Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Después de que un desastre en las redes sociales lo deje con un equipo cabreado y patrocinadores que amenazan con abandonar el barco, necesita que alguien le ayude a salvar su imagen. En una fiesta en Mónaco se cruza con la mujer que puede arreglarlo todo. Sólo hay un problema: ella es la hermana pequeña de su mejor amigo. Y bueno, tal vez haya otro problema: él la besó el año pasado y no ha podido dejar de pensar en ello desde entonces. Willow Williams, recién graduada universitaria, necesita un trabajo. Puede que tenga talento para ver el lado positivo de cualquier mala situación, pero es difícil mantener una actitud positiva cuando tiene dificultades para que la contraten. Así que cuando Dev le hace la propuesta, no puede negarse, incluso si eso significa ignorar el enamoramiento que ella ha tenido por él desde la infancia. Willow y Dev están decididos a mantener las cosas estrictamente profesionales, independientemente de los viejos sentimientos y la química ardiente entre ellos. Pero en el mundo brillante y de alto riesgo de la Fórmula 1, algunas líneas deben cruzarse.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 627
Veröffentlichungsjahr: 2025
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Tras un fiasco en las redes sociales, la carrera del piloto de Fórmula 1 Dev Anderson está en peligro. Necesita ayuda para salvar su imagen, y rápido. Por suerte, en una fiesta
en Mónaco, se topa con la mujer que podría arreglarlo todo. Solo hay un problema: es la hermana menor de su mejor amigo. Y, bueno, quizá haya otro más: la besó el año pasado y desde entonces no ha podido dejar de pensar en ella.
Willow Williams, amante de los macarons y de las redes sociales, necesita experiencia laboral para conseguir el trabajo de sus sueños. Así que cuando Dev le ofrece una solución temporal, ella no puede rechazarla, aunque eso signifique ignorar el flechazo que siente por él desde pequeña.
Willow y Dev están decididos a mantener las cosas estrictamente profesionales, a pesar de la química ardiente que hay entre ellos. Sin embargo, en el brillante mundo de la Fórmula 1, algunas líneas deben cruzarse...
SIMONE SOLTANI es autora de novelas románticas y antigua escritora fantasma para una plataforma de ficción por entregas. Nacida y criada en Washington D. C., es licenciada en Geografía por la Universidad George Washington, lo que le gusta pensar que le resulta útil para la construcción del mundo en sus novelas. Cuando no está escribiendo, dedica la mayor parte de su tiempo a planear viajes que probablemente nunca podrá hacer, a reorganizar sus numerosas estanterías y a ver deportes mientras se acurruca con sus perros.
Para cualquier persona que todos los días siga adelante a pesar del dolor.
Y para madre J. Este sí te lo hubiera dejado leer.
Baréin • 3–5 de marzo
Arabia Saudita • 17–19 de marzo
Australia • 31 de marzo–2 de abril
Azerbaiyán • 28–30 de abril
Estados Unidos (Miami) • 5–7 de mayo
Italia (Imola) • 19–21 de mayo
Mónaco • 26–28 de mayo
España • 2–4 de junio
Canadá • 16–18 de junio
Austria • 30 de junio–2 de julio
Gran Bretaña • 7–9 de julio
Hungría • 21–23 de julio
Bélgica • 28–30 de julio
Vacaciones de verano
Países Bajos • 25–27 de agosto
Italia (Monza) • 1–3 de septiembre
Singapur • 15–17 de septiembre
Japón • 22–24 de septiembre
Catar • 6–8 de octubre
Estados Unidos (Austin) • 20–22 de octubre
México • 27–29 de octubre
Brasil • 3–5 de noviembre
Estados Unidos (Las Vegas) • 16–18 de noviembre
Abu Dabi • 24–26 de noviembre
Octubre - Austin, Texas
La he cagado. Por favor, esta vez sí que la he cagado bien cagada.
Tengo al ingeniero de carrera al oído, preguntándome cosas como: «¿Qué ha pasado?» y «¿Estás bien?» y lo más importante: «¿Cuánto daño ha sufrido el coche?». Tengo que contestarle; tengo que darle la tranquilidad, a él y al equipo, de que estoy consciente tras derrapar por la pista y dar contra la barrera a casi ciento sesenta kilómetros por hora. Por ahora, van a tener que confiar en los signos vitales que muestran las pantallas del muro de boxes, porque no consigo formular las palabras para decírselo. No porque tenga algún problema físico. Es que mi cerebro… no está. Se ha tomado el día. Ha decidido cortar para el almuerzo. Y no ha sido por el choque.
—¿Dev? —La voz de Branny se abre paso entre la neblina; su preocupación se oye clara y profunda a través de la radio—. ¿Me oyes? ¿Estás bien? Repito: ¿estás bien?
—No me ha pasado nada —escupo, todavía aferrado al volante. Seguramente, debajo de los guantes, tengo los nudillos blancos—. El coche está perdido, eso sí. Perdonadme. Es culpa mía.
Como todo buen ingeniero, va a querer averiguar cuál ha sido el problema, pero ya sabe que no tiene que preguntarlo por la radio del equipo, donde nos puede escuchar todo el mundo. Va a esperar al análisis, y ahí me van a colgar de las pestañas el CEO, nuestro director de equipo, y mi jefe de mecánicos. Y me lo voy a merecer, porque esto sí que ha sido culpa mía.
Me he distraído.
No tenía por qué pasar. Jamás me ha pasado en todos mis años de carreras, especialmente en los cinco que llevo en Fórmula 1. Nunca he dejado que mis pensamientos divagaran tanto como para frenar tarde y perder el control de la parte trasera. Apenas tuve tiempo de reaccionar antes de sentir el golpe contra las barreras que me sacudió hasta los huesos.
—Apaga el motor y ven al box —me indica Branny.
Hago lo que me dice para no estropear aún más las cosas. No puedo ni imaginar lo que dirán los comentaristas de televisión cuando se debatan los posibles motivos del choque. Casi llego a oírlos decir: «Qué decepción, pero lo que importa es que él está bien».
Pero no estoy bien. Estoy lejos de eso. La cagué bien cagada; y no me refiero al accidente.
No puedo parar de pensar en eso, ni siquiera cuando estoy zafándome del coche destrozado y alejándome de un desastre que va a costar millones de dólares. Si soy sincero conmigo mismo, puede que las cosas nunca vuelvan a estar bien.
Porque anoche besé a Willow Williams. Y ahora soy hombre muerto.
Siete meses después, mayo - Nueva York
Casi prendo fuego a mi apartamento. Otra vez.
Hacer macarrones no debería ser así de difícil. Son pequeños y tiernos, y la receta tiene ingredientes bien sencillos: claras de huevo, harina de almendras y azúcar, nada más. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué no consigo hacer ni una tanda sin echarlo todo a perder?
—Ay, no, mierda —murmuro mientras doy un manotazo a la encimera, cojo el guante de horno y saco mi creación que ahora echa humo. Según el temporizador, todavía faltan cinco minutos para que estén listos, pero están casi hechos carbón. O la receta tenía mal la temperatura de horneado o mi horno me ha llevado derechita al infierno. Apuesto a que es la segunda opción.
Estoy desesperada por recrear los macarrones clásicos de la célebre panadería de Stella Margaux, porque hace un mes que el local de Nueva York ha cerrado por reformas y la verdad es que no puedo vivir sin ellos. Bastó esa noticia para hacerme barajar una posible vuelta a la Costa Oeste, donde prácticamente hay un Stella cada media manzana.
Pero lo cierto es que tal vez ya no tenga la opción de volver a San Diego a vivir con mi familia si no encuentro trabajo en los próximos meses. Me vine a Nueva York hace cuatro años para ir a la universidad y tenía el plan de quedarme, de ser posible, para toda la vida. Me financiaron la educación los genios de mis padres, con la condición de que, después de graduarme, me mantuviera sola. En realidad, no tendrían problema en seguir ayudándome, y recursos no les faltan, pero es una cuestión de principios. Yo hice una promesa y tengo la intención de cumplirla. Pero no pensé que sería tan difícil.
Me partí los cuernos para hacer una doble licenciatura en Comunicación y en Marketing Deportivo, una especialización en Letras y una pasantía cada semestre. Con toda esa experiencia, pensé que iba a ser fácil conseguir un puesto a jornada completa en el departamento de marketing de un equipo deportivo profesional, o sea, el trabajo de mis sueños. Pero después de mandar decenas de postulaciones que directamente ignoraron, de que no me llamaran para ni una segunda entrevista y de escuchar mil «estamos en contacto» mentirosos, sigo desempleada.
Sería peor si me hubiera graduado hace años y no la semana pasada, pero ya hace meses que estoy solicitando varios trabajos con la esperanza de conseguir algo cuando me den el diploma. Mi hermano se aseguró un trabajo en su campo meses antes de graduarse, así que pensé que yo también iba a poder.
Ja. Me pasa por tarada: aquí estoy, sin trabajo, con una cuenta bancaria que no para de reducirse y a dos horas en coche de la Stella Margaux más cercana. No puedo decir que esté «viviendo la mejor versión de mi vida». Y que me parta un rayo si no lo estoy intentando.
—¿Qué se ha quemado? —pregunta Chantal desde la puerta de la cocina, arrugando la nariz por el olor.
Suspiro y me muevo para abrir la ventana, echándole un vistazo a mi compañera de habitación mientras tanto.
—Mis sueños y ambiciones.
—Ya me lo parecía. Huelen horrible.
No puedo negarlo.
—Es la cuarta tanda que destrozo hoy —me lamento mientras me acerco a ella arrastrando los pies. Apoyo la sien en la parte superior de su brazo, buscando consuelo. No llega a ser su hombro, porque yo mido un metro cincuenta y nada, y ella es un ángel de uno ochenta y cinco—. Los primeros no tenían suficiente azúcar. Los segundos quedaron planos como crepes. Los terceros han quedado crudos, y estos…
—Literalmente se han quemado.
—Se han quemado un poco —la corrijo, incorporándome y lanzándole una mirada de advertencia. De todas formas, no puedo enfadarme demasiado, porque es cierto que en un momento se quemaron—. No consigo que me salgan bien y no sé qué estoy haciendo mal.
—Tómate un descanso —me indica Chantal. Su tono es firme, pero tiene algo de dulzura—. Mañana lo vuelves a intentar.
Tiene razón, y es verdad que me voy a recomponer y me voy a arremangar para intentarlo otra vez más, como siempre. Pero sabe que mi frustración no tiene que ver solo con los macarrones. Sabe lo mucho que quiero que mi vida sea perfecta y lo mal que me pone que me esté costando tanto. Como es mi compañera de habitación desde el primer año, ya me ha visto pasar por muchísimos altibajos, y tiene un máster en mis sueños y ambiciones. Por suerte, el trabajo de sus sueños, un puesto como analista financiera (¿qué le verá?), la está obligando a quedarse en Nueva York, porque no sé qué haría sin ella.
—Voy a pedir comida para que nadie tenga que entrar a esta zona de desastre —dice, y saca el teléfono del bolsillo trasero de unos shorts vaqueros que favorecen sus piernas largas y morenas—. Y ve a por tu teléfono, ¿vale? No para de vibrar en tu dormitorio, me está volviendo loca.
Esbozo una sonrisa tímida.
—Perdón. No quería distraerme, así que lo dejé ahí.
Levanta una ceja, burlona.
—En realidad, no querías que se te volviera a caer en el tazón de la mezcla.
Se me enciende el rostro cuando menciona ese intento de repostería en particular.
—¡Me ha pasado una sola vez!
Se tira el pelo por encima del hombro y sale tranquila de la cocina, mientras las delicadas cuentas que tiene en las puntas de las trenzas van chocándose entre sí a cada paso que da. Yo la ayudé a elegirlas la semana pasada: el dorado y el azul oscuro son perfectos ahora que está subiendo la temperatura, y son la despedida ideal antes de empezar su trabajo nuevo y tener que usar un peinado «profesional». Sería genial que algún día el mundo dejara de decirnos a las chicas negras cómo tenemos que peinarnos, pero ese día todavía no ha llegado.
Con un suspiro, me desato el delantal y lo cuelgo en el gancho de al lado de la ventana. El algodón rosa pastel ondea con la brisa cálida, como si se burlara en silencio de mí y de mi fracaso. Ni me molesto en mirar los macarrones braseados cuando salgo de la cocina y cruzo el pasillo estrecho que lleva a mi habitación sin hacer ruido.
En el camino, me encuentro con la puerta abierta de Grace y oigo al pasar parte de la conversación que está teniendo por teléfono. A juzgar por los quejidos que suelta cada tanto y por las (pocas) palabras en cantonés que entiendo gracias a las clases que me dio a lo largo de estos años, está hablando con su madre. Seguro que está prometiéndole que no va a perder el vuelo a Hong Kong que tiene mañana, cosa que ya le ha pasado dos veces.
Me saluda moviendo los dedos cuando paso, a lo que yo respondo lanzándole un beso antes de meterme en mi dormitorio, que está al lado del suyo. El sol se escurre a través de mis cortinas traslúcidas y proyecta sombras cortas a lo largo de mi escritorio. Mi teléfono está apoyado en la superficie, apretado entre unas cremas faciales y una taza llena de bolígrafos con brillitos. La pantalla está oscura, pero cuando la enciendo, me recibe una letanía de mensajes y llamadas perdidas, todos de mi hermano.
Cualquiera pensaría que ha habido una emergencia de algún tipo, pero así funciona Oakley. Si no me encuentra (a mí o a cualquiera) al primer intento, se pone a llamar y mandar mensajes hasta que le respondan. Él de sutil no tiene nada.
Ni me molesto en mirar ninguno de los veinte mensajes. Seguro que son todos emojis y la frase «contéstame!!!!» enviada una y otra vez. En vez de leerlos, escribo su nombre en el buscador, me llevo el teléfono a la oreja y me tiro sobre el edredón con volantes de mi cama para mirar por la ventana al edificio de ladrillos de enfrente.
—Has tardado tu tiempo —gruñe Oakley cuando atiende.
—Estaba ocupada —le digo sin dar detalles. Si le confieso mi catástrofe repostera, no me la va a dejar pasar nunca—. ¿Qué pasa?
—¿Quieres ir a Mónaco?
Algo más sobre mi hermano: él no se anda con rodeos.
Yo ya estoy acostumbrada, pero la pregunta me desconcierta.
—¿A Mónaco? —repito—. ¿O sea, el país?
—Y sí, Willow, el país —se burla—. ¿Qué parte no entiendes?
Pongo los ojos en blanco y me imagino mostrándole el dedo del medio.
—Ay, por Dios, quería ver si te había entendido bien.
—¿Y? —Me lo imagino haciendo círculos con la mano en el aire para que me apresure, impaciente como siempre—. ¿Te interesa o no?
—Sí, claro —respondo, aunque la propuesta me hace sospechar—. ¿Cómo no me va a interesar? Pero ¿a qué viene la pregunta?
—Es que la semana que viene voy a ir para allá y se me ocurrió que quizá querrías sumarte. Además, el fin de semana hay carreras y…
Lo interrumpe mi carcajada.
—Ya sabía que esto tenía que ver con los deportes de motor.
En la adolescencia, la vida de mi hermano giraba en torno al karting, lo cual lo llevó a competir exitosa pero brevemente en Fórmula 3. Al final, acabó dejándolo para llevar una vida «normal» y se metió en la universidad. Yo la verdad es que nunca hubiera dejado pasar la oportunidad de ser atleta profesional, por nada en el mundo. Pero esa es la diferencia entre Oakley y yo: él tuvo opciones en la vida. Yo no.
—Y además —irrumpe Oakley—, mi empresa va a organizar un evento muy importante. Creo que te podía llegar a gustar codearte con los atletas y después ver las carreras desde el paddock. Tengo pases, son cortesía de SecDark.
Como parte de su experiencia universitaria «normal», Oakley estudió ciberseguridad. En el primer semestre de su último año, lo reclutó una de las empresas más importantes de la industria, SecDark Solutions, y desde entonces trabaja para ellos.
La empresa tuvo tanto éxito que hace poco se expandió y empezó a patrocinar a varios equipos y atletas, entre ellos un equipo de Fórmula 1, lo que explicaría esta invitación a la fiesta y que tengamos acceso al paddock. Si no estuviera tan orgullosa de mi hermano por haber escalado en una empresa tan exitosa, estaría muerta de envidia.
Pero dado que sus logros me están trayendo beneficios, no me puedo quejar de que le esté yendo mejor que a mí.
—Ya sé que no te está siendo nada fácil conseguir trabajo —dice antes de que pueda preguntarle más cosas sobre el evento—, pero esta puede ser una buena oportunidad para que hagas contactos. Todavía no has abandonado tu sueño de dedicarte al marketing deportivo, ¿no?
Me pongo de lado y aprieto las rodillas contra el pecho. La dulzura de Oakley me hace sentir más vergüenza que si estuviera burlándose de mí por seguir sin trabajo.
Siempre fue mi sueño dedicarme a algo relacionado con el deporte. Crecí con un amor por el béisbol y el baloncesto: me encantaba ir a los partidos con Oakley y con nuestro padre, me encantaba la energía eléctrica de la multitud hinchando por su equipo favorito. Me enganché desde el momento en que mi padre me cogió de la mano y me llevó al estadio por primera vez. A partir de entonces, ya no hubo vuelta atrás.
Yo quería ser como los de la cancha. Quería correr las bases y hacer tiros de media cancha. Quería que cantaran mi nombre, que hiciera eco por toda la tribuna y que latiera en el corazón de todos los hinchas.
Por desgracia, mi cuerpo impidió que ese sueño llegase a hacerse realidad. Aunque tuve que pasar por incontables médicos a lo largo de muchísimos años para que me dieran el diagnóstico de hipermovilidad, desde pequeña ya sabía que era diferente a mis compañeros. Que nunca iba a poder hacer algunas de las actividades que hacían los demás. Mi carrera de béisbol terminó cuando me disloqué el hombro en mi primera clase de tee ball, y el baloncesto directamente estaba descartado por todo lo que hay que correr y frenar en seco, cosa que mis rodillas inestables no podían soportar. No era mi destino ser atleta.
Así que, después de años de observar y aprender desde fuera de la cancha, pensé que el marketing deportivo era la segunda mejor opción. Era otra forma de sumergirme en un mundo que me daba alegría y compartir esa alegría con otros. Eso, claro, si conseguía trabajo.
—No, no lo abandoné. —Doy un suspiro—. Sigo esperando a que me contesten de un par de lugares.
—Entonces ven a Mónaco mientras tanto —insiste—. Te digo que es un evento perfecto para hacer contactos. O si no, piensa que te estoy invitando a unas vacaciones y listo. Vale como regalo de graduación y de cumpleaños muy adelantado.
—¿Todo junto? —le canturreo—. Guau, eres tan bueno.
—A ver, digámoslo todo. Solo te lo estoy ofreciendo porque mamá me obligó.
—Entonces, ¿tengo que agradecerle a ella la invitación, no a ti?
—Es una cuestión semántica —dice, desestimando mi comentario. Después vuelve al ataque con su propuesta—: Piensa en toda la gente que vas a conocer. ¿Sabes cuántos atletas y equipos van a ir a esa fiesta? Si al final de la noche no consigues una oferta laboral, me tiro por un acantilado en la costa.
Suelto una risita.
—Eso lo vas a hacer aunque consiga una propuesta. —Los dos heredamos el gen de la adicción a la adrenalina. Solo que yo sé bien que no tengo que hacerles caso a esos impulsos.
—Puede ser —reconoce—. Pero en serio, Wills. Es una muy buena oportunidad. Y no tienes ni que levantar un dedo. Yo me ocupo de todo.
Me pongo bocarriba y observo el techo mientras me enrosco el dobladillo del vestido entre los dedos.
—¿Me prometes que vale la pena? —Sigo dando vueltas, pero ya me está brotando la emoción del pecho—. No quiero perderme una entrevista por irme mucho tiempo.
—Te lo prometo. Puedes salir el miércoles y volver el lunes por la mañana.
Respiro hondo y lo pienso. Tiene razón. Puede ser una excelente oportunidad para hacer contactos. Además, ¿quién no querría pasar unos días en uno de los lugares más geniales del mundo? ¿Y quién soy yo para rechazar un viaje gratis?
—Bueno, está bien —escupo antes de que mi cerebro se entere—. Llévame a Mónaco.
Mónaco
Estoy bastante seguro de que en esta fiesta todos creen que tengo una enfermedad de transmisión sexual.
Que conste: no tengo ni nunca tuve ninguna, a pesar de mis frecuentes aventuras que a la prensa tanto le gusta publicar. Este rumor tiene todo que ver con la chica que administra mis redes sociales (que administraba mis redes sociales), que renunció a su trabajo anunciándole al mundo en todas mis plataformas que yo era la nueva cara de la marca de kits caseros para ETS Test Rápido «El que sabe». Sin ellos, yo no habría descubierto tan rápido que tenía clamidia. Pero no pasa nada, ya estoy en tratamiento. Aunque, lamentablemente, me tocó una cepa resistente a los antibióticos. Algunos tenemos una suerte tremenda.
Las publicaciones dieron un empujón a las ventas de la compañía, pero ¿y yo? Hace seis semanas que no tengo sexo, y la mayoría de las mujeres de este lugar no me quiere ni ver. Mierda, esto es un desastre.
Sé que podría demandarla por difamación, pero el daño ya está hecho, y no me interesa devolverle el golpe a Jani. A estas alturas lo mejor que puedo hacer es seguir adelante. Y si soy sincero conmigo mismo, tal vez me merecía enfrentarme a su ira después de todo lo que le hice pasar cuando trabajaba para mí. No fui el cliente más fácil, pero ¿quién coño quiere que documenten ante todo el mundo cada detalle de su vida? Y aun así, Jani insistió en hacerlo día tras día hasta que al final exploté.
Lamentablemente, eso hizo que ella también explotara. Ahora mi reputación se ha ido al traste, mi equipo me ningunea, y se dice que mis patrocinadores piensan que tal vez no sea la persona indicada para representarlos. No puedo perderlos (no puedo perder su dinero), porque, sin eso, voy a perder mi lugar en Argonaut Racing.
—Dios, ¿te puedes relajar? Con esa cara vas a ahuyentar a todas las mujeres.
A mi lado, Mark toma pequeños tragos inocentes de champán. Apenas le entra el esmoquin, aunque lo perseguí para que se comprara uno nuevo. Sus hombros desafían las costuras de la chaqueta y sus pectorales ponen en tensión los botones de la camisa blanca y pulcra. En cualquier momento, van a salir disparados y dejar ciega a la gente que tenga la mala suerte de estar de pie en la zona de peligro. Con apenas un vistazo cualquiera se daría cuenta de que el tipo trabaja como entrenador y claramente le encanta hacer alarde de su estado físico. Si no fuera mi entrenador de rendimiento y uno de mis mejores amigos desde el parvulario, me parecería un imbécil.
—¿Con qué cara? —lo desafío, levantando mi propia copa de champán y bajando de un trago su contenido. Me paso el dorso de la mano por la boca antes de continuar—: ¿Con cara de que estoy a punto de arruinar en una misma noche mi carrera y toda oportunidad de mojar la polla? Porque así me siento.
Trabajé demasiado para llegar a donde estoy y me niego a dejar la Fórmula 1 hasta estar más que listo. ¿Argonaut Racing, el mejor equipo de la parrilla? Qué chiste tan bueno. Pero si voy a dejar atrás la zona media y conseguir un lugar en un equipo de excelencia, seguir con ellos es la mejor forma de lograrlo.
Todos los pilotos aspiran a ganar un campeonato, y mis posibilidades de hacer eso dependen del rendimiento que tenga ahora. Fui creciendo en el programa de desarrollo para pilotos de Argonaut desde pequeño y solo competí para ellos, así que tienen mi lealtad en muchos sentidos, pero no puedo quedarme en este equipo para siempre si quiero ganar. Y sí, ir pensando en un campeonato es bastante optimista para un piloto que no ganó ni una carrera en F1, pero cuando de sueños se trata, soy un estúpido.
El problema es que cada día parecen más lejanos esos sueños. A menos que la NASA se ponga a diseñar los coches de Argonaut, nunca voy a ganar un campeonato con ellos. Y está claro que no lo voy a conseguir mientras Zaid Yousef y Axel Bergmüller estén peleando por el primer puesto, sin importar qué coche tenga yo. Sinceramente, estaría más que feliz de ocupar el tercer o cuarto puesto con mi equipo actual, pero eso parece tan probable como que mañana explote el sol.
Por ahora, mi prioridad es mantenerme en Fórmula 1 hasta que pueda demostrar que pertenezco al escalafón más alto de este deporte de élite. Solo tengo que bajar la cabeza y rendir lo suficientemente bien para ganarme la atención de los jefes de los mejores equipos. Zaid debería retirarse en los próximos años, así que seguro que Mascort está pensando en quién va a reemplazarlo. O tal vez Specter Energy decida que necesita un piloto para hacer de número dos de Axel, y si es así, ahí estaré. No me va a dar el título que busco, pero va a ser un paso en esa dirección.
Pero nada de eso va a pasar si pierdo mi patrocinio y Argonaut me deja sin contrato, todo gracias al regalo de despedida de Jani. Puede que el equipo no se apoye mucho en el dinero que yo aporto, pero nadie quiere un piloto que no tenga nada para ofrecer más que talento. Es una mierda, sí, pero así funciona nuestro pequeño mundillo.
Después de esta temporada, tengo un año más con ellos, y ¿qué pasa si no estoy a la altura (o voy más allá) de sus expectativas? Joder, si pienso demasiado en las posibilidades que me quedan, puede que me haga una bolita en el agujero más cercano y no salga nunca más.
—Volverás a acostarte con alguien, Dev, te lo prometo —dice Mark—. Pero solo si dejas de lloriquear como una putilla.
No hay forma de eludir el hecho de que ignoró la primera parte de mi queja. No soy el único que está preocupado por mi futuro en F1.
—No estoy lloriqueando —farfullo. Pero tiene razón. Sí estoy lloriqueando. Siempre fui el tipo sonriente, no el que va con el ceño fruncido. No se supone que sea esa persona—. Es que estoy estresado, ¿de acuerdo? Es una noche importante.
Más bien es una semana importante. Esta noche, tengo que demostrar que soy un recurso y no un lastre para el mundo de las carreras. Mañana, tengo que ir de sonrisa en sonrisa con los medios para Argonaut y fingir que no odio a mi compañero de equipo. Después tengo que conseguir un tiempo sólido en la práctica libre del viernes, clasificar por encima del P10 el sábado (si no, no hay forma de que consiga puntos en una pista como la de Mónaco, donde es casi imposible pasar a los otros) y competir el domingo como si fuera una cuestión de vida o muerte.
Y, de alguna forma, es cierto.
—Ya va a pasar. —Mark suena seguro, pero sé que él también tiene sus dudas—. Y si no me crees —dice, señalando con la cabeza al otro lado del salón—, pregúntale a Oakley. Sabes que él nunca te va a dorar la píldora.
Me doy la vuelta, miro adonde señala Mark y encuentro a nuestro amigo de pie junto a las puertas del salón de baile, estrechando manos y dando palmadas en los hombros.
Gracias a Dios, cojones. Siento que he pasado años esperando a que ese hijo de puta llegara para salvarme del aburrimiento que siempre me inspiran estos eventos insulsos de patrocinio.
Conocí a Oakley antes de aprender a caminar. Nuestras familias son vecinas desde antes de que yo existiera, y él y yo crecimos juntos en las pistas de karting. Somos miembros fundadores del Club de los Padres Blancos Descolocados, dos chicos mestizos —Oakley de ascendencia negra y yo india— con padres blancos, y nos hicimos amigos porque nunca terminábamos de encajar en los deportes de motor debido a nuestro color de piel. Y también porque nuestros padres sin duda son las personas más torpes y descolocadas del planeta. Son frikis, los dos, pero teniendo en cuenta el trabajo que tiene Oakley estos días, no se quedó atrás en la escala de frikismo.
Ni hace falta decirlo: nos hicimos amigos para siempre.
Y el año pasado casi lo arruino todo en tan solo un instante, cuando besé a su hermana.
Sacudo la cabeza para deshacerme del recuerdo antes de que logre volver a plantarse y echar raíces. Ya aprendí que no tengo que obsesionarme con el tema: lo hice durante mucho tiempo y tuve que afrontar las consecuencias. Además, no quiero dejar que se interponga en mi amistad con Oakley; fue un error de una vez y nunca se va a repetir. Ya he aprendido.
Antes de poder avanzar hacia Oakley, mi agente se mete en mi camino y me bloquea el paso. Genial.
El hijo de puta de Mark consigue esquivar la mirada fulminante del tipo y sonríe ante mi desgracia, alzando su copa de champán vacía como haciendo un brindis sarcástico.
—Nos vemos más tarde, amigo —me grita antes de alejarse rápidamente.
Unos pasos más atrás de mi agente está Chava, exasperado, con las manos extendidas a los lados formando el gesto universal de «hice lo que pude». Sin duda, mi asistente lo intentó, pero no hay forma de frenar a Howard Featherstone cuando tiene la misión de convertir mi vida en un infierno.
—¡Howard! —exclamo, calzándome mi sonrisa distintiva y fingiendo entusiasmo. Sabía que estaría aquí esta noche, pero tenía la esperanza de evitarlo al menos un ratito más—. ¿Cómo estás?
—He estado mejor, Dev —dice en un tono monótono, mientras sus ojos fríos y grises se instalan en los míos—. Pero creo que ya lo sabes.
Tengo la tentación de meterme los dedos en las orejas y burlarme de Howard repitiendo sus palabras, pero me obligo a recordar que soy un hombre de veinticinco años: la respuesta que corresponde a mi edad es decirle que se vaya a la mierda.
Gracias al cielo, tengo suficiente formación en medios para no hacer ninguna de esas dos cosas en público, así que domo mi expresión para que parezca comprensiva y asiento solemnemente con la cabeza.
—Entiendo —le doy la razón—. Los últimos tiempos no han sido fáciles.
Me escruta con sospecha, seguramente porque sabe muy bien que estoy actuando. Pero no me lo va a decir para no cambiar de tema.
—La verdad es que no. Y se nos pasó la hora de arreglar las cosas. Podríamos haber empezado antes si no estuvieras evitando mis llamadas.
Suelto una risa seca y me paso la mano por el pelo en un acto de falsa incomodidad, aunque no puedo contenerme y levanto un poco el dedo del medio cuando dejo caer la mano al lado del cuerpo. No he querido hablarle porque sabía qué me iba a decir. «Tienes que arreglar esto, Dev. Contrata a alguien para que limpie tu imagen. Crea un equipo de relaciones públicas. Deja que te transformen en un robot. Deja que te chupen toda la vida».
—Discúlpame —respondo con una falsedad descarada—. Es que las últimas semanas han sido una locura, ¿sabes? Ey, ¿viste la carrera de Azerbaiyán? Llegué a la Q3 en…
—Deja de joder. —No puedo evitar que me den escalofríos por la fuerza de sus palabras. Uy, sí que estoy en apuros—. Nadie está contento con tu trabajo en este momento —arremete Howard—. Ni tu equipo ni los patrocinadores. Y desde ya que yo tampoco. ¿Y todos los demás? Se están riendo de ti.
—Estoy acostumbrado a que se rían de mí —señalo, encogiéndome de hombros—. Soy un tipo gracioso.
Parece que este no es momento de chistes, porque cuando me doy cuenta tiene la nariz pegada a la mía, y lo único que veo son sus manchas y sus venas a punto de reventar.
—Sigue así y se acaba todo —me gruñe—. No va a haber ni una butaca en NASCAR para ti.
No me gusta que insulte el arte caótico de girar a la izquierda que es NASCAR, y menos me gusta que esté así de cerca de mi cara.
—Te sugiero que des un paso atrás, Howard —murmuro—. Este no es lugar para hacer una escena.
Y, de verdad, no quiero pelearme con un hombre de sesenta años que cree que puede esconder su calva incipiente peinándose el pelo para un lado.
Como si de pronto recordara dónde está, Howard pestañea un par de veces para deshacerse del enfado y se tambalea hacia atrás, resoplando mientras se ajusta la chaqueta del esmoquin. Echa un vistazo alrededor para fijarse si su arrebato ha llamado la atención de alguien, pero parece que el único que nos está mirando es Chava, con una mueca de incomodidad.
—Que te entre en la cabeza —dice una vez que se recupera, cuidándose de mantener baja la voz—. Tu carrera profesional está enterrada, y yo no te puedo salvar si no me dejas intentarlo.
Suelto un suspiro. No me interesa el cariz que está tomando esto, ya lo he vivido muchas otras veces.
—Mira, si Axel se pudo recuperar cuando lo filmaron gritando «negro de ya sabes qué» mil veces mientras rapeaba una canción, creo que voy a llevarlo bien con mi ETS falsa.
Howard niega con la cabeza como si no pudiera creer que yo sea tan estúpido.
—Deberías saber mejor que nadie que la gente perdona un acto de racismo mucho más rápido que un escándalo sexual.
Eso me cierra la boca. Porque, aunque odie admitirlo, tiene razón. Lamentablemente, así es como funciona el mundo donde vivimos.
Aprovechando mi silencio, me aprieta el hombro y me sostiene la mirada.
—Déjame arreglar esto, Dev.
La peor parte es que sé que él puede conseguirlo. Puede contratar gente para ocultar todos los trapos sucios y hacerme quedar como el príncipe perfecto del paddock. Sería tan fácil.
Pero ya he hecho eso: cedí el control de mi imagen y dejé que convencieran al mundo de que tengo la personalidad de una figura de cartón. No pude hablar de nada ni remotamente político o «controversial», incluso si el tema que quería tratar me afectaba directamente a mí o a la gente que yo quería. No estaba permitido compartir lo que pensaba ni mis opiniones sinceras; tuve que ser el chico del póster en el que todo el mundo pudiera proyectarse. Y lo odié, pero lo hice porque todos dijeron que era lo mejor para mí.
Sí, claro.
Se suponía que Jani iba a ser un punto medio. En vez de formar un equipo, la contrataron a ella para que gestionara mis publicaciones patrocinadas en las redes sociales y todo lo que exigiera Argonaut, y que tal vez ofreciera un vistazo superficial de algunos aspectos de mi personalidad para mis fans. Pero lo llevó demasiado lejos cuando intentó entrometerse en mi vida personal y publicarla en internet. Y después de que intentara convencerme de compartir más de lo que quería demasiadas veces, me harté.
Así que no. No estoy interesado en entregar mi imagen a gente en la que no confío ni un poco.
—Puedo arreglarlo yo —digo, aunque apenas reconozco mi voz—. Solo necesito un poco de tiempo.
—No te queda mucho tiempo antes de que la gente deje de creer en ti. —Coge aire y endereza los hombros—. Voy a buscar una copa de champán. Pero cuando vuelva, vamos a hacer las rondas juntos y recordarle a todo el mundo que es una maravilla tenerte en el paddock y en los carteles. ¿Entendido?
—Sí, señor. —Apenas resisto el impulso de hacer el saludo militar.
Como si se diera cuenta, Howard me mira con odio y se va dando zancadas; yo me encuentro con los ojos de Chava.
—Bueno —resopla mi asistente al acercarse. Tiene la piel de casi el mismo tono que la mía, marrón claro, pero eso no esconde el rojo que le va subiendo por el cuello. Odia a Howard tanto como yo—. Qué desastre, joder.
—Ni que lo digas —mascullo, con ganas de beberme todo un barril de champán en este preciso momento—. Tengo que arreglar las cosas.
—¿Se te ocurre cómo? ¿Sin contratar a una empresa de relaciones públicas?
—Todavía no lo sé —digo, negando con la cabeza. Suspiro y le apoyo el codo en el hombro; de pronto estoy totalmente exhausto—. Tengo que resolver demasiados problemas al mismo tiempo.
—Entre ellos, que todas las mujeres de este lugar te están mirando como si estuvieras contaminado —dice tajante Chava, mientras un trío de chicas con vestidos caros me mira de reojo al deslizarse por al lado, manteniendo una buena distancia de mí—. Y a mí también, por estar contigo. Joder, Dev.
—No es culpa mía —me quejo, echando la cabeza para atrás—. Pero tengo que acostarme con alguien. Al menos tengo que resolver ese problema hoy.
Hay muy pocas probabilidades de que encuentre en este lugar a alguien que no crea que estoy en tratamiento por una ETS y que quiera venir a mi apartamento conmigo, pero tengo que intentarlo. Lo único que tengo que hacer es encontrar a una mujer que esté dispuesta a darme la hora y explicarle la situación. Reírme como si todo hubiera sido una broma, porque eso es exactamente lo que es. Una broma muy muy cruel.
Es fácil. Hago frente a estrategias más difíciles en todas y cada una de las carreras. Esto no es nada.
Me enderezo, le dejo mi copa de champán vacía a Chava y me paso los dedos por el pelo para sacármelo de la frente. Soy un tipo guapo y soy más encantador que la hostia, así que esto tiene que ser pan comido. Voy a desestimar las últimas seis semanas como si hubieran ocurrido por casualidad. Lo que pasa es que no lo intenté lo suficiente. Pero ahora… Ahora voy a por todo.
Pero todos mis planes salen volando por la ventana en cuanto Willow Williams entra al salón.
No importa que la ropa que tengo puesta me haya salido más cara que un mes de alquiler; al lado de este grupo de gente, siento que estoy muy mal vestida.
Ya sé que me veo fabulosa con este vestido celeste y estos tacones de diez centímetros (por más que al usarlos esté tentando no solo al destino sino también a mis tobillos), pero aun así me siento descolocada. Si algún rincón del mundo me puede hacer sentir fuera de lugar, es una fiesta opulenta en Mónaco.
Mónaco. Solo pensar en el nombre casi me pongo a negar con la cabeza, incrédula. Porque, la verdad, ¿quién espera que le llegue una invitación de último momento para ir a un lugar que es sinónimo de belleza y coches rápidos? Yo, que tengo un pasaporte casi sin usar, seguro que no.
Hoy por la tarde aterricé en el aeropuerto de Niza y me pasó a buscar un chofer que mandó Oakley. Tuve el rostro pegado a la ventanilla del coche de lujo mientras íbamos subiendo por la costa y cruzábamos la frontera con Mónaco, y fui admirando las maravillosas aguas azules, la vegetación espesa y los acantilados deslumbrantes.
Aunque mi hermano no me hubiera anticipado nada, aun así me habría dado cuenta de que había carreras este fin de semana solo por la cantidad de calles cerradas y de yates millonarios que se agolpaban en el puerto. Era un caos controlado. La emoción por el fin de semana casi se palpaba en el aire cálido de la primavera.
Hice una videollamada con Grace y Chantal para ir mostrándoles el paisaje a medida que avanzábamos despacio con el coche, pero por poco me quedo muda cuando llegamos al hotel.
El lujo no me es ajeno. A mis padres siempre les fue bastante bien, y todos conocen la afición de mi madre por las cosas caras, pero nunca había visto un despilfarro así. El edificio tenía un encanto clásico, con sus columnas y su fachada antigua cubiertas de flores amarillas y violetas que subían trazando patrones perfectos hasta arriba de todo y colgaban por encima del pórtico. El vestíbulo, con techos altos y obras de arte del siglo dieciocho, bien podría haber sido una escenografía sacada de un estudio de filmación.
Casi se me escapa una risita cuando se me acercó un botones de uniforme bordó y sombrerito y se ofreció a llevarme la maleta con un acento muy marcado. Todo era tan perfecto.
La suite que me reservó Oakley era igual de impresionante: tenía unas bonitas vistas al mar, una bañera grande y una cama en la que entraban diez personas. Está claro que no reparó en gastos para este regalo de graduación y cumpleaños. Es eso, o tal vez su empresa ofrece mejores beneficios de lo que yo creía.
Pero todavía no pude darle las gracias a mi hermano porque estuvo todo el día desaparecido en combate. Me mandó un mensaje para decirme que iba a estar ocupado hasta que empezara la fiesta, pero que nos encontráramos en el salón del hotel donde se celebrará el evento de hoy.
Me pasé las últimas horas arreglándome. Me remojé, exfolié e hidraté el cuerpo hasta el cansancio para después ponerme el vestido que me alentó a comprar Grace, aunque casi me da un infarto cuando vi el precio. Pero es cierto que es magnífico, y me sentía espléndida… hasta ahora.
Siempre tuve algunas inseguridades con respecto a mi apariencia, y una sola mirada a mi alrededor ya me acobarda. No sé cómo, pero cada persona que me pasa por al lado es más preciosa que la anterior. Y después estoy yo: una bajita con carita de bebé que podría ser presidenta del Comité de las Tetitas Pequeñas. Ese triplete hace que muchas veces cuando salgo sola me pregunten dónde están mis padres.
Envidio a las mujeres como Chantal, con esas piernas largas y esas curvas. Yo, en cambio, estoy convencida de que me podrían sustituir por un cuadrado de cartón con una foto de mi rostro y nadie notaría nada diferente.
Pero cada vez que empiezo a sentirme así, me recuerdo a mí misma las cosas que sí me gustan de mí. Me encanta el brillo bronceado de mi piel sea la estación que sea. Me encantan mis rizos (aunque hoy los planché hasta dejarlos casi sin vida). Y sí, la verdad es que en general me encanta tener la suerte de poder ponerme casi cualquier cosa sin sujetador.
Después de recordarme todo eso, echo los hombros un poco para atrás y alzo la cabeza, agradecida de que los tacones me levanten un poco. Sin ellos, me resultaría imposible llegar a ver algo entre toda esta gente bien vestida.
Me tomo unos segundos para examinar el salón, desde los techos altos con molduras elaboradas y detalles dorados hasta los suelos de madera relucientes. En una punta del salón hay una escultura de hielo de un coche de Fórmula 1 (no le falta el surco para tomar chupitos) y en la otra punta hay un tragafuegos haciendo un espectáculo. Está claro que no escatimaron en nada, pero no sé por qué me sorprende. Este deporte es puro dinero, dinero y más dinero.
—¡Wills!
Me sobresalto al oír la voz de mi hermano, me doy la vuelta para ver de dónde viene y lo encuentro saludándome al lado de la fina barra. Doy un pequeño suspiro de alivio y voy abriéndome paso hacia donde está. Como siempre, es el alma de la fiesta y está rodeado por un grupo de gente, pero no tarda en darles una excusa y venir a encontrarse conmigo.
Me recibe con los brazos bien abiertos y yo me lanzo contra él y lo estrujo fuerte unos segundos. Da un paso atrás, me coge por los hombros y me mira de arriba abajo.
—¿Estás más bajita?
Arrugo la nariz y le alejo las manos de golpe. Claramente, ya se terminó el momento de cariño entre hermanos.
—No te olvides de que tengo la altura perfecta para romperte las rodillas. ¿Quieres ver qué pasa si sigues?
—Mejor no. Sobre todo ahora que veo esos zapatos. —Pone cara de preocupación al mirar mis tacones de aguja—. ¿Tú puedes ponerte eso? Te juro que si te dislocas algo, yo no te lo vuelvo a poner en su lugar.
Pongo los ojos en blanco, pero la verdad es que su preocupación está justificada, teniendo en cuenta que a mis articulaciones no siempre les gusta quedarse donde tienen que estar. Hace tiempo aprendí que los tacones, por muy espléndidos que fueran, no eran los mejores zapatos para mí, aunque eso nunca apagó el amor que les tengo. A veces hay que vivir al límite. Para Oakley están los coches rápidos; para mí, los tacones altos.
Igualmente, me paso por lo menos una hora al día en el gimnasio o en una esterilla de yoga, haciendo ejercicios de fuerza para incentivar a mi cuerpo a que lo mantenga todo donde corresponde. Con la ayuda de la fisioterapia y de un par de cirugías, hoy en día no me preocupa demasiado sufrir una lesión importante. Pero nunca voy a dejar de ser precavida. Es por eso que tuve que quedarme sentada mirando mientras Oakley corría como loco y perseguía su sueño de convertirse en atleta.
Yo trato de que no sea un problema, de no permitirme soñar con ser la hermana que no tiene dolor crónico ni tejidos conjuntivos débiles, pero a veces me aparece la amargura en el fondo de la garganta.
—Tranquilo, hace rato que no se me disloca nada. —Descarto su comentario con un gesto de la mano—. Pero es bueno saber que no me ayudarías si me llegara a pasar. Eres un mierda.
Se encoge de hombros, haciendo caso omiso a mi ataque.
—Eso ya lo sabíamos los dos. —Con ese tema resuelto, me toma con cuidado del codo y me hace girar en dirección a la barra—. Pidamos unas copas y busquemos a Dev. Tiene que estar por aquí.
Casi me caigo de morros cuando se me traba el tacón en la nada misma. Si no fuera porque Oakley me está sujetando, me hubiera ido al suelo (y de lleno) ante la mera mención de ese nombre.
—¿Dev? —repito, y se me crispa la cara cuando oigo lo aguda que me salió la voz. Me aclaro la garganta y rectifico—: ¿Dev Anderson? ¿Está aquí?
Si Oakley me estuviera prestando atención en serio en vez de estar mirando a una rubia bonita, se habría dado cuenta enseguida de que entré en pánico.
Hace siete meses que no veo al mejor amigo de mi hermano. Y la última vez que lo vi… Digamos que pasaron cosas que no esperaba, y todavía estoy muerta de vergüenza.
—Sí, más vale que esté aquí —dice Oakley mientras nos abrimos camino a codazos para ir a la barra—. SecDark es uno de los patrocinadores de su equipo.
—Cierto. —Ya lo sabía. Es que… me olvidé. Y cuando digo «me olvidé», en realidad quiero decir que no tenía ni la más mínima idea—. Pero… Pero pensé que vosotros patrocinabais a otro equipo. —No puedo ser tan despistada. Quizá no esté tan pendiente de la F1 como de otros deportes, pero la tengo en el radar. A eso y a tantas otras cosas que tienen que ver con Dev, el chico que me gustó con locura casi toda mi infancia.
Oakley suelta un gruñido mientras levanta la mano para llamar al camarero, cosa que interpreto como una confirmación.
—Habíamos empezado a trabajar con Deschamp, pero Argonaut se ganó a los dueños con esa mierda de «100 % estadounidenses». Por eso hicimos el cambio el año pasado. Aunque Argonaut todavía no llegó al podio esta temporada, así que hay que ver si al final les convenía asociarse a ellos.
Asiento con la cabeza, tratando de asimilar toda esa información, pero tengo la mente en modo ansiedad. Mis ojos cobran vida propia y empiezan a dispararse de un lado a otro por toda la inmensidad del lugar, buscando a Dev entre la gente. Yo sabía que había una pequeña posibilidad de encontrarme con él en las carreras de este fin de semana y me preparé para esa posibilidad, pero esto ya se siente como una emboscada.
Oakley no para de hablar de las estadísticas de las carreras, pero yo ya casi no oigo su voz. Igualmente, no me está diciendo nada que no sepa. Si fuera por él, seguiría hablando del tema hasta el final de sus días. En general, le presto toda la atención del mundo, como la buena hermana que soy… y también porque me interesan esas cosas, aunque no es algo que me guste admitir delante de él.
Pero esta vez solo estoy fingiendo que le presto atención mientras murmuro alguna que otra frase vacía cuando siento que hace falta. Pero, cuando mis ojos aterrizan en una silueta conocida que está entre la gente, ya no puedo sostener más la farsa.
La sonrisa característica de Dev (la que nunca duda en enseñar) ilumina todo el salón. Juro que su rostro está hecho exclusivamente para sonreír y, con esa barbita oscura que tiene en la mandíbula marcada, se acentúa aún más su brillo. He visto varios vídeos suyos en los recomendados de mi página de «Para ti» y siempre le dan el título de «la mejor sonrisa del paddock» y, la verdad, tengo que darles la razón. No hay nadie en esa parrilla (en el pasado, en el presente ni seguramente en el futuro tampoco) que tenga un humor más contagioso que el de Dev. No le llegan ni a la suela del zapato.
Cuando éramos pequeños, era raro verlo sin una sonrisa de oreja a oreja en el rostro, cosa que no ha cambiado en absoluto. Es como si le resbalaran todas las preocupaciones. Y no es que no se tome nada en serio (si así fuera, no habría llegado tan lejos en su carrera), pero Dev tiene la habilidad insólita de ver siempre el vaso medio lleno, por vacío que parezca.
Sin la ayuda de su actitud positiva, creo que yo no habría sobrevivido a los momentos más difíciles de mi adolescencia, en una época en la que odiaba mi cuerpo por impedirme hacer lo que más quería en el mundo. Sé que estoy dándole demasiado mérito, pero Dev y su sonrisa y sus palabras de aliento marcaron una diferencia enorme.
Se me acelera el corazón como me pasa cada vez que lo veo, pero esta noche viene acompañado de unas náuseas ansiosas. Es… guapo. Muy guapo. Más de lo que me acordaba, y eso que en mi mente siempre lo veo de la mejor forma posible.
Desde donde estoy, tengo una vista perfecta de su perfil. Su pelo negro azabache está más corto a los lados y más largo en la parte de arriba. Los mechones se le rizan y le acarician la frente con ese estilo despeinado que parece hecho a propósito, aunque es más probable que se deba a que está todo el tiempo pasándose los dedos por el pelo. Y ese esmoquin… Un traje de pingüino no debería quedarle así de bien a nadie, pero sé de mucha gente (yo incluida) que preferiría verlos a él y a sus hombros anchos sin el traje.
Aunque, por lo que he escuchado, últimamente las mujeres no están haciendo fila para gozar de ese privilegio, y yo tampoco tendría que estar teniendo esos pensamientos. Y no lo digo por el rumor que va dando vueltas por internet de que Dev está en tratamiento por una ETS, sino porque él está más que prohibido para mí. Nuestro beso es un secreto que pienso llevarme a la tumba.
—Ah, ahí está. —La voz de Oakley me corta los pensamientos casi impuros y me devuelve la atención a él. Dentro de mi campo visual, noto que está mirando al mismo lugar que yo—. Vamos a saludarlo.
—¿Eh? —La sílaba de sorpresa se me escapa atolondrada de los labios.
—No me estabas ni escuchando, ¿no? —Me pasa una copa de champán que apareció por arte de magia (además del vaso de Old Fashioned al que ya le está dando sorbos) mientras yo estaba embobada con su mejor amigo—. He encontrado a Dev. Quiero hablar con él antes de que mis jefes me empiecen a joder.
Oakley me agarra del hombro y me da un empujoncito para que camine antes de que yo llegue a entender lo que está pasando.
Pero si hay algo que entiendo más que bien es que no estoy nada lista para volver a ver a Dev Anderson.
Estoy en apuros. Mierda, estoy en apuros.
Parece imposible que esté en todavía más apuros que hace cinco minutos, pero así es.
Porque con Willow aquí, estoy bien jodido.
Por desgracia, no literalmente.
Tengo que irme de la fiesta. Es mi única opción, porque si me ve antes de que recobre la compostura, voy a… Bueno, no sé qué voy a hacer, pero claramente no va a ser nada bueno ni inteligente ni útil para limpiar mi imagen.
Aunque sé que tengo que darme la vuelta y caminar derechito a la puta puerta, es como si no pudiera sacarle los ojos de encima.
Al otro lado del salón, ella mira alrededor mientras sus delicados hombros se van tensando a medida que busca una cara familiar entre el mar de invitados. Si fuera un tipo más valiente (qué irónico decir eso, dado que me gano la vida conduciendo un coche a trescientos veinte kilómetros por hora), me acercaría a ella y la saludaría, le diría lo mucho que me alegra volver a verla y le ofrecería ir a buscarle una copa. Solo que, en mi estado actual, hay una alta probabilidad de que mi saludo vaya a salir como: «¿Qué cojones estás haciendo aquí?».
Por suerte, soy un cobarde, así que me quedo plantado donde estoy y mi foco queda atado a ella.
Tiene puesto un vestido que se desliza por el suelo y se sostiene con dos tirantes tan finos que podría arrancarlos con el más leve tirón. Está un poco fruncido en el centro, lo que resalta la curvatura suave de su pecho y, aunque no es la más dotada en ese aspecto, eso no evitó que mis manos disfrutaran lo que sintieron cuando tuve el privilegio de tocarla. Examino la seda azul ondulante, la veo caer por el suave arco que trazan sus caderas, imaginando cómo se sentiría hacerla un rollito y levantársela por encima de la cintura, como hice la última vez que…
Mierda. Joder. No puedo pensar así en ella ahora. Me corrijo: no puedo pensar así en ella nunca. Ya lo he aprendido. Ya lo aprendimos todos, porque vimos lo que pasó la última vez que uno de los amigos de Oakley empezó a salir con Willow. Y no fue nada bonito.
Estoy a punto de convencerme de dar media vuelta cuando, de pronto, se le ilumina la cara. Una sonrisa se despliega por su rostro y me da el mismo subidón de adrenalina que siento cuando me subo al coche antes de una carrera. Pero en vez de estimularme a moverme, me deja congelado mientras absorbo toda la fuerza de su alegría.
Tiene hoyuelos en las dos mejillas, hoyuelos profundos que se revelan cuando está sonriendo o riéndose; o intentando no sonreír o reírse. Se asoman cuando arruga los labios o los pliega a un lado. Incluso cuando frunce el ceño aparece una huella de ese huequito en al menos un lado de su rostro. Si en algún momento están totalmente escondidos, es porque está durmiendo o más aburrida que la mierda.
Y, por favor, cómo odio saber eso.
El nudo que tengo en el estómago se transforma en una piedra de pavor cuando diviso al destinatario de su sonrisa.
Oakley tira del brazo de su hermana y la abraza, y por fin, por fin, consigo arrancarle la mirada, porque ya aprendí que no tengo que repetir errores.
Y besar a Willow Williams fue el error más grande de mi vida.
—Tierra a Dev. ¿Hay alguien ahí? ¿Hola? ¿Estás muerto?
Cuando pestañeo y me doy la vuelta, la cara de Chava está a centímetros de la mía. Mark está de pie a su lado; justo regresa de su gran fuga y me está mirando como si estuviera tentado de llamar al médico del equipo.
—¿Estás bien? —pregunta Mark, acercándose y entrecerrando los ojos, seguro que fijándose si tengo las pupilas dilatadas.
Lo alejo de un manotazo mientras Chava suelta una carcajada. Están confabulando en mi contra, como siempre. Es como si se hubieran olvidado de quién les paga el sueldo.
—Estoy bien —mascullo mientras me paso la mano por el pelo, pero me doy cuenta de que otra vez estoy buscando a Willow con la mirada.
Tengo suerte de que ella nunca le haya dicho nada a su hermano sobre nuestro pequeño… incidente. Las semanas siguientes a lo que pasó, estuve convencido de que Oakley iba a aparecer y asesinarme con sus propias manos. Teniendo en cuenta que casi mata a Jeremy por lo que le hizo a Willow, creo que mis miedos estaban justificados.
Jeremy se merecía totalmente lo que recibió, la verdad, y sus crímenes fueron mucho más grandes que un beso robado en las escaleras de un hotel. Soy casi inocente en comparación. Pero la culpa todavía me revuelve las tripas.
—Estábamos hablando de cómo conseguir que se acueste con alguien hoy y de repente se fue a otro mundo —explica Chava—. Seguro que estará rezando por no explotar como una lata de refresco después de tanto agitar sin abrir.
Su comentario es más fuerte que yo, y estoy sonriendo antes de poder evitarlo. No me puedo resistir a una tomadura de pelo.
—Vamos, tampoco la agité tanto.
—Ahí está el Dev que conozco —me arrulla Chava, pellizcándome la mejilla. Si este tipo no fuera uno de mis mejores amigos y la única razón por la que llego puntual a donde tengo que ir, ya lo habría despedido a estas alturas—. ¿Te vamos a buscar una chica o qué?
—Esa es la idea —contesto. Espero que esto me sirva para sacarme a Willow de la cabeza—. Pero antes, quiero beber otro…
Pero me vuelve a interrumpir Howard, que aparece a mi lado, esta vez tendiéndome una copa de champán. Por la cara que tiene, no es una ofrenda de paz.
—Lo que vas a hacer ahora es tomar esta copa y seguirme —me indica—. Ya dejaste pasar demasiado tiempo, y hay muchísimo terreno por cubrir.
Sí, quería otra copa, pero no quería conseguirla así.
—¿Me podrías dar una media hora? —pregunto, conteniendo mi exasperación. Estoy harto de que este tipo me esté encima todo el tiempo y me arruine el humor—. Tengo que saludar a un par de personas primero. Después, te prometo que voy a charlar con quien tú quieras.
Howard me empuja la copa contra el pecho con tanta fuerza que un par de gotas del líquido pálido me salpican la camisa.
—Quince minutos —me concede, y solo eso mantiene a raya mis ganas de pegarle un puñetazo en la mandíbula—. Pero te voy a estar vigilando.
De nuevo, el impulso de hacerle burla es fuerte, porque el tipo es un cliché andante del típico villano de película. Sé que solo quiere asegurarse de que yo consiga los mejores contratos (y de ganar todo lo que pueda con el porcentaje que le corresponde de esos contratos), pero la verdad es que debería fijarse en cómo mejorar sus modales.
Cuando se vuelve a alejar arrastrando los pies, me trago el champán (probablemente envenenado) y le entrego la copa vacía a un camarero que pasa por ahí antes de mirar entre medio de Mark y Chava.
—¿Creéis que me puedo escaquear por la puerta de atrás?
Mark suelta una carcajada.
—No hay ninguna oportunidad. Además, Oakley se va a indignar si te escapas antes de que él llegue a saludarte.
Se me tensa todo el cuerpo y mis ojos se disparan a donde había visto a Willow y Oakley entre la multitud, pero ya no están ahí. En su lugar, me rodea un perfume a vainilla dulce familiar, y me doy cuenta de que ya es tarde para salir corriendo.