Con estos ojos míos - Francisco Mondino - E-Book

Con estos ojos míos E-Book

Francisco Mondino

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Beschreibung

Este libro es un homenaje a todas las mujeres y a todos los hombres que padecieron las diferentes formas de represión política durante la casi interminable sucesión de regímenes dictatoriales en Argentina. Y, trascendiendo los límites de lugar y de tiempo, el homenaje se convierte en un alarido firme, terso y penetrante lanzado desde el apego a lo mejor del ser humano, que avanza hasta los fondos del horror y lo deshace en luz.

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Seitenzahl: 242

Veröffentlichungsjahr: 2014

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© Francisco Mondino, 2012.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2014. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

CÓDIGO SAP: OEBO640

ISBN: 9788490561959

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

Cita

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Agradecimientos

PARA ÁNGEL

La palabra también tiene una mirada.

ROBERTO JUARROZ

Me despierta el balanceo del micro al cambiar de carril para pasar un camión. Ana duerme. Acerco el reloj a los ojos para intentar ver la hora en la penumbra. Dos y media. Llevamos seis horas de viaje. Del otro lado del pasillo, en un asiento individual, veo la silueta difusa de una mujer con la cabeza inclinada hacia la ventanilla. Miro a Ana. Me pregunto por qué nunca le saqué una foto durmiendo. Le miro los párpados, el detalle de las cejas, la leve crispación de los labios que no alcanzan a separarse. Inclino la cabeza hacia el pasillo. En el ventanal del frente del micro, la oscuridad del camino solo se interrumpe cuando muy cada tanto, aparece en el horizonte incierto la luz de unos faros como brotada de la nada. Ana se despierta. «Quiero pis», dice, y se inclina a buscar algo en su bolso. Saca un rollo de papel higiénico. Me levanto para que pase. Vuelvo a mirar hacia el ventanal del frente antes de sentarme. Ana regresa, pero en vez de sentarse, me dice «Ya vuelvo» y sigue de largo camino de la escalera. «Fui a avisarles a los choferes —dice de vuelta en su asiento—, que tienen que limpiar el baño porque alguien tiró un algodón con sangre y quedó tapado». Trato de dormir. Vuelvo a mirar el reloj cuando faltan diez minutos para las cinco. Todavía es noche cerrada. Ana duerme acurrucada debajo de la manta. Voy al baño. Las luces lejanas de un pequeño pueblo saltan, al ritmo del traqueteo del micro, en el vidrio sucio de la pequeña ventana circular. No veo ningún algodón manchado de sangre. Hago correr el agua y salgo. En un par de horas habrá amanecido. Para ese entonces estaremos llegando a San Marcos. También habrá llegado el tiempo de esperar a un tal Aribarren.

«Estuvo presa los ocho años que duró la dictadura, tiene un hijo adolescente y su marido está desaparecido. Además tu mamá no la va a querer porque es judía».

De esa manera Omar me resumió la historia de Ana cuando, en medio del festejo del cumpleaños, le pregunté quién era la de los ojos color de miel.

Había mucha gente. Esa noche, Omar, mi amigo de toda la vida, no solo festejaba su cumpleaños. También se estaba despidiendo. En diez días se mudaba a Bariloche con su mujer. Yo llevaba un año de separado y había llegado a la fiesta dispuesto a tomar todo el vino que fuera necesario para sobrellevar la despedida.

Cuando iba por la cuarta copa con la sensación de que todavía no había empezado a despedirme, Omar vino a preguntarme si había llevado la cámara. Le dije que no. Que había ido dispuesto a emborracharme, y eso era incompatible con la fotografía. Pero aproveché para pedirle que me presentara a aquella muchacha de mirada transparente.

—Casi ni la conozco —dijo—. Es amiga de una amiga de Amelia.

—Con que sepas el nombre es suficiente —dije—. Del resto puedo encargarme yo.

—De acuerdo. Pero antes te voy a conseguir una cámara. Necesito llevarme algún registro de esta noche.

Volvió con la cámara y con la muchacha.

—Me preguntó quién iba a sacar las fotos —dijo Omar—. Le dije que era más fácil presentarle al fotógrafo que andar explicándole quién era.

Ana.

Manuel.

Le pregunté cómo fue que había llegado hasta ahí.

—Soy amiga de Julia —dijo—, una amiga de la esposa de Omar. O sea que soy casi una colada.

—Bueno —dije—, espero que no te descubran justo ahora.

En ese momento se apagaron las luces. Desde una puerta apareció la torta iluminada por las velitas y arrancó el que los cumplas feliz. Me puse a hacer algunas tomas. Saqué una de la cara de Omar hipnotizada por treinta y tres fueguitos, otra de la misma cara con los cachetes inflados desatando un vendaval sobre la torta y una última besándose con su mujer.

Se encendieron las luces.

—Bueno —dije—, como verás yo soy fotógrafo. ¿Y vos?

—Sospecho que algo te han contado.

—Que estuviste presa, que tenés un hijo adolescente y un marido desaparecido —dije.

—Todavía no termino de acostumbrarme a esta carta de presentación.

Le miré las manos. Los dedos eran largos y delgados. No llevaba las uñas pintadas. Jugaba a doblar y desdoblar una servilleta. Cuando la tenía desplegada, la miraba como estudiando el sentido de las marcas que habían dejado los dobleces. De ahí la mirada se me fue a un cenicero apoyado en el alféizar de la ventana que daba al patio. Era una artesanía en cerámica color terracota. Había un solo pucho aplastado en el fondo.

—Omar dice que nosotros estuvimos escondidos en una librería de viejos —dije sin dejar de mirar el cenicero—, mezclados con best sellers de cuarta, porque ahí nadie nos iba a venir a buscar. Y que ahora que salimos queremos hablar y no nos salen las palabras y queremos gritar y no nos acordamos cómo.

—¿Ustedes militaban?

—Omar sí. Yo era, digamos, simpatizante. El único motivo por el que alguna vez me animé a meter los dos pies en el mismo plato fue para sacar una foto.

Toma un trago de vino y se queda mirando el vaso.

—¿Y vos cómo te presentarías? —pregunté.

—Diría que soy maestra de hebreo, manejo un transporte escolar y estudio el profesorado de Geografía.

Apareció Amelia con dos pedazos de torta sobre dos servilletas. «Yo te agradezco», dijo Ana con los brazos cruzados. Yo acepté. Busqué el vino y llené su copa y la mía. Dijo «Gracias».

La invité a sentarnos en dos sillas que habían quedado desocupadas en el patio. Era una noche tibia de cielo estrellado.

—Propongo —dije— que brindemos entonces por la geografía y la fotografía, que tienen una bella cosa en común.

—¿Qué cosa?

—La nobleza de los materiales con que trabajan: la tierra y la luz.

—Me gusta —dijo Ana—. Salud.

—Salud.

En la puerta del patio que daba al living, Omar sostenía con otros amigos una charla sobre política.

Ana miró algo sobre la mesa. Eran las doce y cuarto. Llamé a Omar. Le pregunté a Ana si sabía sacar fotos. Me dijo que no, que era un desastre. Le dije que no importaba, que igual me iba a tener que sacar una con mi amigo. Le expliqué cómo tenía que hacer. Cada uno cruzó su mano sobre la espalda del otro hasta apoyarla en el hombro.

—¿Así que te vas a Bariloche? —le preguntó Ana a Omar mientras me devolvía la cámara.

Sin escuchar la respuesta me dediqué a sacar fotos a los grupos de invitados. Me reservé la última para sacarle a la mesa. El mantel era blanco. Botellas de vino, un par de gaseosas, sándwiches y empanadas, restos de torta sobre servilletas de papel, un papel de regalo doblado en cuatro y una mancha de vino en una esquina del mantel. Busqué una silla, la puse al lado de la esquina de la mancha, me subí y desde esa altura disparé.

Me bajé de la silla con la necesidad de estar solo. Busqué a Omar, le devolví la cámara y le dije que me iba y que iba a ir a despedirlo a Aeroparque.

—Cuidado con la rusita —me dijo—, mirá que ya no voy a estar acá para cuidarte.

Cuando me fui a despedir de Ana estaba con la amiga que la había invitado. Le dije que si no le molestaba le iba a pedir el teléfono por si llegaba a necesitar un transporte escolar. Lo anoté en el dorso de una de mis tarjetas. Después saqué otra y se la di.

—Esta es por si llegás a necesitar un fotógrafo.

Termino de apoyar el último bolso sobre la calle de tierra. Una nube de polvo se levanta desde el piso y se disipa en el aire diáfano de la mañana. Es domingo. El chofer del colectivo me mira. Le digo «Gracias». Me dice que no tengo porqué y arranca. Estamos en una esquina de la plaza. Hacia la izquierda, la iglesia. En el campanario hay cuatro números pintados en negro sobre el frente amarillento: 1734.

—Aribarren dijo «dos cuadras y media» —dice Ana.

Me cuelgo el bolso con el equipo de fotografía, con la mano izquierda levanto el bolso de mano y con la derecha la valija más chica. Ella lleva la heladerita, la matera y la valija grande, que tiene rueditas.

Nos recibe Aurora, una señora de unos sesenta años, de no más de un metro cincuenta de estatura. Nos mira a los ojos sin levantar la cabeza, solo levanta la vista. Ana le dice que venimos de parte de Pedro Aribarren.

—Sí —dice Aurora—. Me avisó que iban a venir unos amigos suyos de Buenos Aires. Creo que él viene para el fin de semana. Ya los acompaño.

Nos conduce por un sendero verde, esquivando árboles que desparraman una sombra generosa sobre el césped bien cuidado. Llegamos tras recorrer unos cincuenta metros. Desde afuera, parece una de esas casas que dibujábamos de niños con techo a dos aguas y ladrillos a la vista. La diferencia es que estas son dos casas, una por cada agua. La nuestra es la de la derecha. Entramos a un cuarto cuadrado ocupado por la cama, una mesa redonda y dos sillas blancas haciendo juego. Sobre la cama, en el lugar de la pared donde mis padres tenían una imagen del Sagrado Corazón y yo en mi primera casa de soltero un poema de César Vallejo, una pintura donde un florero antiguo contiene un ramo apretado de rosas blancas y amarillas. En la esquina opuesta a la puerta, una pequeña mesada empotrada, sobre la mesada un anafe y una vajilla con lo indispensable para dos. A la izquierda de la mesada, también empotrado, el guardarropa, compuesto por una cajonera de tres cajones y un hueco con un caño en la parte superior que sostiene algunas perchas de plástico y otras de madera. Junto al guardarropa la entrada al baño y sobre la pared enfrentada al baño un póster en el que Mickey Mouse y su novia Minnie, consumen un helado sentados a una mesa con sombrilla.

Aurora nos dice que si nos interesa podemos contratar una chica para la limpieza y que cualquier cosa que necesitemos no tenemos más que pedírselo. Trato de descubrir a qué huele mi nuevo hogar para los próximos días. No me doy cuenta y le pregunto a Aurora. Me dice que es un incienso que fabrica un muchacho del pueblo con yuyos de la quebrada. Finalmente le entrega la llave a Ana.

—Que lo disfruten —dice.

Una vez que se ha ido, hago girar la perilla del ventilador de techo para verificar si funciona.

Una semana después de aquella fiesta en lo de Omar, volvía a casa haciendo un esfuerzo por recordar qué había en la heladera. Hasta donde me daba la memoria, dos salchichas, cinco rodajas de pan lactal y tres huevos. Al encender la luz, me prometí no pasar del día siguiente sin reponer al menos una de las dos lámparas quemadas de la araña que iluminaba el living. Sonó el teléfono. Era mi mamá. Por aquel entonces necesitaba escuchar mi voz todos los días para asegurarse que no me había suicidado y para averiguar si no había iniciado algún acercamiento con mi exmujer. «Te escucho mejor», dijo. Contesté que me alegraba y que iba a estar mucho mejor todavía cuando pudiera cenar. Preguntó si iba a cenar solo. Sí, solo, dije y nos despedimos. Estaba a punto de abrir la heladera cuando volvió a sonar el teléfono.

—Hola, ¿Manuel?

—Sí, ¿quién habla?

—No sé si te acordarás. Soy Ana. Nos conocimos en el cumpleaños de Omar.

—Claro que me acuerdo. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Y vos?

—Bien también. Y ahora gratamente sorprendido.

—Preguntándote por el motivo de mi llamado.

—Supongo que el motivo es que estás necesitando un fotógrafo.

—No exactamente.

—¿Y entonces?

—Me regalaron dos invitaciones para ir mañana a ver una obra de teatro. Y después de pensar un rato con quién quisiera ir, el elegido fuiste vos.

Me tomé un silencio para responder.

—Hola —dijo—. ¿Estás ahí?

—Sí, acá estoy, disculpame, es que estoy un poco sorprendido porque nunca había ganado un concurso de este tipo. Pero sí, claro, me encantaría.

Quedamos en encontrarnos a las ocho en La Ópera de Corrientes y Callao.

Cuando por fin pude abrir la heladera, descubrí que lo novedoso eran unos lamparones verdes en las rodajas de pan lactal. Por suerte quedaba media botella de vino. Busqué la copa que usaba cuando tenía algún motivo para festejar en soledad. La llené hasta la mitad y fui a desparramarme en el sillón que me había prestado Omar cuando tuve que amueblar de apuro mi nueva casa. Tomé de a sorbos pequeños mientras evocaba los pechos generosos, los ojos color de miel. Busqué una referencia para medir cuánto eran ocho años. Yo había usado cuatro para casarme y divorciarme. Ahí había una medida. A mi ritmo ocho años eran dos casamientos y dos divorcios. Terminé el vino que quedaba en el vaso y me comí de postre las dos salchichas frías.

Al costado de la casa corre una acequia con agua para riego; al otro lado de la acequia un árbol se inclina hacia la casa y de su copa tupida brota un follaje llovido que parece reverenciar a quien abre la puerta. Tiene entre sus hojas unas pequeñas bolitas arracimadas de color rojo intenso. Ana dice que es un aguaribay.

Volvemos a la plaza y preguntamos por una verdulería. Caminamos dos cuadras. La verdulería me devuelve un antiguo paisaje de la infancia: las moscas revoloteando en el cajón de las uvas y las ciruelas. Ana pregunta si vi algo que me guste; digo «Uvas y ciruelas». También compramos zapallo del que se corta con sierra, lechuga, tomates, papas, una cabeza de ajo, cebolla común y cebolla de verdeo. Mientras ella se queda en la carnicería, yo regreso con las compras. La entrada está separada de la vereda por una especie de tranquera de hierro forjado, pintada de blanco. Al descorrer el cerrojo y abrir, siento que algo me roza la pierna a la altura del muslo. Es un perro negro, grande, un perro de policía. Entra conmigo como si nos conociéramos desde siempre. Veo venir a Aurora y le pregunto si es suyo. Me dice que no, que es el perro de la hermana Teresa, que no es malo pero es muy maleducado.

—¡Simba! —le dice—, andate para tu casa.

Simba hace oídos sordos y me sigue hasta la puerta. Meto la llave y, antes de abrir, lo miro. Descubro que su ojo derecho denuncia algún antepasado siberiano. Me gusta su mirada de lobo bueno. Le apunto con el índice:

—Hagamos un trato: yo no te mando a tu casa y vos no hacés el intento de trasponer esta puerta, ¿de acuerdo?

Entro y cierro.

Ana llega cuando estoy terminando de lavar las ciruelas en la pileta que está en el baño, pero que cumple también las funciones de pileta de la cocina y pileta del patio con tabla para lavar la ropa incluida.

—Vení por favor a ver esto —me dice desde la puerta.

Salgo. Gira la cabeza para señalarme algo en el piso, debajo de la ventana.

—Simba —digo. Simba se incorpora y camina hasta poner el hocico debajo de mi mano.

—¿Simba?

—Es el perro de la hermana Teresa —digo mientras comienzo a acariciarlo. Ella solo me mira.

—No es malo —le cuento—, pero es muy maleducado. Confianzudo, digamos.

Nos miramos los tres por un instante.

—Tiene un ojo de siberian —dice ella.

—Cuando llegué se metió conmigo como Pancho por su casa. Justo venía Aurora y me lo presentó.

Llegué a las ocho y cinco. Ya estaba sentada a una mesa cerca de la escalera. Tenía puesta una blusa rosa, aros colgantes y un brillo en los ojos que no alcanzaba a empañarse por un casi imperceptible descuido en el trazo del delineador.

—No me imaginé que llegarías tan puntual —dije.

—No te preocupes, es un resabio de la militancia, ya se me va a pasar.

El círculo de tiza, dijo cuando le pregunté por el título de la obra que íbamos a ver. Teatro independiente, agregó, actores desconocidos.

Una vez ubicados en unas sillas de bar, que hacían las veces de butacas, sobre el empedrado de un corralón que hacía las veces de platea, se inclinó para decirme que había olor a pis de gato. Traté de agudizar el olfato. Sí, había un olor fuerte.

—¿Cómo sabés que es pis de gato? —pregunté.

—Porque lo conozco bien —contestó—. Además es lógico que haya gatos, si no este galpón sería un raterío.

Sin duda, pensé, esta chica tiene su estilo para seducir. Me gusta, pensé también.

En un momento, durante la obra, nos miramos en esa penumbra difusa de la platea y estuve a punto de agarrarle la mano. En el escenario, ya cerca del final de la obra, dos mujeres que se disputaban la maternidad de un chico empezaron a tironearlo, una de cada brazo. Ella bajó la cabeza y dejó de mirar. Le pregunté si le pasaba algo.

—No —dijo sin levantar la cabeza—. Nada.

Cuando salimos me pidió caminar un par de cuadras porque necesitaba un poco de aire.

—Disculpame —dijo mientras caminábamos—. Hay algunas cosas para las que se ve que todavía no estoy preparada.

Entonces llegamos a la esquina de Anchorena y San Luis. La agarré del brazo, a la altura del codo y le pedí que parara. Quedamos enfrentados.

—Necesito pedirte dos cosas —dije—. Una es que no vuelvas a pedirme disculpas. Me hace sentir incómodo.

—¿Y la otra?

Le dije que la otra, en realidad, no era un pedido, y la besé.

—Conozco un lugar donde no hay olor a pis de gato —dije.

—Entonces vamos.

Tomamos un taxi hasta una esquina de Palermo. Hotel. Penumbra, espejos, olor a desodorante barato, dinero, llavero pesado, alfombras, ascensor, puerta, melodía pegajosa, cama.

Después de la primera batalla ella prendió un cigarrillo y yo miraba los dos cuerpos desnudos en el cielorraso espejado.

—En alguna materia del secundario —dije—, tendrían que enseñarle a los varones cómo se desabrocha un corpiño.

Se rio fuerte, se puso de costado y preguntó en qué materia tendría que ser.

—Instrucción Cívica.

Volvió a reírse, me besó el hombro y dijo que iba al baño. Mientras se iba, me pareció verle algo parecido a un moretón en la espalda, muy cerca de la línea que separa los glúteos.

Cuando volvió pregunté. La mirada se le fue a otro lugar. La línea corrida del delineador se me hizo más evidente.

—¿Cómo es? —preguntó.

—¿Cómo es qué? —pregunté.

—La cicatriz.

—Tendría que volver a verla.

Se dio vuelta hasta quedar boca abajo y puso las palmas debajo de la mejilla, como quien se prepara para un masaje.

—Es una costura con forma de herradura —dije—. Adentro de la costura está como hundido y la piel es amarillenta con bordes morados. En algunos lugares hay como racimos de venitas minúsculas, como si fuera el delta de un río color púrpura visto desde el aire.

—Suena excitante.

Acerqué la boca y besé la cicatriz. Volvió a ponerse boca arriba, y con la mirada clavada en el espejo del cielorraso, contó:

—Hacía tres días que había caído. Estaba en una comisaría de Villa Ballester, cosa que por entonces desconocía. Para los interrogatorios me llevaban a un entrepiso en una pieza del fondo, atrás de las celdas. Cuando parecía que empezaban a aflojar, trajeron a un compañero, lo subieron vendado al entrepiso, lo pararon enfrente de mí, le sacaron la venda y le preguntaron si me conocía. Cuando dijo que sí, uno de los tipos me pegó una patada ahí donde tengo la cicatriz y me hizo rodar por la escalera. Me hundió dos vértebras. Me operaron un año después, cuando ya casi no podía caminar.

Siguieron unas caricias torpes, sin palabras, hasta que sonó el teléfono. El turno.

Me pareció estar vistiéndome con la ropa de otro.

En la puerta de su casa nos besamos como para volver a empezar.

—Después que te conté lo de la cicatriz —dijo—, tuve que morderme la lengua para no volver a pedirte disculpas, pero me quedé muy mal. Muerta de miedo, para ser más clara.

Le pedí que cerrara los ojos y con la punta del pulgar le corregí el desliz del delineador.

—¿Qué tenía? —preguntó.

—Nada, una basurita.

Me pongo el sombrero y salgo a ver la parrilla, ubicada del otro lado de la acequia, a un costado de la casa. En el reparto de tareas que negociamos, me tocaba el fuego para el asado, el asado y la lectura de un cuento antes de dormir. La parrilla está limpia. Los moradores que nos precedieron nos dejaron una bolsa con carbón y algunos leños. Suficiente para cumplir con la primera de mis cuotas.

Detrás de la parrilla, una barranca suave conduce a un terreno en el que ya no hay césped y un conjunto de pinos añosos sembró una alfombra despareja de ramas y piñas secas. Mientras junto pequeñas ramas para iniciar el fuego, una diversidad de cantos me llega desde las copas de los árboles y se mezclan con el murmullo del agua corriendo por la acequia. Viene Ana comiendo un tomate. Me convida. Acepto. Me pregunta qué libro traje para leerle a la siesta.

—Las ciudades invisibles —digo—, de Italo Calvino.

—¿De qué trata?

—De relatos que Marco Polo le hace al Gran Kan, emperador de los tártaros, describiéndole ciudades que ha conocido en sus viajes.

—Creo que me va a gustar.

—Yo estoy seguro, pero a cambio me gustaría que me empieces a contar cómo se llaman las cosas.

—¿Qué cosas?

—Las que hay aquí, los árboles, los pájaros, las flores. ¿Para qué traje, si no, una profesora de Geografía?

—Las clases no están dentro del acuerdo.

Apoyo en el piso las ramitas que junté, la tomo por la cintura y la beso.

—¿Este es de los besos que se compran o de los besos que se dan? —pregunta.

—Es de los que se venden a dos clases cada beso —contesto.

—Querrás decir dos besos cada clase.

—No señora. Por dos besos debe haber una docena de profesoras de Geografía que me llevarían al cañón del Colorado a darme clases in situ.

—Eso no te lo recomiendo, salvo que mueras por conocer el cañón del Colorado.

Era sábado a la tarde. Habíamos almorzado temprano en mi departamento con la idea de dormir una siesta corta para después ir al cine. La lluvia, al despertar de la siesta, nos hizo revisar el plan. El cuerpo nos venía pidiendo que ampliáramos el período de tiempo que separaba una batalla amorosa de otra. Ana dijo que tenía ganas de comer fruta. Me ofrecí a salir a comprar si a cambio preparaba un mate.

—Tengo algo para mostrarte —dije mientras buscaba el exprimidor para hacer un jugo de naranjas—. No es demasiado excitante, pero puede ayudarnos a pasar un rato mientras esperamos que pare la lluvia.

—Me parece bien —dijo Ana—, siempre y cuando no haya que volver a la cama.

Todo lo que llevaba puesto era la bombacha y una camisa mía desabrochada que le llegaba a la mitad de los muslos y que había arremangado hasta dejar los codos descubiertos.

—No es necesario volver a la cama —dije.

Fui al dormitorio y de la parte alta del placard bajé un sobre. Lo puse sobre la mesa. Me pasó un mate y me preguntó si podía abrirlo. Le dije que no.

—No sé si ya te lo conté —empecé—, pero yo tuve cámara de fotos desde chico. Creo que andaba por los once cuando saqué las primeras fotos, con una Kodak Fiesta. Desde entonces he sacado miles de fotos. Cierta vez, en agosto del 77, después de una separación traumática, decidí empezar una terapia. En la tercera o cuarta sesión, tal vez porque para esquivar el bulto hablaba más de fotografía que de mi separación y de mi vida, la psicóloga me propuso como tarea que para la sesión siguiente eligiera entre cinco y siete fotos que resumieran la historia de mi vida.

—¿Y esas fotos están en este sobre? —dijo Ana levantando apenas la solapa e inclinando la cabeza para espiar. Le corrí la mano, apoyé mi palma en el sobre y le dije que ahora había algunas más.

—Hoy tomé una decisión —dijo un viernes a la noche mientras terminaba de servir las milanesas con puré.

Imaginé un anuncio importante. Destapé el vino y serví dos copas. Cuando estuvo sentada y con la servilleta estirada sobre la falda, dijo:

—Mañana voy a pedir una entrevista con los antropólogos.

Sentí que la copa me había quedado tan lejos que era inútil estirar el brazo para levantarla. Corté un triángulo pequeño de milanesa y le acomodé encima una montañita de puré.

—Y quiero pedirte que me acompañes.

Estiré el brazo, a pesar de la distancia, y levanté la copa. Tomé de un trago la mitad del contenido.

—No necesitás contestarme ahora.

A la sombra del aguaribay y al borde de la acequia está la mesa, una tabla de algarrobo abulonada a dos troncos torneados clavados en la tierra. A cada costado de la mesa un banco, también de algarrobo y con idéntica construcción. Ya sobre el final del asado, mientras empapo el último trozo de pan en el jugo que quedó en el fondo de la ensaladera, veo llegar a Simba con paso apurado.

—¿Qué dice ese perrito bonito? —dice Ana.

Simba apoya las dos manos en el banco de ella y mira sobre la mesa. Le da un hueso. Cruza la acequia y se desparrama en el césped a disfrutarlo.

Mientras comemos la fruta me dice que va a querer dormirse escuchando un cuento.

Las ciudades y el deseo.

Hacia allá, después de seis días y seis noches, el hombre llega a Zobeida, ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran sobre sí mismas como en ovillo. Esto se cuenta de su fundación: hombres de naciones diversas tuvieron un sueño igual, vieron una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida, de espalda, con el pelo largo, y estaba desnuda. Soñaron que la seguían. A fuerza de vueltas todos la perdieron. Después del sueño buscaron aquella ciudad; no la encontraron pero se encontraron ellos; decidieron construir una ciudad como en el sueño. En la disposición de las calles cada uno rehízo el recorrido de su persecución; en el punto donde había perdido las huellas de la fugitiva ordenó de otra manera que en el sueño los espacios y los muros, de modo que no pudiera escapársele más...

Anochecía. Llevábamos tres horas de viaje. Habíamos planeado una parada para cenar. Ana me preguntó si estaba cansado de manejar. Contesté que no y desvié la mirada hacia el sol que empezaba a derrumbarse detrás del horizonte. Me preguntó si quería escuchar música. Dije que sí. Mientras me leía los títulos de los casetes, nos sorprendió un golpe seco y una progresiva pérdida de velocidad del auto. El acelerador no respondía. Fui frenando despacio hasta quedar detenidos sobre la banquina. Era nuestra primera salida. Íbamos a pasar tres días en San Rafael y Ana había insistido en que fuéramos en su auto. Llevábamos dos meses de una relación que hasta entonces se había limitado a batallas amorosas, salidas al cine o el teatro y largas charlas de café antes o después de cualquiera de esos eventos.

Esperé que pasara un micro para bajar del auto. Levanté el capó con la esperanza de que algún milagro me permitiera descubrir la falla. Ana fue a poner la baliza. El milagro no ocurrió. Con el último rayo de sol alcanzamos a ver que todo cuanto nos rodeaba era un campo partido por la cinta de la ruta y un cielo que empezaba a llenarse de estrellas. A unos cien metros, un cartel de esos verdes que indicaba la distancia hasta las localidades siguientes. Fui a ver y regresé con una noticia poco alentadora. BANDERALÓ 15