Cosas que no creeríais - José Manuel Benítez Ariza - E-Book

Cosas que no creeríais E-Book

José Manuel Benítez Ariza

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De Amanecer a las películas de Jayne Mansfield, de Louise Brooks a Tim Burton, el cine norteamericano ha sabido combinar el valor referencial de sus grandes creaciones con una no siempre apreciada, pero no por ello menos persistente, querencia hacia la rareza, la intencionada banalidad con visos de transgresión o la experimentación abierta. Este ensayo recorre ambas facetas: el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo. Este ensayo recorre ambas facetas del cine norteamericano el núcleo cordial de lo que hoy entendemos por «cine clásico norteamericano» y sus amplios y sorprendentes márgenes. Ambos determinan el contradictorio aprecio que el espectador de ayer y de hoy siente por la forma de narrativa popular de mayor influencia en el último siglo.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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COSAS QUE NO CREERÍAIS

UNA VINDICACIÓNDEL CINE CLÁSICO NORTEAMERICANO

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans

http://www.uv.es/bibjcoy

http://bibliotecajaviercoy.com

Directora

Carme Manuel

COSAS QUE NO CREERÍAIS

UNA VINDICACIÓNDEL CINE CLÁSICO NORTEAMERICANO

José Manuel Benítez Ariza

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americansUniversitat de València

Cosas que no creeríais. Una vindicación del cine clásico norteamericano

© José Manuel Benítez Ariza

1ª edición de 2016

Reservados todos los derechos

Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN: 978-84-9134-187-1

Maquetación: JPM Ediciones

Imagen de la portada e ilustraciones interiores: Manuel Martín Morgado

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Blake, al igual que su maestro Milton (como sugirió Eisenstein) nos quería más como lectores de guiones o incluso directores que como espectadores (…). Cómo vemos, e incluso en ocasiones qué vemos, dependerá de la purga a la que se sometan nuestros propios ojos.

(Harold Bloom, The Ringers in the Tower.Studies in Romantic Tradition, capítulo 3)

(El replicante Roy Batty en Blade Runner)

He visto cosas que no creeríais…

Para Mª Ángeles Robles,con quien tanto he visto

ÍNDICE

PREFACIO. Qué queremos decir cuando decimos“cine clásico norteamericano”

I. LA PALABRA COMO OPCIÓN

Buster Keaton, una vida en la que cabe la historia del cine

En la cumbre del cine mudo: Amanecer

Hacia la comedia adulta: Laurel y Hardy

Entre Europa y América: el caso de Louise Brooks

Las filosofías de Vidor

En el límite: Borderline

II. UN PRIMER CLASICISMO

Talkies: la sorprendente plenitud de un arte nuevo

La comedia como cima: Lubitsch, Cukor, Leisen, Sturges, Wilder

Cuatro notas sobre Casablanca

Frank Capra, un idealista en Pottersville

En torno al cine bélico

Las ambigüedades de Ford

El wéstern en cinco tiempos

Lágrimas fingidas: el esplendor del melodrama

Thriller: el melodrama resuelto por otros medios

“Caza de brujas” en Hollywood: dos casos

La hora española

El incomprendido Welles

III. HACIA EL NUEVO HOLLYWOOD

Visionarios en la transición del viejo al nuevo Hollywood

Un actor entre dos mundos: Gregory Peck

La era de las superproducciones: Doctor Zhivago y el cine internacional de David Lean

Jayne Mansfield o la franqueza

Something’s Got to Give, la película perdida de Marilyn Monroe

El maestro Corman

IV. LA GENERACIÓN DE LOS 70

Scorsese y sus raíces

Interludio: algo más sobre el cine de boxeo en el viejo y el nuevo Hollywood

Coppola o la desmesura

La nostalgia: American Graffiti, Grease

Spielberg o el optimismo de la voluntad

Elaine May y los arquetipos

Milius el postergado

Para adultos: Joe Sarno, Russ Meyer, Ralph Bakshi

Los dilemas morales de Polanski

V. DESPUÉS DEL CINE DE AUTOR

Tiempo de catástrofes

Mad Max: el mundo futuro

Un autor después de la época del cine de autor: Woody Allen

Un musical generacional: All That Jazz

Tres apuntes sobre los hermanos Coen

El mundo al revés de Tim Burton

Fantasmas familiares: el cine de Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu

Basado en hechos reales

Por entregas

Bibliografía

Índice onomástico

Prefacio

Qué queremos decir cuando decimos “Cine clásico norteamericano”

Acotar un lugar común: ¿a qué otra cosa podría aplicarse un libro que quiere ser, ante todo, una discusión en voz alta con un grupo de interlocutores favorablemente predispuestos, no tanto a dar la razón al autor, como a mantener viva la conversación que apasiona a todos? La pregunta inicial es obvia. ¿Qué queremos decir cuando hablamos de “cine clásico norteamericano? ¿A qué categorías artísticas o de otro tipo se remite quien declara su preferencia por esa demarcación? ¿A qué cabe contraponerla?

En esas discusiones, hay quien saca a colación la presunta situación de desventaja de la que parten, ante la dura competencia por abrirse un hueco en el mercado audiovisual mundial, las cinematografías que no poseen el potencial comercial y las poderosas redes de distribución del coloso norteamericano. Y es frecuente también que este argumento derive a un cierto menosprecio de los rasgos más convencionales de esa cinematografía dominante, en comparación con la mayor ambición estética y pertinencia sociocultural que se les atribuye a esas otras. ¿Quién no ha utilizado el denuesto del cine americano para ensalzar la excelencia de, pongamos, una desconocida joya de la cinematografía húngara? Es el argumento que justifica las medidas proteccionistas con las que las administraciones europeas tratan de blindar el espacio audiovisual encomendado a su custodia, en lo que es una curiosa reformulación mercantilista del argumentario que solía airearse en los muy contestatarios cineclubes de hace unas décadas: el cine norteamericano representaría un modelo plano de relato audiovisual, apoyado por un potente mecanismo de propaganda que lo lleva a la larga a prevalecer sobre los heroicas tentativas de resistencia artística que efectúan las cinematografías nacionales del resto del mundo.

No negamos que ese diagnóstico pueda ser pertinente en según qué foros; y que de su defensa acérrima se deriven ventajas para quienes, desde posiciones relativamente marginales del mercado audiovisual mundial, reivindican su derecho a crear y a difundir sus propias obras. Pero incluso el más ferviente defensor de esa moral de resistencia habrá de admitir, si ama el cine y conoce su historia, el papel que la cinematografía americana ha jugado en la creación y consolidación de esta forma de arte todavía percibida como relativamente “nueva” y “moderna”; y habrá de preservar, a despecho de otras justísimas contiendas, un espacio en el que la apreciación del núcleo de excelencia del cine norteamericano permanezca a salvo de fáciles simplificaciones, a veces disfrazadas de juicios estéticos. Tal es el sentido en el que se utiliza la palabra “vindicación” en el subtítulo de este libro: lo que se pretende vindicar no es, por supuesto, la posición de ventaja que años y logros —y también no pocos abusos— han otorgado al gigante comercial, sino el evidente sustrato artístico que quizá nos ha dejado inermes frente a esa capacidad expansiva: lo que amamos, en definitiva, del monstruo que nos devora, y que no podremos dejar de amar si no queremos renunciar a nuestra propia capacidad culturalmente adquirida de disfrutar la narrativa audiovisual y apreciar lo que nos aporta en tanto que instrumento de transmisión de ideas, valores y sentimientos. Y esto ocurre, en fin, a despecho de la indefinición misma del concepto que pretendemos vindicar. ¿Qué se entiende por cine norteamericano? Y, en caso de que logremos vallar ese campo, ¿a qué predio reservado nos referimos cuando añadimos el calificativo “clásico”?

El concepto de “cine clásico norteamericano” que se maneja en este ensayo pretende ser tan funcional como lo son, en otros contextos, las etiquetas “poesía romántica inglesa” o “Modernismo hispánico” cuando hablamos de literatura, o como lo son “pintores del Cinquecento” o “escuela flamenca” cuando lo hacemos de pintura: términos descriptivos que permiten situar una determinada obra particular en un ámbito histórico y geográfico determinado, facilitan que los rasgos generales asociados a ese etiquetado sean de alguna utilidad para describir la obra particular a la que queremos aplicarlo e invitan a establecer comparaciones fructíferas con otras obras de ese mismo tiempo y lugar, creando así una tupida red referencial por el que unas obras remiten a otras y la apreciación de cada una de ellas se enriquece con esa gama de referencias cruzadas; de modo, por ejemplo, que nuestro disfrute de una obra maestra del cine como La diligencia de John Ford se enriquece si, en una ulterior revisión de la misma a la luz de nuestro conocimiento de otras películas anteriores y posteriores, apreciamos, no sólo la belleza única de este relato fundacional y mítico, sino también lo que aporta a la cinematografía de su tiempo y lo que otras películas posteriores han tomado de ella. Es la única función legítima que podría tener la llamada “cinefilia”: no un mero acarreo estéril y memorístico de toda clase de datos relacionados con el mundo del cine, sino una reivindicación de la memoria como espacio en el que una nueva sensación adquiere pleno sentido por su relación con otras cuyo eco no hemos dejado extinguirse.

¿Y de qué mimbres está hecho ese tejido referencial al que no queremos renunciar en nuestra condición de espectadores? En el caso del cine norteamericano, la apelación más evidente a la memoria es la que se fundamenta en la vigencia del star-system. La antigua costumbre de referirse a una película como “de Cary Grant” o “de Doris Day” antes que de Leo McCarey o Alfred Hitchcock1 tenía su fundamento. Los muy reconocibles rostros que protagonizan un alto porcentaje de películas clásicas norteamericanas aportan a sus personajes una autoridad y profundidad de las que carecerían si esos mismos rostros y sus trayectorias previas en la pantalla no fueran conocidos de antemano por los espectadores. En los capítulos dedicados a Laurel y Hardy, Louise Brooks o al polifacético Gregory Peck se insistirá en ese modo de actuar de la memoria construida: el halo de rectitud moral que envuelve al sacerdote que este último actor interpreta en Las llaves del reino y al abogado protagonista de Matar a un ruiseñor tendrá su parte en la credibilidad que más tarde otorguemos a las reencarnaciones extremas de ese mismo personaje de convicciones inamovibles: el obseso capitán Ahab de Moby Dick o el despiadado criminal de guerra nazi Joseph Mengele en Los niños del Brasil.

No queremos decir que no nos parezca oportuno aplicar al cine norteamericano la consideración autoral que los críticos de la nouvelle vague atribuyeron en exclusiva a los directores —a algunos directores—, en detrimento de otros agentes que intervienen en el proceso de creación de una película. Nadie discute ya lo abusivo de esa atribución, pero tampoco su incuestionable pertinencia. Como comentaremos en su momento, la inventiva visual que se atribuye a Orson Welles y lo convierte en un indiscutible renovador del cine de su tiempo resulta indisociable del trabajo del operador Gregg Toland; por lo mismo que la concepción de gran espectáculo que caracteriza a películas como Lo que el viento se llevó, Rebecca o Duelo al sol debe más al hecho de que las tres hayan sido producidas por David O. Selznick que a que las hayan dirigido respectivamente directores tan disímiles como Victor Fleming, Alfred Hitchcock o King Vidor. Como afirma el historiador del cine Jean Mitry (Laberge 1997, 903), hay al menos tres oficios que pueden reclamar para sí la “paternidad” de una película: el guionista, el director (que Mitry llama indistintamente “metteur en scéne” y “réalisateur”) y el productor.

Cuando nos referimos a determinados directores, por tanto, como “autores” de sus películas, en el sentido que quisieron dar a ese término los jóvenes críticos de Cahiers du Cinéma al referirse a Hawks o al propio Hitchcock, queremos dar a entender, más bien, que lo que esa atribución representa no es tanto una individualidad artística autónoma y autosuficiente —es decir, no sólo alguien que “a lo largo de treinta años y a través de cincuenta películas cuenta casi siempre la misma historia (…) y mantiene a lo largo de esta línea única un mismo estilo”, como escribía el cineasta y crítico Alexandre Astruc en 1954 (Laberge 1997, 903)—, como la confluencia momentánea, y a veces prolongada en un conjunto de producciones, de una serie de talentos que trabajan armoniosamente bajo la batuta de la persona en quien nominalmente recae la dirección del conjunto; y que, efectivamente, puede estar empeñado en “contar siempre la misma historia”, pero no podría haber logrado esa reconocible unidad de estilo a la que se refiere Astruc sin el concurso de un equipo artístico más o menos permanente. O dicho de otro modo: si, efectivamente, personalidades creativas tan reconocibles como Alfred Hitchcock o John Ford pueden ser considerados “autores” de sus películas, lo son principalmente en cuanto que responsables del heterogéneo equipo de técnicos y artistas que las ha filmado, y sobre quienes pueden recaer tareas tan decisivas como la redacción o modificación del guión, las decisiones concernientes a la textura visual de la película (iluminación y fotografía) o la elección de los actores que la interpretan. Cuando hablamos del cine de John Ford, por tanto, no nos referimos a un conjunto de obras caprichosamente pergeñadas y ejecutadas por una personalidad artística autónoma, sino al trabajo del elenco de técnicos, guionistas y actores que trabaja habitualmente bajo su dirección: es decir, a lo que los biógrafos de Ford han denominado su “compañía estable” (stock company), por parecerse ésta a las que operan en el mundo del teatro. Con igual pertinencia podría aplicarse esa denominación a los elencos congregados en determinados periodos bajo la dirección de Frank Capra o Billy Wilder.

Estas confluencias, por supuesto, son variables, lo que frecuentemente resulta en un efecto de trasvase: que un actor tan característicamente fordiano como John Wayne trabaje bajo la dirección de otro director tendrá como resultado que uno de los mimbres que forman ese tejido referencial al que antes aludíamos quede momentáneamente sumido en otro haz de confluencias, a las que suma el caudal adquirido bajo la dirección del primer director. Y si a la variabilidad que suponen esos trasvases parciales contraponemos los haces de unidad, las líneas de fuerza, que aportan los cauces genéricos —wéstern, melodrama, cine bélico, etcétera— en los que se inserta la película en cuestión, el resultado será que ésta se enriquezca transversalmente a los ojos del espectador, no sólo por lo que tenga en común con otras películas de un mismo director o por la presencia en ella de determinados actores, sino también por su relación con los rasgos que identifican el género en cuestión. La diligencia, por tanto, en cuanto que película de Ford —es decir, película atribuible a una determinada voluntad autoral—, admite parangón con otras del mismo director tan alejadas de ella como El último hurra —un descarnado drama político de ambiente urbano y contemporáneo— o La taberna del irlandés —una ruda comedia en torno a la camaradería masculina—; y se enriquece, qué duda cabe, de la puesta en relación de su contenido dramático e ideológico con el de esas otras películas, de modo que, a partir del conjunto, podría postularse la existencia de una especie de filosofía fordiana de la existencia y un modo característico de abordar la creación cinematográfica. Pero si atendemos a otro de los ejes, la carrera del muy reconocible actor John Wayne, este otro camino nos permitiría apreciar la impronta fordiana en wésterns como El ángel y el pistolero de James Edward Grant o Hondo de John Farrow, así como la diversificación del estólido personaje de Wayne en otros caracteres que aportan variedad y profundidad, no sólo a su propia trayectoria como actor, sino a las del propio Ford y otros cineastas —incluido el propio Wayne, que se dirigió a sí mismo en El Álamo—: el hombre enamorado (El hombre tranquilo), el hombre extrañamente incapacitado para amar (Escrito bajo el sol) y el patriota intransigente (El Álamo), todos ellos variantes de un mismo arquetipo humano cuidadosamente diseñado a lo largo de toda una vida. A su vez, tanto La diligencia como Hondo o El ángel y el pistolero se insertan en el mismo cauce genérico al que pertenecen la ya citada Duelo al sol de Vidor o La noche de los gigantes de Robert Mulligan, con las que establecen, por encima de los años que las separan, un fluido diálogo referente a la distinta importancia que en cada uno de estos cinco wésterns tienen elementos como el paisaje, la pasión amorosa, la cuestión colonial y racial subyacente a todo el género o la relación del individuo con la colectividad.

Tales son los haces de fuerza que gravitan sobre cualquiera de las películas que queramos considerar dentro de ese marbete funcional que hemos dado en denominar “cine clásico norteamericano”. Tocaría ahora precisar un poco más estos términos. Por “cine norteamericano” entendemos, obviamente, el que se ha producido en los Estados Unidos de Norteamérica; en el que confluyen, como en otras facetas de la vida norteamericana, talentos locales y foráneos, lo que permite incluir en nuestra nómina, no sólo a artistas tan inconfundiblemente americanos como Vidor, Ford o Capra —por más que sobre estos dos últimos pesen claramente sus antecedentes irlandeses o italianos—, sino también a los alemanes F. W. Murnau, Ernst Lubitsch o Fritz Lang, al austríaco Billy Wilder, al británico Edmund Goulding, al francés Julien Duvivier o al mexicano Alejandro González Iñárritu. Este trasiego de talentos no opera en una sola dirección: también ha habido artistas inconfundiblemente norteamericanos que han trabajado en otras cinematografías, a las que han aportado valores propios del cine hollywoodense —por ejemplo, los personajes icónicos acuñados por Louise Brooks y Clint Eastwood en las cinematografías alemana e italiana, respectivamente—, o en las que han encontrado ámbitos de libertad, o de simple diferencia cultural respecto a sus orígenes, en los que subvertir esos valores, como hicieron la poeta Hilda Doolittle y el cantante negro Paul Robeson cuando filmaron en Suiza la película de vanguardia Borderline, o el propio Orson Welles cuando buscó en Europa las condiciones financieras y artísticas que no le ofrecía Hollywood, o el pornógrafo Joe Sarno cuando desarrolló en la desinhibida Europa un tipo de cine que hoy encontramos sociológicamente muy pertinente, pero que se había adelantado en algunos años a la permisividad que todavía estaba por llegar a los Estados Unidos. Por último, no creemos improcedente asimilar al cine norteamericano determinadas producciones procedentes de otros países de habla inglesa que, por afinidad idiomática y facilidad para acceder a la financiación y distribución aportadas por las empresas norteamericanas, funcionan en la práctica como provincias de un mismo imperio audiovisual, al que han aportado productos tan característicos como las grandes y prestigiosas superproducciones dirigidas por el británico David Lynch o la saga del “guerrero de la carretera” australiano Mad Max.

Más ardua es la cuestión de qué deba entenderse por “cine clásico”. En la periodización del cine estadounidense, parece generalmente aceptado que se podría hablar de un núcleo referencial que se extendería desde 1939, año del estreno de La diligencia y Lo que el viento se llevó, hasta mediados o finales de los 60, década en la que tienen lugar hechos tan significativos como el abandono del Código Hays (1967) y la consiguiente ampliación de los márgenes de permisividad y del espectro temático asequible al cine de primera línea; o el progresivo abandono de los sistemas estandarizados de producción aparejados a los estudios, unido a la eclosión de una nueva generación de cineastas renovadores. Ese periodo clásico que acabamos de acotar, por tanto, no podría entenderse sin considerar las fases precedente y posterior. La mayor parte de los rasgos definitorios en los que hoy reconocemos el cine norteamericano, tales como la vigencia del star-system, la concentración de la producción en grandes estudios o la capacidad para atraer talentos de todo el mundo, estaban ya plenamente desarrollados incluso antes de la generalización del cine sonoro: conviene, por tanto, extender nuestra indagación a algunas trayectorias que tuvieron su momento álgido en el periodo fronterizo inmediatamente anterior a esa decisiva innovación técnica. Y tampoco hay que olvidar que, a lo largo de la década de los 30, el relativo abandono de la experimentación visual que había caracterizado los años finales del cine mudo quedó parcialmente compensada por el avance que tuvo lugar en la definición de los grandes géneros y subgéneros que compondrían el arco temático del cine madurado a partir de 1939: la plena codificación del wéstern, el melodrama o el cine de gánsteres, por ejemplo.

Si hoy hablamos de ellos sin dudar apenas de la realidad a la que nos referimos, es porque hubo un prolongado periodo de tiempo en el que incluso el espectador menos formado podía situarse sin dificultad en los parámetros de cualquiera de esos géneros y dar por buenas sus convenciones. Es uno de los signos de identidad de ese “clasicismo”, refrendado por la indeleble aportación al mismo de una amplia nómina de directores que hoy consideramos insoslayables, y entre los que incluiríamos a Vidor, Ford, Hawks, Capra, Minnelli, Cukor, Wilder y tantos otros. Hacia finales de los años 50, no obstante, habrá síntomas claros de que ese sistema de producción y las convenciones artísticas a él aparejadas se estaban agotando. Y llama la atención que, entre un periodo caracterizado por un dominio absoluto de determinadas formas de narrar, como fue este “clasicismo” hollywoodense, y otro posterior, el de los 70, en el que también predominaron narradores con el nervio y el dinamismo de un Scorsese o un Coppola, se interpusieran unos años en los que el espíritu de indagación formal se tradujo en una cierta regresión a los terrenos del psicologismo y el simbolismo: a esa nebulosa, en la que se insertan películas de Hitchcock tan característicamente simbólicas o “psicoanalíticas” como Los pájaros (1963) o Marnie la ladrona (1964), pertenecen también producciones tan disímiles como Vidas rebeldes de John Huston, Equus de Sidney Lumet o el cine poético de Robert Mulligan. Es el preludio de una crisis anunciada, que llevará a un rápido relevo generacional, consumado en apenas una década.

Sobre la nueva generación, influida por el cine europeo y en particular por la nouvelle vague, habrá ejercido también un importante influjo la lección de eficacia y economía que supuso el cine de consumo del prolífico director y productor Roger Corman, reconocido maestro de Coppola y Scorsese, entre otros. Lo que nos sitúa ante otro aspecto crucial de la cuestión: la necesidad de considerar, en cualquier evaluación que queramos hacer del campo artístico que hemos dado en llamar “cine clásico norteamericano”, sus aspectos marginales. Corman no es exactamente un director y productor marginal, pero, en su manera de abordar el negocio de producir y dirigir películas baratas y de fácil amortización, no desdeñó recurrir a los procedimientos del cine ínfimo, al remedo paródico del star-system o a lo que eufemísticamente suele llamarse exploitation, que es primordialmente el recurso a la exhibición de cuerpos femeninos desnudos, siempre al límite de lo que permita la legislación vigente, aunque también puede aplicarse a la “explotación” de otros campos temáticos sujetos a parecidas limitaciones: la violencia, el uso de drogas u otros asuntos proclives al sensacionalismo. Respecto a lo primero hemos querido dedicar algún espacio en nuestro recorrido a la obra de autores como Russ Meyer o Joe Sarno, a quienes en principio podemos considerar simples pornógrafos, aunque especializados en la variedad de la pornografía que admite una modalidad de distribución más abierta, y lo bastante innovadores como para que sus películas representen también un modo original de abordar asuntos de los que también quiso ocuparse, en principio con menos atrevimiento, el cine “normal” de su tiempo, el que se dirige a públicos amplios y se proyecta en salas convencionales. No siempre es fácil distinguir los límites entre ambos tipos de cine, lo que hace especialmente pertinente la consideración de quienes, como la actriz Jayne Mansfield, pasaron de uno a otro campo —normalmente, en sentido descendente— y ofrecen, por tanto, un crudo testimonio del destino que el star-system depara a sus productos más imperfectos o de más rápida caducidad.

Éste es, en líneas generales, el recorrido impresionista y sincopado que proponemos a lo largo de aproximadamente medio siglo de “cine clásico norteamericano”, al que añadiremos un bloque final dedicado al cine de los últimos treinta años. No hemos querido sumarnos al coro de voces agoreras que no quiere ver en la producción cinematográfica reciente otra cosa que una imparable decadencia o una igualmente implacable deriva hacia la banalidad y el infantilismo. Por el contrario, hemos querido constatar la persistencia del modelo autoral definitivamente consagrado por el éxito de los auteurs de la generación de los 70: al prestigio de directores como Coppola, Scorsese y Spielberg, que forman la plana mayor de esa generación y están todavía en activo, hay que sumar la incorporación a esa nómina autoral de directores de orígenes profesionales tan diversos como el coreógrafo Bob Fosse, el actor Clint Eastwood o el cómico Woody Allen, a los que podemos añadir una renovada pléyade de directores llegados a Hollywood de otros países, tales como el polaco Roman Polanski o, ya en la plena actualidad correspondiente a las fechas en que redactamos estas líneas, el ya mencionado mexicano Alejandro González de Iñárritu. Temáticamente, constatamos en el cine contemporáneo un renacer del interés por la realidad —lo que no siempre ha de traducirse en estéticas “realistas”, en el sentido en que lo fue el neorrealismo italiano—, sin renunciar por ello a la ensoñación visionaria que ya hemos visto que fue una de las salidas que el cine quiso darse a sí mismo a finales de los 50 y principios de los 60, cuando vio agotado su repertorio temático tradicional: hoy esa capacidad visionaria está más viva que nunca en el cine de Iñárritu, por ejemplo.

Tampoco hemos querido dejar de asomarnos, en esta perspectiva optimista, a la posibilidad de que las nuevas formas de difusión —que hacen que el serial televisivo se haya liberado de la servidumbre que suponía su emisión en fecha y hora fijas y esté ahora disponible siempre para el espectador en los repositorios de Internet—hagan realidad el viejo sueño por el que la obra de arte se equipara, en duración y necesidad, a la vida misma del espectador que la contempla. El metraje monumental de películas como Avaricia de Erich Von Stroheim, verdadero paradigma de una desmesura que iba en contra de la posibilidad de su exhibición normal, ha quedado ampliamente rebasado, e incluso empequeñecido, por la duración de series como la pionera Twin Peaks o la posterior Los Soprano… En este punto hemos querido interrumpir nuestro recorrido.

***

Añadimos algunas especificaciones finales sobre el modo en que ha sido elaborado este libro. A diferencia de La vida imaginaria (1999) y Me enamoré de Kim Novak (2002), que eran básicamente recopilaciones de artículos ya publicados, éste se ha planteado como un ensayo de nueva planta, aunque redactado a partir de material escrito y difundido en distintos formatos a lo largo de los últimos quince años. De los capítulos que lo componen, sólo algunos coinciden en alguna medida con otros tantos artículos publicados a lo largo de 2015 y 2016 en el periódico digital CaoCultura, lo que se explica porque fueron escritos con la mira puesta ya en su inmediata incorporación al libro en marcha. He evitado expresamente duplicar textos e incluso bloques temáticos ya desarrollados en los mencionados libros anteriores; lo que ha sido posible porque el presente texto no ha tenido nunca pretensiones de exhaustividad y se refiere a un corpus artístico lo suficientemente amplio y variado como para permitir esas omisiones, en la confianza —que esperamos no sea infundada— de que lo efectivamente incluido bastará para articular una mirada coherente sobre el objeto de nuestra indagación.

Por lo mismo, este libro podría haber crecido indefinidamente: un elemental principio de prudencia me ha aconsejado no extenderlo más allá de los trescientos folios que componen el mecanoscrito original. Su inmediata razón de ser parte de una generosa invitación de Carme Manuel, directora de la Biblioteca Javier Coy d’Estudis Nord-Americans, en la que ya había aparecido mi monografía Un sueño dentro de otro. La poesía en arabesco de Edgar Allan Poe. La publicación de un nuevo libro después de otros muchos no es tanto el resultado de una posible grafomanía como un modesto efecto colateral de la asiduidad. Los libros se escriben solos y sólo necesitan, como la simiente enterrada en un erial, el estímulo de una ocasión propicia. A éste le ha llegado la suya. La damos por bienvenida y… a otra cosa.

Benaocaz,

agosto de 2015 — septiembre de 2016.

1 “On ne dit plus «un film de Jean Gabin», mais plutôt «un film de Jean Renoir»“: “Ya no decimos ‘una película de Jean Gabin’, sino ‘una película de Jean Renoir’” (Laberge 1997, 912).

I

LA PALABRA COMO OPCIÓN

Buster Keaton

Buster Keaton, una vida en la que cabe la historia del cine

Buster Keaton (1895-1966) nació con el cine y murió al filo de la década renovadora en la que pareció que al séptimo arte no le quedaba otro recurso que reinventarse para seguir agradando a las nuevas generaciones. Sobre si esa renovación logró o no su objetivo habría mucho que decir. Pero hubo quienes, como Keaton, no conocieron otra cosa que lo que, retrospectivamente considerado, no parece sino el ciclo completo de desarrollo de un nuevo arte, desde su nacimiento en 1895 hasta el relativo agotamiento de las fórmulas genéricas y los modos de producción de los grandes estudios a comienzos de los 60.

En ese intervalo, Keaton lo vivió todo. Como tantos “cómicos” del cine, comenzó siendo un artista de vodevil que aprendió a dominar los resortes básicos de la comicidad elemental actuando ante un público. Luego haría lo propio ante una cámara, para acabar percatándose de que ésta no sólo registraba lo que el cómico hacía, sino que ofrecía la posibilidad de ampliar infinitamente el espacio escénico, alterar el tiempo real de los acontecimientos e introducir en los números interpretativos el factor añadido del ilusionismo visual. Keaton pronto demostró tener un instinto nato para intuir esas posibilidades. “Si no hubiera sido actor, habría sido ingeniero”, dijo de él un conocido1. En la vida relativamente modesta que vivió en sus últimos años, recuperado ya del infierno del alcoholismo y la postergación, su refugio favorito era un cobertizo en el que guardaba toda clase de utensilios y máquinas, con los que ideaba automatismos absurdos o recreaba los que utilizó en sus películas, tales como un ferrocarril de juguete que transportaba los distintos platos de una comida desde la cocina hasta la mesa en la que se servía: naturalmente, el trenecillo descarrilaba y los platos acababan volcados en el regazo de una de las invitadas. Era el destino habitual de todas las ideaciones del ingenio de Keaton: se empleaba en ellos el talento necesario para levantar una presa o poner en marcha una fábrica, pero el mecanismo resultante estaba fatalmente abocado a la autodestrucción y al ridículo de quienes fiaban sus ilusiones al correcto funcionamiento del mismo.

El cine de Keaton —es decir, el conjunto de películas que no sólo protagonizó, sino que también produjo, dirigió y montó— abunda en esta clase de efectos. En El navegante (The Navigator, 1924) se sirvió de un barco abocado al desguace para improvisar en él todas las vicisitudes imaginables que pudieran acontecer a una pareja atrapada en una embarcación a la deriva. En El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr., 1924) es la pantalla de un cine la que sugiere a un joven proyeccionista la posibilidad de acceder a ella —como harían sesenta años después los protagonistas de La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985) de Woody Allen— e interactuar, no sólo con los personajes de la película proyectada, sino también con la cambiante sucesión de paisajes que van apareciendo en la misma: el logro técnico es un prodigio de sincronización, hecho mediante el procedimiento de reservar una parte de la película sin impresionar y filmar luego sobre ella la escena o elemento que se pretendía yuxtaponer a la filmación primera. En El maquinista de la General (The General, 1926), su película más famosa, un arriesgado trance de la Guerra Civil americana es recreado en los términos de comicidad a los que Keaton había dado carta de naturaleza en sus filmes anteriores: ahora será el heroísmo del protagonista lo que desencadene la fatal cadena de destrucción; y para ello, naturalmente, el soñador de grandes designios que siempre fue Keaton hizo volar un tren real a su paso por un puente.

La película no llegó a cubrir gastos y supuso el principio de un largo declive en la carrera de su autor. Una de las razones, se dijo, es que al público no le hizo gracia que en una misma historia se mezclaran lo cómico y lo trágico, y que al lado de una payasada se visualizara la muerte de un combatiente, por ejemplo. Quienes decían estas cosas posiblemente no habían caído previamente en la cuenta de que el cine de Keaton, en general, no jugaba tanto a provocar la comicidad como el asombro; y que la risa, con frecuencia, no era sino la reacción histérica del espectador al constatar una imposibilidad que, de paso, ponía en entredicho las certezas normales con las que una persona cualquiera se desenvuelve en su medio. El propio Keaton estuvo a punto de no sobrevivir a muchas de sus puestas en escena. En Siete ocasiones (Seven Chances, 1925), falló en el intento de saltar de una azotea a otra y se precipitó en el vacío. Milagrosamente, los toldos de las ventanas amortiguaron la caída. Característicamente, Keaton incorporó el accidente al montaje final: de los toldos, el personaje rebotará al dormitorio de un cuartel de bomberos, se dejará caer por la barra deslizante y se incorporará al pescante de una bomba de incendios en plena marcha.

También en la vida real Keaton supo reponerse de las adversidades. Después de un largo bache que lo conduciría a una clínica mental en 1935, empezó una lenta recuperación que fue también una vuelta a sus orígenes. Escribió gags para otros cómicos, volvió a los escenarios y actuó en directo para la televisión, mientras asistía con cierta incredulidad a la revalorización de su obra y a su propia conversión en icono de una época mitificada. Ese valor icónico fue lo que aportó a El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) de Billy Wilder, donde encarnó a uno de los fantasmales contertulios que jugaban a las cartas con la periclitada actriz Norma Desmond (Gloria Swanson), antigua estrella del cine mudo. La revalorización supuso también una cierta reinterpretación intelectualizada de su figura, similar a la que conoció en sus años de apogeo, cuando el cine cómico norteamericano devino fetiche de las vanguardias europeas. El dramaturgo Samuel Beckett reconocía la afinidad esencial entre los impávidos personajes de Keaton y sus propias creaciones, y a la hora de elegir protagonista para su guión Film (1965), pensó en él, aunque después de que su editor, Barney Rosset, hubiera intentado ofrecer el papel a Chaplin y a otros actores (Cronin, 541-542). Finalmente, fue el propio Beckett quien propuso el nombre de Keaton, quien se mostró sorprendido de que se le requiriera para un papel en el que la mayor parte del tiempo permanecía de espaldas a la cámara y hurtaba a ésta la famosa inexpresividad de su rostro (544-545). El filme, al parecer, fue un fracaso: obtuvo abucheos en el día de su estreno y apenas fue distribuido (547). No obstante, sirvió para certificar una vieja aspiración de la vanguardia artística: su afán por entroncarse con los espectáculos de entretenimiento masivo que servían de espejo a la modernidad. Era la misma pretensión, recuérdese, que animó la devoción cinéfila de los poetas españoles de la Generación del 27 e inspiró poemas como el conocido “Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca (poema representable)”, de Rafael Alberti, alusivo al corto El rey de los cowboys (Go West!, 1925), que en Francia se había titulado Ma vache et moi (“Mi vaca y yo”) (Gubern 1999, 310).

Como se ve, Keaton completó un ciclo no del todo insólito en la historia de la cultura del siglo XX: de payaso de vodevil a figura reivindicada por los intelectuales. En sus serenos y laboriosos últimos años, en los que se ganó la vida en modestas actuaciones televisivas en las que normalmente recreaba viejos números de su repertorio, no pareció que diera a todo eso demasiada importancia. Él mismo era metáfora viviente de todo un capítulo de esa historia. Lo que venimos llamando “cine clásico norteamericano” murió un poco con él.

1 En la miniserie documental Buster Keaton: A Hard Act to Follow, episodio 3/3 (1987).

En la cumbre del cine mudo: Amanecer

Posiblemente el principal prejuicio que afecta a nuestra actual percepción del cine mudo sea la tendencia a juzgarlo como resultado de una limitación técnica —la dificultad, hasta finales de los años 20 no solventada, de acompañar una secuencia filmada con una banda sonora adecuadamente sincronizada a la misma—, antes que como un arte que, una vez definidas las condiciones en las que habría de desarrollarse, había alcanzado su plena madurez y, por tanto, era capaz de expresar con sus propios recursos todo aquello que sus cultivadores se proponían a partir del adecuado entendimiento de las características que le eran propias. De ahí que hayan fracasado todos los intentos de facilitar el visionado de películas originalmente mudas mediante el añadido de bandas sonoras que excedan la función asignada en su día a los músicos que acompañaban en directo la proyección: un simple subrayado dramático de lo que mostraban las imágenes.

En poco más de siete lustros el cine mudo alcanzó su propia perfección, que era también, como en cualquier otro arte, un dominio de las posibilidades técnicas existentes. En su reseña de 2004 de la película de F. W. Murnau Amanecer (Sunrise, 1927), Roger Ebert apuntaba incluso a una posible ventaja del utillaje del cine mudo sobre el que advendría con la generalización del sonoro: si bien “los movimientos de cámara eran infrecuentes”, el desarrollo de técnicas como el trávelin (“tracking shots”) y el desarrollo progresivo del ingenio y la habilidad de los operadores hizo realidad la ilusión de “una cámara aparentemente ingrávida, que pudiera volar, que pudiera atravesar barreras físicas”. Tal fue el logro de Murnau en esta película suya estrenada al filo mismo del nacimiento del cine sonoro. Y concluye el reseñista: “[C]uando llegaron las películas sonoras y las aparatosas cámaras de sonido tuvieron que ser aisladas en cabinas insonorizadas, [esa ligereza] volvió a perderse por unos años”. El moderno comentario de Ebert se hace eco casi literalmente de las palabras que el pionero teórico del cine Béla Balász escribió en 1930: “La primitiva realidad del sonido ha impuesto al emplazamiento de la cámara un nivel de primitivismo que el cine visual había superado siete años antes”. Se refiere Balász a que el sonido grabado no permite nada parecido al perspectivismo visual que posibilitaban las distintas posiciones de la cámara, y que, por el contrario, contagiaba a la imagen de su propio estatismo: “una dudosa recaída en lo teatral” (Balász 2010, 193).

Valga este preámbulo para situar en su adecuado nivel de excelencia la gran película norteamericana del cineasta alemán Friedrich Wilhelm Murnau (1888-1931). Característicamente, el simple enunciado del argumento de Amanecer resulta una simpleza: encandilado por una mujer de mundo, un joven campesino decide asesinar a su esposa y huir a la ciudad en compañía de la seductora; pero se arrepiente a tiempo y logra recuperar el amor de su mujer, a la vez que la arrebatadora experiencia de la ciudad a la que ambos han llegado al final de tan dramático viaje lo desengaña también de la perspectiva de vida que lo esperaba en ella. La historia estaba basada en una novela corta de Hermann Sudermann, Die Reise nach Tilsit (“El viaje a Tilsit”), que dio lugar a un guión de Carl Mayer, sobre quien no es descartable que influyera el reciente éxito alcanzado por la novela An American Tragedy (1925) de Theodore Dreiser. La cercanía cronológica entre la aparición de ésta y el estreno del filme invitan a la comparación, y más cuando se constata que la melodramática novela “naturalista” de Dreiser llamó pronto la atención de los cineastas y conocería su primera adaptación a la gran pantalla, de la mano de Joseph Von Sternberg, en 1931; a la que seguiría, veinte años después, la más conocida Un lugar en el sol (A Place in the Sun) de George Stevens. Sobre ambas pesa la sombría concepción de un mundo súbitamente abocado a la pérdida de cualquier referente moral que Murnau supo infundir al planteamiento de su película de 1927; y es imposible contemplar la escena del asesinato —en ambas películas, como en la novela, el protagonista arroja a su compañera al agua durante un paseo en barca por un lago— sin pensar en la escena análoga que es el núcleo dramático de la de Murnau: sólo que, lo que tanto en la novela de Dreiser como en las dos adaptaciones de la misma se explica mediante un complejo proceso de determinaciones sociales y psicológicas —el protagonista ve cómo sus errores le cierran constantemente el paso al soñado mundo del éxito económico y el reconocimiento social y trata de atajar esa deriva mediante un asesinato—, en la de Murnau depende de un fondo instintivo mucho más primitivo e incontrolable.

Desde las primeras escenas, en efecto, está claro que el ingenuo campesino que ha cedido a los encantos de la “Mujer de la Ciudad” —así es llamada en los créditos— no ve en ella solamente un camino para escapar de su humilde entorno, sino, sobre todo, un potente objeto de deseo, que contrasta poderosamente con la recatada modestia de la que en todo momento hace gala su esposa, a la que convendrían bien los versos que el poeta español Miguel Hernández, en un parecido laberinto emocional, dirigió a la suya en su poemario El rayo que no cesa (1935): “Te me mueres de casta y de sencilla”, en contraste con las expresiones de deseo encendido e incontrolable (“Es el tiempo del macho y de la hembra, / y una necesidad, no una costumbre, / besar, amar…”) que, en el mismo poemario, el poeta dirigió a la pintora Maruja Mallo (Ferris 232-233). Murnau había presentado su película explícitamente como “de ningún lugar y de todos los lugares”, apuntando a la universalidad de una encrucijada de deseos tan antigua como el hombre mismo, pero especialmente relevante desde el punto de vista artístico en un tiempo que, como veremos más adelante al ocuparnos del cine de G. W. Pabst, había hecho suya la indagación en la naturaleza del deseo que previamente habían emprendido psicólogos como Sigmund Freud o novelistas como Flaubert, Dostoievski o Zola.

A diferencia de Una tragedia americana y sus adaptaciones al cine, la película de Murnau confronta al espectador con una inesperada deriva. El criminal en ciernes madura su crimen y está a punto de cometerlo; y, lo que es peor, su víctima experimenta el horror de saberse a punto de ser asesinada por el hombre a quien ama. Sin embargo, este oneroso nudo dramático demuestra ser reversible, y ahí es dónde Amanecer se revela, no sólo como uno de los más claros antecedentes de la modalidad pasional del cine negro que tendría sus mejores ejemplos en películas como Perdición (Double Indemnity, 1944), donde el acto de seducción conduce directamente a la confusión moral, al crimen y a la muerte, sino también como el exacto reverso del fatalismo que suele presidir ese tipo de cine. En el momento decisivo, la duda se apodera del protagonista y le impide consumar el asesinato; y aunque durante un tiempo puede decirse que su víctima ha experimentado plenamente el dolor de saberse objeto de semejante designio criminal —y, por tanto, en cierto modo ha muerto, puesto que su inocencia ha sucumbido a la nueva situación de desconcierto—, la extrañeza que envuelve a ambos tiene su exacta traducción visual en la rutilante ciudad moderna a la que los ha conducido su agitado viaje; y que, con sus acechanzas y peligros —el tráfico amenazador, la alegría impostada de la vida nocturna, la interesada hipocresía de los tenderos, etcétera—, y con sus ejemplos de cientos de parejas de jóvenes que se demuestran su amor, supondrá una nueva oportunidad para que los protagonistas vuelvan a necesitarse y eventualmente a amarse.

Naturalmente, lo que presta valor de obra de arte a esta historia no es sólo su contenido dramático —incluyendo su sorpresivo giro argumental—, sino su asombrosa puesta en escena y el modo de filmarla. Ya al principio observamos que la mirada que Murnau presta al espectador no es la del simple testigo distante de lo que sucede. En la arrebatada escena en la que la seductora conduce al campesino al lugar recóndito en el que se entrega a él, después de haberle arrancado la promesa de llevar a cabo el crimen planeado entre ambos, la cámara adquiere esa bendita movilidad a la que aludíamos al comienzo y, literalmente, atraviesa arbustos y esquiva ramas en pos de los pasos de los amantes, poniendo al espectador en la misma tesitura ansiosa de quien, urgido por un deseo mayor, obvia cualquier obstáculo en el camino de su logro. Luego, mediante imágenes sobreimpresas, asistimos a la gráfica memoria física que el seducido guarda de su seductora, cuya imagen desvaída, cuasi fantasmal, abraza literalmente al hombre sumido en sus pensamientos mientras asiste indiferente a los humildes actos de devoción doméstica que le prodiga su mujer. Conforme lo domina su horrible propósito, el hombre irá adoptando un porte acorde con su estado de obcecación moral: lo veremos cargarse de hombros y fruncir el ceño, pero también caminar literalmente con los pies cargados de plomo, pues tal fue el procedimiento al que recurrió Murnau para dotar a su protagonista de los movimientos lentos y pesados de un hombre abrumado por una idea fija.

Pero el gran logro escenográfico de Murnau será su representación de la Ciudad: contemporánea de Metrópolis de Lang, la Ciudad de Amanecer será también una plasmación de la obsesión del hombre contemporáneo por las nuevas realidades urbanas y la proyección de éstas a un futuro distópico en el que las nuevas formas de vida terminarían por resultar abrumadoras y letales. En el contexto alemán, no es fácil sustraerse a la idea de que tales proyecciones futuristas incluían un presagio de la amenaza totalitaria que se cernía sobre el país. Pero esa obsesión no era sólo alemana: se plasmaría en productos artísticos tan alejados entre sí como las novelas de Dos Passos —Manhattan Transfer data de 1925— o el libro Poeta en Nueva York del español García Lorca, ya redactado en torno a 1930. Lo que es indudable es que las mejores plasmaciones cinematográficas de esa obsesión contemporánea pertenecen a la cinematografía alemana: desde Berlín, sinfonía de una gran ciudad (Berlin. Die Sinfonie der Großstadt, 1927) de Walter Ruttmann, coetánea de las de Murnau y Lang, a la más tardía Hombres en domingo (Menschen am Sonntag, 1930) de Curt y Robert Siodmak.

La ciudad que Murnau crea para Amanecer tiene en común con la de Lang su carácter distópico: no es ninguna ciudad concreta; y, aunque obedece, en líneas generales, a los caracteres de la moderna urbe contemporánea, también anticipa el colosalismo que caracterizaba las ensoñaciones de arquitectos como el italiano Antonio Sant’Elia, uno de los firmantes del Manifiesto de la Arquitectura Futurista (1914). En la Ciudad de Amanecer, efectivamente, veremos desmesuradas salas de fiesta, una colosal estación de trenes o una versión aumentada de un parque de atracciones que recuerda el ya entonces famoso de Coney Island —al que también Lorca dedica un poema de su mencionado libro neoyorquino—. Para acentuar la impresión de grandeza, Murnau utilizará decorados en falsa perspectiva —es decir, con los elementos del fondo construidos a una escala menor que los situados en primer plano—, como ya había hecho en El último (Der letzte Mann, 1924) y Tartufo (Tartüff, 1925)1, e incluso recurrirá a niños y enanos para que actúen como figurantes en segundo plano, contribuyendo a acentuar la sensación de empequeñecimiento asociada a la lejanía visual. Esa será la ciudad colosal en la que los renacidos amantes de la película habrán de redescubrirse a sí mismos, constatar su vulnerabilidad y entenderse, al mismo tiempo, como partícipes de una pulsión universal hacia la felicidad, a veces difícilmente distinguible del mero impulso a la gratificación de los deseos.

Ya en El último Murnau había tenido el atrevimiento de prescindir de los intertítulos. En Amanecer son escasos: el más elocuente es, quizá, el que facilita la comprensión de la escena en la que vemos al campesino vender un caballo para subvenir a los gastos que origina su oneroso encaprichamiento. Más significativo resulta, en cambio, que el director se aviniera a hacer un uso paródico de los mismos: cuando la seductora propone a su enamorado que ahogue a su mujer, la frase “¿No podría ahogarse?” (“Couldn’t she get drowned?”) adquiere una consistencia líquida y resbala pantalla abajo, como agua en un cristal.

Murnau sabía ya que ese “cine visual” del que hablaba Balász tenía los días contados; de hecho, Amanecer no es una película muda propiamente dicha, sino que venía acompañada de una banda musical sincronizada que incluía algunos efectos de sonido, tales como los ruidos del tráfico o el rumor de la multitud. Lo mismo ocurriría con otras dos producciones norteamericanas de Murnau: la hoy perdida Los cuatro diablos (4 Devils, 1928) y El pan nuestro de cada día (City Girl, 1930). En esta última, además de jugar a invertir el planteamiento de Amanecer y presentar una relación entre un campesino y una mujer de ciudad en la que será esta última quien sufra los efectos de las falsas perspectivas que se había formado sobre la vida de aldea, Murnau experimentará con un recurso que ya había utilizado con anterioridad —en el ya mencionado Tartufo, por ejemplo—, pero que ahora se hará sistemático: la presentación en pantalla de cartas, telegramas, facturas, titulares de prensa y otros documentos escritos que pasan por las manos de los personajes y sustituyen con ventaja a los intertítulos tradicionales, además de integrarse con verosimilitud en el relato puramente visual. El procedimiento alcanzará pleno desarrollo en Tabú (Tabu, 1931) la última película del director —Murnau moriría ese año como consecuencia de un accidente de tráfico—, donde de nuevo se prescinde de los intertítulos tradicionales y todos los textos explicativos llegan a los ojos de los espectadores en forma de documentos —cartas, etcétera— que los personajes también leen, por más que para ello sea necesario crear la ilusión de que los indígenas polinesios que protagonizan la película son todos letrados e incluso utilizan con soltura una variedad escrita de su lengua nativa.

Lo que es seguro es que Murnau sentía estos aditamentos como accesorios; como lo eran, en el fondo, los propios intertítulos, en muchos casos redundantes o innecesarios. En Amanecer literalmente los dejó resbalar pantalla abajo, como borrados por la lluvia. Una tormenta mucho más poderosa acabaría eliminando de los cines y de la memoria visual de la mayoría de los espectadores este sencillo vínculo entre la narrativa puramente visual y la dependencia humana de la palabra tranquilizadora y explícita.

1 Véase ilustración del procedimiento en el documental Tartufo, la película perdida (Tartüff, der verschollene Film), 2004.

Hacia la comedia adulta: Laurel y Hardy

Como sucede incluso en las parejas mejor avenidas, también en el duradero dúo cómico que formaron Stan Laurel (1890-1965) y Oliver Hardy (1892-1957) hay recovecos inasequibles a la mirada ajena. En la biografía que les dedicó Simon Louvish (2003) se repasan detalladamente los orígenes familiares y artísticos de ambos, la asendereada vida sentimental de cada uno de ellos y los pasos que les llevaron a confluir en los estudios de Max Roach e iniciar una larga y fructífera carrera en común; pero nada concluyente se dice respecto a qué fue lo que verdaderamente unió a estos dos hombres singulares. Al parecer, en la vida real no extremaron la intimidad que podía presuponérseles, ni solían hacer vida social juntos. En alguna ocasión, insinúa Louvish, las conversaciones que ambos mantenían mientras jugaban al golf pudieron evitar la ruptura a la que inevitablemente conducían los desacuerdos entre Roach y el exigente Laurel. Poco más sabemos de una relación que sobrevivió a los desastrosos matrimonios de ambos y a toda una carrera en la que no faltaron altibajos y crisis creativas; a no ser que aceptemos lo que parece más evidente: que el permanente estado de gracia en que consistió la unión artística del dúo se cimentaba precisamente en el contraste, no ya sólo entre los tipos físicos y los correspondientes arquetipos morales que cada uno de ellos encarnaba, sino también en sus maneras de encarar el trabajo artístico desde preconcepciones y trayectorias previas radicalmente divergentes.

La principal diferencia, nos dice Louvish (109), estriba en los orígenes artísticos de ambos. Laurel aprendió su trabajo de cara al público, como cómico teatral, mientras que Hardy fue siempre actor cinematográfico y no tuvo experiencia previa en el teatro. “Uno agrada y responde al público, el otro a una sensación intangible de espacio y distancia desde la lente y el proscenio artificial”. Stan aportaba la personalidad más compleja y problemática, la que inspiraba las constantes bromas del dúo sobre la propia identidad y sobre la permanente querencia del adulto inadaptado a replegarse en la infancia. Por contraste, Ollie desarrolló un personaje fatalista y pasivo, enternecedor por su desesperado esfuerzo por conservar la dignidad en las situaciones más ridículas: era la superación, la redención incluso, del gigantón malintencionado que el voluminoso actor había encarnado en sus papeles previos a su encuentro con Laurel. En ambos confluyen tradiciones artísticas anteriores al propio cine, fundidas con los arquetipos que el nuevo arte había contribuido a hacer populares. Laurel, que había llegado a América en el mismo barco que Chaplin cuando ambos trabajaban para la compañía de teatro cómico de Fred Karno, remedó por un tiempo al personaje con el que su compatriota alcanzó el éxito, y cuya impronta es visible en el que el propio Laurel llegaría a configurar.

Con el paso del tiempo, el contraste entre Stan y Ollie no haría sino acentuarse, a la vez que ambos iban intercambiando sutilmente algunos rasgos de sus respectivos caracteres. El personaje chaplinesco de Laurel llegaría a perder su desvalimiento y a desarrollar un cauto instinto de conservación que lo ponía a salvo de los despropósitos dictados por la suficiencia egocéntrica de Ollie, a la vez que éste iba abriendo su personalidad a una insondable ternura bonachona, a menudo en contradicción con sus ínfulas de persona digna y cargada de razón. En el tramo sonoro de su carrera en común, el trabajado contraste en el que se basaba la comicidad del dúo tuvo también un sutil fundamento lingüístico: Laurel exageraba su acento británico, mientras que el sureño Hardy no se cuidaba de disimular el suyo de Atlanta. El contraste entre los modos de hablar —fatalmente perdido o falseado en las “dobles versiones” rodadas para el extranjero y en los doblajes— acentuaba el derivado de las obvias diferencias físicas y los arquetipos morales que cada uno representaba.

Era, por supuesto, una relación de complementarios; lo que, cuando se traduce en una contrastada amistad e incluso intimidad entre hombres aparentemente asexuados —o, mejor dicho, desinteresados de las mujeres—, inevitablemente sugiere alguna clase de entendimiento homosexual. Abundan en las películas de Laurel y Hardy las ocasiones en las que uno de los dos, o ambos, se travisten o remedan los comportamientos del sexo contrario, en lo que no es sino una trasposición a la pantalla de un arraigado recurso del vodevil, cuya explotación transcurría siempre más acá de los límites de lo permisible, a sabiendas de que, si se traspasaban, se herirían ciertas sensibilidades y se provocarían los recelos del censor de turno. Más llamativas resultan las numerosas escenas en las que la pareja comparte cama, en lo que puede entenderse como un ingrediente más de otro arraigado motivo de comicidad: la parodia de las relaciones matrimoniales. Laurel y Hardy utilizaron este recurso por primera vez en el corto Slipping Wives (1927) (Louvish, 209). En Dos veces dos (Twice Two, 1933) cada uno de ellos se desdoblará para hacer el papel de esposa del otro: un travestido Stan interpretará a la mujer de Ollie; mientras que Ollie, vestido de oronda mujer —y sin recatarse de aparecer en combinación, mientras se arregla ante el espejo de su dormitorio—, hará de esposa de Stan. Ambas parejas se citan para cenar en casa del matrimonio Hardy, lo que dará lugar a una agria pelea entre las dos esposas.

Lo verdaderamente perturbador de estas situaciones no es tanto su apelación al travestismo y a la inversión de identidades sexuales, como lo que sugieren acerca de la naturaleza de las relaciones interpersonales, en general, y más específicamente de las de pareja. Así, en Noche de duendes (The Laurel-Hardy Murder Case, 1930), el manido pretexto argumental —la implicación del dúo en el supuesto asesinato de un millonario de quien Stan cree ser heredero— no es sino una excusa para mostrar a la pareja en dos largas y tormentosas escenas de cama: primero, en una litera del tren que los conduce a Chicago, la ciudad en la que vivía el difunto, y luego en casa de éste. La primera de las dos noches se traduce en la angustiosa brega de ambos por subir a la litera y, una vez en ella, lograr desvestirse en un espacio tan reducido: en las películas de Laurel y Hardy no es raro que estas parodias de la intimidad de pareja se resuelvan en situaciones de una comicidad claustrofóbica y con frecuencia angustiosa. La segunda noche, aparentemente más desahogada — encontramos a ambos confortablemente instalados en una cama de matrimonio—, se resolverá también en un sinfín de sobresaltos y carreras, en consonancia con la tétrica atmósfera de la mansión. Finalmente, cuando la situación se vuelve decididamente absurda, con intervención de fantasmas incluida, la pareja despierta en el muelle donde inicialmente habían leído en un periódico la noticia de la muerte del presunto pariente de Stan: todo ha sido una pesadilla. Y el mensaje no puede ser más claro: la felicidad consiste en el regreso a una especie de inocencia asexuada —en la película, la libertad sin ataduras de los vagabundos—, después de haber escapado de la claustrofóbica pesadilla de la intimidad a puerta cerrada entre dos, donde desvestirse mutuamente —otra acción a la que la pareja se aplica en multitud de películas— y rozarse o tocarse equivalen casi a infligirse una mutua tortura.

Frecuentemente, la comicidad de los gags en que consisten las películas de Laurel y Hardy suele derivar a este tipo de situaciones angustiosas, que ponen en cuestión, no ya los fundamentos de las relaciones afectivas, sino el sentido mismo de la existencia. La premiada Haciendo de las suyas (The Music Box, 1932), que obtuvo un Óscar al mejor cortometraje cómico, es un buen ejemplo. Aún hoy hace reír: las torpezas, tropezones y caídas del dúo mientras intentan llevar una pianola a una casa situada en una cuesta al final de una larguísima escalera pertenecen al acervo de la comicidad universal. Pero la impresión que se impone a todas las risas es la de haber asistido a un ímprobo esfuerzo inútil, que tiene más que ver con la tortura de Sísifo que con la representación de una simple payasada.

Incluso en una película tan tardía como Locos del aire (The Flying Deuces, 1940), situada ya en los umbrales de la década en que el dúo perderá mordiente e infantilizará su humor, asistimos a una sorprendente escena en la que el gordo Ollie, que ha sufrido un desengaño amoroso, intentará el suicidio y pretenderá que lo secunde su compañero, quien, para aplazar el ominoso momento, logrará enzarzar al otro en una extraña conversación sobre la reencarnación, en la que Ollie confesará que le gustaría reencarnarse en caballo, mientras el otro cínicamente aduce que, dado el caso, le gustaría volver a ser quien es. Cuando el personaje de Ollie efectivamente pierda la vida en circunstancias muy distintas —en un accidente aéreo, mientras huye del cuartel de la Legión Extranjera al que lo ha conducido su desengaño amoroso—, lo veremos reencarnarse efectivamente… en un caballo con sombrero y pajarita. Previamente, en un intento anterior de fuga, la pareja se había visto atrapada una vez más en una de sus recurrentes situaciones claustrofóbicas: para escapar de la celda en la que han sido encerrados por intento de deserción, utilizan un túnel, en el que provocarán un desprendimiento que los obligará a abrirse paso cavando con sus propias manos. La combinación de los tres elementos —encierro, suicidio, reencarnación— y la simbología a ellos asociada vienen a suponer una nueva versión del recurrente tema de la huida de las servidumbres —incluidas las sexuales— del adulto; sólo que, esta vez, la habitual escapada hacia la inocencia parece abocar a la muerte; una muerte que es también un regreso a la inocencia estólida del animal irracional.