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EL DEBUT NARRATIVO NÚMERO UNO EN SUECIA. UN FENÓMENO LITERARIO TRADUCIDO EN MÁS DE 30 PAÍSES. «Profundamente conmovedor.» Länstidningen Östersund «Una tierna y conmovedora historia sobre envejecer, la amistad y el amor entre el hombre y los animales.» BTJ «Un debut sensacional. Uno no puede más que aplaudir agradecido.» Kapprakt La lucha de un hombre anciano por hacer las paces con su vida. A Bo se le acaba el tiempo y, a la vez, tiempo es una de las pocas cosas de las que dispone. El cuerpo le falla, su mujer tuvo que ingresar en un centro para personas con demencia y su tranquila existencia solo se ve alterada cuando le visitan sus cuidadoras. Afortunadamente, todavía disfruta de la compañía de su amado perro Sixten. Cuando su hijo insiste en que el perro debe mudarse, la amenaza de perderlo despierta en el viejo Bo un torbellino de emociones que le hará recordar su vida, replantearse la relación con su hijo y la forma en que expresa su amor. Con su primera novela, Lisa Ridzén logra un texto sencillo, cálido y sentimental sobre la vejez y las diversas formas en que nos comunicamos con la gente a la que queremos.
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Seitenzahl: 312
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Cuando las grullas vuelven al sur
Lisa Ridzén
Traducción de Laura Osorio
Título original sueco: Tranorna flyger söderut.
© del texto: Lisa Ridzén, 2024.
Publicado gracias a un acuerdo con Salomonsson Agency.
© de la traducción: Laura Betzabe Osorio Olave, 2024.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: octubre de 2024.
ref: obdo387
isbn: 978-84-1132-859-3
aura digit • composición digital
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
Jueves, 18 de mayo
Sábado, 20 de mayo
Lunes, 22 de mayo
Pentecostés
Sábado, 10 de junio
Lunes, 19 de junio
Martes, 20 de junio
Sábado, 1 de julio
Miércoles, 12 de julio
Martes, 18 de julio
Sábado, 22 de julio
Domingo, 23 de julio
Miércoles, 2 de agosto
Jueves, 3 de agosto
Jueves, 17 de agosto
Martes, 22 de agosto
Martes, 29 de agosto
Miércoles, 6 de septiembre
Sábado, 16 de septiembre
Lunes, 25 de septiembre
Martes, 10 de octubre - viernes, 13 de octubre
Cubierta
Portada
Créditos
Dedicatoria
Índice
Comenzar a leer
Colofón
para cameron.
qué suerte tenernos el uno al otro.
Fantaseo con desheredarlo y dejarlo sin nada.
Él dice que es tanto por mi bien como por el de Sixten que quiere quitármelo. Que la gente mayor como yo no debería andar en el bosque y que los perros como él necesitan paseos más largos, no solo ir hasta la carretera y volver.
Miro a Sixten, que está tumbado junto a mí en el banco de la cocina. Abre la boca dando un gran bostezo para luego apoyar la cabeza en mi barriga. Meto mis dedos hinchados entre su pelo y niego con la cabeza. ¿Qué sabrá ese idiota? No va a salirse con la suya.
Ingrid suspira desde la mesa de la cocina.
—No te prometo nada, Bo, pero haré lo que pueda, porque no me parece correcto —dice, y continúa apuntando cosas en el diario de notas de la asistencia a domicilio.
Asiento y sonrío ligeramente. Si hay alguien que me puede ayudar con lo de Sixten, esa es Ingrid.
La leña crepita. Es difícil apartar la mirada de las llamas que bailan alrededor de los troncos de abedul. Mis pensamientos vuelan a la conversación que he tenido con Hans esta mañana y vuelvo a enfadarme. ¿Quién se cree que es nuestro hijo? No es asunto suyo decidir dónde va a vivir Sixten.
Cierro los ojos un momento, porque la ira me agota. Así, escuchando el trajín de Ingrid, voy respirando cada vez más hondo. El enfado se va aplacando.
En los coletazos de mi arrebato, siento de nuevo ese malestar que me corroe últimamente. Eso que me araña por dentro. Una sensación de que debería actuar de otra manera.
—Hay que ver cómo te comes el coco —me dijo Ture cuando intentaba explicárselo el otro día por teléfono.
Y ahora que estoy aquí echado con Sixten oyendo a Ingrid, pienso que seguramente tenga razón, porque tras el vacío que dejaste, Fredrika, he empezado a reflexionar sobre cosas que nunca me habían preocupado antes. Nunca he sido una persona insegura; al contrario, siempre supe lo que quería y pude discernir entre lo bueno y lo malo. Todavía puedo, pero he empezado a hacerme preguntas.
Me pregunto, por ejemplo, por qué las cosas fueron como fueron. Pienso en mi madre y en el viejo de una manera que no había hecho antes. Aunque más que nada pienso en Hans, no quiero que las cosas acaben entre nosotros como acabaron entre mi padre y yo.
Pero entonces vino con la cantinela de Sixten y es algo que me enfada tanto que no sé dónde meterme. ¿Cómo voy a arreglar las cosas entre nosotros si me lo quita?
—Yo lo puedo llevar a dar un paseo a la hora de comer —dice Ingrid cerrando decidida el diario de notas.
Sus pequeños ojos brillan de rabia. También tiene perro, y solo pensar que me puedan quitar a Sixten le indigna. Se pasa la mano por la corta cabellera gris y coge el pastillero. Controla que estén todas las pastillas; la del corazón y todas las demás.
—Gracias —digo sorbiendo el té.
Si hubiéramos tenido una hija me habría gustado que fuese Ingrid. Iba en la clase paralela a la de Hans y su abuelo trabajaba en el aserradero de Ranviken junto a mi viejo.
Me pregunto si no tiene frío. No la vi llegar con cazadora y solo lleva puesto el polar azul con el logo de la empresa en el pecho. Actualmente me asombro de estas cosas, de que la gente no sienta frío, cuando yo solía ir sin calcetines la mitad del año y me ponía pantalones cortos ya a principios de mayo. Ahora siempre tengo frío y enciendo la chimenea, aunque suba la temperatura fuera. Dicen que suele pasar, médicos y cuidadores, que es normal.
Tú también eres friolera, Fredrika. Siempre que vamos a visitarte veo que te han puesto una de tus viejas chaquetas.
Ingrid frunce el ceño. Parece estar mascullando algo sobre la unidosis. Ya llegará el día en que también ella tirite de frío como una oveja esquelética.
Comprueba el pastillero una vez más y luego mira el móvil para ver si alguien ha llamado. Caigo en la cuenta de que no sé si tiene familia. ¿O lo habré olvidado? Noto que la gente que me rodea dice que me he olvidado cuando hago una pregunta. Hans se altera.
—Acabas de preguntarlo —dice.
Ingrid nunca me hace sentir ridículo de esa manera.
Tumbado en el banco sobre una de tus viejas colchas de parches, cambio de posición y observo a Ingrid. Seguro que tiene unos hijos maravillosos, amables y bien educados.
Me estiro para alcanzar el cuenco con sopa de escaramujo que ha colocado en la mesa de la cocina. Se me llena la boca de ese líquido fresco y denso. La sopa de escaramujo es una de las pocas cosas que aún disfruto. Muchos platos han cambiado su sabor. Ya no como pasteles con nata, porque me saben a moho y, sin embargo, Hans insiste en traerme alguno de vez en cuando.
—Estás muy delgado —dice. Como si fuera culpa mía que los músculos se debiliten. Como si se me hubiese ocurrido a mí tener un cuerpo viejo e inservible.
Dejo el cuenco en la mesa y con el labio inferior intento quitar los restos que me han quedado en el bigote.
Ingrid va a la chimenea y echa más leña. Está acostumbrada a manipular la madera, porque ella y su hermano tienen un aserrador, una de esas máquinas que cortan y parten los troncos a la vez. Pesa doce toneladas. Yo no conocí a sus padres personalmente, pero sabía quiénes eran. Ambos murieron jóvenes y ella tuvo que hacerse cargo de la finca.
Algunos de los cuidadores no saben cómo hacer fuego. Colocan las cortezas al fondo en vez de una encima de la otra para encenderlas desde arriba. Al principio se lo expliqué, pero con el tiempo me aburrí de hacerlo. En especial los jóvenes no tienen ni idea. Puedo decir muchas cosas del viejo, pero enseñarme a encender las brasas, eso al menos lo hizo como corresponde. Los jóvenes de hoy en día no piensan más allá de mañana, se les sirve todo en bandeja y no saben las cosas que nosotros aprendimos de críos. ¿Qué harían si algo serio pasara? Si se cortara la electricidad o el municipio dejara de suministrar agua. Se desplomarían como un castillo de naipes todos ellos.
Poso la mirada en el fuego. Yo creo que me apañaría bastante tiempo con agua del arroyo de Renäs, la cocina de leña y la comida que hay en el sótano. El fuego prende un poco en las cortezas para luego convertirse en grandes llamas rápida y violentamente. Su vaivén amarillo me hace recordar a Hans y cómo se quedaba hipnotizado frente a las brasas cuando era un niño. En aquel tiempo, cuando aún me admiraba y prestaba atención a todo lo que decía.
—Hans quiere que deje de encender la chimenea. No solo quiere llevarse a Sixten, sino también la leña —refunfuño, aunque siento un pinchazo en el pecho al hacerlo—. Piensa que debería usar el radiador, que me lo puedo permitir.
—Ya lo sé —dice Ingrid mientras lava los platos—, pero sabes que es porque se preocupa por ti. Tiene miedo de que te olvides de cerrar el tiro, o de que te caigas al ir a buscar la leña o cuando sales con Sixten.
O tal vez solo sea egoísmo y estupidez, quiero decirle, pero me muerdo la lengua.
—No hagas caso a eso de la leña. Nos pasamos tan a menudo por aquí que nos daríamos cuenta enseguida de si te has olvidado de algo.
Me froto la barbilla y mascullo que a Hans eso le da igual, pero parece que Ingrid no me oye.
—Esta tarde le toca venir a Eva-Lena.—me avisa antes de irse.
Me fastidia y asiento sin abrir los ojos, pero sé que el poder del sueño pronto me tranquilizará.
Eva-Lena comenzó a venir cuando un día Ingrid pisó en falso sobre el hielo y se rompió el pie. Estuvo de baja varias semanas y yo tuve que soportar a la bruja esa, que para colmo es de Frösön.
Recibo asistencia domiciliaria cuatro veces al día. Cuando Hans me lo propuso, unos seis meses después de que te llevaran, me pareció una idea absurda. Me reí en su cara, pero después me arrepentí. Entiendo que tenía buenas intenciones.
Fue en aquella época en la que yo aún tenía control sobre mi propia vida.
Es una suerte tener a Ture. Él comenzó a recibir ayuda mucho antes que yo. Se cayó y tuvo que ir al centro de salud, donde un joven doctor de inmediato solicitó el servicio de asistencia para él. Un chiquillo que dijo que le preocupaba que viviera solo y no tuviera a nadie que le ayudara con los quehaceres.
Sin embargo, a pesar de haber vivido solo toda la vida, Ture se hizo a la idea de tener gente entrando y saliendo de su casa a cada momento.
Aunque no le gusta que lo duchen, se siente incómodo. A mí, en cambio, no me importa mucho que me vean desnudo. Él dice que se siente mal por los que tienen que ver su cuerpo decrépito.
A mí lo que más me aflige es tener mal equilibrio. Si lo tuviera mejor no tendría problemas para sacar a Sixten a dar largos paseos. Entonces no se armaría tanto alboroto por su culpa. Entonces no habría motivo para enfadarme con Hans.
Aparte de Ingrid, la cuidadora que mejor me cae es Johanna. Viene de Bölviken y tiene la edad de Ellinor. Es grande y ruidosa, igual que lo era su madre. Cualquier cosa puede salir de su boca y me hace reír, a pesar de que ya no tengo mucho de que reír en mi vida. A casa de Ture envían un sustituto nuevo cada dos días. Si vinieran tantos a la mía, le cantaría las cuarenta al director municipal enseguida. Uno tiene derecho a conocer a la gente que entra y sale de su casa.
—Voy a echar un par de troncos más antes de irme para que puedas dormitar si quieres —dice Ingrid levantándose de la silla. Ni siquiera me percaté de cuando se sentó.
Recoge el plato y los cubiertos que ha usado para cortar el sándwich en trocitos. Me quedan solo dos dientes en la fila inferior, y si no me lo trocea tardo horas en comérmelo. Hans insiste en que me ponga un puente, pero a mí me parece innecesario. Sería malgastar el dinero para el poco tiempo que me queda. El queso de untar no es tan malo. No es igual de rico que el queso común, pero no se puede tener todo en esta vida.
Sixten se tumba apoyándose contra mi pierna y siento una tirantez en el pecho. Me entran unas ganas enormes de hablar contigo, y eso que no éramos de los que conversábamos mucho. Tú dirías que está claro que puedo ir a por leña y salir de paseo con Sixten, que basta con ir hasta el borde del bosque para que haga pis.
Han pasado ya tres años desde que tuviste que mudarte, desde que me miraste sin comprender lo que pasaba cuando nuestro hijo vino a buscarte. Dijo que había llegado el momento y que estarías mejor donde te llevaba.
Yo noté que tú no le creías, que preferías quedarte aquí conmigo y con las cosas que conocías. Yo me quedé mirándote un rato. Lo único que quería era que te quedaras, pero te cogí la mano, la apreté suavemente y te dije: «Hans tiene razón, ahora vas a estar mucho mejor atendida».
A pesar de que todo mi ser se oponía, era consciente de que yo ya no podía cuidar de ti.
Echo una mirada al bote que hay sobre la mesa y luego miro a Ingrid. No lo puedo abrir por mí mismo, tengo los dedos muy débiles y rígidos para poder agarrar la tapa. Siguen siendo grandes como zapatos, pero sin fuerza, y tampoco puedo doblar los nudillos.
—Los dedos de salchicha son algo normal para una persona de tu edad y con tu historial clínico —me explicó el médico la última vez que fui a consulta.
Ingrid me buscó otro que fuese más fácil de abrir, pero igual de hermético para que tu aroma no se desvaneciera, pero tampoco podía abrirlo.
—¿Necesitas ayuda con el bote? —pregunta de espaldas a mí.
Yo bajo la mirada. Me sigue dando vergüenza, a pesar de que me ha ayudado muchas veces antes. Guardar el chal de tu mujer senil en un bote de hojalata para recordar su olor ya es bastante patético. Por eso solo Ingrid lo sabe. Me abochornaría incluso delante de ti. No éramos de los que se decían palabras cariñosas. No era necesario.
Ingrid gira la tapa y me acerca el bote. Luego se da la vuelta y sigue limpiando la encimera. Yo inspiro hondo entre las fibras del chal, cierro los ojos para que esa sensación de ardor se quede atrapada entre los párpados. Nadie me dijo que era normal que los ojos se volvieran llorosos con la edad, que las lágrimas parecieran adherirse a casi cada recuerdo.
Compraste el chal en un mercadillo de primavera, cuando Hans era aún muy pequeño y no sabía caminar solo. Iba sentado en el cochecito que heredamos de los vecinos del otro lado de la carretera. Recuerdo que tenía unas ruedas grandes que a ti te parecieron aptas para los caminos de gravilla. En un principio, el chal era rojo oscuro, pero con el pasar de los años lo fuiste remendando con parches de distintos colores. Si hacía frío le dabas varias vueltas alrededor del cuello, si hacía más calor te lo ponías sobre los hombros.
¿No te lo vas a llevar?, te pregunté cuando ibas a salir de casa por última vez, mientras Hans te ayudaba a hacer la maleta que llevarías a la residencia de Brunkulla.
Te giraste y por un momento pensé que estabas conmigo, que me darías las gracias y me sonreirías como solías hacer cuando te recordaba algo. Pero solo miraste hacia mí extrañada, como si sujetara en mis manos un objeto desconocido.
No me atrevo a dejar el chal fuera mucho tiempo, porque quiero conservar tu olor. El que tienes ahora es muy distinto, te han cambiado el jabón y las cremas. La demencia no solo ha trastocado tu cerebro.
Enrollo el chal y lo vuelvo a meter en el bote y consigo cerrar la tapa. Es más fácil que abrirla. Lo coloco en la mesa para que Ingrid lo cierre mejor y apoyo la cabeza en el cojín.
El sonido que hace Ingrid lavando los platos es como una canción de cuna, y contemplando las llamas me evado, y apenas percibo cuando dice adiós y cierra la puerta tras de sí.
A pesar de que las noches empiezan a ser más claras, la cocina es oscura. La habitación solo tiene un par de ventanas pequeñas y el techo marrón se traga la poca luz que entra.
Las brasas crepitan y Sixten respira profundamente. Le rasco detrás de la oreja y por el cuello, en esa zona del pelo que es igual de suave y mullida que toda la cabeza cuando era un cachorro. Tú te mostraste escéptica cuando los Fredriksson de Fåker nos preguntaron si queríamos un cachorro. Y fíjate, Sixten es el séptimo que nos han dado. Deben de haber criado cientos de perros cazadores de alces para que los ayudaran. Tú pensabas que estábamos muy viejos para coger otro y Hans estaba de acuerdo contigo. Para mí estabais siendo ridículos y os llamé pesimistas.
Durante una cena me enfadé y os pregunté cabreado que cuál era la idea entonces, si ya estaba viejo para tener un perro. ¿Esperar la muerte sentado? Un par de días después, Hans nos llevó a Fåker. En cuanto cogí al cachorro y lo puse en tus rodillas, cambiaste de opinión. Luego fuiste donde los Larsson para que te dieran un trozo de hígado seco para empezar a entrenarlo. Fue casi un año antes de que tuvieras los primeros síntomas.
Sixten emite un leve ronquido cuando le agarro suavemente la oreja. Es un movimiento que me recuerda lo agarrotados que tengo los dedos. Cuando comencé a tomar la pastilla para el corazón tuve que dejar la del reumatismo. Pero en fin, no me duelen demasiado.
—No es muy difícil elegir entre el corazón y las articulaciones, si tiene que hacerlo, ¿verdad? —dijo el médico autónomo con una sonrisita.
«Tal vez morir de un ataque al corazón no estaría mal», llegué a pensar antes de que el doctor me interrumpiera.
—Si no tiene más preguntas, ya hemos acabado por esta vez —dijo, y se puso a mirar el monitor.
La intensidad con que golpeaba el teclado indicaba que tenía prisa, que tenía otro sitio en el que estar. Su fino cabello gris le quedaba como un gorro de baño en la cabeza. Debía de estar llegando a la edad de jubilación. He oído decir que los médicos autónomos ganan en un mes lo mismo que yo ganaba en un año en el aserradero. Cuando le pregunté dónde se encontraba mi médico de cabecera, me informó que su madre era de Jämtland. Como si eso me importara.
Yo quería levantarme, golpear la mesa con el bastón y preguntarle que cómo podía ser normal tener unas manos que ni siquiera podían abrir un frasco de arenques. Cómo se iba a tener que elegir entre eso o caerse muerto. Pero las palabras que buscaba se esfumaron y ya no las pude encontrar.
Esperaba que Hans se pusiera de pie y le dijera que eso era inaceptable, que me apoyase y lo solucionase todo, así como yo hice aquella vez que el niño del vecino le lanzó unas piñas en la parada de autobús. Cogí al chico del jersey y lo empujé a la cuneta. En cambio, Hans solo se levantó, me pasó la cazadora y nos fuimos a casa.
Sixten ronca y yo le agarro la oreja de nuevo. Todavía puedo sujetar bien las cosas entre el pulgar y los demás dedos. Ingrid dice que doy pellizcos más fuertes que la mayoría de los octogenarios. Pero los tuyos son aún más fuertes, Fredrika. Me lo ha hecho saber el personal de Brunkulla. Tal vez debería avergonzarme, pero me alegro cuando me dicen que les coges de la ropa con tal fuerza que los nudillos se te ponen blancos.
13:10
Bo quiere comer pescado gratinado y tomar un café con mucho azúcar.
Ha soplado en la botella y soltado las flemas. Habla de Sixten.
Quiere que apunte que está enfadado, porque algunos opinan que Sixten debería irse a otra parte. El fuego ok.
ingrid
12:30
Hora de la comida: pölsa y remolacha. Bo se queja de molestias en los ojos, dice que se le nublan. Contactar con la enfermera el lunes.
kalle
Me despierta un calor que me corre por la entrepierna. Soñé que iba al baño, como solía pasarle a Hans cuando era pequeño. No salió mucho, pero lo suficiente para que me sienta incómodo. Miro la hora en el reloj de la pared y no mucho después aparecen los cuidadores para preparar la comida. Pero me da tiempo de ir al baño y cambiarme los calzoncillos y los pantalones. Ellos dicen que debo llevar pañales todo el tiempo, pero yo me los quito en cuanto se marchan. Piensan que es porque me olvido, pero yo prefiero mearme y cambiarme de ropa antes que llevar eso puesto.
Cojo aire y me impulso para quedar sentado en el banco. Hay una taza con té frío encima de la mesa. Es una de esas que compramos en el viaje a la Costa Alta. Te parecieron bonitas, y a pesar de que dijiste que no era necesario, las compré para ti, porque me habían subido el sueldo y me sentía rico.
Fue aquel verano en que Hans montó una fiesta en casa mientras estábamos de viaje. Fue muy tonto, y el ruido que hacían llegó hasta la casa de Marita y Nejla. Era lógico que nos lo contaran. Vaya cómo le grité, pero apenas si pidió disculpas.
Había comenzado en el instituto y se juntaba con esos chicos de la ciudad que le llenaban la cabeza de ideas, sobre todo el de Frösön. Empezó a ser respondón y a preguntar mil cosas sobre política, a tener muchas opiniones sobre lo que hacíamos y las decisiones que tomábamos. Cuestionaba hasta las cosas más banales y lógicas.
—Así es la juventud —dijiste cuando se había encerrado en su habitación dando un portazo.
—¿Y tiene que volverse tan insoportable por eso? —me quejé secándome la boca con papel de cocina.
Antes, esa misma primavera, habíamos discutido sobre un viaje de idiomas, como él lo llamaba. Quería ir a Inglaterra en verano para aprender inglés y que yo se lo pagara. Como el chico de Frösön iba a ir, Hans también quería. Yo le dije tal como eran las cosas, que no podíamos permitírnoslo.
—El padre de Robert puede —me dijo burlón mirándome como el mocoso más malcriado que hubiese visto.
Me puse furioso. Yo no había criado a un chico consentido que se pensara que le pagaría un viaje de placer a Inglaterra. Así que le expliqué la situación: que yo no quería malgastar el dinero en esas pijerías.
Tú recogías la mesa. Colocaste los platos uno encima del otro en silencio y te los llevaste al fregadero.
—Podrías probar a ser tú menos gruñón —sugeriste después de un rato, mientras me servías un trozo de bizcocho del día anterior—. Tal vez así él sería menos insoportable.
Te miré fijamente. Me parecía que debías estar de mi parte. Ahora pienso que quizás tenías razón, pero Hans me ponía muy furioso, decía justo las cosas que sabía que me iban a irritar. Hacía todo lo que podía para ponerme de mal humor.
Con un quejido, me desabrocho los vaqueros y los dejo caer sobre el suelo del baño. Observo a ese hombre delgaducho en el espejo. Me pican los ojos y me cuesta ver los detalles de mi cuerpo. Esa figura delante de mí es como una acuarela, aunque destacan la barba y el pelo largo.
La imagen en el espejo me hace pensar en el viejo. Mi rostro recuerda al suyo, aunque él se afeitó hasta el último día y aprovechaba cualquier ocasión para criticar cómo me cuidaba la barba.
—Qué desastroso te ves —gruñó una tarde de verano cuando nos acabábamos de sentar a la mesa. Yo había cogido vacaciones y acabábamos de volver de Hissmofors para ayudar unos días en la finca. Mamá había preparado arenques a la plancha con patatas nuevas y eneldo del huerto.
Hacía un par de semanas, Åkesson había anunciado de repente que iba a dejarse crecer la barba durante las vacaciones.
—Una caja de cervezas para el que la tenga más larga a la vuelta —dijo rodeándonos con los brazos a PG y a mí, y dándonos un golpecito en la espalda.
—Me apunto —dijo PG con una gran sonrisa—. ¿Ya habéis visto la que tiene mi viejo?
Yo eché un escupitajo y dije que claro que había visto la barba de Papá Noel que llevaba su padre.
—También me apunto —dije, y pensé que tú te quejarías de que pinchaba.
Cogí una silla y me senté mirando al viejo sin decir una palabra. Luego, mi mirada encontró la tuya al otro lado de la mesa, como si estuviera esperándola, y la sostuviste un rato hasta que me relajé un poco.
Mientras mamá servía las patatas al viejo, tú le explicabas lo de la apuesta con los colegas. Él refunfuñó algo imperceptible y dio un sorbo a la cerveza, y tú te giraste para elogiar la comida de mi madre.
Fue solo un comentario ridículo, pero las palabras del viejo se me quedaron grabadas, como siempre lo habían hecho. Seguimos callados a la mesa, él y yo, comiendo con la mirada fija en los platos. Yo escuchaba cómo le preguntabas a mamá por los cultivos y los animales. Me fascinaba ver lo fácil que era para ti llevar una conversación, parecías no necesitar pensar en lo que ibas a decir. Yo bebía mi cerveza mirando de reojo al viejo. Su enorme cuerpo me resultaba resbaladizo al intentar fijar la vista en él y, a pesar de intentarlo, no era capaz de mirarlo a los ojos. Me sentía mal conmigo mismo por no tener el coraje de rebatirle.
El olor a orina sube produciéndome un picor en la nariz cuando dejo caer los calzoncillos. Los cuidadores me dejan ropa interior y un par de pantalones limpios en el tendal de la esquina. Agradezco no tener que ir hasta el dormitorio a buscar unos del armario. No he dormido ahí desde que te fuiste.
Alargo la mano para coger un par de calzoncillos azules y me siento sobre la tapa del váter. Me inclino con cuidado y meto el pie izquierdo por un lado; tiene una variedad de tonos morados y los dedos están torcidos. El pie derecho está aún más rígido, pero al tercer intento consigo meterlo. Luego cojo un par de pantalones de chándal y repito la operación. Son más fáciles de poner, más flexibles. Creo que Hans me ha comprado unos diez pares en Intersport.
Justo cuando acabo de lavarme las manos y voy a cerrar el grifo, oigo que se abre la puerta al otro extremo de la casa. Me encuentro a Kalle en la cocina, que ya ha sacado un plato precocinado del congelador. Se gira al oírme llegar. La ropa le queda pequeña y se le ve la barriga cuando se mueve. Detrás de él veo la nota que Hans ha dejado sobre la encimera: «¡Acuérdate de comer!». Ya comeré si tengo hambre.
—¿Qué tal te encuentras? —pregunta Kalle, mientras agujerea el plástico de la bandeja de comida. Hans sigue llenando el congelador, a pesar de que hay más comida de la que podré comer en un año.
—Tirando —respondo, y me pregunto si le hace la misma pregunta a otros viejos que atiende. Suena a mantra.
—Pensé en preparar algo de comer. ¿Tienes hambre?
Me encojo de hombros y me voy a sentar junto a Sixten en el sofá. Le acaricio la cabeza.
Entonces pienso en que hoy va a pasar algo especial. Me levanto y voy a mirar el calendario que Hans ha colgado en la pared. Un pósit en el que pone «Fecha de hoy» está pegado en una de las casillas. Mi intuición era correcta, Hans vendrá a verme esta tarde. Y mañana tengo que llamar a Ture.
Me arden los ojos y tengo la vista más borrosa que de costumbre. Me cuesta ver a Kalle desde el sofá. Pestañeo un par de veces, pero no ayuda. Me gustaría hablar de Sixten con él. Si le explico lo estúpido que sería que me lo quitaran tendré su apoyo.
El calor se esparce por los pantalones otra vez. Doy un suspiro.
—¿Qué ocurre? —pregunta Kalle mientras mete la comida en el microondas.
Suspiro de nuevo, incapaz de decir nada. Decir «me he meado» es embarazoso, aunque sucede cada vez más a menudo.
—¿Ha pasado algo? —pregunta de nuevo girándose hacia mí.
Esta vez ha salido mucha orina y la mancha en los pantalones se ve claramente.
—¡Ay! No pasa nada, esto se soluciona en un momento —dice cerrando el micro sin encenderlo—. Ven, vamos a cambiarte el pañal y a ponerte unos pantalones limpios.
Nuestras miradas se encuentran y siento que no quiero seguir con esta rutina. Quiero levantarme y marcharme de aquí. Pero me quedo sentado y acepto.
17:30
Bo duerme cuando llego. Preparo puré y albóndigas, y le sirvo una cerveza. Me siento a conversar con él un rato. A Bo le parece que hace mucho frío y que el sol solo calienta fuera.
Aún no ha llegado el verano. Le recuerdo que Hans vendrá más tarde, se ha olvidado.
johanna
Te montas con agilidad en la bicicleta, a pesar de lo grande que te has puesto. En la cesta llevas zumo y bollería. El vestido se lo pediste prestado a tu hermana pequeña y parece una sábana plegada. Yo solo veo tu barriga, mi mirada se desvía hacia ella todo el tiempo.
Bajamos la cuesta de gravilla y me comentas que tu hermana ha seleccionado unas prendas para el bebé. Casi todas las personas con que nos encontramos dicen que puede venir en cualquier momento. Siempre pienso en ello camino al aserradero: que cuando vuelva a casa, tal vez, ya sea padre.
Entramos a la finca de tu hermana mayor y, como de costumbre, te acercas a los caballos y acaricias su gruesa piel. Me gusta ver la naturalidad con que interactúas con ellos, os lleváis muy bien. Imagino que los caballos son para ti como los perros para mí.
A mí los caballos me asustan. Me da la impresión de que perciben mi miedo en cuanto entro con la bicicleta. Se comportan de otra manera conmigo. Tú te has criado junto a ellos y sabes hablarles, alguien como yo no sabría cómo.
Coloco el caballete de la bici y me quedo mirándote un momento. Cuando las preocupaciones se apoderan de mí por las noches, solo pensar en ti me calma. Vas a tener buena mano con el niño, tienes algo que yo no tengo; ya has cuidado de tus hermanos pequeños y de tus sobrinos.
—¿Traes los bollos, por favor? —me gritas subiendo a la casa.
Siempre haces dulces para traerles a tus hermanas y a tus padres. Están buenísimos, mejores que los de mamá. Esta mañana te has levantado más temprano para tenerlos listos antes de marchar.
En el momento en que voy a coger la bolsa de la cesta, oigo un sonido. Es un sonido agudo.
Confundido, miro alrededor. Está borroso y no veo bien, pero al rato me doy cuenta de que estoy en el banco de la cocina.
Otra vez ese sonido, una señal estridente a todo volumen. Tanteo con la mano sobre la mesa y al fin encuentro el teléfono móvil. Pone «HANS» en letras mayúsculas. Le doy al botón verde.
—Bo Andersson, ¿diga? —contesto intentando tragar el moco de la garganta. Siempre tengo más después de haber dormido.
—Hola, papá. ¿Estabas durmiendo?
Me siento con dificultad y toso para escupir en la palangana que está sobre la mesa. Hans permanece callado al otro lado de la línea.
—Creo que eso hacía —respondo teniendo la imagen de tu prominente embarazo fresca en la memoria.
—Mira, se me ha complicado el día, así que no voy a poder pasarme por ahí esta tarde.
A pesar de que tiene mucho que hacer en la empresa, viene a verme varias veces a la semana. Quiere asegurarse de que todo vaya bien con la asistencia, de que haya comida en la nevera y de que hayan sacado el cubo de la basura. A veces lo saca, aunque no esté lleno. A mí me parece un gasto innecesario, cada recogida cuesta 75 coronas, pero a Hans le parece mejor así.
—Creí que hoy acabaría antes, pero hay gente de vacaciones y tengo más carga de trabajo —sigue explicando antes de que yo diga nada.
Parece estresado. Yo no sé qué decirle cuando está así. Esto del estrés, de sentirse quemado o como lo llamen, es algo que no entiendo. Ya hace unos años agotó las pilas, como tú lo expresaste. Se encerró en su piso con las cortinas cerradas durante semanas. Tú abrías con la llave extra, le preparabas algo de comer y limpiabas. A veces yo te acompañaba para hablar con él, pero apenas decía nada. Yo no sabía qué hacer por él.
¿Por qué no trabaja menos y punto si es así de estresante? Dice que siempre hay alguien en la empresa que sufre de agotamiento por estrés. Durante los cuarenta y siete años que trabajé en el aserradero nadie estuvo nunca quemado, y era un trabajo muy duro, así que no entiendo lo que hacen mal actualmente. ¿Por qué no reorganizáis los horarios?, quiero preguntarle, pero solo consigo enfadarle, así que me callo y no pregunto nada.
—Puedes venir otro día —digo frotándome el rostro.
—Sí, eso tendré que hacer. Aún tenemos que hablar de Sixten.
No le puedo contestar. Solo acaricio el lomo de mi perro, de arriba abajo, mientras duerme tranquilo.
—Vale. En eso quedamos —dice Hans.
—Vale, en eso quedamos —repito.
—Hasta luego.
—Adiós —digo, al tiempo que oigo el clic cuando cuelga.
Dejo el móvil sobre la mesa de la cocina. Me enfada sobremanera lo que quiere hacer con Sixten, por lo que nos quiere hacer pasar, pero al mismo tiempo tengo esa sensación de haber hecho algo mal. A pesar de todo, quisiera poder decirle algo que mejorara su situación, que le hiciera ver que puede dejar de estresarse. Tal vez dejaría de insistirme en lo de Sixten si estuviera más tranquilo. Pero no sé qué hacer para que cambie su ritmo de vida.
—Tú no sueles agobiarte así —me dijo Ture la última vez que llamó, cuando le pregunté si yo tendría algo que ver con ese estrés, si sería culpa mía. En la radio dijeron que las personas pueden quedar marcadas por hechos de la infancia.
—Así funciona el cerebro, se obsesiona con cosas, se altera y no es capaz de descansar.
Estaba de acuerdo. Ture sabía mucho de eso. También había tenido trabajos en los que eso sucede.
—Pero no es culpa tuya, así que deja de darle vueltas —dijo sorbiendo un café.
Sus palabras me reconfortaron por la manera en que las dijo, con el fin de asegurarme de que era como él decía.
—Para ti es todo lo contrario —constató—. A las personas como tú no os afecta el estrés.
No le pregunté nada más, empezamos a hablar de otra cosa, pero ahora quisiera saber a qué se refería con «personas como yo». ¿Cómo soy yo?
Es típico de Ture decir cosas así, analizar a la gente, o como se diga. Su imaginación puede ir en todas direcciones. Se inventa cosas sin conocer bien la situación.
Pero eso no me molesta; al contrario, creo que fue por eso que nos hicimos amigos.
Yo llevaba nueve años en el aserradero cuando lo contrataron. Le dieron uno de los puestos de ingeniero. Enseguida notamos que no era como los demás que trabajaban en la segunda planta. Ya el primer día bajó con pesados pasos la escalera de espiral y vino a comer con nosotros.
—Hola, me llamo Ture. Acabo de empezar —saludó con la mano en alto y paseando la mirada por todo el local.
Un par de tíos sentados más atrás que yo lo miraron con curiosidad, pero no dijeron nada. A él no pareció importarle y se sentó a la mesa.
Nunca había conocido a un hombre que hablara tanto. Habían comentado que era de la zona, pero tenía acento sureño, y hablaba y hablaba alegremente sin parar.
—Es solo que me parece antinatural que las personas vivamos en climas fríos. Apenas tenemos pelo —dijo Ture para nadie en particular, negando con la cabeza, mientras le daba un buen mordisco a su sándwich.
Yo no pude contenerme y me eché a reír. El tipo sentado frente a Ture parecía estar confundido, y toda la situación fue muy graciosa.
Entonces Ture se inclinó hacia delante y miró de reojo en mi dirección.
—¿Y quién es este que está tan contento? —preguntó en voz alta para hacerse oír sobre el ruido del local.
Yo no pude contener la risa. Me preguntaba quién era ese payaso. Tampoco Åkesson, que estaba frente a mí, pudo evitar soltar una risa, y Ture sonrió. Después de un rato logré controlarme y levanté la mano.
—¡Hola, Ture! Me llamo Bo.
Asintió sin decir nada. Åkesson volvió a reírse y luego echó un ojo a mi fiambrera para ver lo que había traído. Yo me incliné hacia adelante para ver lo que su mujer le había preparado. A menudo se quejaba de su comida, pero a mí me parecía buena. Alubias con tocino. Cuando me volví a girar hacia Ture, estaba escuchando atentamente algo que decía un compañero.
Al terminar la jornada, caminando a paso lento hacia la bicicleta, alguien me sujetó del hombro.
—¿Te llamabas Bo, no?
Me giré y ahí estaba Ture sonriéndome. Tenía los dientes bien cuidados y un bigote que apenas se notaba, era solo una fina línea al estilo de los actores de Hollywood.