igual que el resto de la gente.

–¿El cambio que usted propone?

–Así es, señorita Mendoras.

Por supuesto. El hombre que había comprado la isla podía hacer todo lo que quisiera con ella. Ellie se había sentido muy segura allí, pero ahora había demasiados extraños, gente que no conocía, hombres que no conocía...

–No tengo tiempo para esto –dijo él.

Ella se apartó bruscamente.

–No tengo ninguna intención de tocarla, señorita Mendoras.

¿Por qué le tenía tanto miedo?, se preguntó Alex. Fue en ese momento cuando se fijó en la cicatriz. Redonda y fea, sobre la mejilla; parecía como si alguien hubiera intentado dejar su marca en ella. Y cuando Ellie lo vio mirándola, agachó la cabeza y se cubrió la cicatriz con los dedos.

Él se dirigió a sus guardaespaldas:

–Ocupaos de las señoritas –les lanzó una mirada cargada de desdén a las mujeres que aún chillaban y seguían merodeando por el escenario.

Ellie sentía la boca seca. Alexander Kosta no necesitaba ningún guardaespaldas cuando podía dejarla paralizada con una simple mirada. Vio como a las mujeres que habían subido al escenario las hacían bajar como si fueran una manada de ovejas. ¿No debería sentirse segura al verlas? Alexander Kosta no la molestaría si se había llevado su propio harén.

Se obligó a dejar de trazar la cicatriz de su mejilla. No tenía duda de que Kosta no sólo la había visto sino que además habría pensado en cómo se la había hecho. Se sentía vulnerable. No quería que ese hombre supiera nada de ella. Tenía que ser fuerte y no permitirse ninguna distracción.

Pero esa cicatriz era una marca de su pasado... y lo peor de todo era que había admirado y confiado en el hombre que la había atacado. Había sido amigo de su difunta madre y muy amable con ella; uno de los primeros en ofrecerle su amistad cuando su madre murió. Él fue la razón por la que había huido a Lefkis y, aunque no se parecía en nada a Alexander Kosta, le había provocado un miedo en los hombres que jamás se había disipado.

–Entonces, señorita Mendoras...

Ellie lo miró.

–¿Qué voy a hacer con usted?

Todo se había calmado en el escenario y se encontraban allí solos.

–¿Cómo sabe tanto de mí?

Mientras que sus sensuales labios se curvaban en una sonrisa de seguridad en sí mismo, sus ojos permanecían fríos.

–Mi trabajo consiste en saber todo lo que ocurre en esta isla.

–Entonces también sabrá mi intención...

–¿De hablar? Sí, lo sé. Pero no aquí y no hoy –y cuando ella empezó a hablar de nuevo, él añadió con tono firme–: Éste no es el lugar adecuado para una discusión tan agitada, señorita Mendoras...

–Si usted lo dice...

–Sí, yo lo digo.

Para su sorpresa, él le entregó una tarjeta.

–Creo que encontrará una forma mejor de hacerse oír –su voz adquirió un tono burlón–. Por ejemplo, podría concertar una cita llamando a mi secretaria...