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Alternando entre el absurdo y la mitología de cotillón, Walter C. Medina retrata en "Crónicas de Anchorena" un misterioso mundo que puede ser observado desde una alcantarilla, desde los recortes de un periódico de pueblo, e incluso desde la poesía. Repleto de diálogos que parecen inconducentes y escenas surrealistas que sin embargo desafían descaradamente a la verdad, "Crónicas de Anchorena" se desliza con paso de funámbulo sobre una cuerda floja que separa al mundo real de aquel otro que nos planta cara, desafiante, en un torbellino fabuloso. La polifonía de la narración transforma la trama en un tejido en el que caer o subir no son necesariamente opciones. Esperpéntico, intertextual, profundamente existencial –y asumiendo la humildad de un chiste–, "Crónicas de Anchorena" es la puerta de entrada a ese otro mundo al que, si lo deseamos, podemos acceder; aunque tan sólo sea para reírnos de nuestras propias incongruencias.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
WALTER C. MEDINA
Medina, Walter C. Crónicas de Anchorena / Walter C. Medina. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3580-1
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
PRÓLOGO
Prolegómeno
Tomy, el pibe del delivery
Las almas distraídas
La FIFA
La rara avis de Anchorena
Sociales
De Elizalde a Ismael, una espera Fructuosa
El testimonio de Vicky
Saraberri, un testigo crucial
Gloria, la pitonisa
Los bigotes de Vicky
Primeras nupcias
Chiquitita dime por qué
SEGUNDA Y ÚLTIMA PARTE
Adiós a Anchorena
OTRAS PUBLICACIONES DE WALTER C. MEDINA
Acerca del autor:
Cover
Table of Contents
La invitación es a un relato misteriosamente humorístico y atrapante. A la vez: la crónica de una mirada que caricaturiza un mundo, un pequeño mundo que puede ser observado desde una alcantarilla, desde un periódico local o desde la poesía. Agregaría decir que la mirada es ojos y por lo tanto cuerpo. Para reconocer rincones, nombres, aromas urbanos y matices históricos habrá cuerpo en cada lector.
Una ciudad inventada –pero no necesariamente por el autor- que convierte en el “Pinta tu aldea” de Tolstoi en un pintarrajear: juega, vocifera, graba en un mural de palabras ese espejo deformante (a veces muy deformante y a veces no tanto) en un crisol en el que se mire tanto el transeúnte local como cualquier otra persona del planeta.
La polifonía de la narración hace que el libro sea un tejido en el que caer o subir a la vez. Esperpéntico, intertextual, profundamente existencial, y asumiendo la humildad de un chiste. En cuanto al misterio que elucubra en su protagonista, le podemos agradecer a este escritor que creer y reventar no sean dos opciones excluyentes entre sí. Quienes vivimos en la ciudad no inventada veremos allí nuestros parajes, nuestra relación con la locura, con el amor, con el aburrimiento. Otras lecturas –más extranjeras- encontrarán un laberinto del que les pediremos, en tal caso, que nos ayuden a salir.
Arturo Serrano, Director de la Biblioteca de Autores Locales de Necochea
Especial agradecimiento a Flor Villanti, a Afri-K, a Ale Elisa, a Sergio y Lu Parentela, y a Pao del Castello.
“Todo lo que escuchamos es una opinión, no un hecho. Todo lo que vemos es una perspectiva, no la verdad”.
Marco Aurelio
Los personajes y hechos retratados en las páginas siguientes son ficticios. Cualquier semejanza con la realidad, correrá por cuenta de la imaginación del lector.
Cierre los ojos. Ahora piense en un recuerdo asociado a su juventud. Deje que fluya, sin filtros. Ahora concéntrese en un recuerdo que lo haga feliz. Ahora en el recuerdo más doloroso de su vida…. Ahora abra los ojos. Regrese al presente.
Los momentos pasados de nuestras vidas nos definen. Solemos creer que los recuerdos son hechos archivados en el cerebro, cuando en realidad todo lo que nos ha sucedido ha ido alterando el recuerdo original de los eventos vividos. Esto genera un nuevo filtropor el cual loexperimentamos. Un filtro que cambia u olvida los detalles; los exagera, los colorea, los combina y los transforma. Pero la experiencia pura sigue existiendo en nuestro interior, ya que el cerebro tiene la capacidad de recordar hasta el mínimo detalle de cada evento vivido.
El problema es que no tenemos forma de evocarlos. No hay forma de borrar los filtros del tiempo y regresar a la verdad sin aditivos.
La capacidad de elucubrar respecto de nuestra vida y la de otros, de darle forma incluso a la personalidad de un tercero mediante nuestros propios conceptos, prejuicios, imaginaciones y deseos, coopera en la tergiversación de un hecho único, de un evento determinado, de las formas en las que vemos o dejamos de ver a los otros y a las cosas. Todo depende del cristal con el que se mire. Y de los prejuicios del dueño del ojo que mira detrás de cada cristal.
Si poseemos el poder de modificar nuestros propios recuerdos, de haberlos pulido tanto que nada se conserva ya del original; si tenemos incluso el poder de creerlos, como si hubiesen sido hechos reales, si en el ingenuo afán de perfeccionar lo imperfecto somos capaces de inventarnos para encajar socialmente entre el resto de los inventados con los que debemosrelacionarnos en el transcurso de nuestro existir, imaginemos entonces lo que nuestros prejuicios pueden hacer respecto de cómo vemos o queremos ver a un tercero.
El hombre posee la capacidad de adulterar su propia personalidad, fingiendo ser lo que no es, y recordando incluso lo que nunca sucedió. Lo que lo convierte en un ser desprovisto de cualquier indicio de inteligencia.
En su sempiterna lucha por ser lo que cree que debe ser, el hombre camina con paso de funámbulo sobre la cuerda floja de su propia imbecilidad. Pero no contento con esto se esmera en forzar el personaje que de sí mismo se ha creado; ese otro que no es ni será jamás.
Esta introducción me conduce a presentar al individuo de quien me ocuparé en las siguientes páginas de esta suerte de muestrario al que he titulado “Crónicas de Anchorena”, una recopilación de testimonios y datos acerca de Wado Mena; su vida, su obra, su enigma.
Mediante horas de conversaciones con quienes aseguran haberlo conocido, estas crónicas pretenden reconstruir, en parte, los rasgos de su compleja personalidad. La suma de voces transcriptas en las siguientes páginas arroja como resultado una suerte de collage mediante el cual podemos vislumbrar las distintas facetas de la vida de un hombre de quien poco y nada se sabe; excepto por las elucubraciones de terceros en torno a su vida, a su obra y a su misteriosa desaparición.
La noticia que daba cuenta del hallazgo de cuadernos y manuscritos sueltos en su domicilio, fueron los motores que me impulsaron a adentrarme en esta fascinante aventura. Como escritor inclinado a la reconstrucción de sucesos tomados de la vida misma, me apresté a iniciar mi tarea investigativa luego de que el periódico “El Heraldo de Anchorena” publicara su versión respecto de las hipótesis que circulaban sobre la vida y la desaparición física de Wado Mena.
Una vez decidido a lanzarme a las sinuosas aguas de la investigación periodística, la tarea preliminar fue publicar un aviso destacado en el mencionado periódico de la localidad de Anchorena. En pocas líneas, y con caracteres destacados, insté a quienes pudieran aportar datos y testimonios respecto a Mena, a entrevistarse conmigo. Las respuestas notardaronen llegar vía mensaje telefónico. Seguidamente concerté horas y días específicos para cada una de las citas con quienes aseguraban haberlo conocido. Gestioné la reserva hotelera, compré el pasaje en un coche semicama de la empresa de transportes Costera Criolla, y finalmente viajé a la ciudad balnearia que lo vio nacer y desaparecer misteriosamente.
La reflexión inicial acerca de la memoria y de la tergiversación de la misma a través de sucesos con los que el tiempo y nuestra inventiva condimentan episodios existenciales propios y ajenos, no es un mero capricho. A medida que fui avanzando en mi investigación pude advertir que me encontraba ante un significativo hallazgo. Wado Mena había estado hecho de memorias, de retazos, de pequeñas piezas que en su conjunto daban como resultado un extraordinario y complejo puzle de fracciones manipuladas por los preconceptos y prejuicios de quienes aseguran haberlo conocido; como si tal cosa fuese probable.
El ser humano interpreta lo que percibe desde su mirada siempre subjetiva. Prisioneros de las restricciones de nuestra mente, sólo vemos lo que queremos ver; lo que nuestro prejuicio nos fuerza a ver. ¿Acaso eso que vemos no está condicionado por las capas de conceptos e ideas propias y ajenas? ¿Acaso existe criterio alguno para determinar cómo es una persona? ¿Acaso conocemos en detalle qué se cuece dentro de un individuo al que sin embargo no dudamos en caratular de bueno, malo, bello, feo, inteligente, estúpido, etc, etc; siempre según lo que cada uno considere acerca de qué es bueno, qué es malo, bello, feo…etc; siempre según el prejuicio y preconcepto que se tenga respecto a la definición de tales adjetivos?
No vemos al mundo como el mundo es, sino que lo vemos como nosotros somos. Y en el mismo contexto, cuando observamos a otro ser humano, lo que estamos viendo es un reflejo de nosotros mismos. Nuestra percepción sobre alguien siempre será alterada por nuestra subjetiva visión, impulsada por lo que respecto a ese alguien nos han forzado a creer; o por lo que quizás, por alguna razón, deseamos creer sobre ese alguien en cuestión.
Estas páginas no pretenden fidelidad porque, tal como he señalado en párrafos anteriores, nada es lo que parece ser. Están impregnadas por la recreación de hechos de la vida de Mena, vistos con la subjetividad -quizás adulterados- de quienes interactuaron con él a lo largo de su existencia.
¿Quién fue Wado Mena? es el interrogante que habita las siguientes páginas, colándose entre párrafo y párrafo como una repetitiva y trillada interpelación.
Serán las voces de quienes aseguran haberlo conocido las que narrarán sus hazañas, sus conquistas y sus fracasos, con el orgullo de haber sido testigos de prodigios que hubieran merecido mejor suerte que la evocación reiterada de individuos que ya no tienen nada nuevo ni nada bueno que decir.
Por su parte será el lector, quien –desde su sesgada percepción de todas las cosas- extraiga sus siempre subjetivas conclusiones.
Invito entonces a ese lector a dar rienda al criterio propio que cree poseer.
Su madre le había aconsejado que no aceptara el trabajo de repartidor. Lo había hecho por una comprensible preocupación, natural en una madre como Florencia, cuyo único objetivo era -a estas alturas de su vida- ver crecer sano y feliz a su Tomasito.
“Es peligroso andar en moto acá en invierno”, le dijo, sin quitar la mirada de las dos salchichas que daban vueltas en el microondas; impávida y al mismo tiempo atenta, como si lo que estuviera viendo fuese alguna de esas aburridas películas de Netflixt o Amazon Prime Video.
La madre de Tomy, él lo sabía, no decía nada nuevo. Era peligroso. La ciudad en invierno era una boca de lobo, y el dudoso aspecto seguro que las calles ofrecían a los turistas en temporada de verano, era ahora un lejano espejismo.
“Encima con la helada que está cayendo”. Y añadió para reforzar su postura, “Dijeron en la tele que va a caer agua nieve en toda la costa atlántica. En moto hasta una neumonía te podés agarrar”.
Tomy seguía concentrado en los mensajes eróticos que le mandaba la telefonista del “Be Happy”, la rotisería de alimentos orgánicos con servicio de delivery ubicada en una de las cuatro esquinas que constituyen lo que los anchorenenses llaman “centro viejo”.
El invierno no era bueno para andar transportando pizzas y empanadas por las oscuras y resbaladizas -además de minadas por históricos baches que ya se habían cobrado la vida de un par de motociclistas- calles de la ciudad. El invierno no era bueno para eso. Ni tampoco para muchas otras cosas más.
El invierno traía consigo malos presagios, desencadenaba oscuras pasiones. El viento del sur corroía las almas de los lugareños más sensibles, propensos a la melancolía, al recuerdo aún fresco de una puesta de sol de enero, a la persistente nostalgia de la arena tibia escurriéndose entre los dedos; la última zambullida en el mar, el último paseo a pies descalzos por esa orilla adornada con medusas y restos secos y quebradizos de pequeños cangrejos.
“En invierno andar en moto por acá es peligroso”.
No era que Tomy ignorase esta realidad. Sin embargo tenía sus motivos para aceptar el trabajo, aún a sabiendas de los riesgos.
Era el mes de julio cuando, según recordó Tomy en nuestra entrevista, había conocido a Wado Mena. “Fue el día del incidente”, me especificó en nuestro primer encuentro.
En invierno en Anchorena el día se hace noche hacia las seis de la tarde. Las tres avenidas que atraviesan la ciudad para morir en la costanera están tan desoladas como lo han estado siempre en esta época del año, desde su misma fundación. Una ciudad balnearia, fuera de temporada, es un teatro vacío, con sus decorados y sus máscaras abandonadas. Por las noches, en invierno, los vapores blancuzcos que emergen de la estación termoeléctrica se mueven por el aire del puerto como gigantescos y volátiles fantasmas. Los lobos marinos se resguardan de las sudestadas en un espigón que huele a carnadas putrefactas que el oleaje deposita entre las rocas.
Ni una sola alma deambula en invierno por los parajes que dos meses al año abarrotan los turistas con sus reposeras, sus sombrillas, sus termos, sus gorritos piluso y sus gafas de sol. La peatonal, esas tres cuadras que nacen en la rambla municipal, se colma de luz y color desde el 1 de enero hasta el 28 de febrero. Heladerías, pizzerías, bares de minutas y picadas, puestos de panchos, de churros, de cornalitos y papas fritas. Niños con las caras recubiertas de dulce de algodón o saboreando manzanas acarameladas; payasos con globos coloridos, mimos, estatuas vivientes, jóvenes artistas en zancos provocando felicidad y algarabía entre los más chiquitos, juegos electrónicos, Sacoa, diversión.
Así había sido Anchorena en las temporadas de verano. Pero esto era ahora un recuerdo amarillento que de tanto en tanto rescataban de sus memorias los anchorenenses más nostálgicos.
Las temporadas ya no eran lo que alguna vez habían sido, aunque en el orgullo herido de los más férreos defensores de Anchorena aún permanecía intacto el recuerdo de aquella época en la que todavía podían jactarse de haber nacido en la “La Mejor Playa Argentina” -como algunas publicaciones nacionales la piropearan allá por la década del ’30- naturalmente porque así lo era; con su enorme extensión de arenas y con su suave declive que marcaba la diferenciaban con otras ciudades balnearias de la costa atlántica bonaerense.
“Temporadas eran las de antes”, se dicen entre sí los remiseros que aguardan la llegada de turistas en la parada de la terminal de ómnibus. “¡Qué noches aquellas noches de enero!”, rememoran con nostalgia, refiriéndose a las cálidas noches de verano de los años dorados y gloriosos de Anchorena, antes de la debacle, de la desidia municipal, y de las consecuencias directas de los efectos del cambio climático que redujeron sus extensas playas, igualándolas a las de cualquier otra ciudad balnearia de la costa atlántica bonaerense.
El primero de marzo en Anchorena no queda ni el loro. Las bolsas plásticas vomitadas por el mar, yacientes en la orilla, algunas plumas de gaviota, restos oxidados de una reposera rota, alguna ojota gastada y descolorida sin su par, deshechos de pingüinos malogrados, y un cielo plomizo como presagio del venidero y desafiante invierno, son los símbolos más descriptivos del fin de temporada, del retorno a una normalidad que desafía la emocionalidad de los anchorenenses más sensibles.
Es la hora del regreso a la rutina, a la visión de una ciudad tan vacía como lo están internamente algunos de sus moradores permanentes que, como una ojota sin su par, como una pluma de gaviota, como el resto de una reposera rota y oxidada, se aprestan a enfrentarse con sus propias y en ocasiones violentas tormentas.
Alguna vez perla y promesa de la costa atlántica, Anchorena es ahora una postal de la desolación, un pueblo tan apagado como su Casino, que supo arder en la cara de todos los orgullosos anchorenenses, dándoles tema de conversación para varios inviernos. “Una pena”, se lamentan al recordar los años de esplendor de aquel complejo de caprichosas formas arquitectónicas construido frente al mar, ya mortalmente carcomido por los efectos del salitre, antes de la devastación total como consecuencia de las llamas.
Nada quedaba en pie. Ni la rambla se había salvado de la debacle de desidia y mal gusto en la que la ciudad había sucumbido, contradiciendo las esperanzas de sus cincuenta y tres mil habitantes permanentes que continuaron con sus vidas, cada cual con su cada quien, más inmersos en asuntos ajenos que en propios, parapetados detrás de sus ventanas, siempre atentos a los rumores que los vientos del sur mezclan en las calles desiertas, y soportando –aún los más insensibles- la dureza de un clima que tiene el poder de calar el alma. Postales amarillentas eran la prueba de lo que alguna vez, allá lejos en el tiempo, había sido aquella villa balnearia que con la pujanza y el coraje de quienes se atrevieron a afincarse en ella, se había transformado en la meca de los que –ahora- solo pensaban en huir, incluso pegándose un tiro. Un suicidio –quizás considerase quien lo ejecutara- “en defensa propia”.
Vientos huracanados y fuertes lluvias para esta tarde anunciaba por sexto día consecutivo la radio local.
El invierno en Anchorena trae consigo largos períodos de sudestadas. Los pobladores permanentes no se asoman a la calle si no es por asuntos de urgente necesidad; y la ciudad presenta durante largos meses un aspecto fantasmagórico. Plazas y parques vacíos, columpios que se agitan con el viento y chillan con un canto oxidado que corta al medio el silencio de la noche. Y una playa sin registro de huellas en su orilla. Solo ojotas sueltas, plumas de gaviotas, botellas aplastadas, latas y envases vacíos de protectores solares. En marzo el mar devuelve la colección de objetos que fue tragándose en los meses más prósperos para el sector hotelero de la localidad.
El viento del sur se cuela en cada rendija. La de las casas y la de las almas. Los más jóvenes se compenetran en la virtualidad. La realidad se vuelve un perpetuo cliquear, un envío insistente de mensajes, una constante búsqueda de evasión mediante el entretenimiento, el descargo en Twitter, la foto en Face, las apuestas, las pajas on line y los “match” de Tinder.
En invierno los hombres adultos albergan la esperanza de que caiga ya de una vez el último grano de arena de su reloj existencial. Mientras tanto miran pasar las horas desde sus ventanas, entre apáticos y perplejos ante sus respectivas soledades, observando de reojo el triste espectáculo que les devuelve la contemplación de la nada misma, el punto en el que constatan la inutilidad de una espera vana a una muerte aletargada y lerda. Distinto a los años en los que esperaban con ansias a la próxima temporada veraniega que, como cualquier fantasía, se desvanecía en un abrir y cerrar de ojos, pero dejaba en el espíritu una caricia que -con suerte- quedaba cosquilleando hasta el verano siguiente.
En invierno los viejos más ingenuos aún temen ser seducidos por la dama que históricamente los anchorenenses llaman “La Vampiresa”, una figura de la mitología local que en otros tiempos los primeros vascos, gallegos y daneses que se asentaron en estas tierras, alimentaron con inverosímiles relatos y supuestos testimonios reales. La leyenda -que se transmitió de una a otra de las pocas generaciones que con sus apenas 142 años de historia alberga la ciudad de Anchorena- cuenta que cruzarse a La Vampiresa era señal de mal augurio. No existe registro fotográfico ni nada que certifique que tal historia pudiera tratarse de otra cosa más que de una mera y no menos burda ficción de la mitología urbano-costera. Aun así, los anchorenenses más ancianos aseguran haber conocido a vecinos que certifican haberla visto.
“Y si te dejabas besar por ella, eras boleta antes de la medianoche”.
El mito se había acrecentado después de las muertes de Pedro Lozano Telechea y Martín Larraburu Tegorrea (ocurridas en julio 1959), dos vascos de segunda generación que habían conservado las tradiciones culturales traídas por sus progenitores desde Euskadi a estos lares del este bonaerense. “Habían ido a jugar pelota al Centro Vasco. Y según dicen, cuando salieron de ahí se llegaron hasta la ruta para probar un Valiant, un fierrito de la época. Pero se quedaron en el medio del monte tras la ruptura del alternador; y ahí fue que llegó La Vampiresa”.
Al parecer los vascos conocían la leyenda, aunque ni Telechea ni Tegorrea la tomaban muy en serio. Cuentan que la mina los sedujo a los dos. Pero ninguno de ellos quería besarla. Ella los puso a prueba. Apuró los trámites y peló las tetas. Telechea se llevó las manos a los ojos. Tegorrea prefirió mirar. Dicen que La Vampiresa se les desnudó y les improvisó un baile exótico ahí mismo, a la vera de la ruta 228, mano a Claromecó. Cinco minutos más tarde los dos vascos y La Vampiresa se debatían en un acalorado menage a troi en el asiento trasero del Valiant, quieto por causa de la rotura del alternador, detenido a 200 metros de un cartel indicador.
Hasta la misteriosa desaparición de Wado Mena, la de La Vampiresa era en Anchorena la historia fantástica con mayúscula. Ahora ambas forman parte de la mitología y la realidad que el viento mezcla y sacude cada invierno; cuando -quizás porque elaburrimiento se hace insoportable- los anchorenenses la recrean una y otra vez, en las cientos de horas muertas que van de un día a otro.
Se dice que ambos vascos llegaron a sus casas y se acostaron a dormir con sus respectivas esposas. Sin embargo es otra la versión que consta en los archivos de la comisaría local.
A Telechea lo encontraron un martes. Su cuerpo fue hallado por la prefectura luego de que un pescador mañanero denunciara su aparición, producida al engancharse el anzuelo de su caña con el ya fallecido Telechea (“gran jugador de Pelota local y miembro de una distinguida familia de nuestra comunidad, oriunda de Irún, Euskadi”, según remarcaba el diario El Heraldo de Anchorena en su Sección Necrológicas del 11 de julio de 1959), que flotaba río abajo, hinchado, violáceo y un tanto deshecho por las mordeduras de peces y aves carroñeras.
El peritaje y la autopsia arrojaron como resultado que la muerte de Telechea se había producido de forma “violenta”, “falleciendo la víctima por desangramiento, producto de la amputación de los genitales”.
Nunca se encontró al autor del crimen, aunque siempre se sospechó de su esposa. Sin embargo Marta, la mujer de Telechea, había asegurado que aquella noche el vasco la telefoneó para decirle que iría a jugar Pelota con Tegorrea y luego a probar el motor de un flamante Valiant que acababa de comprar en una concesionaria del centro, y que jamás había regresado.
Si se trató de una verdad o de una coartada, nadie pudo saberlo con exactitud; no existieron testigos ni se encontró el arma homicida. Nunca se supo a ciencia cierta qué fue lo que sucedió, aunque Marta cargó con el desprecio de los anchorenenses hasta su último día. “La corta penes”, le decían con malicia quienes no querían y no podían aceptar que la autora de semejante crimen pudiera ser La Vampiresa. “Eso es un mito, señor! Estamos a mitad del Siglo XX… ¿Se da cuenta?”, decían a quienes planteaban dudas o esgrimían absurdas y fantasiosas conjeturas respecto del horrendo asesinato.
Tegorrea se ahorcó la misma noche en su patio trasero. Su mujer dio la misma explicación cuando se la interrogó. “Me dijo que llegaría tarde porque iba a jugar Pelota al Centro Vasco con Telechea, y luego a probar el motor de un Valiant a la ruta. Después de eso no volvió a casa… hasta que hoy salí a colgar la ropa y ahí estaba…”, había dicho Raquel, secándose las lágrimas sin dejar de acariciar a Chita, la perra salchicha del vasco, que olisqueaba el cadáver de Tegorrea ya descolgado del cordón de aquella ropa, quizás la suya propia, que Raquel –en su condición de ama de casa- se disponía a colgar en el momento del macabro hallazgo.
Las inexplicables muertes de Telechea y Tegorrea alimentaron la leyenda de La Vampiresa. Y aunque con los años ya nadie habla de aquellos sucesos que sacudieron a Anchorena, el recuerdo -el mito- revive cada invierno para arrancar del aburrimiento a las almas proclives a la evasión.
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“Encima con la helada que está cayendo”. Y sin quitar la vista de las salchichas que giraban en el microondas, Florencia repitió. “Dijeron en la tele que va a caer agua nieve en toda la costa atlántica”.
Concentrado en los mensajes eróticos que le mandaba la telefonista y cajera del “Be Happy”, a Tomy lo que su madre le estuviera diciendo le entraba por un oído y le salía por el otro. “Abierto todas las noches” (y una fotito con la boquita entreabierta, a punto de ser penetrada por la punta de una porción de pizza integral, proteica y orgánica), le escribía “esa turra…” –según la madre de Tomy- “…para ponerlo más loquito de lo que ya está”.
Antes de nuestra entrevista Tomy me adelantó que él no era un gran conocedor de la vida de Waldo Mena, que “apenas lo conocí el día del incidente. Lo que sé de él es lo mismo que saben todos acá en Anchorena”.
A Tomy lo había agarrado el invierno sin un mango. Y en Anchorena el invierno sin un mango requiere de un coraje que -a sus 20 años recién cumplidos, y con una traslúcida fragilidad que en su lenguaje corporal se expresaba en ese andar inseguro que lo caracterizaba- lejos estaba Tomy de poseer.
Fue por ese motivo que había aceptado el trabajo de delivery. Para juntar la guita suficiente, comprarse un pasaje a Constitución y comenzar de cero en una ciudad que contrarrestara toda esa cosa que llevaba dentro y que su madre definía con la misma denominación con la que la psicología define a los seres como Tomy: “PAS”, siglas de Personalidad Altamente Sensible. Tomás Pas y Amor”, le decían los compañeros de la escuela en un reiterado bullying.
Tomy era un chico emocional, empático y creativo. Necesitaba explayarse, comunicar, sentir inspiración. Y además de su playa, sus médanos y su casino incendiado, Anchorena no era el lugar para que alguien como él pudiera hallar a sus musas.
Tomy quería rapear, o hacer hip hop… o ser grafitero, youtuber o tiktoker.
“Tener flow, ma…”, le había dicho a su madre en un arrebato emocional de esos que solían darle cada dos por tres, especialmente los domingos de invierno. Porque para un pibe como Tomy, Anchorena representaba una suerte de cárcel. Una cárcel de la que de tanto en tanto tenía permitido salir para pegarse un chapuzón y refrescar alguna idea, antes de que el invierno helase otra vez el calabozo y se le congelasen las probabilidades de liberar su flow.
“Los días cortos y fríos del eterno invierno, días de silencios sacudidos por el viento, noches en las que se teme enfrentar al vacío, mirarse a la cara reflejada en la oscuridad de un espejo. Noche tras noche, días tras día. Semana tras semana, mes tras mes. Cinco meses de largas, gélidas y solitarias jornadas durante las cuales conviene llevarse bien con uno mismo, convertirte en tu propio mejor amigo, antes de que aflore tu propio peor enemigo”, escribía de puño y letra Tomy, cuando por mero aburrimiento posponía el rap y esgrimía sus cualidades innatas para la narrativa, desafiando los límites de la prosa.
“Tomy era un artista, un pibe nacido para lo urbano, un pibe cosmopolita; él tenía flou, como él decía. Flou. ¿Me entiende lo que le digo? Yo ya no sabía qué decirle….”, me dijo su madre cuando hablamos del lado creativo del pibe. “No sabía cómo hacer para que estuviera contento…”, “…Yo ya sé que Anchorena es un pueblo maldito del que si uno se puede mandar a mudar, debe mandarse a mudar. Pero yo no podía hacer más que darle palabras de aliento y acompañarlo emocionalmente en todo lo que quisiera hacer”.
Florencia lo había animado a animarse. Tomy quería rapear, y había escrito algunas muy buenas rimas a las que acompañaba con sonidos de batería electrónica y bajos que improvisaba asombrosamente con la nariz y la garganta, por medio de sonidos guturales y al mejor estilo Snoop Dogg.
“La verdad es que era fantástico”, reconoció Florencia, sin disimular cierto arrebato de orgullo materno. “Y no lo digo sólo porque fuera hijo mío; no señor. Yo reconozco la calidad artística allí en donde se me plante”.
La abuela Elvira, la madre del tipo al que Florencia considera –aunque con ciertas dudas- el padre de Tomy, también lo había apoyado mucho, aplaudiendo las letras y los raps que componía. ”Le hacía tortas fritas y mate cocido con leche mientras él escribía sus canciones”, me dijo Florencia en relación a la complicidad existente entre abuela y nieto durante las horas de creación.
Florencia se encendió un Benson & Hedges, le dio una profunda calada y exhaló, desdibujándose su silueta en una espesa nube de humo. Quizás era aquel el momento indicado para reconducir mi charla hacia el tema que realmente me importaba: Wado Mena.
Pero no lo hice.
Ella continuó destacando las aptitudes artísticas de su hijo. “Fui yo quien lo animó a que se animara a hacerlo. Primero en invierno. En la esquina de 59 y 42. En el semáforo. Rapeando como cualquier artista callejero. Y luego en la rambla”, continuó. “Lo del semáforo no funcionó. En esa esquina del centro de Anchorena el semáforo estaba en amarillo desde el 96. Pero bueno, era invierno y acá en Anchorena en invierno tampoco hay mucho tránsito que digamos. Pero en verano y en la rambla fue distinto”.
Florencia le dio otra larga calada a su Benson, pero esta vez no esperó a soltar el humor de sus pulmones para continuar con su monólogo.
“Era pleno enero y hacía una de esas tardes de suaves brisas del sector noroeste que esparce tibieza entre los turistas que por momentos logran olvidar que están en el sur de la provincia de Buenos Aires y recostados sobre el Océano Atlántico, y fantasean con que Anchorena es una isla del Caribe. Y juegan a hacer que son caribeños. Y se juntan en las barras de los chiringuitos con sus pieles bronceadas, y beben tragos tropicales. Y aunque se estén recontracagando de frio; porque acá en pleno verano te agarra el viento del sur y… mamita… que hasta bufanda te tenés que poner, aunque se estén recagando de frio ahí están, tumbados en la arena con la piel erizada como la de una gallina, viendo a sus nenes jugar al tejo y resistiéndose a reconocer que este pueblo costero, perdido en el culo de mundo, en nada se asemeja a una de esas islas del Caribe que vieron en el programa de Viajes y Turismo del canal del cable que comparten con el vecino en su Gran Burg natal. En fin, le sigo contando…”.
Florencia me dijo que había animado a Tomy a hacer su arte en la rambla. A rapear. “Era el momento ideal. Tenía que animarse, mezclarse entre los artistas callejeros de la peatonal y de la rambla, hacerse un lugar en el mundillo, en el ambiente artístico local. Lo animé a que fuera. Le dije que se pusiera cerca del mimo Claudio, el hijo del gasista de la 52 que ya se había ganado su lugar varias temporadas atrás, y quizás de rebote podía acercarle gente a Tomy”.
Tomy finalmente se animó. Salió del encierro de la habitación de su casa, en donde malgastaba las horas del verano rapeando para su abuela Elvira. Pero una mala jugada del destino iba a provocar que aquel súbito arrebato de flow no saliera como ni él ni su madre ni mucho menos su aburla lo habían previsto.
“En esa época nadie miraba el pronóstico extendido. Es más, a nadie le preocupaba cómo iba a estar el tiempo. Los turistas bajaban a la rambla, caminaban hasta las ruinas del casino y comían helados en la peatonal cada tarde al subir desde los balnearios; cargando termos, sombrillas y reposeras. Pero no se hablaba del clima todo el tiempo como ahora, que parece que es lo que más le preocupa al turista y al anchorenense por igual: Que si va a estar el viento del norte o que si va a estar del sur, que si vira al noroeste hacia la tarde noche, que si vuelve a cambiar al mediodía de mañana…, etc. El servicio meteorológico no estaba tan presente en nuestras vidas como lo está en estos días. No estábamos todo el tiempo meta pronóstico extendido. ¡Eso sí que es tecnología! Uno puede saber cómo estará el clima de acá a diez días, ¿se da cuenta? Ese sistema le permiten a uno saber cómo va a estar el tiempo incluso quizás cuando uno ya no esté. Imagínese. A usted le comunican un lunes que tiene un tumor cerebral que no le habían detectado antes por dejadez suya, por no hacerse estudios regularmente. Le dicen que tiene una pelota del tamaño de un bochín alojada justo detrás del nervio occipital, y que ahora ya es tarde para lamentarse. En definitiva, que tiene usted un cáncer galopante. Que el bicho le está comiendo la cabeza, literalmente. Y en una semana más -día más, día menos- ya lo habrá mandado a la fosa. Ahora usted imagínese que la mañana del mismo día en el que se entera de que con suerte usted llegará con vida hasta el próximo viernes, hubiera estado consultando el pronóstico extendido de un clima que se producirá durante la tarde de un día que usted ya no alcanzará a vivir… ¿A que es loco?”, reflexionó. “Qué preciado tiempo perdido”, añadió.
“El asunto es que nadie previó que podía pasar lo que pasó -tal vez por no haber tenido en cuenta el pronóstico extendido- y que ya es de conocimiento público acá en Anchorena”.
Para mi desgracia, la madre de Tomy me detalló todo lo que sucedió la tarde del debut de su hijo como artista callejero. Nada de esto aportaba algo significativo a mi investigación sobre Wado Mena. Sin embargo, y dado el entusiasmo con el que Florencia narraba los sucesos, preferí no interrumpirla.
“Era un sábado de la segunda quincena de enero. Ya había caído el sol. La rambla estaba llena de anchorenenses y turistas que hacían rondas para ver al mimo Claudio, el hijo del gasista de la 52 que lleva un montón de veranos, y según dicen se saca como un sueldo aparte con lo que recauda en la rambla en un solo sábado de enero; cuando el clima acompaña, por supuesto. Porque cuando hay borrasca del sur y se viene la helada, a la rambla no la pisan ni las gaviotas. Pero esa noche nada hacía suponer que el clima fuera a cambiar tan bruscamente. Fueron dos truenos, un relámpago y un torbellino de aire y agua helada picando sobre la piel, llevando consigo ráfagas de arena que se incrustaba en los ojos. Le juro que fue horrible”.
Según Florencia, Tomy no había llegado más que a presentarse y a entonar las primeras tres rimas del rap que, según aseguró el propio Tomás, sería el “corte difusión si alguna vez lograse grabar un álbum con canciones”.
Según el recuerdo de Florencia, atraídos por la idea de ver de cerca a un rapero local y gozar, claro está, de su arte, dos turistas que paseaban un caniche clarito se acercaron y se colocaron a un lado de la abuela Elvira.
“Buenas noches, mi nombre es Tomy y soy cantante de rap”, había comenzado diciendo, ante una audiencia que ahora ya no solo consistía en su madre, en su abuela -que aún a pesar de los dolores de la vejez, la artritis y la cadera, se había venido desde el barrio Mataderos en remis y ahí estaba ahora, sentada en una sillita plegable y oxidada que recordaba a las de los circos humildes que pasaban por Anchorena- sino también en dos turistas y un caniche clarito.
El relato de Florencia cuenta que la introducción fue sencilla y hasta ese momento el clima había acompañado; pero cuando Tomy largó las primeras estrofas de “El rap de Anchorena”, la cosa cambió.
Según Florencia, el primer relámpago iluminó la rambla justo cuando Tomy había logrado desinhibirse. Era la noche de su debut. Su madre y su abuela habían hecho un gran esfuerzo para convencerlo de que se animara a mostrar su arte. “Uno nunca sabe si entre los turistas puede haber algún representante de artistas”.
Pero salvo que alguno de esos dos septuagenarios gays -que veraneaban en su departamento de Anchorena desde la época en la que huían de la brutalidad de los milicos porteños que estaban obsesionados con fajar homosexuales- fuese representante de artistas, no había mayor expectativa aquella noche para Tomy entre el público circunstancialmente presente en su show de flow.
“El aire había cambiado repentinamente y en la distancia se advertían los destellos de la tormenta”, recordó Florencia encendiéndose otro cigarrillo. “Tomy se había soltado. Ya se había presentado y ahora estaba a punto de dejar salir de su interior todo su power”, dijo luego con un emotivo tono de voz.
“Escuchá lo que canto, bro/ si no canto con tu canto/ este es el rap de Anchorena, bro/ con mi flow, bro/ Te digo y me repito/ a mí me importa un pito/ yo tengo todo el power/ Yo tengo todo el flow……”
“Fue en ese instante cuando cayó el rayo”, recordaba ahora Florencia, con la voz rota de tristeza. “La abuela Elvira falleció en el acto. Fue horrible. La potencia de la descarga fue tal que su cuerpo se redujo. Aunque la verdad es que eso fue lo que menos nos importó, porque igual siempre había sido muy chiquita. Pero fue horrible el momento. La silla metálica….”
Según asegura la madre de Tomás, de no haber sido por la silla plegable que la abuela Elvira no se olvidaba de llevar los domingos cuando salía a ventilarse a los sitios tradicionales de paseo de la ciudad, quizás el rayo hubiese impactado en otro punto de la rambla.
“Los de la científica dijeron que el hierro del banquito plegable en donde estaba sentada la abuela de Tomás, atrajo toda la potencia de la descarga”.
La abuela de Tomy había sido la única víctima fatal del rayo que precedió a una de las tormentas más devastadoras que Anchorena había vivido en los últimos tres veranos. La gente se refugió como pudo debajo de los toldos de las pizzerías de modalidad tenedor libre de la peatonal. Volaron en torbellino sombrillas, bolsas de plástico, servilletitas de bar, cucuruchos vaciados, conos de cartón, gorritas con visera, ojotas, tejos; todo volando en torbellino sobre la calle peatonal, en donde la tormenta hizo un efecto embudo.
Y al igual que sucedía siempre que se desataban estos temporales estivales, mientras el viento huracanado daba latigazos de agua fina y helada, los turistas más abyectos habían aprovechado el caos para marcharse de las pizzerías sin pagar, confundiéndose con astucia entre el resto de basuras que arrastraba el viento enloquecido.
“De esto ya pasaron tres veranos”, recordó Florencia, interrumpiendo las ideas con las que mi cerebro le daba vida a los hechos narrados por ella. “Pero Tomy todavía no pudo superar el trauma”.
Por lo que Florencia me confesó, Tomás no quiso volver a mostrar su flow públicamente. Se encerró en su cuarto y cayó en un espiral descendiente de ese malestar que aqueja a los anchorenenses más sensibles durante los meses más fríos del año.
“Es mi hijo. Y yo haría lo que fuera por verlo feliz. Por eso lo animé a que rapeara en la rambla. Pero ¿cómo me iba a imaginar que podía pasar una cosa así? Lo peor es que sigo sintiendo algo de culpa por la muerte de su abuela y por la impresión que la tragedia le generó. Pero yo lo hice todo por él. Lo único que yo quería era que fuera feliz. Lo que cualquier madre quiere para su hijo”, me dijo tragándose la emoción, dolida por una herida aún abierta. “No quería que le pasara como a su primo Dante, el hijo de Amelia, la hermana de su papá. Pobre Amelia....”, agregó con la voz entrecortada. “Cuánto dolor, cuánta desgracia con ese chico que le salió heroinómano y No Binario. ¡¡Qué karma!! ¿Qué habrá hecho Amelia en otras vidas para que en esta le tocara un castigo semejante? Ya de chiquito, cuando le preguntaban Qué querés ser cuando seas grande?, él respondía No Binario. Murió muy joven como consecuencia de la mala vida que llevó. Por eso yo a mi Tomás siempre le decía Prometeme que no te vas a hacer No Binario, como tu primo. Por el amor de Dios te lo pido. Cualquier cosa pero No Binario no, Tomás. Prometeme que No Binario no…”
La única salida que le quedaba a un pibe como Tomás era largarse bien lejos de Anchorena. Y cuanto antes lo hiciera, mejor. Y en eso estaba cuando conoció por accidente a Wado Mena.
Malena, la “turra” según la madre de Tomy, fue quien terminó por convencerlo de que le alquilara la moto para el reparto. “Hacete unos meses, juntate la guita y después te vas”, le había sugerido. Y desde entonces Tomy pasa seis días a la semana desde las 19 hasta las 23.30 esperando pedidos mientras se calienta mirando a Malena, envuelto en el hedor a mozzarella que perfuma la sala del “Be Happy, comida saludable y jugos orgánicos…. Haga su pedido al 2262 464783. Hay promos!!”
“Y bueno nene…. Hacelo, arriésgate la vida…. qué te puedo decir yo. Si tuviera tu edad haría lo mismo con tal de poder rajar de este pueblo de mierda. Hacelo, andá. Pero llévate abrigo y usá el casco, por favor te lo pido. No quiero andar después cargando con un hijo idiota. Ya demasiado tengo con cargar la culpa por la muerte de tu abuela. Andá, pero ponete casco”.
“Gracias, ma”, le había respondido Tomás el día de su debut como repartidor; seis meses atrás, antes del incidente producto del cual Waldo Mena se cruzó en su vida por primera y única vez.
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Salvo por un portal local de teorías conspirativas en el que se tejen toda clase de absurdas fantasías respecto de su misteriosa desaparición, en las redes sociales hay poca información acerca de Wado Mena. En Google aparece referenciado como escritor en dos o tres portales y blogs de literatura de pocos seguidores, en algunas notas de prensa y en la web de una escuela de Periodismo en la que dictó clases allá por el año 2014, a su regreso de su periplo por Europa.
El resto de las piezas del rompecabezas que conforman la enigmática y compleja vida y personalidad de Waldo Mena -y que en estas páginas pretendo descifrar y transcribir con la mayor fidelidad posible- las fui hallando a través de los testimonios que continuaron al de Tomy, el chico del delivery a quien Wado Mena auxilió luego de lo que el mismo Tomás llama “el incidente”.
“Dos grandes de morrón y mozzarella para el barrio 25 de Mayo”, le había dicho Malena, arrastrando las cajas de las pizzas por la superficie de formica del mostrador, y rozándole la mano con sus dedos finos y delicados.
Tomy se colocó el casco, se ajustó la bufanda al cuello y salió. “No me extrañes”, le dijo Malena soplándole un besito, poniéndole esa trompita que a Tomás lo volvía loco.
No más traspasar la puerta de salida Tomy sintió la helada clavándosele en la nuca, helándole las orejas, petrificándole los dedos de las manos. “Barrio 25 de Mayo”, se dijo, tiritando. “En la loma del ojete”, pensó con resignación.