Corazón de hierro - Diana Palmer - E-Book

Corazón de hierro E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Deseo 1611 El duro vaquero estaba a punto de enfrentarse a la pelea de su vida… El ranchero Jared Cameron era un verdadero misterio para todos los habitantes de Jacobsville, Texas… y a él le gustaba que fuera así. Sólo la dulce Sara, una vendedora de libros, se atrevió a inmiscuirse en su soledad, pero lo hizo únicamente para decirle que el libro que más se ajustaba a su personalidad era alguno sobre ogros. Fascinado por su audacia, Jared sedujo a la sencilla librera; Sara no tardó en encontrarse inmersa en las secretas intrigas que rodeaban a Jared y él descubrió que debía librar una gran batalla: debía luchar por el amor.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2008 Diana Palmer

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazón de hierro, Deseo 1611 - febrero 2024

Título original: Iron Cowboy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411805971

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Era un delicioso día de primavera, la clase de jornada que hacía que los árboles verdes, con las hojas nuevas brotando en las ramas, y las flores blancas parecieran un lienzo de fantasía primaveral. Sara Dobbs miraba por el escaparate de la librería con ensoñación, deseando poder dirigirse al pequeño macizo de flores lleno de ranúnculos y junquillos y cortar un ramo para al mostrador. Las flores eran una explosión de color en la calle paralela a la librería de Jacobsville, donde ella trabajaba como subdirectora para Dee Harrison, la dueña.

Dee era una mujer de mediana edad, menuda, delgada e inteligente que hacía amigos por dondequiera que iba. Cuando conoció a Sara, estaba buscando a alguien para que la ayudara a ocuparse de la tienda y Sara acababa de perder su empleo de contable en una pequeña imprenta que iba a tener que cerrar. El emparejamiento fue perfecto. Sara se gastaba una buena parte de su escaso sueldo en libros. Le encantaba leer. El hecho de vivir con su abuelo, un profesor de universidad retirado, la había predispuesto en ese sentido. Había tenido mucho tiempo para leer cuando estaba con sus padres en uno de los lugares más peligrosos de la Tierra.

El padre de Sara, con la ayuda de su suegro, había convencido a la madre de Sara para que se fueran a trabajar a ultramar. La violenta muerte del padre hizo cambiar por completo a la madre, provocando que perdiera por completo la fe y que se lanzara a los brazos del alcohol. Se llevó a Sara a Jacobsville para que las dos vivieran en casa de su padre. Entonces, fue de escándalo en escándalo, utilizando su comportamiento para castigar a su propio padre sin preocuparle el daño que con ello pudiera hacerle a su propia hija. Sara y su abuelo habían tenido que sufrir la descarada inmoralidad de su madre e hija respectivamente. No se dio cuenta de lo que estaba haciendo hasta que Sara llegó a casa llorando y cubierta de hematomas. Los hijos de uno de sus amantes la habían pillado a solas en el gimnasio y le habían dado una brutal paliza. Su padre se había divorciado de su madre y, en aquellos momentos, se enfrentaban a la pérdida de su propia casa y de todo el dinero que tenían porque su padre se lo había gastado todo en joyas para la madre de Sara.

Ese hecho condujo a una tragedia aún peor. Su madre dejó de beber y pareció reformarse. Incluso regresó a la iglesia. Parecía muy feliz hasta que Sara la encontró una mañana, muy pocos días después…

El sonido del motor de un vehículo que estaba entrando en el aparcamiento que había justo delante de la biblioteca la sacó de su dolorosa ensoñación. Decidió que al menos tenía un buen trabajo y que ganaba lo suficiente para procurarse un techo bajo el que guarecerse.

Su abuelo le había dejado a ella su pequeña casita de dos dormitorios a las afueras de la ciudad junto con unos pocos ahorros. Sin embargo, la casa estaba hipotecada. Echaba de menos al anciano. A pesar de su edad, su abuelo había tenido un espíritu y una mente muy jóvenes y muy aventureros. Sara se sentía muy sola sin él dado que no tenía ningún otro pariente. No tenía hermanos, ni tíos ni primos que ella supiera. No tenía a nadie.

El sonido del timbre de la campanilla electrónica de la puerta le llamó la atención. Un hombre alto, de aspecto sombrío, acababa de entrar en la librería y estaba contemplando a Sara con desaprobación. Llevaba un traje gris de aspecto muy caro, acompañado de botas negras hechas a mano y un sombrero Stetson de color crema. Bajo el sombrero, el cabello era negro y espeso. Aquel hombre tenía la clase de físico que normalmente se veía sólo en las películas. Sin embargo, no se trataba de una estrella de la pantalla, sino que parecía más bien un hombre de negocios. Sara miró al exterior y vio una enorme furgoneta pickup negra que llevaba pintado un caballo blanco rodeado por un círculo del mismo color sobre la puerta. Sara había oído hablar del rancho White Horse, que estaba a las afueras de la ciudad. Jared Cameron, un recién llegado, se lo había comprado a su anterior propietario. Alguien había dicho que, meses antes de la adquisición, había estado en el pueblo para un entierro, pero nadie sabía de quién. Incluso en un pueblo como Jacobsville, Texas, que sólo tenía dos mil habitantes, había muchas personas que tenían parientes que residían fuera.

Junto a la furgoneta había un hombre alto, con el cabello negro recogido en una coleta y piel cetrina, que llevaba un traje oscuro y gafas de sol. Tenía el aspecto de un luchador profesional, pero seguramente se trataba de un guardaespaldas. Tal vez su jefe tenía enemigos. Sara se preguntó el porqué.

El hombre del traje gris se puso a observar la sección de revistas con las manos en los bolsillos sin dejar de musitar. Sara se preguntó qué estaría buscando. El hombre no le había pedido ayuda, pero ella no se podía permitir dejar escapar a un posible cliente.

–¿Puedo ayudarle? –le preguntó con una sonrisa.

El hombre la miró con frialdad con unos ojos verdes claros que resaltaban sobre un bronceado rostro lleno de duros ángulos. Él entornó los ojos al ver el cabello liso y corto de Sara, observó los ojos también verdes de ella, la recta nariz, los altos pómulos y la bonita boca. Entonces, realizó un sonido, como si ella no correspondiera a sus requerimientos. Sara no se atrevió a hacer comentario alguno, pero sintió una fuerte tentación de decirle que, si lo que quería era ver mujeres bonitas, tal vez debería ir a una boutique de diseño en la gran ciudad en vez de a una pequeña librería de pueblo.

–No tiene usted revistas de economía –dijo, como si aquello fuera una ofensa.

–No las lee nadie de por aquí –replicó ella.

–Yo sí.

De vez en cuando, Sara tenía que morderse la lengua para poder conservar su trabajo. Aquélla era una de esas ocasiones.

–Lo siento mucho. Si quiere, podríamos encargárselas.

–Olvídelo. Puedo suscribirme –le espetó él. Entonces, miró hacia los libros de bolsillo y volvió a fruncir el ceño–. Odio los libros de bolsillo. ¿Por qué no tiene usted novelas encuadernadas en tapa dura?

Sara se aclaró la garganta.

–Bueno, la mayor parte de nuestra clientela son personas trabajadoras que no se las pueden permitir.

–Yo no compro novelas de bolsillo –replicó él arqueando las cejas.

–Podemos encargarle las novelas de tapa dura que usted desee –dijo ella, con una sonrisa que cada vez le costaba más esbozar. Se estaba esforzando mucho por no ofender a aquel hombre.

Él miró hacia el único ordenador que había sobre el mostrador.

–¿Tiene acceso a Internet?

–Por supuesto –contestó ella, algo ofendida. ¿Dónde se creía aquel tipo que estaba? Parecía pensar que Jacobsville estaba aún anclado en el siglo anterior.

–Me gustan las novelas de misterio –dijo él–. Las biografías. Las novelas de aventuras y todo lo referente a los hechos de la campaña del norte de África de la Segunda Guerra Mundial.

Sara sintió que el corazón le daba un vuelco al escuchar el tema que él había mencionado. Se aclaró la garganta una vez más.

–¿Le gustaría que se las pidiera todas a la vez? –preguntó.

Él volvió a alzar una ceja.

–El cliente siempre tiene razón –afirmó, como si pensara que Sara se estaba mofando de él.

–Por supuesto –repuso ella. El rostro le dolía ya por la permanente sonrisa que tenía en los labios.

–Si me da una hoja de papel, le haré una lista.

El hombre realizó su lista mientras Sara contestaba a una llamada de teléfono. Cuando colgó, él le entregó la hoja de papel. Mientras la leía, Sara frunció el ceño.

–¿Qué es lo que pasa ahora? –preguntó él con impaciencia.

–No entiendo el sánscrito.

El hombre murmuró algo, volvió a tomar la lista y, tras realizar unas pequeñas correcciones, se la entregó de nuevo a Sara.

–Estamos en el siglo XXI. Hoy en día ya nadie escribe a mano –dijo, a la defensiva–. Yo tengo dos ordenadores, un PDA y un MP3. ¿Sabe usted lo que es un MP3? –le preguntó, mirando a Sara con curiosidad.

Ella se metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacó un pequeño iPod con sus correspondientes cascos. La mirada con la que acompañó el gesto era de las que mataban.

–¿Cuándo puede tener esos libros aquí?

Con las correcciones que él había realizado, Sara pudo al menos leer la mayoría de los títulos.

–Realizamos los pedidos los lunes –dijo–. El próximo jueves o viernes podrá usted tener aquí todos los que los distribuidores tengan en stock.

–El correo ya no lo traen a caballo.

Sara respiró profundamente.

–Si no le gustan los pueblos pequeños, tal vez debería usted regresar al lugar del que ha venido. Es decir, si puede hacerlo utilizando los medios convencionales –añadió, con una forzada sonrisa.

El desconocido no pareció pasar por alto la insinuación de Sara.

–No soy el diablo.

–¿Está usted seguro?

Él entornó los ojos.

–Me gustaría que me llevaran esos libros a mi casa. Normalmente, estoy demasiado ocupado como para poder venir al pueblo.

–Podría usted enviar a su guardaespaldas.

Él se volvió para mirar al hombretón que lo estaba esperando apoyado sobre la furgoneta con los brazos cruzados sobre el pecho.

–Tony el Bailarín no se ocupa de los recados.

–¿Tony el Bailarín? ¿Acaso pertenece usted a la mafia? –preguntó Sara, con los ojos cada vez más abiertos.

–¡Por supuesto que no! –gruñó él–. El apellido de Tony es Danzetta. Tony el Bailarín. ¿Lo comprende?

–Pues a mí me parece más bien un matón –susurró ella.

–Y usted conoce unos cuántos, ¿verdad? –le preguntó él lleno de sarcasmo.

–Si fuera así, esta noche tendría usted que comprobar dos veces que ha cerrado todas las puertas y ventanas –dijo ella, sin que él pudiera escucharla.

–¿Puede llevarme los libros a mi casa?

–Sí, pero le costará diez dólares. La gasolina está muy cara.

–¿Y qué es lo que conduce usted? ¿Un autobús?

–Tengo un VW, muchas gracias, pero su casa está a nueve kilómetros del pueblo.

–Puede usted decirme cuál es el coste total de los libros cuando me llame para decirme que han llegado. Haré que mi contable le prepare un cheque para que pueda usted recogerlo cuando me lleve los libros.

–Muy bien.

–Le daré el número porque éste no aparece en la guía.

Sara le dio la vuelta al listado de libros que él le había dado y anotó el número que él le dictó.

–También me gustaría recibir dos revistas de economía –añadió. Le dio inmediatamente los nombres.

–Veré si las tiene nuestro distribuidor. Tal vez no.

–Me lo merezco por venirme a vivir a este lugar apartado de la mano de Dios.

–¡Vaya! Pues perdone usted porque no tengamos centros comerciales en todas las calles.

–Es usted la dependienta más grosera que me ha atendido nunca.

–Pues haga que su guardaespaldas le preste a usted las gafas que él lleva puestas y así no tendrá que verme.

Él frunció los labios.

–Podría usted comprarse un libro de buenos modales.

–Veré si puedo encontrar uno sobre ogros para usted.

Él la miró de arriba abajo.

–Si no le importa, sólo los que le he anotado en mi lista. Espero tener noticias suyas a finales de la semana que viene.

–Sí, señor.

–Su jefe debe de estar completamente desesperado para dejarla a usted a cargo de su único medio de vida.

–Es una jefa y me tiene mucha simpatía.

–Pues menos mal –dijo. Con eso, se volvió para marcharse, pero se detuvo en la puerta–. Sus medias son de dos tonos diferentes y los pendientes no son pareja.

Sara tenía problemas con la simetría. La mayoría de la gente sabía por qué y eran lo suficientemente amables como para no mencionar sus pequeños lapsus.

–No soy esclava de la moda convencional –replicó ella, con fingida altivez.

–Sí, ya lo he notado.

El hombre se marchó antes de que a ella se le ocurriera una respuesta adecuada. Por suerte para él, tampoco había nada de lo que Sara pudiera prescindir para tirárselo a la cabeza.

 

 

Dee Harrison se partió de la risa cuando escuchó la mordaz descripción de Sara del nuevo cliente de la librería.

–Te aseguro que no fue nada gracioso –protestó Sara–. Dijo que Jacobsville era un lugar apartado de la mano de Dios.

–Evidentemente, ese hombre no sabe lo que dice –comentó Dee, con una sonrisa–. Sin embargo, lo que sí quiere es que le encarguemos un montón de libros, así que tu sacrificio no fue en vano, querida.

–Pero tengo que ir a llevárselos. Encima. Seguramente tiene perros que devoran a los visitantes y ametralladoras por todas partes. ¡Deberías haber visto el tipo que llevaba de chófer!¡Parecía un matón!

–Seguramente es simplemente un poco excéntrico. Como el viejo Dorsey.

–Lo único que hace el viejo Dorsey es dejar que su pastor alemán se siente a la mesa para comer con él. ¡Ese tipo seguramente se comería al perro!

Dee se limitó a sonreír. Lo que precisamente necesitaba era un nuevo cliente, en especial uno que tuviera gustos caros en lectura.

–Si sigue pidiendo tantos libros, tú podrías conseguir un aumento… –le sugirió a Sara.

Ésta se limitó a sacudir la cabeza. Dee no comprendía la situación. Si Sara tenía que verse las caras con frecuencia con aquel cliente en particular, terminaría cumpliendo condena en la cárcel por asalto y violencia.

 

 

Se marchó a su casa. Morris, su viejo gato atigrado, salió a recibirla a la puerta. Estaba lleno de cicatrices y le faltaba parte de la cola. Sara se lo encontró llorando en la puerta trasera de su casa en una noche de tormenta. De eso hacía ocho años. Su abuelo le había dicho que un gato callejero sólo podría ocasionarles problemas, pero Sara defendió al animal. De hecho, jamás le dio la razón a su abuelo a pesar de las muchas travesuras que el gato había hecho a lo largo de los años y que Sara se había encargado de controlar con una pistola de agua. Con el tiempo, el animal se había ido calmando y había dejado de arañar los muebles. En aquel momento, se limitaba a comer y a tumbarse al sol. De vez en cuando, se sentaba en el regazo de Sara mientras ella veía la televisión, pero no era un gato muy afectuoso. De hecho, mordía con frecuencia.

Mientras veía el último episodio de su serie favorita de televisión, Sara acariciaba suavemente al animal.

–Supongo que es una suerte que no vengan muchas personas a visitarnos –musitó ella–. Tu personalidad es decididamente antisocial. Conozco a un tipo que te gustaría –añadió, con una carcajada–. Debo atraer a los animales y a las personas con mal carácter.

 

 

El final de la semana siguiente llegó demasiado pronto. Sara había estado esperando que el pedido del ogro no llegara, pero éste llegó como un reloj el viernes. Por lo tanto, tuvo que llamar al número que Jared Cameron le había dado.

–Rancho Cameron –replicó una voz ronca.

–¿Señor Cameron? –preguntó ella, dudando. Aquella voz no sonaba como la del hombre que había acudido a la librería.

–No está aquí –replicó la voz. Era muy profunda. Rápidamente, Sara se imaginó el rostro al que correspondía aquella voz.

–¿Señor… Danzetta?

–Sí. ¿Cómo lo ha sabido?

–Sé leer la mente –mintió.

–¿De verdad? –preguntó el hombre, como si de verdad la creyera.

–El señor Cameron encargó un montón de libros…

–Sí. Me dijo que tenían que llegar hoy. Me dijo que le dijera a usted que los trajera mañana sobre las diez. Él estará aquí entonces.

El día siguiente era sábado y Sara no trabajaba los sábados.

–¿No podría dejarlos con usted? Él nos puede enviar el cheque más adelante.

–Me dijo mañana a las diez. Estará aquí entonces.

Era como pelearse con un muro de piedra. Suspiró.

–Muy bien. Mañana a las diez.

–Bien.

Danzetta colgó el teléfono. Sara hizo lo propio. Danzetta tenía acento del sur, de Georgia, por lo que si pertenecía a la mafia, debía de ser de la rama del sur. Se echó a reír. Sin embargo, tenía muchas dudas. ¿Debía llamarlo al día siguiente antes de salir para decirle cuánto dinero debía? Seguramente que su contable no trabajaba los fines de semana.

–Pareces turbada –le dijo Dee–. ¿Qué te pasa?

–Tengo que llevarle el pedido al ogro mañana por la mañana.

–En tu día libre… Bueno, puedes tomarte medio día libre el próximo miércoles para compensarlo. Yo vendré a mediodía y me quedaré hasta la hora de cerrar.

–¿De verdad?

–Sé cuánto te gusta disfrutar de tus momentos para dibujar. Estoy segura de que ese libro para niños en el que estás trabajando se va a vender muy bien. Llama a Lisa Parks y dile que irás el miércoles que viene en vez de mañana a dibujar a sus cachorritos. Quedarán estupendamente en tu historia –añadió.

–Son los cachorritos más monos que he visto nunca…

–Estoy segura de que podrías vender muy bien los dibujos.

–Supongo, pero jamás me podría ganar la vida con ello. Yo quiero vender libros.

–Creo que vas a venderlos muy pronto. Tienes mucho talento, Sara.

–Gracias –dijo ella, con una sonrisa–. Es lo único que he heredado de mi padre. A él le encantaba el trabajo que realizaba, pero sabía pintar unos maravillosos retratos. Fue muy duro perderlo de esa manera.

–Las guerras son terribles –afirmó Dee–, pero al menos tenías a tu abuelo. Era tu mayor admirador. Siempre estaba presumiendo de ti ante cualquiera que quisiera escucharlo.

–Aún recibo cartas de los antiguos alumnos de mi abuelo –dijo Sara–. Daba clases de Historia Militar. Supongo que tenía todos los libros escritos sobre la Segunda Guerra Mundial, en especial sobre las campañas del norte de África. ¡Qué raro! Eso es precisamente sobre lo que al ogro le gusta leer.

–Tal vez el ogro sea como ese león que tenía una espina en la pata y que, cuando el ratón se la sacó, los dos fueron amigos de por vida.

–Te aseguro que ningún ratón en su sano juicio se acercaría a ese hombre.

–Excepto tú.

–Bueno, a mí no me queda elección. Por cierto, ¿qué hacemos sobre el cheque? ¿Llamo a ese tipo antes de ir o…?

–Lo llamaré yo por la mañana –dijo Dee, tomando el trozo de papel en el que estaba anotado el teléfono–. Tú puedes meter los libros en una bolsa y llevártelos a casa esta noche. Así, no tendrás que venir mañana al centro del pueblo otra vez.

–Eres muy amable, Dee.

–Y tú. Bueno –dijo Dee, tras consultar el reloj–, tengo que ir a recoger a mi madre al salón de belleza y llevarla a casa. Luego, voy a ocuparme del papeleo. Ya conoces el número de mi teléfono móvil. Llámame si necesitas algo.

–No lo creo, pero gracias de todos modos.

–Tienes que comprarte un móvil, Sara. Puedes conseguir uno con tarjeta de prepago por casi nada. No me gusta que te tengas que volver a casa sola por esa carretera tan oscura cuando ya se ha hecho de noche.

–La mayoría de los traficantes de droga ya están en prisión –le recordó Sara a su jefa.

–Eso no es lo que dice Cash Grier. Han encerrado ya a la Domínguez y a su sucesora, pero ahora hay un hombre al frente. Éste mató a dos policías mexicanos en un puesto de la frontera y también a un agente en el lado estadounidense, además de a un periodista. Se dice que mató a una familia entera en Nuevo Laredo porque se enfrentaron a él.

–Estoy segura de que no se le ocurrirá venir por aquí.

–Esta zona les gusta a los traficantes de drogas –replicó Dee–. No tenemos agentes federales, bueno a excepción de Cobb, el de antivicio, que trabaja en Houston y tiene un rancho aquí. Nuestro departamento de policía y del sheriff carecen del suficiente personal y del suficiente dinero. Por eso ese López trató de crear una red de distribución por aquí. Dicen que ese nuevo capo de la droga tiene fincas por aquí que ha comprado a través de un grupo de empresas, de manera que nadie sabe que le pertenecen. Una granja o un rancho en medio del campo es un lugar perfecto para almacenar drogas. Eso me intranquiliza…