Con el invierno no se juega - Fernando Maestro Díez - E-Book

Con el invierno no se juega E-Book

Fernando Maestro Díez

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Beschreibung

Una novela policíaca en la que cuatro personajes millonarios y corruptos se enfrentan en una competitiva partida de póker, dónde las altas apuestas llegan a millones de euros. La batalla mental, lúdica y muy seria que emprenden los personajes en varias ciudades de España y Francia, se vuelve aún más peligrosa y apasionante cuando aparece la Comisión del Juego, que vigila e investiga a los personajes a lo largo del juego.

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Seitenzahl: 226

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Fernando Maestro Díez

Con el invierno no se juega

 

Saga

Con el invierno no se juega

 

Copyright © 2023 Fernando Maestro Díez and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728374948

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Prólogo

Para que se escriba un prólogo se elije a una persona de autoridad en la materia de que se trate. He de comenzar diciendo, sin atisbo de falsa modestia, que en el caso de esta novela de Fernando Maestro que prologo, no ha estado acertado en la elección. Toda aquella persona que se haya acercado a la literatura de Maestro, en todas sus vertientes, sabrá bien lo que quiero decir. Él es, como su apellido, un maestro con la pluma —literalmente porque escribe primero a mano—, ya se trate de teatro, poesía, letras de canciones y, ahora, novela. Dicho esto, trataré de estar a la altura.

"Con el invierno no se juega", es la primera novela de Fernando Maestro. Para ello ha elegido el género negro o policiaco. Trata de una partida de póker entre cuatro personajes que no se conocen entre ellos hasta el momento de enfrentarse y que tendrá lugar en distintas ciudades, tanto de España como de Francia. Son hombres, los cuatro, ricos, muy ricos, y corruptos, muy corruptos. De fondo, una Comisión del Juego vigila, más corrupta que los cuatro juntos. Hay mucho dinero en juego, millones de euros, depositados en esa comisión.

Entre esos personajes, unos más perfilados que otros, los hay asesinos de guante blanco y en serie, cocainómanos, un expolicía y un promotor inmobiliario. Están rodeados de guadaespaldas y merodea una mujer, Lucía, que les emula en maldad. Otra mujer, Olga, exesposa de uno de ellos, corrupta también, y una chica, Petra, ajena a los sucios negocios de su protector (uno de los jugadores). Con estos elementos, es comprensible que se produzcan todo tipo de situaciones, a cual más peligrosa, en especial por el dinero que ronda la situación. El autor no esconde la catadura moral de los personajes, antes bien, y para que se comprenda la acción, los muestra desde el principio. Desde las primeras páginas se sabe quien es el asesino en serie, cocainómano, además. Se conoce que el expolicía era corrupto desde los tiempos en que ejercía su trabajo, en el cual se enriqueció. Muestra todos los vicios y degeneración de los personajes. Lo que el autor se guarda para el final es eso precisamente, el final de una partida de póker donde se mueven millones.

La narración se presenta, a veces con frases cortas y contundentes y otras con una explosión narrativa de la que es imposible escapar. El magnífico poeta que es Fernando Maestro, se ve reflejado en algunas de estas explosiones, como la visión del mar grís "coronado de alas rotas que bailaban sobre las olas". O "Ese silencio virgen que no apagaba los gritos del tormento".

Magnífica es la visión del invierno, concretamente de febrero, visto también con la misma poesía que caracteriza al autor: "Febrero se asomó entre nubes de tormenta. Vino vestido de invierno, con sus brazos extendidos, con el hielo entre los dedos...". Podría pensarse que dentro de una novela dura, durísima, una narración por donde pululan todo tipo de mafiosos, no cabe la poesía. Sí cabe, y no son solamente desahogos, sino un contrapunto que se agradece ante la sordidez de los personajes. Por que ese frío que el autor refleja de manera tan poética y a la vez magistral, no sólo se refiere al frío físico, sino también al de las emociones, por ejemplo: "La amortajó febrero con sábanas de lluvia". Fernando Maestro lanza un aviso que sólo llega a quién es susceptible de saber empatizar: "El pueblo es muy manejable. Las redes sociales y la televisión son instrumentos muy eficaces para derivar los movimientos de las masas en beneficio de los que las utilizan".

Esta novela, que al principio he adjetivado de "policiaca o negra", es mucho más que eso. No voy a decir que sea moralizante, por que no me gusta moralizar y me consta que a Fernando tampoco, pero sí podría ser un a modo de advertencia, de mostrar unos comportamientos corruptos que a veces salen bien, para desgracia de la gente honesta, pero que también pueden acabar de manera desastrosa. ¿Cómo acaban en esta novela?, para eso es necesario leerla y disfrutarla, por que se disfruta.

Digamos algo del autor. Fernando es un hombre sencillo y trabajador, y también complejo, ya que de no serlo, no podría escribir lo que escribe y cómo lo hace. De sus años en Madrid, los mejores del ser humano, la juventud, le quedó, o se impregnó, de aquella capital de los ochenta, de la llamada "movida", unos conocimientos de la bondad de algunas personas, la vida algo despistada de otras, y del peligro de ciertas experiencias. Se impregnó también de los variados nombres de licores, vinos, whiskis y cavas, que le sirven para que cada personaje tenga preferencias por unos u otros. Cuando la juventud daba paso a la madurez, volvió a Soria, a seguir trabajando y escribiendo siempre que sus obligaciones —que eran muchas— se lo permitían. A él no le importa nada decir que es ácrata, que los políticos sirven para muy poco y que del obrero, sino nos preocupamos los mismos obreros, no se ocupa nadie.

Con ese bagaje, el autor de "Con el invierno no se juega", escribe y da a conocer sus poemas a reventar de sensibilidad social, sus obras de teatro en el mismo sentido, y ahora esta novela que, como he dicho en otras ocasiones que he comentado su obra, merecerá mucha más difusión y reconocimiento de la que, posiblemente y ojalá me equivoque, va a recibir.

Isabel Goig Soler

Dedicado a mis hermanos y sus hermos@s compañer@s y familias.

CON EL INVIERNO NO SE JUEGA

Capítulo 1

La partida había durado más de lo habitual. Sería la una de la madrugada.

Renoir fue el primero en abandonar la casa. Dijo adiós. Nadie reparó en ello. El dueño de la casa se sirvió un nuevo whisky (Glenfiddich Rare Colection 1937. Un whisky muy caro (de 2000 € la botella) en el mismo vaso donde había estado bebiendo toda la noche, lleno de huellas usadas y hielo gastado. Los otros le imitaron. Nadie hablaba, tan solo se escuchaba el tintinear de los vasos al beber y chocar contra los dientes. Parecía que todos estaban pensando en las jugadas polémicas a lo largo de la noche.

Una tregua en el trecho del descanso dedicado a la meditación embotada por el alcohol y el cansancio.

Ramírez se incorporó de su asiento con esfuerzo, era un hombre corpulento, de mucho peso. Fue hasta el perchero, cogió su abrigo, y con un escueto “hasta luego señores”, abandonó el cuarto. La noche para Ramírez no había sido buena. Tres partidas perdidas de tres. Una cuarta por jugar. Un mes para el final del juego. Al igual que Renoir, los dos eran los más perjudicados.

Los jueces de la Comisión también abandonaron la vivienda, felicitando a los dos jugadores restantes que quedaron en la casa por su buena racha en el juego. Ninguna partida perdida. Jordi un empresario de peso catalán, dueño de la casa, y Óscar, un comisario jubilado.

Ramírez, mientras buscaba un taxi para regresar a su hotel, pensaba en las posibilidades que le quedaban. Una partida que debía de ganar. Tan solo una partida que le proporcionaría tiempo. Una especie de prólogo. Ahora estaba cansado y ligeramente ebrio. Mejor descansar y no pensar en nada, mañana debería de viajar a su ciudad y reanudar la vida cotidiana. Tiempo tenía para elaborar una nueva estrategia. ¿Un mes? Una oportunidad. O bien aumentarlas hasta sacar ventaja y derrotar a su principal contrincante: Renoir.

El comisario jubilado y Jordy habían comenzado una partidilla, tan solo para entretenerse, jugándose unos pocos euros.

—¿Usted cree qué el que pierda, cumplirá con la deuda? —preguntó Jordy a su acompañante.

—¡Oh! Si. Somos hombres de honor.

—Pero al final... ¿Quién sabe?

—Todos firmamos el contrato. ¿Preocupado? —indagó suavemente Óscar, el viejo comisario jubilado

—Nunca había participado en un juego similar —respondió lacónicamente Jordi.

—Si sigue jugando como hasta hoy, no debería preocuparse. El próximo mes será definitivo. Si Ramírez y Renoir vuelven a perder... sabremos qué sucede ese mismo día. Si no, habrá que postergar la partida, y eso significaría que usted, o yo, o los dos, habríamos perdido una vez. Créame, ellos tienen más motivos que nosotros para preocuparse. ¿De verdad no lo cree usted así?

Mientras hablaba mostró su juego, escalera de color frente a póquer de ases de Jordi. Una jugada que no se daba casi nunca, una jugada que tenía ínfimas probabilidades en el juego del póquer.

Se miraron con dureza durante unos segundos.

—Mejor vayamos a descansar. ¿Puede llamarme un taxi? —preguntó Óscar, a la par que recogía los euros de la mesa, unos doscientos, doblándolos con cuidado y guardándolos en su cartera— No me gusta andar a estas horas por la calle.

—Desde luego que si Óscar.

—La próxima partida es en Francia en casa de Renoir.

—Si, en Toulouse, dentro de un mes exactamente.

—Bueno, pues gracias por su hospitalidad Jordi. Tiene un chalet muy agradable, decorado con muy buen gusto. Muy buenos cuadros en las paredes. Me gusta ese de Muro. ¿Cómo se titula?

—Sonata de Otoño. Lo compre en una exposición colectiva con otros pintores en la Galería El Quatre. Me llamó mucho la atención, por la sensualidad de la imagen y la paz que respira al mismo tiempo.

—Impresionante. Precioso. También me entusiasma aquel de Riaño. Se ve que es usted un hombre exigente con la calidad y el buen gusto. El whisky que nos ha ofrecido esta noche, es realmente sensacional.

—Gracias Óscar, pretendo estar a la altura de mis invitados.

—Iré a dormir, y me quedaré un día más por su ciudad. Total, ya no me espera nadie en el trabajo.

—¿Vive usted solo?

—No exactamente. Enviudé ahora hace dos años. Aunque ya llevaba un tiempo separado. Conmigo vive una muchacha a la que pretendo adoptar. Pero supongo que le gustará estar alejada unos días de mi persona —sonrió con amargura.

—Los jóvenes ya se sabe —comentó con dejadez Jordi.

Después de despedirse, el taxi estaba esperando ya fuera. Dio la dirección del hotel y se hundió en los pensamientos de las últimas frases.

La memoria se le iluminó claramente, como un cristal limpio atravesado por los rayos del sol. Para Óscar, recordar esa situación era molesto, pero no mortificante. La había revivido tantas veces, que recordaba todos los detalles. El día, la hora, la habitación donde sucedió, como vestía ella, cada adorno que llevaba sobre su ropa o sobre su cuerpo, como estaba él y ella colocados en ese momento. Era como una película que había visualizado infinitas veces.

Ya en la habitación del hotel, seguía martilleando, lento, pero insistentemente el recuerdo de la primera separación. No contento con eso llegó a recordar los días en que ella estuvo ausente. Diez exactamente. Pasaron diez días sin que ella diera señales de vida. Diez días de ausencia. Óscar sabía dónde estaba, pero no hizo nada por localizarla. Por aquella época él todavía estaba en activo. Podría haber usado su mando de comisario para traerla a casa. Pero renunció a ello. Asumió por primera vez en su vida la culpa. La melancolía le inundó. Pidió permiso a sus superiores y se aisló en su casa. Fueron diez días. Diez días en suspensión.

Diez días sin minutos, sin tiempo. Diez días sin recuerdos. Diez días sumido en el letargo de la tristeza.

Cuando ella apareció por la puerta, no hicieron falta las palabras. Óscar se asemejaba más a una planta que a un ser humano. El rastro del dolor, como las cenizas en un fuego apagado, era palpable. Los huesos hundidos en el rostro. Cadavérico, transparente como una hoja de papel de cebolla.

Tumbado sobre la alfombra de pelo azul, extremadamente delgado, los ojos apagados por un velo triste y gris, los cabellos y la barba cana desordenados sobre su rostro hundido. Así lo encontró Olga cuando abrió la puerta y divisó todo desde el zaguán.

El desorden no la inquietó. Las cortinas colgaban arrancadas de sus anillas, todas las luces estaban encendidas, botellas de diversos licores vacías esparcidas por el salón, junto a platos sucios amontonados por todos los sitios, en muebles, en el suelo, encima de la mesa, Estuvo quieta unos minutos valorando la situación. No estaba asustada. Quizá, de ante mano, ya esperaba una escena similar a la que estaba presenciando.

Óscar la vio reflejada en el espejo que yacía tumbado en oblicuo sobre el sofá. Se volvió hacia ella sin ningún gesto. Estiró el brazo indicando su posición, su rostro no desvelaba nada. Continuó con el brazo extendido en la misma postura. Olga se acercó a él, sorteando los objetos esparcidos por el suelo, con cuidado para no tropezar con ellos. Se inclinó y cogió su mano. Óscar se tumbó y apoyó el codo en el suelo. Olga hizo lo mismo. Comenzaron a echarse un pulso. Sin apenas esfuerzo, la mano de Olga tumbó a la mano trémula de Óscar. Después se incorporó, le dio la espalda, y abandonó la estancia.

Ahí acabó todo. Óscar volvió a su trabajo y jamás mencionó nada a nadie, ni compañero, ni amigo.

 

Mientras iba cayendo Óscar en un sueño pesado en la habitación de su hotel. Jordi recogía su apartamento. La noche había sido larga, pero no tenía sueño. Se abrió una cerveza, y sin prisa, fue llevando la vajilla sucia a la cocina. Pensaba una y otra vez en las jugadas de póquer de la noche. Casi las recordaba una por una. Había estado muy atento a todo lo que sucedió en la mesa. Él era el más joven de los cuatro jugadores, por lo tanto, su resistencia tanto física como psíquica, se suponía era mayor que la de los otros. Pero el juego es el juego, y como oyó una vez en algún sitio, era un “juego maldito”. No debía bajar la guardia. Tenía estudiado a sus rivales. Renoir era demasiado nervioso. No calculaba bien sus posibilidades, y hablaba mucho en la mesa, bebía en exceso y se veía a sí mismo derrotado desde el comienzo de la partida.

La primera vez que se reunieron a jugar, fue en casa de Ramírez, en la ciudad de León. Las pautas iban a ser siempre las mismas. Cada uno de ellos llegaría por separado. Se juntarían en el domicilio del jugador que le tocara por turno. Harían la partida y se separarían igualmente que se habían reunido. Cuatro jueces de la Comisión de juegos, vigilarían cada partida. Aportando barajas nuevas, para evitar trampas en el juego. Estaba prohibido verse antes o después de la partida. Un mes de plazo entre partida y partida. En cada una de ellas saldrían dos ganadores y dos derrotados. Así sería hasta el final. Hasta que quedaran dos perdedores y entre ellos en un mano a mano saliese un vencedor.

En la primera reunión, y en la segunda, Ramírez y Renoir perdieron. Anteriormente al comienzo de las partidas, tan solo se reunieron los cuatro jugadores (desconocidos entre ellos) una sola vez. El día que firmaron el contrato en la sede de la Comisión de juegos y depositaron sus fianzas. Un millón de euros cada uno.

Jordi, se dio cuenta en la primera partida, que Renoir no estaba a la altura. Sus sobresaltos durante el juego y sus manos nerviosas, le traicionaban, una y otra vez. Si le sorprendía las derrotas de Ramírez. Tanto la primera y la segunda vez, Jordy lo atribuía al infortunio. Esta tercera vez, pensaba Jordy, era debido a la preocupación de las anteriores derrotas. Aun así, Ramírez era un hombre que aparentaba una serenidad sorprendente, acorde con el volumen de su cuerpo. No se alteraba, no sudaba, no hablaba más de lo necesario. Hoy sí que había notado Jordy, qué en las últimas horas de la partida, había bebido más cantidad que en las ocasiones anteriores. De todas formas, tenía un mes por delante para elaborar estrategias nuevas en el juego.

El que, si le preocupaba más que ninguno, era Óscar. Aparentemente, un hombre mundano, abierto, extrovertido. Lleno de secretos ocultos. ¿Cómo un hombre de su posición, poseía una fortuna tan cuantiosa? Le había estudiado en las partidas, escondía bien sus cartas, bebía pocos tragos, pero largos, y siempre después de haber ganado varias manos consecutivas. Ganaba con facilidad, y asomaba entonces a su rostro, una sonrisa cínica, superior, peligrosa. Óscar podía poner nervioso a todos con tan solo uno de sus gestos, o con una de sus frases cortas. Incisivas, como un estilete fino y bien afilado.

Jordi, decidió dejar de pensar. Eran las dos de la mañana. Se dio una ducha rápida, se calzó unos vaqueros, una camisa blanca, se cubrió con una chupa de cuero, zapatos deportivos, cogió su coche en el garaje, un Porsche deportivo, y salió disparado hacia los barrios altos de la ciudad.

En el club le conocían bien, el portero le franqueó la entrada, le saludo con corrección, Jordy le alargó un billete de 20 €. Lo mismo pasó en la barra con uno de los camareros, le puso un trago sin preguntar, mientras le saludaba amablemente. Las chicas, comenzaron a desfilar ante él, con carantoñas y mimos. Allí podía olvidar la partida y su significado oscuro. Las ganas de beber eran superiores a las de pasar un rato con las chicas. Así que se acomodó en una de las mesas del anfiteatro y descolgó el teléfono para hablar con la barra. Pidió una botella de Gleenfidich. Rechazó con cortesía las invitaciones de las chicas. Se dispuso a pasar unas horas allí sentado, acompañado de la botella y las buenas vistas que le ofrecía el asiento elegido.

A ojos de los demás, Jordi, era un soltero de oro. Joven, con un trabajo cómodo como director de su empresa, dedicada a la confección de ropa de cuero, heredada de su familia. Era una empresa sólida, en la que trabajaban personas muy competentes y comprometidas. En ellas delegaba Jordi, con resultados francamente favorables, la producción iba viento en popa, los mercados, tanto nacionales como internacionales, eran fieles a su producto. El negocio iba bien, el dinero llegaba en abundancia, tenía un status amplio y considerado, de mucha extensión y dominio en ferias y mercados de prestigio, alrededor de prácticamente medio mundo.

A Jordi le gustaba el club donde se encontraba. El más caro y selecto de la ciudad. No le importaba que le reconocieran otros empresarios u otras personas que acudían por allí. Él siempre había renunciado a una relación estable. No se veía capaz ni con fuerzas de compartir su vida con nadie.

—Disculpe señor —se acercó un camarero a su mesa— en la puerta hay un señor que pregunta por usted. Dice llamarse Brandon.

—Que le dejen pasar por favor Rafael —introduciendo un billete de 20€ en uno de los bolsillos de su chaquetilla— indíquele mi mesa, si es tan amable.

Sonaba música Funky, de los 70. No es que le desagradara, pero tampoco le relajaba, ni le estimulaba.

Las chicas se movían de acá para allá. Eran jóvenes, guapas, universitarias la mayoría. Todas estaban allí por propia voluntad. Vio desde allí, entre un mar de sedas extendido, a Chloé, su chica preferida. Estaba jugueteando con un tipo calvo de aspecto adinerado, la vio tan solo un instante, luego, la puerta de seda de la tienda se cerró, y los dos desaparecieron tras ella. Jordi sonrió. Chloé, era astuta, era sabia y sabía dónde estaba el dinero. Lo sabía ganar.

El club, aparentaba un grill de golf, cubierto de tiendas de seda de diferentes colores. Cada chica vestía con el color de una de esas jaimas. Luego se alzaba un pequeño anfiteatro, donde se emplazaban los reservados para clientes exclusivos. Cada uno de ellos disponía de butacas, una mesa, teléfono para comunicarse con la barra y un estor, que servía para aislarse a los ojos de los demás y a su vez permitía observar el recinto.

Al fondo estaba la barra, con forma de ballesta, tan solo servida por hombres, debidamente uniformados. A la izquierda del bar, se alzaba un escenario semi circular, provisto de barras verticales para el baile de las chicas. Siempre estaban ocupadas. Jordi suponía, ya que lo había observado durante muchas noches, que las bailarinas, tan solo se dedicaban a eso, a bailar. Jamás las vio alternar con nadie. Supuso que estaban contratadas para realizar el espectáculo del baile. A Jordi, definitivamente, le gustaba ese club. Era profesional, discreto, tenía glamour.

Un hombre negro, alto, bien vestido, pantalón y americana de lino blanco, camisa negra sin cuello, de seda, se acercó a su mesa. Se saludaron, Rafael, el camarero, trajo en una bandeja unos vasos limpios y un cubilete con hielo. Jordy le sirvió una copa a su invitado, tiró del cordel del estor, y quedaron aislados del resto.

—¡Vaya tío! —exclamó Brandon— cada vez te buscas sitios más sofisticados.

—Quería que conocieras este club. A mi juicio es el mejor de toda la ciudad.

—Ya te digo. No es que yo sea de alternar mucho por estos sitios, pero este tiene una pinta estupenda. Al menos huele bien.

Mientras hablaba, buscó en los bolsillos de su americana, sacó un cilindro de plástico negro, una tarjeta de crédito, hizo dos rayas de cocaína generosas de tamaño sobre la madera de la mesa y esnifó una de ellas con un tubito de oro que llevaba colgado de una cadena alrededor del cuello. Jordi esnifó la raya restante.

El cilindro cambió de bolsillo, los billetes cambiaron de manos. Asunto resuelto.

—¿Cómo van tus cosas? —preguntó Brandon.

—De momento van bien. No hay nada que me inquiete.

—Si me necesitas...ya sabes.

—Si, gracias. Es buena esta coca.

—Si, está a un 70%. Ya sabes que soy el mejor camello de la ciudad. Yo no tengo porque cortarla con mierdas. Los clientes que tengo, son pocos, pero todos ricos. Por eso soy el mejor. —Una amplia sonrisa mostró su dentadura perfecta.

—Efectivamente, como este club.

—Las chicas tienen un aspecto impresionante. Y estos reservados están muy bien. Parecen muy discretos.

—Lo son. Nosotros podemos observar el exterior, pero nadie puede vernos a nosotros.

—Genial.

Brandon, sacó una papelina de uno de los bolsillos de su elegante americana. La vació sobre la madera, e hizo dos rayas de tamaño similar a las anteriores. Repitieron las operaciones anteriores y la coca desapareció por sus fosas nasales.

—Bueno, ahora debo irme. A esta invita la casa.

Bebió de un trago su copa, estrechó la mano de Jordi y desapareció.

Jordi, miró la hora en su reloj. Las tres y media, se echó más hielo en el vaso y lo llenó. La coca iba subiendo lentamente, pero subiendo. Era buena. Las venas le iban hirviendo del dulce veneno, bebió un trago muy largo. Abrió el cilindro negro, habría cerca de cinco gramos. Hizo de nuevo una raya, la esnifó, volvió a beber. Con un clínex, limpió la madera de la mesa. Abrió el estor, buscó a Chloé, la jaima de seda continuaba cerrada. Se arrellanó en su butaca, paladeó el trago. El calor subía desde los tobillos a las sienes. Se encontraba bien. Era una noche casi perfecta.

La música había cambiado, sonaba un swing rabioso, lleno de energía y vida. Las chicas iban y venían, las bailarinas danzaban sin parar, giraban sobre las barras verticales como peonzas enloquecidas. Sus sexos se entreveían entre las piernas. Los diez o doce espectadores que rodeaban el escenario, sudaban, doblaban palmas, lanzaban billetes.

—Una noche casi perfecta —murmuró Jordy.

El swing.

Más whisky, otra copa, más coca, otra raya.

Se encontraba bien en soledad, dominando el escenario del club. Los colores suaves de la seda se acentuaban, bailaban al ritmo del swing. Llegó a no divisar figuras humanas, si no colores que danzaban al ritmo de la música.

Más whisky, más coca.

La jaima de Chloé se abrió suavemente, empujada por el viento de la luz, flotaba como un verso perdido en el bosque. Es lo que esperaba. Cogió el teléfono y comunicó con la barra.

Como una nube negra e inesperada apareció ante él la partida. Los rostros de los jugadores, las cartas sobre la mesa. La apuesta. La borró de su mente bebiendo un trago rápido. Chloé subía las escaleras del anfiteatro hacía él.

“Siempre oportuna, bendita sea esta mujer”, pensó sosegado.

—Hola Chloé cariño.

—Salut, chéri. Cuanto tiempo sin verte.

—Ya sabes que vengo aquí tan solo por ti.

—¡Uhmmm! Me gusta mon amour.

—Siéntate, tengo whisky y otro regalito.

Jordi estuvo hasta cerca de las seis de la mañana con Chloé.

La noche era casi perfecta.

 

Ramírez, pasó la noche bien. Al llegar al hotel, lo primero que hizo fue el equipaje. Después de una ducha, tomo un whisky Black Lavel Dewars. Se sentó frente a la mesa con su portátil abierto ante él. Repasó las jugadas con las que le habían derrotado. Calculó de nuevo sus probabilidades. Tres de tres. Era un mal pronóstico. Le quedaba un mes para enmendar los errores de las noches anteriores. Un mes para elaborar una estrategia. Había estudiado a los demás jugadores. Imaginó que ellos habrían hecho lo mismo con él. Recordó el día de la firma del contrato con la Comisión de juegos. Cada uno llegó por separado y los alojaron en despachos distintos. Fueron recibidos por la agencia con mucha amabilidad. Empleados eficientes, educados, conciliadores, ninguna alarma de aviso sonó. A su juicio, un teatro, bien estudiado. Muy profesionales ellos, parecían más azafatos que agentes del juego. Los hicieron sentir cómodos, uno a uno les fue conduciendo a la sala de reuniones. Allí dentro el ambiente se respiraba más serio. Dos directivos le esperaban a la cabeza de una mesa imperial. En los laterales de la mesa habían distribuido cuatro carpetas, dos a la derecha, dos a la izquierda. Delante de cada carpeta aparecía el nombre de cada jugador. El primero en entrar fue él. El segundo Óscar, tercero Jordi, y por último Renoir. Por lo que sabía hoy, correspondía al orden de partidas y domicilios donde se iban a disputar las partidas.

Cada carpeta contenía la redacción del contrato, escrupulosamente detallado, y se convertía en legítimo para todos. (Comisión de juegos y jugadores) en el momento de la firma. Más no era legal a ojos de la ley. Se suponía que, con la firma del contrato, todos entraban en una cámara de secreto y discreción, que no podía ser vulnerada ni difundida al exterior.

Ramírez, como los demás, leyó el suyo, a la par que uno de los directivos lo leía en voz alta. Había cláusulas en él que ocasionaban temor. Pero debido a la naturaleza del juego, todos comprendieron que esas cláusulas debían de existir.

No hubo preguntas. Todos firmaron, y depositaron sus fianzas.

A pesar de lo extraño que resultaba tanto el juego, como la misma apuesta. Se les veía templados y tranquilos. Al menos sus rostros, no delataban signos de preocupación.

Ramírez, mascó un bombón de licor, apuró su vaso, sintió el calor del whisky derretir el chocolate en su boca. Y durmió plácidamente.