Corazón rebelde - Christine Merrill - E-Book
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Corazón rebelde E-Book

Christine Merrill

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Beschreibung

La historia de sus vidas estaba marcada por el amor La deslenguada lady Priscilla era la única joven en Londres con el descaro suficiente para no perder la cabeza por Robert Magson, el soltero más codiciado de la ciudad y recientemente nombrado duque de Reighland. Robert necesitaba una esposa digna de ser su duquesa, y aquella desvergonzada joven parecía ser la opción más excitante, aunque quizá no fuera la más recomendable. A pesar de la innegable atracción sexual que había entre ellos, lady Priscilla ocultaba un secreto tan vergonzoso que le impedía casarse con nadie. Y un duque merecía algo mejor que ella…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Christine Merrill. Todos los derechos reservados.

CORAZÓN REBELDE, Nº 515 - noviembre 2012

Título original: Lady Priscilla’s Shameful Secret

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1158-4

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Uno

Para Robert Magson, duque de Reighland, cada salón de baile que pisaba por vez primera era como una jungla llena de trampas para hombres incautos en vez de tigres. Todas las madres e hijas de Londres parecían haberse congregado en White’s, ansiosas por captar su atención aunque solo fuese un momento.

Como si a él le bastara una sola mirada para elegir a su futura novia en un salón atestado. Cuando compraba un caballo le examinaba a fondo los dientes y los espolones y preguntaba por su pedigrí. La elección de una esposa debía hacerse con igual cuidado.

Observó la multitud con el ceño fruncido y vio a dos o tres jóvenes damas responder a su mirada con una reverencia, como si su breve ojeada fuese un sol radiante sobre un jardín lleno de florecillas. Aquellas chicas no se habrían dignado ni a mirarlo siquiera un año antes. Pero entonces murió su primo y él se convirtió en la presa más codiciada de la temporada.

Frunció aún más el ceño cuando los invitados se apretaron para ofrecerle espacio. Tendría que casarse con alguna de aquellas mujeres, pero eran demasiadas las que tenían puestas sus esperanzas en él. Y si quería disfrutar de un momento de paz por las noches no podía mostrarse excesivamente afable y cordial.

Aunque, para ser justos, la velada estaba resultando sorprendentemente agradable. Y no tenía motivos para sospechar que su anfitrión, el conde de Folbroke, estuviera conspirando contra él. Era demasiado joven para tener hijas casaderas y tampoco tenía hermanas.

—He oído que estás pensando en pedir la mano de la hija de Benbridge —le dijo Folbroke.

A Robert le sorprendió que la noticia volase tan rápido. Mientras él les hacía la corte sin mucho entusiasmo a varias jóvenes damas, la petición de mano de la hija de Benbridge se había convertido en el tema de conversación favorito entre la nobleza londinense.

—¿De dónde has sacado eso? Ni siquiera conozco a la chica.

—Según cuenta mi esposa, lady Benbridge le está diciendo a todo el mundo que vas a casarte con ella —sonrió—. Y no me sorprende que no la conozcas. Hace tiempo que nadie la ha visto… aunque yo tampoco la vería si estuviera aquí —se ajustó las gafas oscuras.

A Robert no dejaba de sorprenderle la naturalidad con que el conde se refería a su ceguera. Seguramente era una manera de impedir que lo tratasen como a un inválido, cuando en realidad no había ninguna razón para ello. Folbroke se mantenía al margen en las fiestas y eventos sociales, pero no parecía sentirse más incómodo que el resto de caballeros que descansaban contra la pared para evitar la aglomeración de la sala.

Robert admiraba aquella estudiada desenvoltura e intentaba imitarla para aparentar una mayor comodidad de la que sentía. Cuatro meses después de convertirse en el duque de Reighland, seguía girándose para buscar a Gregory con la mirada cuando alguien se dirigía a él por su título. Rezó una oración silenciosa por el niño brillante y risueño que debería estar ocupando su lugar y volvió a añorar los sabios consejos de su padre. A veces tenía la sensación de que su familia no había muerto, sino que lo había abandonado a su suerte en un mundo extraño y confuso.

—Sea cual sea la opinión de lady Benbridge al respecto, me gustaría conocer a la chica antes de pedir su mano —declaró con el ceño fruncido—. Puede que sea un novato en los asuntos matrimoniales, pero no tanto como para desposar a una mujer a la que ni siquiera he visto.

Folbroke respondió con una sonrisa, como siempre hacía. Era un tipo alegre y optimista, pero Robert sospechaba que aquella situación le resultaba especialmente divertida.

—En cualquier caso tienes que conocer a Hendricks —le dijo—. Querrá darte la bienvenida a la familia.

Robert confió en que Folbroke no se estuviera riendo de él, porque le gustaba aquel hombre y odiaría descubrir que fuese como aquellos otros hipócritas que le ofrecían su amistad mientras se burlaban a sus espaldas de sus modales rústicos.

—Hendricks —llamó Folbroke a un hombre—. Ven aquí. Quiero que conozcas a una persona.

Robert se relajó un poco. Hendricks era el protegido de Folbroke, y todo parecía indicar que aquella fiesta había sido organizada para presentarle a Su Excelencia, el duque de Reighland. No había ningún peligro en ello. Robert había oído que Hendricks era de gran ayuda para desenvolverse por los salones londinenses, algo que a Robert podría resultarle muy útil.

Un hombre con anteojos apareció de repente entre la multitud, como si el salón fuese un escenario y él hubiera estado esperando entre bastidores.

—¿Querías algo, Folbroke? —elevó la voz para hacerse oír por encima del bullicio, pero sin perder la compostura ni el respeto.

—Solo presentarte a Reighland —le gritó Folbroke—. Excelencia, John Hendricks es el marido de la encantadora Drusilla Roleston, la hija mayor de Benbridge y hermana de tu hermosa Priscilla… John, Reighland va a ser tu cuñado, así que sé muy amable con él.

Hendricks arqueó las cejas con asombro, pero enseguida recuperó la sobriedad e hizo una reverencia.

—¿Cómo está usted, Excelencia?

Robert respondió con un rígido asentimiento de cabeza.

—No tan bien como Folbroke parece creer. Ella no es mi Priscilla, Folbroke. Ni siquiera la conozco, digan lo que digan por ahí —una vez más se preguntó qué demonios le pasaba a la sociedad londinense. Era como si dependieran de los cotilleos para vivir—. Mi intención es que me la presenten y comprobar si somos mínimamente compatibles para… —dejó la frase sin terminar.

Hendricks asintió.

—Si me lo permite, Excelencia, me gustaría presentarle a mi esposa. Estará encantado de conocerlo y de saber todo lo referente a Priss.

—¿Y no puede preguntárselo ella misma a Priscilla?

—Por desgracia no —Hendricks sonrió con benevolencia—. Por mi culpa. El conde de Benbridge no me considera lo suficientemente bueno para su familia. Lady Drusilla no comparte su opinión, y por ese motivo ha perdido todo contacto con su hermana.

—Benbridge es un imbécil —añadió Folbroke tranquilamente—. No encontrarás una mejor compañía en este salón que John Hendricks… ni una mente más aguda.

Robert había oído opiniones similares sobre Hendricks, a quien se consideraba un viejo zorro en los círculos políticos por sus exquisitos modales y su extraordinaria habilidad para estar siempre en el lugar adecuado en el momento apropiado.

—¿La presencia de su esposa en esta fiesta es la razón de que no haya asistido la hermana menor? —quiso saber Robert, ligeramente irritado. En las pocas ocasiones que había hablado con él, el conde de Benbridge le había parecido un viejo estúpido y arrogante, y las palabras de Hendricks no hacían sino confirmarlo.

Hendricks volvió a asentir.

—Así es, Excelencia. A Priscilla no se le permitió acudir debido a que íbamos a venir nosotros. Es una actitud muy poco razonable por parte de Benbridge. Mi mujer y yo no podemos renunciar a la vida social solo porque una familia se avergüence de lo que hizo su hija —miró a Robert y se ajustó los anteojos en la nariz—. Cuente con nuestra enhorabuena si se casa con Priss, pero bajo ningún concepto echaremos a perder su boda asistiendo a la misma en contra de los deseos de su padre.

—Todavía no se ha decidido nada —insistió Robert, molesto porque ya se diera por hecho que se casaría con la hija de Benbridge y quién pensaba asistir o no a la ceremonia—. He hablado con Benbridge del tema, de acuerdo, pero ni siquiera conozco a la chica —de repente lo asaltó una idea—. Pero tú sí la conoces, ¿verdad? ¿Cómo es?

Una expresión de cautela cruzó fugazmente los ojos de Hendricks.

—Es muy bella. Rubia, con el pelo rizado, los ojos azules y unos bonitos hoyuelos. Será una esposa muy atractiva y tendrá unos hijos igualmente hermosos.

No escatimaba en halagos para referirse a su aspecto, y sin embargo Robert estaba seguro de que aquella mujer no era del agrado de Hendricks.

Pero eso no significaba que a Robert no le gustase Priscilla cuando la viera. Al fin y al cabo, una esposa bonita era preferible a una fea.

—También contará con el favor de Benbridge —continuó Hendricks—. Priscilla es su favorita.

—Ya había pensado en eso —admitió Robert.

Si el verdadero propósito del matrimonio era unir a dos familias poderosas, casarse con la hija de un conde no estaba tan mal. Sobre todo si quería introducir algunas de sus ideas en el Parlamento y contar con el apoyo de un hombre de estado. Y teniendo en cuenta la importancia que le daba Benbridge al estatus y el decoro, era lógico suponer que le hubiese inculcado a su hija los mejores modales posibles desde que estaba en la cuna. Ella se encargaría de corregir la tendencia innata de Robert a transgredir las normas de protocolo.

Él jamás se había imaginado que acabaría convirtiéndose en un duque, pero lady Priscilla sí había sido educada para ser una duquesa, o como mínimo una condesa. Sabría lo que se esperaba de ella, y Robert no tendría que volver a preocuparse por los asuntos domésticos y sociales. En ese aspecto, el matrimonio supondría un enorme alivio.

Pero le inquietaba que Hendricks no le dijera más sobre ella aparte de alabar su aspecto. ¿Le estaría ocultando algún vergonzoso secreto? ¿Habría heredado alguna enfermedad o alguna especie de locura, o tan solo tenía una personalidad demasiado pobre para hablar de ella? Robert casi prefería la segunda opción. La falta de entendederas parecía un rasgo común en las hijas mimadas y consentidas.

—Priss es la niña de sus ojos —confirmó Hendricks, interrumpiendo sus divagaciones—. Y aquí viene la mía —la mujer que se acercaba parecía bastante cuerda, pero no era rubia ni tenía los ojos azules. Tampoco lucía el cutis rubicundo de Benbridge. Los años que Robert se había pasado criando caballos le decían que aquella disparidad epidérmica no era nada común en los hermanos.

—¿Has dicho que tu esposa es la hermanastra de Priscilla?

Hendricks lo miró extrañado, y Folbroke torció ligeramente el gesto.

—No he dicho tal cosa, Excelencia.

Sus vastos conocimientos de biología le habían hecho poner en duda que Drusilla Roleston fuese hija legítima. Afortunadamente la mujer no parecía haberlo oído, y su marido estaba demasiado interesado en ganarse el favor de Robert como para echárselo en cara. Pero era otra prueba de que necesitaba urgentemente a alguien que lo controlase y guiase en aquel tipo de situaciones.

Hendricks pareció olvidarse rápidamente del desafortunado comentario y presentó a su esposa. Robert respondió con una reverencia.

—Lady Drusilla.

—Por favor, Excelencia, llámeme «señora Hendricks » —le pidió ella en tono suave, y por la mirada que le echó a su marido quedó claro que no había título que le resultara más honroso.

El siempre solemne Hendricks se puso colorado y sonrió. A pesar de su falta de tacto social, Robert sabía que no era frecuente que una pareja se quisiera tanto. Y una parte de él sintió envidia; aquello era lo que siempre había querido encontrar, antes de que su vida experimentase un giro tan dramático como inesperado: una mujer que fuese feliz de estar con él y a la que no solo le interesara su título.

—Como desee, señora Hendricks… Es un honor conocerla —se preguntó si su hermana compartiría aquella encantadora naturalidad.

Drusilla se volvió hacia él con una sonrisa esperanzada.

—John me ha dicho que tiene usted noticias de mi hermana…

—Lo único que puedo decirle es que quizá pida su mano si resulta ser de mi agrado.

—¿La ha visto? —le preguntó la señora Hendricks con vivo interés—. ¿Se encuentra bien?

—Aún no la he conocido —pero pronto la conocería, aunque solo fuera para dejar de admitir su ignorancia.

—No la conoce y sin embargo está pensando en pedir su mano… —la señora Hendricks frunció el ceño—. Supongo que al menos habrá hablado con mi padre del tema.

Robert asintió ligeramente.

—Espero, Excelencia, que sus intenciones sean honestas. A mi padre solo le interesa su título y no le preocupa para nada nada la felicidad de mi hermana, pero a mí sí. No querría que abandonara a su familia por un hombre que no la quisiera.

Robert miró a Hendricks y a Folbroke para ver si alguno impedía que la dama le siguiera faltando al respeto. Folbroke le sonrió, expectante, como si lo acuciara a responder. Y Hendricks lo miró fijamente, como si estuviera pensando lo mismo, a pesar de su obvio desagrado por la chica de la que estaban hablando y del riesgo que suponía ofender a un lord.

De acuerdo, decidió Robert. Respondería al descaro con un descaro aún mayor.

—Cierto es que sé más de caballos que de matrimonio, señora Hendricks. Antes de convertirme en duque mi vida se limitaba a la crianza y la venta de ganado. Pero siempre me he enorgullecido de mi buen juicio y criterio, y jamás se me ocurriría cerrar un trato tan importante sin al menos haber montado a la yegua en cuestión.

Folbroke apenas pudo contener una risita.

Había vuelto a meter la pata.

—No he querido decir que vaya a… —apartó la mirada de la señora Hendricks, sin saber muy bien cómo salir del atolladero—. Mi único propósito es conocerla… hablar con ella… para que podamos familiarizarnos antes de tomar una decisión… Pero puedo asegurarle que, una vez que se cierre el trato, le brindo a todo aquello que esté a mi cuidado el respeto y el afecto que merece.

Hendricks adoptó una expresión dubitativa, como si se preguntara cuánto respeto merecía su cuñada. Por su parte, la señora Hendricks siguió mirando fijamente a Robert, intentando evaluar al hombre que comparaba el matrimonio con la compra de un caballo y que admitía sin pudor su interés en montar a su querida hermana.

—Supongo que es una buena respuesta… Conociendo a mi padre, no podía esperar que eligiera a un marido para Priss basándose en algún lazo de afecto. Debo confiar, pues, en que mi marido y lord Folbroke no nos habrían presentado si no creyeran que sea usted un digno pretendiente para mi hermana —suspiró con resignación, como si el ducado no significara absolutamente nada para ella, y suavizó su tono—. Por favor, cuando vea a Priss dígale que he preguntado por ella y que puede contar conmigo para lo que sea, diga lo que diga mi padre —la vehemencia de sus palabras prometía terribles represalias para el hombre que se atreviera a hacerle daño a su hermana.

—Muy bien, señora Hendricks. Con mucho gusto transmitiré su mensaje.

El vago interés que hasta ese momento había sentido por la chica se había avivado gracias a aquella breve y reveladora conversación. Aunque no quisiera casarse con ella, estaba impaciente por conocerla y comprobar por qué la misteriosa Priscilla daba tanto que hablar.

Dos

—Te alegrará saber que te he encontrado un marido —anunció el conde de Benbridge sin levantar la vista del periódico.

Priscilla miró su plato con el ceño fruncido. ¿Alegrarse? Más bien todo lo contrario. El corazón se le detuvo y una garra de hierro le atenazó el estómago hasta revolverle el poco desayuno que había ingerido.

—¿Es alguien que conozco? —mantuvo un tono despreocupado e indiferente. Era más fácil iniciar una discusión con su padre que ganarla.

—¿Cómo vas a conocerlo si apenas sales de casa?

—Voy allí donde me invitan —repuso ella con toda la paciencia posible—. Y a los eventos a los que me permites asistir —lo que limitaba aún más sus escasas opciones—. Si no quieres que me vean en compañía de Drusilla no puedes culparme por quedarme en casa. Todo el mundo sabe que perder su favor significa perder a la condesa de Folbroke y seguramente también a Anneslea. Mi hermana se ha vuelto muy social desde que se casó.

—Desde que se casó con un don nadie —añadió su padre—. Y sin mi bendición.

—No debes tener celos de tu hermana, Priscilla —intervino Veronica, la nueva mujer de su padre. Se había atribuido el papel de sabia consejera de Priscilla, aunque sus consejos solían ser, en el mejor de los casos, patéticos.

Priss no sentía celos de su hermana, pero no era ajena a la realidad. Después de que Dru se casara con Hendricks, su padre obligó a la aristocracia londinense a tomar partido. Y la sociedad no dudó un segundo en elegir a Dru.

El escandaloso comportamiento de Priss el verano pasado había sido la gota que colmó el vaso, y desde entonces su vida social era prácticamente inexistente.

—No estoy celosa, Ronnie. Me alegra que Dru tenga por fin la Temporada que merece, aunque no llegara a tiempo para conseguir un marido rico y poderoso.

—Bah —espetó su padre, negándose, como de costumbre, a admitir su parte de culpa. Si le hubiera ofrecido una Temporada a Dru, la habría acabado casando con quien él quería. De ese modo habría quedado satisfecho, mientras que la pobre Dru habría tenido que renunciar a la incomparable felicidad que según los rumores estaba disfrutando con su marido.

Benbridge se animó al centrar su atención en Priss y olvidarse de Drusilla.

—Vamos a demostrarle que se ha equivocado. Dentro de un par de meses te estarás casando en St. George’s y todo el mundo suplicará una invitación. Tú podrás invitar a quien te plazca y mandar al diablo al resto.

A Priss le hubiera resultado una perspectiva muy tentadora tiempo atrás, pero ya había perdido todo interés por la moda y los cotilleos. En aquellos momentos solo había una persona que pudiera interesarle en aquella boda imaginaria, pero casi no se atrevía a preguntar.

—La verdad es que me interesa más el novio que la lista de invitados. ¿A quién has elegido?

—A Reighland. El título de conde lo ha convertido en el soltero más codiciado de la noche a la mañana. Imagínate la sensación que provocará vuestro enlace.

Priss se devanó los sesos, pero no recordaba haberlo visto en las pocas fiestas a las que había asistido en los últimos meses.

—¿Y por qué iba a elegirme a mí?

—Ya he hablado con él sobre esto. Necesito un aliado para el proyecto de ley que voy a presentar en el Parlamento y él es la elección más lógica, aunque hasta el momento se ha mostrado muy distante. Cuando manifestó una vaga intención de contraer matrimonio le dije que tenía una hija casadera. Espero que sea el comienzo de una larga y fructífera unión.

Cuando Benbridge hablaba de uniones fructíferas solo pensaba en leyes y proyectos, no en los otros frutos que podrían derivar de casar a su hija con un desconocido… ni en lo que ella tendría que hacer para cosecharlos.

—Muy considerado por tu parte —dijo—. Y ahora, si me disculpáis, creo que me retiraré a mi habitación. Estoy muy cansada.

—Pero si es casi mediodía, Priscilla —observó Veronica—. Demasiado tarde para dormir y demasiado pronto para retirarte.

Priss buscó alguna excusa creíble que le permitiera estar a solas con sus pensamientos.

—Quiero rezar un poco.

Veronica tomó un sorbo de su café.

—De acuerdo, entonces. Pero recuerda que una devoción excesiva es impropia de una joven. Puedes rezar siempre y cuando esta noche vuelvas a estar de humor y te pongas tu vestido nuevo. Vamos a asistir a un baile en casa de Anneslea y allí conocerás a tu futuro marido.

Aquella noche… Solo tenía unas pocas horas para librarse de los planes de su padre. Al parecer, tendría que rezar por un milagro.

Unas horas después, lady Priscilla Roleston observó el salón de baile y se preguntó si Veronica había acertado al señalarle los riesgos de la oración y el recogimiento. Se sentía como si fuera la primera vez que saliera al mundo. Su vestido iba a la moda y le habían asegurado que le sentaba muy bien, pero el escote le parecía de repente demasiado indecoroso y la convertiría en el centro de todas las miradas.

Tiempo atrás habría recibido con agrado la atención suscitada por un vestido más provocativo de la cuenta, pero en aquellos momentos solo quería estar sola.

Por desgracia, sus deseos no contaban para nada. Su padre estaba empeñado en presentarle a su futuro marido y no se dejó conmover por falsas migrañas ni retrasos deliberados. Tampoco su nueva mujer. Ronnie había intentado que Priss la llamase «madre», pero sus edades eran tan parecidas que la sola idea la hacía reír. Incluso la palabra «madrastra» le sonaba a risa. Priss no quería que ninguna mujer volviera a ocupar la figura materna en su vida, pero su padre insistía en que necesitaba alguien que la guiara y acompañara y que por eso se había vuelto a casar. Tal vez tuviera razón. Priss tenía veintiún años y creía tener la personalidad formada, para bien o para mal, pero si quisiera aprovechar su juventud y belleza para cazar a algún noble viejo y estúpido no podría contar con mejor maestra que la nueva mujer de su padre.

Pero como ella no quería casarse, Ronnie estaba resultando ser un incordio más que una ayuda. Su única esperanza era que el duque de Reighland, fuera quien fuera, no estuviese tan impaciente por casarse a ciegas y que le dieran gato por liebre, como esperaba su padre.

—Ponte derecha y sonríe, Priscilla —le ordenó Veronica, golpeándole la espalda con el abanico.

Priss intentó ocultar sus emociones mientras se acercaban al grupo de gente que había en un rincón. ¿Por qué debía mostrarse simpática y cordial con unos completos desconocidos? ¿Solo para complacer al pretendiente elegido por su padre? Teniendo en cuenta los hombres con los que su padre la había amenazado a lo largo de los años, no había muchos motivos para fomentar la atracción.

Pero de todos modos se irguió ligeramente. El continuo esfuerzo que hacía por encorvarse y parecer menos de lo que era resultaba agotador y doloroso.

—Supongo que tendrá que valer —dijo Veronica con el ceño fruncido—. Vamos. Nos van a presentar al invitado de honor. Es una ocasión extraordinaria que un noble soltero venga a Londres en mitad de la Temporada.

—Eso significa que estará rodeado de chicas —comentó Priss—. ¿Por qué iba a elegirme a mí entre tantas otras? ¿Y por qué va a querer casarse? Estoy segura de que tiene otras ideas en la cabeza, como entrar en el Parlamento o algo así. No creo que yo vaya a causarle mucha impresión por muy erguida y educada que me muestre.

—Tonterías. Benbridge me ha asegurado que se siente intimidado por su título y que le encanta recibir atención. ¿Cómo no? Nunca se hubiera imaginado que sería algo más que un simple granjero. Y de repente pierde a su padre, a su primo y a su tío y de la noche a la mañana se convierte en duque. Qué trágico… —lo dijo con una sonrisa, encantada con la posibilidad de cazar a un noble tan poderoso y a la vez tan ingenuo.

—Sí, es muy trágico —corroboró Priscilla—. Su primo solo tenía tres años. Supongo que tendré que esperar un poco para conocerlo… No creo que quiera casarse aún, cuando acaba de perder a su familia —el nuevo duque de Reighland vestía de negro en señal de luto, aunque no debía de estar muy afectado si seguía asistiendo a fiestas y eventos sociales por todo Londres.

—Al contrario. Se rumorea que al final de la Temporada quiere volver a sus tierras con una esposa. Ya ha visto lo que pasa por esperar demasiado para tener un heredero… Su tío muriendo de viejo siendo el heredero demasiado pequeño. Las tierras de los Reighland están muy apartadas, y lo lógico es buscar novia estando aquí.

—No debe de gustarle mucho el ganado del norte… —murmuró Priscilla. Corría el rumor de que al duque se le daban mucho mejor los caballos que las personas y que ni siquiera con las mujeres hacía gala de unos modales caballerescos.

Pero seguía siendo un duque y sus defectos podían ser fácilmente perdonados… sobre todo por alguien que estaba impaciente por casarlo con su hija.

Era exactamente el tipo de hombre que su padre elegiría para ella. Alguien sin más que ofrecer que su título nobiliario. Y al verlo al otro lado del salón, Priss pudo constatar que no le haría falta un título para intimidarla. Nada hacía presagiar que fuera a ser un marido fácil. Era un hombre alto y fuerte, de anchos hombros y grandes manos. El pelo le caía sobre la cara, tan negro y espeso como sus cejas. La sombra que le oscurecía el mentón hacía pensar que su criado necesitaba afilar una navaja más de una vez al día. Si al menos sonriera podría parecer alegre, pero en sus negros ojos no brillaba la menor emoción.

Su imponente tamaño hacía que las jóvenes doncellas que lo rodeaban parecieran diminutas en comparación. Pero eran muchas y Priss podría perderse fácilmente entre ellas. Tal vez su padre estuviera equivocado sobre el acuerdo al que habían llegado y Priss solo fuera una más entre tantas caras. El duque se olvidaría de ella nada más conocerla y ella podría volver a casa y a su habitación.

—Intenta destacar —la apremió Veronica—, o tendré que hablar yo por ti.

Eso sería aún más humillante que el que su padre la emparejara a la fuerza.

—De acuerdo —aceptó con una sonrisa. Si Benbridge y Ronnie esperaban que aquella velada fuese memorable, ella se encargaría de darles lo que querían. Sería una noche tan inolvidable que no les quedaría más remedio que sacarla de la ciudad para evitar un escándalo aún mayor.

De cerca, el duque de Reighland le parecía mucho más alto y corpulento que de lejos. Priss se alegró de que aquel fuera a ser su único encuentro, pues un contacto prolongado habría sido aterrador. Mantuvo la cabeza gacha mientras oía a Ronnie hablar con los anfitriones, quienes se volvieron hacia el invitado para presentarle a lady Benbridge y lady Priscilla.

La voz de Reighland resonó por encima de su cabeza.

—¿Cómo está usted?

—Muy bien —respondió Veronica con un tono dulce y melódico—. Gracias, Excelencia.

Priscilla ejecutó una perfecta reverencia y ofreció su mano. A continuación levantó la mirada para mirarlo, sonrió y relinchó como una yegua.

Todos a su alrededor se quedaron mudos de asombro, pero no necesitaba oír nada para saber lo que Veronica estaba pensando. El horror que contraía su rostro era tan evidente que a Priss le extrañó que no hubiese llamado ya a su padre para que avisara al cochero. A la apresurada retirada seguiría la mayor reprimenda de su vida y un largo confinamiento en casa.

Nadie se movió ni habló. Ni siquiera se atrevían a respirar. Y tras haber provocado la situación, Priss no sabía cómo salir de ella. Al ver al duque se había imaginado que reaccionaría con gritos de indignación y cólera y que abandonaría airadamente el salón.

Y a ella no la afectarían para nada los gritos de un desconocido, pues en su casa ya le habían gritado bastante desde que su pobre hermana no estaba allí para soportar el mal genio de su padre.

Pero el duque, lejos de enfurecerse, se limitó a mirarla con una expresión imperturbable y tiró suavemente de su mano para levantarla. En aquella ocasión Priss no necesitó el consejo de Veronica para ponerse derecha, pues necesitaba todas sus vertebras para poder erguirse ante el gigante que tenía ante ella.

—Lady Priscilla… —dijo él—, ¿me concede el próximo baile?

Si su intención era censurarla por sus modales, podría hacerlo delante de otros en vez de arrastrarla por el salón y atraparla entre sus brazos.

—Lo siento, pero ya le he prometido el baile a otro caballero.

—Pues lo lamento por él, pero seguro que lo entiende cuando la vea bailar conmigo —miró hacia los músicos con una ceja arqueada—. Parece que están empezando. Si nos disculpa, lady Benbridge…

Y de esa manera, sin posibilidad de negarse, Priscilla se encontró en el centro del salón de baile con el duque de Reighland, quien la agarraba del brazo con suavidad pero con firmeza.

El baile dio comienzo y Priss comprobó que el duque no era ni buen ni mal bailarín. No temía que la pisara o la hiciera tropezar, pero tampoco sentía el menor placer bailando con él. El duque interpretaba el vals con una precisión fría y mecánica, como si se tratara de dominar el baile en vez de disfrutar con el mismo.

—¿Lo está pasando bien? —le preguntó él.

—Hasta hace unos momentos, sí.

—Curioso… Si me preguntara a mí le diría justo lo contrario. Esta velada se ha vuelto de repente mucho más entretenida que cualquier otra a las que he asistido.

—No sabría decirle… No he asistido a ninguna.

—Lo entiendo —dijo él—. Sin duda se debe a la buena suerte de su hermana… La conocí en la fiesta de Folbroke.

Priss tuvo que hacer un enorme esfuerzo para permanecer impasible. Había visto a Silly.

Se sacudió mentalmente. No podía seguir poniéndole aquel mote a su hermana. Tenía que llamarla Dru, igual que hacían todas las amistades de Drusilla. Dru tenía muchos nuevos amigos y ya no necesitaba las burlas de su hermana pequeña.

Habían pasado meses desde la última vez que estuvieron juntas en la misma sala. Pero en aquella ocasión no se dirigieron la palabra y cada una permaneció en un extremo del salón de baile como si estuvieran en las orillas opuestas de un océano. Verónica había obligado a Priss a romper todo contacto con su hermana.

Si Veronica se enteraba de que el duque había conocido a Dru, cortaría todo trato con aquel hombre sin importarle su título.

—Oh… —fue la única respuesta de Priss al duque.

Quería llevárselo aparte y someterlo a un exhaustivo interrogatorio hasta que le contara todos los detalles de su encuentro con Dru, pero el baile no podía alargarse indefinidamente y ella no quería darle motivos a aquel hombre para mantener una conversación personal. De manera que tendría que prescindir de su relato.

Al duque no se le pasó por alto su silencio.

—Me sorprende que muestre tan poco interés. La señora Hendricks se mostró muy ansiosa por saber cualquier cosa de usted. ¿Está celosa de ella?

—Claro que no. Ya era hora de que Drusilla tuviese una oportunidad para ser feliz —miró a las feas del baile y deseo estar con ellas. Tal vez alguna hubiese estado en la fiesta de Folbroke y pudiera darle la información que tanto anhelaba—. Parece que estoy falta de práctica con estas cosas —lo miró a los ojos—. No recuerdo que la conversación fuese tan grosera en el último vals que bailé —era un insulto tan descarado que el duque se apartaría de ella como de una plaga.

No fue así. Las ofensas le resbalaban por la piel como si no significaran nada en absoluto.

—Tiene que esforzarse por salir más —le aconsejó él—. La han invitado a esta fiesta a petición mía, ya que deseaba conocerla. Me ocuparé de que siga recibiendo invitaciones —lo dijo sin sonreír y sin el menor atisbo de emoción en su pétreo rostro.

—Si así lo desea… —añadió ella por él.

—Pues claro que así lo deseo. Y por eso voy a hacerlo.

—Lo que quiero decir, Excelencia, es que debe acabar su frase diciendo «si así lo desea». De esa forma, me estaría concediendo la posibilidad de elegir.

El duque ignoró su falta de entusiasmo.

—Si le diera elección ya me imagino cuál sería su respuesta, aunque no sé por qué. Solo hace cinco minutos que me conoce y ya ha decidido que no le gusto. Creo que se había formado una mala opinión de mí incluso antes de salir de su casa. Si por usted fuera, ni siquiera habría venido, pero ahora está aquí y es hora de que un hombre pueda verla bien.

—¿Por qué querría usted verme bien?

—Quiero casarme —lo dijo como si fuera lo más obvio del mundo—. Y usted es la opción más favorable. Pero no importa lo que crea su padre; no puedo tomar una decisión basándome únicamente en su palabra.

—También podría haberle enseñado algún retrato mío para ayudarle a hacerse una idea —repuso ella. Lo que estaba claro era que su opinión no contaba para nada. Aunque, ¿a quién en su sano juicio se le ocurriría rechazar a un duque?

A un duque con los modales de un mozo de cuadra…

—No habría sido lo mismo —respondió él—. Es usted muy hermosa, y ningún retrato podría hacerle justicia.

—No soy tan distinta a las otras —insistió ella—. Si lo que desea es encontrar una novia hermosa, debería darse una vuelta por Almack’s. Todo el que es alguien va allí.

—En calzones cortos —añadió él—. Hay límites que no estoy dispuesto a cruzar por nada, ni siquiera por casarme.

—Es la ropa que se lleva de noche… —Muy incómoda y nada favorecedora. La llevaré en la corte por respeto al Príncipe Regente, pero en ningún otro sitio.

—¿Y va a limitar sus opciones de encontrar esposa por no querer vestirse como es debido?

—Igual que limita usted sus opciones de encontrar marido al no ir a Almack’s.

Touché.

—Quizá no quiera casarme…

—En ese caso debería ir solo por el baile —sugirió él—. Baila usted muy bien.

—Gracias.

—Si nos casamos no tendré que contratar un maestro de baile para usted.

Lo sabía… Quizá no todo, pero sí lo suficiente. Priss dio un ligero traspié, retiró la mano y se dispuso a huir, pero él volvió a agarrarla.

—No vas a librarte de mí tan fácilmente. Espera a que acabe la música y no te comportes como una cría asustada. No tolero esa actitud.

—Me da igual lo que tolere o no.

—Así no vamos a llevarnos bien —asintió pensativamente, como si estuviera comparando una lista de defectos y virtudes—. Las otras jóvenes son mucho más simpáticas y aduladoras.

—¿Y qué espera? Es usted un duque. Ninguna joven soltera podría aspirar a más.

—Entonces, ¿por qué no se comporta usted igual que ellas?

—¿Hay algo en su título que garantice una compañía agradable, un carácter amable o… —intentó encontrar una manera delicada de expresar sus recelos— alguna clase de compatibilidad entre los dos? Aparte de su juventud, claro.

—Veintiséis años —aclaró él.

—La edad juega a su favor —admitió ella—. Así no tendré que preocuparme por quedarme viuda antes de tiempo. Aunque si le soy sincera, he conocido a muchos hombres de los que preferiría ser viuda que esposa.

Un atisbo de sonrisa asomó en su inescrutable rostro, acompañado por un brillo fugaz en sus ojos. Por un momento a Priss casi le resultó atractivo.

Hasta que recordó que no lo había elegido ella, sino su padre.

—Tengo intención de vivir mucho —afirmó él—. ¿Monta?

—¿Cómo dice?

—Le pregunto si monta a caballo —aclaró él, como si no se pudiera montar otra cosa.

—No —respondió ella rápidamente, confiando en desanimarlo—. Les tengo un miedo de muerte a los caballos —mintió, pues seguramente le gustaban mas de lo que podría gustarle el duque. Pero no se podía casar con un hombre solo por los animales que tuviera en sus establos.

El duque adoptó una expresión pensativa.

—Es una lástima. La verdad es que los imita bastante bien, aunque déjeme decirle que esa imitación no la favorece tanto como a otras jóvenes que he conocido durante la temporada… No se preocupe, no me ha molestado en absoluto —añadió antes de que ella pudiese protestar—. El aspecto no lo es todo en una mujer. Y tengo que decirle que me gustan mucho los caballos. Me dedico a criarlos, ¿sabe? En el campo.

—Eso he oído. No somos compatibles en absoluto… Me temo que no soporto el campo.

—No estará allí todo el tiempo. Por mucho que me guste estar presente durante el parto de los potrillos, ahora soy duque y debo asistir a las sesiones del Parlamento, a los bailes de gala y a todos los eventos sociales de la Temporada. No echará de menos la ciudad cuando estemos casados.

Pasaría Ta temporada en Londres y el resto del año en el campo, lejos de las críticas y reproches, entre verdes colinas donde pastaban las yeguas… La imagen era realmente tentadora.

—Como ya sabe, apenas asisto a los eventos de la Temporada… Me vería obligada a llevar una vida social que no deseo y a soportar una soledad que no me gusta.

El duque la miró de reojo.

—Parece que se ha propuesto rechazar cualquier proposición mía.

—¿Tan evidente resulta?