Cowboy de medianoche - James Leo Herlihy - E-Book

Cowboy de medianoche E-Book

James Leo Herlihy

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Beschreibung

Joe Buck, un joven e ingenuo tejano, decide dejar atrás un pasado sin salida y encontrar una vida rebosante de glamour en Nueva York. La ciudad, por supuesto, resulta ser un lugar mucho más difícil de conquistar de lo que esperaba, y pronto ve comprometido su sueño. La dura caída de Buck a la realidad y su relación con un estafador callejero lisiado, Ratso, forman el núcleo emocional de la novela, y la improbable pareja es uno de los retratos de amistad más complejos y elaborados con sensibilidad en la literatura reciente.

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Seitenzahl: 361

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cowboy de

medianoche

James Leo Herlihy

Cowboy de

medianocheTraducción de

Ce Santiago

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.

Título original: Midnight Cowboy

© James Leo Herlihy, 1960-1965-1971

© Jeffrey Bailey, 1994

© De esta edición: Bunker Books, 2023

© De la traducción: Ce Santiago, 2023

Ilustración de cubierta: © Juan Francisco Casas

Fotografía de solapa: © Los Angeles Times

Diseño de cubierta: © Tono Cristofol

Bunker Books S.L.

Cardenal Cisneros, 39, 2º - 15007 A Coruña

www.bunkerbooks.es

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,

http://www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.ISBN: 978-84-127254-8-3Depósito legal: CO 1560-2023

Para Dick Duane

«Los solitarios no aparecen en las Bienaventuranzas.

La Biblia no dice que sean bienaventurados»

Señor O’Daniel

Siéntate en tu celda, Herlihy

Un prólogo a Cowboy de medianoche

Hace un par de años, el estreno de la serie The Queen’s Gambit(Netflix) provocó una moda completamente inesperada: furor por el ajedrez (no suena más creíble tras haberlo escrito). La venta de tableros y piezas se disparó, los padres inscribían a sus hijos a la Unió Gracienca d’Escacs y en bares y patios de escuela se desarrollaban encendidos debates sobre si era mejor «la defensa escandinava» o el «contragambito Alvin». La serie, huelga decirlo, se había convertido a nivel mundial en uno de esos fenómenos de «tienes-que-ver-esto» con los que la gente no fascinante monopoliza la conversación en cenas. La craze se extendió, contra todo pronóstico, a España, un país donde hacía ciento treinta años que nadie realizaba una actividad cultural. A resultas de todo lo mencionado, los actores y el director se hicieron aún más famosos, y Netflix, asumo, se forró.

En todo esto, nadie parecía darse cuenta de que aquella serie tenía su origen en un libro estupendo de un autor excelente, el fallecido Walter Tevis1. Es cierto que las ventas de la reedición, planeada para coincidir con el estreno de la serie, subieron de forma remarcable en todo el mundo, incluso en España, un país donde etc., y que la obra gozó de cierta popularidad durante un breve periodo. Pero su autor no fue trending topic ni, a un nivel más formal, se presentó su candidatura para algún tipo de galardón póstumo. La gente no empezó a explorar el resto de su bibliografía, ni siquiera cuando el NY Times tituló un artículo «Walter Tevis era un novelista. Posiblemente conozcas (mucho) más sus libros como películas».

Lo que acabo de comentarles guarda una estrecha relación con James Leo Herlihy y la novela Cowboy de medianoche. No solo porque tanto él como Tevis fuesen «campeones de los marginados» ni hubiesen centrado su escritura en los «losers and loners» de la sociedad, ni siquiera porque los dos se suicidaran en el tercer tercio de sus existencias, sino porque sus carreras estuvieron marcadas por el enorme éxito de las adaptaciones fílmicas de sus libros, y la fama, dinero y desvelos faustianos2 que les reportaron dichas adaptaciones.

James Leo Herlihy nació en 1927 en el seno de una familia de clase obrera de Detroit. Sangre germano-irlandesa. Su padre era ingeniero constructor y su madre ama de casa. Cinco hermanos, todos ellos educados en la ética del trabajo ennoblecedor y la moral católica. En algún punto de su gestación, el joven Herlihy vio claro su destino: «tan pronto como descubrí las palabras, supe que quería escribir»3, diría, décadas más tarde. A los siete años, Papá Noel le trajo una máquina de escribir, y él empezó a escribir guiones para su teatro de marionetas. Su hermana, socia de un Book-Of-The-Month-Club, le iba pasando libros de Thomas Wolfe, Upton Sinclair y F. Scott Fitzgerald. Siguió la inevitable adolescencia con alienación artística, en la que el joven James Leo se golpeaba la cabeza con los puños mientras exclamaba «¿Cómo [puede] convertirse en escritor alguien que [ha] nacido en 76 South Sugar Street?»4.

En 1945 estalló la IIª Guerra Mundial, y JL se alistó en el ejército, aunque nunca llegaría a ver servicio activo. Intimó allí con un tal John Lyons, profesor de la Loyola University en la vida civil, quien le recomendó que cursara una carrera universitaria en la Black Mountain College (North Carolina), reputada por su liberalismo e idiosincrasia educativa. Tras recibir una carta en la que se rechazaba su solicitud por alguna nimiedad burocrática, Herlihy se plantó en la universidad y le afeó al director el desaire («¿Cómo no vais a aceptarme a mí?»5). Fue admitido en el acto.

Saltemos a 1947, el año en que la escritora Anaïs Nin realizó una estancia de cuatro días a la universidad. «Fue lo más glamuroso que me había pasado en la vida… No le quité el ojo de encima durante toda la visita», diría del encuentro6. Un día, la autora le preguntó al joven aspirante por qué deseaba escribir. Él respondió que, como Upton Sinclair en La jungla, quería relatar la angustia de los hombres en el seno de una sociedad injusta, o alguna flipada semejante. Anaïs Nin, tras (presumiblemente) pellizcarle el moflete y sacudírselo, le contestó: «Yo quiero aportarle al mundo una persona plena: yo». Para Herlihy, aquello fue una revelación. De repente comprendió la dualidad de su tarea: su trabajo como escritor implicaba afectar a otros, pero no podía hacerlo sin afectarse a sí mismo antes. Herlihy pasaría el resto de su vida citando a Nin como mayor influencia7, mientras que ella le llamaba «mi hijo espiritual».

Siguieron diversos empleos nefastos y un trabajo de actor en Pasadena8. En 1958, el escritor tuvo su primer break con el estreno en Broadway de su obra Blue Denim. Fue un gran éxito, y al año siguiente apareció la adaptación fílmica9.

En 1960 publicaba su primera novela, All Fall Down, claustrofóbico drama familiar protagonizado por adolescente puteado y madre sobreprotectora. Empezaría allí una obsesión temática que nunca le dejaría: la figura del Clinton Williams de All Fall Down se repetiría con variaciones en la Gloria Random de The Season of the Witch (1971); el Rudy Filbertson de The Sleep of Baby Filbertson (1958); incluso, en cierto modo, en el Joe Buck de Cowboy de medianoche (1965), si bien cambiando la figura de la madre por la de la abuela.

El germen de Cowboy de medianoche se remonta a 1963, cuando, según el autor, «el personaje de Joe Buck empezó a bailar dentro de mí, a decirme cosas, a presentarse cada vez que cerraba los ojos»10. Herlihy tardó dos años en finalizarla.

La novela se divide en dos partes, que podríamos definir como pre-neoyorquina y neoyorquina. La primera parte se abre con una imagen del protagonista con atavío completo de cowboy, haciendo la maleta para largarse de Houston. Desde allí, en infalible flashback, el autor narra la serie de eventos que hasta ese punto han tenido lugar en la vida de Joe Buck, un guaperas quien, tras ser abandonado por su madre natural, se cria en Albuquerque con su abuela, Sally Buck. La rubia y flirteante abuelita le proporciona a Joe manutención y cobijo, pero desatiende de forma consistente el frente afectivo-emocional. El cándido y bien dotado adolescente emprende entonces un periplo de picaresca tragicómica: pierde la virginidad con la legendaria (a los quince) Anastasia Pratt; se deprime y descubre su soledad (más sobre esto más adelante); y entrega su escultural cuerpo al primero que se lo pida bien, sea hombre o mujer. Tras la muerte de la abuelita (ella «olvida» decirle al último de sus amantes que no sabe montar y, cuando el jamelgo encabrita, la anciana «simplemente se [rompe] en pedazos»), Joe Buck regresa a Houston. Lo que le sucede allí con el trío formado por el gigoló Perry, la madama Juanita Collins Harmeyer Barefoot y su hijo medio indio y deforme, Tombaby Barefoot, llena al protagonista de rabia (más sobre la rabia más adelante) y le empuja a su siguiente decisión: marchar a New York para buscarse la vida como gigoló.

Al comienzo de la segunda parte se hace patente que Joe es igual de malo mercadeando con su genitalia que utilizando el cacumen. Tras una serie de fiascos y faux pas, conoce por casualidad a un tullido sudoroso y ratuno llamado Rico «Ratso» Rizzo, y los dos, después de arreglar algunos malentendidos fundacionales, se convierten en camaradas. Juntos hacen la calle (Ratso se convierte en su manager) y malviven un New York glacial, sórdido e implacable. También sueñan con empezar una nueva vida en Florida, un lugar donde, según Ratso, gracias a la abundancia de «sol y cocos», las dos necesidades fundamentales del ser humano están solventadas.

Esta sección neoyorquina es la que, tres años después, formaría el grueso del guion de la película de John Schlesinger. Midnight cowboy se lanzó en 1969, con Waldo Salt a cargo del guión adaptado y, como todos ustedes saben, John Voight y Dustin Hoffman en los papeles de Buck y Rizzo. Y en la banda sonora ese icónico tema principal, interpretado por Harry Nilsson11, que ustedes están canturreando ahora mismo.

Se trata de una buena película, vaya eso por delante, pero conviene no olvidar que el Hollywood clásico era como la tía puritana que venía de visita a casa y ante la que estaba prohibido soltar profanidades. La adaptación cinematográfica de una novela explícita, en el Hollywood de la época, pasaba necesariamente por la amputación previa de las partes ofensivas. Eso, en el caso de Cowboy de medianoche, una novela sobre un prostituto que no cesa de conocer pimps traicioneros, furcias consumidas y pervertidos de todo pelaje, implicaba un montón de alteraciones12.

Por lo dicho, es imposible no juzgar al filme por lo que es: la versión digerible, algo pacata, de un original violento, cachondo (más sobre el humor más adelante) y sucio. Que la Motion Picture Association of America le endilgara una clasificación X13 del todo risible (la culpa la tuvo el «marco de referencia homosexual») confirma, por paradójico que parezca, mi razonamiento.

No crean que hablo solo de semen y salacidad. Las primeras cosas que pierde una adaptación fílmica son la profundidad, detalle y background de la trama literaria. La mayoría de elementos que hacen excelente a la obra, y sobre las que ahondaré en los siguientes segmentos, se pierden en su versión de celuloide (en efecto, estoy diciendo que «el libro era mejor»). Para Herlihy, la vida pre-neoyorquina de Buck, su infancia y juventud y cuitas previas en Albuquerque y Houston, eran tan importantes como la segunda parte, y por eso utilizó medio libro para explicarlas. Aquellos escenarios y personajes (las «tres rubias», el mencionado Perry, el semi-padrastro Woodsy Niles, la abuela Sally…) desaparecen del filme, lo que tiene como resultado un artefacto mucho más plano y menos rico que la obra que lo inspiró.

Todo lector de Cowboy de medianoche que recuerde, aunque sea entre brumas (de alguna Sesión de Tarde siestera), la versión cinematográfica, quedará gratamente sorprendido por los rasgos diferenciales del original. Uno de ellos es, como apuntaba más arriba, el humor. Aunque no iría tan lejos como para calificar a la novela de cómica (en cuanto a género), sí está repleta de momentos humorísticos, enlazados como el que no quiere la cosa a la tragedia circundante. Muchos de ellos tienen que ver con la voz narradora, una afinada y sutil tercera persona indirecta que va saltando de la omnisciencia (sabe lo que piensa Joe en todo momento) al juicio externo (comenta sobre las cosas que piensa o hace Joe). Lo cual, como pueden imaginar, es terreno abonado para el ridículo y el bathos. Sí, Herlihy podía ser la mar de gracioso si le daba la gana, y eso en Cowboy… sucede a menudo. Hay un momento en que Sally Buck se le aparece a Joe en una pesadilla, poco después de haber muerto descabalgada por el corcel, y le habla al nieto, «pero fue confuso. Había dicho “Quiero recuperar mi hogar” o quizás “Creo que no sé montar”14».

La rabia es otro ejemplo de disparidad entre novela y filme. Ambos Joe Bucks son harto limitados en lo neuronal, pero solo el primero está lleno de odio. «En aquellos días», escribe el narrador, «Joe se había topado con un nuevo tipo de combustible con el que funcionar. Había cogido un buen montón de rencores, grandes y pequeños, antiguos y recientes (…) y al juntarlos había creado algo vigorizante, casi embriagador: la furia en sí. Había sacado todos sus años, como objetos guardados en un baúl, y había escogido los recuerdos que pudieran ayudarlo a mantener aquella energía nueva y feroz». El Buck boquiabierto de Voight no alcanza a pronunciar casi ninguna de esas frases épicas, pero su encarnación novelesca ahonda una y otra vez en el odio, y dónde colocarlo una vez lo adquieres, para que al menos sirva para algo. El personaje es consciente de que, para sobrevivir a su periplo futuro, va a necesitar toda la ira que pueda reunir. Y ello le ayuda a sobrellevar la cadena de humillaciones a la que es sometido.

Cowboy de medianoche versa también sobre estar alienado; separado del mundo. Al principio del libro, Joe se mira en el espejo y descubre con placer que se ha convertido en todo un hombre, aunque su placer tiene corta duración: «El hombre nuevo seguía allí, con toda su belleza intacta, pero algo se había estropeado en la maravilla que era, la euforia se había hecho añicos y convertido en miseria. Y de repente supo por qué. Porque algo horrible le había sobrevenido aquel día: la conciencia de su soledad». Herlihy no permite que se nos olvide este hecho: que Joe es, por encima de las demás cosas, un hombre solo. La sensación de dolorosa otredad, la brecha con el resto de los humanos, ocupa la mayoría de razonamientos del cowboy: «la sensación de ser una persona sin un lugar de verdad en el mundo, un extranjero pese haber nacido bajo el rojo, el blanco y el azul, uno que ni siquiera era miembro de su propio barrio». Ser siempre el ajeno, quien mira desde la puerta, quien no conecta: una de las más antiguas fuentes de pesar espiritual. Resulta imposible no sospechar que el Herlihy escritor, persona doblemente alienada por bagaje y oficio (sé de qué hablo), puso mucho de él allí.

Esa soledad terrible instila en Joe un sentimiento igual de terrible: el deseo de convertirse en otra persona. Mejorada, a poder ser; la versión idealizada de uno mismo. El atavío de rudo vaquero representa la máscara que a él, quien siempre ha sido una «nothing person», le permitirá adquirir sustancia y enfrentarse al mundo. «Se obsesionó con la adquisición de un fondo de armario de cowboy», escribe Herlihy, «llevaba dentro día y noche la sensación, la creencia, de que todo iría a mejor cuando creara para sí cierta imagen nueva». A falta de un nuevo yo, Joe se conforma con la cosa más cercana: un disfraz. Y con aquel nuevo envoltorio Joe se zambulle en sociedad, mientras lucha por adquirir «una personalidad, un estilo propio».

Se ha hablado mucho de la amistad como tema fundamental de Midnight cowboy, la película. En la novela, la amistad entre Joe y Ratso representa también un papel céntrico, mayor incluso que en el filme, pues como decíamos el vaquero llega a ella tras un extenso trayecto de espantosa soledad. Dicho esto, en literatura los matices pueden serlo todo, y en la novela esa amistad se matiza con un par de apreciaciones. En primer lugar, se nos indica que su afecto mutuo está teñido por un ligero modificador: la adoración unilateral. «Ahora tenía, en la persona de Ratso Rizzo», explica, «a alguien que necesitaba su presencia con urgencia, de un modo casi frenético y, para Joe, era un bálsamo calmante para algo que llevaba mucho tiempo irritado, inflamado, picándole. (…) De alguna manera, había dado de bruces con una criatura que parecía venerarlo. Joe Buck nunca había conocido un poder igual y, por tanto, estaba mal preparado para gestionarlo».

La forma en que Joe corresponde a Rizzo es el segundo matiz que incluye Herlihy, y tiene que ver con una palabra cacareada de un tiempo a esta parte: «los cuidados». El escritor explica muy bien, de un modo que a menudo solo es posible en narrativa, la forma en que cuidar de alguien de un modo no interesado, por amor y altruismo, puede ser un camino a la pureza de corazón. «Así que ahí estaba», dice, «con aquella carga sobre sus hombros, responsable del bienestar de otra persona, una persona enferma y tullida. Pero, sorprendentemente, le gustaba la sensación que aquello le provocaba. Era un tipo de carga curiosa bajo la cual no se sentía más pesado sino más ligero, y abrigado». Es complicado exponer esto sin sonar cursi, como demuestran (por lo opuesto) las recientes novelas españolas sobre paternidad y crianza. Herlihy, armado de una de las herramientas más importantes de un escritor, la verdad, consigue dar en el clavo a la vez que evita el melindre.

Por último conviene apuntar, aunque suene redundante, que Cowboy de medianoche es un libro muy bien escrito: conciso y sencillo, narrado sin alardes, sin jerigonza, sin aforismos, pero que a la vez no olvida dejar caer la ocasional sentencia memorable. Con una trama vivaz y unos personajes que, como suele decirse, saltan de la página.

El resultado inmediato del éxito de Midnight cowboy fue para Herlihy la anhelada seguridad económica. Ello no solo le permitió conservar su apartamento en New York, sino que acabó comprándose una segunda casa en Key West, Florida. Pero la afluencia y la notoriedad empezaban a hacer mella en él. Ya en 1970 Herlihy le escribía a un amigo: «algo perturbador sucede en mi vida… me he hecho mucho más famoso de lo que me gustaría ser, y eso ha desequilibrado algunas cosas»15. Las dudas literarias no se demoraron, como ejemplifica otra afirmación epistolar, realizada sobre la misma época: «no estoy escribiendo bien, y eso ofende mi vanidad, pero estoy escribiendo lo suficientemente bien como para saber que después de este libro me libraré de los horrores de la narrativa»16.

Ese libro se acabaría llamando The season of the witch (1971), y sería el último del autor. Se trata de una road movie de autoestopistas17 y autocares, típicamente sixties. Narra los dos meses de vida itinerante de una hippy adolescente llamada Gloria Random, tras su fuga con un amigo-gurú gay que escapa de Vietnam, y todas las peripecias y gente «colorida» que ambos encuentran por el camino. El libro gozaría de un éxito moderado, a remolque de Cowboy de medianoche, aunque algunas reseñas hacían hincapié en lo irregular y poco prolífico que era su autor (lo primero no era cierto; lo segundo más o menos sí).

Herlihy, en todo esto, compaginaba su hartazgo de la escritura con un novedoso disfrute de la vida civil. Empezó a hacer cosas de persona normal, es lo que trato de expresar. Se involucró en el movimiento pacifista y en campañas por los derechos homosexuales (a estas alturas ya había salido del armario); viajó mucho, y por placer, a España, Marruecos y América Latina; socializó intensamente por primera vez en su vida, y amigos artistas como Tennesse Williams y Christopher Isherwood le visitaron a menudo en Key West, donde cuidaba de su jardín, cocinaba, realizaba el coito y bebía el vino que se hacía enviar de viñedos italianos; incluso empezó a dar clases en la universidad18.

Todo lo dicho suena atrayente, y lo sería para un no-escritor. Pero para los miembros del gremio, la anhelada plenitud personal de la que hablaba Anaïs Nin es, paradójica y proverbialmente, el beso de la muerte. Un escritor es, por definición, alguien que está incómodo en su propia piel; por eso escribe. Herlihy fue en la dirección contraria: gracias a su nuevo estilo de vida, empezó a colocarse en una postura confortable. Declaró que los escritores se encerraban «como monjes» y que él estaba harto del «exilio autoimpuesto»19. A mediados de los setenta se había convertido ya en un escritor compulsivo de cartas, en las que les relataba a sus sufridos amigos el florecimiento de sus tomates, entre otros temas de crucial relevancia. Por si no lo han entendido: se trataba de tomates no metafóricos. Herlihy estaba contento con su jardincito, y no hacía falta leer entre líneas. En efecto, todo apuntaba a que el escritor creía que era más feliz porque había conseguido dejar atrás una fuente constante de inquietud e inseguridad: su escritura. Aún no se había dado cuenta de que aquella inquietud-inseguridad era su destino, y lo que le mantenía vivo, y lo que le hacía ser quien era. Era, de un modo chocante e irreconocible, plenitud. La insomne, angustiosa, solitaria, no-feliz y deprimente plenitud del escritor profesional, que Herlihy acababa de canjear por una existencia de caldos, cocinitas y cópulas.

Aquello no era otra cosa que el pacto faustiano de toda la vida, en su versión mullida. Así como William Faulkner, por decir un ejemplo, murió de depresión babeante sobre la barra del Musso & Frank Grill, más alcoholizado que Boris Yeltsin en una boda irlandesa, tras una década sin haber escrito una página decente, Herlihy adoptó el camino contrario: el confort del hogar y la amistad; la satisfacción de una vida ordenada, al aire libre, no-literaria. Ninguno de los dos se daba cuenta de que, para un escritor, ignorar la llamada, utilices la modalidad de asueto que utilices, es sinónimo de muerte. Al igual que les sucede a los gánsteres, esto no es algo que uno abandone sin consecuencias. Independientemente del talento que se tenga, un novelista tiene que realizar la tarea, perdón, La Tarea, con el convencimiento de que ha ejecutado los sacrificios pertinentes y se halla bajo la protección de los dioses. El dinero y la fama de Hollywood separan al autor de La Tarea, y ofenden a la musa mística que la hacía posible.

Para cuando Herlihy se percató de «la ausencia de la musa», como la denomina el autor de cómics Eddie Campbell20, ya era tarde. Empezaban los ochenta y, tras una década de reclusión comodona y ágrafa, el escritor consiguió lo que anhelaba: no ser nadie. Sus libros habían dejado de reeditarse y su reputación formaba parte del pasado. Los infortunios empezaron a hacer piña contra él, como tienen por costumbre: epidemia de sida mundial; achaques renales y dentales; desgracias personales (murió de cáncer su amigo James Kirkwood, autor de A Chorus Line). Ignoro si en algún momento tuvo la iluminación precisa de lo que le había sucedido, pero no puedo evitar visualizarlo: Herlihy lanzando un risotto di funghi porcini recién cocinado contra la pared de la cocina, tras darse cuenta de que lo que él había tildado de infelicidad (un nota encerrado en calzoncillos en un cubil, editando borrador tras borrador) era lo opuesto a ella.

A finales de los ochenta, el artista ya estaba deprimido a jornada completa, como les sucede de forma inevitable a los escritores que no escriben. La lozana tomatera desapareció de sus cartas para dejar paso a comentarios regulares sobre la muerte digna y la conveniencia de «irse a dormir y despertar en otro sitio»21. El 21 de octubre del año 1993, a los sesenta y seis años, James Leo Herlihy se suicidaría por sobredosis de pastillas en Los Ángeles.

Cowboy de medianoche sigue siendo, casi sesenta años después de su publicación, una de las grandes novelas del siglo XX. También es uno de mis libros favoritos. Que se recuerde menos a su autor que a otros escritores muchísimo más engolados y aburridos de su misma generación tiene que ver, supongo, con el viejo adagio castellano de que el cántaro vacío es el que más ruido hace. O que, de cara a la academia y la cultura seria, cuanto más afectado y bibliófilo y conscientemente ofuscante es un literato, más prestigio obtiene.

Y sin embargo. Quizás las cosas habrían terminado de otro modo si James Leo Herlihy hubiese tenido presente a aquel eremita del siglo V, Moisés el Negro, cuando le respondió a un monje que había manifestado dudas: «Ve. Siéntate en tu celda, y tu celda te lo enseñará todo»22. El destino de un escritor es, igual que el de un monje, permanecer en la celda. Y en ella, escribir un libro tras otro. Dejar de hacerlo, salir de la celda, como hizo Herlihy, es lo mismo que adentrarse voluntariamente en la muerte.

Kiko Amat, julio del 2023, Barcelona

11 En España, las traducciones existentes de Walter Tevis se reparten por diversas editoriales: Gambito de dama (Alfaguara); Sinsonte (Impedimenta); El hombre que cayó a la tierra (Contra Editorial y recientemente también Alfaguara).

2La expresión «pacto faustiano» hace referencia al Dr. Fausto, una figura del folklore alemán, quien vende su alma al maligno a cambio de ciertos conocimientos inalcanzables y poderes mágicos. Del mismo modo, alguien que realiza un pacto faustiano está canjeando su integridad moral por bienes materiales, determinado conocimiento o poder.

3Understanding James Leo Herlihy, Robert Ward (University of South Carolina, 2012)

44 Ibid. No lo de los puños, eso era una licencia poética del prologuista.

5Ibid.

6Ibid.

7Fue Anaïs Nin quien detectó el «tempo de jazz» que tenían las cartas de Herlihy, y le sugirió que lo aplicara al estilo literario de sus futuras novelas.

8Herlihy había estudiado interpretación en la universidad, y durante muchos años compartió dicha pasión con la escritura, hasta el punto de creer que su destino yacía allí.

9Blue Denim, Philipp Dune 1959. Con Brandon DeWilde y Carol Lynley.

10Understanding James Leo Herlihy, Robert Ward (University of South Carolina, 2012).

11«Everybody’s Talkin’ (Echoes)», Top #2 Billboard hit y Grammy para Nilsson, aunque había sido compuesta y publicada previamente por Fred Neil en el elepé Fred Neil (junto a otro hit de Neil, «Dolphins»).

12En el filme, Joe Buck es un «homosexual virgen», lo que por fuerza tiene que provocarle una incrédula carcajada al lector de la novela. En esta, nuestro cowboy ni siquiera ha cruzado los límites de Houston y ya se ha pasado por la piedra a todo hombre, mujer o zarigüeya de la zona.

13Midnight Cowboy es la única película clasificada X de la historia que ha sido galardonada con un Óscar. Tres, de hecho.

14En el original me hace aún más gracia: «She had said either “I’ll get my house back” or “I can’t ride horseback”».

15Understanding James Leo Herlihy, Robert Ward (University of South Carolina, 2012).

16Ibid.

17Anaïs Nin, por cierto, llamaba a Herlihy «autoestopista crónico».

18Walter Tevis abandonó la enseñanza porque, como afirmó en una entrevista en el New York Times, «acababa dejándose todo el entusiasmo en el aula» y «aquella audiencia sustitutía la audiencia invisible de mis novelas». Es razonable pensar que lo mismo le sucedió a Herlihy.

19Understanding James Leo Herlihy, Robert Ward (University of South Carolina, 2012).

20La musa muerta (Astiberri, 2010)

21Understanding James Leo Herlihy, Robert Ward (University of South Carolina, 2012).

22Apotegmas de los padres del desierto.

PRIMERA PARTE

1

Con sus botas nuevas, Joe Buck medía metro ochenta y cinco y la vida era distinta. Al salir de aquella tienda de Houston notó que un chasquido lo recorría de cintura para abajo: una especie de poder que no sabía que tenía se había liberado en su pelvis y podía sentir el mundo entero a través de ella. Músculos sin estrenar se le activaron en el trasero y las piernas, y cobró conciencia de una actitud completamente nueva hacia la acera. El mundo estaba abajo y él estaba arriba, encima, y en el espacio intermedio ahora reinaba un animal raro y hermoso: él, Joe Buck. Era fuerte. Estaba exultante. Estaba listo.

—Estoy listo —se dijo, y se preguntó a qué se refería.

Joe sabía que como pensador no daba para mucho y también que como mejor pensaba era delante de un espejo, así que miró a su alrededor en busca de algo que le devolviera su imagen reflejada. «Clic-clac, clic-clac, clic-clac», decían sus botas al hormigón, refiriéndose a «poder, poder, poder», a medida que se acercaba al escaparate de más adelante, y ahí estaba esa persona nueva y aun así conocida yendo hacia él: ancho de hombros, contoneándose, guapo y relajado. «Dios, me alegro de ser tú», dijo a su reflejo —pero no en voz alta—, y luego: «Eh, ¿qué mierda es esa de que estás listo? ¿Listo para qué?».

Y entonces lo recordó.

Cuando llegó al H tel, un hotel que no solo carecía de nombre sino también de la o, sintió lo absurdo que era que una persona tan sobrada, tan dura y sustanciosa como él se alojara en un lugar sin nombre ni categoría. Subió los peldaños de dos en dos, fue hasta la última habitación del segundo piso y corrió al armario para aparecer un instante después con un paquete grande. Le quitó el papel marrón y dejó sobre la cama una maleta blanca y negra de piel de caballo.

Se cruzó de brazos, retrocedió y la contempló mientras meneaba la cabeza maravillado. Su belleza siempre lo conmovía. El negro era tan negro y el blanco tan blanco y el objeto en sí tan real y suave que era como ser dueño de un milagro. Se miró las manos por si las tenía sucias, luego las pasó por la maleta como si estuviese manchada. Pero no lo estaba, desde luego que no, solo estaba limpiando la posibilidad de suciedad futura.

Joe empezó a sacar de su escondite otros tesoros adquiridos durante los últimos meses: seis camisas de corte vaquero sin estrenar, pantalones de pinza nuevos (de gabardina negros y de algodón negros), calzoncillos nuevos, calcetines (media docena de pares, todavía en el plástico), dos pañuelos de seda para llevarlos al cuello, un anillo de plata de Juárez, una radio portátil de ocho transistores sin el menor ruido de estática que compró en Ciudad de México, una maquinilla de afeitar nueva, cuatro paquetes de Camel y varios de chicle Juicy Fruit, artículos de aseo, un fajo de cartas viejas.

Luego se dio una ducha y regresó a la habitación para acicalarse con vistas al viaje. Se afeitó con la maquinilla nueva y la limpió con esmero antes de devolverla a la maleta, se refrescó la cara, los sobacos y la ingle con Florida Water, se peinó el pelo castaño untándoselo con un pegote de loción Brylcream del tamaño de una moneda de diez centavos hasta dejárselo casi negro, se endulzó la boca con una de las tiras de chicle Juicy Fruit y la escupió, se aplicó en las botas nuevas un poco de crema especial para cuero, se puso una camisa limpia de siete dólares (negra, decorada con ribetes blancos, una camisa que se ajustaba a su complexión esbelta y ancha de hombros casi tan a la perfección como su propia piel), se ató al cuello un pañuelo azul, se recolocó los bajos de los pantalones de pitillo de tal manera que, con cierto desaliño estiloso, le quedaran medio metidos y medio fuera de aquellas botas negras de lustre generoso y así se vieran los soles radiantes de los tobillos, y por último se puso una chaqueta de cuero color crema tan suave y flexible que parecía que estaba viva.

Luego, Joe evaluó el resultado final. Durante el proceso de acicalado, rara vez miraba su imagen completa. Se obligaba a centrarse en la zona de la cara que estuviese cubriendo la maquinilla de afeitar en determinado momento, o la porción de pelo por la que estuviese pasándose el peine. Porque no quería agotar su capacidad para percibirse como un todo. En cierto modo, era como una madre que prepara a su hijo para el encuentro con un personaje importante cuyo juicio decidirá el destino de su hijo; así, cuando estaba listo y llegaba el momento de evaluar el efecto total, Joe Buck se ponía de espaldas al espejo y se alejaba unos pasos, giraba los hombros para relajar la tensión, respiraba hondo varias veces, hacía un par de sentadillas rápidas y se crujía los nudillos. Luego se encorvaba de un modo que creía atractivo y que de todas formas era su postura habitual —la mayoría del peso sobre un pie—, fijaba cierta imagen en la mente, puede que la de alguna chica guapa, encandilada y de ojos grandes, Joe le sonreía con una especie de sensatez libertina, indulgente, se encendía un Camel y se lo llevaba a los labios, y encajaba un pulgar en el cinturón ceñido por debajo de la cadera. Y entonces, preparado para un primer vistazo a su imagen, volvía la mirada hacia el espejo como si un intruso escondido detrás del cristal hubiese gritado de repente su nombre: ¡Joe Buck!

Ese día, el día del viaje, a Joe le gustó especialmente lo que vio: le gustó la malicia dulce, oscura y peligrosa que sorprendió en el espejo sucio de la habitación del H tel. Más allá de su propio reflejo alcanzaba a ver la espléndida maleta sobre la cama, y en el bolsillo del pantalón sentía el dinero bien doblado, doscientos veinticuatro dólares, más de lo que nunca había tenido. Pero ante todo se sentía dueño de sí, dentro de su propia piel, plantado sobre sus propias botas, motor de sus propios músculos y sus propias facultades, poseedor de toda la belleza y la dureza y la sustancia y la juventud, en posesión de una entrada de palco para la resplandeciente carpa central de su propio futuro, y aquello le resultaba casi abrumador. Antes, y no hacía tanto, siempre encontraba en el espejo a una persona taciturna y temerosa y solitaria, en absoluto encantada consigo misma; pero había desaparecido, la había quitado de en medio definitivamente: ahora contemplaba al nuevo Joe. Habría sido incapaz de soportar una pizca más de esplendor sin desmoronarse bajo semejante maravilla, pues sentía ya que, si saboreaba un instante más la suerte increíble de ser él en ese momento y lugar, esa suerte que lo propulsaba, podría ponerse a llorar y echarlo todo a perder.

Así que cogió sus cosas y dejó para siempre el H tel.

Sobre la puerta de la cafetería Sunshine había un gran sol radiante y amarillo con un reloj (las siete menos veinte) engastado, y en la esfera del reloj ponía: «hora de comer».

Conforme se acercaba al local, Joe imaginaba que se desarrollaba la siguiente escena.

Entra en el Sunshine. El dueño, un tipo rosa con traje gris manchado, está justo en la puerta con un reloj de bolsillo en la mano derecha mientras agita ante Joe el índice de la izquierda.

—Se supone que debes estar aquí a las cuatro en punto, de cuatro a medianoche, ¿estamos? —grita.

Los clientes dejan de comer y levantan la vista. Joe Buck coge al tipo rosa de la oreja y lo lleva por delante de toda la clientela estupefacta hasta la cocina. Unos cuantos cocineros y camareras y friegaplatos abandonan sus quehaceres para ver cómo Joe empuja al dueño rosa contra el lavavajillas. Joe enciende un cigarrillo sin ninguna prisa, levanta un pie enfundado en su bota reluciente y lo apoya sobre el cajón de los platos sucios. Luego, tras exhalar un penacho de humo, dice:

—El lavavajillas este tiene algo que me fastidia. Que lleva fastidiándome mucho, mucho tiempo. Ya ves. Y estaba yo preguntándome si el lavavajillas te cabría por el culo o no. Venga, agáchate.

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Que me agache? ¿Estás loco? —protesta el tipo rosa.

Joe permanece sumamente quieto. Lo mira desde debajo de unas cejas oscuras.

—¿Acabas de decirme que estoy loco?

—No, no, no, me refería a que…

—Que te agaches —dice Joe.

El tipo se agacha y Joe ve que la billetera le asoma por el bolsillo del pantalón.

—Pues parece que voy a cobrar —dice, y le quita el dinero—, y además me voy a regalar una pequeña gratificación.

Se mete un fajo de dinero en el elástico de los calzoncillos y sale del local, todos los ojos puestos en él, abiertos de par en par y profundamente impresionados. Pero nadie se atreve a seguirlo ni impide de ninguna manera que se marche. De hecho, para curarse en salud, el tipo rosa se queda agachado varios días después de que Joe se haya ido.

Así lo imaginó Joe. He aquí lo que ocurrió de verdad.

Cruzó taconeando la calle, entró a la cafetería Sunshine por la puerta giratoria, pasó junto a las mesas balanceando su nuevo cuerpo hasta una puerta en la que ponía: «solo empleados». Más allá de aquella puerta no había aire acondicionado; dentro hacía calor y humedad. Cruzó otra puerta que daba a la cocina. Un tipo de color de mediana edad estaba metiendo platos sucios en una bandeja. Joe observó al tipo mientras llenaba la bandeja y la dejaba sobre la cinta transportadora que la pasaría por el lavavajillas. Luego sonrió a Joe y señaló con la cabeza hacia una montaña de cestas metálicas apiladas en el suelo y llenas de platos.

—Menuda mierda, ¿eh? —dijo.

Joe se puso al lado del tipo.

—Oye, creo que me largo al Este. —Encendió un cigarrillo.

El tipo miró la maleta de Joe.

—¿No vienes a trabajar?

—No, creo que no. He venido a despedirme, a deciros que me largo al Este.

—¿Al Este?

—Sí. Ya te digo. He pensado en despedirme y echar un último vistazo al local.

Se abrió una puerta y apareció una gorda con la cara churretosa que gritó «¡Tazas!» a pleno pulmón. Luego cerró la puerta y desapareció.

El tipo de color tendió la mano.

—Bueno. Adiós.

Se estrecharon la mano y durante un instante Joe se resistió a soltar la mano de aquel tipo. Inexplicablemente, le apeteció ponerse un mandil y empezar a trabajar, algo que no entraba en sus planes.

—Qué cojones pintaré yo aquí todavía, ¿eh?

—Pues sí —dijo el tipo, y bajó la mirada hacia su mano, que Joe no había soltado—. ¿Y qué vas a hacer allí, en el Este?

—Mujeres —dijo Joe—. Mujeres del Este. Allá en el Este hay mujeres, y además son de las que pagan.

—¿Pagan por…? —El hombre zafó la mano por fin.

—Los hombres de por allí —dijo Joe—, la mayoría son maricones, así que las mujeres lo que quieren, lo compran. Y están encantadas de pagar porque es casi la única manera que tienen de conseguirlo.

El tipo de color meneó la cabeza.

—Menudo follón deben de tener allí. —Cogió otra bandeja vacía y empezó a llenarla de tazas.

—Pues sí, un follón. Y yo voy a convertirlo en pasta. ¿O no?

—No sé. Yo de esas cosas no entiendo.

—A qué te refieres. Acabo de explicártelo.

—Ya, ya, pero no sé.

—Bueno, no saco nada quedándome por aquí. Tengo que irme. ¿No?

Joe Buck, vestido de cowboy de arriba abajo, supo de repente que no era ningún cowboy. Se quedó allí con la boca abierta, su dentadura enorme y un poco torcida a la vista, los ojos azules fijos en la cara avejentada de aquel hombre. «Papá», decían sus ojos, «voy a buscar fortuna y he venido a pedirte tu bendición». Pero claro, aquel pobre negro no era su padre. Ni era Joe el hijo de nadie en particular. Así que salió de la cocina. El dueño le debía un día de paga, pero no tenía estómago para verse con el tipo rosa que regentaba el Sunshine. Además, sabía que, en realidad, no iba a decirle al tipo que se metiera el lavavajillas por el culo.

Cruzó la cafetería y salió a la acera, a la tarde plácida y despejada de primavera, y enseguida, con el corazón alimentado por el taconeo de sus botas mientras caminaba hacia la estación de autobuses, se sintió bien, sus pensamientos estaban a miles de kilómetros de allí: en Nueva York, bajando por Park Avenue. Señoras ricas se desmayaban asomadas a la ventana al ver a un cowboy. Un mayordomo le daba unos golpecitos en el hombro, un ascensor lo subía entre zumbidos hasta un ático, una puerta de oro se abría a un amplio apartamento enmoquetado de pared a pared con piel suave y marrón. La dama iba ligera de ropa, tapada con un salto de cama negro y transparente. Al ver a Joe Buck, la respiración se le aceleraba. Estaba apabullada. Temblando de deseo, no tardaba en arrojarse al suelo mullido. Los jugos de su feminidad recién aflorados para recibirlo. No había tiempo para desnudarse. La tomaba de inmediato. El mayordomo le entregaba un cheque, firmado con letra florida, con el espacio destinado a la cantidad en blanco para que lo rellenara a su antojo.

En la terminal de Houston había una gramola. Mientras Joe subía al autobús oyó la voz de una mujerona estupenda del oeste que cantaba sobre una ruleta de la fortuna que giraba giraba giraba, y le pareció entender a qué se refería: estaba enviado a todos los sementales al este a hacer limpia. Joe bajó por el pasillo con su sonrisa torcida, blanca y reluciente, sabía y saboreaba algo sobre el destino para lo que no tenía palabras: que existe cierto modo de subir a lomos de la ocasión que convierte a un hombre en dueño del mundo y de todo cuanto hay en él, y cuando eso ocurre se da una especie de clic, y a partir de ese momento, cuando oyes una gramola, por ejemplo, suena solo lo que necesitas oír, y todo, hasta los autobuses de la Greyhound, opera a tu conveniencia, y entras en la estación y dices: «¿A qué hora sale el autobús a Nueva York?», y el tipo dice: «Ahora mismo», y no tienes más que subir al cacharro y fin de la historia. El mundo es música y tuyo es el ritmo que lo posee. Ni siquiera tienes que chasquear los dedos, tú eres la cadencia, y cuando piensas en esas mujeres del este, la fulana gorda de la gramola canta por ti la conclusión del pensamiento: con ansias ansisas ansias, y así están todas en el este. (Muy bien, ya está, señora, ¡acaba de subir al autobús, va de camino!). Y hay un asiento para ti, dos, de hecho, uno para el trasero y otro para los pies, y ni siquiera has tenido que reservar, el mundo entero está reservado para ti, y a la vez que dejas tu maleta de piel de caballo en el portaequipajes, el conductor arranca y sale a su hora marcha atrás. Quizás no a su hora desde la perspectiva de la Greyhound, pero sí desde la tuya. Porque tú eres el horario y el autobús se mueve.

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