Cuando ya no te esperaba - Claudia Cardozo - E-Book

Cuando ya no te esperaba E-Book

Claudia Cardozo

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Beschreibung

Charles Egremont era un soltero empedernido por convicción y necesidad, ya que no podía permitirse mantener a una esposa. Además, ocultaba un secreto. Sin embargo, cometió el error de acercarse demasiado a Lauren Mowbray, una joven fuerte y decidida a no casarse si no era por amor, y quedó fascinado por ella. Lauren tampoco escaparía indemne a la fascinación que le producía Charles, pero ni toda la fortaleza, valentía y decisión del mundo podrían haberla preparado para bregar con alguien que no quería ser amado. ¿Lograría la fuerza del corazón dar a Charles la confianza en sí mismo que necesitaba para atreverse a amar? "Ha supuesto una lectura agradable y gratificante que me ha gustado y he disfrutado. La recomiendo, sobre todo para aquellos momentos en los que nos apetece leer algo sosegado, bonito y bien escrito que hará que termines con una sonrisa dibujada." Otro Romance Más "La elegancia de la pluma de la autora está patente a lo largo de toda la novela. La historia nos mantiene a la expectativa desde el principio y con ganas de saber la suerte de los personajes." Raquel Campos "Este libro es fresco, adictivo, con escenarios muy bien descritos dejando que tu imaginación refleje sin problemas lo leído. Es gratificante cuando un personaje se revela a su época y el final con su respectivo epilogo me dejo muy satisfecha. Lo diré una y mil veces más: Claudia Cardozo es de lectura obligada. Lo recomiendo." Xiawife "La trama es bastante original, con ciertos tópicos a los que la autora ha dado un nuevo giro para crear una historia única y sencilla, con mucha profundidad. Hay una palabra que define muy bien toda la obra y es: dulce. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Claudia Cardozo

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Cuando ya no te esperaba, n.º 57 - enero 2015

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-687-6117-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Epílogo

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Londres, 1892

El primer barón de Egremont, del condado de Surrey, fue nombrado en el siglo XIII y la historia de la baronía estaba colmada de una serie de servicios prestados a la Corona, por lo que gozaba de un bien ganado prestigio.

Nadie se atrevería jamás a hacer un solo comentario negativo respecto al honor del actual barón, o cualquier miembro de su familia. No solo eran respetados, sino muy estimados por la llamada buena sociedad.

Sir Patrick Egremont era un hombre justo, generoso y de carácter agradable. La baronía que ostentaba no era tan rica como otras de la región, pero contaba con tierras fértiles y unas rentas nada despreciables que, llegado el momento, pasarían a su hijo mayor, Arthur Egremont, un hombre joven y sensato, tan querido como su padre que, nadie lo dudaba, sabría llevar con dignidad el título que algún día pasaría a sus manos.

Además, el legado de la baronía estaba asegurado por otra generación, ya que Arthur contrajo matrimonio siendo muy joven con la encantadora hija de un conde y el cielo los había bendecido con dos pequeños varones. Ciertamente, imposible poner en duda la prosperidad y futuro de un título que formaba parte de la historia de la nación.

Sin embargo, con frecuencia las personas parecían olvidar a un importante miembro de la familia Egremont o, para ser más precisos, no darle la importancia que le correspondía.

Porque el barón no tenía solo un hijo, sino dos y el menor de ellos, Charles Egremont, era todo un personaje por sí mismo. Bien pensado, quizá fuera este el motivo por el que las personas, su familia incluida, daban por hecho que no había necesidad de recordarle cuán estimado era; después de todo, él tampoco daba la impresión de necesitar una atención especial.

Charles era un hombre joven, apenas llegado a los treinta años, apuesto, con un sentido del humor envidiable y que, como por obra de magia, agradaba a casi todo el mundo. Muy pocas personas podían encontrar algo que reprochar en su conducta y si se daba ese extraño caso, eran calificadas de seres sin buen juicio para apreciar a un caballero tan ocurrente y simpático.

Desde su más tierna infancia, Charles mostró un ingenio superior a lo que cabía esperar, con la palabra justa para arrancar carcajadas de su padre y convertirse en el consentido de las niñeras. Si algo oscureció su niñez fue el pronto fallecimiento de su madre, apenas cuando el pequeño contaba con cinco años, pero supo reponerse pronto y si esta pérdida tuvo algún efecto profundo en él, jamás lo demostró.

Pasó los años de escuela mostrando que no solo era un joven encantador, sino también brillante, aunque nunca se esforzó demasiado por hacerlo notar; encontraba más divertido el formar parte de los grupos más inquietos en Eton.

Una vez que se integró en la sociedad, tal y como se esperaba de él por su abolengo, ocupó fácilmente el lugar que le correspondía y fue recibido con mucho entusiasmo por sus semejantes. ¿Quién no querría contar con el apuesto y gracioso Charles en sus fiestas? Las damas mostraban una simpatía inmediata y los caballeros, salvo pequeñas excepciones, lo trataban con especial deferencia.

Charles Egremont era todo un éxito y así transcurrieron los primeros años de su vida adulta.

Sin embargo, tal y como hemos mencionado en las primeras líneas de esta historia, muchas veces las personas acostumbran dar por sentado lo que otros necesitan con frecuencia oír. Porque el buen Charles se divertía mucho como el individuo divertido y socarrón que animaba las fiestas y gozaba de la estima de su familia, pero a veces, solo a veces, hubiera deseado ser visto como algomás.

Y es justo acotar que Charles nunca envidió la primogenitura de su hermano, ni anheló en secreto la baronía; simplemente, se preguntaba qué sería de él en el futuro, cuando las reuniones lo aburrieran un poco y el flirtear traviesamente con las damas dejara de procurarle placer.

No contaba con una gran renta, solo la necesaria para vivir con dignidad; los miembros de su clase no trabajaban, no a menos que se encargaran de administrar sus propiedades y él no poseía ninguna. Vivía de forma decorosa con el dinero que recibía cada mes, sin mayores preocupaciones, pero pensaba, cada vez con más frecuencia, en que no le molestaría tener alguna, solo para variar.

Además y esto no lo reconocería jamás, ni ante el respetado Robert, conde de Arlington, su mejor amigo, pero desde hacía un tiempo cierta idea empezaba a rondar su mente, una que no se atrevía siquiera a nombrar.

Cada vez que visitaba a su hermano Arthur en la mansión familiar y lo veía compartir cosas con su cuñada, o pasaba una temporada en Devon con el mencionado Robert y su esposa Juliet, sentía algo muy parecido a la envidia y él no era una persona que se rindiera a esa clase de sentimientos. Sin embargo, no era sencillo ignorar ese anhelo que empezaba a atacarlo en los momentos menos propicios.

¿Cómo sería amar tanto a una mujer que su sola presencia lo sumiera a uno en un estado de embeleso? Porque no podía pensar en otra palabra para definir las expresiones que veía en Arthur o Robert frente a sus respectivas esposas, especialmente en el caso del segundo. Su mejor amigo nunca fue un hombre en exceso romántico, pero cada vez que Juliet aparecía, la miraba con una adoración que con frecuencia le hacía sentir incómodo, como si fuera un espectador indiscreto sin derecho a observar un sentimiento tan íntimo.

Y luego, claro, estaba ella. ¿Lo miraría alguna mujer de la forma en que Juliet miraba a Robert? ¿Como si el amor fuera tan poderoso entre ellos que de alguna forma iba más allá de sus miradas? Al inicio de su matrimonio sintió una profunda curiosidad rayana en la diversión ante este fenómeno, pero si era sincero consigo mismo, cada vez le parecía más envidiable.

Amar y ser amado. Sonaba bien, aunque estuviera del todo lejos de su alcance.

Como el segundo hijo de un barón no muy acaudalado nadie podría considerarlo un buen partido. Divertido para compartir una charla agradable y unos cuantos flirteos inocentes; una excelente pareja en los bailes más distinguidos, pero… ¿un marido en potencia? No, no para una señorita de buena sociedad que aspirara a hacer un matrimonio conveniente.

Era una suerte que, si bien Charles se preguntaba con frecuencia cómo se sentiría al ser amado, no era algo que le quitaba del todo el sueño.

Podría vivir sin saberlo.

Capítulo 1

La mansión Mowbray, en Londres, era un hervidero de actividad durante la temporada de bailes, en especial desde que el barón de Mowbray decidió que sería una gran idea hospedar allí a sus hijas mayores y sus respectivas familias.

Esto, desde luego, no disgustaba en absoluto a su hija menor, la única soltera, Lauren, ya que amaba a sus hermanas y sobrinos, además de estimar profundamente a sus cuñados, pero, al ser de carácter reposado y sensible, necesitaba disfrutar de ciertos momentos de apacible silencio que le eran cada vez más escasos.

Su madre y hermanas le rogaban para que aceptara hacerles compañía durante sus días de compras, así como también para que asistiera a las veladas que se desarrollaban cada noche en distintas mansiones de la ciudad. Sus sobrinos, por otra parte, requerían su atención para que les sirviera de cómplice en sus múltiples juegos. Sin embargo, a decir de Lauren, si tuviera la libertad de escoger sin lastimar los sentimientos de nadie, preferiría dedicar su tiempo tan solo a lo segundo.

No era que encontrara aburrido el pasar tiempo como cualquier otra joven de sociedad, disfrutando de la suerte de poder contar con hermosos vestidos y participar de divertidas fiestas, pero esa era ya su tercera temporada social y todo empezaba a resultarle un poco tedioso, en especial desde que su mejor amiga, Juliet Braxton, decidió residir buena parte del año en el campo, con su esposo, el conde de Arlington. Cierto que pasaba un par de semanas en Londres cada cierto tiempo, pero no era lo mismo y desde luego que tratándose de una mujer casada, su relación no podía ser la misma que tenían cuando ambas eran unas jóvenes debutantes.

De modo que Lauren se veía a sí misma sola, un poco aburrida y, para ligero desconcierto de su madre, aún soltera.

Y aunque era muy afortunada, ya que pertenecía a una familia amorosa que nunca daba muestras de reprocharle nada en absoluto, no dejaba de ser un poco incómodo saber que la consideraban una rareza dentro de la alta sociedad a la que pertenecía.

Era la hija más querida de uno de los hombres más acaudalados y respetados de Londres, contaba con una familia cariñosa, se la consideraba una joven agraciada, casi bonita todo fuera dicho, aunque no poseyera una belleza deslumbrante y su dulce carácter era muy apreciado. Entonces, ¿cómo era posible que Lauren Mowbray continuara soltera?

Bien, Lauren Mowbray podría decirles el motivo y este era muy sencillo, aunque se abstenía de hacerlo, claro, no hubiera sido muy bien visto; pero en lo profundo de su corazón, estaba muy claro.

Deseaba enamorarse.

Sus padres se amaban profundamente aun después de tantos años juntos y siempre los vio como un ejemplo de lo que anhelaba para su vida. Luego, sus hermanas contrajeron matrimonio con hombres gentiles que demostraron siempre un sincero amor y, por si todo eso fuera poco, su más querida amiga era cada día más feliz junto a su esposo.

Lauren estaba rodeada de parejas enamoradas y ella también quería estarlo, ¿acaso era mucho pedir? Al parecer, sí, ya que en tres años, desde su debut, había recibido igual número de propuestas y cada una más desapasionada que la anterior. Sus pretendientes le declaraban amor eterno, como era de esperar, pero ella reconocía su falta de honestidad y no los culpaba por ello. Comprendía que el amor no era un sentimiento que importara a todos por igual y que el hacer un buen matrimonio era una razón que el mundo veía tan válida como cualquier otra para comprometerse.

Pero ese no era su caso.

Ella deseaba una verdadera historia de amor, una como la de sus padres, o la de Juliet, y, sobre todo, su mayor sueño era saberse querida por un hombre bueno y dispuesto a cualquier sacrificio por ganar su amor.

Solo debía tener un poco de paciencia y si llegado el momento la vida le mostraba que ese no era su destino, seguro que podría resignarse a ser una buena hija que sirviera de compañía a sus padres.

Una lástima que, si bien procuraba engañarse a sí misma con un falso entusiasmo, el panorama resultara tan poco alentador.

Charles Egremont había decidido acceder a tan pocas invitaciones como le fuera posible durante esa temporada. Empezaba a aburrirle ver los mismos rostros, sostener las mismas charlas y ser el alma de las fiestas cuando buena parte de él preferiría encontrarse en cualquier otro lugar.

Empezaba a envejecer, una idea deprimente.

Sin embargo, había ciertas celebraciones que simplemente no se podían rechazar y la fiesta para celebrar el compromiso del primogénito del duque de Clarence era una de ellas, de modo que allí se encontraba, departiendo tal y como se esperaba de él.

Tras escoltar a lady Richmond hasta su asiento, luego de escucharla hablar durante casi veinte minutos acerca de su tercer difunto marido, al cual no parecía extrañar en demasía, inspiró como si estuviera a punto de ahogarse y se encaminó con paso rápido a la mesa de las bebidas; lástima que no hubiera nada más fuerte que una limonada. Tal vez si pudiera hablar con el anfitrión y convencerlo de que le mostrara su cava privada…

Estaba a punto de dirigirse hacia el centro del salón, cuando se topó con una figura familiar que provocó que esbozara la que debió ser la primera sonrisa sincera de la noche.

Lauren Mowbray se acercaba con paso delicado, esquivando a los presentes, dirigiendo pequeñas sonrisas aquí y allá, toda cortesía y buenas maneras. Llevaba un vestido sencillo de una tonalidad rosa que no alcanzó a identificar, pero el contraste con su cabello rubio y ojos azules provocaba un resultado encantador.

Le agradaba mucho la joven amiga de Juliet, siempre tan gentil y con una cándida honestidad que encontraba fascinante. Aunque era también muy tímida y no resultaba nada sencillo entablar una plática fluida con ella a menos que se encontrara en presencia de personas que considerara de confianza. Aun así, verla en medio de todo ese mar de hipocresía y formalidad era como un soplo de aire fresco, por lo que se apresuró en acercarse para saludarla.

—Señorita Mowbray, qué inesperado placer.

Lauren pestañeó varias veces, con la sonrisa a flor de labios, ligeramente sorprendida por el entusiasta saludo, si bien considerando su fuente no debía serle tan extraño. El señor Egremont siempre mostraba una amabilidad rayana en la exuberancia que en un principio la desconcertaba, pero desde que empezó a tratarlo la consideró una característica muy agradable. Como tenía por costumbre iba inmaculadamente vestido, con el cabello oscuro un poco más largo de lo que estipulaba la moda, pero que en él se veía muy bien, ya que le daba un aire algo rebelde, que hacía juego, a su parecer, con su personalidad.

—Señor Egremont, buenas noches, no esperaba encontrarlo aquí.

—¿Y perderme el evento social de la temporada? ¡Jamás, señorita Mowbray!

Lauren soltó una risita ante su falso tono solemne.

—Desde luego que hubiera resultado una lástima no contar con su presencia.

—¿Pretende halagarme, señorita?

El rubor que subió a las mejillas de la joven ante su tono burlón le recordó que no era buena idea hablar de esa forma con ella.

—Lo siento, señorita Mowbray, era solo una broma —se apresuró a remediar su error, cambiando la charla hacia un tema seguro—. Dígame, ¿ha sabido algo de nuestros queridos amigos de Devon?

Ante la alusión a Juliet y su esposo, el rostro de Lauren se iluminó, despejando todo rastro de incomodidad.

—Recibí una carta de Juliet hace unos días, al parecer tiene pensado visitarnos pronto, aunque no mencionó una fecha en especial.

—¿No la acompañará Robert?

—Juliet comentó en su carta que debía atender unos asuntos impostergables en Rosenthal —se refería a la principal propiedad del condado de Arlington—, pero que se reuniría con ella tan pronto como le fuera posible.

Charles asintió con expresión satisfecha ante esa información; sería agradable departir con sus amigos.

—Me ha dado una excelente noticia, señorita Mowbray, acaba de iluminar este día oscuro.

En esta ocasión Lauren no reaccionó con una sonrisa indulgente ante la exagerada expresión, sino que observó con mayor atención a su interlocutor, un poco asombrada por la sombra que pudo observar tras su sonrisa.

—¿Se siente usted bien, señor Egremont? Parece un poco… desanimado.

—¿Desanimado, dice? —Charles elevó las cejas, un poco sorprendido por el comentario—. No sé qué le hace pensar tal cosa.

Lauren sacudió la cabeza, reprochándose mentalmente por esa falta de educación; no debía decir lo que pensaba de forma tan directa, no a un caballero en medio de un salón, ¿qué diría su madre? Por un momento, enfrascada en la conversación amistosa con el señor Egremont, olvidó las buenas maneras.

—Lo siento, señor, ha sido un comentario absurdo, no sé en qué pensaba, fue solo una impresión equivocada —ignoró a la vocecilla interna que le decía lo contrario; había visto esa sombra—. Si me disculpa, debo reunirme con mi madre.

—Por supuesto —Charles quedó aún más confuso frente a sus reparos, pero se cuidó de disimularlo bien—. Ha sido un honor saludarla, señorita Mowbray.

—Lo mismo digo, señor Egremont, espero verlo pronto.

—Igualmente.

Charles inclinó la cabeza al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa y le cedió el paso para que reanudara su camino.

¡Qué joven más extraordinaria! Por un momento pensó que mencionaría algo referente a su tedio, aun cuando estaba seguro de que no había dado mayores muestras de él. Tal vez la señorita Mowbray fuera más observadora de lo que parecía a simple vista, pero si ese era el caso, agradecía su discreción.

Se disponía a despedirse de sus anfitriones con una bien pensada disculpa, listo para regresar a sus estancias, donde esperaba pasar un momento más agradable, cuando notó un ligero aspaviento a su derecha.

La adorable condesa de Danby se acercaba hacia él con la barbilla muy en alto y una media sonrisa cómplice que Charles logró descifrar de inmediato.

Bueno, tal vez se quedara un momento más, él jamás desairaba a una dama.

Apenas dos días después de la velada en casa del duque de Clarence, Lauren recibió la visita de su prima más querida, Margaret, a quien no veía desde que contrajera matrimonio hacía ya poco más de seis meses. En verdad, para ser más precisa, era justo decir que se trataba de la única prima a quien tenía en alta estima, ya que buena parte de su familia residía en el norte y no mantenían mayor contacto, a excepción de una esporádica y cortés correspondencia.

Por ello le alegró tanto dar la bienvenida a Margaret, que con su rostro amistoso y sus comentarios graciosos conseguía siempre arrancarle unas cuantas carcajadas. Lamentablemente, tal y como le informó, solo se quedaría en la ciudad dos semanas antes de regresar a su nueva residencia en Escocia.

—Es tan triste pensar que debamos despedirnos nuevamente pronto —decía Lauren al tiempo que tomaba un poco de té.

Durante la estadía de su prima, pasaban mucho tiempo reunidas en el saloncito anexo a su dormitorio, donde podían conversar a gusto e intercambiar noticias.

—Vamos, querida, nada de quejas, pretendo divertirme mucho en estos días, de modo que olvidemos ese desagradable hecho y disfrutemos los momentos que podamos compartir.

—¿Y no extrañarás a tu esposo?

Margaret torció la boca en una sonrisa traviesa y se encogió de hombros.

—La idea, mi querida prima, es que sea él quien me extrañe con desesperación, aunque pretendo compensarlo, desde luego—rio abiertamente ante el sonrojo que afloró a las mejillas de Lauren—. ¡Oh, Dios! Lo siento, querida, ya sabes que no puedo mantener la boca cerrada.

—Ese siempre ha sido uno de tus atributos más… conocidos.

—Y estimados también, espero.

—Sin duda.

Ambas primas rieron, aunque Lauren sacudió también la cabeza con un leve gesto reprobador. Margaret tenía serios problemas para cuidar su lengua, lo que por lo general la metía en serios problemas.

—¿Y bien? ¿Alguna perspectiva interesante en el horizonte acerca de la que desees hablarme?

Lauren suspiró antes de responder; había esperado esa pregunta desde que Margaret cruzó el umbral de la mansión.

—Asumo que te refieres a un caballero.

—Desde luego, ¿en qué otra clase de perspectiva podrías estar interesada?

—Oh, Margaret…

Su prima se envaró en el asiento, dejó su taza con un movimiento decidido sobre la mesilla y compuso su expresión más seria.

—Querida mía, sabes que respeto tu manera de pensar y que nunca he juzgado esa necedad de querer enamorarte antes de contraer matrimonio, pero… ¿no crees que deberías ser un poco menos exigente? Quiero decir que hay estupendos hombres en los que podrías posar la vista y Dios sabe que muchos de ellos estarían más que honrados de que así fuera.

—Por favor, Margaret, ¿aún continúas con eso?

—Sí, desde luego que lo hago. Debes dejar esa actitud sin sentido, Lauren, o terminarás convertida en la compañera de mis tíos, que estoy segura de que estarían encantados de tenerte siempre a su lado, pero toda joven sueña con tener un hogar propio.

—No todas, tal vez yo sea distinta.

Su prima le dirigió una mirada escéptica.

—Creería con mayor facilidad en esas palabras si no fuera porque lloras en todas las bodas con tal emoción que resulta casi desconcertante para quienes no te conocen.

—¡Me conmueve ver a parejas que sellan su felicidad! —suspiró nuevamente al ver que la ceja de Margaret se elevaba aún más, si eso fuera posible—. Está bien, lo acepto, tal vez lo desee un poco, pero sobre todo, lo que anhelo es…

—Ser amada sobre todas las cosas, lo sé, tal y como ocurre con tía Emily —se refería a la madre de Lauren— y con la querida Juliet.

—¡Exacto! ¿Por qué no puedo tener eso? ¿Acaso no lo merezco?

Margaret se pasó una mano sobre los ojos con ademán agotado.

—Por supuesto que sí, querida, pero podrías ser tan solo un poco más flexible, no todas las historias de amor nacen como en un cuento de hadas, ¿no has pensado en eso? Si no recuerdo mal, la buena Juliet y el conde de Arlington no tuvieron el romance más convencional de la historia.

Lauren abrió la boca para negar tal afirmación, pero Margaret conocía algunos detalles que la mayoría de habitantes de Londres jamás hubieran podido imaginar de una de las parejas más admiradas. Cierto que Juliet y su esposo se amaban profundamente, pero no siempre fue así y no era un secreto para los miembros de su entorno, al que su prima perteneció un tiempo.

—Pero dejemos a los felices condes Arlington un momento y pensemos en ti —Margaret sonrió a medias al retomar la conversación—. Te he visto alejarte una y otra vez de nobles caballeros que tan solo desean pasar un momento a tu lado. ¿Nunca has pensado que si les dieras una oportunidad podrías sorprenderte?

—Bueno…

—Disipa una duda; si estoy en lo correcto, asististe a la velada que ofreció el duque de Clarence, ¿cierto? —esperó al asentimiento de su prima—. Bailaste, supongo.

—Desde luego que lo hice, me gusta bailar.

Margaret asintió.

—Muy bien, en ese caso, ¿alguna de tus parejas despertó tu interés?

Lauren pestañeó con rapidez, procurando recordar a todas sus parejas de esa noche, pero ninguno dejó una huella en particular, no lo suficiente como para que su nombre aflorara con facilidad.

—No lo sé…

—¡Ahí lo tienes! —su prima la señaló con un dedo acusador, como si acabara de atraparla cometiendo la peor villanía—. Es eso a lo que me refiero, no les prestas la menor atención. ¿Cómo esperas enamorarte de esa forma?

—No es tan sencillo.

—¿Según quién? Nadie puede asegurar cómo es el amor, cómo nace o de qué forma se desarrolla —Margaret hizo un gesto descuidado con una mano—. Si alguien me hubiera dicho que me enamoraría de mi esposo, me habría reído sin dudarlo y puedo asegurarte, querida prima, que no hay hombre más amado que él.

Lauren sonrió ante esa afirmación apasionada; tal vez Margaret fuera con frecuencia un poco cínica y hasta brusca en sus comentarios, pero ella sabía bien que tenía un corazón noble.

—Ven, dame la mano, vamos a hacer un trato.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por esa extraña petición, pero tras dudar un instante, obedeció.

—Durante las siguientes dos semanas, asistiremos juntas a todas las veladas que valgan la pena y quiero que me prometas que prestarás atención a cada caballero con el que trates; no tienes que hablar demasiado con ellos, solo escúchalos, permite que se muestren tal cual son, algunos lo harán.

—Pero…

—Nada de objeciones, concédeme ese capricho, son solo dos semanas; luego me iré y podrás volver a tu indiferencia habitual en espera de tu príncipe azul. ¿Lo harás por mí, prima?

Lauren pensó un momento en lo que su prima le pedía. En su opinión, su petición era un poco exagerada, ya que sí prestaba atención a los caballeros con los que trataba; no era culpa suya que ellos no dejaran un recuerdo perdurable. De cualquier forma, aspiró profundamente y asintió de mala gana.

—Está bien, lo prometo, pero no creo que haya ninguna diferencia.

Margaret sonrió con expresión satisfecha, le soltó la mano y tomando nuevamente su taza de té, se recostó suavemente sobre el sillón.

—Ya lo veremos.

Algo le dijo a Lauren que quizá había sido demasiado confiada al aceptar, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse, por lo que mentalmente rogó a Dios que Margaret no la metiera en algún problema y en caso de que lo hiciera, que fuera uno del que pudiera librarse sin demasiada dificultad.

Una semana después, Lauren estaba a punto de, por primera vez en su vida, romper una promesa.

La idea de Margaret no le pareció tan terrible en su momento, es más, la encontró interesante, un cambio que la ayudaría a pasar los tediosos días de la temporada. Lo que jamás pensó fue que su prima asumiera su plan como una cruzada personal y estuviera del todo decidida a esperar que siguiera sus indicaciones al pie de la letra.

Había perdido ya la cuenta de los caballeros con los que había bailado en las últimas horas y ella no le daba un respiro.

—De ninguna manera, Margaret, me niego a bailar una sola pieza más; estoy exhausta.

—Pero…

—¿Deseas verme desmayada en medio de la pista de baile?

Margaret se recostó con discreción en uno de los pilares del salón en que se desarrollaba la fiesta e hizo un mohín resignado.

—Supongo que puedes descansar un momento…

Lauren se elevó en toda su estatura, que no era poca si se le comparaba con su prima y la miró con expresión indignada.

—¿Supones?

—¿Acaso has bailado con todos los caballeros que tienes anotados en tu libreta? ¿Los someterías a la vergüenza de negarles un baile después de haberlo prometido? Te veo incapaz de cometer semejante descortesía.

Margaret sí que sabía cómo hacerla sentir culpable, por lo que no le quedó otra alternativa que encogerse de hombros y suspirar con resignación. Jamás haría algo tan terrible.

—Creo que puedo bailar un par de piezas más antes de retirarme —aceptó al fin entre dientes.

—¡Maravilloso! Porque, si me permites un pequeño consejo —al decir esto, su prima se inclinó un poco para hablarle en voz baja, casi al oído—, hay un caballero en particular al que creo deberías prestar especial atención.

Ese comentario consiguió despertar su curiosidad, tal y como Margaret debió calcular.

—¿A quién te refieres?

Su prima bajó aún más la voz hasta convertirla en un murmullo, fingiendo interés en las plantas que las rodeaban.

—A tu derecha, en la esquina. Muy formal, quizá demasiado, pero que eso no te desanime —Margaret le dio un ligero codazo que nadie más hubiera podido advertir—. Con discreción, querida, por favor.

Lauren miró hacia la dirección señalada por su prima, apenas por el rabillo del ojo, intrigada por su súbito interés. Había un grupo de damas conversando en la esquina, pero tuvo que empinarse un poco para mirar mejor y pudo observar a un hombre que, con las manos tras la espalda, miraba de un lado a otro con expresión seria.

No podría asegurarlo desde esa distancia, pero no parecía muy alto, a lo mucho algo más que ella, aunque eso no era del todo extraño; era sabido que tenía una altura superior a la media. Tenía el cabello rojizo peinado a la moda y una mirada que juzgó profunda, al menos desde allí.

—Lord James Craven —mencionó Margaret casi sin mover los labios cuando su prima se giró para observarla—. El único hijo varón del conde de Hereford y sé que es un joven agradable; esta es una de sus primeras visitas a Londres, de ahí que se vea un poco incómodo, pero estoy segura de que lo superará pronto, es un noble.

Lauren pestañeó y luego frunció el ceño.

—¿Cómo es que sabes tanto acerca de él?

—Eso se debe a que yo sí presto atención a lo que me dicen —replicó con tono sarcástico—. La marquesa de Easter, gran amiga de su madre, fue quien tuvo la gentileza de presentármelo mientras bailabas y ahora, mi dulce prima, yo haré otro tanto.

—¿Qué? —Lauren pegó un ligero brinco ante la implicancia de lo que Margaret decía—. No puedes…

Su prima se encogió de hombros con ademán indiferente antes de responder.

—Desde luego que puedo y lo haré ahora mismo —la tomó del brazo sin pizca de gentileza, aunque sin dejar de sonreír según la empujaba—. Tengo un buen presentimiento con él, por favor, solo un baile.

—No quiero bailar.

—Dios, Lauren, el pobre hombre aún no te ha invitado, qué poco humilde.

Lauren habría expresado lo contradictorio de ese comentario, pero estaba demasiado horrorizada por la actitud de su prima. Nunca, desde su debut en sociedad, se había visto arrastrada de esa forma para ser presentada a un caballero. A decir verdad, se sentía muy orgullosa de contar con una madre tan diferente a las de otras jóvenes de su edad. Ella bailaba con quien deseaba, nunca le impusieron una pareja y se veía ahora en una situación tan inverosímil que no atinó a reaccionar con prontitud.

Para cuando llegaron a la altura del caballero, había recuperado el habla, pero ya era muy tarde, porque Margaret le sonrió e hizo una pequeña reverencia, ignorando la ira que debió percibir en su prima.

—Lord Craven.

—Lady Galloway.

Visto de cerca, Lauren pudo confirmar que el caballero solo era unos centímetros más alto que ella, tenía una sonrisa amistosa y un rostro ligeramente pecoso que lo hacía parecer aún más joven de lo que pensó en un primer momento.

—Es tan amable de su parte al recordarme —Margaret le dirigió una mirada halagada, como si no acabaran de ser presentados—. Por favor, permita que le presente a mi muy querida prima, Lauren Mowbray, hija de mi tío, sir Henry Mowbray.

¿Cuándo se volvió Margaret tan ceremoniosa?

—Señorita Mowbray, es un honor.

—El honor es todo mío, milord —Lauren hizo una reverencia y mantuvo la vista en el piso.

Por un momento, nadie dijo nada más, pero Margaret se encargó pronto de resolver ese imprevisto.

—Lord Craven, debo confesar que estoy muy sorprendida por su conducta —su tono era jovial, aunque un oído atento habría captado cierto afán aleccionador—. No lo he visto bailar en toda la velada.

Lauren levantó la mirada y sintió verdadera lástima al notar el azoramiento del joven, por lo que, contraria a su natural timidez, intervino hablando con entonación amable y esbozando una pequeña sonrisa.

—Tal vez a lord Craven no le guste bailar, conozco a muchas personas que prefieren permanecer en el salón sin sufrir los ajetreos de la danza.

El joven le dirigió una mirada agradecida y pudo apreciar que no se había equivocado tampoco al notar que tenía unos ojos profundos y sinceros.

—A decir verdad, señorita Mowbray, me gusta bailar, pero no se me da muy bien.

—¡Tonterías! —Margaret intervino para hacer un gesto desdeñoso—. ¿Cómo puede decir tal cosa? Estoy segura de que debe ser un gran bailarín, aunque muy modesto.

—Es muy amable, milady, pero creo que resultaría en una decepción para usted —lord Craven las miró alternativamente, con semblante indeciso, pero al fin pareció resuelto a hablar—. Tal vez si la señorita Mowbray aceptara bailar conmigo la siguiente pieza, podría demostrárselo.

Lauren frunció el ceño, sorprendida por esa oferta dicha en tono vacilante. No se molestó en mirar a Margaret con toda la ira que sentía, porque hubiera sido demasiado obvia.

—Desde luego que bailaré con usted, lord Craven —contestó, fingiendo una sonrisa amable. El joven no era culpable de la mala conducta de su prima.

—¡Perfecto!

Ambos ignoraron la exclamación satisfecha de Margaret y se dirigieron al centro del salón tan pronto como se reanudó el baile.

Lord Craven ciertamente había pecado de modesto; quizá no fuera el más hábil de los bailarines, pero no lo hacía nada mal, la llevaba con firmeza y, pasados unos minutos, cuando se sintió lo bastante cómodo como para hablar al tiempo que bailaba, procuró entablar una conversación.

—Fue muy amable de su parte aceptar bailar conmigo, señorita Mowbray, gracias.

Lauren juntó las cejas, un poco extrañada por ese comentario; no estaba acostumbrada a que le dieran las gracias por un hecho de esa naturaleza.

—No tiene que agradecerme nada, milord, es un placer —sonrió, dudando un momento antes de continuar—. Espero acepte mis más sinceras disculpas por la conducta de mi prima; con frecuencia puede ser demasiado entusiasta y me temo que lo ha obligado a encontrarse en esta situación.

Vio que lord Craven pasaba del desconcierto al azoro, tanto que dio un giro demasiado brusco, aunque recuperó pronto el dominio.

—Está usted equivocada si asume que la invité a bailar por insistencia de lady Galloway, señorita Mowbray, puedo asegurárselo, lamento que llegara a esa conclusión.

Lauren abrió mucho los ojos, sorprendida por la seriedad en su voz y se sintió arrepentida de inmediato por haberlo agraviado.

—Lo siento mucho, milord, no pretendí ofenderlo.

—No lo hizo, no tiene que disculparse, solo creí necesario aclarar que la invité porque… bueno, porque deseaba hacerlo.

Ella asintió al cabo de un momento, con la mirada perdida.

Lord Craven era un hombre mucho más complejo de lo que parecía. Se mostraba muy tímido y reservado, como si temiera hacer algún comentario desafortunado o, en su defecto, no encontrara el valor para decir lo que pensaba, pero era obvio también que defendía su posición con bastante ímpetu cuando creía tener la razón.

—Comprendo —no pudo pensar en una respuesta más apropiada ni deseaba profundizar más en el tema, por lo que optó por un camino seguro—. Oí que esta es una de sus primeras visitas a Londres, ¿le agrada la ciudad?

Percibió que él se relajó de inmediato ante esa pregunta dicha en tono cordial.

—Oh, sí, es un lugar muy agradable; emocionante, si lo compara con el campo.

—¿Y lo prefiere?

—¿Disculpe?

—Me pregunto si prefiere la ciudad o el campo.

—No creo que sea cuestión de preferencia, me gustan ambos.

—Ya veo.

No era una respuesta muy clara, podía pensar en muchas otras más elaboradas y a las cuales encontrar mayor sentido, pero no insistió. Margaret tenía razón al decir que esperaba demasiado de todo el mundo y que por ello se veía con frecuencia decepcionada. Este no era el caso, ya que apenas conocía al joven, pero le habría gustado que se explayara un poco más en sus apreciaciones y que no se mostrara tan condescendiente.

—¿Y usted, señorita Mowbray?

—¿Disculpe? —sonrió a modo de disculpa para disimular su distracción—. Lo siento, no sé en qué estaba pensando.

—¿Prefiere el campo o la ciudad? ¿Dónde es más feliz?

—Oh, bueno, no he pensado mucho al respecto —no era del todo cierto, pero no sentía tanta confianza como para hablar de ese tema con él—. Creo que me ocurre lo mismo que a usted, ambos son lugares muy agradables y me considero afortunada de poder pasar tanto tiempo en uno como en otro.

—Por supuesto, pero…

Lauren no alcanzó a saber qué iría lord Craven a decir, porque la música terminó y luego de hacer una discreta reverencia, le dio las gracias y permitió que la acompañara de vuelta a su lugar. De inmediato, ignorando los nada discretos intentos de Margaret por mantener su atención, se excusó mediante un muy oportuno dolor de cabeza y le rogó a su prima le acompañara de vuelta a casa.

Una vez que estuvieron en el carruaje, lanzó un sonoro bostezo y dejó caer la cabeza hacia atrás.

—Qué sueño tengo.

—Desde luego, ese es mi mayor interés, saber si tienes sueño.

Lauren suspiró y abrió los ojos para mirar a su prima.

—¿Y qué es exactamente lo que deseas saber?

—Lo sabes muy bien —Margaret se acomodó en el asiento y la miró con curiosidad, sus ojos verdes chispeaban—. ¿Qué piensas de lord Craven?

—Margaret, apenas intercambiamos un par de frases…

—Lo sé, pero también noté que le prestaste mucha mayor atención de la que habrías mostrado a cualquier otro caballero, así que debes tener alguna opinión.

Lauren exhaló un nuevo suspiro y miró el techo recubierto del carruaje, con el oído puesto en el sonido del casco de los caballos al avanzar. Sabía que si Margaret no obtenía una respuesta satisfactoria no la dejaría en paz y, de cualquier forma, era consciente de que su prima no albergaba ninguna mala intención, por lo que respondió al cabo de un momento con el tono más neutral que pudo.

—Creo que es un hombre muy agradable.

Lo mismo hubiera podido decir que lord Craven le parecía Apolo bajado del Olimpo, el entusiasmo de Margaret habría sido el mismo.

—¡Perfecto! Te lo dije, sabía que encontraría a alguien para ti —le dio un apretón cariñoso en el brazo—. ¡Y apenas ha pasado una semana!

Su prima no se molestó en responder y mucho menos en hacerle entrar en razón; si pensar que lord Craven despertaba un interés en ella le hacía feliz, no sería muy justo quitarle ese momento de triunfo, ya tendría tiempo para decepcionarse luego. Tan solo sacudió la cabeza, esbozó una sonrisa beatífica y miró por la ventana.

Sí, en verdad el pensamiento que la dominaba en ese momento era muy sencillo y exento de misterio; tenía mucho sueño.

Capítulo 2

Las habitaciones privadas de un caballero eran, a decir de Charles, poco menos que un santuario, o al menos deberían serlo, porque le parecía de muy mal gusto verse en la necesidad de atender a visitantes indeseados en los momentos menos oportunos. De allí esa suerte de manía respecto a que nadie le molestara cuando decidía pasar su tiempo en el pequeño apartamento que poseía en una de las zonas más conocidas y respetables de Londres.

Únicamente aceptaba recibir a familiares varones y a amigos muy cercanos, aunque solo tenía uno o dos que ameritaban ser catalogados como tales. Por lo general, durante el tiempo que pasaba allí permanecía a solas, exceptuando a Coulson, su ayuda de cámara, tan discreto y silencioso que una vez cumplidas sus obligaciones, podía pasar casi desapercibido; una de las razones por las que lo tenía a su servicio.

Para muchos resultaría extraño saberlo, pero en su tiempo libre, Charles prefería la libertad de hacer lo que le viniera en gana, ya fuera pasar el tiempo leyendo frente al fuego o escribiendo en una de las varias libretas de cuero diseminadas por todo su escritorio, actividades difíciles de relacionar con su temperamento. Cierto que nunca le había importado lo que el mundo pudiera pensar de él, pero prefería mantener sus gustos como lo que eran, privados.

Esa mañana, sin embargo, tendría que hacer a un lado sus deseos para cumplir con un compromiso contraído hacía ya varias semanas. Un antiguo compañero de Eton le había pedido que tuviera a bien acompañarlo durante una partida de cartas en el club de caballeros que acostumbraban frecuentar y él desde luego que aceptó; era incapaz de negarse cuando le solicitaban un favor, y menos si lo hacía alguien que le resultara simpático, y William Radnor lo era, o eso creía recordar.

Así que hizo a un lado sus planes, llamó a Coulson para que se encargara de conseguirle un carruaje de alquiler en tanto se vestía y una vez fuera se dirigió al lugar acordado.

Los clubs de caballeros no estaban entre sus lugares favoritos, pero debía reconocer que ese en particular era bastante agradable, además de que resultaba una fuente inagotable de información. Pocos hechos ocurrían en Londres que no se hubieran discutido en algún momento en sus salones y hubiera sido hipócrita de su parte no reconocer que siempre era interesante conocer qué pasaba en el mundo; controlar su curiosidad no estaba entre sus virtudes.

En cuanto vio que Radnor le hacía unas señas desde la mesa que ocupaba con otros dos caballeros, se acercó sin abandonar la sonrisa, preparado para lo que esperaba fueran unas horas de distracción.

—Egremont, bienvenido.

—Buenos días, caballeros —saludó con una inclinación de cabeza a los presentes y ocupó el asiento disponible—. Lord Pinkney, no sabía que fuera un aficionado a los juegos de mesa.

El aludido, un hombre regordete de sonrisa torcida, se encogió de hombros.

—No lo soy, señor Egremont, pero no puedo negarme a una buena partida de whist, en especial si tengo a un compañero en apuros —dijo, señalando al hombre que ocupaba la silla a su derecha.

—En ese caso, veo entonces que usted y yo somos tan solo fieles amigos en auxilio de pares algo más competitivos, ¿estoy en lo correcto, lord Welles?

Este, que se acababa de atusar el bigote y mantenía una expresión emocionada, asintió de buena gana.

—Muy cierto, joven, muy cierto. En cuanto el señor Radnor me desafió a esta partida, supe que no podía rehusar y, después de todo, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Qué puede ser más divertido?

A Charles se le ocurrían decenas de actividades más divertidas que una partida de whist en parejas, pero se abstuvo de comentarlo.

—En ese caso, ¿qué les parece si empezamos ya?

Lo bueno de jugar con nobles que disfrutaban con la emoción de la recreación en sí, era que no se veía en la necesidad de preocuparse por las apuestas; el dinero en juego era mínimo y podía permitírselo. No le apetecía en absoluto verse enredado en deudas de juego, no solo por lo desagradable que resultaría para él, sino por la vergüenza que podría caer sobre su familia.

Por otra parte, el whist era un juego entretenido en el que se consideraba un experto y William Radnor lo sabía muy bien, de allí su interés por contar con su compañía.

—¿Será posible, señor Egremont, que un hombre tenga tanta suerte?

—Me agrada mucho más considerarlo habilidad, lord Welles, si es tan amable.

Tras media hora de juego, Charles y su pareja habían acumulado ya una buena cantidad de puntos y solo un milagro permitiría que les arrebataran el triunfo, aunque el retirarse, desde luego, no era una opción que un caballero consideraría, por lo que el juego debía continuar hasta el final.

—Mucho más hábil que nosotros, eso es seguro —lord Pinkney se encogió de hombros; obviamente, para él no era tan importante—. Me alegra no haber apostado una fortuna.

—También a mí, no podría pagarle en caso de perder.

Sus acompañantes rieron ante el comentario; no era un secreto que el hijo menor del barón de Egremont no disponía de una gran renta, pero encontraban admirable que tratara el tema con tanto desparpajo y buen humor.

—Al menos podemos charlar en tanto terminan de apalearnos, morder el polvo de la derrota es menos doloroso cuando hay una buena conversación de por medio.

—Si tú lo dices…

Obviamente, lord Welles no estaba de acuerdo con la afirmación de su compañero, pero no le quedó más alternativa que asentir de mala gana. William Radnor, por su parte, estaba pletórico de entusiasmo; hacía mucho que no ganaba una partida de cartas, en especial frente a dos nobles tan distinguidos, por lo que inflaba el pecho aún más de lo usual, para completa diversión de Charles.

—¿Han conocido ya al polluelo del conde de Hereford?

Semejante comentario expresado en voz susurrante consiguió que Charles alzara una ceja y descuidara por un momento su juego.

—¿Has dicho polluelo, William? No estaba enterado de que tuvieras interés en las labores agrícolas.

El aludido tuvo la delicadeza de mostrarse ligeramente incómodo por la observación, si bien sus otros compañeros de mesa expresaron su satisfacción por la pulla con sendas carcajadas.

—Me refería a su hijo, por supuesto —masculló de mala gana.

—Claro, ya lo imaginaba —Charles se encogió de hombros, sin darle mucha importancia a su azoro—. ¿Y qué ocurre con él? ¿Algún hecho que lo convierta en especial?

—No usaría esa palabra, pero me parece un joven correcto, aunque de pocas palabras; creo que es esto último lo que no agrada a nuestro amigo Radnor —lord Pinkney sonrió de lado.

—Y el que sea un recién llegado a la ciudad despierta sentimientos poco generosos de parte de otros jóvenes —fue el turno de lord Welles para esbozar una mueca irónica.

William dejó caer sus cartas sobre la mesa con el ceño fruncido y expresión ultrajada.

—No soy un joven que acaba de dejar Eton y tampoco él, caballeros; por supuesto que no tengo nada en su contra, pero deben reconocer que su actitud displicente puede resultar un tanto ofensiva.

—Ya veo —Charles sonrió aún más ampliamente—. ¿Y en qué te basas para suponer que es displicente?

—Bueno, apenas habla con otras personas.

—Es posible que sea tímido y tema hacer el ridículo; o tonto, así que en verdad es muy considerado por su parte mantener la boca cerrada.

—Me inclino por lo primero, señor Egremont, porque he intercambiado un par de palabras con él y creo haber advertido que posee una profunda inteligencia.

Charles asintió ante la exposición de lord Pinkney.

—Muy bien, en ese caso, ¿tienes algo más que añadir, William?

Su compañero de juego recogió sus cartas y las estudió con expresión pensativa. Pensó, al hacer el comentario malicioso, que pasaría un momento agradable burlándose de un caballero que le era antipático. No se le ocurrió que sus acompañantes no lo apoyarían. Cuando estos pensaron que no iba a responder, hizo un nuevo comentario, al tiempo que se encogía de hombros, un poco incómodo por la atención atraída.

—Nunca lo he visto bailar y eso no es muy normal, me atrevo a decir.

—Lamento contradecirlo una vez más, señor Radnor, pero esa afirmación no es del todo correcta. Hace tan solo unas noches, en el baile de la condesa de Essex, lo vi danzar muy entretenido con una joven —lord Pinkney dio una cabezada para señalar a Charles—. Una amistad suya, Egremont.

Charles frunció el ceño, intrigado por esa afirmación. Él conocía a muchas damas, quizá demasiadas en opinión de su padre, pero lord Pinkney mencionó a una joven y él no trataba con muchas.

—¿A quién se refiere, milord?

—Esa joven tan agradable y alta, la hija del barón de Mowbray.

¿Lauren Mowbray? ¿La amiga de Juliet Arlington? No supo que le impresionó más; que se refirieran a ella como una joven agradable y alta, que la relacionaran con él o que bailara con el polluelo del conde de Hereford.

—Conozco a la señorita Mowbray, sí, es una buena amiga de la esposa del conde de Arlington, pero no me atrevería a decir que nos una un lazo de amistad —expresó al fin con cautela.

Lord Pinkney hizo un gesto con la mano, como para restarle importancia a esa afirmación.

—Es solo una manera de hablar, jamás pondría en entredicho la honorabilidad de la señorita Mowbray. A lo que me refiero es a que usted la conoce, ¿cierto?

—Sí, claro.

—Bien, entonces habrá reparado en el hecho de que es extraño que una joven de tan buena cuna y con tantas virtudes, continúe soltera. Es posible que el polluelo del conde de Hereford —y tras decir esto miró con burla a William, que parecía entretenido en contar sus cartas— ponga remedio a esta curiosa situación.

No era muy común que Charles se quedara en silencio; Robert, su mejor amigo, habría dicho con seguridad que era un hecho insólito, pero en verdad se encontraba demasiado desconcertado como para pensar en una frase ocurrente.

¿Qué podía decir? En un momento defendía a un noble desconocido de las expresiones maliciosas de William, solo por diversión, y luego se veía envuelto en una charla acerca de por qué una joven se casaba o dejaba de hacerlo. Y no cualquier joven, sino una a la que a su manera estimaba, aunque hasta ese momento no hubiera reparado en ello.

Le disgustó que se refirieran a Lauren Mowbray como una joven agradable y alta. Cierto que era ambas cosas, claro, pero no le parecía que fuera lo más resaltante de su persona. Él habría mencionado en primer lugar que era encantadora y de muy buenos sentimientos, y en cuanto a su apariencia ¿qué importaba que fuera un poco más alta que la media? Había notado que tenía un hermoso cabello rubio, alegre sonrisa y unos ojos muy vivaces. ¡Alta! Qué simplista expresión para definir a una mujer.

Y en lo que se refería a las intenciones que el hijo del conde de Hereford pudiera albergar respecto a ella, bien, no podría ser menos de su incumbencia. Quizá Juliet encontrara el tema interesante, al tratarse de su amiga más querida, pero en su caso no podía dejar de sentir que se inmiscuía en la vida privada de quien no debía. Cierto que le agradaba estar enterado de las últimas noticias, pero cuando estas se relacionaban con personas a quienes conocía, no podía decir que lo encontraba muy satisfactorio.

Tras pensarlo un momento, llegó a la conclusión de que prefería cambiar el tema lo antes posible y supo exactamente qué decir para lograrlo.

—Mis estimados caballeros, aunque encuentro esta charla muy estimulante, me veo en la necesidad de recordarles que tengo un compromiso al que no puedo dejar de asistir, por lo que agradecería nos centráramos en el juego —miró a su compañero de reojo—. Quizá no lo has notado, William, pero mientras hablabas de tu nuevo conocido, lord Welles ha mostrado una mano espléndida, ¿no temes perder la ventaja?

Fue suficiente para que el entusiasmo y afán de competencia de ese par lo libraran de seguir discutiendo un tema con el que se sentía tan poco a gusto. Que las damas resolvieran sus intereses, que los polluelos dejaran el nido cuando mejor les pareciera, él prefería mantenerse al margen y tan solo vivir tal y como tenía acostumbrado.

—Debes estar feliz; tres bailes en tres veladas, no muchas jóvenes pueden presumir de un record tan afortunado. Me atrevo a decir que antes de mi partida habrá solicitado permiso para visitarte; me siento tan feliz de saber que dejaré tu camino casi trazado. Desde luego que volveré para ayudarte con los preparativos de la boda y no digas que no, sé que cuentas con tu madre y hermanas, pero me siento especialmente involucrada, como puedes imaginar.

Lauren, recostada en el sillón de su pequeño salón privado, miraba a su prima con una sonrisa indulgente bailoteando en sus labios. Si dejaba de lado la indignación que le provocaba oír a una persona planificar su vida sin pizca de consideración, podía reconocer que el asunto en sí era bastante divertido. Además, sabía con seguridad que las intenciones de Margaret eran las mejores; a decir verdad, sentía un poco de lástima por ella, no deseaba defraudarla.

—Margaret, por favor, te ruego que no llegues a conclusiones erróneas; te aseguro que lord Craven no es el primer caballero con el que bailo en más de una ocasión y te adelantas al suponer que pueda tener un interés… —carraspeó un poco antes de continuar—. Sabes a lo que me refiero.

—¡Matrimonio! —respondió su prima, elevando las manos al cielo—. Desde luego que va a proponerte matrimonio. No digo que lo hará en una semana, es un caballero educado, conoce las formalidades y actuará de acuerdo a ellas, pero el fin será el mismo.

Lauren suspiró y se incorporó en el asiento.

—Lord Craven no ha dado ningún indicio de encontrarme siquiera atractiva, Margaret, y aun cuando fuera así, lamento desilusionarte, pero no podría aceptarlo —se frotó las manos con nerviosismo al observar la expresión sorprendida de su prima—. Lo siento, pero es la verdad; no veo nada en él que me inspire más que un sincero afecto; creo que es un joven bien educado y de charla interesante, pero no podría corresponderle y espero de todo corazón que estés equivocada, porque odiaría provocarle cualquier sufrimiento.

—Pero Lauren…

—Lamento mucho que te hicieras falsas ilusiones, en especial porque sé que tan solo piensas en mi bien, pero debes comprender que no vemos la vida de la misma forma. Tú has tenido la inmensa fortuna de conocer a un buen hombre y amarlo, pero sé que aun cuando no hubiera ocurrido esto último, te habrías casado con él —se mordió el labio, un poco culpable por ese comentario, aunque ambas sabían que era verdad—. Rupert es un buen hombre y me alegra que sean tan felices, pero… ¿por qué no puedes comprender que yo deseo algo distinto?

Margaret se cruzó de brazos con la nariz ligeramente fruncida, clara señal de que se contenía para no formular una réplica agresiva.

—No deseo volver a discutir contigo respecto a este tema, nos hemos dicho todo ya y me temo que nunca podremos ponernos de acuerdo —dijo al fin, luego de exhalar el aire contenido—. Sin embargo, creo que no has pensado en un hecho muy importante. Estás tan enfrascada en tus sueños que has dejado de lado la realidad.

—¿A qué te refieres?

Su prima golpeó la alfombra con el tacón y, sin endulzar el semblante, le dirigió una mirada mordaz.

—Tal vez yo sea demasiado… ¿cómo dirías? Práctica, supongo —empezó—; pero debes reconocer que nadie sabe lo que le depara el futuro. Durante todos estos años no has hecho más que soñar con lo que crees merecer, con el maravilloso caballero que tocará un día a tu puerta. Debes entender que las cosas no siempre ocurren así, no eres la princesa de un cuento de hadas y lamento ser yo quien te lo diga, pero tienes la edad adecuada para aceptarlo. Dices que lord Craven no te inspira más que un profundo afecto, ¿y qué con eso? Tal vez, si le das una oportunidad, ese afecto se convierta en algo más. Eso fue lo que ocurrió entre Rupert y yo y nunca podré agradecer lo suficiente al cielo por concederme tal felicidad.

Lauren vio como Margaret pestañeaba con rapidez, elevando la barbilla para disimular sus ojos un poco llorosos.

—Margaret, no quise…

Su prima sacudió sus elaborados rizos y se incorporó con un movimiento elegante.

—No me has ofendido, Lauren, no te aflijas; prometo no involucrarme más en tus asuntos, pero te diré una última cosa —la señaló con un dedo—. El amor es un juego peligroso y deberías tener mucho cuidado con lo que deseas, porque nada te asegura que si este llegara a tu vida, puedas disfrutarlo, tal y como pareces creer. Como te he dicho ya, no vives en un cuento de hadas y si continúas con esa búsqueda absurda, puedo asegurarte que lo último que conocerás es un final feliz.

Con esta última y tajante afirmación, dio media vuelta y dejó la habitación.

Una vez que se quedó a solas, Lauren se cubrió el rostro con las manos, sentía el corazón encogido. No solo había lastimado los sentimientos de su prima, lo que le provocaba un profundo dolor, sino, aún peor y tal vez fuera un poco egoísta al angustiarse de esa forma por ella misma, las palabras que Margaret pronunció le habían sonado a premonición.

Charles había desistido de asistir a la reunión en casa de los condes de Sutherland, pero en el último minuto cambió de opinión. Él no creía en las corazonadas; sin embargo, sintió un repentino impulso que no se detuvo a analizar, no sería la primera vez que tomaba una decisión llevado por su estado de ánimo y en ese momento se sentía con fuertes deseos de abandonar sus habitaciones y pasar una velada algo más… emocionante, a falta de una mejor expresión.

Llegó un poco tarde, pero pocas personas lo notaron y quienes lo hicieron, no mostraron mayor sorpresa. Sus conocidos se aprestaron a saludarle con entusiasmo, por lo que pasó un tiempo intercambiando las palabras de rigor y prestando oídos a lo que debían suponer eran interesantes ocurrencias; él, desde luego, no se molestó en hacerles notar su error.

Una vez que se encontró del todo libre, contrario a su costumbre, buscó un lugar tranquilo, cerca a los arcos del salón, desde donde podía observar lo que ocurría a su alrededor. No deseaba bailar y tampoco estaba muy interesado en sostener ningún tipo de charla vacía, por lo que procuró mantenerse tan al margen como le era posible y, como por obra de magia, muchas de las personas que en otras circunstancias hubieran insistido para que les hiciera compañía, guardaron prudente distancia. Robert decía a veces que cuando lo deseaba, podía inspirar un profundo respeto que mantenía alejados a los sujetos indeseados; hasta ese momento, nunca le creyó.

Sacudió la cabeza para despejar su mente y no pensar en las aleccionadoras palabras de su mejor amigo, por lo que prestó especial atención a la pista de baile, donde varias parejas danzaban con rítmicos movimientos al son del vals de moda.

Observó a la condesa de Danby hacerle un nada discreto saludo en tanto miraba con gesto indiferente a su pareja, un viejo marqués. Debía hablar con ella para que mostrara un poco más de decoro en el futuro, su exuberante carácter podría ocasionarle serios problemas y no deseaba verse involucrado en ellos.

Una cabellera dorada, que oscilaba al ritmo de la música en el centro del salón, llamó su atención.

Lauren Mowbray era fácil de reconocer, aun a esa distancia y no solo por su altura, sino porque tenía siempre una sonrisa a flor de labios, como si por su mente solo pasaran pensamientos felices y plácidos. Su compañero de baile, en cambio, le era del todo desconocido; jamás había visto a ese joven de semblante serio y concentrado.

Tras pensar un momento en ello, llegó a la conclusión de que debía tratarse del polluelo del conde de Hereford, como William Radnor lo llamara con tanto desprecio. Lo estudió con interés, intrigado por si podría reconocer esa actitud displicente de la que le habían advertido, pero no pudo ver más que a un joven formal y quizá un poco inseguro. Mal bailarín, obviamente, pero tal defecto no podría considerarse un crimen.

Recordó las insinuaciones de lord Pinkney respecto a un posible entendimiento entre ambos y prestó aún mayor atención a sus movimientos. Le inspiraba curiosidad, era cierto, porque después de todo conocía a Lauren Mowbray desde hacía varios años, aunque no la consideraba una persona muy cercana y nunca se había detenido a pensar en el porqué de su soltería.

Estaba enterado por Juliet de que tenían la misma edad, así que era joven aún como para ser cruelmente etiquetada como una solterona, pero era también verdad que tratándose de una joven atractiva, proveniente de una familia tan destacada y con una fortuna nada desdeñable, resultaba curioso que no hubiera contraído matrimonio. Las jóvenes en su situación por lo general se casaban el año de su debut; quizá al siguiente, en su defecto, pero según sus cálculos ya habían pasado tres temporadas y nada había cambiado. Aún más, si no estaba equivocado, esa era la primera vez que oía algo referente al acercamiento de un pretendiente cuyas atenciones fueran aceptadas de buena gana.

Una situación curiosa de la que se mantendría alejada cualquier persona con un poco de sentido común, pero era de sobra conocido que este no era uno de los atributos más preponderantes en Charles. No que no poseyera tal sentido, sino que prefería prestarle oídos sordos cuando le era conveniente.

De modo que una vez terminó el baile y tras aplaudir con entusiasmo a la orquesta que se tomaba un descanso, se dirigió con paso decidido hacia el lugar donde la joven Mowbray y su acompañante charlaban muy animados. Bueno, él parecía un poco más alegre que mientras bailaban y ella… no era fácil asegurar nada, ya que no había abandonado la sonrisa que la acompañaba la mayor parte del tiempo.

—Señorita Mowbray, qué agradable sorpresa.

No se molestó en esconder la mueca un poco burlona que afloró a sus labios al notar su desconcierto, aunque podía decir a su favor que se recuperó muy pronto.

—Señor Egremont, es un placer encontrarlo aquí, no lo vi entre los invitados al llegar.