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"El miedo puede estar en cualquier lado. De ahí, su fuerza. Siempre hay un lugar en el que espera y late. Siempre hay una forma de la inquietud que cada quien lleva consigo como una piedra en el pecho, como un reloj en el bolsillo que de atrás hacia adelante cuenta. Las horas que nos quedan, la felicidad, los pasos que faltan hasta cruzar el umbral. Puede aparecer ese misterio, esa sombra, en los días comunes, los del trabajo y las noches parecidas, puede estar en los ojos de un chico salvaje que, de pronto, asoma en el barrio para mostrar nuestros propios colmillos, en un futuro siniestro tan parecido al presente que asusta, en una invitación a vivir nuestros sueños y nuestras pesadillas. Los cuentos de Bruno Pileggi ofrecen, con una escritura directa y entretenida, vidas de personas comunes sorprendidas por situaciones extraordinarias. Siguiendo a sus personajes y a sus mundos inventados, nos hace mirar hacia los costados, prestarle atención a ese ruido, ese detalle, apoyar la mano en el picaporte caliente de la puerta que conduce al otro lado del umbral" (Santiago Craig).
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Seitenzahl: 176
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Pileggi, Bruno
Cruzando el umbral / Bruno Pileggi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2025.
(Biblioteca de autor)
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8346-97-7
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.
CDD A860
© 2025, Bruno Pileggi
Corrección de textos: Pablo Laborde
Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.
El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus
Todos los derechos reservados
© 2025, Editorial Bärenhaus S.R.L.
Publicado bajo el sello El guardián literario
Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.
www.editorialbarenhaus.com
ISBN 978-987-8346-97-7
1º edición: marzo de 2025
1º edición digital: febrero de 2025
Conversión a formato digital: Numerikes
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
El miedo puede estar en cualquier lado. De ahí, su fuerza. Siempre hay un lugar en el que espera y late. Siempre hay una forma de la inquietud que cada quien lleva consigo como una piedra en el pecho, como un reloj en el bolsillo que de atrás hacia adelante cuenta. Las horas que nos quedan, la felicidad, los pasos que faltan hasta cruzar el umbral.
Puede aparecer ese misterio, esa sombra, en los días comunes, los del trabajo y las noches parecidas, puede estar en los ojos de un chico salvaje que, de pronto, asoma en el barrio para mostrar nuestros propios colmillos, en un futuro siniestro tan parecido al presente que asusta, en una invitación a vivir nuestros sueños y nuestras pesadillas.
Los cuentos de Bruno Pileggi ofrecen, con una escritura directa y entretenida, vidas de personas comunes sorprendidas por situaciones extraordinarias. Siguiendo a sus personajes y a sus mundos inventados, nos hace mirar hacia los costados, prestarle atención a ese ruido, ese detalle, apoyar la mano en el picaporte caliente de la puerta que conduce al otro lado del umbral.
Santiago Craig
Nació el 12 de julio de 1990 en la Ciudad de Buenos Aires. Abogado con especialidad en Derecho Ambiental y vocación por la literatura, participó en distintos talleres literarios. Ha publicado la novela Agni: El resurgir del fuego y La incomprendida y otros cuentos. Su relato La leyenda de Seirah-Reh fue seleccionado como parte de la Antología Relámpago, y su cuento “Barman” que integra Cruzando el umbral, fue finalista del premio Itaú de Cuento Digital 2023. Además, ha participado y publicado diversos artículos y obras académicas.
IG: @b.pileggi7
Cubierta
Portada
Créditos
Sobre este libro
Sobre Bruno Pileggi
Barman
Jauría
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El campo de tiro
La invitación
Olores molestos
Baterías
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Tabla de contenidos
Llego tarde al trabajo. Otra vez. Y aunque no voy a ganarle al reloj, corro. Escucho el retumbar de mis pasos. Sólo me sigue alguna mirada furtiva, desde un balcón o detrás de la reja de algún local que se cierra. El panorama habitual del otoño, de la tarde que anuncia su final, del sol cayendo en el horizonte.
Radamel, nuestro patovica habitual, hace una mueca al verme. Su presencia es suficiente para alejar a los más impresionables. Es una montaña de músculos con alopecia. En general nos llevamos bien, pero él tiene sus obligaciones, y yo las mías. Él las cumple. Yo a veces.
—Ya sé, ya sé. Se me hizo tarde. El tren demoró, y encima una vieja se descompensó cuando estaba entrando en Once. Pero estoy acá.
Radamel mantiene su cara de dóberman enojado. No esperaba conmoverlo, pero al menos quería sacarle un chiste, un gesto de compañerismo, cualquier cosa menos la frase seca que suelta:
—Hablá con Lili.
—¿Sabe que llego tarde?
—Sabe todo, Julián.
Lili sabe todo. Tendría que repetirme ese mantra cada vez que suena la alarma.
Me sorprende encontrarla en el vestuario. Creo que se nota mi desconcierto en el saludo; sigo de largo y voy directo a mi locker. Ella se me acerca con una sonrisa de víbora en los labios enrojecidos. Tiene las pupilas dilatadas. Otra persona no sabría la diferencia, yo sí. Y por eso me contengo para quedarme en el lugar, seguir con lo mío, cuando ella se apoya en la pared a mi lado.
—Siete y cinco.
—Perdón. El tren…
—El tren nada. Es la segunda vez en el mes. La tercera en dos meses. ¿Sabés de alguien más que haya llegado tarde? Nadia vino.
Empiezo a entender por qué Lili está acá. No me gusta pero sigo con lo mío: me pongo el chaleco negro, y me aseguro de que las mangas de la camisa roja estén rectas. Es una noche de esas. Lili va a revisar cada cosa que haga. Como si me leyera la mente, se quita un bucle dorado que le cae sobre la piel un tanto pálida en contraste con sus labios, y me sonríe. Me esfuerzo por no mirarla. Si lo hago, sé que voy a salir corriendo. Su mirada pesa.
—Me parece que te estás relajando. ¿Querés perder tus privilegios?
Me quedo estático. La mano derecha estirada sobre el puño izquierdo, en medio de un leve ajuste de la línea de la camisa. Lili cierra la puerta del locker. Es un movimiento delicado, como si le molestara el ruido que hacen las bisagras. Acerca su cara a la mía. Huele sangre:
—Me caés bien. Sos un buen pibe. Algunos clientes te quieren. Algunas clientas —hace una pausa en la que su índice me roza el brazo, y no puedo evitar dar un paso al costado—... también. Por eso quiero tenerte cerca. Pero si me hacés perder tiempo y plata, eso va a cambiar.
Aplaude. El sonido de sus palmas es un trueno que me sobresalta.
—Tengo una idea. Para compensar esta demora vas a tener que aprobar un examen. Seguro que podés.
Espera que yo hable. Yo espero que ella termine lo que tiene que decir.
—¿Qué necesita? —pregunto al fin.
—Quiero un Bloody Mary.
Asiento. Digo que sí. Trastabillo en mi camino a la salida.
Debería sentirme aliviado. Hacer un trago, un Bloody Mary entre todas las cosas, es fácil. Hace ya tres años que lo hago. De lunes a lunes. Sin pausa. Sin vacaciones. A veces me despierto alterado por la reiteración.
Perder los privilegios, dijo. Se me seca la garganta.
Nadia está en la barra. Su sector ya está listo para la apertura. No hace falta que intercambiemos palabras. Ella omite preguntarme qué pasó con Lili; yo no comento nada de su tez pálida, inusual para su color café con leche. Tampoco le pregunto por qué decidió cortar la formalidad del uniforme con un pañuelo amarillo alrededor del cuello. No pega con la camisa ni con el chaleco. No pega con nada.
Me concentro en lo mío. Tengo que preparar el Bloody Mary. Una picazón en la parte de atrás de las orejas me obliga a voltear. Lili está saliendo del vestuario. Le comenta algo a Radamel y los dos me miran. Ella sonríe. Él podría estar en un funeral. Quizás se esté preparando para el mío.
Se me cae un mezclador. Debajo de la barra, acomodadas, están las botellas de vodka, gin, whisky. Casi todo lo que necesitamos para empezar la noche. Levanto el mezclador, y en el mismo movimiento, saco el vodka. Si fuera otra persona tendría que buscar el tabasco y la sal pero Lili no los necesita.
—¿Qué te pidió?
La voz de Nadia, tembleque y débil, consigue atravesar la distancia de dos metros que nos separa. ¿Susurró o es todo lo que puede hacer? Miro el pañuelo en su cuello buscando algo que no está ahí.
—Un Bloody Mary. Por favor, decime que hay ingredientes frescos.
Frunce los labios y se lleva una mano al pañuelo. Mientras espero su respuesta el tiempo se me hace largo. Agónico. Radamel se planta en la puerta de entrada, de brazos cruzados, mirándome. Le da la espalda al lugar que debería estar custodiando. Lili está sentada en su mesa, justo en el centro del salón. El mantel está puesto pero falta el posavasos. Me pregunto si ella se dio cuenta, y recuerdo que sabe todo. Pero los mozos están amuchados en un costado, alertas. Me miran y susurran entre ellos.
—Tenemos todo —contesta Nadia con la misma voz agónica—. Apurate. Y hacelo en silencio.
Sus ojos recorren el bar. No habrá música hasta dentro de veinte minutos. Ese es el tiempo que tengo para preparar el trago, llevárselo a Lili y esperar que mantenga mis privilegios. ¿Me seguirá mirando hasta que tenga su pedido hecho? No soporto el rojo de sus labios, así que le doy la espalda. Siento su mirada. Intento relajarme. Hasta hace dos minutos me creía insensibilizado al trabajo, a diferencia de Nadia. A ella el pulso le tiembla cada vez que le piden un Bloody Mary. A mí no. Pero esta noche es diferente. Por eso aprieto el puño antes de tomar uno de los cuchillos. Elijo el que tiene la hoja más ancha. Lo evalúo como si hubiera cambiado algo respecto de la noche anterior. El filo corta las luces del bar.
En el depósito hace frío. Una luz blanca me obliga a entrecerrar los ojos. Me concentro en las sombras del piso hasta que me acostumbro al reflejo blanquecino. Los ingredientes descansan sobre mesas metálicas que se extienden a lo largo de los diez metros que tengo ante mí. Sólo paredes desnudas y mesas metálicas con infelices que tienen bolsas negras en lugar de caras. Una vía con suero los conecta a la realidad, aunque no sienten frío, ansiedad ni dolor. Como árboles en invierno, con el pasar de los días, los vi apagarse poco a poco.
La figura que tengo más cerca está chupada hasta los huesos, tiene varios cortes en los brazos y una venda en la pierna izquierda. La mayor parte de las marcas está cicatrizada. Es imposible saber si es un chico o una chica. Sé que no pasará de esta noche. Y como yo sí pretendo hacerlo, me muevo entre las mesas buscando un ingrediente fresco, menos marcado. Si hubiera sido principio de mes lo encontraría con facilidad. Busco hasta dar con uno que todavía conserva musculatura. Sólo tiene tres cortes y, por lo demás, parece tan sano como yo. Acerco el cuchillo a su brazo, odiándome por el temblor en mi mano. Bajo la hoja. Inspiro. Distingo el olor del formol, restos de orina y algún producto de limpieza que los mozos pasan al final de cada noche, cuando el día despeja las sombras para que algunos más privilegiados que yo, todavía inocentes, puedan caminar por la calle.
Mientras pienso en lo mucho que me gustaría alejarme de la noche, la veo. Está oculta tras varias mesas, en la parte más penumbrosa. A pesar de la capucha sé que es reciente. La piel de sus brazos y piernas, tersa, tiene el brillo de la juventud. La máscara de tela negra sube y baja al ritmo pausado de su respiración.
Me acerco. Se me ocurre que Lili se la compró a algún tratante, pero no descarto que ella misma la haya tomado en uno de sus paseos. Había anécdotas de todo tipo en lo que a Lili refiere. Escuché a los mozos diciendo que le gusta pasar períodos de hambre forzada para degustar más el próximo trago. Radamel dijo que a Lili le aburre tener todo a disposición, que a veces sale a última hora de la noche, minutos, incluso, antes del primer rayo solar, para cazar. Contaba que la adrenalina la excitaba, que la mantenía alerta. Yo no puedo afirmar si es cierto pero tampoco quiero averiguarlo. El pulso no me tiembla cuando hago un corte vertical.
Prefiero ser el barman que cumple su horario y vuelve a casa.
Una de las preguntas más raras que Lucía le hizo a su mamá fue aquella: ¿por qué ese chico ladra? No fue el hecho de que imitara a los perros lo que le llamó la atención. Tampoco que caminara con el cuerpo para adelante, con las manos haciendo de patas, o que fuera con la nariz pegada al piso. Fue su ropa. O, mejor dicho, la ropa que no tenía puesta.
No mires, Lucía, contestó su madre. No era la primera vez que decía algo así. Para ella no había que mirar a las personas que pedían plata en los semáforos. No había que mirar a los que dormían abajo de un techo o en el portal de algún edificio. Tampoco había que mirar a los que hablaban solos, a los que gesticulaban, a los que usaban aros en las orejas o tenían alguno puesto en la cara, ni a los que llevaban la piel tatuada. Algunas veces, también, comentaba que era un pecado arruinarse la piel de esa forma.
El pecado, los aumentos en el supermercado, y quejarse de los chicos del barrio que iban en moto, eran sus temas favoritos. El papá de Lucía acompañaba los comentarios de su esposa con un asentimiento firme y gesto contrito. A veces agregaba algo. Pero esa tarde que Lucía vio al chico perro, su papá no estaba. Y aunque su mamá le pidió que no mirara, ella lo siguió con la vista. Iba por la vereda del frente, sin prestarles atención, concentrado en lo que olfateaba. A Lucía no le pareció un juego divertido, pero miró hasta que ella y su mamá doblaron en la esquina.
En el colegio sus amigas hablaban del chico perro. Nicolás contaba, cada vez que podía, la vez que el chico perro le quitó una pelota con la que jugaba. Ni siquiera Gabriel, el hermano mayor de Nicolás, se animó a sacársela. Por cómo gruñe, explicaba Nicolás, parece que te va a saltar encima. Al final volvieron a su casa con la excusa de que la habían colgado en la rama de un árbol.
El chico perro tampoco les era ajeno a los adultos. Una mañana de sábado, Lucía escuchó a su mamá hablando con la madre de Marisa; pasaban horas contándose chismes de los profesores y otros alumnos y algunos del barrio. Ese día su mamá se quejaba porque nadie se hacía cargo. Puede ser peligroso, decía, anda cazando palomas. ¿Qué va a hacer después?
Lucía quiso decirle que eso era imposible, que era apenas un poco más grande que ella, y que no podría correr tan rápido como para agarrar una paloma. Ni siquiera cuando les tiraba pan con su abuelo, que la llevaba a la plaza a comer sánguches, era capaz de atrapar una. Pero se calló porque estaba espiando, y sabía lo que pasaría si su mamá la encontraba. Aunque más de una vez la había visto estudiando la calle desde la ventana de la cocina. Su mamá sabía cuándo llegaba Ibáñez, del 847, y si entraba con su novia o con alguna otra “fulana”. A veces espiaba desde detrás de una revista, mientras ella jugaba en la plaza. Era la misma rutina, miraba a la izquierda, un poco a la derecha —cada tanto la saludaba—, y después más a la derecha, para terminar el semicírculo del chisme. Y empezaba de nuevo.
Así que ese sábado Lucía no dijo nada. Tampoco le pareció que el tema de las palomas fuera importante. Hasta que lo vio cazando una. Fue una tarde cuando volvía de McDonald’s con Marisa y su madre. Estaban charlando cuando una figura salió a toda velocidad desde detrás de una fila de autos. El movimiento fue tan repentino que Lucía trastabilló. La madre de Marisa hizo un ruido al intentar hablar. Le costó ordenarles que se apuraran. Les dijo que no miraran, pero Lucía miró: el chico perro estaba ahí, y sostenía entre las manos, pegada al piso, una paloma. Sonreía con su victoria.
La primavera llegó con flores de colores, garrapiñadas y caídas sobre las piedritas rojas de la plaza. Aparecieron algunas cicatrices en las rodillas de Lucía y, para cuando el verano levantó la temperatura, además de una malla nueva, su mamá había gastado una botella de vinagre y arruinado un peine fino en su guerra contra los piojos. Se quejaba de lo difícil que era mantener a su hija quieta para pasarle el peine fino; Lucía decía que le molestaba el ardor. Su papá las escuchaba, masticando la comida en silencio. Cada tanto lanzaba un ruido de oso que su madre era capaz de traducir y contestar.
En el tiempo de la colonia Lucía no vio al chico perro; se pasaba el día en el club con sus amigas y los chicos, que siempre querían jugar a la pelota. Gritaban algo de un pato cada vez que atajaban. Marisa se rio cuando le preguntó qué era.
—Abbondanzieri, boba.
Ese boba le dolió más que cualquiera de los raspones de la plaza. Y así podría haber seguido, sin pensar en el chico perro, hasta que, en la cena, su mamá contó que habían venido “los de la municipalidad”.
Fue el tono en el que lo dijo, más grave y buscando la mirada de su papá, lo que la distrajo de la televisión.
Su mamá siguió contando que había llegado una delegación, dos mujeres y un hombre. Dijo que los vio cuando salía de la verdulería, y que les preguntó si habían recibido las denuncias que ella y otros vecinos hicieron. Le dijeron que sí. Los ojos oscuros le brillaron de orgullo al contarlo. Su papá le sonrió, compartía la sensación de victoria, aunque le duró poco.
—No encontraron al chico —dijo su madre—. Seguro que está durmiendo adentro de un tacho de basura.
—O capaz se fue a otro lado.
Lucía entendía que buscaran al chico perro. Que comiera palomas y basura para alimentarse le daba asco y lástima. Alguien tenía que hacer algo. Pero los días pasaban y no había noticias, al menos no por parte de su madre, y no se animaba a preguntarle: eran temas de adultos, como tantos otros. Las conversaciones sobre el chico perro quedaron de lado. Su papá estaba preocupado por el nuevo gobierno; su mamá por el aumento de precios. Lucía prefería ver la tele en el living o pasar el rato dibujando.
A veces se sorprendía pensando en el chico perro cuando merendaba o cuando estaba con las chicas en el colegio hablando de la clase de patín. Algunas noches, antes de dormir, le pedía a Dios que lo ayudara. Pensaba que no iba a suceder, todos estaban ocupados en las marchas, en las cacerolas en las calles, en las corridas con los policías. Ella misma empezó a preocuparse al ver la cara que ponían sus padres ante las noticias. Y aunque su papá decía que iban a estar bien, lo dudaba.
El chico perro desapareció de sus rezos nocturnos y estuvo a punto de perderse en sus pensamientos. Por un tiempo, todos lo olvidaron.
Hasta que aparecieron los perros.
Se los veía por el barrio y alrededores. Rebuscaban en la basura, olisqueaban las bolsas de las compras, ponían caras para pedir comida. Algunos vecinos les daban sobras; otros dejaban tachos con agua, la mamá de Lucía se quejaba de la caca en la vereda.
—Yo les dejo agua y alimento en la puerta, ¿vio? Pero no lo tocan. Son unos perros rarísimos —escuchó Lucía que el carnicero le contaba a su papá. Él le contestó que seguro querían lo que había en las heladeras. Una risa forzada, otro comentario al paso y salieron.
—En algún momento van a tener que llamar a control animal. Esto no puede seguir así —dijo su papá al ver a un cimarrón mediano, de pelaje sucio revolviendo una bolsa de basura. A Lucía le pareció que era un perro lindo. Se guardó el comentario.
Algunas semanas después, con Marisa, persiguieron a un perro blanco. Era apenas más grande que un caniche, pero de pelaje y cola larga, pomposa.
—¡Es un copito de nieve! —decía Marisa, entusiasmada con la idea de llevarlo a su casa.
—Tu mamá no te va a dejar.
—Vos no te preocupes, Lu. Yo la convenzo.
Sonrió al decirlo. Sus dientes eran marfil blanco. Lucía, que usaba brackets anchos como ladrillos, envidiaba esa sonrisa. No tuvo tiempo para darle vueltas al tema: Mari frenó tan de pronto que tuvo que esquivarla para no chocar.
—¿Se puede saber qué te pasa?
Marisa estaba plantada en el lugar, con la boca abierta, un tanto pálida.