Contrato de felicidad - Lucy Gordon - E-Book

Contrato de felicidad E-Book

Lucy Gordon

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Beschreibung

Daniel Raife se había dedicado en cuerpo y alma a Phoebe, su hija adolescente. La había criado sin ayuda de nadie y deseaba que tuviera un brillante futuro como abogada. Pero Phoebe soñaba con ser modelo… Lee Meredith sabía por experiencia propia lo peligroso que resultaba tratar de dominar a una adolescente decidida. Así que, cuando las circunstancias decretaron que Daniel entrara en su vida, le resultó imposible mantenerse al margen de las riñas entre padre e hija. Daniel no parecía darse cuenta de que querer a alguien implicaba respetarlo y permitir que tomara sus propias decisiones…

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Seitenzahl: 228

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1997 Lucy Gordon

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Contrato de felicidad, n.º 1359 - febrero 2022

Título original: Daniel and Daughter

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-577-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 9

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MALDITA LLUVIA —masculló Lee Meredith—. ¿En qué estaría pensando para ponerme a conducir en plena noche y lloviendo a cántaros?

Pero no tenía más remedio. No le había parecido tan mala idea cuando el director de Fashion Lady dijo que quería fotografiar la colección de otoño junto a una cascada. Pero la cascada se encontraba a ciento cincuenta kilómetros y, mientras Lee disparaba su cámara por última vez, el cielo se había abierto. A pesar de que la carretera era peligrosa, tenía que llegar a casa. Era imprescindible que estuviera en el estudio a la mañana siguiente.

El ritmo de los limpiaparabrisas era hipnótico, tenía que esforzarse para permanecer alerta y atenta a la oscuridad. Al final, se detuvo en un bar de carretera para tomar un café y mantenerse despierta. Para completar la tarea, fue al servicio y se lavó la cara. Luego, se retocó el maquillaje y se pasó un cepillo por el pelo con tanto vigor que sus rizos bailotearon.

Podía parecer superfluo, puesto que nadie la veía, pero era una cuestión de orgullo.

Lee había descubierto que trabajar para la agencia de modelos podía ser agobiante, de modo que utilizó trucos que había aprendido de las jóvenes y glamurosas chicas para transformar su rostro atractivo en belleza. Medía uno cincuenta y ocho, todo líneas elegantes, y daba una sensación de fragilidad femenina que parecía de otra época. Por dentro, era una mujer astuta que había aprendido a sobrevivir en una dura escuela.

Su cara era juvenil, algo que antes le molestaba. Había sido enojoso que la tomaran por una chica de catorce años cuando tenía diecisiete y su hija uno. Pero ahora, a los veintinueve, encontraba cierta satisfacción en saber que parecía varios años más joven. Su figura diminuta y su melena de pelo rubio como el trigo completaban el efecto. Muy listo tendría que ser el hombre que adivinara la verdadera edad de Lee Meredith y tendría que acercarse lo suficiente como para mirarla al fondo de los ojos azules y ver el dolor y el desencanto que se agazapaban tras la jovialidad.

Cuando volvió a la carretera, condujo lenta y cuidadosamente. La ruta era peligrosa y ella se encontraba demasiado cansada para reaccionar con rapidez. Si aquellos limpiaparabrisas no fueran tan soporíferos. Si…

Vio un coche que salía de una desviación lateral y se le echaba encima. Durante lo que le pareció una eternidad, sólo pudo mirarlo aturdida. Únicamente al cabo de unos segundos, su cerebro agotado asumió el hecho de que el coche iba derecho hacia ella, por el mismo carril de la carretera.

Piso a fondo el freno y redujo, aunque sabía que no podría detenerse a tiempo. El otro coche continuó su trayectoria sin detenerse. En el último instante, los dos vehículos giraron en la misma dirección y, después de colisionar, se detuvieron bruscamente.

Lee dejó escapar el aliento despacio mientras descubría que no estaba herida. Por fortuna no había más tráfico. Con un mal humor que crecía por segundos, abrió la puerta para lanzarse bajo el diluvio.

Del otro coche se elevó un aullido de desesperación indescriptible. Podía ser un animal lamentando la pérdida de su cría muerta o quizá un hombre llorando por su coche nuevo. A través de la lluvia y la oscuridad, lo único que Lee podía ver era que se trataba del último modelo de una marca extremadamente cara. Era un vehículo precioso que ahora exhibía una abolladura en su capó, exactamente igual que el suyo.

Un hombre apareció. Era alto y delgado pero, como llevaba el pelo empapado y pegado a la cara, Lee no pudo distinguir más detalles.

—No sé de qué país vendrá usted —estalló ella—. Pero esto es Inglaterra y aquí conducimos por la izquierda.

—Lo sé perfectamente. Yo también soy de aquí y conozco perfectamente el código de circulación.

Aquella voz tenía un vigor que no sugería ninguna edad en concreto.

—Pues, viéndole conducir, nadie lo diría —dijo ella irónicamente—. Supongo que no irá a negar que tiene toda la responsabilidad de este accidente.

—Desde luego que sí.

—¿Qué? —gritó Lee por encima del fragor de la lluvia—. Iba en sentido contrario.

—No lo niego, lo único que niego es que sea mía toda la responsabilidad. Usted tenía espacio de sobra para verme y no ha hecho nada hasta el último momento.

Tan completo descaro dejó a Lee sin aliento. Mientras trataba de encontrar algo que decir, una mujer alta que llevaba un pañuelo en la cabeza, salió del otro coche. Corrió hacia los combatientes y desplegó un paraguas enorme sobre ellos para protegerles del chaparrón.

—Así está mejor —dijo satisfecha—. Ahora ya pueden seguir discutiendo cómodamente.

Ambos la miraron furibundos. Incluso en un momento tan acalorado, el ojo profesional de Lee se fijó en que aquélla era una de las mujeres más bellas que había visto en su vida. Pero sólo le echó un vistazo antes de volver a la discusión.

—¿Tengo yo la culpa de que no sepa distinguir su mano derecha de la izquierda?

—No, madam, pero sí tiene la culpa de no haber prestado más atención a la carretera. Podría haber emprendido una maniobra evasiva antes de lo que…

—Si usted condujera como es debido, no hubiera hecho falta ninguna maniobra evasiva.

Aquel personaje sacó un pañuelo y comenzó a secarse el pelo, lo que permitió que Lee se diera cuenta de que era más joven de lo que le había parecido. Debía tener unos treinta años, con una cara delgada, de rasgos fuertes, que podría haber sido atractiva de no tener aquella expresión ultrajada.

—¿Me permite recordarle que la primera regla de la carretera es conducir como si todos los demás conductores estuvieran locos? —preguntó él.

—Bueno, usted ha dicho que…

—¿Y estar alerta en todo momento para emprender una maniobra que evite las colisiones?

—¡Usted conducía por el lado contrario! —gritó ella.

—Ya lo sé. El asunto es que no lo sabía en ese momento. Yo pensaba que circulaba en sentido correcto. Usted, sin embargo, sabía que me encontraba en el lado contrario, por lo tanto hubiera debido reaccionar antes.

—¿Está diciendo que debería haber pensado por usted? ¿Está incapacitado? ¿Acaso no fue a la escuela?

La chica dejó escapar una risilla ahogada que acabó silenciada ante la mirada furiosa del hombre.

—¿Por qué no trató de apartarse antes? —preguntó Lee.

—Porque pensé que «usted» lo haría —dijo el hombre, hablando con dificultad—. Creía que era usted la que circulaba en sentido contrario.

—Pues ya ve, no era yo —dijo ella mientras se preguntaba si aquella gente no se habría escapado de algún psiquiátrico—. Iba por mi lado y ha tenido usted una suerte tremenda de que fuera yo y no un camión de diez toneladas.

La joven hermosa le tiró del brazo al hombre.

—Tiene razón, lo sabes de sobra —susurró.

—¿Qué?

Aquel hombre la miró como si no pudiera creer lo que oía.

—Que ella tiene razón. Ibas por el lado contrario de la carretera —dijo antes de volverse hacia Lee—. Lo siento. Verá, acabamos de volver de Francia y allí conducen por el otro lado. Hemos bajado del ferry esta noche y…

—¡Phoebe! —gruñó el hombre—. Si es así como piensas ayudar, será mejor que vuelvas al coche.

—¡Oh, no! Por favor, deja que me quede —dijo Phoebe rápidamente.

Lee los miraba con la boca abierta.

—Yo creía que ya no quedaban hombres como usted —pudo articular Lee al cabo de un instante de sorpresa—. ¿Por qué permites que te trate de esa manera? —le preguntó a la chica.

—No puedo impedirlo —dijo la joven tristemente.

—¡Phoebe!

Phoebe contempló la cara de aquel tipo y se apresuró a cerrar la boca. Lee no se explicaba por qué estaba aguantando aquella escena. El hombre respiró hondo. Cuando volvió a hablar, su voz sonaba como si sólo se controlara gracias a un supremo esfuerzo.

—Para su información, madam, esta niña…

—¿Niña? —repitió Lee con mordacidad— De modo que usted es de esos, ¿no?

—¿Quiénes son esos?

—La clase de hombres que califican de niña a una mujer porque es una manera fácil de rebajarla. Es una pena que no dejara que condujera esta mujer, ahora no estaríamos discutiendo.

Los ojos del desconocido relampaguearon.

—¿Desea que entre en detalles sobre las mujeres que conducen?

—No, gracias. Seguramente, tendrá tantos prejuicios contra nosotras en eso como en todo lo demás.

Lee tuvo la satisfacción de ver cómo aquel tipo se quedaba sin habla.

—¿Yo? —acertó a decir al final—. ¿Que yo tengo prejuicios contra las mujeres?

La reacción de Phoebe fue desconcertante. Se echó a reír hasta que Lee pensó que sufría un ataque serio. Por el contrario, su compañero parecía ahogarse en su propia ira.

—Mire, esta jovencita… ¿Quieres callarte de una vez?

Eso iba dirigido a Phoebe, cuyas carcajadas empezaban a ser preocupantes.

—¡Ignóralo! —dijo Lee—. Me alegro de que lo puedas encontrar gracioso. Si yo fuera tú, huiría para salvar la vida. Alguien con tu físico no tiene por qué soportar a un hombre cuyas ideas parecen recién sacadas de las cavernas —dijo Lee y volvió a encararse con su enemigo—. Estamos en el siglo veinte, por si acaso no se ha enterado.

—¡Al infierno con el siglo veinte! —explotó él—. Algunas cosas nunca cambian, una de ellas es el modo en que conducen las mujeres. Si hay una clase de conductor que me da pánico, es una cabecita hueca que…

—¿Cómo que cabecita hueca?

—Madam, soy yo el que pertenece a una especie anticuada, pero usted es la típica mujercita sin otra cosa en la cabeza que preocuparse por la ropa y el peinado. Ni si quiera se le ha ocurrido pensar qué ocurre bajo el capó de un coche.

—Creo que ya hemos dicho todo lo que teníamos que decir —masculló Lee entre dientes.

—Desde luego. Aquí tiene mi tarjeta con el nombre de mi compañía de seguros detrás. Por favor, dígale a su marido que se ponga en contacto conmigo. Y ahora, sea tan amable de darme sus datos para que podamos volver a nuestros vehículos dañados y poner distancia entre nosotros.

—Cualquiera que le haya visto conducir estaría encantado de poner tierra por medio con usted. Quizá por eso sea tan mal conductor. Está acostumbrado a que los demás corran a esconderse en cuanto le ven aparecer.

Phoebe volvió a contener la risa, pero se puso seria ante una mirada siniestra de su acompañante.

—Y aquí tiene mi tarjeta —dijo ella, escribiendo algo en la que había sacado del bolsillo—. Como puede ver, figura mi seguro detrás. Delante, encontrará la dirección de mi casa y de mi empresa.

Tuvo la satisfacción de ver cómo sus ojos se dilataban sorprendidos ante aquella última información.

—Y ahora, le agradeceré que saque su coche de mi camino porque, por si aún no se ha dado cuenta, sigue usted en el lado contrario de la carretera.

Lee dio media vuelta sin esperar a que respondiera y se metió a su vehículo. Aliviada, comprobó que arrancaba a la primera. Dejó el motor en marcha un momento y, mientras esperaba, examinó la tarjeta que había recibido. Rezaba Daniel Raife y, tras el nombre, una hilera de títulos impresionante.

No era raro que se hubiera enfadado al preguntarle si había ido a la escuela. Aquella idea le hizo gracia. Cuando el coche de Daniel Raife pasó junto a ella, pudo verlo de perfil, las manos aferraban el volante, la expresión seguía siendo furiosa. Junto a él iba Phoebe, que volvió la cabeza para mirarla hasta el último instante. Para sorpresa de Lee, Phoebe tenía la boca abierta y la miraba como si acabara de llevarse la sorpresa de su vida.

 

 

Al día siguiente, Lee llamó a su compañía de seguros. Luego se sentó a esperar que estallara la batalla. Se sintió desilusionada al recibir una contestación inusitadamente rápida, informándole de que la compañía ya había recibido la notificación del señor Raife, confirmando la total responsabilidad de él. En el mismo sobre iba una carta del seguro de Raife en el que le pedía una estimación de los costes de las reparaciones.

En definitiva, en cuanto se le habían bajado los humos, la justicia había prevalecido. Lee llevó su coche al taller, alquiló otro y trató de sentirse satisfecha. Pero le resultaba difícil cuando un oponente prometedor se había rendido sin presentar el combate que ella esperaba.

También se sentía molesta por la sensación de que su nombre le resultaba vagamente familiar, aunque ni podía identificarlo ni dejar de intentarlo. Tenía una montaña de trabajo que terminar y poco tiempo para pensar en otra cosa. Los Meredith Studios eran importantes en el mundo de la moda, pero aún no se encontraban en la misma cima y únicamente podía conformarse con lo más alto.

No era sólo ambición lo que la acicateaba, sino también la responsabilidad de ser la que ganaba el pan de su familia. Y así había sido durante ocho años, desde que descubrió que su marido, Jimmy Meredith, no era de fiar, por decirlo suavemente. Desde el día en que ganó su primer sueldo como fotógrafa al día en que la abandonó, Jimmy había dejado que ella le mantuviera. Tras el divorcio, se había casado con una mujer acaudalada con la que, al parecer, llevaba una vida satisfecha.

Lee estaba temporalmente sola ya que eran las vacaciones de Semana Santa y Sonya, su hija, pasaba unos días con Jimmy. Mark, su hermano de dieciocho años que vivía con ella desde que sus padres murieran dos años antes, estaba haciendo un viaje en autostop. Sin embargo, los dos habían vuelto tres días antes de lo previsto.

Lee y Mark habían heredado la cara de su madre, lo que le daba al muchacho un aspecto absurdamente aniñado. Tenía un brillante talento natural para la lingüística según todos sus profesores de la universidad, que le vaticinaban matrículas de honor y el primer lugar de su promoción. Lee que había tenido que dejar de estudiar antes de lo que hubiera deseado y se consideraba sólo a medias escolarizada, rebosaba admiración por su hermano menor. Pero la admiración sólo se refería a su talento académico, de su sentido común, si es que lo poseía, Lee tenía la más pobre de las opiniones.

Su madre se había convertido a sí misma en esclava de Mark y para él había sido un trauma encontrarse viviendo con su hermana, la cual no tenía tiempo para servirle, y una sobrina que sólo era cinco años más joven que él y que no tenía la más mínima intención de rendirle pleitesía.

Mark era cariñoso, emotivo, idealista y, a menudo, encantador. Lee creía que, cuando ella se las arreglara para deshacer los resultados del exceso de mimos de su madre, se convertiría en una persona deliciosa. Pero, por el momento, podía ser exasperante convivir con él, sobre todo cuando discutían de dinero.

Su padre le había dejado una herencia de treinta mil libras, la cual Lee mantenía en fideicomiso hasta que Mark cumpliera veintiún años. Estaba invertida en un fondo seguro y, conforme Mark fue creciendo, empezó a pasarle una asignación a cuenta, la cual incluía cantidades extra para gastos razonables. Pero el concepto que Mark tenía sobre lo que era razonable difería diametralmente del de su hermana y, si ella hubiera cedido todo lo que él quería, a estas alturas ya no le quedaría nada.

—¿Qué hace esa monstruosidad ahí fuera? —preguntó él cuando acabaron de saludarse y estaban en la cocina.

—Es el coche que he alquilado mientras arreglan el mío. He tenido un accidente con un lunático que conducía en sentido contrario. El muy cara dura se empeñaba en echarme la culpa.

—¿Cómo, no era él el que circulaba al contrario? —preguntó Sonya, escandalizada.

—No hay hombre que reconozca haber cometido un error cuando se trata de su coche —dijo Lee—. Un machista de primera. Pensaba que estaban extintos, pero era un completo cerdo.

—¿Cuánto van a tardar en arreglarte el tuyo? —preguntó Mark.

—Dos semanas, como poco. Tienen que pedir una pieza. Me temo que éste sólo está asegurado si lo uso yo.

Mark vio la oportunidad de replantear la batalla que llevaban librando varias semanas.

—Entonces, ¿no crees que ya es hora de que yo tenga coche propio?

—No. Tienes un autobús que te lleva directo a la universidad.

—Sí, pero le he echado el ojo uno que…

—Sé a cuál le has echado el ojo y sigue siendo demasiado caro.

—Es mi dinero, ¿no?

—Sí, y voy a encargarme de que te quede suficiente para cuando cumplas los veintiuno.

Mark gruñó, pero dejó la discusión y fue arriba a deshacer las maletas. Sonya se dedicó a preparar el té. Era una chica de trece años, delgada y de rasgos afilados, sin pelos en la lengua y con una desconcertante capacidad de hacer reír a su madre. A pesar de algunas discusiones normales entre madre e hija, eran buenas amigas.

—Por el modo en que habla de ese dinero, cualquiera diría que es algún heredero engañado de un melodrama victoriano. La verdad, es peor que un grano en el…

—¡Sonya!

—Iba a decir en el cuello —se defendió Sonya con una carita de inocente que no engañó a su madre—. La verdad, era mucho más simpático cuando no vivía con nosotras.

—Cariño, ¿qué otra cosa íbamos a hacer? Por lo que se refiere al sentido común, es peor que un niño.

—Venga, mamá. Mark nos ha pillado el tranquillo. Todo ese rollo de huerfanito desvalido es para que nos desvivamos por él.

Lee soltó una risilla.

—Bueno, parece que contigo no ha tenido mucho éxito, ¿verdad? De todas maneras, ha mejorado desde que llegó. Algún día, su mujer te lo agradecerá.

—Ojalá se casara y se fuera, siempre está amenazando con lo mismo.

—¿Ah, sí? Yo no lo he oído.

—Dice que, si estuviera casado, tendrías que entregarle su dinero.

—Ya comprendo. Podría gastarse hasta el último penique en coches caros.

—¿Por qué no le dejas que tenga un coche? Nos ahorraría muchos problemas si se fugara igual que hiciste tú.

Lee tomó un sorbo de té y se alegró de contar con una excusa para no tener que contestar.

Tenía quince años cuando se enamoró como una loca de Jimmy Meredith y dieciséis cuando se escapó con él a Gretna Green. No tardó en descubrir que había sido un trágico error. Jimmy era adicto a una droga: las emociones fuertes. Había sido emocionante conquistar a la hija de un próspero hombre de negocios, frustrando todos los intentos del padre por romper la pareja. Y había sido más emocionante todavía planear la escapada para casarse, despistar a los padres que les perseguían frenéticos y enfrentarse con ellos en la herrería de Gretna Green, desafiándoles a que tomaran represalias. Sin embargo, al encontrarse casado y con un hijo en camino, la excitación desapareció y se aburrió.

Entonces, descubrió nuevas emociones en el juego. El padre de Lee les había tenido que dejar dinero para cubrir las deudas de Jimmy que crecían vertiginosamente.

Lo único bueno que había salido de aquel matrimonio era Sonya, que nació cuando su madre sólo tenía dieciséis años. Por ella, Lee se aferró a los jirones de un matrimonio roto, incluso después de que Jimmy las hubiera dejado por la emoción de otra mujer.

A pesar de sus defectos, era un padre cariñoso. Cuando le despidieron de su último trabajo, había pasado todo el tiempo con su hija. Lee pudo comenzar su carrera de fotógrafa porque dejaba a Sonya con él cuando salía a trabajar. Fue progresando y, cuando su padre les cortó el suministro de dinero diciendo: «Se acabó, cariño. El resto depende de Mark», ella había sido capaz de mantenerlos.

Al final, Jimmy se había ido a vivir a ciento cincuenta kilómetros de allí, con la mujer que se convirtió en su segunda esposa. Sonya se quedó con su madre, pero hacía largas visitas a su padre durante las vacaciones.

La chica no sabía nada de los detalles más sórdidos. Adoraba a su padre, de modo que Lee prefirió callar y dejar que hablara de fugarse como si eso no le hiciera sufrir.

—¿No podríamos animarle a que se escapara? —dijo Sonya con melancolía—. Nos libraríamos de él.

—Cariño, eso es cruel.

—Es una fantasía, mamá. Las fantasías pueden ser crueles porque son la válvula de seguridad para nuestros instintos agresivos. «Es más fácil tratar caritativamente a nuestro vecino en la vida real cuando acabamos de darle una buena tunda con el pensamiento».

—¿De quién es eso? —preguntó Lee ya que los ademanes teatrales de Sonya decían a las claras que se trataba de una cita.

—Daniel Raife, en su columna del periódico.

—¿Quién?

—Daniel Raife, mamá. ¿Qué te pasa?

—Ése es el hombre con el que choqué.

—Debe ser una coincidencia. No puede ser el mismo, dijiste que tu Daniel Raife era un auténtico machista y éste es justo lo contrario. Escribe en un periódico, en una revista femenina y tiene un coloquio en la tele en el que la gente discute de temas polémicos. Y él siempre defiende un trato mejor para las mujeres.

—¡Pues claro! Sabía que había oído su nombre, aunque creo que nunca he visto su programa.

—Lo ponen de día, cuando estás trabajando.

—Así que Daniel Raife está de nuestra parte, ¿eh? —preguntó Lee en tono escéptico.

—Es auténtico. Escribe libros con títulos como Las mujeres son las mejores y no deja de hablar de lo inteligente que es su hija. Espera que llegue a ser jueza.

—¿Pero ya es abogada?

Sonya se rió.

—Yo diría que no. Sólo tiene quince. Va a mi instituto y le chifla la ropa. Me ha dicho que es una maravilla que mi madre sea fotógrafa de modas.

Mark había vuelto y escuchó el final de la conversación.

—Pues parece una auténtica mema —comentó.

—Phoebe no es ninguna mema.

—¿Cómo has dicho que se llama? —se apresuró a preguntar Lee.

—Phoebe —dijo Sonya—. Es la hija de Raife. ¿Por qué?

Lee se la había quedado mirando.

—Al hombre con quien choqué le acompañaba una tal Phoebe. ¿Cómo es ella?

—Pues tendrá uno setenta y cinco y es muy guapa.

Mark fue a la habitación de al lado y salió con un libro. Le enseñó a Lee la foto de la contraportada.

—¿Es éste quien tú dices?

La foto mostraba a un hombre joven con rasgos proporcionados y ojos oscuros. Su profesionalidad se puso alerta ante las señales de maquillaje que convertían su cara en algo anodino y poco interesante. Aun así, no había ninguna duda de que aquél era el hombre con quien ella se había enfrentado.

—¡Es él! —gimió Lee—. Y permitir que os diga que es un auténtico fraude. Si hubierais oído el modo en que le hablaba a la pobre Phoebe…

—La mayoría de la gente trata a sus hijos así —dijo Sonya como si fuera una experta en la materia—. No es sexismo, es paternalismo.

—Además, no puedes condenar a un hombre por lo que dice cuando su coche ha resultado dañado —protestó Mark—. Tampoco es sexismo, sino «el síndrome del conductor». No creo que a ti te hiciera gracia tampoco.

—No tenía ningún derecho a llamarme cabecita hueca. A mí no me pareció un hombre que quiere que su hija sea jueza.

—Pierde el tiempo —sentenció Mark con la arrogancia suficiente de su juventud—. Las mujeres son incapaces de ser imparciales—. Debería haber una ley que las mantuviera en la ignorancia, como Sonya.

—Bueno, siempre es mejor que saber ocho idiomas para decir sólo tonterías —contraatacó su sobrina.

Mark se fue sin dignarse a contestar. Sonya rezongó por lo bajo.

—Cualquier día de estos, me voy a dar el gustazo de atizarle una patada en la espinilla.

—¿No decías que sólo dabas rienda suelta a la agresividad en tus fantasías? —preguntó Lee.

—¡Oh, no, mamá! Darle patadas en las espinillas es para la vida real. Freírle en aceite es la fantasía.

 

 

Aquella tarde sonó el teléfono.

—¡Lee! Gracias a Dios que te he encontrado —dijo una voz aliviada al otro lado de la línea.

—Hola, Sal. ¿Dónde está el fuego esta vez?

Sally era una vieja amiga que trabajaba en una empresa de relaciones públicas.

—¿No podrías hacer una sesión extra mañana? Por favor, Lee. Me salvarías la vida.

—Es un poco difícil, lo tengo todo ocupado. Podría meter a alguien a última hora, pero tendría que esperar bastante. ¿De quién se trata?

—De Daniel Raife. Es para su nuevo libro.

—Lo siento, Sal. Pierdes el tiempo. Soy la persona más odiosa para él desde que nuestros coches chocaron. Nunca permitiría que le sacara una foto.

—Pero si ha sido él quien ha pedido que fueras tú.

—¿Cómo?

—Llevamos la publicidad de su editorial. Siempre ponen su foto en la contraportada. En el último momento, ha decidido que quiere una fotografía nueva y que seas tú quien se la hagas.

—Me gustaría saber qué está pasando aquí —dijo Lee, repentinamente cansada.

—Bueno, si haces una sesión con él, podrás preguntárselo personalmente.

—De acuerdo, pero adviértele que tendrá que esperar. Puede probar suerte de las cuatro en adelante.

Cuando colgó el teléfono, buscó el Quién es quién, aunque no esperaba encontrar allí a un presentador de televisión. Pero Daniel Raife no era sólo una celebridad televisiva y un articulista, sino también catedrático de filosofía con un historial académico apabullante. A los treinta y siete años, había llevado una vida heterogénea, si tenía que hacer caso a lo que figuraba en su reseña, y no había cambiado por las buenas el mundo académico por los brillantes focos del estudio.

—¡Hum! —murmuró cínicamente—. Disfrutas de fama, fortuna y siempre te sales con la tuya, aunque en secreto anhelas la vida del intelectual. ¡Ya! Bueno, puede que engañes a tu audiencia, querido amigo, pero eres un completo fraude.

Lee empezaba a desear que llegara el momento de volver a verse las caras.