Crónica de invictos - Jorge Junco Martínez - E-Book

Crónica de invictos E-Book

Jorge Junco Martínez

0,0

Beschreibung

Este libro Crónica de Invictos es muy original pues su autor logra el suspenso de una novela policial en un hecho histórico a través del diálogo, años después de los hechos entre un periodista, fiel investigador y mensajero clandestino de los independentistas y un joven historiador. Dichos sucesos se producen durante la guerra de independencia y bajo el mandato de Valeriano Weyler y su inhumana Reconcentración al caer en combate en el campo de batalla el lugar teniente Antonio Maceo y Panchito Gómez Toro. Dada la desaparición de sus cuerpos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 304

Veröffentlichungsjahr: 2024

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Página legal

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

 

Edición: Vivian Lechuga

Diseño de cubierta: Alexis Manuel Rodriguez Diezcabezas

Diseño interior: Yunet Gutiérrez Fernández

© Jorge Junco, 2024

© Sobre la presente edición:

Editorial Capitán San Luis, 2024

ISBN: 9789592116542

Editorial Capitán San Luis, calle 38 no. 4717, entre 40 y 47, Kohly, Playa, La Habana.

Email: direccion@ecsanluis.rem.cu

Web: www.capitansanluis.cu

https://www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Sin la autorización previa de esta editorial, queda terminantemente prohibida la reproducción 

  parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o su trasmisión de cualquier forma o por cualquier medio.

 

Esta crónica –realizada sobre la base de hechos reales, –no todos lo son– de una pesquisa policial, de la que no existen evidencias históricas, razón que impide se pueda afirmar su existencia, pero, luego de conocerla… ¿podrá negarse la posibilidad de que se haya realizado?

El autor

Índice de contenido
Página legal
0
I
Abraham
II
Ramón
III
Goyita
IV
Leandro
V
Romualdo
VI
Candelaria
VII
Migrantes
VIII
El Padre
IX
Datos del autor

Cuba; durante el mandato de Valeriano Weyler y Nicolau, marqués de Tenerife y duque de Rubí

0

El campamento estaba tranquilo hasta que varios tiros aislados sacaron a unos, de momentos de charla plácida y a otros, del probable sopor que surge luego del almuerzo por magro que hubiera sido. De inmediato, varias descargas y gritos de “¡fuego!” pusieron a todos en alarma de combate.

El General, al no contar a mano con sus ayudantes, preparó los arreos de su bestia, salió al frente de sus hombres como una tromba para el contra ataque y avanzó, con absoluta resolución, sobre uno de los flancos de las fuerzas atacantes, salvando el obstáculo que constituía el muro de piedras que servía de límite a la finca donde se encontraban. Las líneas enemigas fueron divisadas con total claridad; delante de él, a escasos pasos, estaba uno de sus generales subordinados, con algo más de una docena de hombres. “¡General, flanquee por la derecha!” ordenó la tromba humana que dirigía el contra ataque, pero ante la presencia de una cerca de alambres, indicó al jefe de su escolta: “¡joven, piquen la cerca y hágame cargar a su gente!”

Despreciando el peligro, por la costumbre de oír silbar sobre sí los proyectiles en pleno combate, ignorando que se convertía en un blanco perfecto para la fusilería adversaria, aún a pesar del humo producido por las armas enemigas y de ser aquella una tarde nostálgica de diciembre, el general se irguió sobre su caballo para valorar el desarrollo de los acontecimientos: “¡Esto va bien!” dijo, apenas dos segundos antes de que una bala alcanzara su rostro. Su férrea voluntad le mantuvo, tambaleante aún sobre la bestia, unos instantes más… soltó las bridas, el animal dejó de sentir la mano firme que lo condujera… la vista se le fue nublando... la sangre... brotaba incontrolable de la herida... el machete cayó de su mano… hasta que al fin se desplomó; “¡corran, hirieron al general!” gritaron varios de la infantería quienes partieron en su auxilio. Entonces el enemigo arreció el fuego para disolver el grupo que alrededor del general comenzó a formarse, comprendiendo que allí ocurría algo muy, pero muy grave e inesperado. Quienes acudieron junto al general, fueron gravemente heridos; otros, se retiraron. Su cadáver quedó solo en tierra de nadie.

Hasta el campamento donde fueron sorprendidos un rato antes, lograron llegar algunos de los que fueron baleados, comunicando el parte de la muerte del general. Su ayudante, con un brazo en cabestrillo, no dudó en partir para rescatar el cadáver de su jefe o morir a su lado. Al llegar y comprobar la infausta noticia, prorrumpió en exclamaciones de dolor y fue entonces que una bala lo derribó sobre el cuerpo sin vida del lugarteniente general del Ejército Libertador, el mayor general Antonio Maceo y Grajales.

Cuba; hacia finales del mandato presidencial del mayor general José Miguel Gómez

I

Es un tema conocido. “Hmmm… ¿Lo será?...”, cuestiona su mente inquieta e inquisitiva –rallante en lo policial–, qué le impide aceptar lo que ha leído hasta ese momento. Pensativo, tamborileando sus dedos sobre la mesa, desplaza su mirada sobre ella, abarcando los libros que viene consultando sobre el mismo tema: “… parece que no”, murmura para sí. Aprieta los labios en un ademán de contrariedad: “Imposible, no puedo quedarme con tantas preguntas sin respuestas” piensa, al tiempo que mueve su perfecta cabeza redonda negándose a admitir lo último que ha leído. Consulta el viejo reloj que cuelga en la pared; acto seguido se pone en pie con absoluta resolución.

Las tardes de invierno en Cuba, particularmente en el occidente de la isla, no difieren mucho de las tardes de otros meses del año aunque tal vez, el brillo del sol, un tanto pálido, evoque con nostalgia las tardes brillantes de verano. En una de aquellas, un joven delgado y trigueño, pelo desaliñado, de cejas espesas y extensas –tanto, que parecen juntarse en una línea sinusoidal– y nariz ancha y baja –negroide– solo explicable en su condición racial caucásica, por haber nacido en Cuba, sale de su casa con un libro bajo el brazo. Viste un pantalón beige que armoniza con la levita carmelita que lo abrigaría si la temperatura fuera más fresca pero, a pesar del calor, la tiene puesta ante la posibilidad de que le coja la noche fuera de casa, y sin prisa se dirige hacia una vivienda conocida al parecer.

–Señor Pons, necesito su ayuda, informa sobre el motivo de su visita.

–Si está en mis manos, con mucho gusto, Historiador.

A mediados de la segunda década del siglo xx, un joven delgado y trigueño, de finos bigotes, que frisa los treinta años, es recibido por un hombre que muy bien le dobla en edad, de pronunciada calva y gafas montadas al aire, su rostro tiene la donosura que pudiera corresponder a alguien de la más rancia nobleza europea decimonónica; es de voz grave y hablar pausado, en previsión que las palabras traicionen su pensamiento. Habitualmente, el cejijunto acude a su anfitrión para intercambiar puntos de vista sobre temas nacionales y aunque, por lo general coinciden, en muchas ocasiones ello ocurre luego de una infinita paciencia ejercida por el mencionado señor Pons ante determinadas manifestaciones de autosuficiencia que tienen su base en cierto grado de inmadurez del recién llegado, sin dejar de reconocer el profundo patriotismo del que es portador el joven.

–Quedémonos en el portal, invita amablemente el anfitrión.

Un viejo toldo verde, que ha comenzado a perder su tiempo de empleo idóneo, protege esa área de la casa del impertinente sol que suele castigar durante el día a quienes se sientan a disfrutar, bajo su protectora sombra, del vaivén de las personas que transitan por la calzada. El joven, a quien su interlocutor llama Historiador, deposita sobre sus piernas el libro que trae bajo el brazo.

–Debo impartir una clase en torno a la caída en el combate de San Pedro del mayor general Antonio Maceo, va anunciando en detalle el recién llegado la razón de su solicitud. Como elementos de ampliación, he querido apoyarme en varios libros, entre ellos, Crónicas de la Guerra, de alguien que durante toda la Invasión a occidente, permaneció en el Estado Mayor del general Antonio y de quien supuse sería una fuente confiable. Toma un aire antes de continuar: no quiere ser calificado como alguien autosuficiente y se detiene para buscar las palabras más convenientes. Hay puntos de este libro que no entiendo…

–¿No entiende o no comparte?, precisa el señor Pons al interrumpirlo,

–Bueno… sí, no comparto, es por esta razón que he venido a solicitar su ayuda para entender algunos elementos que considero imprecisiones y omisiones en esta obra de Miró Argenter ¿La ha leído?,

–Desde luego, especialmente ese tercero que tiene en sus manos.

–Justo, en este tomo me asaltan dudas en relación al mismísimo combate de San Pedro así como al lugar de sepultura del general Maceo y de Panchito,

–¿Cuáles, por ejemplo?

Mientras el señor Pons espera que sea más explícito, Historiador intenta abrir el libro en una de las páginas que ya tiene marcada. En este momento, por un agujero del toldo, comienza a filtrarse un fino rayo de sol que, al proyectarse de manera mortificante sobre su frente, le obliga a pararse y correr el sillón en que se halla sentado, acercándolo a su anfitrión y haciendo más íntima la plática. Al moverse Historiador, el rayito de sol continúa su trayectoria rectilínea hasta dar con la pared que sirve de fondo,

–¿Por qué Miró expresa: “…y Maceo, impresionado, fuertemente, sin perdonarse el propio descuido…”,

–De esa frase, exactamente, ¿qué le llama la atención?

El visitante mira un tanto sorprendido al anciano que tiene delante, quien permanece impávido en espera de la respuesta. “¿Estará chochando?”, es la pregunta que se hace el joven, temiendo por el escaso tiempo de que dispone.

–Señor Pons, ¿es que no lo ve?, –dice molesto por lo que en su opinión es algo evidente,

–¿Qué tengo que ver?, dice aquel otro, sin variar su compostura,

–¡Miró Argenter imputa a Maceo la responsabilidad por la sorpresa recibida en el campamento de San Pedro!, replica Historiador con no poco enfado, ¿Cómo puede ignorar que es al oficial de día a quien corresponde la organización del campamento y su seguridad? ¿Y la exploración acaso no se mantuvo rastreando los alrededores? ¿Nadie de la escolta se ocupó de estos detalles? Señor Pons, no es cualquier jefe quien allí vivaquea: ¡es el segundo jefe del Ejército Libertador quien se encuentra en ese campamento! El señor Pons mira al joven de cabeza perfectamente redonda y pareciera que asiente con la propia los recientes comentarios de Historiador, en tanto saca un pañuelo de su levita y quitándose las gafas, procede a limpiarlas; cuando considera que puede haber terminado su labor, las levanta y mira a través de ellas comprobando la absoluta limpieza lograda; convencido de su objetivo, se las coloca nuevamente y guarda el pañuelo.

–Voy a responderle y ayudarle en todo lo que está a mi alcance, dice el señor Pons, pero antes de hacerlo debe quedarle claro que han pasado unos cuantos años de esos acontecimientos así como de lo que voy a narrar, por tanto, a mi edad, la memoria puede jugarme alguna mala pasada y le ruego me dispense, se detiene unos segundos y entorna sus ojos, además, debe entender que este será mi punto de vista de lo que he conocido sobre lo que ocurrió en San Pedro sin haber estado allí y, como podrá suponer, yo no soy poseedor de la verdad absoluta,

–Estoy muy consciente de todo ello, conviene con lo dicho por el señor Pons, pero he creído útil acudir a su experiencia y al hecho de que, según tengo entendido, usted simpatizó con los mambises y trabajó a favor del mayor general Máximo Gómez para su restitución, por quien siento un fervoroso respeto, como general en jefe del Ejército Libertador cuando fue destituido por la Asamblea del Cerro,

–Sobre su inquietud, Pons soslaya el comentario de Historiador, quiero decirle que es su deber, al margen de cuán extensa o no pueda ser su clase, seguir investigando y tener su propio punto de vista sobre un tema tan delicado y complejo como el que le preocupa y que tiene que ver con el comportamiento humano en situaciones límites o si quiere llamarlos de otra manera, momentos críticos de la historia ¿me entiende?

–Por supuesto que lo entiendo.

–La respuesta que usted me solicita no es corta ni sencilla, por eso estoy en la necesidad de narrarle una historia, para la cual debe tener paciencia durante el relato, que tiene que ver con su pregunta inicial y con todo lo sucedido después –dice el señor Pons, mirando directamente a los ojos de Historiador y poniendo carga enfática en aquella palabra– de la escaramuza de San Pedro que estoy seguro también le inquieta a partir de las Crónicas… de Miró Argenter y de otras memorias que quizás pueda haber leído. Con estas palabras y recibiendo la confirmación gestual de su interlocutor, dice: Me espera aquí, por favor.

El señor Pons se levanta y con paso propio de su edad, se dirige al interior de la vivienda. Historiador se acomoda en el sillón, a sabiendas que escuchará un relato que probablemente mucho le aportará a su profesión, al menos eso espera, “…pero voy a tener que zumbarme todas sus historias viejas y los olores de periódicos viejos guardados… pero, bueno… con tal que me sea útil para la clase de mañana…”. No obstante, le ronda un aire de pesimismo en esta gestión: “Siendo periodista, ¿qué habrá podido hacer durante la Guerra Necesaria?” hace un mohín de duda; “de todas formas, aprovecharé la ocasión y fijaré algunas anécdotas que pueda utilizar para mover la clase” piensa motivado por la ocasión, “pero tengo que aprovechar el tiempo en función de mi clase de mañana”. Sumergido en estos y otros pensamientos, no advierte la presencia del señor Pons que ya está de retorno, portando en sus manos un moderado paquete envuelto que no permite ver lo que trae en su interior.

–Disculpe la demora –dice al regresar. Antes de sentarse, dirige una mirada superficial hacia una vitrina –que se halla en el otro extremo del portal– cerrada con puertas de cristal enmarcadas por una madera en las que aparecen vestigios incipientes de la presencia de comején-. Busqué pero no he encontrado otros materiales de carácter público en los cuales apoyar mis recuerdos. De todas formas, espero que con estas notas sea suficiente –dijo ya sentado en el sillón. Con sumo cuidado, deshace el nudo del paquete y extrae de él dos libretas de notas en excelente estado de conservación. Abre una, le echa un vistazo y farfulla algo al no corresponderse con lo que busca; procede a abrir la otra, mira sus primeras páginas, en las que se aprecian algunos garabatos donde se mezclan diminutas letras y números del alfabeto romano, palabras aisladas en francés e inglés, sucesión de números arábigos y otros jeroglíficos más que solo él conoce su significado, quedando satisfecho de lo que lee. No sé por qué hace varios años se hizo recurrente en mí la necesidad de poner orden en mis recuerdos sobre este tema –dice Pons como pensando en voz alta–. Quizás sea este el momento de dar a conocer el contenido de estas notas, resultado de las investigaciones sobre aquellos sucesos que son de su interés, y las circunstancias en que se produjeron aunque, a fuer de ser honesto, ellas nunca debieron ser escritas por muy “encriptadas” que se encuentran. Historiador arruga el entrecejo y entonces, irremediablemente, sus cejas se unen.

–Lo comprenderá en breve –agrega el señor Pons percibiendo el ademán inquisitivo del joven. Mire, Historiador, todo comienza cuando fui citado al cuartel general del general en jefe del Ejército Libertador en momentos muy difíciles y complejos. Tenía que trasladarme desde La Habana hasta la provincia de Las Villas…

–Con su permiso, Señor Pons –interrumpe el cejijunto con la impaciencia reflejada en su rostro.

–Sí, dígame.

–Creo que usted no me entendió. Yo quisiera solo algunas anécdotas y, si es posible, su opinión acerca de cómo Miró Argenter aborda los hechos de San Pedro, ¿me entiende? –pregunta con cierto aire de tibieza para no trasladar a su voz lo que ya es evidente en el semblante.

–Joven, para mí está claro su interés, pero, sinceramente, tengo dudas si usted ha permitido que ancle en su mente y en su conducta el contenido de la palabra paciencia –enfatiza el señor Pons, con tal seriedad, que corta en seco el ímpetu de Historiador. –Estas son experiencias vividas buscando una verdad y también para quebrar un pacto de silencio. ¿Es una clase de historia lo que pretendo? No. ¿Una recolección de hechos desempolvados del recuerdo de un anciano? Quizás. ¿Una narración policial diferente? Bueno… usted puede tomarlas según las entienda y darle el uso que mejor le convenga ¿Ahora me permite seguir adelante?

–Desde luego –consiente su interlocutor con cierta turbación. “Caramba, nunca le había visto así… ¿cómo diría?… ¿severo?... ¿militarmente severo?... ¡diplomáticamente imperativo!… sí, eso es, con mucho tacto para llamarme al orden”.

–¡Ah!, espero no aburrirle si le pormenorizo una historia que inició su camino mucho antes de haber sido llamado yo al cuartel general del Ejército Libertador. En algún momento entenderá por qué lo hago.

o0o0o0o

Pocos meses antes de salir para Las Villas, habían sido dictados varios Bandos por el entonces capitán general de la Isla, marqués de Tenerife y duque de Rubí, Valeriano Weyler Nicolau, en los que se ordenaba mediante ultimátum, a los residentes de las áreas rurales, a abandonarlas –especialmente en la zona occidental de la Isla– so pena de ser acusados de infidentes y sometidos a los más extraordinarios castigos, todo con una sola finalidad: tratar de impedir que los insurrectos tuvieran apoyo logístico en alimentos.

En el recorrido hasta mi destino, tanto como en La Habana, pude apreciar el tormento de los pobladores para encontrar el sustento para sí o para sus hijos: He visto despojos vivientes de seres humanos ingerir carne podrida, gusanos incluidos en ella, con tal de mitigar el agudo dolor en el estómago por la carencia de alimento: ¿Hambre? ¿Desesperación? ¿Castigo divino? Ni qué decir de la proliferación de enfermedades. Aquella frase de Dante Aligheri “–era el abandono de toda esperanza–” hubiera podido ser dicha en este escenario espantoso.

Abraham

Se desconoce cuándo la tradición oral campesina santificó como nacidos con buena suerte a los niños nacidos en zurrón.

Así nació Abraham, el más pequeño de los varones de la familia, con el hecho adicional de tener un sexto dedo –de inutilidad absoluta– adjunto al meñique y, según versión de Candelaria, ella apreció ver algo parecido a un diente cuando el niño anunció al mundo su llegada.

Aun cuando eran demasiados atributos para una criatura normal, el niño era bello, en sentido general, pero... enfermizo, especialmente cuando en los meses fríos era necesario mantenerlo siempre abrigado, incluso al mediodía aunque estuviera al sol. En la época de las lluvias era muy propenso al catarro y al contrario de sus hermanos, quienes desde la madrugada se levantaban para ir al campo acompañando al padre, Abraham no podía recibir el rocío de las primeras horas del día.

Cuando Valeriano Weyler llegó a Cuba, el niño tendría algo más de cinco años y un lamento profundo pero íntimo se apoderó de los padres cuando se decretó la Reconcentración: “este no la pasa”, comentó el padre con Candelaria.

o0o0o0o

II

“¡Alto! ¿Quién va?”, de la más impenetrable oscuridad y desde lo alto de un frondoso árbol, una voz enérgica nos conminó a detener nuestras cabalgaduras e identificarnos. “¡Cuba!”, respondió mi guía, deteniéndose. “Este Señor que me acompaña –agregó– viene por orden del general en jefe a entrevistarse con él”.

En el transcurso del mes de marzo de mil ochocientos noventa y siete, recibí la orden de presentarme, en cuanto se me brindaran las posibilidades para hacerlo, ante el mayor general Máximo Gómez, único jefe al que yo estaba subordinado. “¿Es que el señor Pons en ese momento era militar?”, se pregunta Historiador sin interrumpir. Pude cumplimentar esa orden a finales de ese mes o quizás a inicios de abril del propio año. “¡Adelante!”, autorizó la misma voz enérgica que nunca pude precisar su exacta posición en medio de la frondosidad que nos rodeaba.

El bosque, el monte, la manigua, llámesele como quiera, ha sido el refugio natural donde el alma rebelde cubana ha hallado alimento para su resistencia. El agua fresca de los manantiales que brotan en la montaña luego convertidos en arroyos, riachuelos o eventualmente en caudalosos ríos; el puerco jíbaro o la jutía, como manjares puesto por los dioses; el canto diurno de sus aves o el nocturno de las chicharras, el desconcertante llamado del sijú, es el ambiente que el mambí identifica como sinónimo de libertad. Así me encontraba yo disfrutando del recorrido desde que abandonamos la última población donde fui contactado. Franqueada la última posta de acceso al Cuartel General, mi acompañante –y yo convertido en su sombra–, cual si nos moviéramos a plena luz del día, ha seguido conduciendo su bestia con paso seguro por un sendero que solo él o, quienes como él, se hayan habituado a moverse intuitivamente bajo la luz de las estrellas, eran capaces de adivinar donde el camino torcía a diestra o siniestra, subía o bajaba en resbaladizas pendientes en medio del fango provocado por las prematuras lluvias primaverales y eludiendo tal o mas cual gajo que pudiera golpear en pleno rostro. De pronto, llegamos a un área mucho más frondosa de la manigua que al atravesarla, nos ofreció un amplio y bien disimulado claro en cuyo centro brillaba una débil fogata, encontrándose a su alrededor varios hombres hablando de la forma más discreta posible. “Llegamos” dijo mi guía al desmontarse; “me espera aquí, por favor” y se dirigió hacia el otro lado del claro donde se levantaba una tienda de campaña.

En lo que él regresaba, me dediqué a disfrutar el momento: se podía respirar un aire con el que hinché mis pulmones, no solo por su pureza y frescura, sino por hallarme entre los míos, por encontrarme en territorio libre de Cuba.

¡Candelario Pons y Naranjo!, escuché mi nombre surgir de entre las penumbras, cabalgando en una bien definida voz de mando: era el general en jefe del Ejército Libertador, el mayor general Máximo Gómez, que de manera efusiva ha venido a recibirme junto a mi cabalgadura la que abandoné en cuanto lo vi. “¡Venga un abrazo!” dijo, rompiendo protocolos y jerarquías militares. No sé cuánto tiempo hacía que no me sentía así de satisfecho y de poder abrazar a alguien –y ser abrazado– de manera tan cálida. (“¿Jerarquías militares? Hmmm… ¿Desde cuándo?”, piensa desconfiado el joven interlocutor del señor Pons sin prestarle suficiente atención en este momento.)

“¡Con enorme gusto, general!” dije, lleno de satisfacción, al tiempo que devolvía el abrazo. A continuación se separó de mí dando un corto paso atrás y me tomó por ambos hombros para observarme mejor, envolviéndome con una cálida contemplación al dirigirme sus ojos achinados. Así permanecimos unos segundos, ambos bajo la mirada curiosa de los combatientes que estaban junto a la fogata. “Acompáñeme para que tome una jícara de canchánchara”, dijo, mientras amablemente me tomó del brazo y me invitó a caminar en dirección a la tienda de campaña. “Tenemos mucho de que hablar”.

–¿Canchánchara? –inquiere extrañado Historiador.–¿Qué es eso, señor Pons?

–Es una mezcla de aguardiente con miel y algún cítrico, se toma caliente para mantener el calor corporal. Es una bebida muy sabrosa y estimulante, créame.

Atravesamos el claro y a su paso, los hombres junto a la fogata, que habían observado con curiosidad el efusivo encuentro, se pusieron marcialmente de pie, evidenciando disciplina y respeto por el jefe a quien respondían.

Antes de entrar a su tienda, le hizo una seña a su ordenanza, quien partió de inmediato. Una vez dentro, observé un mobiliario muy sencillo: una rústica mesa, tres o quizás cuatro troncos de árboles a su alrededor, cortados a una altura conveniente, que servían de improvisados asientos y al fondo, una hamaca colgada de un grueso tronco de madera que a su vez era sostenido en sus extremos por dos horcones; sobre la mesa, un cabo de vela, con una ramita que atravesaba la cera, algo debajo de la llama, para evitar que se consumiera totalmente.

–Tome asiento, Pons y mientras el ordenanza trae su canchánchara hablemos sobre los motivos de esta entrevista.

–Estoy a su disposición, general. –Aunque le di margen para que viniera cuando las circunstancias se lo permitieran –comenzó con voz grave y rostro ceñudo–, habrá entendido que había cierta urgencia en este encuentro.

–Efectivamente, así lo comprendí y he tratado de venir a la mayor brevedad.

–Son dos tareas importantes y delicadas. En relación a la primera, cuando salga de aquí debe dirigirse a Caibarién, ponerse en contacto con su representante allí para el traslado de una parte importante de los medicamentos que ellos tienen y hacerla llegar a las fuerzas que dirige el general Pedro Díaz, a quien designé para que asumiera el mando en Pinar del Río, luego de la captura por los españoles del general Rius Rivera. Recuerdo que no respondí de inmediato. (“¡Dios mío! ¿Habré venido en balde hasta aquí? ¿Qué tiene que ver todo esto con mis preguntas iniciales?” se pregunta impaciente Historiador, olvidando el ruego inicial del señor Pons.) El ordenanza regresó con dos jícaras humeantes y una de ellas le fue ofrecida de inmediato al general en jefe quien le dirigió una sólida mirada por encima de sus espejuelos haciendo que aquel comprendiera a quien debía brindarla primero; cuando recibió la suya, agregó:

–Sé que usted es consciente de cuán importante resulta que lleguen esos abastecimientos a su destino, pero quisiera enfatizarle que no demore ni un segundo el cumplimiento de esta tarea en cuanto llegue a sus manos el primer cargamento. Ellos atraviesan una situación extremadamente difícil –dijo.

–Es complicado y riesgoso en las condiciones actuales, pero no imposible –-dije, luego de probar un primer sorbo de aquel cubanísimo brebaje– ¿Y la otra tarea?

–¡Ordenanza! ¡Haga llamar al coronel Valdés Domínguez! –ordenó el general en jefe. Durante los breves instantes que tomó para poner orden en las ideas que habría de expresarme, creí verle un tanto afligido, cuando por fin habló, sus palabras traslucían un sentimiento no precisamente de abatimiento. A mi modo de ver, era contrariedad y disgusto o como si estuviera viviendo un conflicto. Todo ello me puso en tensión porque percibí que abordaríamos asuntos de extrema complejidad.

–Como usted sabe –inició su plática introductoria para abordar el motivo fundamental de la reunión–, en diciembre pasado cayó en combate el mayor general Antonio Maceo y mi hijo Panchito.

–Cómo no, conocí de esas lamentables pérdidas para la Patria.

–¡Permiso, general! –interrumpió a mi espalda, una voz firme y gallarda. Aunque suponía de quien se trataba, por cortesía, me viré para ver la cara del recién llegado.

–¡Adelante, coronel! Como correspondía, fuimos presentados formalmente aunque el general tuvo a bien no ahondar en este momento muchos detalles sobre mi persona.

–Mire, Pons, el coronel Valdés Domínguez, mi jefe de despacho.

Historiador, hoy le digo, que el recuerdo de ese momento me conmueve y me resulta grato, pero en aquella fecha de 1897, no puedo dejar de reconocer que ante la presencia de Fermín Valdés Domínguez, me invadió una infinita alegría infantil porque pude satisfacer una antigua añoranza: conocer aquel a quien Patria calificara como “el vengador del bestial crimen del 27 de noviembre de 1871”, al leal amigo. Quien se presentaba ante mí era un hombre lo suficientemente alto como para inclinarse al entrar en la tienda de campaña; ni los intensos estudios universitarios, ni la angustia en procura de la verdad sobre la inocencia de sus compañeros de carrera, hicieron mella en su abundante cabellera negra. Como buen profesional de la Medicina, al estrecharnos las manos para ser presentados, observé que evaluaba mi estado general de salud. (“Caramba, el viejo no acaba de poner los pies en la tierra”, se impacienta aún más Historiador.)

–Acerque el asiento, coronel. Como le decía, Pons –continuó el general–, en el transcurso de estos últimos meses he recibido informes y versiones de ese combate y del rescate de sus cuerpos que nos han suscitado inquietudes.

–¿No han sido confiables las fuentes de esos informes? –pregunté automáticamente, sin abandonar mi ya habitual costumbre de evaluar la fuente de mi información, pero sin sospechar los vericuetos inherentes a las informaciones que recibiría.

–Desde luego que lo son.

–Siendo así, no alcanzo a comprender su preocupación.

–Coronel Valdés, por favor, explique con detalles.

–Me veo obligado a hacer un alto en el relato, Historiador.

–¿Se siente usted cansado? –se preocupa el joven por su anfitrión.

–En lo absoluto. Es que quiero dejar clara la trascendencia de lo que a continuación usted habrá de escuchar.

–Pierda cuidado, las personas que intervienen en esa reunión ya de por sí, para mí, tienen la mayor trascendencia.

–No sé si usted conoce que cuando ocurre la escaramuza de San Pedro, el general Pedro Díaz ya había sido nombrado por el propio mayor general Antonio, jefe de una división del Cuarto Cuerpo de Ejército en la región central del país hacia donde ambos se dirigían.

–Desde luego, conozco esa información y que había participado en las tres guerras; también estoy al corriente de su grandísima admiración por el general Antonio.

–Entonces estamos en condiciones de continuar. –El señor Pons carraspea ligeramente aclarándose la voz.

–Antes que el coronel Valdés Domínguez haga su relato –intervino el general en jefe–, le diré que el primer informe oficial de los sucesos del siete de diciembre en San Pedro me llegó en enero del presente año por intermedio del entonces general de brigada Pedro Díaz –dijo Gómez y a continuación le hace una seña a Valdés Domínguez para que continúe.

–Lo más importante de ese informe es que, según el propio general Díaz, él fue quien de inmediato ordenó y dirigió el rescate de los cuerpos, al frente de cuarenta hombres –ha enfatizado Valdés para que yo no tenga dudas en el contenido de lo que pretende trasladar– de los cadáveres del general Antonio y de Panchito que habían quedado a merced de los españoles.

–¿Y no fue así? –Bueno, eso creímos –dijo el coronel en tono sobrio y seco.

–En consecuencia, con esa acción que impidió que el cadáver del general Antonio quedara en manos españolas –ha dicho Gómez–, Díaz fue propuesto de inmediato al Consejo de Gobierno como mayor general.

–Y todo lo dicho por el general Pedro Díaz, fue ratificado por Miró Argenter –completó la idea el coronel, enarcando su ceja derecha. –(“¡Por fin!”, piensa Historiador, liberando su ansiedad mediante un ligero suspiro.)

–Entonces, ¿dónde está la contradicción? –indagué entre confundido y ávido de conocimiento, aunque ya con algunas terribles sospechas en mi cerebro.

El general Gómez se adelanta a Valdés Domínguez en la respuesta:

–Son varias. Tengo conocimiento que el coronel Manuel Piedra, de la escolta del general Maceo, calificó de mentira e infamia el informe rendido por el general Pedro Díaz en cuanto al papel de este en el rescate de los cadáveres; asimismo, el teniente coronel Juan Delgado se indignó de manera soberbia cuando conoció de esa versión.

–Hmmm, grave.

–Lo que nos llena de inquietud es que en este período también recibimos un informe del coronel Ricardo Sartorio quien se adjudica haber tomado la iniciativa para la recuperación de los cadáveres y que, luego de haber organizado a los hombres, fue que se incorporó el general Pedro Díaz.

–Da la impresión como si todos los que tuvieran alguna responsabilidad al frente de las tropas, quisieran adjudicarse la realización de tan relevante hecho.

–Efectivamente, pero no es lo más grave. Quisiera que el coronel Valdés le ofrezca algunos detalles de una comisión que recibimos en el mes de marzo de este año, unos días antes de solicitar su presencia en este cuartel.

–En esa fecha –comenzó hablando el coronel– llegaron hasta nuestro campamento el comandante Castellanos, del Estado Mayor del teniente coronel Juan Delgado, Donato Delgado, hermano de este y José Cadalso. Este último nos narró hechos tan interesantes como inverosímiles.

Entonces, coronel Valdés, cuando hemos logrado reunirnos con el resto de las fuerzas, fue que conocimos de la muerte del general Maceo. Los allí presentes estaban desconcertados y llenos de tristeza ¡El teniente coronel Delgado montó en cólera!... Ah, porque los cadáveres del general Maceo y de Panchito estaban en poder de los españoles y no se había hecho nada por rescatarlos.

En este momento, el señor Pons ajusta sus espejuelos y antes de revisar la libreta de notas que está abierta, específicamente en la hoja que tiene ante sí, permanece meditativo hasta que por fin agrega: Quedamos en vilo el coronel Valdés y yo mirándonos a los ojos y como inquiriendo él: “¿Qué le parece lo narrado hasta aquí?” en tanto yo valoraba toda la información recibida hasta ese momento sin arribar a una conclusión. Como respuesta a esa mirada inquisitiva, razoné:

–Los cadáveres no quedaron en manos españolas porque de ser así ya los hubieran mostrado, de manera que deben haber sido rescatados por nuestras fuerzas. Pero entonces, si lo dicho por esta comisión fuera lo cierto, ¿cómo se produjo y quiénes participaron del rescate del lugarteniente general? La respuesta me llegó de inmediato: Justamente le he hecho venir para eso: A usted le corresponde hallar la respuesta sobre ese tema –ordenó el general en jefe. Tras una breve pausa, en la que hizo uso de su jícara y el coronel Valdés Domínguez y yo permanecimos en silencio, tomó la palabra de nuevo.

–No sabemos dónde fueron enterrados y ese es el otro tema que me preocupa. El general Díaz dice que él propuso un lugar pero Juan Delgado argumentó que en el sitio propuesto, podía ser descubierta la tumba.

–¿Entonces? –pregunté un tanto desorientado–. El teniente coronel Delgado propuso llevárselo a un pariente suyo, en una finca más apartada. Cuando finalice la guerra, esa persona deberá contactarme o al presidente de la República para informar del paraje exacto donde se encuentran los cadáveres. Le confieso Historiador, que aquellas palabras me dejaron con un profundo desasosiego.

–Le veo pensativo, Pons, ¿qué le preocupa? –me pregunta el general en Jefe, probablemente compartiendo mis inquietudes. –Imposible negarlo, general –repuse–, para mí todo queda nebuloso ¿Será efectivamente seguro el lugar seleccionado? Y a mi modo de ver, lo más preocupante es: si ese pariente muere, ¿cómo sabremos el punto del entierro? ¿Quién más sabe de ese lugar sagrado?

–Pons, compartimos las mismas interrogantes. El motivo de su presencia hoy en este campamento, es que necesito conocer, con las vías a su alcance y sin afectar el resto de las tareas, ¿quién rescató realmente los cadáveres del mayor general Antonio Maceo y de mi hijo Panchito? De igual modo preciso saber quién es y qué confiabilidad merece la persona encargada de la custodia de sus restos, porque sin dudas será un ser humano formidable con un enorme sentido patriótico de su responsabilidad. Esa persona ya está librando desde entonces, día a día, una singular batalla de la que solo podrá salir invicto con su férreo silencio. En lo que a mí concierne, tengo en mucha valía al teniente coronel Delgado y las decisiones que él toma, incluso –dicho sea de paso–, en otra versión de los hechos, a él se le coloca como centro del rescate pero como general en jefe del Ejército Libertador, exijo disponer de la máxima información posible sobre aquellos hechos, proporcionada por una fuente imparcial y segura.

Luego que el coronel Valdés Domínguez explicara totalmente el informe rendido por la comisión enviada por Juan Delgado, el General Gómez retomó la palabra:

–Agregue las interrogantes que usted acaba de hacer –que también son mías– por la importancia que reviste para nosotros conocer el lugar del entierro y para España poder exhibir sus cadáveres como un triunfo propio y escarnio para las armas mambisas.

–Comprendo.

–Quiero agregar algo sobre las condiciones de cumplimiento de esta tarea en los momentos actuales: tenga en cuenta la situación que ahora enfrento con el Consejo de Gobierno al tomar ellos decisiones militares que no les compete y poner en entredicho las tomadas por mí como general en jefe. Así que no conviene –enfatizó–, que surjan otras fricciones como consecuencia de esta investigación que le estoy orientando.

–Que resulta muy sensible por la jerarquía de los implicados. Pierda cuidado, general ¡Todo se hará en la más completa discreción! No obstante estas palabras mías, el general Gómez, subrayó:

–Insisto: que no queden rastros de absolutamente nada de lo que usted haga en relación a esta segunda tarea.



Tausende von E-Books und Hörbücher

Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.