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A Priscila la amnesia la dejó sin pasado, obligándola a construirse un futuro. Raptada en Río de Janeiro y despojada de su identidad, esta joven argentina deberá emerger de las sombras de la miseria y el abuso para reinventarse en cada paso. Bajo identidades prestadas y secretos peligrosos, se irá revelando un pasado que la persigue, y una verdad que pondrá a prueba su capacidad de resiliencia y determinación. De favelas a mansiones, de la prostitución a la alta sociedad, cada paso será una apuesta por recuperar un pasado robado. ¿Podrá Priscila reconstruir su vida entre mentiras y recuerdos fragmentados? ¿O el peso de su historia la arrastrará de nuevo a las sombras de una vida prestada? Una historia compleja, multifacética e intrigante que invita a ser parte de un viaje de redención y descubrimiento donde cada pincelada revela una pieza del rompecabezas de su identidad.
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Seitenzahl: 305
Veröffentlichungsjahr: 2025
VERÓNICA EDYE
Edye, Verónica ¿Cuántas veces debía morir? / Verónica Edye. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6183-1
1. Novelas. I. Título.CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
A Martín Aguayo Salas, mi faro.
A mi madre, Graciela Arechaga, por su apoyo incondicional.
A mi familia y amigos, por ser parte de los capítulos de mi vida.
A los guerreros que cada día se sobreponen a la adversidad, abrazan la transformación y encuentran un nuevo equilibrio.
Y a quienes aún continúan en su búsqueda, que cada paso los acerque más a su verdad.
“El destino baraja las cartas, nosotros las jugamos”.
William Shakespeare
La miseria de unos pocos billetes arrugados fue la medida del instante. Francisco los repasó por tercera vez. “Alcanza” se repitió, haciendo caso omiso al destello de la duda, mientras sus pies lo impulsaban hacia el corazón rítmico de la "scola do samba" Batuque de Oro. Nadie, en ese instante fugaz, podría haber sospechado la trascendencia de aquella simple decisión. Una acción común que, sin embargo, se convertiría en la primera grieta de un destino que se rajaría, salpicando las vidas de perfectos desconocidos con fragmentos de su propia historia.
—Buenas noches, compadre, ¿cómo va? –saludó al hombre canoso que vigilaba el ingreso sin moverse de su silla plástica.
—Todo legal. –Le contestó mientras observaba a un grupo de entusiastas turistas bajar de un ómnibus liderado por una mujer curvilínea, de piel sedosa y labios maquillados de un anaranjado furioso.
—Los tiempos cambiaron eh... –dijo Francisco señalándolos.
—¡Ah, sí!, ahora hay días para ellos. ¡Meu Deus! Claro que la plata de los gringos nos viene muy bien, aunque algunos nos miren como si esto fuera un circo. No entienden lo que es sambar, amigo.
—Ni lo van a entender viejo, aunque intenten mezclarse con nosotros. –Dijo Francisco y le palmeó la espalda.
La voz de la guía turística resonó por sobre el tumulto mientras se ubicaba en un costado y levantaba una bandera con el nombre de la empresa.
—¡Grupo de Sandra, por acá!
—Ya, pasa de una vez o se te van a colar todos estos –sugirió el hombre de la entrada mientras hacía un gesto con su cabeza.
Francisco le devolvió una mueca amarga y entró al pasillo estrecho y mal iluminado que conducía hacia el amplio salón vestido con los colores naranja, violeta y verde típicos de la scola.
“Es como volver a casa”, pensó mientras observaba mujeres luciendo tacos muy altos y hombres con camisetas de clubes de fútbol. Algunos con cadenas de oro, otros en simples ojotas. Jóvenes, mayores, niños. “Nada importa. ¡Solo las ganas de sambar!”, pensó y esbozó una sonrisa, la primera en mucho tiempo.
La música de la banda se empezó a filtrar por su cuerpo como un mágico bálsamo y de a poco se dejó llevar por la mezcla de tambores, pandeiro, caixa, surdo y guitarras.
—¡Ahí vamos! –dijo sin dudarlo y se entregó a la danza con la misma pasión de su juventud, dejando a un lado sus preocupaciones para embriagarse con el efecto que producían en él la música y el baile. El pasado y el presente comenzaron a fusionarse en un torbellino de emociones mientras sus pies se movían al compás de la melodía.
Una vocalista morena, enfundada en un llamativo vestido de lentejuelas color esmeralda, cantaba. Locales y turistas se mezclaban y la cerveza fría corría como el sudor.
Francisco danzaba, reía, movía sus brazos y caderas, la música lo dominaba. Era uno más entre esa multitud que vibraba al ritmo de la samba. La sensación de liberación era sanadora, una especie de catarsis.
De pronto un hombre alto y desgarbado, de unos setenta y cinco años se le plantó delante.
—¡Oi, amigo! ¿Cómo va? –lo saludó a los gritos.
Francisco lo miró intentando escudriñar quién era.
—¿Bento?
—¡Sí, compadre!, ¡tantos años! ¡Ven, vamos por unas cervezas! –y acompañó sus palabras con una enorme sonrisa que dejaba ver sus pocos dientes.
Francisco no pudo negarse, tampoco lo intentó y se dejó conducir hasta el sector exclusivo, ubicado en uno de los balcones que daban a la enorme pista colmada de gente.
—¡Tanto tiempo sin verte! Recuerdo cuando ensayábamos juntos... ¡Los trajes, las noches de desfile, las mujeres, las carrozas y bailar durante los cinco días de carnaval!, ¿te acuerdas? –dijo Bento mientras levantaba su vaso de cerveza en señal de brindis.
—Sí, aunque pasó mucho tiempo... No sé, como... ¿veinte años?, o ¿más?... ¡Qué época esa! Dejar que el cuerpo sea ritmo como si no hubiera un mañana –dijo Francisco con un dejo de nostalgia en la voz. —¡Eso nos decía Raúl, el director!, ¿te acuerdas?
—¡Claro!, y a ti no se te olvidó sambar compadre. ¡Apenas te vi supe que eras tú! –y le dio un cálido abrazo. —Muchacho, ¡eso lo llevas en la sangre! Igual que yo. ¿Tienes saudade del carnaval eh? –Francisco asintió. Luego ambos amigos se quedaron en silencio, acodados en el balcón y perdidos en sus recuerdos.
—Cuéntame de ti, Bento, ¿cómo has estado?
—¡Bien! Tratando de amigarme con los años, ellos van en una dirección y yo en otra. En fin, no nos ponemos muy de acuerdo. –Y lanzó una estridente y lastimera carcajada. –¿Y tú? Supe que te casaste...
—Yo..., sí me casé.
—¡Ta! Y, ¿bien?
—Sí, todo legal –contestó rápidamente y enseguida agregó: —¡Salud compadre!
—¡Por nosotros amigo!
—¡Y por la samba! –agregó Francisco. —¡Salud! –Y apuró el resto de su cerveza.
De repente, la música cambió. Las luces se atenuaron y un foco iluminó el centro del salón. Era el momento de las passistas, las reinas de la samba. Mujeres de todas las edades comenzaron a bailar con una energía y gracia que dejaba a todos sin aliento, creando una sinfonía de colores y movimientos.
Francisco no podía apartar la vista de ellas. Sus ojos se llenaron de lágrimas que brillaban como luciérnagas.
Bento codeó a su amigo antes de hablar.
—¡Vamos! Tristezas no, ¿ta?, que esta noche es para disfrutar compadre –y le palmeó la espalda.
Como respuesta recibió una sonrisa triste.
“Él no era así, ¿qué le pasó...? Mmm, la vida supongo, como a todos” pensó Bento y se encogió de hombros.
Entre tanto una jovencita se sumó al compás de los tambores, copiando los pasos de las habitués que danzaban con destreza y entusiasmo. Se mezcló entre ellas con tanta gracia y decisión que era todo un espectáculo verla, parecía que el sambar era la sinfonía natural de su cuerpo. Enseguida llamó la atención de Francisco, no podía dejar de mirarla. Ni siquiera escuchaba lo que su viejo amigo le decía.
Un giro brusco, inesperado, y de pronto ya no estaba danzando. El suelo se precipitó hacia ella, un encuentro seco y doloroso que se ahogó en el frenesí rítmico. Quedó inmovilizada, una figura frágil en el centro de un torbellino de pies ágiles que la ignoraban.
Nadie escuchó el sonido sordo de la cabeza de la joven contra el piso.
El corazón de Francisco comenzó a repicar más fuerte que los tambores.
—¡No! –la voz quebrada le salió como un latigazo.
—¿Qué sucede? –quiso saber Bento, pero su amigo ya se había lanzado hacia adelante, abriéndose camino con una determinación ciega.
—¡Déjenme pasar! ¡Debo ayudarla!, ¡córranse! –gritaba desaforado mientras intentaba abrirse paso entre la multitud, lo cual le resultaba muy difícil ya que apenas lo podían oír entre la música estridente y el furor alocado propio del lugar.
Unas pocas mujeres se habían detenido y habían llevado a la joven a un costado de la pista, pero antes de que pudieran ayudarla ya Francisco había conseguido llegar junto a ella.
—¡Acá estoy! –gritó por sobre el sonido ensordecedor y la levantó en andas.
Ella lo miró con ojos de súplica.
—Papá, ayúdame –dijo la joven antes de desmayarse.
Un escalofrío recorrió la espalda transpirada de Francisco.
—¿Tu hija? –preguntó Bento, quien también había corrido hasta el lugar detrás de su amigo.
Él asintió con un pequeño movimiento.
—Tengo la camioneta atrás. ¿Me ayudas?
Entre ambos se abrieron paso entre la multitud y salieron por la puerta trasera.
Una vez que acomodaron a la joven, Francisco miró a su antiguo amigo.
—Gracias. Ella ama sambar, como yo, pero... le debe haber hecho mal el calor. Su madre se va a poner furiosa.
—¿No sería mejor ir al hospital...?
—No, no es necesario. Ya le pasó otras veces. Ella es...un poco débil, es eso. No debí traerla.
—Lo siento compadre.
—¡Vamos!, te llevo a tu casa.
—¿Papá? –volvió a decir la joven.
—Sí, hija, ya nos vamos a casa –contestó Francisco y miró de soslayo a su amigo. —Mañana ya va a estar bien. ¡Gracias por la ayuda compadre!
Quince minutos más tarde Bento se despedía.
—¡No dejes de sambar Francisco! Y cuida a tu hija. Ja, ja, ja no quiero pensar en lo embroncada que va a estar tu mujer.
—Ya pensaré en algo –contestó y subió a la camioneta.
Mientras la ponía en marcha miró por el espejo retrovisor; su amigo caminaba hacia su casa tambaleándose; años de alcohol habían hecho efecto en su cirroso hígado. Sin sospecharlo, esa noche era la antesala del día de su muerte.
—Vamos para casa hija, descansa –le acarició con ternura el cabello, puso primera y dobló rumbo a la carretera.
Entre tanto, a un lado de la entrada del enorme salón de la escuela de samba, se ubicaba Sandra, la guía turística. Miró su reloj.
“Aún faltan diez minutos” pensó mientras desplegaba la bandera de la empresa, a la espera de que se reúna su grupo en el lugar y la hora pactada tal como lo hacía cada noche.
Entretanto, una pareja de turistas argentina, se abría paso a codazos entre la multitud.
—¡No encontramos a nuestra hija! ¡La hemos perdido! –la voz del padre era un hilo de nervios.
—Nos confiamos un momento para ir por unos tragos y ahora... ya no está. –explicó la madre, mientras las lágrimas comenzaban a asomar.
En sus miradas se podían ver reflejados el miedo y la angustia.
—¡Tranquilos! Seguro que ya viene... –les contestó la guía con una amplia sonrisa y restándole importancia. “Siempre hay algún idiota que no quiere dejar de bailar o que necesita ir al baño a último momento”, pensó Sandra.
—¡Hombre ¿no me escucha?! –gritó don Toninho y su voz resonó con tal furia que sacó a Francisco de sus pensamientos con el ímpetu de un latigazo.
—¿¡Eh!?; Perdón patrón. Yo...estaba un poco distraído.
—¿¡Un poco?! Pero si parecía estar en otro mundo hombre. ¡Bueno, ya! –dijo acompañando sus palabras con un gesto que daba por finalizado el tema y enseguida le preguntó: –¿Le falta mucho para terminar?
—No, no patrón. Ya está listo y le aseguro que este bicho va a seguir funcionando por mucho tiempo más. –Aseveró con entusiasmo.
De un salto bajó el último tramo del molino de viento enclavado en los campos de don Toninho, una de las más importantes haciendas en el estado de Minas Gerais, Brasil.
—Perfecto, no esperaba menos de usted.
Francisco se quitó el sombrero de paja ya raído por el uso, pasó el dorso de su mano curtida por su sudorosa frente y asintió.
—Si ya no tiene nada más que ordenar... ¿puedo irme patrón?, es que mi hija ayer...
Pero antes de que pudiera terminar su frase, don Toninho lo interrumpió con esa forma tan particular de expresarse que, podría confundirse con amabilidad, pero, en realidad era su arrogancia y don de mando con el que hablaba.
—A ver, antes de que se vaya hay un par de asuntos que debemos atender.
—Por supuesto, usted manda.
—Bien, siempre nos hemos entendido. Primero, no puede pasar de mañana que encare el arreglo del alambrado de la zona sur. Segundo, la semana próxima estará ingresando ganado nuevo y quiero el bebedero en condiciones y tercero, el techo del granero que ya hace rato que debería haberlo reparado.
—Tiene razón don Toninho, lo del granero no lo hice aún porque tuve que arreglar el tractor y me llevó...
—Ya, ya, ya. No interesa, solo soluciónelo y a la brevedad. Sin excusas Francisco.
—No se preocupe, voy a poner todo en orden patrón.
Sin embargo, en su mente solo había lugar para pensar en la niña. “¿Cómo estará?, ¿habrá despertado?, ¿habrá dicho algo?”.
Sacudió su cabeza como si ese simple gesto lograra alejar tanta intranquilidad y ansiedad.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, don Toninho. Estaba pensando en mi niña, nada más.
—Hijos, hijos. –Fue la respuesta del patrón. —¿Cuándo cree que llueva?
—No lo sé, esperemos que pronto pero no se preocupe que antes me encargo de ese techo... y enseguida agregó casi con miedo: —¿Algo más que tenga que decirme?
—No, creo que no. Mañana me doy una vuelta para ver cómo queda lo de alambrado... supongo que lo va a hacer temprano. –Y sonó más a orden que a pregunta o sugerencia.
—Claro, es que va a llevar su tiempo. Cuente conmigo patrón, como siempre. ¡Bueno, me voy yendo! –Y comenzó a caminar hacia el árbol en el cual se encontraba atado Rigel, su caballo.
—Casi me olvido.
“¿¡Y ahora qué!?, ¡ya basta, me quiero ir!”
Francisco se detuvo inmediatamente y volvió sobre sus pasos.
—Diga patrón...
—No le pregunté cómo le fue en Río con el encargo que le pedí, aunque sé que lo entregó sin dificultades, pero igual quiero saber un par de cositas sobre esta gente...
—Todo bien don Toninho, nada de qué preocuparse. Sé que no es mi trabajo, pero me manejé sin problemas, aunque hacía muchos años que no iba por allá. Me hizo bien ir a Río, ver el mar, a viejos amigos y de paso...
Se detuvo en seco.
Las palabras de la niña: “Ayúdame papá” y su imagen irrumpieron en su mente.
—¡Ja, ja, ja! –comenzó a reírse don Toninho y continuó en una carcajada desaforada hasta desembocar en una tos que casi lo ahoga.
—¿Está bien?
—Sí, sí. Es que ya me lo imagino solo en Río... A mí también cada tanto me gusta escapar de mi mujer y disfrutar de alguna garota bien caliente. ¡Ja, ja, aja, ja! –volvió a reírse de un modo exagerado.
—Es que yo no... –intentó aclarar Francisco.
—Está bien hombre, nada que explicar. ¡Nos vemos mañana temprano!
—Hasta mañana, don Toninho.
Antes de que volviera a hablarle, Francisco subió a su caballo de un salto, clavó sus talones en el viejo animal y salió al galope.
Le gustaba recorrer las tierras de su patrón, ver el ganado pastando y las siembras.
Su trabajo consistía en controlar que todo funcionara bien, para eso había sido contratado, quince años atrás. Y si bien el arreglo económico dejaba mucho que desear, también gozaba de ciertas ventajas como por ejemplo poder vivir él, y su familia en la pequeña casa asentada en los confines de la hacienda, muy lejos de la casona del patrón y del camino principal. Esto le permitía criar sus propios animales y cosechar parte de la tierra. Era la única forma de tener comida segura sobre la mesa cada día.
Don Toninho era un patrón duro, las cosas debían hacerse tal como él las quería. Exigía a sus empleados más de lo que estos podían hacer. Los explotaba trabajando en condiciones precarias y les pagaba mal, pero, esas eran las reglas de juego y solo quedaba aceptar, arremangarse y trabajar sin chistar o, conseguir otro trabajo. Para Francisco esta última, no era una opción con una familia que mantener.
Con los años había aprendido a tratarlo. El patrón, como le decía, era un hombre blanco de descendencia europea, un terrateniente. Su adinerada familia pertenecía a una élite históricamente involucrada en la producción agrícola, el cultivo de café, la caña de azúcar y la ganadería.
Francisco, por su parte, como hijo de una afrodescendiente y un blanco (que regresó a su país luego de unas desenfrenadas vacaciones y muchas historias que contar a sus amigos), siempre vivió la desigualdad de oportunidades y la explotación.
—¡Arre! –gritó Francisco.
Su caballo se sentía fatigado y sudoroso, aun así, respondió a la voz de mando y apuró el trote. Finalmente cruzaron el riacho. A esa altura quedaban unos pocos kilómetros más y llegarían. “¡Ya casi estoy!, todo estará bien” se repetía intentando creer en sus propias palabras. O quizás... ¿en su propia mentira?
Al llegar a la humilde vivienda con techos de tejas descoloridas y paredes que alguna vez fueron blancas, sacó los pies de los estribos, desmontó apresuradamente, ató a Rigel, lo palmeó y corrió los pocos metros que los separaban de la entrada. El sudor bajaba por su espalda y le faltaba el aire. Un latido del lado izquierdo de la cabeza golpeteaba sin cesar como un pájaro carpintero.
Su mujer, Fonseca, sentada en la galería limpiaba unos choclos, mientras el atardecer caía suavemente entre los morros creando una mágica acuarela de rojos vívidos y cálidos.
Para un observador podría tratarse de un instante perfecto, en paz. La realidad, sin embargo, era otra...
—Por fin llegaste. ¿Todo bien con don Toninho? –quiso saber Fonseca apenas lo vio parado frente a ella, inmóvil y mirando fijo hacia el interior de la casa.
Francisco asintió levemente y con un hilo de voz, se animó a preguntarle:
—¿Cómo está ella? Es lo único que importa.
—¿¡Qué?! Si el patrón nos echa ¿adónde iríamos ah?, además...
Sin tomar nota de lo que decía su mujer, entró en la casa y se dirigió con paso firme hasta la habitación del fondo.
En pocos minutos regresó, se lo veía pálido. Se desplomó en una desvencijada silla de paja y agachó la cabeza.
—Aún no reacciona y vuela de fiebre –dijo con voz débil y cansada.
—No, no reacciona –contestó Fonseca sin entusiasmo.
—¡¿Y no piensas hacer nada?! ¿En serio mujer?
—No sé qué quieres que haga... –dijo con total indiferencia.
Una oleada de furia se apoderó de Francisco. Se levantó de un salto de la silla que cayó al suelo y se abalanzó contra su mujer. A sus casi cuarenta años, era un hombre fuerte, alto y de manos robustas, no le costó arrinconarla contra la pared.
Los choclos rodaron por el piso de la galería.
—¡Esa criatura semimuerta tirada en esa cama, es nuestra hija y tu ¿no mueves ni un dedo para ayudarla?! –vociferó Francisco totalmente descontrolado. —¡Nuestra hija!, ¿lo entiendes?
—¡Esa no es nuestra hija! ¡No lo es!, ¡y lo sabes! Ella está ¡muerta! –dijo Fonseca entre llantos y se desplomó en el suelo.
Francisco la levantó de un tirón y la sentó sobre la mesa de la galería. Luego, le habló con una apretada calma contenida sin dejar de apretar su brazo.
—Vamos a aclarar los puntos Fonseca. Esa niña que está ahí tirada volando de fiebre, es, a partir de hoy, nuestra hija Amanda, como si nunca... –hizo una pausa para luego retomar: —Como si nunca se hubiera ido. –Y calvó su mirada en los ojos de su mujer que intentaba zafar de la mano que continuaba estrujándola.
—¿Quedó claro?
Un tímido “sí” fue todo lo que pudo decir.
—¿Cómo?
—Dije que está bien –contestó Fonseca con resignación.
La mano de su marido aflojó la presión de su brazo y ella aprovechó para soltarse de un tirón.
—Esa niña jamás será mi Amanda –masculló Fonseca entre dientes.
Sonó a un juramento que Francisco no escuchó.
—¡Bien! A partir de hoy ella es nuestra y nadie jamás sabrá cómo llegó hasta aquí y mucho menos que no es...
—Estás totalmente loco. –Atinó a decir Fonseca.
—Puede ser... –dijo él con un cansancio de atardeceres llorosos en la voz. —Es que cuando la vi bailando se la veía tan feliz, como lo hacía nuestra hija, ¿te acuerdas?... y de pronto se cayó y ahí supe que era mi oportunidad de salvarla, ¡esta vez puedo hacerlo! pensé y lo hice. Ella necesitaba ayuda. Y te juro que cuando me miró y me llamó papá, solo pensé: ¡El destino me devuelve a mi hija! ¿Entiendes?
Sin esperar una respuesta, se sirvió un vaso de cachaza que tomó de un solo trago. Sabía que había omitido el encuentro con su amigo Bento.
“Tengo que intentarlo, esto es una locura...” —Francisco, ella no es...
Él se levantó enfurecido, la empujó contra la pared y puso sus manos alrededor de su cuello. Con los dientes apretados, los ojos inyectados en sangre y pegado a su cara, le habló al oído.
—¡Shhh! ¡Ni lo digas! Ella está de vuelta y ¡nunca! vamos a volver a hablar de esto. ¡Júrame que será nuestro secreto! ¡Júrame!
—Lo juro. –Logró decir ya casi sin voz y con la garganta sofocada. —Ahora suéltame. Voy a lavarla.
Francisco accedió de inmediato y la soltó.
—¡Maldito loco infeliz! ¿¡Qué va a decirle cuando se despierte?! ¡Mierda! –musitaba para sus adentros mientras iba por agua limpia.
Luego, entró en la habitación en la que dormía la jovencita. La fiebre no cedía y su delgado cuerpo se agitaba ante cada nueva convulsión. En su delirio, solo repetía un nombre.
Con total indiferencia, Fonseca le quitó el vestido floreado, la lavó y volvió a vestirla con una camiseta sin mangas y un short azul. Luego se la quedó mirando.
—Se parecen demasiado –murmuró y sin pensarlo comenzó a trenzarle el largo cabello enrulado.
Por un instante se dejó atrapar transportada en el tiempo y el espacio al igual que Francisco que las observaba en silencio desde el umbral de la puerta. “¡Cuántas veces vi a Fonseca cepillar el pelo de Amanda y trenzárselo!” pensó. Las lágrimas se agolparon y le estrujaron la garganta. La tos no se hizo esperar.
Un grito ahogado escapó de los labios de Fonseca. —Me asustaste –logró decir.
Él, se acercó por detrás y le puso una mano en el hombro. Ella sintió su peso, como un ancla que la arrastraba hacia un abismo del cual no tenía escapatoria.
—Ella es nuestra hija –dijo Francisco acentuando la palabra es.
Fonseca tragó saliva con dificultad y apretó con furia sus labios para ahogar el grito que surgía de sus entrañas.
—Voy a quemar esto –fue la respuesta de ella mientras recogía del piso un bulto.
—¿Es todo? ¿Segura? –insistió preocupado.
—¡Claro! ¿O crees que soy idiota? –dijo desafiándolo.
Luego salió de allí con algo más escondido en su mano huesuda; lo aferraba con exageración.
“Esto puede salvarme si alguna vez todo se descubre” pensó.
Apenas su mujer salió de la habitación, Francisco se acercó a la cama en la que yacía la joven, acarició su cabeza y le habló al oído.
—Mi pequeña Amanda, vas a estar bien. Papá está aquí para cuidarte, ya no te voy a dejar. Aquí estoy. ¡Te quiero hija! Perdóname.
Afuera, las llamas iluminaron la noche. Fonseca miraba el fuego con una dedicación hipnótica, mientras el humo se elevaba y se llevaba consigo los secretos de esa niña que yacía inconsciente en una habitación desconocida y a más de tres mil kilómetros de su casa.
El resto de la noche, Francisco se dedicó a cambiarle los paños húmedos de la frente para ayudarla a bajar la fiebre y a hablarle con dulzura hasta quedarse dormido.
El canto del gallo lo despertó. Su cuerpo entumecido tardó un momento en responder cuando intento ponerse de pie, se desperezó y antes de salir le dio un beso en la frente a la niña.
—Mejórate pronto hija. Te prometo volver en cuanto pueda... –y salió.
Fonseca que recién se levantaba, lo encontró en la cocina preparando café.
—Aquí tienes –y le ofreció un jarro algo cachado que su mujer tomó mientras lo miraba fijo.
—Lamento lo de ayer. Yo... no quiero perderla. No de nuevo. Me debes esta y lo sabes.
Una vez más los ojos de ambos se colmaron de lágrimas.
—Ya te entendí, ¡suficiente! Tengo mucho que hacer y tú también.
Y depositó el tazón sobre la precaria mesada. Él respiró hondo y sin pensarlo la abrazó, ella, sin embargo, siguió inmóvil mirando la taza de café que se enfriaba al igual que su alma.
Llevaba un par de horas trabajando en el alambrado cuando escuchó un galope a sus espaldas
“Ahí viene a controlar”, pensó.
—¡Buenas! –saludó don Toninho sin bajar de su alazán color café.
—¿Cómo está usted patrón? –contestó Francisco, mientras se sacaba el sombrero.
—¡Bien, bien! Solo de paso. Pero, hombre tiene muy mala cara. ¿Todo bien?
—Si, bien. Es que anoche dormí poco. Mi hija, Amanda, tenía fiebre alta. La estuve cuidando, poniéndole paños fríos para que bajara. –Y enseguida agregó: —Nada serio patrón.
—Mejor así –contestó sin darle importancia. —¡Ah! estuve hablando con Gilberto para que le dé una mano con lo del granero. Mañana va a andar por ahí. Bueno, sigo viaje. ¡Bien con el arreglo!
—¡Gracias don Toninho! Nos vemos y salude a su señora de mi parte.
Francisco agradeció el que no se haya quedado y aprovechó para comer unas bananas, tomar agua y descansar un rato, pero, pronto se puso de pie y continuó. Le faltaba poco para terminar con la cerca y quería regresar cuanto antes. Un presentimiento rondaba su cabeza: “hoy despertará y no sé cómo se sentirá o qué voy a decirle...”. El corazón le latía desbocado.
—¡Vamos Francisco! Ya termina de una vez –se dijo a sí mismo y puso manos a la obra.
Eran casi las cinco de la tarde cuando por fin terminó.
Entre tanto Fonseca pasó el día ocupada con las tareas de la granja. A media tarde decidió ir hasta el pozo, estaba cansada y necesitaba parar un momento y refrescarse. Se echó agua en la cara, los brazos y la espalda, sin quitarle la vista a la casa.
“¿Y si nos descubren?, ¿acaso esto no es un secuestro?, ¿iríamos a la cárcel?”. “Pero, ¿quién podría imaginar que esa niña no es...?”, “Nadie va a sospechar”.
—Ja, ja, ja ¿De qué me preocupo si vivimos alejados de todo y olvidados de Dios?
Respiró aliviada y retomó sus faenas. Una hora más tarde decidió regresar a la casa. Apenas traspasó la puerta, vio una silueta inmóvil que se recortaba del otro lado de la cocina.
—¡Ay, me asustaste! –exclamó y se llevó una mano al pecho mientras se apoyaba en la mesada pegajosa de la oscura y calurosa cocina. Las piernas le temblaban y el corazón le latía desbocado.
Un gemido extraño salió de su boca antes de volver a hablar. —Pensé que... todavía dormías. –Logró decir Fonseca.
La joven continuaba inmóvil, con los ojos fijos en un punto indeterminado. “¿Dónde demonios estoy? ¿Quién es esta mujer? ¿Qué es este lugar? El miedo era un nudo apretado en su estómago, paralizándola. Mordisqueó su labio inferior, un tic nervioso, mientras un nombre ajeno danzaba en los confines de su mente, una sombra sonora sin rostro, una nota discordante en el silencio de su memoria, que pronto desapareció sin dejar rastro.
—Tuviste un... accidente. —dijo Fonseca, la palabra flotando en el aire denso.
—No me acuerdo nada –dijo la niña. Su voz era un hilo roto, la fragilidad expuesta.
Fonseca respiró aliviada.
—¿Qué me pasó?
—Un golpe muy fuerte –contestó evitando mirarla a los ojos. La evasiva era una punzada más en la confusión de la joven.
—¿A dónde?, ¿cómo fue? ¿Cuándo pasó?
Un sudor helado resbaló por la espalda de Fonseca. “¿Qué le contesto?”, “Mejor le digo la verdad”.
La joven comenzó a caminar, con pasos temblorosos, por la pequeña y desvencijada cocina. Escudriñando cada rincón. “¿Vivo acá?”, “¿Esta es mi casa?”, “¡No me acuerdo!”.
Un grito ahogado escapó de sus labios, seguido de un llanto convulsivo que la dejó sin aliento. Era un clamor desesperado que buscaba respuestas, pero solo conseguía un eco en la nada.
—¡Ayúdame! Estoy mareada y...
Fonseca corrió a socorrerla. La sentó en una silla de madera color pardo que crujió bajo su peso y comenzó a abanicarla con la tapa de una olla.
—Tranquila nena. Está todo bien.
“Que no se desmaye ahora, Francisco me va a echar la culpa y no quiero tener que luchar de nuevo con su ira. ¡No! “¡¿Por qué tengo que cargar con esto?!, carajo ella no es mi Amanda y ¡nunca lo será!”.
—¡Vamos toma un poco de agua! –le instaba Fonseca, mientras sostenía el vaso frente a ella. —Eso es, ¡tranquila nena! Llevas días sin comer y volando de fiebre así que despacio. ¿Mejor?
—Sí. ¿Qué pasó?
Fonseca tragó saliva antes de hablar, respiró profundo y se acomodó frente a ella.
—Bueno... primero quiero que sepas que no estuve de acuerdo desde el comienzo en que tú...
El relincho de Rigel se filtró en la vieja cocina. “Demasiado tarde” pensó Fonseca y se levantó como eyectada, el sonido de la silla al caer retumbó como un trueno. Solo pudo decir: —Mejor pregúntale a Francisco.
—¿Quién? –La mirada perdida y los ojos inflamados por el llanto se clavaron en Fonseca.
—Tu... papá. –Y acompañó sus palabras con un gesto de obviedad que nunca supo de dónde le había brotado.
—¿Entonces tú eres... mi mamá?
“Supongo que debo seguir con la mentira” pensó Fonseca y asintió. Un gesto pequeño y significativo.
Las lágrimas se escurrieron por las mejillas de la joven, dejando trazos salados en su piel.
—No me acuerdo de ti y...
—¡Ya, ya, suficiente! Estás en casa. Ahora ve a recibir a tu padre, eso le va a gustar –dijo Fonseca con una dureza en la voz que hasta entonces no había surgido.
“Lo intenté” se dijo. Luego le dio la espalda y empezó a preparar la cena. “Puedo sentir sus ojos y no sé qué más decir”. Giró y ahí estaba, abrazada a sus rodillas, la vista fija en ella, la cabeza gacha y temblando.
—¡Ya, sal de una vez que no es para tanto!
El grito de Fonseca la obligó a levantarse. Caminó hacia la puerta con pasos temblorosos y salió a la galería.
Un vasto lienzo verde se extendió hasta donde alcanzaba su vista, interrumpido solo por el horizonte y por la silueta de un imponente cerro.
Las palabras de aliento: “Yo te enseñé a ser fuerte así que ¡vamos!” resonaron en su cabeza: “¡¿De quién es esa voz!?”.
Pero antes de averiguar lo que su mente le decía, su atención la acaparó un hombre que acababa de apearse de un caballo y caminaba con gesto cansado hacia la casa. Intentaba tapar su cara, del impiadoso sol, con un sombrero de paja gastado.
—¿Eres mi papá? –lo abordó apenas lo tuvo lo suficientemente cerca.
El hombre detuvo su marcha al instante, la miró por un momento y una enorme sonrisa se dibujó en su rostro curtido. Luego corrió a su encuentro.
“¡Recuerdo ese sombrero!”, pensó la joven al verlo volar y caer sobre el polvoriento camino.
—¡Hija, te levantaste! ¡Estás bien, estás bien, estás bien! –repetía sin cesar mientras la abrazaba y colmaba de besos. —¡Gracias a Dios! Déjame mirarte Amanda, ¿te sientes bien? Dime hija...
—¿Amanda? ¿Ese es mi nombre? –preguntó la joven dando un paso atrás.
—¡Claro hija! ¿Qué sucede?
—¡No sé!... no recuerdo nada. No sé dónde estoy... ¡Nada!, ¡nada!, ¿no entiendes?
Las lágrimas brotaron sin control.
—Claro que entiendo hija. Debe haber sido por el golpe, pero tranquila, ¡todo está bien!, estás en casa. Me llamo Francisco, soy tu papá y siempre voy a cuidar de ti siempre.
—¿Y si nunca recupero mis recuerdos?
“Espero que así sea, o estaremos en problemas”, pensó Fonseca mientras observaba la escena desde la ventana con los labios apretados y estrujando un repasador.
—Ya va a pasar y vas a recordar todo. –Dijo Francisco y le sonrió. Sus ojos, antes vacíos, ahora estaban llenos de amor.
Ella lo miró y frunció el ceño. Algo en él le resultaba extraño y conocido a la vez, pero... ¿¡Qué era!?
—¿Qué pasa hija? –preguntó entre asustado y expectante.
—¡No sé!... recién tuve como una imagen de un hombre con un sombrero de paja y... ¡Ay se me fue de la cabeza!
—¡Seguro era yo! –dijo Francisco y se agachó para levantar el suyo que seguía tirado. –¿Lo ves?
La joven lo miró sin hablar.
“Entonces él es mi papá y esa mujer en la cocina es mi mamá y vivo acá...”
—Me parece que todavía tienes dudas y claro, no tienes por qué creerme.
—¿¡Qué está diciendo!? Se volvió loco –dijo Fonseca por lo bajo, en la soledad de la cocina.
—¡Ven! ¡Vamos a sentarnos! Y ya te voy a explicar todo.
Y comenzó a caminar hacia la galería, seguido de la joven.
—¡Demasiados días sin llover! –exclamó de golpe con un tono que intentó que sonara cotidiano.
La joven se sentó en el borde de una de las sillas, la espalda encorvada, las piernas juntas y los brazos cruzados.
—¡Mujer!, ¡ven tú también! Vamos a hablar con nuestra hija, debe saberlo.
Fonseca salió de la casa restregando un corroído repasador con dibujos de flores descoloridas y también se sentó en una de las gastadas sillas de paja.
—¡Bien! Ahora que ya estamos los tres... “No sé qué decirle, ¿cómo la convenzo?”.
—Ella me dijo que no estaba de acuerdo con algo... –expresó la jovencita señalando a Fonseca. —¿Qué era?
—¡Ese fue el problema! –dijo Francisco con total seguridad y continuó: —Tú y tu mamá tuvieron una pelea muy fea. Ella no quiere que tengas un... perro.
“¿¡Qué carajo dice!? Y ¿por qué yo soy la mala?” se preguntó Fonseca.
—¿Yo quería un perro?
—Sí, para criarlo tú y que sea solo tuyo, no de la hacienda. Pero, tu madre dice que hay que ocuparse y que ya tiene bastante con los animales del corral y con la huerta y no sé cuántas estupideces más. Después de todo un perro se cría solo, ¿o no?
—Yo lo cuidaría.
—¡Estoy seguro hija! ¡Eso mismo le dije! Pero, ella cree que te ocuparás más de él que de tus deberes en la casa. El asunto es que, yo ya te lo había prometido hace rato. ¡Hasta le habías puesto un nombre! ¡¿Verdad Fonseca?!
—Verdad –logró contestar tratando de entender la trama de la mentira inventada por Francisco.
—¿Ves? La cuestión es que pelaron, tú te escapaste y corriste hasta al río. Te encontré horas más tarde, tirada debajo del árbol que más te gusta. Seguro que te trepaste, te caíste y te golpeaste muy feo. Luego, te traje a la casa y dormiste casi cuatro días hija, mientras tu madre y yo nos ocupamos de cuidarte y ¡aquí estás! Eso es todo... ¡Debes tener un chichonazo en esa cabezota dura! –intentó bromear para calmar un poco la situación. —¿Qué más quieres saber?
—¿Cuál nombre?
—¿Nombre?
—Sí, del perro.
—¡Otis! –se apresuró a contestar Fonseca y esperó impaciente una respuesta.
“¡Tampoco recuerda el nombre que repetía dormida mientras estuvo volando de fiebre!, estamos a salvo...”.
—Voy a ver el arroz. –Dijo a continuación y entró a la casa a grandes pasos, necesitaba respirar, esa situación le había resultado en extremo estresante.
—Es lindo nombre... Otis
—No se hable más, ¡tendrás tu perro! –dijo Francisco y dio un golpe a la mesa.
La joven le sonrió con timidez y con voz casi inaudible le dio las gracias.
“Gracias Dios por devolverme a mi hija”.
—Ahora vamos a comer. Estás muy flaca Amanda. ¡Tienes que recuperar fuerzas así que mañana no harás tus tareas en el corral!, vendrás conmigo al granero. ¡Siempre te ha gustado!
—¿Voy a estar bien?
—Claro que sí, hija, ¡Vas a estar bien, solo fue un tremendo golpe! No tienes que preocuparte. Ya no hablemos de eso... –y acarició con ternura la cabeza de la jovencita.
Ella se dejó mimar, lo necesitaba. Él también.
—¡¿Qué esperas Fonseca?!, pon la mesa para los tres –gritó Francisco con un dejo de alegría en la voz.
Mientras, su mujer en la cocina, lo maldecía por lo bajo y la noche se cerraba sobre los campos sellando un siniestro pacto de silencio bajo la justificación de un dolor incontenible que le robaba a esa jovencita su verdad.
—Ayuda a tu madre, ve a buscar los platos hija.
Francisco la miró entrar en la casa. “¿Qué hice?, ya es tarde para decirle la verdad...” Un desagradable gusto a bilis se apoderó de su boca y la tos no se hizo esperar ahogándolo con el sabor amargo de la culpa.
—¡Papá! ¿Qué te pasa? Papá, ¿estás bien? –le gritó desde la cocina la chiquilla y corrió a su lado.
“¡Me llamó papá!”.
En cambio, Fonseca pensó “¡Jamás serás mi hija!”.