Contra Florencia - Mario Colleoni - E-Book

Contra Florencia E-Book

Mario Colleoni

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Beschreibung

Contra Florencia es una ironía y un testamento, un inicio y un final. Un juego de palabras tras el que se oculta un cuaderno de viajes compuesto por paseos, anécdotas o acontecimientos singulares. En él se dan cita la épica de Dante o la elegancia de la dinastía Medici, el heroísmo de Giovanni Papini, la elocuencia bifronte de Vernon Lee o el ocaso de la ciudad como la Nueva Atenas de Europa. Nos sumergimos entre sus páginas como testigos de un mundo que dormita bajo piedras encharcadas de sangre, esplendor y memoria.

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SOBRE EL AUTOR

MARIO COLLEONI (MADRID, 1984)

Historiador del arte especializado en Renacimiento italiano, en la obra de Miguel Ángel Buonarroti y articulista en varios medios. Sus raíces se encuentran en Bérgamo, donde aún descansan sus antepasados, pero se formó entre Madrid, Venecia y Florencia. Su interés por la cultura lo ha llevado por muchos lugares, en apariencia distintos, que sin embargo comparten una matriz común: Italia y especialmente Florencia, en la que reside durante largas temporadas.

En la actualidad colabora de forma eventual en medios como Jot Down, CTXT, o Ajoblanco, entre otros, labor que compagina con diversos proyectos literarios.

Su web: arsenaldeletras.com

SOBRE EL LIBRO

Contra Florencia es una ironía y un testamento, un inicio y un final. Un cuaderno de viajes que recoge paseos, anécdotas, personajes o acontecimientos singulares que narran la historia de la ciudad y han marcado su legado cultural. De la elegancia de la Casa Medici al heroísmo de Giovanni Papini o el recuerdo de Giacomo Leopardi; de la elocuencia de Vernon Lee al espíritu universal de Giampietro Vieusseux, los fulgores del Risorgimento o el novelesco reencuentro con la Gioconda de Leonardo da Vinci.

Entre sus páginas el lector se convierte, paso a paso, en testigo de la decadencia de la ciudad ahogada por un pasado que dormita bajo piedras encharcadas de sangre, esplendor y memoria. Aunque pueda resultar contradictorio, sus historias abren una pugna directa contra la mirada y los itinerarios meramente turísticos, así como contra la inercia que en las últimas décadas ha despojado a la ciudad del Arno de su verdadera esencia. Contra Florencia es un apasionado mensaje de socorro que pretende recuperar algo de lo perdido en el ocaso de esta gran ciudad que un día se concibió como la Nueva Atenas de Europa.

La belleza nunca es inocente porque la razón por la que nos conmueve, es la misma por la que nos hiere.

MARIO COLLEONI

Contra Florencia

Título de esta edición:Contra Florencia

Primera edición enLA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES: octubre de 2019

© de esta edición:

LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES:

[email protected]

© del texto: Mario Colleoni

© de la maquetación y el diseño gráfico: Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-17594-50-3 | THEMA: WTL;1DST

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

CUADERNOS DE HORIZONTE SERIE AZIMUT

Contra Florencia

A mi madre, máxima expresión del coraje.

A una luz siempreviva que colorea tinieblas.

A mis hermanos, lluvia del cielo.

A mi auriga, tirano de Gela, a quien

debo el corazón y la mirada.

Contra Florencia

LA ESFINGE REGRESA A CASA

UNA MANO SINIESTRA

LA PRIMA CHE VERRÀ

1401: UN NUEVO MUNDO

EL PREJUICIO DE LA NOBLEZA

UNA MUJER FANTASMA

UN SALÓN COMEDOR

AZAR O DESTINO

UN HOMBRE UNIVERSAL

CONTRA FLORENCIA

CONFESIÓN (A MODO DE EPÍLOGO)

AGRADECIMIENTOS

ITINERARIO BIBLIOGRÁFICO

LA ESFINGE REGRESA A CASA

Los que han sentido mucho, han visto

siempre más que los demás.

MADAME ROLAND

Un día cualquiera, sin pretensiones, tomé la decisión de abandonarme al beneficio de un buen paseo, buscando, como lo haría Christian Bobin, lo que necesita el día para ser un día: un poco de alegría. Una tarde amable apuntalaba las últimas horas de luz, acompasadas por un sol templado, suficiente, sin sobresaltos, apacible como esa piedra dulce y amable, tan local, tan propia, tan suya, que aquí llaman serena. Presa voluntaria del azar, abierto en mi imaginación a cualquier aventura, me dejé caer por el barrio de Ognissanti, un lugar tradicionalmente habitado por artistas. Como los comercios estaban cerrados, aproveché para encaramarme a los escaparates de todos los locales, las cafeterías y las tiendas de anticuario que veía, que aquí las hay a docenas y todas son de extraordinaria calidad. Entre tanto y tanto, divisaba alguna pieza reseñable y deambulaba siguiendo el trazo ortogonal de un eje imaginario, manzana tras manzana, recodo tras recodo, hasta que de pronto giré en Via Borgo Ognissanti, levanté la cabeza como si la memoria pudiera interpretar el cielo y recordé que, en una de las tantas boutiques que salpican esta calle, el 29 de noviembre de 1913 un señor llamado Alfredo Geri recibió un telegrama franqueado desde París. Tratándose como se trataba de un famoso marchante de arte, conocido en Florencia por tener una clientela de prestigio, es de suponer que recibiría innumerables cartas, muchas de las cuales serían desechadas, otras tantas ni siquiera las leería, y el resto serían descartadas sobre todo cuando venían acompañadas de una oferta inaceptable. Pocas debieron merecer su atención, pero aquella proveniente de París, firmada por alguien que se hacía llamar Monsieur Léonard V., suscitó en él una curiosidad inusitada. Aquella no era una carta cualquiera. Estaba tejida sobre una redacción impecable, con una expresión sintáctica perfecta y venía sellada, además, por una elegante rúbrica. El remitente afirmaba tener en su poder la Gioconda de Leonardo da Vinci, y la primera mueca de Geri debió de ser una mezcla de asombro, turbación y escepticismo.

Sin embargo, el bagaje profesional del marchante era lo suficientemente holgado como para saber que la propuesta no era sospechosa, sino una auténtica locura. Era un delirio pensar que un tipo con ese nombre tenía a buen recaudo la obra maestra de Leonardo da Vinci. No obstante, Geri se mostró cauto. Haciendo uso de sus buenas relaciones, llevó la carta a Giovanni Poggi. Este, un poco a regañadientes, le aconsejó que respondiera para verificar la naturaleza de la obra, para asegurarse de que el medio millón de liras que el remitente pedía por ella se correspondía con algo que, aunque no fuera la Gioconda de Leonardo, podía tratarse de otra pintura de primerísima calidad. Poggi, entonces director de los Uffizi, quería cerciorarse de que ese tal Léonard V. no era uno de tantos lunáticos desesperados que, como ya había sucedido tantas veces en Francia, aparecían de tarde en tarde en las oficinas de la prefectura de París, intentando tomarle el pelo a las autoridades sin una pizca de recato, con una copia (o una reproducción incluso) de la Gioconda bajo el brazo. Tenía que ver la obra para valorar la oferta.

Tras un intercambio epistolar de dos semanas, comprimido y muscular, Geri concertó un encuentro. No sería en París, sino en Milán, y la fecha propuesta fue el 22 de diciembre.

Días antes el marchante había organizado una serata en su tienda de Ognissanti. Allí, entre la multitud, apareció un personaje excéntrico y misterioso que comenzó a deambular entre la concurrencia con la suficiente distinción como para alertar al anticuario, que se percató de su presencia al instante. A medida que la noche avanzaba y Geri se despedía de sus clientes, el hombre misterioso ganaba terreno, reptando como una serpiente, hasta que finalmente, despejada la tienda casi por completo, aquel hombre extravagante se dirigió a él y se presentó. Aunque su nombre real todavía era una incógnita, se trataba de Vincenzo Peruggia, el hombre que se escondía tras el pseudónimo de Léonard V., un personaje bizarro que había imprimido a la negociación un giro teatral y de suspense más propio de un histrión medroso y suspicaz que de un diligente y valeroso Robin Hood de la cultura.

Geri, todavía estupefacto, atinó a posponer la cita para el día siguiente. Sería a las tres de la tarde, en el mismo lugar. Poggi recibió inmediatamente un telegrama con la noticia, se encontraba en Bolonia. Geri requería su presencia en Florencia con la urgencia de un rayo: la Gioconda podía estar en Italia.

Al día siguiente, el anticuario y el director esperaron impacientes. Peruggia no llegaba, y ellos, puntuales como relojes suizos, sentían que el sueño de la Gioconda se les escurría poco a poco entre los dedos. Finalmente, in extremis, Peruggia apareció, y la austera rigidez de Poggi, propia de un hombre institucional firme, preciso y moderado, tuvo que medirse al entusiasmo infantil de un personaje que ahora, profundamente emocionado por estrechar la mano de la máxima autoridad de los Uffizi, el garante de los tesoros artísticos de Florencia, no podía guardar la debida compostura que exigían las circunstancias. El encuentro debió ser caricaturesco. Quién fue el primero en hablar de dinero, si Geri, un hombre sumamente avaricioso, ansioso de influencia, fama y poder, o Peruggia, un pobre diablo desesperado por acabar de una vez por todas con las estrecheces de su vida precaria, es algo que no sabemos con precisión. Lo que ninguno de los dos sabía era que en un hostal de mala muerte de Via Panzani iban a encontrar el codiciado tesoro. Por fin en la habitación donde se hospedaba, Peruggia se agachó bajo el camastro y sacó una maleta de madera. De ella empezó a extraer prendas de ropa sucia, herramientas de trabajo, utensilios de aseo y todo tipo de enseres personales. Y entonces, en aquel cuartucho cochambroso, escondida en el doble fondo de aquella maleta, guarecida cuidadosamente por un tapete rojo de seda, la tabla de Leonardo emergió de nuevo.

Imagino el refulgir de los colores, rozarlos con la yema de los dedos, oler los pigmentos o sostenerla entre las manos... Si de verdad hay lugares a los que una palabra no puede llegar, tal vez este sea uno de ellos. Aquello debió ser ciertamente inefable.

Poggi, disimulando el hallazgo con la templanza de un hombre sabio, dijo que tenía que llevarse la pieza al museo para hacer las debidas comprobaciones. Peruggia accedió sin la menor objeción, incapaz de prever la treta que el director de los Uffizi estaba improvisando. Nada más salir por la puerta del hostal, Poggi alertó de inmediato a las autoridades y, minutos después, privando a Peruggia de la siesta, aturdido todavía por el revuelo, los carabinieri entraban en su habitación y se lo llevaban arrestado. Parecía increíble que la Gioconda, ahora sí, hubiera regresado a casa por Navidad.

En una investigación ardua y exigente, cuya resolución mantuvo en vilo a medio mundo durante más de dos años, la obra maestra de Leonardo había aparecido por todos lados en forma de falsificaciones, tramas detectivescas y todas las novelas de ficción inimaginables. El proceso había trascendido su dimensión artística y poco a poco fue cobrando la envergadura de un fenómeno con repercusiones políticas —los nacionalistas franceses creían que Alemania pretendía desviar la atención por el estallido de la Primera Guerra Mundial y el cuadro de Leonardo era el señuelo perfecto para urdir la treta—. Fue lo que hoy llamaríamos un fenómeno viral. Pero, con todo y eso, no había sido un punto ganador, sino un error no forzado.

El escepticismo con el que se encajó la noticia más allá de los Apeninos contrastaba con el júbilo que se vertió en Italia en los días sucesivos al arresto de Peruggia. Nadie se lo podía creer. Dos años y medio, cientos de averiguaciones y Francia no entendía cómo era posible que, habiendo peinado el país entero, la Gioconda no hubiera salido de París en todo ese tiempo; cómo un simple cristalero como Peruggia había podido completar con éxito semejante maniobra. El impacto caló en toda Italia como si el cuadro de Leonardo fuera la única preocupación que existía en el mundo. La alegría, inmensa, se atomizaba con cualquier pretexto, y aquel aforismo elíptico de Jules Renard cobraba sentido: «La felicidad no tiene matices, solo es una expresión del alma». El hostal donde se hospedaba Peruggia, el Albergo Tripoli-Italia, cambió su nombre por el de Hotel La Gioconda. Uno de los clientes más afamados de Geri, el escritor Gabriele D’Annunzio —que precisamente había vuelto ese año de París tras vivir una temporada en la capital francesa—, dedicó a Peruggia un homenaje conmovedor. Todos explotaban de orgullo y algunos rozaban el delirio. Corrado Ricci, uno de los mayores especialistas en Renacimiento italiano y entonces ministro de Bellas Artes, llegó a decir que el ladrón no trajo la Gioconda a Italia, sino que la Gioconda fue la que guio sus pasos hasta Florencia.

En mitad de aquel frenesí, Peruggia aprovechaba para darse un baño de multitudes y gozar de algunos minutos de gloria ante los medios de prensa: «Era una vergüenza para mí que durante más de un siglo ningún italiano hubiera pensado en vengar el expolio cometido por los franceses bajo el mandato de Napoleón, cuando se llevaron de los museos y las galerías italianas vagones enteros llenos de cuadros, estatuas y todo tipo de tesoros, miles de manuscritos antiguos y sacas enteras de oro». El argumento principal era erróneo, pero Peruggia no estaba equivocado. El vandalismo y la iniquidad que Napoleón llevó a cabo en Italia fue inimaginable, ni la molestia de la duda se tomó; sus consejeros no supieron guiarlo hacia la templanza o la cordura ni tampoco le ofrecieron una noción de justicia como alternativa posible. Con la única aspiración de satisfacer sus propios deseos, Napoleón perpetró una de las mayores y más nefastas tropelías que se recordarán siempre en la historia del patrimonio, pero no robó la Gioconda de Italia; fue el mismo Leonardo quien se la llevó a Francia cuando entró al servicio del rey Francisco I, generoso monarca, este sí, que le había concedido unas dependencias junto al castillo de Amboise, por otra parte, más propias de un príncipe que de un pintor.

Estaba claro que, cien años más tarde, la herida napoleónica todavía supuraba resentimiento en la memoria colectiva de muchos italianos. A merced del afecto de sus compatriotas, Peruggia dependía ahora de la opinión pública para salir indemne del delito, y la parábola le salió, como se suele decir aquí, tan redonda como la o de Giotto. Si la mayoría entendió la fechoría como una auténtica proeza, él fue considerado una especie de justiciero nacional y lo que en cualquier otro momento hubiera sido un robo grosero y desconsiderado, ahora era un acto épico digno de la memoria de un país. Mientras Gabriele D’Annunzio lo ensalzaba con pompa heroica: «Solo un poeta, un gran poeta, podría albergar semejante sueño», el informe psiquiátrico de las autoridades revelaba que Vincenzo Peruggia era, en realidad, un hombre «intelectualmente deficiente». El juicio estaba previsto para el 4 de junio de 1914 y, en vista de que Francia no había solicitado su extradición y que Italia no quería mostrarse severa con el hombre que había devuelto la Gioconda a los italianos, la sentencia fue benévola con él: 380 días de cárcel, un año y quince días de condena. Hay que recordar que, al fin y al cabo, Peruggia no había perjudicado a nadie y sí enriquecido a todos, la obra no había sufrido ningún daño, había permitido a los italianos disfrutar de ella durante dos semanas y además había alertado al Louvre de que sus sistemas de seguridad necesitaban una revisión concienzuda. Parece que todo fueron beneficios.

Pocas semanas después, el 28 de julio, el Imperio Austrohúngaro declaraba la guerra a Serbia: estallaba la Primera Guerra Mundial. Al día siguiente de aquel fatídico anuncio, tras el recurso presentado por sus abogados, la prefectura rebajaba la condena de Peruggia a siete meses y nueve días, un período que, habiendo cumplido desde la detención, permitió a los magistrados no demorar más el asunto y ponerlo automáticamente en libertad. Una miríada de muecas circunspectas se avalanzó sobre él. La Gioconda había completado un improvisado giro italiano de dos semanas —solo Florencia, Roma y Milán gozaron del privilegio— y había regresado al Louvre intacta. Todo lo que sigue pertenece a la literatura.

Se dice que, en el momento del arresto, Peruggia solo llevaba una lira en el bolsillo; que Italia, en un gesto de buena voluntad, esperaba haber obtenido a cambio alguna contraprestación en especie —creían que devolviendo la Gioconda les serían restituidas algunas obras de arte expoliadas en el pasado, cosa que evidentemente no sucedió—; que el marchante Geri había inflado generosamente sus bolsillos y que, no satisfecho con ello, había pedido en vano un diez por ciento del valor del cuadro; o también que, en realidad, detrás de la operación había un cerebro que dirigió la trama delictiva, un personaje escurridizo llamado Eduardo de Valfierno, al que, siempre sobre el tapete de una hipótesis que nunca ha sido verificada, le fueron atribuidas la contratación de Peruggia, media docena de copias de la Gioconda —de las que se encargó un restaurador francés y que posteriormente fueron vendidas, supuestamente, a coleccionistas de distintos puntos del mapa— y la posterior desaparición del cuadro. La coartada parecía perfecta, pero Valfierno era un prestidigitador de manual, empezando por su nombre, que era falso. Pasados los años, logró vender la historia a un periodista sin escrúpulos llamado Karl Decker, un cazador de noticias que trabajaba para The Saturday Evening Post —propiedad del coloso de la información William Randolph Hearst, rival directo de Pulitzer entonces—, y todo el mundo pensó haber descubierto la verdad sobre el caso. Pero la verdad ya no importa. Lo que es cierto es que la Gioconda salió del Louvre siendo una obra de arte y volvió a él convertida en un símbolo icónico. Tendríamos que regresar inevitablemente a esta segunda década del siglo XX para comprender de dónde proviene la monstruosa y asfixiante popularidad de la que goza hoy en día. Quizás todo no fueron beneficios.

De vuelta a casa, desandando la memoria paso a paso y enumerando todo esto en mi cabeza mientras la noche se acomodaba sobre el Arno, me dije que no había nada en el mundo tan fascinante como la historia. Cuantas más vueltas le daba más me convencía. La Gioconda había reaparecido y esa misma noche había dormido en las dependencias de los Uffizi por primera vez en cuatrocientos años. Después pensé también en el efecto que una noticia como esta podría haber tenido en un florentino de hoy, o qué significado tendría para un italiano el hecho de que la Gioconda, la sonrisa velada más famosa del siglo XX, la esfinge más preciada de Leonardo, había regresado (por fin) a casa. No me parece casual que Vincenzo Peruggia, esa suerte de Don Quijote romántico e idiota, el perfecto mensajero, tan astuto como el hambre y tan ingenuo como un niño, declarase ante las autoridades que llevó a cabo el robo porque no podía sacarse de la cabeza la sonrisa de Mona Lisa. Parece una locura, pero todo está conectado. Aunque su coartada se diluyó como pigmento en trementina, Peruggia podría haber pronunciado perfectamente las mismas palabras con las que Giovanni Papini, el gran escritor, había celebrado por los mismos años el nacimiento de una nueva vida al recordar los tiempos juveniles del Palazzo Davanzati: «Y allí, en aquel cuartucho casi vacío, cada noche había una fiesta».

En el cuartucho de Peruggia sucedía lo mismo, con la única diferencia de que, en el suyo, allí donde la humanidad solo podía soñarlo, él pudo hacerlo realidad noche tras noche: acariciar la sonrisa de una esfinge.

UNA MANO SINIESTRA

Toda la teoría del mundo sería

incapaz de hacer un buen poema.

ITALO SVEVO

Para rozar la materia de la que está compuesto el universo tan solo es necesaria una partícula. A mí me lo advirtió un profesor de la universidad: lo único que necesita saber en la vida una persona es cuándo y por qué cambian las cosas. Solo esas dos respuestas, decía, bastan para explicarse la historia del mundo. Lo recuerdo como si fuera ayer, hablando sin agitación, seguro de sí, sereno y plácido como un atardecer de invierno que no necesita la aprobación del tiempo. Doce años después, reconozco en ese consejo la sabiduría de un antiguo maestro. Y esta es la razón por la que me propuse plagar este libro de pequeños acontecimientos, instantes y personajes; detalles insignificantes que nos expliquen el pasado y nos ayuden a paladear el presente, porque ambos son, en gran medida, mundos que vivimos simultáneamente.

Empezaré con uno del que nadie se ha percatado.

Dejaré el resto de la ciudad para más adelante; ahora debo acudir a la pinacoteca más visitada de Italia y una de las más ricas del planeta, la Galería de los Uffizi. Aquí, en la sala dedicada al Trecento florentino, debería llamarnos la atención la presencia de tres obras majestuosas que son: la Madonna Rucellai de Duccio, la Maestà di Santa Trinità de Cimabue y la Madonna Ognissanti de Giotto. «Majestuosas» no es un adjetivo caprichoso. Aunque me gustaría decir lo contrario, se trata de tres pinturas colosales que la mayoría de gente contempla porque no tiene más remedio: es lo primero que encuentra nada más entrar al museo. Llegados a este punto, es recomendable asegurarse de que las prisas, una excesiva confianza ciega en nuestra ignorancia o el exiguo circuito ofrecido por las guías turísticas no consigan privarnos de un milagro que aquí, a la vista de todos, dormita ante cientos de cámaras fotográficas que son capaces de mirar mucho, pero de no ver nada. Hay que colocarse bajo el dintel de la puerta, divisar la sala y no ceder ante la tiránica ley de la centralidad —regida en este caso por Giotto, una estrella del pop turístico como consecuencia de esa extendida «giottomanía» de la que ya hablaba Alberto Savinio—. Atención y paciencia es lo único que necesitamos. Porque quien logre percatarse de este detalle saldrá del museo sin ver nada más y, sin embargo, con la plena satisfacción de haber visto (de haber comprendido) todo lo que tenía que ver (todo lo que tenía que comprender): una partícula que traduce e ilustra, mejor que cien manuales de arte, el propósito que tenía la cultura y la vida a extramuros del mundo moderno, es decir, en los albores del Renacimiento. Empecemos por el principio.

La Maestà es el nombre que designa un tipo de composición que, refractaria en el tiempo, celosa de su posteridad, se ha mantenido prácticamente intacta durante siglos. De ascendencia bizantina, está compuesta por una Virgen María entronizada que sostiene en su regazo al hijo de Dios. El grupo aparece acompañado generalmente por querubines, serafines y por todo tipo de entes angelicales, los famosos putti del arte italiano. Este exoesqueleto iconográfico arraigado en la tradición fue la fórmula establecida para representar el beneplácito de la madre de Dios o, dicho de otro modo, la manera en la que los pintores representaban la intercesión de la Virgen ante la divinidad cuando los fieles rogaban por ella. Es inevitable, partiendo de esta definición, concluir que en el pasado el arte, la cultura y la religión se diluían en la naturaleza sensible de la cotidianidad y formaban parte indivisible de la vida. Es aquí, en este espacio devocional, donde el hombre medieval vertía su fe en la redención, una aspiración en la que depositaba toda su confianza mientras contemplaba en el horizonte un mundo trascendental que iba más allá de lo tangible. Solo el símbolo hacía que fuese real y ese símbolo que trascendía lo visible, el diálogo intermediado que se producía entre Dios y el hombre, es el significado de la Maestà.

Ahora bien, si aceptamos la deuda que, desde Vasari a Darwin, ha condicionado nuestra forma de concebir el mundo y la creatividad, nos veremos obligados a admitir también que el arte del siglo XIII