Cuando los dioses escriben el libro del destino - Alice Albinia - E-Book

Cuando los dioses escriben el libro del destino E-Book

Alice Albinia

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Beschreibung

UNA CAUTIVADORA SAGA FAMILIAR AMBIENTADA EN LA INDIA «Una novela atrevida y deliciosa, ejecutada con energía y talento… Albinia ha conseguido unir, de un modo sorprendente, una historia sobre los lazos familiares modernos con un relato atemporal sobre los dioses y sus avatares. Cuando los dioses escriben el libro del destino es, a la vez, una reflexión sobre las tensiones entre hermanos y hermanas, o entre padres e hijos, y una meditación sobre la naturaleza de la narración… El resultado es magnífico». The Financial Times Lila, una bella mujer de misterioso pasado, vuelve a Delhi tras veinte años de ausencia, para asistir a la fastuosa boda de una sobrina de su marido. Su regreso desempolva hechos del pasado y remueve relaciones enfriadas por la falta de contacto y la lejanía emocional. Cuando los dioses escriben el libro del destino es un soberbio retrato de la India actual, con el contrapunto irónico de un narrador sorprendente: Ganesh, el dios con cabeza de elefante que mueve los hilos del destino.

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Edición en formato digital: mayo de 2023

Título original: Leela's Book

En cubierta: ilustración © Carlos Arrojo

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Alice Albinia, 2023

Todos los derechos reservados

© De la traducción, Dora Sales

© Ediciones Siruela, S. A., 2023

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19744-64-7

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Retrospectivamente, para Rebecca.

Prospectivamente, para Tito

PRIMERA PARTE

1

—Oh, dios con cabeza de elefante, hijo del dios Shiva y de Parvati; escriba que puso por escrito el Mahabharata desde el dictado visionario de Vyasa: dios Ganesh, considera favorablemente este empeño.

El profesor Ved Vyasa Chaturvedi hizo una pausa, recorrió a su audiencia con la mirada, y sonrió.

—El dios invocado al inicio de todas las redacciones. ¿Qué mejor manera de empezar?

Una cascada de risas, sonoras e indulgentes, recorrió la sala con tono agradable, y Vyasa supo de inmediato que la audiencia se lo iba a poner fácil. En casa, en la India, estaba familiarizado de igual modo con la adulación y con el descrédito. Su trabajo siempre se veía atacado, por parte de hindúes entusiastas, colegas celosos, jóvenes estudiantes presuntuosos, y todos lanzaban dardos que le caían encima sin causarle daño, como si fuese Bhishma, guerrero invencible del Mahabharata. Solo hubo un misil —un huevo, que se estrelló contra el hombro de Vyasa, dejando un brillante goteo amarillo que resultó fotogénico sobre su kurta blanca almidonada— que colocó por primera vez su cara en la portada de todos los periódicos de Delhi, y que relacionó por vez primera su nombre con la ruptura de normas y la controversia.

Pero esta gente —estos neoyorquinos peinados y planchados, impecablemente testarudos, aunque traumatizados— no iba a levantar la mano al final de su charla para hacer preguntas complicadas sobre shlokas de difícil comprensión. Era improbable que cualquiera de ellos se acercase arrastrando los pies, después de que Vyasa hubiera terminado, para contar una anécdota larga, farragosa, sobre la popularidad del dios Ganesh entre los hindúes y budistas de Nepal. Aquella señora de delante con rizos rubios y chaqueta blanca de lino… no iba a despotricar por el modo en que el profesor Chaturvedi calumniaba el dictado divino de la épica de la India. La Biblioteca Pública de Nueva York era demasiado grande para esas diatribas, el techo de cristal abovedado de esta sala se elevaba de forma demasiado educada. Aquí, Vyasa tenía la sensación relajante de estar bajo el agua, en una cueva de peces veloces como flechas, profundamente mimado en el interior del corazón brillante de la biblioteca, en el vientre de la ciudad. Esta gente había ido a escucharle porque sus libros se vendían bien, porque había aparecido en American TV, porque habían oído su voz en la radio, razonando con toda una concurrencia de maniáticos e ignorantes sobre la India. Sabía que era extraño… cómo en la India, y cada vez más en cualquier otra parte, ese conocimiento arcano, ese tema esotérico, había ido a su favor; cómo los periodistas y editores habían terminado por confiar en su opinión, de las muchas que tenían a su alcance; cómo su tesis doctoral se había publicado en forma de libro lujosamente ilustrado (que saltó a la cabeza de las listas indias de best sellers y permaneció allí desde Divali hasta Holi). Se sonrió por su extraordinaria buena suerte, y, cuando volvió a abrir la boca, las palabras surgieron justo como quería: melosas, estudiadas, lentas.

—Es un honor para mí dirigirme a ustedes esta noche, en estos momentos de crisis en su ciudad —dijo, inclinando la cabeza hacia los rostros que se habían girado de forma devota hacia él, de modo que la sala estalló en un aplauso espontáneo.

Volvió a hacer una pausa, le dio al aplauso un momento para amainar, permitió que el silencio se hiciese más denso, que se enriqueciese; y cuando por fin su voz elegante, persuasiva, vibró por el aire, y recorrió toda la sala como en un lengüetazo, la audiencia pareció temblar por la expectativa colectiva.

—Esta noche hablaré sobre un tema que significa mucho para mí, el dios con cabeza de elefante, Ganesh, la deidad más entrañable del amplísimo panteón hindú. La forma alegre, voluminosa, de Ganesh se halla en casas y templos a lo largo y ancho del subcontinente. Todo empeño, cada boda, cada negocio, cada conferencia incluso, debe comenzar con una invocación a Ganesh, que elimina los obstáculos, y los impone, para los mortales. Ganesh tiene renombre, también, como escriba de la descomunal, abarcadora épica de la India: el Mahabharata. Según la tradición solo él, de los muchos miles de deidades hindúes, fue elegido por Brahma para poner por escrito esta obra literaria, para Vyasa, su autor. —Vyasa levantó la mirada de sus apuntes y echó un vistazo a la sala—. Sí, este mismo dios jovial y misterioso fue empleado por mi tocayo. —«Los lazos entre ellos eran más profundos que la historia», pensó Vyasa, y, cuando volvió a hablar, su voz era casi un susurro—. Incluso en el actual clima político, cuando mi país está gobernado por hindúes de derechas, me corresponde afirmar con claridad que, en contra de la creencia popular, a pesar de las declaraciones desesperadas de ciertas facciones religiosas, Ganesh no fue en realidad el escriba del Mahabharata. Es peligroso invocar la cólera de la plataforma de admiradores de cualquier deidad —lanzó a la sala una sonrisa rápida, estudiada—, en particular de los dioses siempre vivos de la India; pero estoy seguro de que el propio Ganesh estaría de acuerdo conmigo cuando afirmo que el dios con cabeza de elefante es un impostor.

En este punto, Vyasa se apoyó sobre sus talones y la audiencia se relajó de nuevo con una risa.

Ahora era sencillo; la tenía de su parte. Lo único que debía hacer el resto de la hora asignada para su conferencia era estar ahí de pie, cuadrar los hombros, abrir la boca, y las palabras que había pronunciado tan a menudo, en tantas otras salas, menos ilustres, en rincones del mundo mucho más alejados, fluirían motu proprio: como si su clásico antepasado literario, el mismo Vyasa, estuviese dictando la narración.

Una puerta se abrió al fondo de la sala y Vyasa detectó una figura esbelta con el rabillo del ojo, vestida de un intenso amarillo azafranado. No era uno de sus detractores nacionalistas hindúes, sin embargo. Era una mujer india vestida con sari, que se movió sin hacer ruido por la última fila de sillas y se sentó en la esquina. El color era inusual en este distrito de Nueva York. Las indias elegantes que residían en Manhattan no solían llevar saris como ese, y menos a finales de octubre. Se vestían como cualquier otra persona, con negros, azules y fríos colores hueso, de lana, de tela a cuadros y de piel. No querían que se las confundiese con las recién llegadas, más aromáticas, que solían tener tiendas de comestibles en Queens. Y Vyasa supuso que, durante el mes anterior, pocas personas de cierto cutis se aventurarían a llevar atuendos étnicos.

En ese momento no se giró a mirar a la mujer del sari; de todos modos, estaba demasiado lejos de él como para distinguir los detalles de su rostro, si era joven o de mediana edad, nacida en Manhattan o una visita provinciana…, pero su presencia resultaba beatífica de todos modos, y a medida que su argumentación creció en ritmo y complejidad, mientras retrotraía a su audiencia en el tiempo hasta las riberas y los bosques de la antigua India, a través de dictados prehistóricos e interpolaciones modernas, a Vyasa se le ocurrió la idea, con un delicioso estremecimiento, de que esa distante masa borrosa de feminidad-coloreada-de azafrán podría ser la mujer por quien había suspirado tanto tiempo, Lila.

Nueva York se había convertido en su hogar. Era una de esos indios e indias que, al marcharse, eligió no regresar nunca. Él se había preguntado por ella muy a menudo en todos los años que habían transcurrido, había intentado imaginar con tanta frecuencia su nueva vida en América, con el inevitable desfile de niños y bienes, logros y decepciones, que ese anhelo se había convertido en parte de él. Pero no había necesidad, ya no, de ser perseguido por fantasmas de su presencia, porque, después de todo aquel tiempo, y a pesar de los muchos esfuerzos de ella por lo contrario, Lila y él estaban destinados a juntarse. El desprevenido hijo de él iba a casarse con la sobrina del marido de Lila, y el propio Vyasa había alentado sutilmente la unión. Todos los pensamientos que había tenido desde que llegó a Nueva York, la ciudad de ella, estaban cargados con el conocimiento de su triunfo.

—Los brahmanes por lo general prohibían que sus textos sagrados se consignasen por escrito —apuntaba Vyasa en ese momento—. De hecho, la reivindicación del estatus sagrado del Mahabharata como el quinto Veda se basa parcialmente en su antigua forma de transmisión oral. De modo que ¿cómo, podríamos preguntar, llegó Ganesh a ser relacionado con su escritura? Me gustaría sugerir —y entonces Vyasa ofreció una de sus sonrisas encantadoras— que las secciones del Mahabharata que tratan de la escritura de Ganesh son de hecho interpolaciones posteriores. Ganesh no estaba allí en un principio.

Y mientras la sala llena de neoyorquinos se inclinaba hacia delante para escuchar su controvertido argumento, Vyasa, casi aturdido por el deseo, giró la mirada por fin hacia la mujer de la esquina. Iba a llevar a Lila de vuelta a la familia, y no había nada en absoluto que ella pudiese hacer al respecto.

2

Hari codeó ligeramente a su mujer.

—Lila, ya se ve la India.

Ella levantó la vista del periódico que había estado aparentando leer y miró por la ventanilla del avión. Todavía no había mucho que ver: una amplia extensión de tierra marrón salpicada de verde, vías fluviales que parecían hilos desde esta distancia, esos campos delgadísimos de los que el país dependía para su alimento.

—Pronto volaremos sobre Delhi —dijo Hari, intentando contener su entusiasmo—. Connaught Place, la tumba de Humayun, India Gate, el río Yamuna.

—¿De verdad entramos volando sobre la ciudad? —preguntó Lila—. Lo dudaba. El aeropuerto estaba al sudoeste.

Pero Hari no estaba escuchando.

—Ha cambiado por completo desde la última vez que estuviste aquí. Ahora, más allá del río hay mucho desarrollo. En aquellos lugares selváticos al sur, donde había matorrales y polvo, solo hay casas. Oficinas por todos lados, y nuevas carreteras, y coches de todo tipo, de todas partes.

Lila asintió. Había escuchado antes esta maravillosa historia muchas veces: los huertos de tamarisco y mango mágicamente transformados en edificios altos; las colonias de viviendas y mercados que habían brotado a orillas del río; y, sobre todo, la llegada de los llamativos y sonoros iconos de la modernidad: teléfonos móviles, capuchinos, sucursales de cadenas comerciales.

—Ya verás —siguió Hari—. No es la ciudad que dejaste.

—Veremos —concedió ella.

Volvió a bajar la vista hacia el periódico que tenía sobre el regazo. Una azafata sonriente se lo había puesto en las manos mientras embarcaban. Era un tabloide de Delhi, el Delhi Star, con fecha del día anterior, jueves 8 de noviembre de 2001; un periódico que el dinero de Hari había ayudado a financiar. Durante las siete horas anteriores lo había dejado yacer ahí, sin abrirlo, como si al ignorarlo pudiese ser capaz de postergar el momento del regreso de manera indefinida; del mismo modo en que durante los últimos veinte años había evitado cualquier noticia de la India: ni historias de sus tías (no tenía ninguna), del Partido del Congreso (no se preocupaba), o el destino de sus poetas, sus radicales, sus ríos (borró de la mente esas cosas que amaba con un cuidado escrupuloso, implacable). Hari, por su parte, siempre había hecho todo lo posible por llevar esos ruidos caóticos ante la puerta de Lila. Cuando el trabajo le condujo a Jackson Heights, regresó a su apartamento cerca del Metropolitan portando con ternura cajas de guayabas y mangos; ella supo, por la mancha roja sobre la frente y la mirada particularmente vidriosa, que había ido de visita al templo. Fue incluso peor después de los viajes a Delhi: entonces sus prendas olían diferente, su discurso sonaba extranjero, y la mirada-templo se apoderó de su persona, de modo que cuando sacó de la maleta saris de seda brocada para ella, y jabón de sándalo, y noticias del último escándalo de su hermano Shiva Prasad, y explicaciones intensas sobre los efectos de la liberalización económica, ella siempre supo qué sería lo próximo.

—¿Y si volvemos en otoño? —suplicaría él al colocar de nuevo la maleta vacía en el armario—. ¿Solo de vacaciones? ¿A Kerala? ¿O Goa?

Pero ella negaba con la cabeza todas las veces.

—Ahora no hay nada para mí en la India, ya lo sabes.

Y él asentiría, resignado a este veredicto vacío, hasta la siguiente ocasión.

Mientras la voz del piloto surgía por el sistema de megafonía, avisando a los pasajeros de que se abrochasen los cinturones para el aterrizaje en Delhi, Lila levantó el periódico en sus manos, lo sopesó, como si su peso pudiese decirle algo. Después se mordió el labio y miró fijamente la primera plana, donde se narraba una historia acerca del trato que el dictador militar de Pakistán había hecho con los estadounidenses, y una fotografía del primer ministro de la India, hindú de derechas: un hombre cuyo rostro macizo, de aspecto adormilado, no dejaba traslucir su política siniestra, sectaria. Una columna al pie hablaba de una distensión cultural entre los dos vecinos, en relación con el intercambio de importantes antigüedades. Era justo como ella pensaba: bajo el destello, la misma India de antaño.

—Hay un artículo sobre la esposa del profesor Chaturvedi —apuntó Hari, sin dejar de mirar por la ventanilla.

—¿Sí? —preguntó Lila.

El corazón empezó a latirle con fuerza.

—Escribía poemas —observó Hari—. Su marido, el profesor Chaturvedi, los publicó después de que ella muriese.

—¿En serio?

Hojeó rápidamente las páginas interiores, echando un vistazo a las fotografías de la alta sociedad de Delhi y las noticias de provincias. Llegó al final, a las finanzas y el críquet.

—No lo veo —dijo, tratando de mantener la voz tranquila.

—Está en la sección de Cultura —contestó Hari—. Acaba de aparecer un nuevo poema suyo. Con qué familia literaria va a casarse mi sobrina. Te resultará interesante conocerlos en la boda, estoy seguro.

—Sin duda —respondió Lila.

El artículo estaba firmado por un periodista llamado Pablo Fernandes, que explicaba cómo, durante tres cortos años a finales de los setenta, Mira Chaturvedi tejió una serie de poemas ricamente entrelazados con referencias a la cultura épica de la India, salpicados de testimonios velados de la propia experiencia de la poeta, y más tarde, dos años después de tener gemelos, Ashwin y Bharati, y alrededor de doce meses después de que la musa la abandonase, murió cuando un camión a toda velocidad la arrolló una mañana temprano, en Delhi, mientras su esposo estaba fuera, en Bombay. Una pequeña colección de lo que se creyó que era el trabajo de toda su vida se publicó tras su muerte. De modo que este poema, este nuevo descubrimiento, arrojaba una «luz fascinante» sobre la obra de Mira. Pablo Fernandes posibilitó gran parte de la primicia: explicó que el sobre recibido en las oficinas del periódico en Delhi solo contenía una hoja de papel, el poema manuscrito. No había ninguna explicación, ni la dirección del remitente, nada. El poema titulado «El último dictado» era una composición de nueve shlokas con métrica anustubh, firmado por «Lalita», la identidad poética que adoptó Mira. Pero «lo más intrigante de todo» eran ciertos versos: «Al escribir, defendemos a nuestros hijos, / este último poema es nuestra arma, / una hermandad femenina de sangre y tinta: / Prueba de nuestra colaboración», que parecían insinuar que Mira no era la única autora de ese trabajo. «Parece ser uno de los interrogantes literarios más socarrones de la India», escribió Pablo Fernandes antes de concluir con una descripción de la poeta, una mujer a la que muchos se referían como a una escultura de las que se encuentran en Khajuraho que hubiese cobrado vida. Publicaban una fotografía suya en blanco y negro para probarlo.

Lila bajó la mirada para observar fijamente la foto de su hermana, toda ella pelo largo, negro, y ojos coquetos; el pie de foto incluso la llamaba «sirena literaria». Mira murió tanto tiempo antes que Lila había aprendido a contener la catástrofe de su pérdida, ocultarla del mundo, ocultarla incluso de Hari, a quien jamás le contó que una vez tuvo una hermana. Pero la fotografía la pilló desprevenida, y la tristeza la recorrió como si la muerte fuese reciente. Con rapidez, inclinó la cabeza sobre el poema y sus ojos se deslizaron por los versos, viéndolos pero sin leer, mientras las lágrimas desdibujaban las palabras que ella conocía de memoria, las palabras que Mira y ella escribieron juntas.

Levantó la vista de repente, preguntándose si Hari había descubierto de algún modo que Mira Chaturvedi era su hermana, si esta boda sorpresa no era, de hecho, una trampa inteligente, una forma de volver a ponerla en contacto con todo lo que ella había desterrado con tanto éxito durante las últimas dos décadas. Pero pudo ver que su marido ya se había olvidado del artículo de prensa. En vez de eso se estaba poniendo tenso por la alegría del instante en que las ruedas del avión tomasen tierra: ya se estaba anticipando al momento en que se desabrochase el cinturón, sacaran el equipaje del compartimento superior y la arrastrase de la mano para ir a la ciudad.

Ella cerró el periódico y se reclinó en su asiento. ¿Quién podía haber enviado el poema al diario? Vyasa no, desde luego. Se estremeció al pensar en él, con su sonrisa seductora, el pelo echado hacia atrás, los ojos que tenían el hábito de dulcificarse cuando se posaban en mujeres por las que sentía predilección. Durante años lo había mantenido fuera de su pensamiento, había tratado de olvidar su forma de hablar en público, brusca, segura de sí misma, y aquellas confidencias susurradas, un contraste tan asombroso, que utilizó como un hechizo con Mira. Pero ahora Hari la estaba obligando a recordar. Más que eso, la estaba obligando a ser parte de la familia de Vyasa. Mientras el avión avanzaba, ya casi en Delhi, Lila se preguntó por qué había permitido que Hari la convenciese para regresar a la tierra en la que creció, cuando durante años había trabajado duro para olvidarla.

Recordó el momento en que Hari soltó la noticia. Fue típico de él, de su sentido de la eficiencia, de su miedo a enfrentarse cara a cara con el desagrado de ella, elegir una conversación vía móvil como medio para comunicarle algo tan trascendental. Eran las ocho y media de la mañana; ella estaba dando su paseo habitual por Central Park.

—He llegado a la oficina —dijo Hari, y Lila supo de inmediato que tenía algo importante que contarle—. Acabo de enterarme de una noticia interesante —siguió—. El padre del prometido de mi sobrina Sunita, el chico con el que va a casarse justo antes de Divali, una gran boda de sociedad en Delhi, es…

—¿Quién? —interrumpió Lila.

—El profesor Ved Vyasa Chaturvedi —terminó de decir por fin Hari—. Y va a dar una charla esta noche en la Biblioteca Pública de Nueva York.

—¿Qué? —Lila dejó de caminar, el teléfono todavía pegado al oído, desconcertada al oír ese nombre en boca de Hari.

—Va a dar una conferencia —contestó Hari, ya con la confianza de haber captado su atención—. Sobre el Mahabharata. Es justo el tipo de actividad que te gusta, ¿verdad, Lila? Es un profesor muy conocido. Y su hijo va a casarse con mi sobrina.

Se detuvo, evidentemente satisfecho por el efecto de aquella revelación. En el silencio que siguió, Lila le dio vueltas en su cabeza a esa nueva información. Parecía inverosímil que Hari tan solo se hubiese enterado de la boda. ¿Qué más tramaba?

De hecho, cuando volvió a hablar, parecía nervioso.

—Hay algo más que tengo que contarte, Lila. Mi sobrino Ram, el hermano de Sunita. Necesito a alguien de confianza para llevar el negocio. Le estoy convirtiendo en mi heredero. Es muy buen chico. Sé que te gustará. Te gustará, ¿verdad? Trabaja muy duro, un hijo ideal.

—¿Tu heredero? ¿Un hijo?

—Sí —contestó Hari, con entusiasmo creciente—. Sería todo un cambio llenar nuestras vidas con gente joven, ¿no, Lila?

Y el viejo y asertivo Hari regresó:

—No es tan poco frecuente entre hermanos hacerse cargo de los hijos del otro. Podríamos ir y recogerle. Podríamos volver a casa. De vuelta a la India. Quiero vivir allí, Lila. Podríamos trasladarnos a tu casa en Kasturba Gandhi Marg. Todos podríamos mudarnos allí, juntos. Tú, yo y Ram. Juntos seremos como una familia.

Lila había dejado de levantar la mirada hacia la grandiosidad de aquellos árboles altos, silenciosos, en los que halló consuelo de forma instintiva cuando llegó a esta ciudad, recordando el trato que hicieron al casarse: ella emigraría con él, aportando toda su cultura y porte para sostener su negocio, y él, a cambio, nunca le preguntaría por su pasado antes de que se casasen, y sobre todo… nunca la obligaría a volver a la India. Como muchos de sus compatriotas, Hari echaba muchísimo de menos el lugar donde creció; sin embargo, durante veintidós años había cumplido ese acuerdo.

Hari seguía hablando.

—Iría a la conferencia yo mismo —dijo—, pero tengo una cena importante esta noche. ¿Puedes ir tú? Me gustaría que le conocieses.

—¿A quién? —preguntó ella, todavía incrédula.

—Al profesor Ved Vyasa Chaturvedi. Deberíamos conocerle, ahora que va a ser familia.

Y de ese modo regresó a ella la sensación exasperante, una vez más, de que Vyasa estaba dictando el transcurso de su vida. Solo pensar en Vyasa, en todo lo que había hecho, la llenó de rabia. Pero no le dijo nada más a Hari; y aunque todavía estaba enfadada, sentada en el avión con el periódico doblado entre las manos, y quería gritar que había sido doblemente traicionada, echarse a llorar para decir que no quería poner un pie en su patria por mucho que él se lo suplicase…, sabía, también, que la razón por la que había aceptado regresar no tenía nada que ver con su marido y todo que ver con Mira. Una vez, hace mucho tiempo, hizo una promesa, y no podía dejar la India por segunda vez hasta no haberla cumplido.

3

El día en que Hariprasad Sharma llevó a su esposa de vuelta a la India fue el más grande de todos sus logros. Durante el mes anterior a su salida de Nueva York apenas durmió por la emoción.

—¡Empezará Divali justo después de que lleguemos! —le dijo al enseñarle los billetes—. La boda es a los dos días de nuestra llegada —le explicó al abrir con la llave el joyero de ella—. He arreglado tu casa —le confesó una semana antes de su partida—. ¿Lila? El sitio que te dejó tu padre. ¿Lila? —repitió, al ver que ella no respondía—. ¿No estás emocionada?

No, Lila no lo estaba. Preparó una pequeña bolsa de viaje. Un sari color azafrán. Un fajo de papeles. Un par de viejos LP.

En el aeropuerto los recibió su conductor, que los llevó directamente al centro de Delhi por la ruta adecuada: por la carretera vacía que salía de la terminal del aeropuerto, pasando por delante de hoteles internacionales, cómodos para quienes visitaban la ciudad por negocios, hasta el tranquilo enclave diplomático de Chanakyapuri, cruzando las ceremoniales vistas de arenisca de India Gate, por las avenidas amplias, flanqueadas por bungalós, diseñadas por Lutyens (a Hari le encantaba la personificación del Raj del mejor de los avatares de Delhi), y derechos hacia el noroeste por la calle antes llamada Curzon Road, pero que, desde la independencia, había sido renombrada Kasturba Gandhi Marg por la esposa del Padre de la Nación.

Finalmente, Hari condujo a su mujer por el camino que subía hacia la casa apartada, de dos plantas, con un enorme jardín en la parte de atrás, cuya construcción databa de antes de la independencia, de los tiempos en que Connaught Place se construyó, de la creación de Nueva Delhi. Él era consciente de que le temblaban las manos. La última vez que estuvieron juntos frente a esa puerta fue en 1980, cuando acababa de pedirle a esta hermosa mujer, que hablaba inglés, que se casase con él. Ya se había enterado de que ella era la única habitante de esta espaciosa residencia que tomaba prestada de su padre, que vivía solo en Calcuta. Le había explicado que trabajaba dando clases en una escuela en Delhi. Él esperaba averiguar mucho más sobre ella. Pero del mismo modo en que nunca le invitó a entrar en casa, tampoco le reveló su pasado. Y ahora, ahí estaban, dos décadas después, regresando de esta forma triunfal a la India.

Hari se hizo a un lado y permitió que Lila entrase primero en el edificio. Pero él la siguió con entusiasmo, porque estaba impaciente por mostrarle de qué forma maravillosa se había transformado el regalo de su padre.

—Un emplazamiento muy poco común —dijo su arquitecto, cuando Hari se lo contó—. ¿Una casa en Kasturba Gandhi Marg? ¡Imposible! Es algo dificilísimo de conseguir.

Cuando su sobrino Ram sugirió que viviesen en algún sitio más moderno, Hari negó con la cabeza. Era la herencia que quería; y la conexión con el pasado de Lila.

Durante el año anterior había renovado la casa de arriba abajo: arrancaron la cocina, colocaron nuevos módulos, encalaron el techo de la terraza y la llenaron de macetas con plantas, desmontaron y enceraron el enmaderado de teca de Burma, pulieron el suelo de terrazo. Ahora, de los techos colgaban lámparas de araña. Obras de arte de su casa en América salpicaban las paredes. Había revistas y periódicos extendidos en forma de abanico sobre la mesa del salón. En el jardín, los escalones conducían directamente de la terraza a una extensión de césped que había tenido a tres malis ocupándose de ella durante ocho meses, como si cada brizna de hierba fuese un indefenso bebé recién nacido. El viejo ficus arrojaba algunas sombras perfectas, la raat-ki-rani proporcionaba el aroma dulce del otoño, y por las esquinas había buganvilla y jazmín, un árbol gulmohar y un ashoka. Un camino de ladrillos descendía desde el césped hasta un banco de arenisca roja, sobre el que había una hornacina con una pequeña estatua de piedra del dios Ganesh. ¡Este lugar, tan cerca de Connaught Place, y sin embargo tranquilo y retirado! ¡Alejado de todo el bullicio, el comercio y la contaminación!

Pero el plato fuerte —Hari llevó a Lila al dormitorio para enseñárselo— era un armario lleno de saris nuevos: de seda, de crepé, de chifón, de Benarés y, el favorito de él, de algodón tangail bengalí. Los había elegido personalmente. Hari no podía dejar de sonreír. Su esposa, de vuelta en la India. Su sueño se había convertido en realidad.

Al día siguiente era sábado y (siempre estratega) Hari aprovechó la ocasión para ir en coche hasta su oficina en South Delhi, supuestamente para asegurarse de que todo estaba en orden, pero en realidad para darle a su mujer la ocasión de deshacer el equipaje y familiarizarse con su nuevo entorno.

—¿Estarás bien? —preguntó al marcharse—. ¿Necesitas algo? El chófer está aquí. La cocinera se irá a las siete. La muchacha de servicio también debería haber terminado para entonces. Hay…

—Estaré bien —respondió ella, soltando por el aire el humo de un cigarrillo y sonriendo.

Él la observó allí de pie en medio del jardín. Fumar era un hábito nuevo; Hari todavía tenía que expresar su desaprobación.

Estaba cerca Divali y había un espíritu festivo en el aire repleto de contaminación de Delhi, y la excursión del sábado se prolongó más de lo que Hari pretendía. Cuando llegó a casa a las seis, estaba vacía.

—¿Dónde está la señora Sharma? —le preguntó a la cocinera, que estaba preparando cuajada en la cocina.

—Ha salido —contestó.

Hari paseó por el salón de techo alto, que daba al jardín, se sirvió un gin-tonic y se reclinó en una de sus recién tapizadas sillas de seda khadi en tono claro. La familiar tibieza del alcohol relajaría los nervios. Se notaba tenso ahí sentado, como un novio joven y tímido esperando a su novia.

La muchacha de servicio solo había encendido dos de las lámparas de tono sedoso, y la luz que arrojaban en la sombra de las primeras horas de la noche, sobre las apagadas alfombras persas y el sofá bordado, estaba veteada de forma agradable; a Hari le recordó a los bosques de sal en las afueras del pueblo donde creció, donde su padre le llevaba todos los domingos por la mañana para explicarle cosas sobre el mahua y que aquella tierra era sagrada para sus habitantes indígenas, que vivían ahí desde el comienzo de los tiempos. Hari estaba satisfecho con el efecto que había creado en esta casa, con la fusión de diferentes épocas de su matrimonio…, los cuadros de su apartamento saturado de arte moderno en Nueva York, los artefactos étnicos mexicanos que consiguieron durante un viaje por la frontera, los bártulos que recopilaron en viajes a Londres, Ginebra, Venecia, y trasladaron a Nueva Delhi. Las cosas habían avanzado considerablemente desde aquella mañana tres años antes en Nueva York, cuando Lila le reveló que su padre le había dejado la propiedad en Delhi.

Hari se sorprendió.

—Pero tu padre murió…, ¿cuándo?, ¿en 1985? Hace casi veinte años.

Lila removió azúcar moreno en sus gachas.

—Había inquilinos en el edificio hasta ahora. Acaba de resolverse ese asunto.

Desplegó la carta del abogado, en papel nuevecito, y se la pasó.

Lila no dijo nada más, y durante los siguientes cincuenta viajes a Delhi, Hari se alojó como de costumbre en el Hotel Imperial. Pero fue la casa la que lo puso a pensar. ¿Una casa representa una raíz?, se preguntaba en Nueva York, por la noche, tumbado en su lado de la enorme cama doble que todavía compartían. ¿Bastaba una casa para devolver a su esposa a su hogar?

La noche en que conoció a Lila, Hari estaba en un jardín abarrotado, en una fiesta organizada por la empresa para la que trabajaba. Había estado de un humor extrañamente febril. Durante los últimos meses le había obsesionado la idea de organizar su propio negocio. Cuando se acercaba a su jefe (pronto su rival), con una cajita de dulces atada con una cinta, una mujer joven llamó la atención de Hari. Era Lila. El jefe de Hari y su esposa, que era colega de Lila, estaban escuchando con atención mientras ella contaba una historia. Hari se fijó en sus ojos oscuros, sardónicos, su porte digno, envuelto de forma muy elegante en un sencillo sari de algodón, y se dijo a sí mismo, con una punzada desafiante, que con una mujer así a su lado podría hacerse con el mundo. Aquella noche, cuando Hari le ofreció a Lila llevarla a casa en coche, para su sorpresa ella terminó quedándose en su casa. Continuaron viéndose las semanas siguientes. Dos meses después, él había puesto en marcha su propia empresa de importación y exportación de prendas de algodón, Harry Couture (pensó en llamarla Dharma o Karma o incluso Bharata, pero Lila le convenció de que aquello era más agradable). Poco después de eso estaban casados y de camino a Nueva York. El padre de Lila bendijo el matrimonio con su aprobación, pero sin su presencia. Lila le explicó a Hari que era adoptada, que su madre murió cuando ella iba a la universidad, que su padre la quería, pero el dolor lo mantenía en Calcuta. Aquella revelación íntima afectó profundamente a Hari; se prometió a sí mismo que la protegería. Ese sentimiento se reforzó unos cinco años después, cuando el padre murió. Estaba sola en el mundo, sin nadie que cuidase de ella excepto Hariprasad Sharma. El deber sagrado le hacía sentirse orgulloso.

Por suerte, Lila superó con creces su patrimonio negativo en el terreno familiar. Era una inversión excelente: era cariñosa y siempre estaba apoyando, alimentando de forma constante el instinto comercial de Hari con planes rentables. Mientras ella establecía la casa en Nueva York, Hari daba instrucciones a sus trabajadores en la India para coser flecos transparentes de poliéster brillante en enaguas resbaladizas y combinaciones de encaje, reproduciendo diseños que Lila llevaba a casa desde Macy’s. En 1982 abrió una segunda línea, Namaste India, para vender prendas étnicas elegantes a adolescentes estadounidenses. En 1984, su fortuna quedó asegurada con la adquisición de una tienda de frutos secos, desvalijada por los disturbios, que pertenecía a un sij de Old Delhi; Hari se hizo cargo del renqueante godown; el hombre iba a emigrar a América para llevar uno de esos 7-Eleven, y amplió la línea para incluir pistachos y albaricoques de Kullu. Lila diseñó el embalaje en negro y dorado, y él vendía sus productos a las tiendas de comestibles más elegantes de Nueva York, cuando la cocina india estaba en la cresta de la ola. A medida que los ochenta se extendían de manera rentable en los liberalizados noventa, Hari se convirtió en un rey de las piedras preciosas, convirtiendo la esmeralda en su nicho corporativo. Talladas en Rajastán, diseñadas en Karol Bagh, preparadas por un equipo de trabajadores de Bangladés en el piso superior de un taller detrás de Chandni Chowk, con destino a Manhattan, los márgenes eran amplios, y los beneficios, divinos. Finalmente, en 1994, Hari aceptó poner dinero en un nuevo periódico en lengua inglesa, un tabloide llamado, con desenfado, el Delhi Star, el veinticuatro por ciento del cual pertenecía a un conglomerado extranjero de medios de comunicación. Era una innovación emocionante para la India. Hari nunca imaginó el problema que supondría más tarde.

El «problema» tenía que ver con el hermano mayor de Hari, Shiva Prasad, que amenazó con no volver a hablarle nunca si persistía en esa empresa en lengua inglesa, para lucrarse, financiada por extranjeros. Gritó que ese negocio de su hermano pequeño era degradante para un brahmán; que era antipatriótico promover la lengua colonial a través de esa empresa de comunicación; que era infame hacer negocios con inmorales corporaciones globales. Para Hari, cuyo patriotismo era tan ligero como vaga era su política personal, la vehemencia de Shiva Prasad resultó desconcertante, irritante y económicamente irrelevante.

—Está desfasado —se quejó a Lila—. Además, si hasta su propio partido se alía con las multinacionales.

—Está celoso de tu éxito, eso es todo —respondió ella.

Shiva Prasad siempre fue un bravucón; y Hari se negó a dejar este nuevo empeño. Durante un tiempo, los hermanos parecían destinados a seguir caminos separados.

Pero Hari echaba de menos a su hermano. Aunque de pequeños no estuvieron muy unidos, Shiva Prasad era parte de su vida. Estaba bien para los occidentales comportarse de ese modo despegado, reflexionó Hari, pero no era posible para los indios. Y una noche, tarde, se preguntó si no habría pasado demasiado tiempo en América, sobrealimentada, descafeinada en familia. Entonces se le ocurrió un plan. No era venganza. Lejos de eso. Era una forma de volver a relacionarse con la familia.

Poco después de casarse, Hari y Lila decidieron esperar unos pocos años antes de tener hijos. Unos pocos años se convirtieron en seis; para entonces Hari era ampliamente rico; esperaba un hijo. Copulaban de manera científica. Lila cumplió treinta, la madre de él le telefoneó desde la India para hablarle sobre gurús y prácticas, y Hari comenzó a ir al templo al otro lado de la ciudad. Entraba en el santuario silenciosamente, consciente de dónde estaba el ídolo, una piedra negra, con toques naranjas en la base: Ganesh, con su gran trompa curva, orejas alerta y amplitud, escuchando. Hari se sentía cómodo en aquel lugar.

Pero empezó a comprender que quería demasiado de Lila Bose. Estaba orgulloso de su esposa elegante, atea, moderna. Pero él tenía otras expectativas, también, acerca de un tipo de mujer que parecía resultar imposible. Entendió demasiado tarde que había querido una virgen para su noche de bodas; que había esperado una esposa religiosa. Hari nunca discutió sobre religión con Lila. En los primeros años, ella desempeñó los actos de la creencia piadosa, inclinando la cabeza ante el fuego de la puja que la madre de él encendía durante sus visitas a Nueva York, comprando los dulces apropiados para la gente adecuada en todas las fechas propicias. Pero él sentía que faltaba algo…, una apremiante falta de fervor, y que para su esposa el espacio insondable que su madre llenaba con dioses voluminosos permanecía vacío. Fue cuestión de tiempo que Hari buscase consuelo en lo sobrenatural. Pero ni siquiera eso sirvió de ayuda en lo relativo a la reproducción. De modo que al final Hari recurrió a los recursos de la familia.

En una de sus muchas visitas a la India, Hari concertó un encuentro secreto con Ram, hijo de su hermano. Tío y sobrino, unidos por el mutuo amor al capital, siempre se habían llevado bien, y Hari, que vigilaba con cuidado las finanzas de su hermano (afectadas por un libro autopublicado en hindi sobre los «Orígenes indígenas de los indoarios»), supuso que Shiva Prasad no tenía nada que ofrecer al orientado-al-mercado Ram que este pudiese desear. Era el momento de Hari. Como un hada madrina vestida con un elegante traje de confección occidental, se adentró con habilidad en la brecha económica, agitando una varita mágica color dólar.

Hari fue filosófico. Sabía que no debía, bajo ninguna circunstancia, ponérselo demasiado fácil a su heredero. Ram tendría que trabajar, tendría que ganárselo, tendría que demostrar que, a pesar de la pose aria de su padre, él merecía ser heredero de su tío. Ram hizo exactamente lo que Hari le pidió. Cursó una licenciatura en Económicas. Un máster en Dirección de Empresas. Incluso hizo horas en el piso de la empresa de confección. Una vez hecho todo eso, estaba listo para entrar en la oficina de Hari como su suplente, y de ahí a casa de Hari. Pero había un serio obstáculo para este plan: la relación de Hari con su hermano.

La querida hija mayor de Shiva Prasad, Urvashi, mientras tanto se había casado de forma poco apropiada. Se fugó con un musulmán, lo que en el contexto de la posición de su padre como pilar de la sociedad hindú era casi un desastre. Ella ya tenía treinta y tres, y el chico musulmán, según descubrió Hari, procedía de una familia de impresores de clase media-alta, ahora asentados en South Delhi. Con clarividencia gratificante, el marido de Urvashi trasladó la imprenta desde el espacio de trabajo de su padre cerca de Kashmiri Gate hasta un complejo moderno en Okhla, más fácilmente accesible para los empresarios de South Delhi; mientras su padre imprimía un respetado diario en urdu, el hijo se pasó al inglés; y así el negocio vivió un boom.

Shiva Prasad reaccionó al matrimonio musulmán de su hija favorita con fervor característico, desterrando a su Urvashi de casa. Sin hijos propios, Hari trataba por todos los medios de comprender esa actitud cáustica de su hermano hacia su prole. Lo que sí entendía era que la pérdida de una hija era una cosa (estaba obligada a marcharse al final), pero la pérdida de un hijo habría sido un sacrilegio sin arreglo.

Y después Sunita, hermana pequeña de Urvashi, se comprometió por propia iniciativa —una sorpresiva boda por amor— con el hijo del especialista en sánscrito más célebre de la India. Los Sharma procedían de una pequeña ciudad del centro de la India. Los Chaturvedi pertenecían a la élite urbana de Delhi. Era una alianza deslumbrante: mucho más allá de las perspectivas de la familia y las amistades de Sunita. Su padre, que como cualquiera con ambiciones políticas no podía resistirse a la celebridad, el poder y las relaciones, estaba abrumado. Según Ram, Shiva Prasad pensó, solo de forma breve, lo inoportuno que resultaba que él, padre de la novia, fuese ideológicamente opuesto al padre del novio. Con brío, apartó de su mente las horas que había pasado despotricando con sus compañeros de partido sobre las perspectivas atroces del profesor Ved Vyasa Chaturvedi sobre la mitología hindú, los dioses, los Vedas. Se volvió amnésico en cuanto a las palabrotas que había vociferado contra académicos liberales, ateos antinacionales y otras personas de la ralea de Chaturvedi. Había, finalmente, asuntos en juego más grandes que la moralidad nacional y religiosa.

Pero esta oportunidad para sí mismo y el impulso social de su familia no llegó sin preocupaciones. Como Ram le contó a Hari, Shiva Prasad estaba desesperado a nivel económico. El gasto de organizar una boda con una lista de invitados que incluía políticos, figuras de la televisión y editores de periódicos era astronómico. Shiva Prasad ya había canjeado su fondo de previsión, y eso apenas cubrió los preparativos básicos para el catering. Todavía faltaban el lugar de la boda, las invitaciones, el pandal, el pandit, el ajuar de su hija y una dote de tiempos modernos compuesta por un surtido de artículos electrónicos.

Hari vio su oportunidad. Sin decirle a su esposa en qué andaba metido, una mañana temprano, desde Nueva York, telefoneó a Manoj, el ayudante de su hermano, para hablar de una donación a la «cuenta de la boda».

—¿Cincuenta lakhs cubrirían algunos de los gastos más esenciales? —preguntó Hari.

Y desde la sala contigua, Shiva Prasad dio a entender que cincuenta lakhs en rupias serían suficiente. Así que el hermano Hari financió la fiesta de la boda. Pero no existe cena gratuita, al menos no cuando se trata del menú de una boda. Ahora que había regresado a Delhi, Hari planeaba visitar la casa de su hermano y sugerir que se reconsiderasen los asuntos familiares. Pero tenía que hacerlo con delicadeza. No se trataba tan solo de que Shiva Prasad pudiese sentir que no estaba a la altura por no poder cubrir las ambiciones materiales de Ram; también se opondría a la mácula de los comerciantes, el dinero y la influencia extranjera que se relacionaban con —y de lo que sacaba provecho— el mundo de su hermano Hari.

Lo que más deseaba conseguir Hari, no obstante, era algo que iba más allá de un conveniente acuerdo familiar de negocios. Quería una reconciliación. Quería que su hermano le diese la bienvenida por su regreso, de forma que los Sharma pudiesen volver a ser una familia. Ese era su plan.

Hari dejó su gin-tonic y se acercó al viejo tocadiscos bajo la ventana del jardín. Había cosas maravillosas en perspectiva, y, sin embargo, a pesar de todo, seguía preocupado por Lila. Sacó uno de sus LP de su funda arañada y descolorida y lo colocó en la pletina.

—Esta es mi única dote —le dijo Lila mientras le ponía trece discos entre los brazos.

En los primeros tiempos, ella los escuchaba una y otra vez, podía cantar de memoria todas aquellas canciones de películas, y esa música suave, ligera, todavía provocaba en Hari el ansia de los sueños de aquella época del matrimonio. Entonces, Hari había imaginado el dibujo de pies diminutos y extremidades regordetas de bebé; había pensado que la vería vestida con un sari de algodón, friendo parathas para su hijo; o en la terraza de un barsati en Delhi, meciendo a su hija entre los brazos. Se había imaginado a sí mismo, el padre perfecto, encendiendo diyas de Divali con su hija, o enseñando a su hijo a ser un hombre.

Durante los últimos doce meses Hari había deseado tanto contarle a Lila sus planes… Había practicado cómo explicaría la llegada de Ram; había ensayado encuentros mentalmente; había planeado cenas, paseos improvisados, conversaciones a la hora de irse a la cama. Le cogería la mano, en esas escenas que imaginaba, para desvelarle, en tono tranquilo, moderado, cómo podría ser su familia. Ella, por su parte, asentiría, sonreiría, indicaría con el tacto de su mano sobre la de él que sus deseos coincidían. Pero, de algún modo, el momento apropiado no hacía más que escabullirse. Parecían perder mucho tiempo en fiestas, eventos para recaudar fondos y recepciones. ¿De verdad pasaban tan poco tiempo a solas? Fuera cual fuese la razón, Hari no encontró el valor para hablar. Esperó hasta haber cancelado las vacaciones en París, haber trasladado cuadros y muebles desde el almacén hasta su casa en Nueva Delhi, haber reservado los billetes a la India…, y todavía no se lo había contado. No fue hasta la mañana de la conferencia del profesor Chaturvedi en Nueva York, después de que le telefonease Ram para contarle que iba a tener lugar, cuando Hari supo que no podía postergarlo por más tiempo.

De pie junto a la ventana, mirando al jardín, escuchando cómo una canción triste llegaba a su momento culminante, Hari pensó en su esposa de nuevo con una punzada. Ella nunca quiso regresar a la India; permanecer lejos de este país fue lo único que le pidió en veinte años de matrimonio. Y, sin embargo, ahí estaban.

Pero el timbre sonó justo en ese momento, y Hari, que sabía que su sobrino había llegado, se dio la vuelta con su resolución habitual. Esta noche, Ram Sharma volvería aquí como hijo de Hari. Esta noche, Lila y él se convertirían en padres. Esta noche, la familia de Hariprasad comenzaría a funcionar del modo en que él siempre deseó. Todo dependía de la alianza filial.

4

Con mucho gusto y evidente facilidad comienzo mi parte en estas páginas. No es demasiado pronto. (¿Incluso un poco tarde? Ya veré si cambio el orden). Pues las palabras me vienen con naturalidad.

Permitidme que me presente. Soy Ganesh, dios con cabeza de elefante, hijo deforme del dios Shiva y de Parvati; decapitado por mi padre para proteger el honor de mi madre; se me ha otorgado de forma abusiva este frívolo reemplazo de elefante; residente a temporadas demasiado prolongadas en Kailash, esa montaña helada y hostil donde mi familia escogió vivir; con la única amistad de mi fiel Rata (vahana divina, devoto medio de transporte). Admito libremente que mi enemigo declarado es Vyasa, compositor pedestre de la demasiado-larga épica de la India, un poema titulado Mahabharata, del que escribí todas las palabras.

Incluso cuando era un elefante muy joven, podía sentir cómo se formaban las palabras en mi interior, apretando contra el extremo de mi trompa, luchando por salir… y de repente perdía el control, en forma de un gran bramido; una diatriba que reventaba los oídos surgía torpedeando el aire para hacer perder la concentración de ese montículo de meditación obsesionado consigo mismo que llaman Kailash. Antes de que mi familia pudiese reprocharme algo, me iba corriendo a mi lado de la montaña, me agachaba sobre mi pluma de pavo real como un adolescente culpable y escribía sin parar.

¿Sobre qué escribía? Te oigo preguntar. Bueno, la vida interior de los otros, cuyas experiencias acudían, de forma espontánea, a mi mente. Casi se me saltan las lágrimas al recordar cómo mi padre, Shiva —el famoso asceta—, me golpeaba con su tridente cuando me quedaba sentado parloteando durante su clase de meditación, transcribiendo los pensamientos que le pasaban por la cabeza («Parvati, ven a mí, princesa de muslos melosos»); al recordar las palabrotas malhumoradas con las que se topaban mis esfuerzos por señalarle a mi familia la insensatez de sus maneras; al rememorar aquellas sesiones largas, magníficas, con la única compañía de mi querida y pequeña Rata, el único miembro de nuestro hogar que aguzaba el oído y escuchaba, escuchaba de verdad, mientras revelaba mis tribulaciones.

Desde luego, me criaron muy mal. De hecho, es un auténtico milagro, dadas las circunstancias poco propicias de mi temprano ascenso, que fuese capaz de mantener mi integridad, creer en mi aptitud y confiar en mi auténtico don para contar una buena historia.

El peligro fue que por haber aprendido a la fuerza que lo que hacía estaba mal comencé a creer que lo que mi familia decía era cierto: empecé a interpretar mis facultades creativas como indicio de un aburrimiento voyerista. Y escuchaba y me sentía consternado cuando mi madre se lamentaba:

—¡Oh, Ganesh! ¡No puedes estar siempre contándole a la gente sus propias historias!

Pero se supone que los bardos cuentan la verdad. ¿Ugrasravas, hijo de Lomaharsana, cantor de la vieja tradición, transigió en este punto? No. ¿Se saltó Homero las partes malas? Te aseguro que no. Pero en aquel entonces, pegado a una eternidad sin tiempo, un vacío de arte y palabras, no tenía forma de convencer a mis padres a este respecto. No era más que un escriba solitario perdido para su familia ignorante.

Pero, aunque la represión que sufrí habría acobardado una voluntad menos resistente que la mía, yo estoy hecho de una sustancia decidida, y ni el ceño fruncido de mi padre ni las pullitas espinosas de mi hermano hicieron mella en mi escudo verbal por mucho tiempo. Como Valmikiya (autor de esa épica bastante menor, el Ramayana), convertí ‘shoka’ en ‘shloka’ (lamento el verso resonante) y me percaté de lo magníficamente dotado que estaba para quedarme sentado en aquella primitiva colonia de dioses y esperar a que llegase mi kishti. Casi había alcanzado la fase de desilusión final con los otros dioses. Tenía la mente repleta de narraciones por entregas…, salían a la superficie, de modo irrefrenable, para hostigarme…, y por ello me vi obligado a pasar más y más tiempo en la otra parte de la montaña, escribiéndolo todo, perdido en un mundo de mi propia invención. Y entonces sucedió algo que ayudó mucho. Apareció Vyasa.

Sí, apareció, jadeando y resoplando en medio de la neblina, marchando por la nieve, hiperventilando hasta la cima del monte Kailash, donde se arrojó a mis pies, se colocó a mi merced y me rogó que le prestase mis afamadas facultades como escriba. Pues, para entonces, incluso el buen dios Brahma se había enterado de mi aflicción verbosa. Vyasa se había quejado ante él:

—Oh, Brahma, un Poema que es muy respetado ha sido compuesto por mí. Contiene el misterio de los Vedas, los himnos de los Upanishads y la historia del tiempo Pasado, Presente y Futuro. Explica la naturaleza de la existencia y de la no existencia, las normas de las cuatro castas y las dimensiones de la Tierra, el Sol y la Luna. Desvela el arte de la guerra, la clave de las diferentes razas y los idiomas de todos los seres humanos. Todo se halla en este Poema. Pero no puedo encontrar a nadie que escriba mi Mahabharata.

Brahma, que era un infinito y caritativo dios de creación, pensó que, a pesar de la longitud invendible del poema, merecía la pena probar (siempre podría ofrecerse como religión). De modo que se tocó la nariz con el dedo, levantó la mirada hacia el cielo, la bajó hasta Vyasa y después dijo:

—Has revelado palabras divinas en el lenguaje de la verdad incluso desde su inicio. Eso está muy bien. Pero ahora pídele a Ganesh que lo escriba por ti.

Y, de esa forma, Vyasa salió a buscarme.

—Ganesh —habló, cuando recuperó el aliento tras subir la montaña—, conviértete en el escriba de mi Mahabharata, que he compuesto en mi mente y ahora repetiré.

Explicó cómo le había oído decir a Brahma que yo no podría decir que no a una saga. Y tenía razón. Como era un elefante instintivo, ya había visto el potencial del relato de Vyasa de maneras que su autor no podía ni empezar a calcular. De modo que respondí:

—Ganesh será el escritor de la obra, siempre que su pluma no se detenga ni un momento.

Vyasa contestó:

—Deja de escribir solo cuando no entiendas un pasaje.

Yo repliqué:

—Om.

Y así nos pusimos a trabajar…, volviendo al inicio, porque como todas las buenas historias habíamos comenzado por el medio y estábamos terminando casi por el comienzo.

Ahora, en el Mahabharata, Vyasa se describe como un sabio sagrado, de pelo enmarañado y apelmazado y aire místico, un profesor experto, consejero de reyes, el viejo y sabio abuelo de sus personajes. Construye un retrato fabuloso: reconfortante aunque distante, inteligente aunque seductor. Solo tengo un problema con esta imagen benévola: es del todo incierta. En estas páginas mías, corregiré el malentendido bajo el que los mortales han languidecido tanto tiempo. Mostraré cómo Vyasa tenía poco respeto por las mujeres, no logró disuadir a sus descendientes de la matanza mutua y provocó dolores de cabeza a los estudiantes de literatura con su prosa.

Ay, costó un siglo sacar la historia. Vyasa serpenteaba, y el río de aguas mansas de su poesía tenía muchos afluentes, lagos que se formaban en meandros y charcas de agua estancada (por no mencionar demasiados narradores). Con su elenco gigantesco, duración endiablada y vastas localizaciones, su Mahabharata era demasiado largo, incluso para la India. Mastodóntico. Pero arrastré, y empujé e insté a Vyasa hacia delante…, hasta que al final la progenie vociferante de sus experiencias y sueños se deslizó para salir, como en un parto, hacia mi pluma, que estaba a la espera.

Lo que distinguía estos esfuerzos literarios nuestros de cualquier acto ordinario de autoría era que, mientras estábamos arriba en Kailash (él hablando, yo garabateando), abajo en la tierra todo lo que decía Vyasa iba a suceder de verdad. Eso lo sabe todo el mundo: los personajes de Vyasa poblaron la India. Pero de lo que nadie más está al corriente todavía —la gloriosa vuelta de tuerca que he esperado revelar hasta ahora— es que el Gran Poema de Vyasa también fue el semillero fértil para mis propias imaginaciones, mi propio elenco inventado.

Vyasa, como todos los dictadores, era paradójico. Vigilaba su historia celosamente, negándose a que fuese publicada en vida de sus nietos, puesto que, por supuesto, aparecían en ella, y al leerla habrían sabido qué iba a ocurrir a continuación. Y sin embargo, a pesar de no perder de vista de forma estricta el paradero del manuscrito, regulando exactamente quiénes podrían saber de ciertas secciones y cuándo, nunca se detuvo ni una vez a comprobar qué había escrito yo. Quizá, al haber pensado ya dos veces aquellas cien mil shlokas, no tenía la energía para leerlas de nuevo. O tal vez, al ser un bardo analfabeto como era, no tenía forma de comprobarlo. O puede que me reconociese más honor devoto del de mi cuota divina. En resumen, todavía me sentiría culpable hoy en día de no ser porque, sin mis acciones específicas, cierta gente importante —la estructura de primera calidad de la historia que estoy a punto de desarrollar— nunca habría visto la luz del día.

De modo que ahí estábamos. Vyasa, con su versión de los hechos. Y yo, hacia fuera todo conformidad y hacia dentro desacuerdo, con la mía. Y Vyasa nunca se percató de mis interpolaciones hasta que no fue demasiado tarde.

En realidad, al comienzo, mis personajes eran figuras imprecisas, apuntes marginales, que era fácil pasar por alto. Se deslizaron entre las páginas del texto de Vyasa, atravesaron de forma anónima el consagrado escenario védico de la antigua Bharat, entraron en contacto con los sagrados Pandavas, ofrecieron agua con sus manos, vaginas para el sexo, cuerpos postrados para ser asesinados o vendidos a los clanes guerreros que aguardaban. Esclavas locales e importadas, mlecchas subidos a elefantes: la clase bárbara marginada de la dominación aria, esa era mi arcilla. Pero estaba decidido a moldearla bien. Mi texto fue su debut teatral; era mi entrada como director. Y yo tenía la vista puesta en la posteridad. Lo que necesitaba era una fórmula irresistible, un equipo humano de personajes que fuesen creciendo en humanidad en las páginas del libro de Vyasa, y después se reencarnasen a través de los siglos, que cada vida consecutiva le otorgase a cada personaje individual el tiempo y el espacio para practicar sus rasgos y eliminar tics, perfeccionar cualidades y poner a punto acciones, hasta que llegasen a dominar mi manera y mensaje. (Y sin embargo, todos con demasiada rapidez, se escaparon de mi alcance y empezaron a establecer sus propios giros en la trama).

Pero me estoy adelantando. Regresemos al comienzo. De vuelta a aquellos días infantiles en Kailash. Permitidme dar a conocer a mi protagonista.

Lila, la preciosa Lila, llegó a mí una mañana en una bruma de alfabetos desconocidos cuando estaba tumbado sudando sobre la ladera tras un ingrato ataque de poesía. Apareció completamente formada desde la espuma de mi subconsciente con la vaguedad de un anochecer de verano: desnuda, suave, latiendo de forma prometedora, sus pechos tan deliciosos como los mangos del monzón, su vientre una curva ligera, sus larguísimas pestañas, que era imposible alargar más. Había dado a luz a una belleza.

Sin mencionarle ni una palabra a nadie, simplemente la dejé caer en el relato de Vyasa, en uno de los pocos lugares de la épica donde un personaje no tiene nombre —la propia cama de Vyasa, dio la casualidad—, como la apasionada esclava a quien fecundó por error (después de que las viudas de su hermano hubiesen tenido bastante).

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Claro que recuerdas la historia: la madre de Vyasa, nacida pez, lo concibió fuera del matrimonio, y después se casó con un rey magnífico del que tuvo dos hijos inútiles, uno de los cuales murió joven en combate y el otro de enfermedad incluso antes de engendrar herederos con sus dos esposas, las hermanas Ambika y Ambalika. La madre de Vyasa, que, como toda mujer, anhelaba tener en sus brazos a los hijos de sus hijos (y de esa forma asegurar su reino), mandó llamar al hijo que le quedaba y exigió que les endosase su esperma a las hermanas. «Vamos —dijo—, ahora depende de ti». Y así fue: Vyasa se fue a la cama con las esposas de su difunto hermano.

A diferencia de la mayoría de los autores, Vyasa no fue vanidoso en cuanto a su propio aspecto. Lo describió en detalle, asqueroso, que desarma: su espantoso aroma a asceta, su pelo horrendo, ese brillo en los ojos que parece aquejar a los hombres más santos del país. Ambika, que fue la primera, se encogió de miedo cuando le vio acercarse. Cerró los ojos con fuerza y se negó a volver a abrirlos hasta que Vyasa se hubiese retirado de su presencia y la dejase incubando a su bebé a solas. Pero al sabio no le hizo gracia su obvio desagrado. La maldijo al marcharse y, fiel a su palabra, su hijo nació ciego. A Ambalika, que acudió en segundo lugar, tampoco le gustó el gran proveedor épico. Se puso blanca de repulsión cuando él le mostró su cuerpo desnudo, y en esa ocasión el sabio le confirió a su hijo una cadavérica complexión pálida. Pero estos dos hijos mal engendrados no fueron bastante para la madre de Vyasa. Quería un tercero, y puesto que ni Ambika ni Ambalika deseaban volver a dormir con Vyasa, enviaron a una sustituta, una esclava vestida con prendas reales.

Ahí fue donde entré. Ahí fue donde introduje a mi preciosa Lila. Parecía un argumento brillante en ese momento, una forma sutil y subversiva de hacer que mi personaje entrase en su Mahabharata. Solo después comprendí la magnitud de mi error.

Vyasa, ya sabes, se sintió muy atraído por Lila: no iba a dejarla en paz, la hostigaba con besos, la molestaba con insinuaciones inapropiadas. Ella huía de él, se arrojaba sobre el duro suelo de piedra del templo donde se erguía el ídolo del dios Ganesh, y le gritaba a la estatua de ojos apagados y absurdo barrigón: «Sálvame de este monstruo», imploraba. «¿Qué le he hecho a mi creación?», me dije al observarla. «Me prostituyes para tu enemigo», parecía gritar allí tumbada. Y si hubiese sangre en mis venas, se habría helado.

Hice lo que pude para retomar el control. Escondí a la sirvienta en un esquife que transportaba azafrán de Cachemira río abajo hasta donde el Yamuna se une con el Ganges, y envié a Vyasa a la jungla para permitirse algo de meditación forzosa.