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Un heterodoxo breviario de la autora de Trabajos forzados que desvela la peripecia de algunos astros de la literatura que en algún momento de su vida dieron con sus huesos en la cárcel. Atraco a mano armada, difamación, asesinato, conspiración, sustracción de obras de arte, composición de poemas elegiacos a la muerte de Hitler. De Verlaine a Burroughs, de Norman Mailer a Hans Fallada, de Giacomo Casanova a Curzio Malaparte, muchos han sido los literatos que, a lo largo de la historia, han purgado sus ofensas y delitos en la cárcel. Y han sobrevivido para contarlo. Chester Himes o Jean Genet se pasaron buena parte de su vida en el fondo de un calabozo infecto. Otros, como el Marqués de Sade o Heinrich von Kleist, iniciaron sus carreras literarias tras los barrotes de una prisión. Incluso se han dado casos, como los de Louise Michel o Goliarda Sapienza, de escritoras que experimentaron una irónica sensación de emancipación y libertad tras entrar en presidio. De un modo u otro, la cárcel ha marcado la obra de aquellos que pasaron por ella, porque la imaginación crece cuando es prisionera, y, sobre todo, crece el deseo. Daria Galateria nos invita a un erudito y divertido peregrinaje de celda en celda: desde las oscuras y húmedas estancias donde sufrieron y amaron Voltaire y Diderot, hasta los calabozos que acogieron a William Burroughs o Ezra Pound. CRÍTICA «Galateria firma un ensayo impresionante sobre las maravillas de la imaginación entre rejas.» —La Stampa «Deberían conseguir este libro de inmediato y deslizarlo en su bolsillo para leerlo poco a poco, como se hace con los clásicos.» —Il Foglio «Una lectura amena, vivaz y nunca pedante.» —La Balena Bianca «Daria Galateria despliega un abanico de destinos diferentes para los escritores unidos por una última parada: la celda. Con finura y sabiduría, Daria Galateria traza una persecución humeante que recorre varios siglos.» —Pietrangelo Buttafuoco, La Repubblica
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Seitenzahl: 395
Veröffentlichungsjahr: 2025
UNA CELDA: QUÉ MEJOR INSPIRACIÓN
«En la lentitud del tiempo de la cárcel, la imaginación crece como una secuoya», sentencia Chester Himes, que antes se dedicaba al robo a mano armada y en prisión despertó como escritor de hard boiled. Ya fueran delincuentes comunes o presos que habían terminado allí por casualidad, el caso es que fueron muchos los literatos que se beneficiaron de su paso por la cárcel, de vivir en tan reducido espacio durante un tiempo más o menos largo. Kleist era un lunático; no obstante, encerrado en la terrorífica e inaccesible fortaleza militar de Joux, confesaría hallarse en un inmejorable estado de salud, retomaría la escritura y, de hecho, los tenebrosos ambientes del castillo le sugerirían la escenografía perfecta para el estupro de LaMarquesa de O, una de las historias de amor más deliciosas de la literatura. Además, en una celda vecina ocupada por un amigo suyo había muerto hacía poco un general caribeño de raza negra, héroe de la independencia dominicana. Kleist se interesaría por sus circunstancias y acabaría escribiendo la enternecedora Los esponsales de Santo Domingo. Giuseppe Berto encontró su camino en Texas: había llegado al campo de Hereford siendo dannunziano y salió de allí embebido en la narrativa norteamericana contemporánea. Sin otras necesidades que lo esclavizaran, muy pronto las condiciones de su estancia le resultaron «extraordinariamente favorables» para el desarrollo de su espíritu, y su barracón se convirtió en un foro de intelectuales que le enseñaron a escribir en un estilo moderno. También concienzudos pensadores sucumbieron en tal situación a la vocación literaria, y un entregado al Risorgimento como Luigi Settembrini compuso en la roca de Santo Stefano una historia homoerótica revestida de un elegante helenismo. Jean Genet dio comienzo a su oficio de escritor mientras estaba encarcelado, cosa que ocurría a menudo. Le asignaron la tarea de fabricar bolsas para el pan, y usó el papel de los saquitos para ponerse a escribir cinco novelas de golpe: si los vigilantes se las confiscaban, él comenzaba de nuevo. «El campo fue una diversión inigualable», escribió Wodehouse a un amigo. Plum, un tipo más bien solitario, disfrutó en aquel lugar de una socialización «infantiloide», entre británicos convenientemente educados que susurraban un «I beg your pardon» apenas tropezaban contigo por descuido. Por mucho que los debilitara el hambre —«un ligero resfriado se habría llevado por delante a la mitad»—, no fueron pocos quienes consiguieron, en cambio, sanar de enfermedades anteriores: un caballero de acento oxoniense afirmaba que aquella vida en Toszek, Polonia, le había curado la rodilla, y Wodehouse no tuvo más remedio que admitir que su dedo reumático por fin se doblaba (sería por pelar tanta patata). En términos generales, allí uno no se sentía más esclavo que entre los productores de Hollywood, y gracias a una máquina de escribir que alquiló al Lagerführer pudo acabar tres libros y varios cuentos, además de Júbilo matinal, obra cumbre de la saga de Jeeves.
Un escritor acaba en la cárcel por los motivos más variados. Algunos fueron criminales o gente de mala vida, como el asesino en serie Lacenaire; raro era que fueran totalmente inocentes, como fue el caso de Apollinaire, a quien acusaron de haber robado la Gioconda, o el del poeta Dino Campana, arrestado en tres ocasiones durante la Primera Guerra Mundial solo porque tenía cara de alemán. Unas líneas imprudentes bastan a veces para perseguir a su autor, y así Voltaire dio con sus huesos en la Bastilla por haber acusado al regente de acostarse con su hija (era cierto, pero tampoco hacía falta que lo contara en verso). Knut Hamsun, por su parte, se hizo delincuente a los noventa años: ya sordo como una tapia, escribió una necrológica elegíaca de Hitler. Muchos otros (desde Fallada a Burroughs, de Verlaine a Norman Mailer) intentaron asesinar a su esposa… y a veces incluso lo lograron. Resulta curioso que el número de escritores uxoricidas sea más bien elevado, pese a que los literatos constituyen un gremio ciertamente exiguo; un porcentaje tan alto sin duda da que pensar: quizá los escritores pasen demasiado tiempo en casa…
En realidad, la vida entre rejas se parece bastante a la vida frente a un escritorio. Es sabido que Marcel Proust, quien no albergaba la menor esperanza de ir a prisión —es más fácil que acabe en la cárcel un camello que un rico, y a Proust la policía lo fichó como rentier tras una redada—, hizo de su dormitorio una celda. Muchos escritores se han alegrado de la abundancia de tiempo y de la concentración que la cárcel impone a la fuerza. «Creéis haber realizado una gran hazaña, estoy seguro —escribe Sade—, condenándome a una abstinencia atroz de los pecados de la carne… Pues bien, os equivocáis: habéis encendido una luz en mi cabeza, me habéis empujado a crear fantasmas que algún día convertiré en realidad.» «He aprendido mucho de los condenados», reconoce Dostoievski, quien recogió en un cuaderno los modos de decir, los chascarrillos y las reflexiones de sus compañeros de letrina. De hecho, Los hermanos Karamázov se basa en un error judicial que le contaron durante su estancia en Siberia, y cuando le preguntaban con qué derecho pretendía hablar en nombre del pueblo ruso, mostraba sus pantorrillas aún marcadas por los grilletes de hierro: «He aquí mi derecho».
La invasión nazi de Francia durante la Segunda Guerra Mundial causó estragos: a Desnos lo apresaron por comunista; Brasillach consiguió (no sin cierto esfuerzo) que lo arrestaran por colaboracionista, y a Jean Giono lo encarcelaron en Provenza por no haber querido implicarse en el conflicto. Franz Hessel, el marido que completaba el trío de Jules y Jim, estuvo recluido primero en un estadio de fútbol y finalmente en un campo de concentración francés por su condición de judío; allí escribió su versión, la del perdedor, del triángulo amoroso más famoso del siglo XX. Ezra Pound, por el contrario, fue encarcelado en Estados Unidos por sus proclamas radiofónicas que exhortaban a un pogromo contra la plutocracia hebrea norteamericana; por su parte, el antisemita Céline, desde una cárcel danesa limpia como un hotel de lujo, se dedicó a vomitar improperios contra los jueces, llamando al fiscal «chupasangre» y «lameculos».
Todas las mujeres, sin distinción, confiesan que la prisión fue la época de su vida en que se sintieron más libres: como no tenían que cuidar de nadie, pudieron por fin cuidar de sí mismas. Goliarda Sapienza llegó incluso a ir a la cárcel por voluntad propia, como protesta contra la vida, pero también para conseguir que por fin publicaran su obra: los editores siempre han adorado la mala prensa. «Su libro es de los más buscados —le escriben con satisfacción desde la editorial Stock a Apollinaire—, todo esto bien vale un poco de aburrimiento.» Casanova ganó una fortuna contando su célebre fuga de Los Plomos de Venecia, y Marinetti, encerrado en San Vittore por participar en una manifestación intervencionista con Boccioni, Russolo y otros artistas, todos de bombín y esmoquin, aprovechó para lanzar desde la celda de aislamiento su Manifiestosobre la guerra.
Dostoievski fue a parar a Siberia por participar en una conspiración política, acusación de escasa solidez. Pellico y Settembrini fueron perseguidos por sus veleidades risorgimentistas; Solzhenitsyn, por un comentario antiestalinista y por no acatar el estilo realista soviético; el comediógrafo Václav Havel padeció especialmente el acoso del director del lager donde estaba internado, que detestaba el tono cómico que el intelectual checo daba a las cartas que enviaba a su mujer. El director las veía como una forma de desprecio hacia su persona; al fin y al cabo, él era un digno funcionario que se empeñaba en dirigir con celo su prisión. Havel objetaba: «Bueno…, es que soy escritor», y decía que como tal se sentía obligado a adoptar un punto de vista peculiar sobre su situación: ¿cómo puede un escritor hablar de un lager «si no es con un poco de humor»?
Este libro nace de la transcripción de la serie de lecturas tituladas Alle otto della sera que realicé para Rai Due a lo largo del año 2000. A su vez, la presente edición supone una nueva versión de la primera compilación, Scritti galeotti (Rai Eri, 2000). Se han sustituido la mitad de los autores y se ha puesto al día la información sobre los que permanecen. De todos los ensayos biográficos y textos de los que más me he servido, destacaría: Franck Balandier, 2001; Alberto Beretta Anguisola, 1995; Dario Biaggi, 1999; André Billy, 1932; Xavier Darcos, 1998; Jacques Darras, 1995; Douglas Day, 1973; Francis Donaldson, 1982; Goffredo Fofi, 1996; Xavière Gauthier, 1999; Tiziana Goruppi, 1994; Francis Lacassin, 1987; Sabine Lange y Jenny Williams, 2009; Monique Lebailly, 1968; Michel Le Bris, 1994; Pierre Leroy, 2003; André Le Vot, 1979; Hillary Mills, 1982; Élisabeth Morel, 1988; Jean Orieux, 1966; André Parinaud, 1994; Pierre Pellissier, 1989; Mario Rubino, 2012; James Sallis, 2000; Giuseppe Scaraffia, 2005; Joël Schmidt, 1995; Mario Serenellini, (5-2-2012); Gwendolyne Simpson Chabrier, 2008; Andrew Sinclair, 1977; Adriano Sofri, 1999 y (2-4-2000); Christian Vilà, 1992; Jenny Williams, 2004; Arthur M. Wilson, 1957. De entre todos los amigos con los que he hablado de escritores que pasaron por la cárcel, me permito citar aquí a Elvira Sellerio, quien me habló de Luigi Settembrini, pero también de muchas otras cosas más.
D. G.
1. VOLTAIRE
Era 16 de mayo de 1717, día de Pentecostés. Al concienzudo comisario Isabeau no le gustaba arrestar a escritores: prefería a los delincuentes. Por su parte, Voltaire, que tenía solo veintiún años y aún se llamaba Arouet, con su cuerpo de lagartija e inquieto como una anguila, no se sintió intimidado en absoluto; por el contrario, aprovechó su detención para regodearse con una demostración de astucia. Y es que resultaba evidente que en aquel apartamento amueblado de la Rue Calandre había muy pocos papeles para ser la casa de un intelectual subversivo. Voltaire aseguró que todo lo que tenía estaba sobre su escritorio. «Ahorradme el trabajo de tener que reventar las cerraduras», amenazó el severo funcionario. Entonces Arouet confesó: «Está todo en el excusado».
En el siglo XVIII, toda casa de vecinos parisina contaba con una Madame l’Intendante Merdière, responsable de las letrinas. Nadie podía repararlas o vaciarlas sin que ella lo autorizara, de modo que fue requerida su presencia para satisfacer el olfato de unos policías en busca de documentos comprometedores. El subsiguiente informe rezumaba diligencia: «La vaciadora de retretes no encontró documento alguno, pues la cloaca estaba llena a rebosar y cubierta de agua». Detallaba que Madame l’Intendante había hecho descender por el conducto una vela atada a un hilo, y que el propio comisario, inclinándose sobre el orificio de entrada, había podido verificar que no había rastro de unos papeles que, por lógica científica, de haber estado allí, habrían flotado sobre el agua que cubría la «sustancia sólida». Ahora bien, en caso de que su superior considerara necesario continuar la investigación en persona, el diligente funcionario se ponía a su absoluta disposición para vaciar por completo la instalación. Era 21 de mayo y, efectivamente, el jefe ordenó llegar «hasta el fondo». Durante el curso de la búsqueda, sucedió que un golpe de piqueta demasiado fuerte hizo desmoronarse el pozo negro, inundando el sótano. En medio del creciente hedor que comenzaba a expandirse por la casa y la calle, intervino la propietaria del edificio, que expresó su descontento con la situación de un modo más bien violento, pues los agentes le habían causado la pérdida de una buena cantidad de botellas de cerveza y vino de las cuales había hecho acopio. Presentó su caso ante el rey y ganó el pleito. Su Majestad tuvo a bien resarcir los daños, y el comisario comenzó a sospechar que todo aquello era una broma de Voltaire. Escribió sobre el asunto a su superior, denunciando que el joven poeta, «empujado por su espíritu malévolo», le había dado intencionadamente indicaciones falsas sobre la ubicación de sus papeles para «causar molestias innecesarias».
Voltaire había comenzado a tener problemas con la autoridad con apenas veinte años, pues escribía, como hacían todos, atrevidos epigramas sobre el regente, Felipe II de Orleans, quien por lo general se lo pasaba en grande leyéndolos. Es cierto que los poemillas de Voltaire resultaban un tanto más escabrosos que los demás, pues ponían en verso y rima los amores del duque con su propia hija, la duquesa de Berry. Eran asuntos de todos bien conocidos, pero el superintendente de la Policía, el marqués de Argenson, consideró su deber vigilar al joven poeta.
Este se defendía con un argumento que usaría muchas veces: era imposible que él hubiera escrito unos versos tan horribles. A modo de halago, sus amigos más cercanos le decían en público que no fuera tan modesto: ellos mismos lo habían visto componerlos. Ante la duda, Argenson condenó a Voltaire al exilio en Tulle. Tulle estaba en el Lemosín, tan lejos de París —¿habría allí alguna duquesa?, ¿hablarían francés?— que el joven pidió auxilio a su padre. El bueno del notario Arouet intercedió ante el regente para que enviaran a su descarriado hijo a Sully, «donde tenemos algunos parientes que podrán vigilarlo». La realidad fue que el desterrado se instaló en el castillo de un amigo, el caballero de Sully, donde pasó los días de una fiesta galante en otra. Voltaire escribe que su exilio es una delicia, aunque le preocupa que en París se enteren de que es así y se olviden de él. Sin embargo, Felipe lo perdona: Voltaire regresa a la capital y vuelve a escribir coplas subidas de tono sobre el regente. A todo esto, la policía lo persigue por causa de un libelo, J’ai vu («He visto»), que en realidad no ha escrito él, sino un tal Lebrun, quien, espantado por la resonancia que había alcanzado el pamphlet —hay que tener en cuenta que sus obras teatrales no habían logrado ningún éxito—, confirma encantado la autoría de Voltaire. Cuando el regente se encuentra con Voltaire en el Palais Royal, alude al J’ai vu: «Señor Arouet, me he propuesto que veáis algo que nunca habéis visto». «¿Qué es, alteza?» «La Bastilla.» «Ah, tenga en cuenta su alteza que ya la conozco.» Pero el duque no cambia de parecer, entre otras cosas porque Voltaire continúa regalando a la duquesa Du Barry con epítetos poco obsequiosos, el más suave de los cuales fue «Mesalina». Así, el día de Pentecostés de 1717 se decreta su arresto.
Un arresto podía ser un acontecimiento solemne, con veinte escoltas acompañando al destacamento de policía, o más modesto, con dos pobres agentes de uniforme andrajoso que detenían al sospechoso. Voltaire siempre contaría que el suyo fue del primer tipo, pero no era más que un alarde. El comisario fue de lo más amable y, cuando Arouet hizo amago de resistirse, le señaló a dos esbirros de uniforme raído apoyados en sendos recios bastones que no parecían destinados a los súbditos obedientes del rey ni a las personas bien educadas. Al fin, Voltaire entró dócilmente en el carruaje policial, no sin antes dejar caer aquel comentario sobre las letrinas.
Ya lo hemos contado: aquello bastó para que Isabeau se lanzara sin remilgos a chapotear en un mar de heces. Mientras tanto, en la Bastilla limpiaron a fondo los bolsillos del recluso. Además de algunos luises de oro, encontraron papel, pluma y unas gafas; él se quejó, como era de esperar, e inmediatamente pidió que le llevasen cremas, perfumes, un gorro de noche, a Homero y a Virgilio. No le dieron papel, así que solo pudo escribir a lápiz en los márgenes de los libros un larguísimo poema épico, La Henriada, que acabaría leyendo toda Europa. Lo componía durmiendo —contaría después para desconcertar a quien quisiera escucharlo—, y lo escribía al despertarse.
En París ya comenzaban a considerarlo muerto en vida y a hablar mal de él cuando, el 11 de abril de 1718, tras once meses en el «pozo» de la Bastilla, el bondadoso regente tuvo a bien perdonarlo de nuevo. Le tocó cumplir un breve exilio, como de costumbre, que Voltaire pasó confortablemente en la casa de campo de su padre, al tiempo que bombardeaba al duque de Orleans con ruegos para que le permitiera asomarse por París: tres días, ni uno más. Los Bretuil, sus protectores —a quienes no les haría mucha gracia que el escritor acabara uniéndose a su hija, la marquesa de Châtelet—, consiguieron que fueran ocho, a los que se sumaría un mes entero, julio de 1718, y luego también agosto; en septiembre le llegaría el permiso ilimitado. Voltaire aprovecha este tiempo del modo más banal y también más rentable: buscando el éxito. Quiere llevar a los escenarios la tragedia que ha compuesto, Edipo. A los actores les parece insípida, y eso que incluye una escena copiada de Sófocles. Voltaire aligera la obra todo lo que puede y la estrena el 18 de noviembre. Todavía está en libertad condicional. El éxito es increíble: todos interpretan sus versos como si estuvieran cargados de punzantes dobles sentidos; el propio título parece una nueva alusión a los amores del regente y su hija; los ataques a la monarquía y al clero son transparentes. «Los curas no son lo que se piensa; / nuestra credulidad es la madre de su ciencia», puede leerse en un dístico. Los jesuitas opinan que esos versos altisonantes «propagan nefandos errores contra los ministros de los altares», pero el anticlericalismo de Voltaire no ha hecho más que comenzar. Escondido en su palco, a Arouet padre le queda claro que su hijo nunca habría sido un buen notario y que es un bala perdida. Gruñía desesperado: «¡Vaya delincuente!, ¡vaya delincuente!». Desde ese mismo día dejó de pasarle su asignación.
Voltaire estaba contento y gozaba con la provocación. El príncipe de Conti le escribió en verso que había creído ver en él al mismísimo Racine redivivo, y el joven autor tuvo la temeridad de responderle con ironía cambiando los papeles: «Monseñor, os convertiréis en un gran poeta, y yo mismo haré que el rey os conceda una pensión». Conti no se enfadó ante este exceso de confianza; es más, Voltaire consiguió la pensión. Envió al regente un breve poema, La Bastilla, limpio de toda polémica. El duque, a quien comenzaba a parecerle divertido aquel jovencito, lo recibió. «Monseñor —le dijo Voltaire—, sería un detalle magnífico que su alteza tuviera a bien continuar ocupándose de mi manutención, pero os suplico que dejéis de ocuparos de mi alojamiento.» Con esa referencia a la manutención pretendía solicitar un dinero que el regente, en efecto, hizo que le concedieran en pago por su Edipo.
Para celebrar el éxito de su tragedia y demostrar el alcance de su benevolencia, Orleans le regaló además una enorme moneda de oro. El orfebre fue a casa de Voltaire para que este eligiera la cadena que más le gustara. «Mejor la de un pozo», respondió aquel desagradecido, incapaz de perdonar su triste estancia en la Bastilla. En su celda había escrito versos melancólicos: «Heme aquí, embastillado… comiendo frío y bebiendo caliente, / traicionado por todos, incluso por mi amante». Su amante era una adorable adolescente, Suzanne, hija del delegado regio en Sully, a la que Voltaire se había llevado consigo tras su primer exilio. Suzanne sentía la sagrada llamada de los escenarios, y Voltaire la había iniciado en el teatro. Incluso le había presentado a su mejor amigo, Génonville, a quien Suzanne comenzó a apreciar hasta el punto de llegar a repartir su dedicación equitativamente entre ambos hombres. Cuando Voltaire la sorprendió en brazos de Génonville, en principio echó mano a su espada, pero al final los tres acabaron llorando y compadeciéndose recíprocamente. Voltaire sopesó si su amor por Suzanne duraría tanto como el afecto que sentía por su amigo y concluyó que no. Decidió que ella era una actriz mediocre y se la dejó al otro; Suzanne, por su parte, se encargó de decirle a todo el mundo que Arouet era unamant à la neige. Quien sí acabó desarrollando una sincera simpatía por Voltaire fue el propio regente, que al encontrárselo en la ópera y con el propósito de mostrarse amable con un intelectual, le habló con pasión de las novelas de Rabelais; Voltaire reaccionó con indiferencia. Al fin y al cabo, ya hemos dicho que por entonces estaba entregado no tanto a la literatura como, sobre todo, a ganar dinero.
Mucho menos cortés se mostró Federico de Prusia. El soberano escribía versos y le había pedido a Voltaire que los revisara; luego hizo imprimir a escondidas unos pocos ejemplares en un cuartucho del castillo de Postdam. Sus cortesanos insuflaron en Federico la sospecha de que Voltaire lo estaba ridiculizando en público. Por tal causa, mientras el filósofo se encontraba en la ciudad libre de Fráncfort, el soberano lo encerró «en el más odioso tugurio» de toda Alemania, y el ministro residente del rey de Prusia, acompañado por unos ciudadanos de aspecto inquietante, se presentó en su estancia y exigió que le devolviera la llave del chambelán y todas las cartas y poemas de su soberano. Era el 1 de junio de 1753; el residente requisó todo el dinero de Voltaire, de su secretario y de su sobrina y amante madame Denis, quien, intuyendo el peligro, había acudido en su ayuda. Voltaire, teniendo siempre presente el adagio de Beaumarchais («Si me acusan de haber robado la torre de Notre-Dame, primero me pongo a salvo y después lo niego»), decidió poner tierra de por medio, dejando atrás a madame Denis con el equipaje. Pero interceptaron su carruaje, y Voltaire, tan acostumbrado a la admiración y el triunfo, se vio en este caso cubierto de improperios. Mientras tanto, el manuscrito de La doncella de Orleans había quedado a buen recaudo dentro de los calzoncillos de su secretario. En cierto momento, el escritor se había escabullido, perseguido por toda clase de criados y soldados que se encontraban en los alrededores, y se había inclinado para vomitar en una esquina. «¿Os sentís mal?», le preguntó alarmado su secretario. «Puro teatro, estoy fingiendo», susurró en italiano con dos dedos en la garganta. Pero la huida resultó imposible. Mientras tanto, madame Denis, en la pensión Caprone, ahora con un batallón de soldados por doncellas y sus bayonetas por cortinajes, no dejaba de quejarse ante el emisario real, a quien todas aquellas vicisitudes le habían dado sed y había ordenado que le sirvieran la cena: comió serenamente, sin hacer el menor caso de los desgarrados llantos de la dama.
Fue el propio Federico quien, informado de los acontecimientos, optó por dejar libres a sus huéspedes franceses. Voltaire aprovechó entonces para perseguir, pistola en mano, a quienes antes lo habían acosado a él, y no resultó fácil detenerlo, como tampoco fue sencillo explicar los antecedentes de lo sucedido al jefe de la comisaría donde todos fueron a parar.
Mientras con su obra sentaba las bases para un nuevo mundo, Voltaire se hizo construir una elegantísima residencia en Ferney, en la frontera con Suiza, para poder huir fácilmente ante una eventual amenaza de arresto. También la que iba a ser su tumba se encontraba en terreno fronterizo: mitad en tierra sagrada, mitad fuera de ella. Lo cierto es que el genio acabó su vida en olor de multitudes en París, pero los problemas llegaron con el cadáver. Antes de que muriera, y con el fin de evitar la infamia de una fosa común, sus sobrinos suplicaron a las autoridades eclesiásticas que le concedieran un entierro religioso; ofrecieron a cambio la posibilidad de una retractación y luego una confesión por parte del moribundo. A los clérigos les fue fácil responder que Voltaire no hacía otra cosa que arrepentirse de haberse arrepentido, y que ese último arrepentimiento no era más que una parodia. El jefe de Policía y el ministro Amelot intervinieron en vano ante el arzobispo. Los sobrinos eran miembros del Parlamento, pero les dieron a entender que, si redactaban una petición a tal efecto, las autoridades la rechazarían y ellos se verían obligados a dimitir. Interpelaron con discreción al propio rey, quien respondió que «la única solución posible era dejar hacer a los curas». Fue entonces cuando uno de los sobrinos, el abad Mignot, de acuerdo con su primo, tomó una decisión fuera de lo común: llevarían clandestinamente el cadáver hasta la abadía de Seillières, de la que era comendatario y cuyo prior a buen seguro permitiría que en ella se sepultara el cuerpo.
París no sabía aún que Voltaire había muerto. En la noche del 30 al 31 de mayo de 1778, sus sobrinos convocaron en la habitación del difunto a un cirujano y a un farmacéutico, quienes procedieron a embalsamar rudimentariamente el cuerpo. Cortando a tiras tres sábanas, vendaron como una momia aquellos miembros deslavazados y los dejaron rígidos. Envolvieron el cadáver en un valioso batín de andar por casa y lo ataron sentado con correas en una carroza junto a un pobre criado, que por poco no murió del susto. Se dispusieron seis caballos, pues el tiempo apremiaba. Los sobrinos lo seguían en otro carruaje. A las puertas de París, los empleados de la aduana despidieron al celebrado personaje, y el vehículo se perdió a toda velocidad. El prior de Seillières quiso incluso sepultarlo en la propia iglesia, junto al coro, por lo que hubo que fabricar allí mismo un ataúd con cuatro planchas de madera. A las cinco de la mañana se celebró el funeral. Y así fue como en honor a Voltaire, a quien París negó la sepultura, se cantaron seis misas en tierras de la Champaña.
2. DENIS DIDEROT
La familia Diderot se dedicaba desde el siglo XVII a fabricar cuchillos. Sus miembros recibían alternativamente el nombre de Didier o Denis, santos cefalóforos (los que tras su decapitación andan con la cabeza en la mano) que presidían las iglesias de su ciudad natal, Langres, en Borgoña. Era una familia prolífica, con ocho e incluso catorce hijos por pareja, y hay testimonio de que entre ellos se practicaban muchas más formas de artesanado: había toneleros, vidrieros, curtidores, zapateros, fundidores, fabricantes de guantes, viticultores… Todos ellos, cada uno en su medida, gozaba de una vida acomodada. Sin embargo, a nuestro Denis, nacido en 1713, lo encaminaron a los estudios.
En realidad, Denis Diderot estaba destinado a heredar la canonjía de un tío suyo: el 22 de agosto de 1726, con solo trece años, recibió la tonsura. Lo llamaban abbé Diderot y vistió durante largo tiempo la sotana; es más, en 1741, una vez en París, y para entablar amistad con ella, le encargó a una bordadora muy simpática seis camisas de encaje para su ingreso en el seminario; más adelante contraerían matrimonio. Cuando su tío Didier murió de repente, Denis, por entonces ya instruido pero sin canonjía, marchó a la capital para perfeccionar sus estudios en el colegio Harcourt, donde conoció a Sartine, futuro superintendente de la Policía, y a La Mettrie, el filósofo materialista autor de El hombre máquina. Pero en París Diderot frecuentaba los círculos bohemios, intelectuales y holgazanes que posteriormente retrataría en El sobrino de Rameau. En los cafés de la ciudad se estaban fraguando ya las Luces: el Procope era el más antiguo y bullicioso, y a él acudían Voltaire, Marmontel o Dorat; pero fue en el Régence, más tranquilo y «galante», reluciente de candelas, donde tuvo lugar el encuentro de Denis con un joven corpulento y achaparrado, de peluca redonda y modales rústicos: Jean-Jacques Rousseau, una amistad que duraría veinte años.
Diderot era muy pobre; vivía de sus traducciones del inglés y se dedicaba a discutir con Condillac en una taberna del Palais Royal sobre Locke y la inexistencia de ideas innatas: nada llega a nuestra inteligencia si no pasa primero por los sentidos. En el invierno de 1746, le llegó una interesante propuesta: traducir la Enciclopedia Chambers, un diccionario de las artes y las ciencias publicado en Londres entre 1728 y 1729. El proyecto se le había ocurrido al impresor Le Breton por sugerencia del inglés John Mills, pero discutieron, y este, que se consideraba un caballero, echó mano a la espada. Le Breton, un hombre robusto, le asestó dos bastonazos en la cabeza y un puñetazo en el estómago. Mills lo denunció por intento de asesinato, pero el canciller D’Aguesseau, responsable de Justicia y Publicaciones, era amigo de Le Breton y decretó que la traducción al francés del texto de Chambers quedaba libre de derechos por un defecto de forma. Por otra parte, Diderot objetó que desde la publicación de la obra original inglesa habían pasado veinte años y pensó en otra nueva, monumental, compendio del saber material de su tiempo: una enciclopedia de los oficios, cosa curiosa para ser el primero de su extensa familia que no tenía ninguno.
Quiso a su lado como director a D’Alembert, un huérfano criado por un vidriero, que a sus veinticuatro años pertenecía ya a la Academia de Ciencias. Hijo natural de una gran señora, tenía inmejorables contactos pese a su aspecto desaliñado: era un «hombrecillo frío y seco» y, en compañía de Diderot, capaz de transformarse de cien maneras distintas en un solo día, asemejaban una cita entre el agua y el fuego: «de ahí salía mucho humo», pero lo que en realidad nacería de la suma de sus talentos sería una verdadera erupción. Las suscripciones a la Encyclopédie, que costaban lo que cobraba al año un obrero especializado, superaban las mil. Mientras D’Alembert preparaba el Prospecto —la presentación de la Encyclopédie y de su organización, basada en el «árbol de la ciencia», de cuyas ramas principales se iban derivando ordenadas alfabéticamente las voces correspondientes a las artes y el resto de los saberes—, Diderot fue detenido por haber escrito una obra deísta, Pensamientos filosóficos; otra de tono obsceno, Los dijes indiscretos (en la que son las vaginas las que hablan); otra priápica, El pájaro azul, y otra más de estilo sensualista, Carta sobre los ciegos.
El 24 de julio de 1749, dos alguaciles llamaron a la puerta de su casa en la Rue de l’Estrapade. El escritor vivía allí precisamente por culpa de uno de esos agentes, monsieur D’Hémery. Lugarteniente de la Brigada Criminal, encargado de detener a asesinos, vagabundos, falsificadores, ladrones y sediciosos, D’Hémery se ocupaba también de perseguir los crímenes de lesa majestad —fuera esa majestad divina o humana— y a tal fin debía evitar la publicación de libros peligrosos. Por tal razón ya había ido a visitar a Diderot por primera vez tiempo atrás, y este le había prometido no sacar a la luz ningún escrito imprudente; el oficial lo creyó, y en aquella ocasión se echó atrás no sin advertirle antes que se cuidara muy mucho de provocar la cólera de un tal Hardy. Diderot no tenía el honor de conocer a aquel señor; efectivamente, ese era el problema: Hardy de Lavaré estaba a cargo de la cercana parroquia de Saint-Médard, sacro lugar donde nunca nadie había visto aparecer a Diderot. Él resolvió el problema cambiando de barrio, y he aquí la razón por la que el día del arresto se encontraba en el segundo piso de la Vieille Estrapade, en la que había tenido la precaución de ocultar todos sus manuscritos, todos excepto veintiún cartulinas repletas de esbozos de la Encyclopédie, que D’Hémery se dispuso a revisar. Sobre el enorme escritorio se hallaban dos copias de la Carta a los ciegos («un hombre ciego de nacimiento tendrá su alma en la punta de los dedos»). Era justamente en calidad de «autor del libro sobre el hombre ciego» por lo que el conde D’Argenson, antes prefecto de la Policía y ahora ministro, había ordenado, según correspondía a sus atribuciones como responsable de la censura y mediante la pertinente lettre de cachet,[1] encerrar a Diderot en Vicennes, a unos cuatro kilómetros de París, puesto que la Bastilla estaba a reventar.
A Diderot lo encarcelaron en el siniestro torreón de la imponente fortaleza medieval; su celda, de seis metros cuadrados por ocho de altura, contaba con una chimenea de tres metros de alto y un magnífico techo abovedado: en aquel tórrido julio se debía de estar fresco. Diderot tenía derecho a dos velas al día, pero se despertaba y se iba a dormir con el sol, así que quiso devolverlas. «Guárdelas, guárdelas —le aconsejó el carcelero—, le vendrán muy bien en invierno.» Este augurio no tranquilizó mucho al preso, quien, sin embargo, en el interrogatorio del 31 de julio se mostró resuelto: juró no haber escrito la Carta sobre los ciegos, no haberla tenido nunca en sus manos ni tampoco conocer al autor; lo mismo dijo sobre Los dijes indiscretos y Pensamientos filosóficos. Solo admitió haber escrito El paseo del escéptico, si bien aseguró haber quemado el manuscrito. Aun así, al día siguiente, el comisario que lo había interrogado, Berryer, obtuvo la confirmación de que Diderot era en efecto el autor de todas las obras incriminadas, por lo que se decidió mantenerlo en prisión indefinidamente.
Diderot, alarmado, cae presa de la melancolía. «Mi padre no sabe que estoy casado», advierte a Berryer. Hasta cumplidos los treinta años, un padre podía por entonces desheredar a un hijo si no aprobaba su matrimonio y, de hecho, en 1742, Diderot padre, siempre mediando una lettre de cachet, había enclaustrado al hijo en un convento para impedirle que se casara con Toinette, la encajera. Diderot había escapado a pie y había contraído matrimonio a escondidas. Mientras tanto, los editores de la colosal obra inundaban de cartas la mesa de D’Argenson: «Diderot es quien tiene las claves de todo el engranaje» de la Encyclopédie, es el único literato capacitado para una empresa de tal magnitud; si se prolonga su detención, para ellos será la ruina.
También Diderot escribe a D’Argenson, solicitando «permiso para publicar bajo su protección esta obra emprendida a mayor gloria de Francia y a despecho de Inglaterra, digna de ser ofrecida a un ministro que protege las letras»: la Encyclopédie apareció dedicada, por tanto, a un exjefe de la Policía —por supuesto, Diderot no había consultado la peculiar dedicatoria con D’Alembert ni con los editores—. Tres días después, el 13 de agosto, Diderot confiesa: esos textos que le atribuyen son solo «intemperancias intelectuales» que nunca más se repetirán. Se declara dispuesto a denunciar los nombres de los editores siempre y cuando no se los persiga y le permitan que sea él mismo quien les dé noticia. De inmediato, el director de Vicennes —un marqués de Châtelet, pariente de la amante de Voltaire (la señora marquesa se había apresurado a mover sus hilos)— lo desplaza a estancias más cómodas, autoriza que lo visite su esposa y lo invita a cenar. Diderot puede ahora recibir a amigos y editores y también pasear por el jardín. Se dice que en cierta ocasión logró escapar para reunirse con su amante, la codiciosa, frívola, coqueta, extravagante, insensata madame de Puisieux, aunque la encontró con compañía y volvió a la cárcel curado de amores: no hay mal que por bien no venga. Ya no se veía obligado a escribir con mondadientes mojados en una mezcla de vino y polvo de pizarra; pero, a pesar de todo, finalmente el marqués de Châtelet se dio cuenta, así consta en sus cartas a Barryer, de que por «mucha gente» que fuera a trabajar con él, allí encerrado «no podría hacer mucho».
Durante ese tiempo los editores habían aprovechado para suspender su asignación mensual, y Diderot, que en tanto preso pero burgués tenía derecho a una pensión diaria de cuatro libras —cincuenta era la paga de un príncipe de sangre real y de un cardenal; treinta y seis la de un mariscal, los duques y otros pares, así como de obispos y presidentes del Parlamento; veinticuatro correspondían a ministros, generales, marqueses y abades; diez a jueces y sacerdotes, y dos libras y dos sueldos para el resto—, tuvo que pedir ayuda a su padre. Este le respondió el 3 de septiembre con una larga carta en un francés escrito a menudo tal y como se pronuncia, pero muy severa en cualquier caso: «Pensad que si el Señor os ha dado unos talentos no es para que os entreguéis a dañar los dogmas de nuestra santa religión». En ella se mostraba además ansioso de ver a sus dos niños, «en caso de que vuestro matrimonio sea legítimo», y adjuntaba un pagaré de ciento cincuenta libras.
Mientras tanto, Rousseau, desde que se le concediera a Diderot el privilegio de las visitas, iba a verlo cada dos días. No podía permitirse un carruaje, con lo que salía de París a las dos de la tarde y llegaba a Vicennes tras mucho andar y todo lleno de polvo para consolar a su amigo. Cierto día tuvo lugar un episodio que identifica la estancia en la cárcel de Diderot como causa indirecta de la Revolución. De camino a la prisión, Rousseau se tumbaba a veces en el prado para descansar y leer. Una vez leyó en el Mercure de France que la Academia de Dijon proponía un concurso de ensayo dotado de un buen premio para el mejor: ¿El progreso de las ciencias y las artes ha contribuido a corromper o a mejorar las costumbres? Según escribe Rousseau en sus Confesiones, en aquel instante «vi otro universo»: la podredumbre de un mundo corrompido por la civilización, un mundo que había de cambiar desde sus cimientos. Se dio cuenta de que tenía la capa cubierta de lágrimas. Se presenta ante Diderot aún empapado de llanto y tan conmovido que los dos amigos pergeñan mano a mano el proyecto de La paradoja del comediante, que se convertirá en uno de los pilares ideológicos de la Revolución.
Diderot necesita consultar a muchos artesanos, quienes no pueden ir de acá para allá, de modo que los editores de la Encyclopédie siguen insistiendo a D’Argenson: el filósofo necesita conversar con intelectuales que no tienen tiempo de trasladarse a Vicennes; tiene que consultar la Biblioteca Real, que no permite el préstamo de libros a tanta distancia; debe examinar los grabados sobre cómo se opera en los distintos oficios y también sus instrumentos… Cosas, en fin, que solo pueden hacerse in situ. El 21 de octubre, D’Argenson firma una lettre de cachet en la que ordena la excarcelación del filósofo, y el 3 de octubre ya es libre.
La prisión en Vicennes fue solo una de las penalidades por las que tuvo que pasar la magna empresa de la Encyclopédie, junto al abandono de D’Alembert en 1759, los ataques de los jesuitas o las condenas de la Sorbona y de Clemente XII. No obstante, acabó siendo uno de los grandes superventas de todos los tiempos. Se componía de diecisiete tomos de textos en folio y once de láminas, donde se representaban con inusitada maestría las más diversas técnicas de las artes y los oficios: en 1773, un sultán fabricó cañones con la única ayuda del artículo dedicado a la voz alésoir [escariador]. El primer volumen apareció el 8 de junio de 1751, y aún hoy en la primera página puede leerse la dedicatoria a D’Argenson.
3. DONATIEN ALPHONSE DE SADE
«Era un paraíso terrenal», escribe Sade en noviembre de 1794, apenas excarcelado: «Magnífica casa, precioso jardín, personas exquisitas, hermosas mujeres». Estaba hablando de Picpus, la prisión parisina en la cual, en pleno Terror, los condenados a la guillotina podían ponerse a salvo a cambio de una cuantiosa suma. Bien es cierto que aquella atmósfera acabó ensuciándose por una infausta disposición del Gobierno republicano, que trasladó el patíbulo justo debajo de las ventanas del marqués y situó en medio del jardín el cementerio de los ajusticiados. Los «vecinos» protestaron en vano por las miasmas de aquellos aristócratas enemigos del pueblo, que incluso muertos los seguían asfixiando.
En cualquier caso, el arresto más amable de Sade sería, a pesar de su edad y sus achaques, el último, en el manicomio de Charenton. Allí lo trasladaron desde Bicêtre, la espantosa cárcel a la que llamaban «la Bastilla del pueblo», donde a su vez había llegado desde la prisión de Sainte-Pélagie, pues en ella había intentado en vano «satisfacer sus apetitos más brutales con unos jóvenes descerebrados que, tras los desórdenes del Théâtre-Français, habían sido encerrados allí durante algunos días».
Aquel, el de Charenton en el sexto día del ventoso del año IX (marzo de 1801), fue el último y definitivo arresto de Sade. La fecha del primero se perdía en las profundidades del Antiguo Régimen, casi cuarenta años atrás. La causa había sido la flagelación, el 3 de abril de 1768, de Rose Keller, atada a la cama y —según podía leerse en el atestado— «en decúbito ventral». Otra detención más larga, y también más fecunda literariamente, se remonta a 1773, con motivo de los desmadres del marqués en su inaccesible castillo de La Coste, en Provenza. El arresto del 13 de febrero de 1777 en Vicennes tendría su origen en una lettre de cachet ordenada por la présidente madame de Montreuil, a la sazón suegra de Sade, y el presumible motivo de la noble señora para encerrarlo no salió a la luz hasta mucho después.
Después de que, llegado a Vicennes, resonaran a sus espaldas diecinueve puertas de hierro, encerrado en una «jaula» en lo alto de una torre llena de ratones y sin conseguir que le trajeran un gato, Sade espeta por escrito a su suegra que ha mandado arrestar a un pobre hijo ante el ataúd de su madre: el marqués acababa de perderla y, para animarse, había salido a la caza de jovencitas en compañía de un viejo abad, compadre habitual de parranda. El 14 de julio, absuelto de las acusaciones de envenenamiento y sodomía, Sade queda libre de cargos, pero en virtud de la susodicha lettre permanecerá en la misma prisión durante otros catorce años.
En 1784, encerraron al marqués en el segundo piso de la torre de la Bastilla, a la que llaman por antífrasis Segunda Libertad. Su celda era una gran estancia octogonal de paredes blanqueadas con cal, y fue necesario revestirlas con una tapicería decente. Aquel pavimento empedrado era intolerable, y Sade hizo que lo recubrieran de parqué. Se trataba, como puede verse, de cuestiones «de primera necesidad», como escribía en octubre de 1788 el preso a su esposa, quien pagaba todos los gastos.
Por su parte, desde 1787 la mujer de Sade se venía lamentando del aspecto de su marido, que había engordado en exceso. Sade estaba muy descontento con la comida «de pocilga» que recibía; los archivos de la Bastilla nos dan testimonio de la alimentación del marqués durante junio de 1789, y en ellos se habla de pulardas a la trufa, de cremas de chocolate, de paté de jambon, de carne de caza con castañas confitadas… Sade era un prisionero tan irascible que el 4 de julio de 1789, en vísperas de la Revolución, lo trasladaron de madrugada, «desnudo como a un gusano y a punta de pistola», a Charenton, donde viviría su primer encierro en un manicomio para «locos de ambos sexos». Solo un decreto del 2 de abril de 1792 firmado por la Asamblea que anulaba las lettres de cachet permitió su excarcelación. Sade salió del recinto con atuendo burgués de lana negra, sin dinero y «sin ropa interior».
Allí regresaría para siempre el 7 de floreal (27 de abril) de 1803. El director, Coulmier —de no más de un metro de estatura, y ese metro «poco agraciado»—, había sido en tiempos superior de los mostenses; degradado por la Revolución, era un firme defensor del teatro como terapia, por lo que consideró al marqués un enviado de la providencia y lo utilizó para organizar, junto al resto de enajenados, espectáculos a los que acudían las gentes de París: diletantes y actores de vodevil se peleaban por una entrada, y asomaba también por allí, según cierto doctor, «algún que otro literato». El 24 de germinal del año XIII, 14 de abril de 1805, encargaron a Sade recoger la colecta en la iglesia parroquial, y también distribuyó el pan bendito. El prefecto de Policía protestó al ver la escena, pues el recluso, de conducta repulsiva, no dejaba de redactar manuscritos rebosantes de «obscenidades, blasfemias y maldades indescriptibles».
Al margen de la actitud hostil del director médico, del secretario de Interior y de los especialistas que no creían en las virtudes curativas del teatro, los propios locos de Charenton elevarían también su protesta al ministro: «Monseñor, ¿qué diríais de un hospital donde dos o tres veces a la semana se celebran bailes y conciertos, y espléndidas cenas, mientras a los pobres enfermos se los trata como criminales, tirados sobre paja como perros?». En 1813, el teatro se había suspendido, pero persistían las inverecundas aficiones de un marqués que ya había cumplido setenta y cuatro años, y también su estilo de vida y su pasión por la comida: capones, sopa de gallina de la Bresse, huevos escalfados a la trufa, cremas de cedro, macarrones al chocolate de Venecia, café turco, armañac. Sade solicitó también con insistencia El genio del cristianismo, de François René de Chateaubriand, que se había publicado no hacía mucho; la prima a quien se lo encargó se sintió reconfortada con la petición.
Además de los privilegios mencionados, el director concedió a Sade una aseada celda en el segundo piso, encima del inmundo segundo pabellón en el que los internos vivían enterrados bajo la paja, entre excrementos. La sala principal y la biblioteca daban al jardín, con vistas al Marne; allí recibía a las actrices y vivía con una mujer, la fiel madame Quesnet, a la que hacía pasar por su hija. Desde 1807, Sade escribe en Charenton un diario, pequeños cuadernos en lenguaje cifrado: algunos le serán requisados y otros acabarán saliendo a la luz. En las páginas dedicadas a 1814 aparece con frecuencia un círculo atravesado por una diagonal. Es el símbolo de la sodomía, que a veces sueña y a veces practica: «Por la tarde, pienso en ∅, 4.ª del año». Pero, por regla general, el símbolo está relacionado con las visitas de «Mgl», Madeleine Leclerc. Madeleine es hija de una enfermera del manicomio y aprendiz de planchadora; Sade la había conocido con doce años, cuando sirvió como criada de madame Quesnet durante su enfermedad. Marie-Constance Quesnet, su amante, que desde 1804 reside en la celda contigua, estalla cuando ve que la joven frecuenta al marqués. Sade llama «habitaciones» a aquellas visitas picantes: «Mgl. ha estado muy alterada, prácticamente no ha vuelto en sí y en general ha estado fría durante todo el ∅ (21 de julio)». Así escribe en otra anotación: «(2 de septiembre) Mgl. ha venido para su 88.ª en total y su 64.ª habitación; era fácil ver que estaba enferma, que sufría por la resaca. Se había depilado el pubis». Sade enseña a la muchacha a leer y escribir, y su madre la anima a plegarse a las «severas» leyes del marqués al tiempo que se queda con las «figuras» (propinas). Sade se muestra celoso: «Me ha prometido que no irá a ningún baile y se ha prestado como de costumbre a nuestros pequeños juegos».
1814 es el año de la Restauración de Luis XVIII, y cambia el director de Charenton. Al tolerante Coulmier lo sustituye ahora un gestor más timorato, y los nuevos médicos y celadores quedan impresionados por la arrogancia de aquel envejecido aristócrata de cuerpo inmenso y exhausto. Cuando a finales de año Sade muere en su cama de columnas con cortinas de seda a franjas blancas y rojas, su butaca de terciopelo amarillo y las sillas de paja seguían en la estancia junto a la chimenea. En las paredes, el retrato del abuelo sin enmarcar y una miniatura de su cuñada.