Crick, Watson y el ADN - Paul Strathern - E-Book

Crick, Watson y el ADN E-Book

Paul Strathern

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Beschreibung

Con el descubrimiento del ADN, el elemento básico de la vida, Crick y Watson influyeron en el desarrollo de la humanidad no solo en el ámbito científico, con la clonación y la investigación médica, sino también en nuestra vida diaria con la manipulación genética de los alimentos o la medicina forense. El descubrimiento del ADN también ha provocado serios dilemas éticos. ¿Pero qué es realmente el ADN? Crick, Watson y el ADN resume brillantemente la vida y la obra de estos dos científicos, dando una explicación clara y accesible del significado y la importancia del descubrimiento del ADN y de sus implicaciones para nuestro futuro.

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Siglo XXI

Paul Strathern

Crick, Watson y el ADN

en 90 minutos

Traducción: Marta Fontes

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta:

Gary Brown / Science Photo Library

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

The Big Idea: Crick, Watson and DNA

© Paul Strathern, 1997

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 1999, 2014

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1705-7

Introducción

El gran avance científico de la primera mitad del siglo xx fue la física nuclear. La relatividad y la ­mecáni­ca cuántica comenzaron a desvelar los secretos del átomo, descubriendo la materia última de la que estaba formado el universo. La física nuclear se convirtió en el candente límite del conocimiento humano.

El descubrimiento, a mediados de siglo, de la estructura del ADN supuso la creación de una ciencia completamente nueva. Se trataba de la biología molecular, que comenzó a su vez a esclarecer nada menos que los secretos de la vida. La biología molecular pasó a convertirse en la física nuclear de la segunda mitad del siglo xx.

Los descubrimientos que se están haciendo en este campo (y los posibles descubrimientos por hacer) están transformando por completo nuestra concepción de la vida. Igual que niños, hemos dado con las piezas básicas con que se forma la vida, y hemos aprendido además la forma de separar unas de otras. Una vez más, la ciencia ha traspasado los límites de la moralidad. Estamos adquiriendo conocimientos peligrosos, pero no una idea clara de la forma en que debieran ser utilizados. Hasta ahora no hemos hecho más que empezar a vérnoslas con los conflictos morales que plantea la física nuclear (que puede llegar a destruirnos). La biología molecular nos está enseñando a transformar la vida en casi cualquier cosa.

Aquellos que buscaban descubrir «el secreto de la vida» apenas prestaron atención a estas posibilidades tan aterradoras. Para ellos se trataba de la más increíble aventura científica emprendida jamás. Es posible que tal aventura comenzase con bienintencionados propósitos, pero los que tomaron parte en ella no eran inmunes a la debilidad humana. Ambición, inteligencia suprema, locura, anhelos, incompetencia y pura suerte (buena y mala): todo lo que pueda definir la naturaleza humana tuvo algo que ver en mayor o menor medida. La búsqueda del secreto de la vida resultó ser muy parecida a la vida en sí, al igual que la solución cuando finalmente fue hallada. La estructura del ADN es diabólicamente compleja, de una belleza sorprendente, y contiene la semilla de la tragedia.

El camino hacia el ADN: la historia de la genética

Hasta hace poco más de un siglo, la genética estaba casi enteramente formada por cuentos de viejas. La gente veía el resultado, pero no tenía ni idea de cómo o por qué se llegaba a él.

Las referencias a la genética se remontan a los tiempos bíblicos. Según el Génesis, Jacob utilizaba un método para hacer que sus ovejas y sus cabras parieran crías moteadas y manchadas. El procedimiento consistía en que engendraran frente a estacas con tiras de corteza pelada que lucían un moteado similar.

Los babilonios, de forma bastante más realista, advirtieron que para que una palmera datilera diese fruto, había que introducir polen de una palmera macho en los pistilos de una palmera hembra.

Los antiguos filósofos griegos fueron los primeros en contemplar el mundo desde un punto de vista reconociblemente científico. Por ello, formularon teorías sobre casi todo, y la genética no fue una excepción. Las observaciones de Aristóteles le llevaron a la conclusión de que las contribuciones del macho y la hembra a su descendencia no eran iguales. Ambas contribuciones diferían cualitativamente: la hembra aportaba la «materia», a la que el macho dotaba de «movimiento».

Una creencia bastante extendida en los tiempos antiguos era que si una hembra era fecundada y tenía descendencia, las características del primer macho estarían presentes en toda la progenie que esa hembra pudiera engendrar independientemente de que se emparejase con otro macho. Este cuento de hadas llegó a ser reconocido por los griegos con un nombre pseudocientífico, que lo denominaron telegonía (cuyo significado era «procreación distante») .

Una teoría aún más interesante era la pangénesis, según la cual cada órgano y cada sustancia corporal secretaba sus propias partículas, que a continuación se combinaban para formar el embrión.

Tales creencias resurgen en la teoría genética siglo tras siglo, de forma curiosamente similar a la creencia de la repetición de los rasgos genéticos. (La pangénesis rebrotaría en distintas ocasiones a lo largo de bastante más de 2.000 años, llegando incluso a ser aceptada por Darwin.)

La biología, y con ella la genética, se convirtió en una ciencia propiamente dicha en el siglo xvii. Esto se debió casi por completo al microscopio, un invento que debemos al tallador y falsificador holandés Zacharias Jansen, en la primera década del siglo xvii. Los microscopios hicieron posible el descubrimiento de la célula. (Este término fue utilizado por primera vez por el físico británico Robert Hooke, que incorrectamente designaba con él a los pequeños huecos dejados por las células muertas, que le recordaron a las celdas1 carcelarias.)

El descubrimiento de las células sexuales (o gametos) causó un gran revuelo. No pasó mucho tiempo antes de que algunos expertos del microscopio, excesivamente entusiasmados con sus descubrimientos, estuvieran convencidos de haber observado homúnculos (minúsculas formas humanas) en el interior de las células: todo apuntaba a que el enigma de la reproducción estaba resuelto. Mayor trascendecia revistió la hipótesis del botánico inglés Nehemiah Grew, según la cual las plantas y los animales eran «creaciones de la misma inteligencia». Sugirió que las plantas también disponían de órganos sexuales y mostraban un comportamiento sexual. Una vez que el pionero naturalista sueco Carl von Linneo estableciera su clasificación de los seres vivos por especies, nada impidió el progreso de la investigación sistemática. El estudio de los híbridos amplió el campo de la especulación sobre el material genético.

Durante siglos, la teoría de que la herencia se transmitía por la sangre fue ampliamente aceptada –de ahí la creación de expresiones tan comunes como «sangre azul», «consanguinidad», «mezcla de sangres», etc.–. Esta teoría era imprecisa, además de inadecuada. ¿Cómo era entonces posible que de los mismos padres surgiesen hijos ­diferentes? O también, ¿cómo podía darse la circunstancia de que se observasen en la descendencia caracteres que no eran de los progenitores, sino de antepasados fallecidos mucho tiempo atrás y de parientes lejanos? Por ejemplo, en el caso de la cría de caballos purasangre de carreras, se sabe que las manchas blancas de los caballos píos reaparecen tras un lapso de docenas de generaciones. Este ejemplo revela una de las grandes oportunidades perdidas de la genética: todos los purasangre ingleses descienden de las 43 «Yeguas Reales» importadas por Carlos II y tres sementales árabes que fueron importados unos años antes. Los archivos de cría trazan cada genealogía desde sus comienzos, señalando las características de cada progenie. Bastante más de un siglo antes de que se crease la genética, cualquier criador de Newmarket tenía en sus manos todo el material necesario para fundar esta ciencia.

A mediados del siglo xviii, los científicos por fin empezaron a especular sobre hechos que eran de sobra conocidos por cualquier criador de caballos. Comenzó a circular la idea de la evolución. Uno de los primeros impulsores de esta idea fue el filósofo-poeta-científico del siglo xviii Erasmus Darwin (abuelo del famoso Charles). Erasmus Darwin estaba convencido de que las especies eran capaces de mutar. Cualquier criatura provista de «lascivia, hambre y deseo de seguridad» sería capaz de adaptarse a su medio. Pero ¿cómo?

El naturalista francés Jean Lamarck sugirió la primera teoría coherente sobre la evolución. Lamarck nació en 1744, y era hijo de un noble arruinado. A los treinta y siete años ya se había convertido en Botánico Real. Cuando sobrevino la revolución, Luis XVI fue ejecutado, junto con cualquier individuo de sangre azul que pudo ser descubierto. Pero Lamarck no tardó en fabricarse un disfraz social adecuado, y se hizo pasar por profesor de zoología en París. A la vista de tal vivencia, no es extraño que Lamarck creyese en el efecto del medioambiente sobre la evolución.

Según Lamarck, «las características adquiridas se heredan». En otras palabras, un hombre que haya aprendido esgrima bien puede hacer de su hijo un buen espadachín. Esto parece bastante plausible, sobre todo cuando se piensa en la familia Bach. Es frecuente que un hijo presente ciertas características adquiridas por su padre, pero no por la razón que esgrimía Lamarck. Es posible que el hijo del luchador de esgrima haya heredado el atletismo y los reflejos de su padre, pero en ningún caso la habilidad de luchar propiamente dicha. El fallo de la teoría de las «características adquiridas» queda de manifiesto con otro ejemplo más extremo: incluso después de cegar a generaciones de ponis recién nacidos para utilizarlos en las minas, estos siguen sin nacer ciegos. No obstante, no mucho después de la muerte de Lamarck, la idea de la evolución se fue extendiendo cada vez más (hay una estatua de Lamarck en los Jardines de Luxemburgo, de París, en la que se le denomina «el inventor de la evolución»).

El padre de la evolución no recibió dema­siado reconocimiento en vida, pero el padre de la genética pasó completamente inadvertido. Gregor Mendel nació en 1822 en Silesia, por entonces parte del Imperio austrohúngaro. Sus padres eran granjeros, y se vio obligado a abandonar sus estudios universitarios por falta de ­dinero. Para poderlos continuar, ingresó en el clero, donde estudió por sí mismo ciencias naturales, aunque suspendió los sencillos exámenes de ingreso en el cuerpo docente. Esto se debe supuestamente a una «amnesia de examen», aunque el hecho de que sus notas más bajas fuesen en biología parece revelar un rechazo profundo al conocimiento sistemático.

A pesar de esto, fue precisamente en la sistematización donde Mendel sobresalió genialmente. Fue destinado a un monasterio a las afueras de Brno, en lo que hoy es la República Checa. Cuando se le encargó el mantenimiento del jardín del monasterio, comenzó una larga y sistemática serie de experimentos en los que cruzaba plantas de guisante comestible (pisum).