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El compromiso de Franz Kafka (1883-1924) con la literatura se sustentó en una labor continua cuyo mejor exponente sean acaso los ocho cuadernos azules en octavo (tamaño algo menor que el volumen que el lector tiene en sus manos) en los que entre 1916 y 1918 dio en recoger pensamientos, escribir relatos o ensayar pasajes narrativos, atrapar la ocurrencia del instante y apuntar reflexiones y aforismos de carácter filosófico-religioso. La presente edición, profundamente revisada de acuerdo con la edición crítica de las obras del autor, recupera el orden cronológico que ésta discierne para cada cuaderno y depura las numerosas intervenciones que Max Brod llevó a cabo en su día en los textos de Kafka a fin de "perfeccionarlos", restituyéndoles su impronta original. Traducción de Carmen Gauger
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Seitenzahl: 195
Veröffentlichungsjahr: 2021
Franz Kafka
Cuadernos en octavo
Traducción, introducción y notasde Carmen Gauger
Introducción, por Carmen Gauger
Cuadernos en octavo
Cuaderno A
Cuaderno B
Cuaderno C
Cuaderno D
Cuaderno E
Cuaderno F
Cuaderno G
Cuaderno H
Aforismos
Créditos
En el año 1917, la vida de Kafka va a sufrir un cambio radical. El escritor lleva cinco años debatiéndose en el dilema de si casarse o no con su prometida Felice Bauer, que vive en Berlín y con la que mantiene una intensa correspondencia. Ya una vez, en 1914, ha roto el compromiso matrimonial; pero pronto vuelve a reanudar el noviazgo y en julio de 1917 se promete por segunda vez. Sin embargo, el drama interior continúa: el gran deseo de su vida –casarse, fundar una familia e independizarse de sus padres– es, y Kafka lo sabe en el fondo, irrealizable, incompatible con su otro deseo neurótico de soledad y de dedicación a la literatura. Entonces, en la noche del 12 al 13 de agosto de ese año de 1917, ocurre el hecho liberador: Kafka sufre un violento vómito de sangre. Cuando, tras aquellas horas en que el escritor temió morir desangrado, cesa por fin la hemoptisis, Kafka se duerme tranquilamente y, según propia confesión, dormirá aquella noche como no lo había hecho desde hacía tres años.
Kafka no se hace ilusiones sobre su enfermedad. Sabe adónde lo llevará, a medio o largo plazo. Es entonces, en septiembre de 1917, después de haberle sido diagnosticada oficialmente la tuberculosis pulmonar, cuando decide dos cosas: dejar definitivamente a Felice (en diciembre, después de la última visita que ella le hizo y una vez que la hubo acompañado al tren, Kafka escribe en el cuaderno en octavo G: «Se ha marchado F. He llorado. Todo duro, injusto y sin embargo, bien hecho») y vivir unos meses de retiro casi absoluto en el campo, alejado de todo lo que hasta entonces ha sido su entorno normal: Praga, los padres, los amigos, el trabajo en la Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo.
El 12 de septiembre, Kafka viaja a Zürau, una aldea en el noroeste de Bohemia, donde Ottla, su hermana pequeña, vive dedicada a tareas agrícolas. Años más tarde escribirá que esos ocho meses en el campo fueron la mejor época de su vida. Kafka, en cierto modo, ha perdido el miedo al futuro, porque ahora su horizonte está claramente configurado por la enfermedad. Ahora también tiene tiempo para reflexionar sobre su pasado y para tratar de encontrar una respuesta a las preguntas que llevan atormentándole tantos años: las preguntas sobre el sentido de la vida. A Max Brod le escribe en esos días que quiere «tener claridad sobre las últimas cosas».
Desde hace algunos años, Kafka lleva un diario, unos «cuadernos en cuarto» en los que anota pequeñas cosas de la vida cotidiana, experiencias de viaje, ideas que podrían ser base de algún relato, de algún texto literario. Pero a partir de diciembre de 1916, coincidiendo probablemente con unos meses tranquilos en los que pasaba los días escribiendo en la casita medieval de la Alchimistengasse de Praga (hoy puede visitarse, convertida en pequeña tienda de souvenirs kafkianos), y más intensamente aún durante los ocho meses de Zürau, Kafka lleva además otro diario distinto. A diferencia del anterior, este «diario» (la designación no es completamente adecuada) está escrito en «cuadernos azules en octavo», de un formato más manejable, más apropiado para llevarlos encima y escribir en ellos en todo momento.
Los cuadernos en octavo no sólo se distinguen de los cuadernos en cuarto por su tamaño, sino sobre todo por su contenido: hay pocas anotaciones sobre la vida exterior de cada día, escasean las fechas, y en cambio aparecen en ellos –sobre todo en los cuadernos G y H, escritos en Zürau– una profusión de pensamientos, reflexiones, aforismos de carácter filosófico-religioso, aparte de muchos relatos, entre los que se hallan algunos de los mejores y más profundos salidos de la pluma de Kafka1, así como numerosos fragmentos narrativos. El contenido de esos cuadernos tiene, pues, un doble carácter: épico-narrativo y aforístico-filosófico. Ambos elementos corren paralelos, mezclados no sólo entre sí, sino con apuntes sueltos sobre noches de insomnio, lecturas diversas, paseos y sucesos de la vida cotidiana. Son realmente pensamientos dispersos, no fragmentos de un proyecto filosófico. No obstante, se puede hablar de una cosmovisión, en el sentido de una búsqueda, no sistemática, pero sí dotada de cohesión interna.
Todo ello, unido a la calidad y profundidad de las partes narrativas, confiere a estos ocho cuadernos un carácter unitario y único que justifica la decisión de apartarse de los criterios de edición de Max Brod, quien los incluyó en el grueso volumen final de las Obras Completas, y de la edición crítica de la editorial Fischer, en la que forman parte de los «Escritos y fragmentos póstumos», y publicarlos como volumen independiente.
En febrero de 1918, poco después de haberlos escrito en los cuadernos en octavo G y H, Kafka recopila la mayor parte de esos aforismos, los numera y los escribe aparte, en pequeñas hojas sueltas (que la edición crítica denomina «legajo de los aforismos»). ¿Tenía intención de publicarlos y se trataba de un trabajo previo? ¿O simplemente quería reunir otra vez sus ideas para ver más claro? No lo sabemos; en cualquier caso, Kafka se limitó a copiarlos en el orden en que estaban en su lugar de origen –los cuadernos en octavo– sin ninguna ordenación temática y, por supuesto, sin título. Fue Max Brod quien, al publicarlos por primera vez en el año 1931, les dio el título de «Reflexiones sobre el pecado, el sufrimiento, la esperanza y el verdadero camino».
La crítica posterior ha visto casi unánimemente en este título de Brod un intento de acentuar de modo unilateral el contenido positivo religioso de los aforismos, dando al pensamiento de Kafka una lógica contundente (que no tiene), una lógica que le convierte en creador de una especie de sistema teológico, una «doctrina de la gracia y la redención» (pecado – sufrimiento – esperanza – verdadero camino). En nuestra edición suprimimos ese título, pero lo mantenemos en las notas explicativas finales. En cuanto al texto, seguimos el criterio de Max Brod en las Obras Completas y asimismo de la edición crítica: por un lado, dejamos los aforismos en su contexto de los Cuadernos en octavo y por otro, los publicamos reunidos en la recopilación de Kafka con el título de «Aforismos».
Imposible resumir en unas frases esas especulaciones místicas, esa búsqueda en la soledad. Pero, si no hay sistema, sí hay unas premisas y un método. Hay una meta –el Uno, o el Ser, o lo «indestructible»–, pero no hay camino. «Lo que llamamos camino es vacilación.» Kafka rechaza la psicología, la anécdota individual, no quiere dogmas o ritos de un «dios doméstico», lo que le interesa es el lugar del hombre en el mundo, su destino, el problema del Bien y del Mal, del Paraíso perdido, el tiempo y la eternidad, el árbol de la vida y el árbol del conocimiento... El método de esa búsqueda es llevar la negación al extremo y no ceder ante ninguna contradicción, ante ninguna paradoja. Ésta es a veces tan radical («El mal es el firmamento estrellado del bien», «El bien es en cierto sentido desconsolador») que las interpretaciones se multiplican o, mejor, la interpretación tiene que cesar definitivamente. La imagen que al final tenemos de Kafka es la de alguien que se debate entre la desesperación, por saber que el mal es el dueño del mundo y que vivimos prisioneros de ese mal, y un pequeño, lejano atisbo de esperanza, una esperanza jamás realizable, pero que siempre está ahí. La esperanza paradójica que el escritor expresa en uno de sus más bellos aforismos, ya casi un pequeño relato: el del prisionero que, durante el transporte de la antigua celda, tan odiada, a la celda nueva, que pronto aprenderá a odiar, piensa que «pasará el Señor casualmente por el pasillo, mirará al prisionero y dirá: “A ése no volvéis a encerrarlo. Ése se viene conmigo”». Jamás en su obra narrativa se ha adentrado Kafka tanto en la zona límite del misterio.
Como he dicho más arriba, algunas partes narrativas de los cuadernos en octavo se cuentan entre los relatos más profundos de Kafka. Además, la crítica ha señalado acertadamente que existe una vinculación, muy estrecha a veces, entre las reflexiones y los relatos. Un pequeño ejemplo: en el cuaderno en octavo G, el relato «Prometeo» está situado en medio de los aforismos sobre el pecado original. La traición de Prometeo a los dioses es paralela a la traición de Adán a Dios, el encadenamiento de Prometeo en el Cáucaso corresponde a la expulsión de Adán del Paraíso, los tormentos que las águilas infligen a Prometeo son semejantes a los sufrimientos del hombre en esta existencia temporal. Quizás fuera ésta la razón que impulsó a Max Brod –que en una primera etapa de su trabajo de edición entresacó de los cuadernos en octavo muchos aforismos y relatos para publicarlos en revistas y volúmenes diversos– a reintegrar en su lugar de origen no sólo los aforismos, sino cuatro importantes relatos que en la segunda edición de las Obras Completas (1946) figuraban en el volumen Descripción de una lucha2: «La verdad sobre Sancho Panza», «El silencio de las sirenas», «Prometeo» y «Una confusión cotidiana». En la presente edición esos cuatro relatos se sitúan en su contexto original de los cuadernos en octavo.
En general, y muy especialmente en los relatos de este volumen, Kafka elige temas –leyendas, sagas, mitos, motivos literarios– que ya han sido tratados muchas veces y que, aparentemente, se encuentran dentro de una tradición fija e inamovible. Ésa es la tradición que a Kafka le complace invertir, cambiar, cuya ambigüedad gusta de demostrar. La verdad no es tal verdad; peor aún, nadie puede encontrar la verdad. Todo tiene otra posibilidad de interpretación. Kafka desmitologiza los mitos, desenmascara la falsedad de lo establecido, de lo comúnmente aceptado: y esto no sólo en el mundo de los mitos, sino en un relato que sucede en un presente impreciso, como «Una confusión cotidiana», una de las historias de Kafka que ha «sufrido» más interpretaciones. (Fue Martin Walser quien comentó: «Hay que proteger a Kafka de sus intérpretes».)
Queda el lenguaje. Lo más bello, lo más asombroso de Kafka. Ese lenguaje preciso y burocrático, austero y riguroso, y al mismo tiempo milagrosamente claro, transparente y misterioso. De una musicalidad inalcanzable. No ha sido tarea fácil intentar aproximarse a él en español. Quizá perciba el lector de vez en cuando su fuerza de atracción.
Carmen Gauger
1 Varios de esos relatos están recogido por Alianza Editorial en volúmenes aparte, que se indican en nota en el cuaderno correspondiente.
2 Corresponde al publicado por Alianza Editorial en esta colección con el título La muralla china. (N. del E.)
1. Cuando Max Brod editó los cuadernos en octavo en el último volumen de las Obras Completas de Kafka, ya había publicado antes diversos extractos de esos cuadernos. Pero sólo entonces, afirma Brod, los publica «por primera vez en el orden en que fueron escritos». Según indica en las notas finales de aquel volumen, los cuadernos no habían sido numerados por Kafka y él tuvo que basarse en conjeturas para ordenarlos y numerarlos.
Esa numeración fue la comúnmente aceptada hasta que la edición crítica alemana, publicada en la editorial Fischer a partir de 1982, demostró sin lugar a dudas que Brod había cometido dos errores fundamentales: había dado una fecha errónea para el comienzo de la serie de los ocho cuadernos (el primero fue escrito ya entre noviembre y diciembre de 1916, y no en febrero de 1917) y la numeración establecida por él no correspondía al verdadero orden cronológico. Del cotejo con la edición crítica, que no numera los cuadernos sino que les asigna una letra del alfabeto, resulta la siguiente correspondencia con la numeración de Max Brod (que Alianza ha tomado en ediciones anteriores, si bien con advertencia en notas finales sobre lo erróneo de tal numeración):
cuaderno A (nov.-dic. 1916):
séptimo cuaderno
cuaderno B (ene.-feb. 1917):
primer cuaderno
cuaderno C (feb.-mar. 1917):
sexto cuaderno
cuaderno D (mar.-abr. 1917):
segundo cuaderno
cuaderno E (ago.-sep. 1917):
quinto cuaderno
cuaderno F (sep.-oct. 1917):
octavo cuaderno
cuaderno G (oct. 1917-ene. 1918):
tercer cuaderno
cuaderno H (ene. 1918-mayo 1918):
cuarto cuaderno.
1. La mayor parte de este cuaderno está ocupada por el extenso fragmento «El guardián de la cripta». Es el primer cuaderno de la serie y con él empieza, tras un intervalo de casi «dos años de no escribir» (Kafka a Felice Bauer el 7 de dic. de 1916) un nuevo periodo de producción literaria. Ese periodo coincide con la posibilidad que le ofreció su hermana Ottla de trabajar durante el día en una solitaria casita de la Alchimistengasse. Kafka se queja continuamente en sus cartas y en los diarios del ruido y el desasosiego que hay en casa de sus padres y que le impiden escribir.
Sueño inviolable. Corría por la carretera, yo no la veía, estaba sentado en la linde del campo y observaba el agua del riachuelo. Ella pasaba corriendo por las aldeas, los niños, delante de las puertas, la veían llegar y la seguían con la vista.
Sueño roto. El capricho de un príncipe antiguo determinó que el mausoleo tuviera un guardián justo al lado de los sarcófagos. Hombres sensatos se habían pronunciado en contra, finalmente se permitió que el príncipe, cuyo margen de acción era tan limitado en muchos aspectos, hiciera su voluntad en una cosa tan insignificante. Un mutilado de una guerra del siglo precedente, viudo y padre de tres hijos caídos en la última guerra, solicitó el puesto. Fue admitido y un viejo funcionario de la corte lo acompañó al mausoleo. Le seguía una lavandera, cargada con cosas diversas, destinadas al guardián. Hasta la avenida que llevaba después en línea recta al mausoleo, el inválido, a pesar de la pierna postiza, pudo caminar al mismo ritmo que el funcionario de la corte. Pero después falló un poco, carraspeó y empezó a frotarse la pierna izquierda. «Qué ocurre, Friedrich», dijo el funcionario, que se había adelantado un poco con la lavandera y ahora volvía la cabeza. «Me tira la pierna –dijo el inválido haciendo una mueca–, un momento de paciencia, normalmente esto se pasa enseguida.»
Escenario muy estrecho abierto hacia arriba.
Pequeño despacho, una ventana alta, delante la copa pelada de un árbol.
Príncipe(reclinado en un sillón ante el escritorio, mirando por la ventana).
Edecán (barba blanca, embutido como un jovencito en una ajustada chaqueta, junto a la pared al lado de la puerta central).
Breve pausa.
Príncipe (apartando la vista de la ventana vuelto hacia el edecán). ¿Y bien?
Edecán. No puedo recomendárselo a Su Alteza.
Príncipe. ¿Por qué?
Edecán. En este momento no puedo formular mis reservas con claridad, no es ni mucho menos todo lo que quiero decir si me limito a aducir una sentencia aplicable a todos los seres humanos: dejemos a los muertos en paz.
Príncipe. Ésa es también mi intención.
Edecán. Entonces no lo he entendido bien.
Príncipe. Eso parece.
Pausa
Príncipe. Tal vez lo único que le cause confusión en este asunto sea el hecho singular de que yo no haya tomado sin más esa disposición sino que se la haya anunciado antes a usted.
Edecán. Por otra parte, ese anuncio me impone una mayor responsabilidad, de la que procuraré ser merecedor.
Príncipe (irritado). Nada de responsabilidades.
Pausa
Príncipe. Así que otra vez. Hasta ahora el mausoleo del Friedrichspark estaba vigilado por un guardián que tiene a la entrada del parque una caseta en la que vive con su familia. ¿Había algo que objetar a esto?
Chambelán. No, en absoluto. El mausoleo tiene una antigüedad de más de cuatrocientos años y siempre tuvo esa clase de vigilancia.
Príncipe. Podría ser una tradición antigua pero abusiva. ¿Pero no lo es?
Chambelán. Es una institución necesaria. Pero yo he comprobado que no basta con un guardián arriba, en el parque, sino que también ha de haber un guardián abajo, en la cripta. No será quizás una tarea agradable, sobre todo teniendo en cuenta que la cripta siempre ha de estar cerrada también por fuera. Pero, como enseña la experiencia, se encuentra gente dispuesta y adecuada para cada trabajo.
Reposar cerca de ti es lo más grande que puede alcanzar un servidor tuyo.
Para hacer una visita al príncipe
En los tiempos del príncipe León V, que en gloria esté, fui guardián del mausoleo del Friedrichspark. Por supuesto que no fui desde el principio guardián del mausoleo. Recuerdo todavía muy bien cómo, siendo repartidor de la lechería de palacio, una tarde tuve que llevar por primera vez la leche al puesto de guardia del mausoleo. «Oh –pensé–, al mausoleo.» ¿Sabe alguien exactamente lo que es un mausoleo? Yo he sido guardián del mausoleo y debería saberlo, pero la verdad es que no lo sé. Y vosotros, que estáis escuchando mi historia, al final os daréis cuenta de que, aunque creáis saber lo que es un mausoleo, tenéis que admitir que no lo sabéis. En aquel entonces, sin embargo, aquello no me importaba mucho, sino que, de una manera muy general, estaba orgulloso de haber sido enviado al puesto de guardia del mausoleo. Así que galopé con mi cubo de leche a través de las nieblas de los caminos del prado que llevaban al Friedrichspark. Al llegar a la puerta de dorada reja, me sacudí el polvo de la chaqueta, limpié las botas, le quité la humedad al cubo, llamé y esperé con la frente en los barrotes de la reja a ver lo que sucedía. La casa del guardián parecía hallarse sobre un pequeño promontorio, en medio de la floresta; de una puertecilla que se abrió salió una luz y una mujer muy anciana abrió la reja, una vez que yo me hube presentado y mostrado el cubo como prueba de que decía la verdad. A continuación tuve que marchar por delante, pero al mismo paso extraordinariamente lento de la mujer; era muy desagradable, porque ella me llevaba agarrado por detrás y en el corto trayecto se detuvo dos veces para tomar aliento. Arriba, sentado en un banco de piedra al lado de la puerta, había un hombre enorme, con una pierna sobre la otra, las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza echada hacia atrás, y con la mirada fija en el bosquecillo que había justo delante de él y que le cerraba por completo el panorama. Involuntariamente, dirigí una mirada interrogante a la mujer. «Éste es el mameluco –dijo ella–, ¿no lo sabes?» Yo negué con la cabeza, contemplé otra vez al hombre, sobre todo su alto gorro de astracán, pero luego la vieja tiró de mí y me llevó al interior de la casa. En una pieza pequeña, junto a una mesa cubierta de libros muy bien ordenados, estaba sentado un señor de edad, con barba y vestido con un batín, que me miraba por debajo de la pantalla de la lámpara de pie. Yo, naturalmente, creí que me había equivocado de sitio, y me di media vuelta para salir de la habitación, pero la vieja me cerró el paso y le dijo al señor: «El nuevo chico de la leche». «Ven acá, arrapiezo», dijo el señor riendo. Luego me senté en una banqueta al lado de su mesa y él acercó mucho su rostro al mío. Por desgracia, y debido al amable trato de que era objeto, me puse un poco impertinente y dije:
Los niños tenían un secreto. En el desván, en un recoveco en medio de los trastos viejos de todo un siglo, donde las personas mayores ya no se atrevían a poner la mano, Hans, el hijo del abogado, había descubierto a un hombre desconocido. Estaba sentado sobre un cajón colocado en sentido longitudinal y apoyado en la pared. Cuando miró a Hans, su rostro no denotó ni susto ni asombro, sólo apatía; con claros ojos respondía a la mirada de Hans. Hundido en la cabeza llevaba un gran gorro redondo de astracán. Un espeso bigote se extendía, rígido, por su rostro. Estaba vestido con un amplio abrigo marrón, que un potente correaje mantenía cerrado: recordaba el arnés de una caballería. Sobre el regazo había un sable, curvo y corto, en una vaina de brillo mate. Los pies calzaban unas botas altas provistas de espuelas; un pie estaba posado sobre una botella de vino volcada, el otro empinado un poco en el suelo y encajado en la madera con el talón y la espuela. «A correr», gritó Hans cuando el hombre quiso agarrarle con lenta mano; se fue velozmente a las partes más modernas del desván y sólo se detuvo cuando la ropa húmeda, puesta allí a secar, le dio en el rostro. Pero después volvió sobre sus pasos. Con el labio inferior fruncido en cierto gesto de desprecio, el hombre seguía sentado allí, sin moverse. Hans se acercó con mucha precaución para comprobar si aquello no era un ardid. Pero, en efecto, el hombre parecía no tener malas intenciones, estaba sentado, completamente apático, de pura apatía se le movía la cabeza hacia delante, de modo casi imperceptible. Por eso, Hans se atrevió a apartar un viejo y agujereado biombo de estufa que lo separaba del hombre, a acercarse mucho más a él y finalmente incluso a tocarle. «¡Cuánto polvo tienes encima!», dijo asombrado retirando la mano ennegrecida. «Sí, polvo», dijo el hombre, nada más. Era un acento extraño, Hans no comprendió las palabras hasta algún tiempo después de pronunciadas. «Soy Hans –dijo–, el hijo del abogado, ¿y tú quién eres?» «Bueno –dijo el hombre–, yo soy también Hans, me llamo Hans Schlag, soy un cazador de Baden y mi lugar de origen es Kossgarten, a orillas del Neckar. Viejas historias.»
El mal entendimiento que existió siempre entre Hans y su padre estalló de un modo tan manifiesto después de la muerte de la madre que Hans dejó el negocio del padre, se fue al extranjero, aceptó al punto, como un autómata, un pequeño empleo que le salió allí casualmente y evitó tan bien todo contacto con el padre –ya fuese por carta o a través de conocidos comunes– que se enteró de la muerte de éste, ocurrida dos años después de su marcha a consecuencia de un ataque cardíaco, por la carta del abogado que lo nombraba ejecutor testamentario. Hans había sido declarado único heredero, pero la herencia tenía tantos gravámenes, entre deudas y legados, que, como él echó de ver enseguida con un cálculo superficial, apenas le quedaba otra cosa que la casa paterna. No era mucho: un viejo y sencillo edificio de un solo piso, pero Hans le tenía mucho apego a aquella casa; tampoco había nada que le retuviese allí en el extranjero después de la muerte de su padre, mientras que por otra parte las gestiones relativas a la herencia reclamaban urgentemente su presencia, por lo que se liberó al punto de sus obligaciones, lo que no fue difícil, y emprendió el viaje de regreso.
