Crónicas del insomnio + muñeca - Mimi Marcost - E-Book

Crónicas del insomnio + muñeca E-Book

Mimi Marcost

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Beschreibung

"Crónicas del Insomnio" y "Muñeca" son 2 novelas cortas escritas en Bs. As. entre 2011 y 2016 por alguien que creció mirando una pared gris en la que había un grafiti que decía "Este es un mundo redondo gobernado por cuadrados". Estás de acuerdo?? ROBÁ ESTE LIBRO!!

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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mimi marcost

CRÓNICAS DEL INSOMNIO

MUÑECA

Editorial Autores de Argentina

Mimi Marcost

Crónicas del insomnio + Muñeca / Mimi Marcost. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2016.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-711-744-8

1. Narrativa. 2. Novela. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail:[email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Inés Rossano

“Nunca desperdicié mi vida

en cosas que no amaba.”

Patti Smith

Índice

CRÓNICAS DEL INSOMNIO

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MUÑECA

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CRÓNICAS DEL INSOMNIO

1

En un campo de flores rojas mi madre, con diez años de edad, permanecía inmóvil mientras todos la rodeábamos. Uno a uno caíamos entre las flores para desaparecer. Si alguno extendía sus brazos pidiendo ayuda, era inútil. Sus voces se perdían en la distancia mientras caían. Uno a uno. Sin orden o lógica. Uno a uno desapareciendo entre las flores rojas y dejándome cada vez más sola…

Odio el momento en que sabiendo que debo despertar, no puedo siquiera abrir los ojos. No sé si es el medio de la noche, o si ya es innegablemente de día. No sé si los ruidos que apenas se filtran por mi ventana cerrada son de quienes comienzan su día o de quienes lo terminan. Y no me interesa. Yo todavía siento la parálisis de mi pesadilla. Sigo viendo las lágrimas cayendo de sus ojos inmóviles. Me duele la garganta, pero en mis sueños nunca grito, no tengo voz.

Mi nuevo “Diario de Sueños” es un cuaderno al que arranqué las primeras hojas con apuntes de un curso de psicología que nunca terminé. Hace años, cuando despertaba de mis pesadillas entre gritos y lágrimas, Estela me prometió que si escribía mis sueños, no se repetirían. Tenía razón. No se repiten, pero los recuerdo mejor después de escribirlos. Por eso quemo los cuadernos cuando termino de llenarlos de monstruos y de miedos. Anoche quemé el que completé el día anterior. Me gusta pensar que los sueños pueden volverse sólo palabras y las palabras, cenizas. Esos exorcismos no destruyen completamente a los demonios, pero dan un poco de alivio.

Estela me llama a gritos desde la cocina. No encuentra uno de los frasquitos de remedios de la abuela y prefiere que compremos más pastillas a negociar con ella la devolución del frasco “perdido”.

Desde la puerta de su habitación veo a Lola, que jamás me permitió llamarla abuela, dejando caer las pastillas por la ventana e intentando pegarle a los gorrioncitos que viven en el fresno del vecino. Me divierte que en estos últimos años mi abuela se rebele a sus médicos y a todas sus recetas. Si yo tuviera su edad haría exactamente lo mismo. Creo que todas las mujeres de la familia sentimos que lo que tenemos no tiene cura, porque muy en el fondo sospechamos que, quizás, no estamos verdaderamente enfermas.

Lo único que está claro es que el humor de Estela y el destino real de las pastillas ameritan una expedición a la farmacia.

El sol me quema los ojos cuando abro la puerta. Me acuerdo de mis anteojos de sol, probablemente en algún rincón de mi habitación desde la última vez que salí durante el día… Tres o cuatro días atrás, o una o dos semanas, ¿cómo acordarme?

Camino las tres calles hasta la farmacia en el tiempo que me lleva fumar dos cigarrillos. Los últimos dos que quedan en el paquete.

Los otros dieciocho se convirtieron en cenizas anoche y sobrepoblaron el cenicero de la sala, mientras yo aprovechaba el fuego de la estufa a leña para quemar mis pesadillas y el tío Jorge pronunciaba uno de sus acostumbrados discursos bimestrales decretando mi regreso a las filas productivas de la sociedad.

No soy extraña a sus ultimátums, pero el de anoche sonó más real que de costumbre. Quiere convencerme de que vuelva a la universidad, es decir, quiere que rinda suficientes exámenes y asista a suficientes clases como para que alguna institución distraída me dé un título, o sea, un pedazo de papel. A mí, que ya estoy más cerca de los treinta que de los veinte… Intento hacerle entender que ya no tiene sentido y entonces dice: “En su defecto”, le gusta usar esa frase cuando me habla, enfatizando especialmente la palabra “defecto”. “En su defecto”, repite, tengo que buscarme algún trabajo. “Cualquier trabajo te va a hacer bien”, reza con cara de serio. Pero todos sabemos que lo que busca es una empleada barata en la fábrica que no vaya a amenazarlo con un juicio laboral.

El farmacéutico abre el cajón sin levantarse de su silla frente a la registradora en el mismo momento en que abro la puerta y saludo. El cajón que abre no está titulado con el nombre de un laboratorio, o los nombres de los medicamentos que contiene, ni siquiera las enfermedades que supuestamente curan. Este cajón tiene un rótulo impreso y plastificado con el apellido de mi familia, con mi apellido. No sé en qué momento el padre del farmacéutico actual, –que murió irónicamente en perfecta salud, si algo así es posible… –; ese farmacéutico, el muerto, decidió reunir ahí, cerca de su silla para no tener que pararse a cada rato, todos los “PRODUCTOS” que la familia, mi familia, consume regularmente: las pastillas para la presión, el colesterol, el ácido úrico, el calcio o la falta de calcio, y de hierro y alguna que otra cosa para el tío Jorge y para Estela; los “complementos dietarios”, maquillajes, cremas, shampoos y otras pociones mágicas contra el paso del tiempo de la tía Pía; la interminable colección de pastillas y jarabes para los males reales e imaginarios de la abuela; y, sí… también allí habitan los restos de las diversas sustancias recetadas por psicólogos, psiquiatras, homeópatas y hechiceros que tuvieron el gusto de pretender conocerme. Supongo que van a vencerse si no cambian de cajón y se vuelven un poco más accesibles para otros zombis. Yo decidí hace bastante abandonar vicios impuestos.

No sé bien qué remedio tengo que comprar ni para qué sirve, pero al farmacéutico no le preocupa, envuelve en papel blanco un surtido de cajas probablemente buscadas y lo anota en una libreta que también tiene nuestro apellido como único título.

En la vereda descubro que no tengo la excusa de fumar para caminar lento, pero igual no me apuro… Me acuerdo de esa nenita idéntica a la foto de mi mamá sobre la estufa de la sala, me acuerdo de sentir que esa nenita era yo, con la apariencia de mi mamá, pero era yo…

Siento cansancio a cada paso.

Los sueños cansan porque parecen abarcar días enteros aunque en realidad duren unos pocos segundos. Todo es más intenso cuando lo soñamos, más real. Por eso odio mis pesadillas. No puedo escaparme. De la vida es fácil escaparse, si uno puede dormir. Pero yo NO PUEDO DORMIR, y cuando duermo tengo PESADILLAS.

Exagero un poco, tengo esa costumbre. Es la forma en que heredé la hipocondría familiar. Por lo general puedo dormir algunas horas durante la mañana, después de que todos se levantan. Alguno de mis psicólogos concluyó rápidamente que me da miedo dormir de noche porque me siento desprotegida. Insinuó de manera muy poco sutil que, como la única figura paterna que en realidad conozco es el tío Jorge y mi madre me dejó con él y la abuela; yo siento, sin darme cuenta, que tengo que cuidarme sola y por eso de noche me es imposible descansar. Yo no le creí. Le dije que cuando vivía con mi mamá tampoco dormía bien, pero me dijo que seguramente ella tampoco me hacía sentir protegida, ni siquiera antes de dejarme en lo de Lola. ¿Para qué discutir si en realidad tampoco me acuerdo bien de lo que pasaba? Ni me interesa. Pensar en mis padres y sus ausencias no me da más que rabia. Y LA RABIA NO AYUDA A DORMIR.

Estas últimas semanas fueron las peores. Aunque duerma, no descanso. Después de tener pesadillas me duele todo el cuerpo, en especial las piernas, como si hubiese estado corriendo por horas; pero en mis sueños nunca puedo mover los pies. La vigilia no es mucho mejor: soportar la rutina de esta casa es como vivir en una cárcel en la que la peor condena es tener que soportarnos entre nosotros. Quizás esa sea la mejor definición de familia que se me puede ocurrir… Pero si me voy ahora, y dejo a Lola así, tan frágil… Desde que volví la veo tan sola, como si estuviera despidiéndose todo el tiempo…

Pero exagero, como siempre. Lo cierto es que Lola toma uno de sus quince mil remedios cada dos o tres horas desde que tengo uso de razón. Esto quiere decir que a las siete en punto de la mañana suena su despertador en la habitación de al lado y a las siete y dos minutos el de Estela, que duerme en el piso de abajo pero tiene uno de esos despertadores fabricados para alertar a un regimiento entero. Y así todo el día: despertador de la abuela, despertador de Estela, pastilla. Cada dos o tres horas, todo el día.

Estela y Lola se llevan excesivamente bien considerando que no podrían ser más diferentes. Estela es enfermera, es práctica, es fuerte, es incansable en realidad y no tiene un gramo de sentido del humor. Lola es una actriz frustrada, (de hecho “Lola” ni siquiera es su nombre sino una especie de personaje que actúa todos los días desde antes de que todos nosotros naciéramos), siempre un poco fuera de la realidad, hipocondríaca y caprichosa.

Después de muchas confusiones llegaron a un acuerdo: la abuela sólo toma remedios en presencia de Estela. Es su condición para seguir trabajando en casa. De hecho, todos la consultamos antes de tomar cualquier cosa, aunque no sea más que un té con miel. El terror de imaginar que nos dejaría solos nos lleva a tomarla extremadamente en serio. La casa se caería a pedazos con todos nosotros adentro, estoy segura.

Sólo Lola se anima a intentar engañarla. Cambia las pastillas de frasco o alimenta a los pajaritos en su ventana. Desde que vive en su habitación, pasando de su cama a su escritorio, revisando sus libros, álbumes y papeles; su estado de salud ya no parece sufrir grandes cambios. A veces pienso que soy la única que me doy cuenta que va apagándose, como si su batería se agotara. Pero Estela la sigue vigilando como a un criminal, diciéndome con toda seriedad que mi abuela no es de fiar y que es necesario estar muy despierta para no dejarse engañar.

El quiosquero busca un par de paquetes de cigarrillos antes de que se los pida. Es un tipo serio y callado que claramente decidió convertirse en la excepción a la regla y en vez de vigilar a los vecinos y comentar con uno y otro los movimientos de los demás, no dice nada. Nada de nada. No contesta si alguien le pregunta qué pasó con el auto del de la esquina, o qué fueron esos gritos, o quien llegó tarde anoche. “Hola”, “chau”, “gracias”. Creo que le caigo bien porque yo tampoco le digo nada. Nunca tuve talento para hablar de cosas que no me interesan.

Camino a casa, me río sola acordándome del tío Jorge caminando de un lado para otro, gesticulando entre el humo de mis cigarrillos y recitando odas al trabajo y al sacrificio. ¿Creerá él lo que dice? Quizás sí, hay gente para todo… Pero si lo creyera no se quejaría tanto… ¿Qué lleva a la gente a predicar estilos de vida que detestan? Tendría que haber tests de felicidad estandarizados y quien los reprobara no podría dar consejos, y mucho menos órdenes, hasta que sienta que su vida vale la pena. Eso suena como algo que diría la abuela.

Estela recibe el paquete de pastillas como si le estuviera haciendo entrega del santo grial. El sol todavía me molesta así que vuelvo sin hacer ruido a mi habitación. No puedo dormir. Tampoco quiero dormir, pero no sé cómo más dejar de estar tan cansada.

Todo el asunto es en realidad, extremadamente simple: no puedo irme y dejar a Lola por ahora, así que vuelvo a la universidad o vuelvo a trabajar en la fábrica; “en su defecto”, busco otro trabajo, cualquiera. Lo importante es “HACER ALGO ÚTIL”. ¿Útil para quién? ¿Para qué? No hay nada más terrible para una familia decente que haber criado a una extraterrestre con el lujo de pensar, de negarse a convertirse en todo esto que ellos han aceptado como obligaciones. Ahora es demasiado tarde, creo, porque cuando me dieron el lujo de mirar a mi alrededor y repensar todo esto, me dieron sin querer el lujo de negarme por principios. Y cuando se tiene el lujo de los principios, es mucho más complicado sentirse culpable.

2

Iba caminando y llevaba algo en una bolsa de cartón. No sé qué era pero claramente era algo importante porque cuando la bolsa se me cayó y salió volando, y rodó hasta el otro lado de la calle yo pensé que alguien podía pasar y llevársela antes de que yo pudiera recuperarla.

Los autos pasaban tan rápido que no alcanzaba a verlos, pero los escuchaba. Se acercaban y se alejaban en un segundo y yo no podía cruzar.

El semáforo cambió y todos cruzaban menos yo. Otra vez tenía los pies pegados al piso y aunque intentara, no podía levantarlos.

El semáforo cambió de nuevo y yo me quedé esperando a que pasen los autos. Eran tantos e iban tan rápido que era imposible cruzar.

La última vez que estuve en la fábrica fue hace cinco o seis años. Accedí a ayudar un par de semanas en el área contable mientras una de las dos o tres secretarias de Jorge estaba de licencia por maternidad, o con un pico de stress, o un brote de varicela, o algo que por una razón u otra le impedía ir a trabajar. No tengo claros muchos detalles de ese período después de que dejé de estudiar. Demasiados médicos, cada uno con dos o tres recetarios…

Estudiaba literatura, después de haber intentado interesarme, pero sólo brevemente, por varias carreras de económicas, e incluso historia y filosofía. La mayoría de mis clases eran a la mañana, lo que significaba levantarme muy temprano a pesar de que ya entonces, no podía dormir de noche.

Una mañana Estela me encontró en un rincón de mi habitación con los ojos fijos en el empapelado de rositas que alguna vez fueron rojas y ahora están amarronadas. Hay una mancha en esa pared, cerca de la ventana, hecha con esmalte de uñas rosado, casi fucsia. Una mancha que parece una estrellita y que de ninguna manera pudo producirse de forma accidental.

Estoy convencida que esa estrellita en el rincón cerca de la ventana es una de las dos únicas señales de mi madre en el cuarto en que vivió desde que nació hasta los diecinueve años.

Lo otro que dejó es una especie de collage en la pared del fondo del placard. Nueve filas de ochenta y cinco estampillas. Son estampillas de aduana iguales a las de los paquetes de cigarrillos. Están prolijamente pegadas una al lado de la otra.

No sé desde cuando fumaba, supongo que desde muy chica. ¿Quién no fumaba antes de los juicios a las tabacaleras y los avisos publicitarios notificando serias advertencias cancerígenas? Pienso que pegaba las estampillas donde nadie las veía porque la abuela detesta el cigarrillo; y le parece especialmente abominable ver a una mujer fumando. Si se sentaba a fumar cerca de la ventana, como yo, es todavía más probable que ella haya dibujado la estrellita en la pared. Cuando la veo, que es básicamente una o dos veces por año, no siento deseos de preguntarle todas las cosas que debería saber de ella. Me parece un poco desesperado demostrar interés por alguien que apenas parece recordar mi nombre, a pesar de haberme nombrado igual a ella.

Esa mañana yo no podía sacarle los ojos de encima a la estrellita de esmalte de uñas. No había dormido en toda la noche. Hacía semanas que apenas podía soportar las clases en la universidad. Deambulaba por los pasillos en los que se filtraban recetas para el éxito, consignas y maquetas; gente joven aterrorizada por gente vieja amenazando con exámenes, y notas, y pedazos de papel…

Básicamente, si no aprendés de memoria lo que ellos creen que tenés que saber, es decir, lo que ellos saben; no tenés chance de poder encuadrar un papel que te da un “TÍTULO”, igual a los de ellos… Ese título, según ellos, importa. En especial, porque podés seguir haciéndote llamar por ese título décadas después de haber olvidado absolutamente todo lo que aprendiste; especialmente porque ese título te habilita a ser parte de los que enseñan; los que enseñan lo único que saben, y por lo tanto descartan todo lo que nunca van a aprender, porque no es necesario para llegar a encuadrar el pedazo de papel… ¿No es saber muchísimo de sólo una cosa una forma convenientemente útil de no saber nada de todo lo demás? ¿No es eso ignorancia también?

Ese papel les permite pararse frente a una muchedumbre sin rostro y alabar a algún gurú de los negocios de último momento, o repetir ideas de otros sobre algún poeta, adorando sus propias voces porque se saben sabios, y les resulta natural promocionar planes de estudios y de vidas que nos lleven a todos a ser exactamente como ellos.

Esquematizan resumen sobre resumen, de “ideas principales” de centenares de muertos intelectuales y de algún intelectual muerto y pretenden erudición frente a los otros “titulados” en el recreo…

Yo había pasado dos…, dos o tres años dentro de esas aulas, intentando encontrar algo que valiera la pena buscar. Pasé de las clases de administración y contabilidad donde un “homo economicus” iluminado de traje gris y corbata verde manzana dijo a su auditorio, –como si estuviera dando una buena noticia, para colmo– “En el futuro, su único objetivo será aumentar los dividendos de los inversores”.

Obviamente, tuve que irme, ¿qué persona más o menos cuerda puede aceptar ese futuro o ese objetivo?

¿Qué pasó con los discursos altruistas que soporté innumerables veces descendiendo desde altares religiosos y escenarios escolares en fechas patrias? Todo eso de buscar el progreso del país y la justicia social, el bienestar común… ¿No era eso lo que tenía que ser nuestro objetivo y el objetivo de todos? Pero en cuanto el asunto se vuelve real los objetivos comienzan a transformarse en el progreso individual, la injustica conveniente, el bienestar de los accionistas que, como todos sabemos, va a “gotear” descendiendo de ellos, allá en lo alto, hasta el tipo de la calle en el último rincón marginal de la pirámide… Y nadie puede con certeza determinar cuándo las copas van a estar lo suficientemente llenas arriba para que los de abajo dejen de morirse de sed, y por qué nunca sucedió hasta ahora…

A pesar de todas estas lúcidas pero inútiles preguntas, antes de renunciar por completo al mundo de “LOS NEGOCIOS” para principiantes,– después de todo, no hay más herederos que yo para hacerse cargo de esa fábrica de alfileres del tío Jorge y las expectativas familiares siempre fueron bastante claras–, pasé por algunas clases de recursos humanos con la ilusión de que por tener la palabra “humanos” en el título, iban, de hecho, a ser un poco menos… “MECANIZANTES”, pero resultó que eran simplemente el brazo hipócrita de los fanáticos de los dividendos y después de tomar extrañas notas sobre los criterios para decidir si la capacitación de una persona era o no útil para la empresa según un análisis costo–beneficio; decidí dedicar mi atención a cuestiones más realistas, aparentemente más entretenidas y sobre todo, menos hipócritas. Asistí a clases de marketing y publicidad.

Sin dudas, ya no había nadie pretendiendo tener otro objetivo que no fuera “VENDER, VENDER, VENDER”. Buscar maneras, sin importar cuáles, de vender a cualquiera, cosas que no necesita para pertenecer a grupos de gente que no le caen bien y descartar todo la temporada próxima para comprar todo de nuevo, no vaya a ser cosa de que pierda la oportunidad de actualizar un celular que puede sacar fotos, grabar videos, pronosticar el clima y se traba cuando quiere mandar un mensaje de texto y que la próxima vez que vea a esa gente que no soporta, se sienta inseguro porque se atrasó en sus compras de porquerías de moda.

Pero todo esto fue refrescante después de las charlas pseudo humanísticas anteriores que pretendían llegar a movimientos y palabras calculadas para hacer de un empleado un engranaje mientras lo convencíamos de que sabíamos que era persona, pero parecer engranaje era más conveniente para todos.

Lamentablemente no resulté ser un talento del marketing; descubrí que aunque puedo llegar a contar un par de cuentos o inventar alguna forma de transformar mis alucinaciones en relatos más o menos aptos para todo público, ni siquiera mis más interesantes pesadillas podían aplicarse a la venta de shampoo.

Resultó que ser “creativo” no se trata de proyectar la imaginación, sino de tener la imaginación exacta y necesaria según el “PRODUCTO” que haya que imponer a las masas en ese particular momento de la historia; y yo, yo puedo matarme de cáncer tranquilamente pero no puedo recomendar cigarrillos con la conciencia tranquila.

Además, ¿qué sé yo de lo que quieren los hombres y mujeres de mi generación? No conozco verdaderamente a ninguno. Quienes fueron mis amigos están muertos, o dejaron los pantalones rotos y las remeras con estampas de bandas de rock y ahora se parecen a mis tíos. Yo no puedo, aunque quiera, no puedo identificarme con ellos. No puedo sacarme fotos sonriendo y publicarlas con algún filtro mentiroso mientras me aburro hasta la muerte. No puedo compartir foto sonriente tras foto sonriente mientras odio mi vida en susurros. No puedo exponer mi vida en internet para atraer o interesar o encontrar una manera tecnológica de hacer lo que a todas las mujeres les dijeron que hicieran antes que a nosotras, e intentar convertirme en la versión siglo XXI de la esposa perfecta con las fotos en la playa y los paseos en la lluvia, y las noticias de celebridades que son supuestamente nuestros más grandes héroes y ejemplos a seguir. A mí no me gusta que me miren, prefiero pasar desapercibida y poder hacer lo que se me ocurra sin que nadie se crea con derecho a comentar nada. ¿Ya nadie recuerda la frase “DEMASIADA INFORMACIÓN”?

¿En qué momento se unieron todos para decidir que estaba bien convertirse en sus padres sin siquiera intentar algo mínimamente diferente? Aunque, debo admitir que mínimamente diferentes somos. Surgimos de una epidemia de divorcios y separaciones, –porque el desempleo de los noventa deshizo más hogares que una guerra–; pero haber perdido la ilusión del amor inmortal no es excusa para mendigar aceptación virtual por todos lados. Si ya perdimos la fe en dios, en papá y mamá, en que sacándonos buenas notas vamos a encontrar el trabajo perfecto para comprar la casa perfecta y el auto y etcétera, etcétera y el mundo heredado está en guerra y tampoco lo heredamos porque no tenemos poder alguno sobre lo que pasa, y nuestra situación pasa regularmente de precaria a desesperante, PERO ¿es necesario poner nuestra fe en convertirnos la próxima sensación en redes sociales como si el mayor objetivo imaginable es tener SEGUIDORES y ser efímera e inconsecuentemente FAMOSOS?

Yo tenía amigos. Cuando la madre de uno de nosotros murió por un pico de stress, y el padre de otra se mató cuando la empresa quebró, estábamos todos juntos y comentábamos interrumpiendo el silencio de los adultos en pleno luto (por los muertos o por el sistema financiero, nunca me quedó claro), que se habían vuelto todos locos; que se mataban y se dejaban matar por plata; que pretendían enseñarnos a “sacrificarse” por el “bien de todos”, de “la familia”, de lo que fuera… y a los primeros que sacrificaban era a nosotros, ofreciéndonos con orgullo al fuego de maquinarias gigantescas que se alimentan del tiempo, la energía, la cordura… Andábamos por ahí intentando pasar desapercibidos, intentando evadir todo ese mundo cruel al que no le importábamos más que como “RECURSOS”.