Cuando la sangre se parece al fuego - Manuel Cofiño - E-Book

Cuando la sangre se parece al fuego E-Book

Manuel Cofiño

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Beschreibung

Cuando la sangre se parece al fuego marca una nueva etapa en la literatura cubana, Manuel Cofiño ha bajado al pueblo y recogido de su viva voz, el palpitar de su vida, sus ansias, sus vivencias todas, con ello, va al rescate del hombre marginal, incorporándolo a la Revolución. Sus personajes, viven, mueren, actúan, con tan impresionante realismo que pueden reconocerse en las calles.

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Seitenzahl: 328

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Edición y corrección: Mayra Fernández Perón

Diseño y composición digital: Marian Garrido Cordoví

Epub Base 2.0

Primera edición: Ediciones UNIÓN, 1975

Segunda edición: Editorial Arte y Literatura, 1977

Tercera edición: Editorial Letras Cubanas, 1979

Cuarta edición: febrero de 2002

© Herederos de Manuel Cofiño, 2024

© Editorial JOSÉ MARTÍ, 2024

ISBN 9789590908811

INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO

Editorial JOSÉ MARTÍ

Publicaciones en Lenguas Extranjeras

Calzada No. 259 e/ J e I, Vedado

La Habana, Cuba E-mail: direccionejm@cubarte.cult.cu

Índice
Portada
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Toda mitología somete, domina, moldea las fuerzas de la naturaleza en la imaginación; y desaparece por lo tanto cuando esas fuerzas resultan realmente dominadas.

Carlos Marx

Solo es fuerte aquello por lo cual se vierte sangre… y esta, esta precisamente es la ley de la sangre sobre la tierra.

Fiodor Dostoievski

El pasado y el presente se marchitan. Yo los he llenado y los he marchitado y sigo llenando mi redil de futuro.

Walt Whitman

Limpio fuego

el que yace en su charco de coral

resumen de otros hombres,

en quienes va, disperso y numeroso,

a futuros combates

y es pasado que sigue transcurriendo.

Roberto Díaz

El autor expresa su profundo agradecimiento al compañero Víctor Oceguera, del Instituto de Etnología y Folklore de la Academia de Ciencias de Cuba; a los compañeros del Ministerio de Justicia y a los numerosos informantes del pueblo de Regla, quienes me hicieron partícipe de sus recuerdos y me ayudaron a recrear esta historia.

A Cira

Vivió en un mundo de dioses. Rodeado de miseria, sangre y sueños. En el parpadeo del peligro. En el cambio de un tiempo por otro. Vivió en un mundo de santos, reyes y guerreros, glotones y bailarines, lujuriosos y castos, buenos y malos. Preguntaba agitando sus brazos: ¿qué somos?, ¿a dónde vamos? Ahora sabe que es hombre, que no está prohibida la existencia y que no hay que pedir permiso. Habla de la alegría de vivir y de lo terrenal de los caminos. Ahora es otro. Pero vivió rodeado de dioses y miserias.

Siempre, cuando pasa, mira, se acuerda, y sigue de largo. Pero hoy, cuando ve a los hombres despachar los camiones, se detiene, pregunta, habla, indaga, confirma lo que ha pensado, se le humedecen levemente los ojos, queda indeciso unos momentos, pero no puede contenerse, mete un cigarro entre sus labios y, disimulando su emoción, arrimándose a la pared, sintiendo el olor, entra por el pasillo que desemboca en el patio. Se detiene en seco. El patio está vacío, desolado. Sus ojos se encuentran al regreso de una enorme distancia. Pasea la mirada por las paredes despellejadas y agrietadas. Helechos enanos creciendo entre las grietas, brotando de los rincones. Postigos tapiados. Vigas que apuntalan. Tablas podridas, ennegrecidas. Tablas recién pintadas. Puertas abiertas, cerradas, entreabiertas. Y esa escalera de caracol que se inclina tanto que parece va a derrumbarse de un momento a otro.

Tú descalzo en el primer peldaño de esa escalera. Tere con sus trenzas y sus ojos de alucinada en el segundo peldaño de esa escalera. Tú con un papalote en el tercer peldaño de esa escalera. Tú y Aimé en el cuarto peldaño de esa escalera. Tú, otro y no el que eres, en el quinto peldaño de esa escalera. Tú, otro y no el que eres, en cada peldaño de esa escalera que parece va a derrumbarse de un momento a otro.

Sientes el tiempo, el cambio. La voltereta de un mundo y de tu vida. Lo viejo que muere y lo nuevo que ha nacido en ti. La vida puede cambiar pero no los recuerdos. Y vas de un recuerdo a otro, de una edad a otra. Apartas la vista. Te pasas la mano por la cara y tus ojos se agrandan queriendo olvidar o recordar.

Tu mirada vuelve a recorrer las puertas, las ventanas… Candita con sus sinsontes y sus canarios, entretejiendo el berro en los alambres de las jaulas. Ángel apretando el fusil, diciendo: «Las cosas no serán como han sido. Todo cambiará». Cloti detrás de esa ventana, desnuda y untada de manteca de corojo, su piel brillando al resplandor de las dos velas, y las paredes cubiertas con las sábanas. Paula, su andar ligero y sus palanquetas de ajonjolí. Rosendo el billetero, su cara afilada como un cuchillo, pregonando la suerte que no tenía, soñando lo que no vivió. Pancho y su mujer Mercedes, juntos, iguales, como nacidos el mismo día, a la misma hora, en el mismo minuto.

Zulema con su bata de felpa color zanahoria. Tu abuela antes de irse para Regla, buscando el monte, aunque el monte fuera un traspatio y un placer de manigua detrás de la cerca. Tere con sus ojos turbios, restregándose contra el tronco de la mata de naranja agria. Aimé, la que murió por tu sangre y por tu carne, ocupa el espacio de su puerta, y recuerdas su piel color tinaja, sus formas redondeadas, el sabor de su boca, aquellos senos duros que se apretaban contra ti, aquella chispa de ojo de agua que jugaba en sus pupilas oscuras. Miras el piso y surgen los dibujos. La canasta con flores. El perrito con botones en la barriga. El pájaro con aquel redondel en el pecho. Levantas la vista, y esa ventana, y Cloti, y las sábanas ya no cubren la pared. El cuarto tapizado con postales, su perfume, y al lado de la cama un empapelado desteñido, ahumado y grasiento donde una pantera mordía una adelfa. Y detrás de esa puerta pintada de verde, pero que estuvo pintada de carmelita, de ese carmelita que se asoma en los lugares descascarados, ahí, ella, tú y él. Ahí ella, muerta entre los muertos, pero viva, mirándote, leyendo los anuncios de los clasificados. El rostro brilloso de tu madre, su cabello ceniciento, la mirada cansada, triste, desesperada. Llegaste con el fusil y la alegría de lo estrenado y la cara marcada, esperando el abrazo de otra alegría, pero solo encontraste su rostro serio. Nunca sonrió. Ella, resumen de todo. Ella, muerta entre los muertos, pero viva, y como todos, ni muertos ni olvidados. Y otros rostros y gestos se superponen.

Pedazos de tiempo, momentos ajenos al eterno pensar. Asombros de tu infancia que se mezclan con traiciones y olvidos en las repetidas muertes de tu vida. Todo confundido, superpuesto, formando una imagen, reunión confusa, borrosa, ahora te parece imposible. Roli besando la mecha blanca y terracota de aquellos petardos. Julia entregándote el ácido sulfúrico para las bombas de clorato. Y las imágenes prendidas en tu mente. Las imágenes vivas que viven en tu mente. Las imágenes vivas de un mundo que está muriendo, que ves morir lentamente, que acaba de morir, aquí para siempre.

Contemplas las paredes con hierbas en sus heridas, los postigos silenciosos y cegados, la escalera clausurada. Todo va siendo como fue, adquiere el color de aquellos tiempos. Como si surgiera la vida sobre la pátina misteriosa que impregna los lugares abandonados.

Y de repente risas, llantos, gritos, chancleteo, alboroto de voces, pasos apresurados, rumores de plancha y almidón, un perfume, escándalo de baldes, meneo de escobas, ropas multicolores agitadas por el viento. Gente, rostros, momentos que rescatas del olvido, imágenes que nacen al recuerdo, que una vez fueron, que sucedieron o debieron suceder, porque las recuerdas, como la recuerdas ahora a ella, y a Aimé, y a Tere, y a tu abuela que se fue para Regla buscando el monte, aunque el monte fuera un traspatio y la manigua detrás de la cerca del traspatio. Y la recuerdas sacándote de aquí, paseando con sus pasos tardos por las calles de Regla.

Miras. Recuerdas. Atraviesas el patio. Escenas nítidas, borrosas, se aclaran y disuelven, surgen y desaparecen. Te detienes al lado de los lavaderos, y sobre el cemento muy pulido por innumerables pisadas, de nuevo ante tus ojos se derrama la sangre de tu padre: el endure Cristino. Lo ves entrar ya tambaleándose, con el manchón rojo creciendo en la camisa, queriendo decir algo que no dijo, que no tuvo tiempo de decir. Escuchas el alarido de ella, los gritos de las mujeres, los portazos, los murmullos. Sientes que te agarran por el brazo, sientes sobre tu espalda, sobre tu hombro, aquella mano desconocida pero no olvidada, y luego esa mano deslizándose por tu cabeza, por tu pelo, en un gesto rápido, tembloroso y ahora revelador, sorpresivamente revelador.

No habla, porque la verdad es muda y él tiene la verdad. Todo estaba en suspenso, inmóvil. Vacía la extensión del mundo en la silenciosa oscuridad de la noche. Entonces él, con un rayo de sol, preñó la fría piedra de la tierra y surgieron los verdes y las aguas, los tigres y las serpientes, los pájaros y las mariposas, los cangrejos y los venados, las plumas y la arena, el calor y la alegría. Padre de todos y de todo. Ve, penetra, ilumina, vitaliza, mata, purifica, crea y destruye. Es ley eterna más allá del último horizonte. Cerca de su corazón no hay ruido. Su presencia es eterna. Hizo la ley y tiene la ley. De él nace todo y todo vuelve a él. Creó el mundo y repartió los poderes. Estableció el orden de las cosas, las piedras, las claridades y tinieblas. Está por encima de dioses y santos menores. Es el sol, el ojo que está en el cielo para alumbrar y verlo todo, y por la noche se reparte en cada estrella. Siempre está lejano y mirando. Es todo el cielo y al mismo tiempo el cielo en medio de las alas. Ve lo que fue, es y será. El infinito es una flor para sus manos. Su mujer es la tierra y con ella se acuesta en el espacio al llegar el minuto horizontal. Tiene tres dioses más que son él mismo y viven dentro de él. Su mujer también vive dentro de él y posee los dieciséis rayos del sol. Habita en todas partes y no está en ninguna. No interviene en los asuntos de sus hijos; eso lo deja a sus intermediarios. Tiene una casa que se llama La Punta de La Loma. Allí está alejado de las cosas de la tierra, retirado, viéndolo todo, cansado de haber construido el mundo. Hablar con él es hablar con los espacios.

Me llamo Cristino Mora Argudín y nací en el solar La Margarita, en la esquina que forman las calles San Bernardino y Flores, en el barrio de Santos Suárez, en la ciudad de La Habana. Mi padre se llamaba Cristino Mora y mi madre Celia Argudín. Me costó trabajo nacer. Abuela contaba que mamá empezó con los dolores a medianoche, pero la luna acababa de llenarse y se oponía con su resplandor, por lo que mi nacimiento no se produjo hasta el mediodía. Nací medio muerto, y solo a costa de grandes trabajos pudieron salvarme. Abuela me salvó con mi ombligo. Ella decía que el ombligo es una parte sagrada, la raíz donde está el secreto de la vida. Lo cocinó y me lo daba a chupar en pedacitos. Después, para que no pudieran hacerme daño, enterró lo que quedaba al pie de un árbol.

Mi padre era del barrio de Atarés en La Habana, y mamá de Jatibonico, en Camagüey. Papá, cuando se casó con mamá, ya tenía hijos con otras mujeres. Algunos de esos medios hermanos los conocí; a otros no he llegado a conocerlos. Nosotros fuimos dos, una hembra y un varón. Yo el mayor. Mi hermana se llamaba Teresa y era clara, casi blanca, con un pelo muy bueno. Mamá le hacía trenzas y le ponía unos lazos amarillos que parecían mariposas gigantes. Se volvió loca a los dieciocho años. Nadie sabe el motivo. Tengo mis sospechas. Fue una locura extraña. Dije que mi hermana se llamaba porque estar loco es como estar un poco muerto, vivir en otro mundo. No sé, pero ella vive para siempre en ese mundo.

Papá era alto, fuerte, cuadrado de hombros. Tenía en los brazos unas venas gordas. Fue amigo de Aracelio Iglesias y trabajaba de cargador en el Mercado Único. Antes se ganaba la vida como estibador en los muelles, pero allí tuvo problemas. Siempre batallador y raro. Tenía el valor de la vida.

Vivíamos en un cuarto ni grande ni pequeño, con una ventana y una puerta que daban al patio de la cuartería. Lo más bonito era el altar, en una esquina, forrado de papel de plomo. Los ojos de la Caridad parecían llorar a la luz de las velas. Había cocos y piedras y caracoles, y muñecos de trapo, y en una bandejita, remos, un timón de barco, manillas, un barquito, llaves: todo chiquito y de plata. Nada se podía tocar. A los santos nunca les faltó comida. Primero la comida de ellos y después la de nosotros; vivir bien o mal dependía de ellos. A veces miraba la manzana ofrecida a Santa Bárbara y sentía deseos de morderla, pero nunca me atreví. Era bueno que no faltaran velas, porque Teresita y yo le teníamos miedo a la oscuridad. Teníamos tanto miedo que de noche todo se nos convertía en fantasmas. Entrábamos en el cuarto con el temor de encontrar algún dios. A Teresita, cuando dormía, la pellizcaban y le hacían correr escalofríos por la espalda. Abuela decía que era de carne miedosa. Pensábamos que ese dios de la abuela se nos iba a aparecer para pedirnos candela o chiflarnos al oído.

Papá quería mucho a abuela. Le decía «la pura». Para él la única mujer sagrada de verdad era la madre. Mi padre siempre fue seco, sobre todo con mamá, pero con nosotros era distinto. Quiso mucho a Teresita, le decía Tere, y había entre ellos una callada simpatía. A mí me llevaba recio. Su carácter era duro, de pocas palabras.

Mamá lavaba y planchaba para la calle y hacía rodillos para los cargadores del mercado. Tenía una amiga, Paula, que cocinaba en la casa de los dueños de la fábrica de zapatos Goliath. Donde trabajaba Paula quedaba cerca, en la esquina de Correa y San Benigno, y parecía un castillo. Todavía existe y cada vez que paso por allí me acuerdo de ella. Vivía en Las Yaguas. Algunos domingos yo iba para su casa. Me regalaba papalotes y pitos hechos con tallos huecos de calabazas. Los vendía y así ganaba un dinerito extra. En Las Yaguas yo hacía lo que me daba la gana, sobre todo empinar papalotes en la loma del Burro. Cuando Paula nos visitaba, le pedía me llevara para su casa, pero mamá se ponía a conversar con ella horas y horas, y a veces lloraba.

Cuando mamá se ponía así abuela salía del cuarto y se sentaba en el patio sobre un cajón pintado de azul. Pasaba horas con la cabeza sobre el pecho, cantando o gimiendo una tonada monótona, improvisada, dirigida a sí misma. Repetía y repetía llevando un ritmo raro hasta que algo distraía su atención. Nunca supe si lloraba o cantaba, porque sus gemidos eran tan rítmicos como sus cantos. Un día le dijo a papá que se iba. Él trató de convencerla, pero abuela señaló con su bastón el bulto que ya tenía hecho y le dijo: «Ayúdame a llevarlo». Se mudó para Regla. Y cambió. Fue como si a una planta marchita le echaran agua y reviviera. Abuela olía a campo y sus batas almidonadas crujían como yerba seca.

Me iba a buscar al solar, con su bastón de palo bronco. Íbamos a los mercados y a las florerías. Conocía a todos los yerberos y floreros de La Habana. En los portales de los mercados temía que resbalara, pero cuando intentaba ayudarla, me decía: «Déjame sola y no vayas de prisa. Este palo me conduce y defiende». Guiñaba el ojo izquierdo al hablar o cuando alguien le hablaba. Era un gesto angustioso, como si le doliera oír o hablar. Tenía la piel llena de arruguitas finas; parecían dibujadas a punta de aguja.

Paseábamos por las calles. Era incómodo acompañarla, porque caminaba muy despacio; quería entrar en todas las iglesias y hablar con los árboles que encontrábamos en el camino. Se detenía largos ratos a la sombra de los laureles; creía que era una forma de ganar vida. «Tinito, el framboyán tiene candela dentro del tronco y el fuego lo revienta y se le sale por las flores. Ese árbol tiene música. La música del viento entra por los oídos, la del framboyán entra por los ojos». Le gustaban las sombras de los tamarindos porque parecían de encaje. Y cuando sobre la acera caía la de una ceiba, nos parábamos, le pedía permiso para pisarla y a veces se quedaba mirándola y moviendo los labios.

Andar con abuela era desesperante, las cuadras parecían interminables. Era de mucha cachaza, no se apuraba por nada. «De la prisa no se saca más que el cansancio». «El venado y la jicotea no pueden caminar juntos». Me gustaba ir a Regla porque había que coger la lanchita para atravesar la bahía, y era todo un paseo. Nunca olvidaré las gaviotas volando alrededor de los guadaños. Las manchas de petróleo sobre el agua. Mi abuela santiguándose cuando flotaba algo, y siempre flotaba algo. Las caras de los marinos mirándonos desde los barcos. El olor de la bahía. Llegábamos al muelle y me desesperaba por subir a la lancha, pero ella se quedaba mirando los dibujos de espuma que el agua tejía y destejía al ritmo de la resaca. «Así se hacen y deshacen las cosas en la vida, porque así ella lo quiere desde el fondo del mar», decía y se tocaba el vientre.

Caminábamos por aquellas aceras de Regla que parecían abrirse milagrosamente, de trecho en trecho, para que aflorara de entre el cemento un puñadito de yerba. «Primero no se agrieta la acera y después nace la yerba, es la yerba con su fuerza la que rompe el cemento». La miraba incrédulo. «Sí, Tinito, hay cosas que parece que no, pero son. Las yerbas tienen mucha fuerza». Y empezaba a hablarme del dios de sus matas y yerbas.

Abuela vivía cerquita del cementerio, en el barrio La Colonia, en una casucha destartalada, con piso de tierra. Tenía un loro, una jicotea, un majá dentro de una tinaja pintada de azul, cocos pintados de ese mismo color, y una pata blanca con una cinta también azul. Quería mucho a ese animal. Los huevos de aquella pata se los pagaban bien, ella decía que curaban la anemia y fortalecían los pulmones. El aire dentro de la casa parecía verdoso. Sorprendía la vegetación alrededor de la casucha. Las enredaderas se aferraban a las paredes. Las tablas podridas estaban reventadas por el empuje de las matas. Y yo pensaba que el dios de mi abuela debía oír por su oreja chiquita el crecer de las yerbas. La casa estaba rodeada de árboles y una sombra tupida la cubría.

Cuando la crisis de octubre yo estuve atrincherado con Cristino Mora entre Santa Fe y Baracoa. Allí, mientras esperábamos en el diente de perro con la vista clavada en el horizonte, me habló de su primera mujer, y después de Gloria y de los hijos que tienen. Me enseñó las fotografías que llevaba en los bolsillos. Gloria es blanca. Cheo, uno del batallón, que lo conoce de hace tiempo, dice que la abuela de Cristino era una santera famosa de Regla, y que Cristino fue ñáñigo, pero peleó duro en la clandestinidad y que esas dos cicatrices que tiene en la cara se las hizo Orlando Piedra, el que era jefe del Buró de Investigaciones. Él no habla de eso. Ni yo se lo he preguntado. Cristino es de pocas palabras, pero valiente y buen compañero.

La luz, menos cruda que hace un instante, pero aún muy viva, cae sobre el patio. Todo está quieto, silencioso. Una quietud extraña, una especie de satisfecha desesperación sale de los rincones, surge de la tibieza un poco húmeda del aire.

Pasa la mano por el cemento de los lavaderos. Levanta la mirada. Es, puede ser el mismo cielo. Un aire tibio recorre el patio. Es, puede ser el mismo aire de aquella cálida y luminosa mañana de julio sacudiendo las hojas de la mata de naranja agria. Imágenes se intercalan con imágenes, se agolpan, se encadenan, y surge Aimé en esa ventana. Sonriente, con esa sonrisa que tienen en el recuerdo los seres queridos y perdidos, con esa candorosa expresión de entrega. Su pelo renegrido contra la piel tinaja de sus hombros. Sus ojos húmedos, tranquilos, su boca grande, con ese aire tímido y feroz a la vez, como si reclamara la vida que perdió. La miras larga y seriamente, como quien asiste a un acto ansiado, pero que en el momento de producirse también es oscuramente temido. Sus ojos se llenan de lágrimas, se estremece de fiebre, temblorosa y joven para siempre.

Quedas envuelto en el silencio, en el murmullo que trae el aire. Y dentro un frío súbito, un desgarramiento, y ella que vibra, se despedaza en el recuerdo, cuando el ruido irrumpe rajando el silencio y la trepidación repercute desde el pasillo de la entrada hasta el final del patio. Vibra el piso de cemento, las vigas de madera, las hojas de las ventanas abiertas de par en par, las ventanas cerradas; tiemblan las puertas, los tabiques de las habitaciones, se estremecen las paredes. Las hojas de esa ventana giran sobre sus goznes, se cierran lentamente, solo distan ya entre sí unos centímetros, quedan indecisas, oscilan, parece van a abrirse de nuevo, pero se juntan y encajan una en otra. Con la mano izquierda intentas llevarte a los labios el cigarro, pero tus dedos tiemblan, no por las vibraciones, sino porque has visto cerrarse esa ventana igual que aquella tarde. Apartas la vista y la diriges a esa puerta pintada de verde, pero que una vez estuvo pintada de carmelita, de ese carmelita que se asoma en los lugares descascarados y que ahora se hacen más grandes, como si tus ojos tumbaran el verde.

Por la calle, el camión se aleja. El ruido decrece, pero con la vibración, a la puerta se le han desprendido pedazos de esa costra verde y han crecido los manchones carmelitas. Con pasos lentos te acercas. Te detienes. Avanzas mirando los descascaros. Sientes una opresión en la garganta y la sensación de su presencia. Tres pasos. Titubeas. De nuevo avanzas hasta quedar con la mirada fija en los manchones carmelitas, en las dos argollas sin candado. Adelantas la mano para empujar la puerta, pero no te atreves, y te alejas mirándolo todo, repasando con tu vista cada ventana, cada rincón, cada puerta, cada metro de pared. Ahora otra vez el silencio, el aire tibio y húmedo agitando las hojas. Todo está tranquilo, desierto, pero esta apariencia puede ser engañosa. Estás llegando al cantero cuando sientes ruido a tus espaldas y, rápidamente, vuelves la cara.

Yemayá apesta a belleza como el mar. Suyas son las gaviotas. Reina en la eternidad azul con cintas de espuma. Gobierna los misterios de las aguas saladas. Negra de caderas amplias y un vientre que parió dieciséis dioses. Como toda mujer de ovarios grandes, está sujeta a cambios de carácter. Puede ser tímida y vergonzosa cuando va al mercado a comprar su malanga y su verbena, o como un mar revuelto, tempestuoso, cuando quiere que el macho le haga un hijo. Puede ser suave y acariciante como olas que mueren tranquilas en la orilla. Y hasta la señorita que se sienta en la arena, como dejada por el mar bajo la luna, para que alguien se la encuentre con azahares de sal entre las olas. Pero casi siempre es orgullosa y altanera, mira fuerte y solo escucha de espalda o de soslayo, y hasta es un poco altiva, varonil y arrebatada cuando tiene serpiente o come carnero. Pero también puede ser la gran madre reina azul, majestuosa y ondulante, que lo ve todo y lo sabe todo, y hace y deshace las cosas desde el fondo del mar, donde vive encadenada por el dios de la blancura que se parece a San Manuel. Habita en las piedras del mar y en los caracoles, pero donde mejor se siente es dentro de una tinaja pintada de azul, moviéndose suave y ondulante como un majá, imitando el movimiento del mar. Habla por los cocos y los caracoles, y en los rugidos del agua contra los arrecifes y en los acantilados. Es dueña del mar. Son siete en una, y la que vive en el fondo es la más fuerte y le gusta un azul más oscuro que a las demás. Es el mar mismo y como es tan grande no entra en cabeza de nadie, porque el mar no cabe en ninguna cabeza. Pero las otras seis entran en las cabezas de sus hijos y les gusta el pato, el majá, el carnero y el gallo plumiazul. Su vientre siempre quiere tener un hijo adentro. Y se le llama agitando una maraca pintada de azul que se parece al mar.

Aprendí a leer rápido. Teresita fue más lenta, se distraía mucho, a veces se quedaba con los ojos fijos, la mirada ida, sin pestañear, mirando no sé qué cosas. Íbamos a la escuela de las hermanas Martínez, en la calle Marqués de la Torre, entre San Nicolás y Luyanó. Mi maestra se llamaba Delia. Me enamoré de ella. No hubiera soportado un regaño. Allí estudié hasta quinto grado. Teresita se quedó en segundo. A la escuelita de las Martínez le decían la Cueva de los Monos. La primera vez que oí decir eso fue a un muchachito que vivía en La Curvita, al fondo de la clínica de Casuso. Nos entramos a golpes, pero se me tuvo que bajar la furia porque todos los blanquitos le decían así.

Hace poco pasé por el lugar. Vi a Pepilla y a Chiquitica. A la casa se le derrumbó el frente o lo tumbaron; quedan solo los cuartos del fondo. No se han casado; quien se casó fue Delia, con un empleado del cine Atlas. Donde estaba la sala ahora hay muchas matas de marpacífico, y entre ellas se ven adoquines de madera incrustados en el cemento. Un domingo Paula llegó asustada. Le habían dado candela al barrio de Las Yaguas. No se quemó todo porque los vecinos anduvieron rápido y se pusieron a tirar agua a los techos. Las autoridades no hicieron nada. «Sacarnos. Acabar con nosotros es lo que quieren». Por poco se le incendia la casa. El candelazo lo dieron por Cortés, y un hombre que vivía allí murió achicharrado. Paula dijo que sus restos cabían en una caja de zapatos. Estaba muy nerviosa. Se quedó en el cuarto. Durmió en el piso.

A los pocos meses fue lo del ciclón. Papá oyó los primeros partes y se preocupó por abuela. Fue a Regla, y vino más preocupado aún. Ella decidió quedarse en su casucha. Yo sabía que no iba a regresar. No le gustaba ni pisar ceniza, ni desandar lo andado. «Volver a un lugar de donde uno se ha ido corta la suerte». Cuando paseábamos y alguien la llamaba, abuela se hacía la sorda.

Los partes eran cada vez más alarmantes. Los de los altos se refugiaron en albergues de la Cruz Roja. Nosotros nos quedamos. Papá decía que aquello resistía. El claveteo de puertas y ventanas duró toda la noche. Paula dijo: «Ahora sí Las Yaguas desaparece». No dormimos.

Por la madrugada el viento rugía hasta erizar los pelos. Arrancó las ventanas de los cuartos altos y se llevó los costados. Parecía que aquello no iba a resistir. Papá, muy serio, no quería que le hablaran. Clavaba y volvía a clavar en la mesa su cuchillo de placero. Teresita se mordía las puntas de las trenzas. Paula nos contaba de una diosa valiente que les tenía miedo a las lagartijas. Su amante subía a las palmas vestido de rojo para comunicarse por señas con otras mujeres. La diosa se dio cuenta y también subió a la palma. Pero el amante era dios, rey y guerrero, y al ver que lo vigilaba llenó la palma de lagartijas, y cuando la diosa comenzó a trepar, miles de lagartijas aparecieron por el tronco en todas direcciones y ella, azorada y por matarlas, quemó la palma con una centella. Por eso a las palmas, desde entonces, les caen tantos rayos. Paula decía que por eso también, cuando el tiempo se descompone y se oyen truenos a lo lejos, las lagartijas levantan al cielo una manita pidiendo perdón. Y a las doce del día, en punto, bajan de las palmas a besar la tierra, hacen una cruz con la boca y con el rabo y enseguida vuelven a subir. Había que ver los gestos de Paula. Uno reía y se asustaba.

Pasó el ciclón. Papá quiso ir a Regla; todo estaba inundado. Fuimos a pie hasta el Mercado. Íbamos descalzos, con los pantalones remangados más arriba de las rodillas. Había árboles arrancados de raíz. La calle Cristina parecía una laguna de chocolate. Al Mercado le faltaban las planchas de cinc. Las tarimas de los portales desaparecieron. Un bote de goma de la Cruz Roja navegaba por la calle como si estuviera en alta mar. Sobre el agua flotaban frutas, viandas, verduras, zapatos y muchas cosas. Vi una muñeca, y casi a nado la agarré. Cuando llegamos al cuarto se la regalé a Teresita. Se puso muy contenta. Papá fue para Regla. Le contó a Paula y a los demás cómo había cosas flotando en la inundación del Mercado. Todos fuimos corriendo para allá, pero cuando llegamos no quedaba nada.

Papá regresó impresionado. Decía que era un milagro. Todo el mundo así lo creía, porque en La Colonia las casas habían caído y la de la abuela era la única en pie. «Nada más un pedazo de techo, y todas las demás tumbadas. Es un milagro», y les ofreció a los santos una frutabomba grandísima. Yo pensaba que la casa de abuela no se la llevó el ciclón porque como estaba tan rodeada de matas y árboles, estos la apuntalaban.

A los pocos días Paula empezó a levantar su nueva casa con latones y yaguas. No la hizo en el mismo lugar donde estaba, sino a la entrada del barrio. Rabiaba con lo que sucedía. Después del ciclón todos se volvieron ambiciosos. Rufino, el alcalde, mangoneaba a base de dinero. Los víveres enviados como ayuda había que pagarlos. Estaba indignada con la campaña para los damnificados.

Al Osaín, el güiro con plumas que abuela tenía colgado en el traspatio, el viento del ciclón se lo llevó y fue a parar a las ramas de una ceiba, como a cien metros, cerquita de la tenería, casi debajo del puente de Los Ahorcados. La ceiba fue más sagrada desde ese día. El hecho de que la casa no se la llevara el ciclón, aumentó la fama y el prestigio de mi abuela, no solo en La Colonia, sino en toda Regla, y hasta en La Habana y Guanabacoa, porque desde esos lugares iba gente a ver el Osaín enganchado en la rama de la ceiba.

No nació. Apareció saliendo de la tierra. No tiene hermanos. Igual que la hierba es hijo de nadie. Es un dios cojo, tuerto y manco. Solo tiene un pie, el derecho; un brazo, el izquierdo; y un ojo; y tiene una oreja muy grande por la que no oye, y otra muy chiquita por la que oye mucho. Oye tan bien por esa oreja que escucha el rumor de la tierra cuando gira, el andar de las hormigas, el correr de la sangre por la carne, el temblor verde de la pupila del reptil, el vuelo lejano de los tomeguines, el murmullo de los pensamientos, el subir de los jugos por los gajos y bejucos, y hasta la música que hacen las flores al abrirse, y que nadie oye. Camina a saltos o rengueando, pero también corre ligero sobre un solo pie, apoyándose en un bastón de raíces entretejidas. Huele a savia. Su piel tiene el color del cuerno del venado, y dentro siente palpitar, duro y amargo, el corazón. Se parece a San Silvestre. Tiene la boca torcida, la cabeza grande como un melón, y habla fañoso a través del güiro y la calabaza. Sus arterias atraviesan las plantas de sus pies, se hunden en la tierra y se entretejen con las raíces de los árboles. La brisa le lame los costados y le agita la cabellera donde viven los grillos y los pájaros, los cocuyos y las flores, las abejas y las mariposas. No tiene mujer ni la desea, pero es amigo del dios rojo que se acuesta con todas las mujeres y le dio hierbas para que las matara de gusto; desde entonces ellos dos son los dueños de los tambores. Osaín, el amo de los palos y bejucos, de las flores y matas, de los árboles y hojas, de sus amores y poderes. Es el monte mismo, y por eso es tan grande que no cabe en la cabeza de nadie. Vive en todo lo verde que crece sobre la hierba, pero también habita en güiro marcado con una cruz dibujada con yeso y adornado con plumas de todos los pájaros, sobre todo de gavilán. Hay que colgarlo en alto. Nada más pueden tenerlo los hombres y las mujeres secas, a las que la luna ya no les saca sangre entre las piernas. Es malo acercársele mucho, y peor pasarle por debajo. Su aliento es el olor ácido de la hojarasca humedecida. Es el monte mismo, y el monte es como un templo. Hay que alimentarlo con sangre de gallo negro, sin que vea las plumas. Tratarlo con respeto, y si no se le saluda y se le paga con cobre o con maíz, se pone bravo. Es el dueño de todos los colores porque de él salen mariposas, pájaros y flores. Con sus hierbas nos da todo lo que hace falta; puede ofrecer por ellas la vida o la muerte, porque la tierra exprime para él los jugos secretos de su entraña. Se aparece a media noche pidiendo candela para su tabaco. Chifla y le gustan las mariposas amarillas, porque ellas son los sueños del monte. Amanece húmedo de rocío. Las ramas y las hojas lo acarician y abrazan. A su paso crecen todas las hierbas y en su piel, como en la corteza de los árboles, se confunden las épocas y se mezclan los tatuajes de todas las primaveras.

No solo es el ruido a sus espaldas, sino la sensación de que alguien lo observa. Ve un movimiento en el pasillo. Cruje una puerta. Escucha pasos, pero no ve a nadie. El aire arrastra hojas por el piso, y solo se oye su murmullo. Vuelve el silencio, el vacío que llena el lugar. Vieja pared tumefacta y ulcerada, enferma de lo que desbarata, de lo que desmorona. Lepra del ladrillo y del cemento. Esa pared, construida para resistir el roce del tiempo, volverá a ser lo que fue: polvo y piedra. Llevándose en una extraña forma del recuerdo la huella invisible de los cuerpos que la rozaron, los dedos que la tocaron, y las sombras que pasaron sobre ella. Apoya la mano en la vieja pared, y esa pared y esa mano forman el equilibrio entre lo deleznable y lo duradero, entre la apresurada fuga de los instantes y el seguro desaparecer de lo que no puede resistir. Entre esa mano y esa pared está sujeta la historia. En esa pared las sombras han trazado caminos entrecruzados en el tiempo, dejando sobre la lenta y fría decadencia del cemento la huella ardiente de la vida. Como si la pared quemara, retira la mano y avanza hacia el fondo del patio. El aire es más fresco y una leve brisa aplasta la camisa contra su piel. Llega junto a la cerca de tablas donde trinaba el sinsonte. Y del otro lado de la cerca el bloque de nuevas viviendas que desaparece eliminado por tus recuerdos. Y surge el yermo, las campanillas en la cerca de alambre torcido, el placer rodeado de vallas; allí jugabas a la quimbumbia, al taco, a la pelota y registrabas la basura buscando botellas para cambiar por globos. Y entre las campanillas que crecían sobre los hierbajos, ves acercarse a Teresita, corriendo asustada, gritando, con los ojos desorbitados. Y por un momento tienes ante ti su cara, su rostro serio, casi trágico, alimentado por una seca desesperación, por una tensa y casi eléctrica sorpresa. Y ahí empezaron tus sospechas, ¿por qué?, ¿fue ahí o después? Te vuelves para espantar la horrible imagen. Barres con la vista el solar vacío, abandonado, muerto, tan muerto como puede quedar una casa cuando se han marchado para siempre los que la habitaron, sufrieron y amaron en ella.

Miras las paredes, las puertas, las ventanas, los aleros, la mata de naranja agria, la escalera, y te das cuenta de que no son los objetos, sino los seres que vivieron, con sus amores y sus odios, sus luchas y sus esperanzas, sus conversaciones y sus llantos, los que impregnan los lugares de ese algo inmaterial pero profundo, que se siente y se respira, y que ahora parece flotar en la soledad, en el vacío, en la tibieza un poco húmeda del aire.

Abuela hizo un amuleto con verbena y el corazón de una golondrina. Dijo me serviría para todo, y que tenía que empezar a trabajar. Me consiguió un empleo en La Aralia. Aquel olor a flores amontonadas nunca lo he olvidado. El primer trabajo lo marca a uno para siempre. En la florería me hice hombre, me encontré con la vida, o mejor, me la restregaron por la cara.

Tenía que limpiar, cambiar el agua de las flores, hacer mandados y ayudar en el taller. Las mesas estaban repletas de flores formando montañas de colores. Lo primero que me enseñaron a empatar fueron alamandas. Había que hacer una pucha y amarrarla con alambre a un palito para clavarla en las coronas y los cojines. Es muy blanda y cuando las amarraba se partían. Al principio me costó trabajo, pero a la semana no solo las empataba bien, sino cualquier clase de flores.

Allí trabajaban Roberto, Tomás y Arcadio. Arcadio era un viejo cascarrabias. Por las mañanas salía con su saco y sus tijeras a cortar hojas en los parques o repartos. Regresaba con el saco lleno y embarrado de una costra negra. Entonces se ponía a empatar hojas y no hablaba, solo se le oía maldecir cuando se hincaba con los alambres. Roberto hacía las coronas, los cojines y los sudarios; todos los trabajos para los muertos. Tomás, los buqués de novias, las jarras, los centros de mesa, los corsages y los adornos para bodas; todos los trabajos para los vivos. Vivían detrás del taller, al fondo, en una barbacoa.

Tomás era un mulatico de gestos raros, usaba manillas en el brazo, y a veces se ponía azucenas y extrañarrosas en las orejas, y una media de mujer en la cabeza, como un gorro. Siempre estaba hablando de cuando vivió en Venezuela.



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