Contame una Historia - Ricardo Gómez - E-Book

Contame una Historia E-Book

Ricardo Gómez

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Beschreibung

Luego de años de participar en distintos proyectos literarios y antologías junto a otros escritores, finalmente aparece "Contame una Historia", trabajo personal del escritor Ricardo Gómez. En esta selección de cuentos el lector podrá experimentar los más variados sentimientos: desde una profunda historia de vida, hasta la tensión de un final inesperado. Amor, venganza, miedo, indiferencia, resentimiento etc. "Contame una Historia" no es solo la expresión artística de un escritor marplatense; es, ni más ni menos, una obra que nos interpela a cada uno de nosotros, como la vida misma.

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Seitenzahl: 203

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Ricardo Gómez

Contame una Historia

Bajada

Gómez, RicardoContame una historia / Ricardo Gómez. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5005-7

1. Cuentos. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice de contenido

Prólogo

La tormenta

Antigua Grecia

Caballo de Troya

Ciudad cómplice

Desde lejos se lo veía

El sueño de Raquel

Federico y las nubes

La enredadera

La ventana

Los ojos del monstruo

Odio a los gatos

Un milagro para Argentino

Una historia simple

Viento frío

Verflucht seist du

“Detrás de este triste espectáculo de palabras,

tiembla indeciblemente la esperanza de que me leas,

de que no haya muerto del todo en tu memoria”.

Julio Cortázar

Dedico este libro a mis amores: Elsa, Yamila e Ichi.

También dedico estos escritos temblorosos a mis amigos,

sin los cuales no habría motivación para casi nada.

Una mención especial para el pobre árbol que se sacrificó

para que este modesto libro vea la luz. Espero que haya valido la pena.

Prólogo

Tengo el honor y el privilegio de presentarles esta gema preciosa literaria de recopilación de cuentos escrita por mi amigo Ricardo Gómez, un artista de las letras, un apasionado por la escritura.

De más está decir que me considero su fan número uno, y él lo sabe; de lo contrario, no me habría elegido para esta tarea.

Cada vez que recibía de primera mano uno de sus cuentos, con el objetivo de obtener una respuesta, sentía que había sido agasajado, y esperaba el momento justo del día para disfrutar su lectura.

Sus narraciones, tal y como la famosa ley de causa y efecto así lo establece, reflejan aspectos de la misteriosa y cautivante personalidad del autor; están llenas de suspenso, humor, imaginación, minuciosidad, sorpresa y creatividad.

A modo de ejemplo, ¿A quién se le iba a ocurrir escribir un cuento cuyo título fuera “Verflucht seist du”? Y juro que durante todo el cuento te mantiene en suspenso y no ves el momento de saber por qué le puso ese título hasta que, finalmente, en el desenlace lo esclarece, ¡más le vale! y por fin soltás el aire.

En pocas palabras... Si este libro llegó a tus manos, entonces podés considerarte un afortunado, porque estás frente a una joya, literalmente.

Cuando terminés de leerlo, probablemente vas a sentir ganas de más, y sabrás que lo que te digo en estas líneas preliminares está muy lejos de ser una exageración en absoluto.

Así que, ¡manos a la obra y a disfrutar!

Juan Varga

Escritor, Operador en Psicología Social y Coach Ontológico Profesional

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, enero de 2021.

La tormenta

Las nubes negras asomaban desafiantes desde el sur arrastradas por el viento. Los relámpagos les daban una tonalidad distinta, más clara, resaltando los bordes y dándoles cuerpo. El viento parecía querer jugar con las espigas de trigo, como manos invisibles acariciando una rubia cabellera. Algunos girasoles finalmente claudicaron ante los embates del implacable viento quebrando sus cuerpos, inclinándose humildemente ante el ser superior. Los pájaros encontraron refugio dentro de las parideras de los cerdos quienes, indiferentes a las inclemencias del tiempo, dormían amontonados uno arriba de otro, mordiéndose y disfrutando a pleno de la ignorancia propia de su especie. Quizás por no tener una noción clara del destino es que podían disfrutar de esa noche, y de la vida misma, sin temores, sin sobresaltos.

Los demás animales hacían frente a la tormenta de distintas formas. Los caballos le daban la espalda, ignorando a la tempestad. Las gallinas, dentro de su guarida, le daban significado a sus nombres resguardándose del viento con un aparente temor; aparente digo, ya que el rostro de las gallinas no deja mucho espacio para la lectura de las emociones para ser sincero. El resto de las aves de corral le seguían en suerte a las gallinas, previamente guardadas por el abuelo Roberto, quien conocía estas tormentas de verano horas y hasta días antes de que aparezcan.

Pero la verdadera historia transcurría adentro de la estancia. En uno de los cuartos de la vieja casona trataba de dormir Anita, nieta de los dueños de la estancia, y que había recalado en el lugar como consecuencia de una tragedia familiar.

Tapada hasta la cabeza, mirando por sobre las sábanas, asomaban dos ojitos claros en donde se veía claramente reflejado el miedo. La oscuridad solo era interrumpida por los relámpagos, que iluminaban el cuarto entrando por cualquier ranura o abertura posible. En esos momentos, los objetos que hasta ese día habían sido inofensivos, cotidianos, se tornaban terroríficos. La luz que entraba con cada relámpago les daba una tonalidad demasiado semejante al color que había visto en el cadáver de su tía meses atrás. Sabía que no tendría que haber ido a ese velorio, lo sabía; pero claro, como tenía 14 años pensó que dominaba todas sus emociones, pero resulta que eso no era cierto. Mal momento para descubrir sus limitaciones.

Lo que más la inquietaba y le quitaba el sueño era esa muñeca que reposaba sobre la silla que estaba frente a su cama. Podría jurar que entre un relámpago y otro se movía. Los movimientos eran casi imperceptibles, pero a ella no se les escapaban. Para cualquier otra persona los movimientos de hecho no existirían, pero para el ojo avizor de Anita, nada se le escapaba. Para colmo, la muñeca la miraba fijamente, con la cabeza algo inclinada hacia la derecha, como esperando que la niña se durmiese para... Debía ser más madura, ya no era una nena y, además, había jugado con esa muñeca desde que tenía memoria. Había pertenecido a su abuela, razón por la cual el abuelo bromeaba diciendo que la muñeca debería tener unos quinientos años. Sin dudas estaba enloqueciendo.

“Mejor prendo la luz”, pensó. Pero para realizar este simple acto tenía que sacar la mano de la precaria seguridad de las sábanas. Precaria, pero seguridad al fin de cuentas. Lentamente comenzó a sacar la mano derecha en dirección a la mesita de noche, mientras pensaba que si sus amigas la veían en ese momento seguramente se reirían de ella. Faltaba poco, solo 20 centímetros más. En eso estaba cuando otro relámpago iluminó la habitación, inundando todo con esa tonalidad que le traía tantos desagradables recuerdos. Sus ojos fueron directamente en una fracción de segundo hacia la muñeca. Un escalofrío le recorrió la espalda, esperando descubrir que la misma ya no estaría allí. Sin embargo, allí estaba, sentada, esperando una mejor oportunidad para atacar.

“Tal vez es solo una muñeca”, pensó una parte racional de su subconsciente. Pero en ese momento el medio ambiente era tan sobrecogedor que la lógica debía dejar sus influencias para otra ocasión. “Volvamos a tratar de prender la luz, mientras podamos”, pensó. Lentamente sus dedos se acercaron al lugar donde estaba el interruptor. Las ráfagas de viento parecían querer entrar al cuarto, como sabiendo las intenciones que la niña tenía. “Dónde están las cosas cuando una las necesita”. No encontraba la maldita perilla. “Al fin” suspiró para sí, allí estaba, una batalla ganada. Pero el destino le tenía una sorpresa macabra: no había energía eléctrica. Los improperios que siguieron a este descubrimiento los dejaré para otra ocasión, ya que quizás algún niño tenga acceso a este relato.

“Maldición”, exclamó. “No tengo escapatoria, tendré que aguantar toda la noche sin luz”. Para empeorar las cosas, sus abuelos dormían en el extremo opuesto de una inmensa galería, razón por la cual gritar sería en vano, más aún con semejante tormenta. Y pensar que había sido ella la que había elegido ese cuarto varios años atrás, alegando que podía gritar tranquila en sus juegos sin que la molesten con el eterno latiguillo: “Anita, bajá el tono”.

El viento no mermaba y los relámpagos eran indefectiblemente seguidos por truenos más y más fuertes cada vez. “Malditas sean las leyes naturales”, se dijo. La muñeca seguía en su lugar, esperando, tratando de parecer solo una muñeca. Pero a Anita no la engañaba, ella sabía la verdad; no era solo una muñeca. Seguramente estaba esperando el momento oportuno, dormirse, por ejemplo, para atacarla. Seguramente se bajaría de la silla sigilosamente, tratando de no hacer ruido con su cuerpo de porcelana. Iría lentamente hacia la cama, subiendo por las sábanas, trepando lentamente hasta alcanzar la cima de la misma. Una vez allí, se dirigiría lentamente con un rictus sobrenatural en su fría cara, como un tigre hasta alcanzar el cuello de la niña. En ese momento, Anita se despertaría para ver los ojos rojizos de la muñeca sobre su cuerpo, esa sería su última visión de este mundo, y así dejaría la tierra de los vivos, asesinada por una muñeca diabólica.

“Viste demasiadas películas”, sentenció la sensatez que aún le quedaba, tratando de hacer a un lado esas ocurrencias locas y sin sentido. Cerró los ojos. Trató de relajarse y de pensar en otra cosa. Otro relámpago, otro trueno, más iluminación, más colores tenebrosos. No podía dormir en esas condiciones. Tendría que resignarse a estar toda la noche despierta.

Pero la biología le traería una desagradable noticia: debería ir al baño, a no ser que se hiciera encima. Esta segunda opción, conociendo a su abuela y su fanatismo casi religioso con la limpieza, era inaceptable. Pensándolo bien, sería mejor enfrentarse a la muñeca. Empezó a moverse, tratando de no pensar en las ganas que tenía, pero parecía que cuanto más trataba de no pensar, más pensaba; lográndose una reacción contraria a la deseada. Se puso la mano derecha allá abajo, como tratando de detener el curso del Río de la Plata con un corcho. No había caso, cada vez tenía más ganas. Tendría que levantarse e ir al baño en medio de la oscuridad y con semejante tormenta. Para empeorar las cosas, el baño estaba al final del corredor, saliendo del cuarto a la izquierda. Eran solo doce metros, pero dadas las circunstancias, parecerían doce kilómetros. Solo Dios sabría qué cosas estarían esperándola en el mencionado pasillo.

Juntó fuerzas de donde no tenía y se destapó, no sin antes maldecir un par de veces por tener que estar en ese maldito lugar y llevada por el destino a semejante situación. Iluminada por los relámpagos bajó lentamente las piernas hasta tocar el frío piso de madera. Movió el pie derecho un poco para buscar las chinelas. No estaban. Si hubiera habido luz se la habría visto mirar hacia el cielo, como buscando una explicación a esa situación de mierda que le tocaba vivir. Buscó con el pie izquierdo, nada, buscó con el derecho, tampoco, no estaban. Seguramente estarían debajo de la cama. Pero debajo de la cama podrían estar escondidas vaya a saber qué cantidad de sorpresas desagradables, esperando al acecho que la niña inocentemente cayera en el truco de las chinelas que no aparecen, para tomarla de las manos y arrastrarla hacia lo inevitable, una muerte poco digna si se quiere. Hay tantas formas de morir, pero debajo de la cama, arrastrada por solo Dios sabe qué infernal criatura, era inaceptable y hasta paradójico.

Juntó fuerzas de donde no tenía y se arrodilló para tratar de encontrar con sus manos lo que no podía conseguir con los pies. Tanteó con la mano izquierda, nada. Se inclinó hacia la derecha, estiró la mano, nada. Buscó un poco más profundo hasta que... ¡Su mano tocó algo peludo! ¡Y la cosa se movió con un gruñido visceral! El corazón se le detuvo en su pecho. Si no hubiera sido tan joven y con una salud tan buena, no hubiera sobrevivido al paro cardíaco que le habría ocasionado ese susto. Los pelitos de la piel se le erizaron a lo largo y a lo ancho de su anatomía. Quitó la mano en un acto reflejo, casi como si hubiera tocado una llama. La boca se le abrió involuntariamente, preparada para emitir el sonido que dé la alarma. Pero curiosamente no salía ningún sonido de sus cuerdas vocales. Estas parecían haberse asustado también y corrido por su laringe hacia algún lugar más seguro, el estómago, quizás. En ese mismo instante, sentada en el medio de la noche en aquel frío piso, recordó a Felipe, el gato de la abuela, que solo abandonaba a su dueña cuando ella venía de visita. “Maldito gato y la...” vociferó Anita. Quizás el gato se había asustado tanto o más que ella, pero poco importaba ese detalle para la niña.

Siguió en el piso unos segundos, tratando de recuperar el aliento. Poco a poco su pecho fue bajando las pulsaciones, retomando el movimiento normal.

Otro relámpago inundó la habitación, dejando ver por un instante las chinelas al pie de la cama, como riéndose de ella. Las recogió, se las puso y se levantó con cuidado, tratando de no golpearse; aunque con la suerte que estaba teniendo eso sería lo más probable.

Poco a poco avanzó hasta donde sabía que estaba la puerta. Esta era inmensa, muy antigua y pesada. La encontró justo cuando un relámpago iluminaba la pieza. Tomó el picaporte y abrió la puerta. Echó una mirada hacia atrás, solo para asegurarse de que todo estaba en su lugar, sobre todo la muñeca. Un frío le recorrió el cuerpo al ver iluminada la silla de la muñeca. Algo había cambiado, algo no estaba en la misma posición. La muñeca parecía más abultada, más gorda, como si ocultara algo entre sus ropas. Quizás el relámpago la había sorprendido, finalmente revelando sus maquiavélicos planes. Debía esperar hasta el próximo relámpago iluminador, para cerciorarse de que lo que había visto era verdad. El momento era denso, casi interminable. Lleno de expectativas. Ahora que lo esperaba y lo necesitaba no venía, maldito relámpago. De pronto vino, iluminando todo con su luz, sacando a la superficie lo que la niña buscaba. Allí estaba la muñeca, con algo entre sus faldas... ¡Felipe, y la...! Maldito gato. Si salía de esta sana y salva, lo metería en una bolsa con una piedra y lo tiraría al río.

Volvió a centrar su atención en la puerta. La abrió lentamente y se asomó al pasillo. Allí hacía más frío que adentro de la pieza. Cruzó sus brazos y comenzó a avanzar pensando que debería haber sacado un abrigo del ropero. Sí, claro, andá a sacar algo del ropero a oscuras.

Los grandes ventanales sin cortinas dejaban ver el exterior cada vez que un rayo o un relámpago iluminaban la noche. El espectáculo no era agradable, sobre todo para una chica tan impresionable e imaginativa como ella. Afuera el viento arreciaba, maltratando a los árboles y al sembradío. El molino también sufría las consecuencias de la tormenta, girando y mandando agua sin sentido a un estanque lleno. Llamativo que el abuelo se haya olvidado de asegurarlo para que no se desperdicie el agua. Todas estas cosas se veían cada vez que eran iluminadas por la tormenta.

Juntó coraje y comenzó a caminar en dirección al baño. A su derecha estaba el enorme ventanal por donde entraban los relámpagos, iluminando el pasillo, a su izquierda estaban colgados en hilera los cuadros de viejos parientes a quienes no conocía. Parecían observar a la niña, como observadores espectrales. Es más, casi parecían salirse de los cuadros, y que en cualquier momento le tocarían el hombro. “Maldita sea mi suerte”, pensó la niña. Siguió caminando observando con el rabillo del ojo izquierdo los cuadros, y con el derecho la tormenta y los árboles movidos por el viento. “Aquí vamos”, se dijo, mientras avanzaba por el pasillo. De brazos cruzados, con la mano derecha se calentaba el brazo izquierdo y con la izquierda el derecho, tratando de que ese calor se extendiese por todo su tembloroso cuerpo. Los ancestros la acompañaban desde sus posiciones privilegiadas en la travesía hasta el baño, observándola y, seguramente, riéndose a sus espaldas, haciéndole gestos y acercándose hasta casi tocarle el cabello. Quizás ese era el motivo del viento que sentía en su cuello, y que provocaba que sus bellos se erizaran como si tuvieran estática. También podría ser solo el viento, entrando por alguno de los muchos orificios de los que disponía la propiedad, pero para la niña eran sus antepasados susurrando a sus espaldas. Trató de no pensar en eso, así que dirigió su mirada hacia adelante, hacia el futuro cercano y prometedor del baño y su promesa de descarga de miedos y heces, a solo cuatro metros de distancia.

A medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad los detalles tomaban cuerpo y podía ver cosas hasta ese momento ocultas. Los floreros, colgados de las paredes por herrajes anticuados pintados de negro, contenían sendas plantas de distintos tipos. Algunos candelabros con velas antiquísimas adornaban las paredes, dándole un aire aún más tétrico al lugar. Angelitos, corazones, caras con cigarrillos y otros seres colgaban de las paredes, llenando espacios que de lo contrario estarían vacíos, fríos y carentes de sentido.

Seguía avanzando, lenta, pero firmemente hacia la esperada seguridad del recinto. Poco a poco se fue acercando a la pesada puerta de madera. Ya estaba cerca, ya casi podía imaginarse sentada en la acariciante seguridad de sus paredes. Un esfuerzo más. A esa altura de la noche y a esa distancia del pasillo poco importaban los cuadros atemorizantes, los rayos, los truenos y toda la parafernalia de efectos especiales que trataban de atemorizarla. Estaba cumpliendo poco a poco su objetivo, su meta se estaba viendo realizada con paciencia, y el fruto de su esfuerzo sería ampliamente recompensado. Afuera los rayos parecían empeorar a cada instante, así como los truenos que les seguían eran cada vez más y más fuertes y parecían querer derrumbar la casa.

Estaba frente a la bendita puerta, había llegado. Finalmente, su recorrido plagado de pruebas y de miedos había llegado a su fin. Ahora solo quedaba abrir la puerta y entregarse de lleno a los brazos de sus necesidades físicas, que por entonces estaban pidiéndole a gritos que se dejara de parábolas y entrara de una buena vez e hiciera lo que tenía que hacer. Extendió su mano hacia el picaporte de hierro cuando, de pronto, le pareció ver un resplandor que provenía desde el interior del cuarto. Se quedó helada en su lugar, la mano extendida, pero sin tocar la puerta. Los ojos se agrandaron esperando lo que sabía que era inevitable, cuando parecía estar a salvo de toda pena y dolor, el destino le jugaba esta vuelta de tuerca macabra a su vida. Algo había dentro del baño, algo estaba esperándola, al acecho. Quizás ese ser mitológico había planeado todo como para que pareciera natural, quizás su plan fue desde el principio que la niña se dirigiese hacia el cuarto de baño para esperarla allí, agazapado. Si abría esa puerta sus días terminarían tan de repente y de una forma tan horrible que apenas podía imaginarlo. Sería un ser grotesco, mitad hombre y mitad animal. De sus ojos saldrían vivos colores blanquecinos, llenos de odio y resentimiento. Ese era seguramente el reflejo que había visto emerger desde el interior.

Los rayos iluminaron a la niña parada frente a la puerta del baño con el brazo extendido, como una estatua de mármol tallada por un desprevenido y olvidadizo artista. Allí estaba Anita, presa del destino, de las circunstancias y de su imaginación tan activa y permeable a la noche que estaba viviendo. La luz del interior se movió, como cambiando de posición. Seguramente el ser estaría buscando un lugar propicio para atacarla. Para su dolor, pudo notar que el reflejo se hacía cada vez más intenso, hecho inequívoco de que se estaba acercando hacia la puerta. Ya no había tiempo de hacer nada, la luz se acercaba y el final era inexorable. No podía correr, no podía gritar, estaba paralizada de miedo y su cuerpo se había revelado dejándola sola en ese momento. La luz era más y más intensa, hasta hacerse clara e inequívocamente acercándose hacia la niña. El picaporte se movió lentamente, como extendiendo, como queriendo prolongar la agonía de una muerte segura.

El ser era, además de horrible y sangriento, conocedor de los detalles que hacen a un buen acechador. Conocía su oficio; no tenía demasiada prisa, sabía que su presa no escaparía, conocía el hecho de que su cena estaría paralizada por el miedo. No correría a ningún lugar. No podía hacerlo. Seguramente no habría lugar que este ser no conociera de la estancia. Por eso dilataba el momento del fin lo más posible, disfrutando el sabor de la victoria.

El picaporte siguió su descenso produciendo un chirrido irritante, apenas audible con semejante tormenta. Sendas lágrimas rodaban por las mejillas de Anita. Finalmente se había quebrado ante lo inevitable. Ya no tenía sentido pensar en los días que vendrían. Un sentimiento de entrega y de resignación la invadía y la cubría por entero. El brazo había quedado extendido, como queriendo detener lo que no se puede, como buscando una explicación a lo que estaba viviendo y, tal vez, deseando estar en otro cuerpo, en otro lugar.

Finalmente, el picaporte llegó al final de su recorrido descendiente. La pesada y añeja puerta comenzó a moverse lenta e implacablemente para dejar al descubierto aquello que ocultaba. Poco a poco se fue abriendo el espacio que existía entre la niña y el ente. Los rayos y los antepasados desde los cuadros eran los únicos y pasivos espectadores del desenlace que estaba por ocurrir en esa estancia en el medio de una noche tormentosa.

Al fin la puerta se abrió mostrando claramente que no se había equivocado, la luz estaba ahí, ahora más fuerte y amenazadora que nunca, levitando en el espacio, escondiendo el peor de los augurios para Anita. Sus ojos se levantaron lentamente para ver de frente a la horrible criatura que le devoraría los sesos.

Seguramente si su abuelo, que salía del baño con una vela, hubiera sospechado las cosas que su nieta elucubraba en esos momentos se hubiera reído con una de sus acostumbradas carcajadas. La miró sorprendido de encontrarla a esas horas y a oscuras frente a la puerta del baño. Le sonrió y le preguntó si quería pasar. Anita se secó disimuladamente las lágrimas aprovechando la oscuridad reinante, le sonrió a su abuelo, tomó la vela que este le dejó, lo despidió y cerró la puerta quedando sola dentro del baño.

Una vea adentro se sentó a hacer lo que tenía que hacer y comenzó a llorar con la cara entre las manos. ¿Cómo había podido ser tan estúpida? ¿Cómo había llegado a esa situación tan bizarra y tragicómica? Pleno siglo veintiuno y ella se había arrastrado hasta formar parte de una mala imitación de un cuento de Edgard Alan Poe. Debía aclarar sus pensamientos y actitudes a partir de ese momento. Esa noche sería una bisagra en su vida, un antes y un después. A partir de ahora sería más racional, no tan influenciable por las circunstancias.

Luego de descargarse las lágrimas, la bronca y el espanto que había pasado, y habiendo terminado sus necesidades más viscerales, aunque no por ello menos importantes, se levantó, se lavó la cara y las manos antes de irse a dormir. Cerca estuvo de creer que la imagen del espejo, apenas visible por la tenue luz de la vela, le podría devolver al mirarse alguna figura espectral parada detrás de ella, ajena a todos los razonamientos lógicos que Anita se había estado haciendo. Trató de no darle importancia, no caería en esa trampa nuevamente. Terminó de lavarse, se secó la cara y las manos y salió del baño.

Caminando por el pasillo pudo ver los rostros de los antepasados que seguían su andar como esperando un mejor momento, un nuevo descuido de su parte para atacarla, para arrebatarla hacia las pinturas y atraparla allí para siempre. Seguramente estarían pensando que esta vez había logrado escapar, pero tarde o temprano volvería a la casa de sus abuelos, y ellos estarían esperándola, poseedores de la paciencia de quienes nada tienen que hacer, solo esperar, solo anhelar el momento oportuno. Afuera la tormenta no amainaba, muy por el contrario, arreciaba cada vez con más fuerzas.

Esta noche de pesadilla había terminado para Anita y para su frondosa imaginación. Pero algo nuevo había nacido dentro de ella, una persona más madura, más reflexiva, no tan influenciable por las circunstancias. Había madurado, sin lugar a dudas era otra persona a partir de aquella noche. Quizás su seguridad solo estaba fundamentada en la precaria tranquilidad que le brindaba momentáneamente la luz de la vela, o quizás sí había madurado lo suficiente como para no darle importancia a una simple tormenta, y preocuparse por cuestiones más dignas de respeto. Bastantes cosas malas pasaban en el mundo como para tener que preocuparse por invenciones.