Condúceme a la locura - Vicki Lewis Thompson - E-Book

Condúceme a la locura E-Book

Vicki Lewis Thompson

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Beschreibung

Ella iba por el carril rápido de la vida. La aspirante a novelista Molly Drake solo le pedía dos cosas a la vida: un contrato para escribir un libro... y una noche de pasión junto a su chófer, Alec Masterson. Lo del contrato parecía imposible por el momento, especialmente desde que su editor le había dicho que sus fantasías no resultaban tan increíbles sobre el papel. Pero, por lo que respectaba a Alec... bueno, Molly había decidido ofrecerle el viaje de su vida... Alec Masterson llevaba meses intentando poner freno a los sentimientos que Molly despertaba en él... hasta que ella se propuso volverle loco. Y cuando consiguió tenerlo donde quería, es decir, en la cama, Alec no pudo dejar de pensar en que él quería algo más que una noche de pasión.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Vicki Lewis Thompson

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Condúceme a la locura, n.º 42 - junio 2018

Título original: Drive Me Wild

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-714-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

1

2

3

4

5

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10

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Epílogo

Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

Mientras Alec Masterson siguiera por la autopista de Connecticut, llegaría a tiempo de recoger a su cliente. No podía permitirse el lujo de llegar tarde, porque en ese caso Molly perdería el tren a Nueva York, y ya le había dicho que ese viaje era importante. Aunque no le había dicho por qué, desde luego. A Molly le gustaba mantener secretos. Su amigo Josh estaba convencido de que protagonizaba películas X. Josh tenía una imaginación desbocada, aunque esa teoría explicaría los constantes viajes que Molly realizaba a Los Ángeles, aparte de que tenía un cuerpo increíble.

Sentía una gran curiosidad, pero nunca fisgoneaba. Él era el conductor que Molly solicitaba siempre que llamaba al servicio de coches, de modo que debía caerle bien. A él también le caía bien. De hecho, la deseaba.

El cabello rojo dorado parecía diseñado para extenderse sobre una almohada y los ojos verdes emitían el tipo de fuego que provocaba sueños húmedos en los hombres. No obstante, irradiaba dulzura, casi inocencia. Si Josh tenía razón sobre su profesión, entonces era una actriz extraordinaria.

Si Alec hubiera conocido a Molly de otra manera y no siendo su chófer, probablemente la habría invitado a salir. Decía «probablemente» porque en ese momento no debería sacar tiempo para una amiga, y en lo que se refería a Molly, no se imaginaba conformándose con una única cita. Pero era su chófer, y no podía arriesgarse a perder el trabajo que tenía en Red Carpet Limousine.

Era estudiante desde hacía más de diez años; había pasado por la facultad de Medicina, de Ingeniería Eléctrica, Arquitectura, Economía. Su último intento por encontrar algo que le gustara era la facultad de Derecho, que estaba decidido a terminar. El trabajo de chófer era perfecto… con un buen sueldo y horario flexible. Además, podía estudiar mientras esperaba a un cliente.

Un Cadillac se encontraba detenido en el arcén con una rueda pinchada. Un hombre mayor trataba de cambiarla. En ese momento, del interior bajó una mujer de pelo blanco. Al pasar al lado de ellos, Alec miró por el espejo retrovisor. No fue capaz de seguir y frenó, para dar marcha atrás por el arcén hasta quedar a unos metros del vehículo. Iba a llegar tarde.

 

 

Molly Drake iba de un lado a otro del gastado suelo de parqué de roble mientras mantenía un ojo en un antiguo reloj de pared. Alec nunca llegaba tarde, y no entendía por qué lo hacía en ese momento, cuando la reunión que tenía con su agente podía significar un comienzo nuevo para ella. Si perdía su cita de las once y media, no podría ver a Benjamin ese día. Era un hombre ocupado, y ella no estaba lo bastante alto en la cadena alimentaria como para que le buscara otro hueco.

Debería haber aprendido a conducir al trasladarse a Connecticut. Pensaba hacerlo, pero Dana había insistido en que ese no era el momento, ya que se encontraba en un territorio desconocido para ella. Más protectora que su propia madre, era Dana quien pagaba por el servicio de coches y la instaba a emplearlo siempre que necesitara realizar un trayecto. De todos modos, su intención había sido aprender a conducir, pero Red Carpet Limousine le había enviado a Alec. Sacar el carné de conducir habría supuesto dejar de verlo, lo que resultaba totalmente inaceptable.

Estaba segura de que no habría podido escribir la novela sensual sentada ante la mesa de su agente si Alec no hubiera aparecido en su vida. Él la había inspirado para fantasear con una gran aventura sexual en la que su heroína, Krysta, exploraba los impulsos sensuales en un entorno selvático primitivo de Brasil. Ella jamás había pasado los dedos por el tupido pelo de Alec, pero Krysta sí. Krysta había buceado en los ojos castaños mientras lentamente le desabotonaba la camisa de seda y pasaba las manos por el torso musculoso.

Y como no apareciera en los próximos dos minutos, le iba a retorcer ese bonito cuello. La cita con Benjamin significaba el fin de la espera para ver su reacción ante el libro. Se lo había enviado tres meses atrás. Y la semana anterior su secretaria la había llamado y le había dado esa cita para hablar del libro.

Estaba preparada para que Benjamin le dijera que no podía conseguirle un gran anticipo. Eso solo lo lograban las estrellas de Hollywood como Dana Kyle, que había asombrado a la fábrica de sueños escribiendo una serie de inteligentes novelas de misterio. Así las había llamado Publishers Weekly: «inteligentes y con una buena trama».

Molly devoró cada crítica y le envió copias a sus padres en Los Ángeles. Eran las únicas personas aparte de Benjamin que sabían que era ella quien había escrito cada palabra de esas novelas para su querida amiga Dana. Esta se hallaba encantada con el reconocimiento y Molly se sentía feliz por ella.

Pero cuanto más famosa se hacía Dana, más deseaba participar en el proceso creativo. En su mayor parte, sus ideas eran horribles, y Molly siempre tenía que encontrar formas diplomáticas de prescindir de ellas. El proceso era agotador y terminaba con su nombre en letras enormes en la cubierta y el de Molly invisible. Era hora de que Molly Drake apareciera en letra impresa.

Perderse esa reunión con su agente no iba a ser un buen comienzo. Al final cedió a su impaciencia, recogió el bolso y salió a esperar al porche, donde se sentó en la hamaca que tanto le gustaba a la abuela Nell.

Sentía esa cabaña en Old Saybrook más su hogar que la mansión de Beverly Hills donde había crecido. Aún así, no había aceptado el ofrecimiento de su abuela de irse a vivir allí, porque la cabaña de un dormitorio era ideal para una persona pero quedaba atestada con dos.

Quizá debería haber aceptado. Al menos de esa manera habría podido pasar más tiempo con la abuela Nell antes de que muriera. El pensamiento aún le provocaba un nudo en la garganta, pero al menos ya podía pensar en su abuela sin ponerse a llorar. De hecho, le encantaba estar rodeada de las antigüedades de su abuela, de chinz y encaje.

Empezó a mecerse mientras estaba atenta al sonido de un motor. Esperó que no le hubiera sucedido nada a Alec. Una cosa era llegar tarde. Pero un accidente… bueno, ni siquiera quería pensar en eso. A su protagonista le había asignado un Lincoln, pero claro que su héroe era el dueño del coche, mientras que Alec solo conducía uno para la agencia. Alec tenía un viejo todoterreno, aunque ella nunca lo había visto.

Temiendo ver la hora, se obligó a hacerlo y le entró una oleada de pánico. No iban a llegar a la estación, aunque esa era la menor de sus preocupaciones. Alec no llegaría tan tarde a menos que le hubiera pasado algo.

Cuando el teléfono sonó en el interior de la casa, se levantó de un salto. Hurgó en el bolso en busca de la llave. Finalmente la localizó, abrió y corrió al teléfono del recibidor. El contestador automático se activó en el momento en que llegó ella.

Apagó el aparato y alzó el auricular.

—¿Hola?

—Molly, sé que llego tarde, pero…

—¡Alec! ¿Estás bien?

—Voy de camino. Escucha, ya no puedes llegar al tren, así que te llevaré a Nueva York. Estaré en tu casa en cinco minutos.

—Pero tú te encuentras bien, ¿verdad?

—Sí, estoy bien —sonó desconcertado—. ¿Por qué ibas a pensar lo contrario?

—Yo… tuve miedo de que hubieras tenido un accidente o algo por el estilo.

—Oh —reinó un breve silencio.

De pronto a Molly se le ocurrió que no debería haber sonado tan preocupada. Debería ir con cuidado o él podría llegar a deducir que para ella representaba algo más que un chófer. Y no disponía de tiempo para tener un novio de verdad. El de sus fantasías se adaptaba mejor a su complicada vida.

—Lo siento —dijo él—. No era mi intención preocuparte. Llegaré enseguida. Hasta luego.

—Adiós —cortó.

Su tono de voz había sido distinto al final, más suave, íntimo. Había coqueteado con él en los últimos seis meses, y Alec con ella. La química que había entre ellos era real, pero no quería que nada se descontrolara.

En Los Ángeles, casi todos los servicios de limusina tenían una política de empresa que prohibía que los empleados se relacionaran con los clientes. Quizá las cosas eran distintas en Connecticut, pero lo dudaba.

Alec no podía permitirse el lujo de dejar su trabajo. Además, lo más probable era que no tuviera tiempo para una novia, como ella no lo tenía para un novio. Eso quedaba arreglado. Aunque sospechara que le gustaba mucho, y aunque también ella le gustara a él, nada saldría de la situación. El momento no era el adecuado para ninguno.

—¿Molly?

Se volvió y lo encontró de pie en el umbral de la puerta. Al entrar no la había cerrado. Tenía una mancha de grasa en la mejilla y otra en la pechera de la camisa blanca con el logo de Red Carpet en el bolsillo. Los ojos castaños mostraban una ternura que nunca antes le había visto.

—Lo siento mucho —se disculpó—. A una pareja mayor se le pinchó una rueda y paré para ayudarla a cambiarla. Pero aún llegarás a tu cita si salimos ahora, porque te dejaré en la puerta y no tendrás que perder tiempo con el tren y un taxi.

No tenía mucha alternativa.

—De acuerdo. Acepto —siempre que lo veía sentía un cosquilleo en el estómago, pero esa mañana, la expresión en los ojos hizo que el hormigueo bajara. Santo Cielo, la excitaba solo con una mirada.

—Bien. Vámonos.

—De acuerdo —colgó el teléfono. Todavía tenía las llaves de la casa en la mano, pero no recordaba qué había hecho con el bolso. Miró alrededor.

—Lo dejaste junto a la puerta.

—Oh —había estado tan distraída con la llamada de Alec, que debió de soltarlo en cuanto encontró las llaves—. Lo recogeré y nos vamos.

—He dejado el coche en marcha y el aire acondicionado encendido.

—Estupendo.

Se hizo a un lado para permitirle salir al porche. Molly cerró con llave la puerta de la cabaña y recogió el bolso por la correa.

Alec le sostenía la puerta delantera del lado del pasajero, como había hecho innumerables veces antes. Hacía tiempo que habían prescindido de la tradición de que ella viajara en el asiento de atrás. En ese momento, se preguntó si había sido una decisión sensata. Por el bien de ambos, necesitaban mantener la distancia.

Sin embargo, no podía cambiar las reglas en ese momento sin crear una situación incómoda. Iba a tener que eliminar el factor de seducción. Mostrar adrede un poco de pierna si llevaba una falda corta o mirarlo a los ojos si le daba las gracias por sostenerle la puerta se había convertido casi en su segunda naturaleza. Le reía demasiado los chistes y le sonreía más de lo necesario.

En ese momento comprendía que ese comportamiento había sido un error. Alec era demasiado consciente de ella y ella babeaba descaradamente por él.

Después de cerrarle la puerta, Alec rodeó el vehículo y abrió la puerta del lado del conductor.

—¿Cuánto tiempo piensas estar en la ciudad?

—No mucho. ¿Por qué?

—Podría esperarte en un aparcamiento y luego llevarte a casa —subió al coche y cerró la puerta.

—No es necesario que hagas eso —se comportaba más como novio que como chófer, y por desgracia a ella le encantaba.

Después de recoger las gafas de sol del salpicadero y ponérselas, arrancó y enfiló hacia la autopista.

—Como tú quieras, pero hoy ya no tengo más clientes y te cobraría lo mismo que si tomaras el tren de vuelta.

—En ese caso, de acuerdo —sabía que siempre necesitaba dinero, y si llevarla ida y vuelta lo ayudaba financieramente, no lo dudaría—. ¿Tienes tus libros en el maletero?

—Siempre —le ofreció una sonrisa fugaz—. Además, preferiría tener compañía durante el regreso.

Hasta el momento en que empezó a preocuparse de que hubiera podido sufrir un accidente, había tenido bajo control las emociones por él. Pero esa preocupación parecía haberle comido las defensas, y en ese momento, cualquier movimiento de Alec le provocaba ondulaciones por todo el cuerpo.

Buscó un terreno sólido.

—Ya tienes que andar cerca de los exámenes finales.

—No me lo recuerdes. ¿Quieres escuchar un poco de música?

—Bueno —con la percepción potenciada que tenía de él, no sabía si la música era una buena idea. Pero esperaba que si fingía que no se había producido ningún cambio en su relación, al final pudiera recuperar el control de sus pensamientos.

Alec alargó el brazo y apretó la tecla del CD del coche. Lo tenía cargado con jazz suave, la música que habían establecido como la mejor para sus viajes. En el pasado, había llenado el habitáculo con sensualidad, pero en ese momento rebosaba sexo.

Por primera vez en los seis meses que hacía que lo conocía, a Molly no se le ocurría nada que decir. Permaneció sentada con los dedos juntos y trató de convencerse de no desearlo. No tuvo mucha suerte.

Él tampoco hablaba, y hasta su silencio era sexy. Experimentó una imagen súbita y poderosa de lo que sería estar tumbada a su lado después de… Apretó los dedos y miró por la ventanilla al tiempo que se obligaba a pensar en otra cosa… cualquier cosa, desde los árboles en flor hasta las nubes que surcaban el cielo.

El viaje fue un ejercicio interminable de autocontrol, hasta que al fin llegaron a las afueras de la ciudad y los pensamientos de Molly se centraron en la cita que tenía con Benjamin. La excitación sexual dio paso a los nervios.

Alec bajó el volumen de la música.

—¿Adónde vamos?

—A Midtown. Cerca de Park con la Cincuenta y Siete —titubeó. No contarle nada sobre su cita, cuando iba a dejarla en la puerta del edificio, parecía paranoico—. Tengo una reunión con mi agente a las once y media.

Todas las preguntas que él no le hizo flotaron en el aire entre ambos, y empezó a sentirse tonta por mostrarse tan reservada. No podía hablar de los libros que escribía sin que apareciera su nombre, pero la cita con su agente no estaba relacionada con eso. Después de todo, la llevaba a la oficina de Benjamin y pasaría a recogerla.

No obstante, nadie conocía ese proyecto salvo Benjamin, y tenía miedo de hablar de él y arriesgarse a gafarlo. Se decidió por establecer un compromiso.

—Te contaré de qué va todo de camino a casa, ¿de acuerdo?

La miró como desconcertado.

—¿Lo harás? ¿Por qué?

—Porque dudo de que sea capaz de guardármelo para mí.

—De haber vuelto en tren, ¿habrías arrinconado a quien fuera a tu lado?

Molly rio y liberó parte de la energía nerviosa.

—Probablemente.

—Entonces supongo que debería sentirme afortunado de que hayamos perdido el tren —sonó irritado.

—Escucha, Alec, sé que no te he revelado mucho sobre mí misma desde que nos conocemos, pero…

—No tienes que revelarme nada sobre ti, Molly. Te ofrezco mis disculpas por adoptar ese tono. Soy tu chófer, y lo que elijas contarme o no depende enteramente de ti.

—Ahora estás molesto.

—Solo conmigo mismo —suspiró—. Desde el principio supe que tú no eres locuaz. Y yo sí.

—Hoy no.

—Bueno, me he puesto a pensar que quizá te aburría. Apuesto que no querías oír…

—Me ha encantado oír cosas sobre tu familia —musitó.

—Estás siendo educada.

—No, hablo en serio. Yo no tengo ninguna buena historia de ese estilo —la infancia normal de Alec y las aventuras vividas con su hermana menor le daban a Molly mucha envidia.

—Oh, Dios, por favor, no me digas que eres huérfana.

—No. Pero mi infancia fue… diferente.

—Y no quieres hablar de ella.

—Es mejor si no lo hago.

Hacía tiempo que había descubierto que no aportaba nada bueno contarle a la gente que su padre era Owen Drake, uno de los directores más importantes de Hollywood, y su madre Cybil O’Connor. Si los fans llegaban a recordar a Cybil por algo, era por la espectacular escena de desnudo en La Laguna Encantada, una película estrenada veintiocho años atrás. Después de aquello, había abandonado la carrera para convertirse en la esposa de Owen Drake y en la madre de Molly Drake. Molly siempre había sentido el peso de ese sacrificio.

También había aprendido que mencionar a sus padres, por lo general despertaba una curiosidad intensa, y la gente solía olvidar los modales en la búsqueda de detalles íntimos. Quizá Alec no intentara sonsacarle información sobre las grandes estrellas ni mencionara la famosa escena de desnudo de su madre. Conociéndolo, sabía que no reaccionaría de esa manera. No obstante, para variar la gustaba ser anónima, y trasladarse de Los Ángeles a Connecticut la había ayudado a separarse de ese mundo deslumbrante y de gran presión.

Alec carraspeó.

—No debería hacer esto, pero tengo una pregunta sobre ti y me está matando.

—¿Solo una?

—Bueno, más de una, pero esta… digamos que mi amigo Josh despertó mi curiosidad y no puedo quitarme la pregunta de la cabeza.

—¿Josh es el chófer que conocí cuando lo llevaste aquel día?

—Sí, al que se le averió la limusina en las afueras de New Haven.

Molly recordaba a un hombre fibroso de pelo negro rizado. Siempre parecía estar en movimiento.

—El nervioso.

—El mismo. Bueno, no tienes por qué contestar, pero un «sí» o un «no» significarían mucho para mí. ¿Trabajas en el cine?

Sobresaltada, rio. No trabajaba en el cine. Sus padres lo habían deseado por encima de todo, y lo había intentado. Pero siendo una bibliófila introvertida no podía esperar triunfar en la gran pantalla, ni siquiera con los padres que tenía.

—¿Trabajas?

Le sonrió. Esa conversación la ayudaba a olvidar los nervios.

—Me has descubierto. No soy Molly Drake. En realidad, soy Nicole Kidman tratando de escapar de los paparazzi.

—Mmm, no me refería a ese tipo de películas.

—Entonces, ¿a qué…? —se quedó boquiabierta. Alec le preguntaba si trabajaba en vídeos para adultos. Al principio se sintió insultada por que él pudiera llegar a pensar que era una estrella porno. Debería conocerla mejor. O quizá no. No había hablado de sí misma, lo cual había dejado espacio para todo tipo de especulaciones. Al parecer, Josh y Alec la consideraban lo bastante sexy como para actuar en esas películas. Eso la fascinó—. Dijiste que no tenía que contestar, ¿verdad?

—Claro que no, pero…

—Entonces no voy a hacerlo —observó cómo el rubor que le había teñido las orejas se extendía a toda su cara. Miró su regazo y descubrió que la imagen de ella como estrella X también surtía un efecto considerable ahí.

—Es afirmativo —la voz le sonó estrangulada.

—No he dicho eso —la conversación le mantenía la mente alejada de la ansiedad de la cita con Benjamin.

—Sí, pero no contestar es lo mismo que si hubieras respondido.

—No necesariamente —se preguntó qué haría él si apoyara una mano en su muslo, pero no quería que tuvieran un accidente.

—Ojalá no te lo hubiera preguntado —tragó saliva—. Pensé que dirías que no.

—Eso no resulta gracioso.

—Oh, ¿en realidad no trabajas en esa industria pero quieres que piense que sí?

Divertida, siguió sonriéndole.

—¿Tú qué crees?

Él aferró el volante con fuerza y clavó la vista delante.

—Que me he metido en problemas.

2

 

 

 

 

 

Alec necesitaba una ducha fría, pero como eso no era posible, ajustó con gesto casual el aire acondicionado para que soplara directamente sobre su regazo.

Aunque no estudiara Derecho, sabía que cualquiera que se negaba a contestar una pregunta casi con toda seguridad ocultaba algo. De modo que debía de ser una estrella de esas películas. Tampoco lo enorgullecía su reacción ante esa noticia.

Asimismo existía la posibilidad de que lo provocara. El concepto no mejoró en absoluto su condición. Una mujer dispuesta a bromear con algo así sería la clase de compañera de cama con la que siempre había soñado, alguien a quien le gustaba divertirse con el sexo en vez de tomárselo como un asunto grave. O bien era una estrella porno o bien una seductora bromista. Ambas posibilidades lo tenían tan excitado que apenas podía conducir.

Pero ella le pagaba para eso, de modo que era mejor que dejara de fantasear sobre su cuerpo desnudo o terminarían en un choque múltiple. La miró de reojo para tratar de decidir si bromeaba o no.

Ella simplemente sonrió, como si verlo retorcerse le proporcionara un gran placer. Desde luego, no se vestía como si hiciera ese tipo de películas. Sí, la falda tendía a ser corta, pero formaba parte de un traje de seda negra que parecía más sacado de Glamour que de Playboy.

Aunque una estrella porno tampoco tenía por qué ejercer de tal salvo cuando estaba ante las cámaras. El traje de Molly no le revelaba mucho aparte de que tenía buen gusto en la ropa. No sabía qué pensar. Y con una gran parte de su sangre bajando al sur, tampoco le quedaba mucho poder en el cerebro.

De algún modo logró seguir las directrices de Molly y llevarla hasta la dirección correcta. Incluso recordó darle el número de su teléfono móvil para que pudiera llamarlo cuando terminara. Luego, como un idiota, se quedó sentado mirándola entrar en el edificio. Si los bocinazos y los insultos no lo hubieran sacado del trance, habría podido quedarse hasta que ella volviera a aparecer.

Se dirigió al aparcamiento más cercano y reclinó la cabeza con un suspiro. Jamás debería habérselo preguntado. En vez de satisfacer su curiosidad, se había vuelto más misteriosa y fascinante que nunca. El cerebro recalentado le zumbó con pensamientos de Molly, gatita sexual. Algo le dijo que en la siguiente hora iba a estudiar poco.

 

 

Molly estaba sentada en el sillón de piel roja en el despacho de Benjamin. Su manuscrito, unido por una cinta de goma, se hallaba en el escritorio. Su agente la miraba con las gafas de cristal grueso puestas. Tenía el pelo gris cuidadosamente peinado. No sonreía.

Mirándolo, llegó a la conclusión de que no quería hablar del manuscrito.

—Realmente parece primavera en la calle —comentó—. Ni siquiera necesité un abrigo. ¿Suele hacer esta temperatura en abril?

—Por lo general, no. Escucha, he leído tu manuscrito y…

—Jamás he pasado un verano entero en esta zona. Tengo ganas de pasear por la playa, comprar verduras de puestos en la calle, conseguir…

—Molly, lo siento.

Sintió como si le hubieran metido bloques enteros de hielo en el estómago.

—¿El libro, mmm, necesita retoques? —carraspeó—. No pasa nada. Puedo…

—Ojalá lograra creer que lo puedes arreglar.

—¡Claro que puedo arreglarlo! —lo miró fijamente—. Soy una escritora profesional, así que dime qué hace falta y lo realizaré —quizá se encontraba en una pesadilla y terminaría por despertar. Se pellizcó el brazo, pero nada cambió. Seguía sentada frente a un agente de aspecto muy triste a quien no le gustaba su libro.

—Doy por hecho que quieres que sea un libro encendido sobre una mujer que explora sus fantasías sexuales.

—Bueno, más o menos eso es lo que me proponía —y Benjamin no creía que hubiera tenido éxito. Tragó saliva. La vida no podía ser mucho más horrible que un hombre de mediana edad te dijera que, cuando se trataba de sexo, no lo habías conseguido. Los ojos azules de Benjamin se veían grandes y llenos de simpatía. Pero ella no quería simpatía. Quería figurar en la lista de grandes éxitos editoriales del New York Times.

—No es sexy —afirmó él.

Molly se encogió por dentro. Aunque se preguntó qué podía saber Benjamin, si llevaba casado desde la presidencia de Nixon. ¡No sería capaz de recordar qué significaba ser sexy!

Benjamin juntó las manos y adelantó el torso hacia ella.