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El beso que derritió su corazón… Desde la muerte de su esposa, el corazón del arquitecto Brendan Grant era impenetrable. Hasta que un gato enfermo lo llevó hasta la puerta de Nora Anderson. Nora era conocida por reparar el sufrimiento de toda clase de criaturas y Brendan empezó a preguntarse si sus habilidades curativas funcionarían también en personas. Sentía que el tiempo que estaba compartiendo con ella y su sobrino huérfano estaba haciéndole bajar la guardia. Pero Nora era como una leona, decidida a proteger la nueva vida que había construido para ella y su sobrino, y no estaba dispuesta a permitir que nadie traspasara la puerta.
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Seitenzahl: 187
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Cara Colter
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Corazón prisionero, n.º 2603 - septiembre 2016
Título original: How to Melt a Frozen Heart
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8979-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
BRENDAN Grant se despertó sobresaltado. Lo primero que oyó fue el constante repiqueteo de la lluvia sobre el tejado. Luego, el teléfono volvió a sonar. Desvió la mirada hasta el reloj de la mesilla. Las tres de la madrugada.
Sintió que el corazón comenzaba a latirle con más fuerza. Nada bueno auguraba una llamada de teléfono a las tres de la madrugada.
Alargó la mano hacia el aparato. Dos años y medio más tarde seguía teniendo aquella sensación de vacío. Becky se había ido. Lo peor ya había pasado.
Buscó a tientas el teléfono hasta que lo encontró.
–¿Dígame? –dijo con voz ronca.
–Charlie se está muriendo.
Entonces, la línea se quedó muerta.
Brendan se quedó tumbado, con el teléfono en la mano. Ni siquiera le caía bien Charlie. Al día siguiente, iba a empezar la construcción de un edificio junto al lago diseñado por él. Aquel proyecto suyo había llamado la atención de varias revistas de arquitectura y había sido nominado para el prestigioso premio Michael Edgar Jonathon.
Aun así, como siempre antes de que empezaran las obras, tenía la sensación de que el proyecto no era exactamente como había querido, que había algo que se le había escapado y no sabía muy bien qué era. Empezaba a sentirse estresado y necesitaba descansar.
Gruñó resignado, se incorporó sacando las piernas por un lado de la cama y se quedó sentado unos segundos, con la cabeza entre las manos escuchando la lluvia sobre el tejado. Estaba harto de tanta lluvia y no le apetecía salir a mojarse a las tres de la madrugada.
Suspiró y buscó sus vaqueros.
Diez minutos más tarde, estaba ante la escalera de entrada de Deedee, llamando a su puerta. Su casa estaba a dos minutos en coche de la de ella. Brendan se dio la vuelta y observó el ambiente de su vecindario. Ambos vivían en La Colina, la zona más privilegiada de Hansen, e incluso en una noche tan desagradable como aquella, las vistas eran espectaculares. A través de la cortina de lluvia se veía la ciudad, con sus casas centenarias bajo los viejos arces de las empinadas colinas. Detrás de las casas y del puñado de edificios del centro, las luces se reflejaban en las oscuras aguas del lago Kootenay.
Brendan se volvió a la vez que la puerta se abría una rendija. Deedee lo miró con reservas, como si existiera la remota posibilidad de que a la vez que lo había llamado, un intruso, el primero del que se tenía conocimiento en Hansen, hubiera aparecido en la puerta de su casa para aprovecharse de una anciana.
Satisfecha de ver a Brendan Grant, abrió la puerta.
–Pareces el demonio en persona, apareciendo así, de noche, en mitad de una horrible tormenta, con ese aspecto oscuro y cara de pocos amigos –dijo ella–. Siempre le decía a Becky que debías de tener sangre pirata.
Brendan entró y se quedó mirando con cariño a su abuela política. Solo Deedee podría ver un demonio o un pirata en alguien que solo había acudido en su ayuda.
–Trataré de contener mi mal humor –dijo.
Respecto a su aspecto oscuro, no había nada que pudiera hacer. Tenía los ojos y el pelo marrones, y la barba oscura.
Deedee tenía noventa y dos años, apenas superaba el metro y medio de estatura, y era de una frágil delgadez. Aun así, a pesar de que eran las tres y cuarto de la madrugada y de que su gato, Charlie, se estaba muriendo, estaba impecablemente vestida. Llevaba un traje de chaqueta de pantalón rosa y un lazo a juego recogiendo sus impecables rizos blancos.
¿Habría sido así Becky algún día, de haber llegado a anciana? El dolor era tan profundo y su sentimiento de culpabilidad tan intenso que parecía como si tuviera clavado un cuchillo entre las costillas. Pero Brendan estaba acostumbrado a aquella sensación, así que contuvo la respiración.
Era una sensación de dolor, pero sin emoción. Se había quedado tan afectado que no había sido capaz de derramar una sola lágrima por su esposa. A veces sentía que su corazón había quedado sepultado tras una gran roca para siempre.
–Iré a por mi abrigo –dijo Deedee–. Ya he metido a Charlie en el trasportín.
Se giró para tomar el abrigo del brazo del sofá y Brendan vio a Charlie mirándolo amenazante desde aquel artilugio que parecía un enorme y horrible bolso.
La cabeza del gato asomaba por un agujero y su pelo naranja estaba disparado en todas direcciones. Tenía los bigotes retorcidos y entornaba los ojos con desagrado y mal humor. Hizo un vago intento por sacar su gran envergadura por la diminuta abertura, pero enseguida se resignó. Aquel mínimo esfuerzo provocó que la respiración del animal se volviese entrecortada y Brendan pensó que esa iba a ser la última noche del viejo y arisco animal.
Deedee volvió a girarse hacia él, mientras se abrochaba el abrigo. Brendan tomó el trasportín con una mano y le ofreció el otro brazo a la mujer. Luego, abrió la puerta empujándola con la rodilla y procuró no impacientarse mientras esperaba bajo la lluvia a que la anciana le diera el llavero.
–Cierra la puerta con llave –le ordenó como si estuvieran en la zona más peligrosa de Nueva York.
La cerradura se resistió y Brendan tomó nota para llevar lubricante la próxima vez.
Por último, bajaron los escalones hacia la calle en dirección al coche. Cuando llegaron a la acera, trató de ajustar su caminar a los pasos cortos de Deedee. Medía uno ochenta y, a pesar de que su constitución se asimilaba más a la de un corredor que a la de un levantador de pesas, al lado de Deedee se sentía un gigante.
Brendan hubiera preferido que llamara a uno de sus hijos para acompañarla en aquella visita nocturna al veterinario. Pero por alguna razón que no lograba entender, era a él al que recurría siempre que necesitaba algo.
Deedee no era una anciana adorable. Era gruñona, exigente, egoísta, mandona, desagradecida y egocéntrica. En más de una ocasión, Brendan había pensado que lo llamaba porque sabía que nadie más acudiría. Pero Deedee era la herencia que le había dejado su difunta esposa. Becky y Deedee se adoraban. Solo por esa razón corría a su lado cada vez que lo llamaba.
Por fin logró acomodar al gato en el asiento trasero y a Deedee en el del copiloto. El trasportín no parecía impermeabilizado, así que confiaba en que el gato no tuviera ningún accidente, especialmente teniendo en cuenta que el coche era nuevo.
¿Se lo había comprado para llenar su vacío? Si esa había sido la razón, había fracasado. Brendan apartó aquella idea. Debía de ser la madrugada lo que lo volvía tan introspectivo.
Se colocó en el asiento del conductor y encendió el motor. Luego, miró a Deedee y frunció el ceño. Se la veía encantada con aquella salida en mitad de la noche y no como una anciana que estuviera acompañando a su gato en su último viaje.
–¿Dónde está el veterinario? ¿Sabe que vamos?
–Te iré indicando.
Era el tono de voz que empleaba antes de llamar a alguien idiota, así que Brendan se encogió de hombros, puso el coche en marcha y empezaron a avanzar por las calles mojadas y solitarias de Hansen.
Estaba decidido a tener paciencia. Para ella sería una pérdida más. Iba a sacrificar a su gato. Tenía derecho a estar de mal humor esa noche y no quería dejarla sola en la consulta del veterinario mientras ponían la inyección al animal ni cuando volviera a casa sin su gato.
Ella le fue indicando el camino y él permaneció en silencio. Las montañas que rodeaban el valle hacían que la noche pareciera más oscura. El gato respiraba cada vez con mayor dificultad.
En cada cruce, Deedee le ordenaba que redujera la velocidad y estudiaba las señales. Después de un rato, buscó en su bolso y sacó un trozo de papel que se acercó a la cara.
–Dígame la dirección. Este coche tiene GPS.
La mujer vaciló desconfiando de la tecnología y a regañadientes le dio la información. Brendan la introdujo en el programa. Se dirigían al vecindario que lindaba con Creighton Creek. A un tiro de piedra de Hansen, era una tranquila zona residencial. Debido a su buena ubicación y a sus amplios espacios, era un lugar muy demandado por jóvenes profesionales que soñaban con una bonita casa llena de niños.
Era lo que Brendan siempre había soñado, teniendo en cuenta que había sido hijo único. Cuando casi lo había conseguido, en un abrir y cerrar de ojos, lo había perdido todo. Una vez más, volvió a sentir dolor e impotencia y de nuevo se preguntó si lo superaría alguna vez.
Se fijó en las viejas y pequeñas casas de Creighton Creek, que poco a poco iban siendo reemplazadas por otras más amplias. El estudio de Brendan, Arquitectos Grant, había diseñado muchas de aquellas nuevas casas y, al pasar por una que destacaba por su peculiar tejado, se obligó a dejar de pensar en la vida que había perdido para concentrarse en la que tenía.
La casa era preciosa y a los dueños les había encantado. De nuevo, le asaltó la sensación de estarse perdiendo algo.
–No recuerdo que haya ningún veterinario por aquí –dijo–. De hecho, ¿no llevamos a Charlie hace poco al doctor Bentley?
–El doctor Bentley es un idiota –murmuró Deedee–. Me dijo que sacrificara a Charlie, que no había esperanza para él. «Es viejo y tiene cáncer. Déjelo morir». Yo también soy vieja. ¿Tú me dejarías morir, me sacrificarías?
Brendan la miró asombrado.
–¿No es eso lo que vamos a hacer, sacrificar a Charlie?
Deedee volvió la cabeza y lo fulminó con la mirada.
–Voy a llevarlo a un sanador.
A Brendan no le gustó cómo sonaba aquello, pero evitó que su voz desvelara lo que pensaba.
–¿Qué quiere decir con un sanador?
–Bueno, más bien a una sanadora. Se llama Nora. Es la encargada de ese refugio nuevo de mascotas. Babs Taylor me ha contado que tiene mucho talento.
–Talento –repitió Brendan.
–Como aquellos antiguos curanderos que ponían las manos sobre la gente.
–¿Bromea? –dijo buscando dónde dar la vuelta–. Charlie necesita un veterinario, no una chiflada.
–Lo que necesita es un milagro y el doctor Bentley me dijo que no podía hacerlo. La sobrina de Babs trabaja allí de voluntaria. Por lo visto, alguien llevó un perro moribundo y Nora Anderson le devolvió la vida con su energía.
Brendan sintió que los labios se le tensaban en una línea. Becky y su abuela tenían en común que a ambas les gustaba lo paranormal. De hecho, creían en videntes y médiums, y lo habían mirado mal cuando había hecho algún comentario jocoso sobre los videntes.
Una desfavorecedora imagen de Nora empezó a formarse en su cabeza: pendientes llamativos, pañuelo de colores en la cabeza, maquillaje exagerado, carmín rojo en los labios…
–¿Me guardas un secreto, Brendan? –preguntó Deedee en voz baja, sin intención de esperar a que contestara–. Clara, la de la oficina de correos, me contó que cree que Nora es Rover. Ya sabes a qué me refiero, a la columna de Pregúntele a Rover.
Brendan no tenía ni idea de qué le estaba hablando.
–En cuanto la lees –añadió Deedee sin dejar de susurrar–, te das cuenta de que Nora es capaz de meterse en la cabeza de los animales.
–Eso debe de ser muy útil para saber a dónde enviar la energía –comentó él en tono irónico.
Pero Deedee no captó su ironía y continuó entusiasmada.
–Exactamente. Soy una gran seguidora de Pregúntele a Rover, así que enseguida me di cuenta de que ella podía ayudar a Charlie. Ya no conduzco –dijo Deedee, como si Brendan, su conductor favorito, no lo supiera–, y no oigo muy bien por teléfono, así que le escribí una carta y fui a la oficina de correos a echarla para asegurarme de que le llegara al día siguiente. Me contestó enseguida, asegurándome que me enviaría, o más bien a Charlie, toda su energía.
Deedee siempre había temido convertirse en el objetivo del primer delincuente que pisara Hansen. Todas las puertas de su casa tenían doble cerradura. Incluso desconfiaba del cambio que le daba la joven cajera del supermercado. ¿Cómo podía creerse aquello?
–Funcionó –susurró Deedee–. Charlie mejoró. Pero volvió a empeorar y ya no contestó mis cartas. También la llamé por teléfono, a pesar de que no oigo bien, pero me saltó el contestador automático. Odio esos chismes. Nadie me ha devuelto las llamadas. Esta noche, cuando Charlie empezó a respirar mal, me asusté. Sé que se está muriendo.
A Brendan no le gustaba que estuviera asustada. Su miedo la hacía más vulnerable.
–¿Mandó dinero?
Su silencio lo decía todo.
–¿Lo hizo?
–Mandé algo.
La voz del GPS los sobresaltó al indicar que tomaran el siguiente desvío a la derecha. De repente, sintió deseos de conocer a la persona que se había aprovechado del temor de una anciana a perder a su querida mascota para sacarle dinero. Ya no le parecía tan mal despertarla en mitad de la noche.
Giró a la derecha, tomó un camino en el que nunca antes había reparado y pasó por debajo de un arco del que colgaba un cartel con letras de colores que decía El Arca de Nora.
En otra situación, quizá le habría parecido un curioso juego de palabras. No se detenía en el simple aspecto de las cosas. Era arquitecto, y le gustaban los cálculos, la precisión, las matemáticas. Disfrutaba calculando el peso que podía soportar una viga o proyectando una pared de cristal desde el punto de vista estructural.
Le gustaba el equilibrio entre arte y ciencia de su profesión. Al acabar un proyecto, siempre tenía la sensación de que le había faltado algo. ¿No era eso algo necesario para sentirse obligado a hacerlo mejor en el siguiente?
Brendan se consideraba pragmático, con una buena dosis de escepticismo. Teniendo en cuenta que llevaba lloviendo cuarenta días con sus cuarenta noches, tuvo la extraña sensación de que de alguna manera se estaba metiendo en aquella arca.
Bajo el cartel del Arca de Nora había otro más pequeño que anunciaba que formaba parte del comité para el bienestar de la comunidad de Hansen. Su empresa era uno de los miembros de ese comité.
Contuvo su irritación y atravesó un puente de madera que salvaba el gran caudal de un arroyo crecido por las intensas lluvias de la primavera, a pesar de que era el último día del mes de junio. Un poco más adelante, perfilada contra el entorno montañoso que la rodeaba, los faros iluminaron una casa blanca, casi una cabaña, rodeada por una cerca y un jardín en el que predominaban las rosas amarillas.
La casa parecía acogedora. No era la clase de sitio en el que una charlatana dedicada a estafar a ancianas vulnerables viviría.
¿Habría alguien despierto? Quizá fuera un buen momento para echar las cartas.
Detrás de la casa y del jardín, apenas visible en la oscuridad, distinguió la silueta de un granero.
–Bueno, ya hemos llegado –dijo Deedee–. Es justo como me lo había imaginado.
El lugar resultaba tan acogedor como la cabaña de la vieja bruja del cuento de Hansel y Gretel. Era perfecto para embaucar a la gente y atraerla.
–Espere aquí –dijo Brendan e interrumpió la protesta de Deedee con un portazo.
Avanzó por un sendero del que emanaba una dulce fragancia al pisar los pétalos de rosa caídos en el suelo.
Entonces, por el rabillo del ojo, vio luz en el granero y oyó relinchar a un caballo. Entre el sonido de los truenos, le pareció distinguir el llanto desesperado de una mujer en apuros.
CON la adrenalina disparada y todos los instintos en alerta, Brendan Grant corrió hacia el granero.
Al principio pensó que era un montón de trapos viejos apilados en el prado embarrado contiguo al granero. El montón apenas estaba iluminado por la linterna caída a un lado. Entonces se movió. Sin reparar en el barro, saltó la cerca apoyándose con una mano y corrió hacia el bulto. Parecía un niño boca abajo en el fango.
Rápidamente, se agachó. A pesar de la urgencia de la situación, sabía que no debía mover nada sin evaluar los daños.
–¿Estás bien?
El movimiento del bulto y una exclamación de sorpresa contenida fueron todo un alivio para Brendan. Entonces, el montón de trapos se volvió.
Había llegado su turno de sorprenderse. No era un niño, sino una mujer. Su pelo le recordaba al de Charlie, pelirrojo y revuelto en todas direcciones, excepto en donde tenía un puñado de barro pegado al cuero cabelludo. Pero ni siquiera aquel lodo que ensuciaba su piel podía disimular la exquisita delicadeza de su pálido rostro.
Tenía la nariz fina y salpicada de pecas. Sus labios eran generosos y rosados y su barbilla sobresalía ligeramente, anunciando un fuerte temperamento. Un chichón se le estaba formando sobre el ojo derecho. Sus ojos, de color jade, eran grandes en comparación con su cara. Si aquella era Nora, no necesitaba recurrir al maquillaje para sus encantamientos.
Era evidente que estaba aturdida porque lo miró extrañada antes de acariciarle la mejilla y dibujar una leve sonrisa en sus labios. Era como si en lugar de ver llegar a un oscuro demonio con la tormenta, viese algo diferente, algo que reconocía y deseaba.
La sensación de haber sido embrujado aumentó.
Entonces, bruscamente, ella volvió en sí. Parecía darse cuenta de que estaba tumbada de espaldas sobre el fango, en mitad de la noche, ante un desconocido que podía ser peligroso y que no parecía estar de muy buen humor.
Consternada, frunció el entrecejo y trató de incorporarse.
–Hola –dijo él tratando de sonar tranquilizador–. No se mueva.
No parecía dispuesta a obedecerle, así que le puso una mano en el hombro. La chaqueta que llevaba estaba empapada por la lluvia y lo que se veía por debajo parecía un pijama.
Ella sacudió la cabeza y se sentó, haciendo una mueca de dolor por el esfuerzo. No se había equivocado al suponer que tenía carácter. Era testaruda.
–¿Quién es usted? –preguntó–. ¿Qué está haciendo aquí, dentro de mi propiedad, a esta hora de la noche?
Aquel tono de voz aumentó la sensación de estar bajo un hechizo en una noche tan desapacible, y eso le molestó. A pesar de la falta de amabilidad de sus palabras, su voz le recordaba al sirope de arce, intenso, suave y dulce.
Estudió su rostro. Su reacción inicial de confianza había desaparecido. Parecía recelosa e incluso algo asustada. De lo que no tenía aspecto era de alguien dispuesto a aprovecharse de una anciana para sacarle dinero.
No tenía sentido seguir retrasando la pregunta.
–¿Es usted Nora?
Ella asintió y Brendan fue asimilando el hecho de que no llevara pañuelo en la cabeza, aretes en las orejas ni maquillaje estridente en la cara. Tenía esperanzas de que aquella mujer llena de barro no fuera la misma que había escrito a Deedee prometiéndole sanar a su gato con sus poderes a cambio de un precio.
Se quedó mirando su rostro inocente, intentando imaginársela con grandes pendientes, maquillaje pesado y un pañuelo de gitana, pero descubrió que su imaginación no daba para tanto. A pesar de la inocencia que transmitían sus rasgos, había intentado engañar a Deedee. Ya estaba bastante desencantado con la vida como para tener que buscar más razones.
Aun así, viéndola atemorizada, se sintió obligado a calmarla.
–He venido con un gato –dijo–. He oído ruido y al ver luz, me he acercado a ver qué pasaba.
Ella consideró su explicación, pero seguía asustada. Brendan sabía que no tenía aspecto de que le gustaran los gatos.
–Me han dicho que es curandera.
A pesar de que había intentado que su tono no desvelara su opinión, seguramente no había resultado creíble.
–¿Quién se lo ha dicho? –preguntó inquieta, desviando la mirada hacia la cerca como si se estuviera planteando salir corriendo.
–Deedee Ashton.
El nombre no parecía decirle nada, pero quizá en aquel momento fuera incapaz de recordar hasta su propio nombre.
–¿Puede decirme qué le ha pasado? –preguntó él.
La mujer se llevó la mano al chichón de la frente.
–No lo sé muy bien. Quizá me haya llevado algún golpe de los caballos.
Brendan miró hacia el picadero. Al fondo, junto a la valla, había tres caballos inquietos. Aunque no sabía mucho de caballos, podía adivinar que no eran dóciles.
Trató de convencerse de que los riesgos que corriera aquella mujer no eran asunto suyo. No la conocía ni tenía por qué preocuparse por ella. Aun así, pertenecía a esa clase de mujeres que hacía que los hombres se sintieran obligados a protegerlas, sobre todo si ya habían fallado protegiendo a una mujer débil y vulnerable.
–Teniendo en cuenta su tamaño, ¿cómo se le ocurre acercarse a esos caballos salvajes en mitad de la noche?
Ella se quedó mirándolo. No le agradaba que le dijera lo que tenía que hacer.
–A menos que pensara que podía amansarlos con sus poderes –añadió Brendan.
–¿Qué sabe de mis poderes? –preguntó ella entornando los ojos.
–No tanto como espero averiguar.
–¿Por qué me suena a amenaza?
Él se encogió de hombros.