Cuéntamelo todo - Cambria Brockman - E-Book

Cuéntamelo todo E-Book

Cambria Brockman

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Beschreibung

"Tienes que hacer amigos. Es lo más importante. Nunca tendrás éxito sin ellos. Finge, Malin. Finge que eres normal. Una persona sin amigos es una persona sin poder. ¿Quieres tener éxito algún día? Rodéate de un ejército, sé amada y respetada, y triunfarás." Malin no necesita compañía, no la quiere, pero es ambiciosa y desea llegar lejos, por eso, cuando consigue entrar en una universidad de élite gracias a su impecable expediente, su mayor reto será entablar relaciones sociales y fingir ser una persona normal. A su llegada al campus, Malin se sorprende por lo sencillo que le resulta hacerse de un grupo de amigos: Gemma, una chica inglesa extrovertida y dicharachera, apasionada por el teatro; Ruby, la joven perfecta: guapa, carismática, amable y sincera; John, popular, de buena familia y muy atractivo; Max, inteligente, sensible y honesto, pero siempre bajo la sombra de su primo John; y Khaled, un príncipe de Abu Dhabi, que derrocha dinero y simpatía. Durante los cuatro años que se prolongarán sus estudios, la cambiante amistad entre los seis jóvenes se mantendrá a pesar de los secretos, traiciones y miedos que todos ocultan. Sin embargo, los lazos que los unen se harán cada vez más tensos y destructivos… ¿Hasta dónde serán capaces de fingir para evitar que la verdad salga a la luz? "Además de una historia de suspenso compleja y el relato de un verdadero antihéroe, ésta es una novela que devoras en un momento". Lisa Lutz, autora de la serie "Spellman" "Es difícil evitar el escrutinio de semejantes personajes, decidir quién está más perdido, quién resulta el mayor responsable…". Caite Dolan-Leach, autora de "Dead Letters"

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Para Lo

PRIMERA PARTE

HAWTHORNECOLLEGE

Día de los Graduados29 de enero de 2011

Éste es nuestro fin.

Se escucha una voz en el fondo de mi mente.

Salta.

Inhalo, una respiración superficial, y mi pecho se eleva. La inminente tormenta de nieve se cierne sobre nosotros, el aire frío se siente en nuestros huesos. Debajo, el agua negra estancada susurra nuestros nombres, entusiasmada de filtrarse en nuestros poros. Jadeamos, pesados, y nuestro aliento caliente ondula en estrechas nubes sobre nuestras cabezas. Incluso si quisiéramos correr, no podríamos.

El canto se hace más sonoro. Los seis nos tomamos de las manos, torpes y ebrios, y unimos nuestros cuerpos semidesnudos. Hombro con hombro. Los vellos rubios de mis brazos se erizan, alcanzan las nubes. Gemma y Khaled exhalan, inhalan… nerviosos, aprensivos.

Salta.

Cierro los ojos, siento los delicados dedos de Ruby entrelazados con los míos. Max, al otro lado, aprieta mi mano para tranquilizarme.

John, alto y firme, comienza la cuenta regresiva. Engañándonos para que no pensemos que estamos a punto de inmolarnos dentro del lago congelado. Su confianza solidifica nuestro impulso. No hay vuelta atrás.

—Cuatro, tres…

Mantengo la calma, y la voz de papá irrumpe en mi cabeza. Con los ojos cerrados, el ruido del mundo exterior disminuye, y puedo verlo inclinarse para susurrar en mi oído. Él me está llevando a la universidad, despidiéndose de su única hija. Debe dejarla con algo de sabiduría, asegurarse de que los primeros pasos que ella tome sean los correctos. Veo a mi madre, borrosa, detrás de él. Ella mira con nostalgia a la multitud de estudiantes de primer año, con una línea triste dibujada en sus labios. Sé que se centrará particularmente en los chicos, los que tienen pecas y mechones de cabello rubio. Querrá ver el rostro de mi hermano en esa multitud, y luego me mirará y esa línea triste poco a poco llevará a una sonrisa forzada. Papá se acerca más, su mano toma mi brazo. Él tiene mi atención. Su agarre es firme, pero no me molesta. Dice una palabra y luego se retira, buscando leer mi rostro. Sé que está tratando de ver si ha causado algún tipo de impresión, así que asiento. Sigo su ejemplo, como una niña obediente. Cuando mis padres caminan al estacionamiento y conducen al aeropuerto, cuando llegan al calor y la humedad del lugar donde nací, y cuando entran en su casa vacía, la palabra que susurró resuena en mis pensamientos. Liga cada uno de mis movimientos de los años por venir, establece el ritmo de mi pulso.

Siento un tirón en mi mano, y mis ojos se sobresaltan, ampliamente abiertos.

—Dos…

Salta.

La voz de John se hace presente y poderosa.

—¡Uno!

Nuestros cuerpos se mueven hacia delante, hacia arriba.

Por un breve instante, nos encontramos suspendidos en el aire, y me gustaría que pudiéramos quedarnos allí. Mis amigos lanzan alaridos y se retuercen. Escucho la euforia en sus gritos. Han esperado su turno para saltar durante tanto tiempo. Después de cuatro años en los bosques de Maine, por fin estamos aquí. Esto es lo que cada estudiante de primer a tercer año observa a los de último hacer, invierno tras invierno.

Hace tres años, fuimos testigos del Salto por primera vez, apiñados en un comprimido grupo, mientras pasábamos una botella de vodka barato. El licor quemaba nuestras gargantas, pero recibíamos con agradecimiento su calor en nuestras entrañas. El Salto significaba que tu tiempo en Hawthorne College estaba llegando a su fin. Nuestra pintoresca educación en artes liberales estaba casi completa. El agujero en el hielo representaba un rito de pasaje, el comienzo del fin. Era imposible explicarlo a cualquier persona ajena: a los estudiantes de otras universidades, a los miembros de la familia que estaban en casa. Era nuestro, y protegíamos celosamente su extraña naturaleza.

Un trueno de aclamaciones y aplausos nos envuelve. Nuestros compañeros están mirando. Sé que están observando nuestros rostros, leyendo el terror y la alegría que se combinan a un tiempo con el agua helada. Soy muy consciente de que se supone que esta tradición debe disfrutarse, y suelto un chillido cuando mis talones desnudos se hunden a través del agujero negro.

El agua fría aguijonea mi piel y, mientras me hundo, mi cuerpo sufre una conmoción. Cierro los ojos en el agua turbia, las voces se apagan.

Siento cómo mis amigos patalean para salir del lago y volver al hielo, ansiosos por calentarse. El silencio invita. Tranquilo, pacífico. Aquí es donde pertenezco.

Escucho la voz de Ruby gritando mi nombre. Se escucha tan lejana. Veo movimiento por encima de mí a través de la superficie. El rostro de Ruby se rompe en pixeles en la mancha acuosa. Sus brazos se aferran a su pecho y sus piernas se presionan juntas con firmeza, buscando contener el calor de su cuerpo.

—Malin —llama, su voz desafinada y ahogada en las burbujas. Obligo a mis piernas y brazos a moverse al unísono, y me impulso hacia arriba. Sólo cuando alcanzo la superficie y jadeo por aire mi respiración se reanuda. Nado hasta el borde áspero y coloco una de mis manos contra el hielo cincelado. Este invierno ha sido amargamente frío, pero casi no hay nieve, no todavía.

Ruby me jala para sacarme del agua, sus dientes fríos traquetean. Max está arrodillado detrás de ella, con una mano firme en su espalda y la otra estirada para alcanzar mi mano resbaladiza. Me alcanza y también me jala hacia arriba, sobre el borde irregular. Veo a los otros, John, Gemma, Khaled. Ya caminan al borde del lago para tomar sus toallas y chocolate caliente.

El aire está cargado de alcohol, marihuana y el revuelo de la tradición. Escucho risas y el rugido de las aclamaciones cuando completamos nuestro salto. Mi sangre trabaja a toda marcha para calentar mi cuerpo; las uñas de mis pies son de un azul profundo y mi cabello trenzado es hielo sólido. Quiero mis calcetines y mis botas, y paso la mirada por la orilla en busca del grupo de juncos donde los dejé, junto con el resto de mi ropa. Todos hablan y ríen entre dientes castañeantes y labios morados. Ruby me abraza, y nuestra piel de gallina se acopla, como un engranaje, en nuestros cuerpos desnudos. Sonrío, a ella, a los demás, mientras nos retiramos juntos. El agujero en el hielo queda detrás. Ruby me habla, pero su voz se desvanece cuando envuelvo una toalla alrededor de mi cuerpo y nos conduzco hacia la fogata. Me aseguro de parecer que estoy prestando atención. Tengo demasiado frío para hablar, pero sonrío, como siempre.

Algo inminente nos rodea, pero no tenemos idea de que está ahí. Mañana por la mañana nos sentaremos a desayunar en el comedor, como siempre, y nos daremos cuenta de que uno de nosotros se ha ido.

La policía llegará al campus. Las luces de la ambulancia destellarán a través de los bosques cubiertos de nieve. Observaremos cómo se llevan un cuerpo en una camilla, mientras la policía nos indica que permanezcamos atrás.

Nos harán preguntas, hablaremos sobre lo que pasó en la noche. Nuestros recuerdos serán confusos. Estábamos bebiendo, habíamos perdido la cabeza, como típicos universitarios. Nos mirarán y tratarán de descubrir si deberían creernos. O no.

Tendrán motivos para interrogarnos.

Todos guardamos secretos sobre este día, y nuestro grupo se disolverá incluso antes de la graduación. Con una pieza faltante en nuestro rompecabezas, nos desmoronaremos.

Ruby habla sobre el frío, el Salto, la adrenalina, pero lo único que oigo es la palabra que susurró papá a mi oído, golpeando en mi cabeza.

Finge.

CAPÍTULO UNO

Primer año

Aquellas primeras semanas en Hawthorne aparecen en mi mente como libros en un estante, pulcros y ordenados, separados por género. Me pregunto si los demás lo recuerdan como yo. Trozos y piezas de recuerdos, momentos dispersos, cosas que dijimos, que hicimos. Las razones por las que llegamos a ser tan cercanos; todo se reduce a esos primeros días, en que las inseguridades y los nervios nos unifican.

Después de que mis padres llevaron mis pertenencias a mi habitación desnuda y me escoltaron al comedor, me encontré sola. No conocía a nadie, y vivía en una habitación individual en la residencia del campus. Me recordó mi primer día en el jardín de niños. Mi madre me había dejado ahí, y su olor todavía persistía en el aire después de que se hubo marchado. Ella usaba un perfume que definía partes de mi infancia, cada recuerdo se mezclaba con esa fragancia. Me senté en una de las mesas comunales en miniatura, en silencio y calma, mientras mis compañeros entraban en pánico, lloraban, gritaban y hacían rabietas. La universidad era similar, salvo por el espectáculo. Todos eran mayores ahora, capaces de ocultar su miedo, pero los huecos en sus estómagos los corroían, y pude ver el mismo pánico en sus ojos. Se preguntaban si harían amigos, si encontrarían un lugar donde pudieran encajar durante los próximos cuatro años de sus vidas. Levanté la vista hacia el nuevo y resplandeciente comedor, cuya construcción apenas se había terminado durante el último verano; sus paredes de cristal reflejaban una luz cálida en mis ojos. Los carteles pegados en el exterior promovían clubes universitarios y eventos deportivos. Pensé en mis padres, que estarían cruzando en ese momento la frontera entre Maine y Nueva Hampshire, conduciendo por debajo del límite de velocidad a través de la carretera interestatal 95, hacia el aeropuerto de Boston. Mi madre quizás estaría mirando por la ventana mientras papá conducía, observando los árboles pasar, preguntándose cuándo comenzarían a mudar sus hojas.

Al primero que conocí fue a John, antes de que nadie más entrara en mi vida en Hawthorne. Todos me consideraron la mejor amiga de Ruby, su compinche, desde el primer día. No afirmé lo contrario. Además, la gente se sentía atraída por Ruby, su coleta de cabello castaño y su sonrisa permanente atraían la atención, yo no. Todos querían estar cerca de ese tipo de perfección. La gente asumió que ella me había arrancado de entre la multitud de chicas dispuestas a ser sus amigas cuando, en realidad, fui yo quien la eligió.

El comedor estaba lleno de nuevos estudiantes, y algunos empujaban para abrirse paso hasta los asientos vacíos. Me quedé quieta, mirando mis opciones. Los estudiantes se estaban presentando, hablando de sus veranos. No necesitaba elegir un asiento todavía. La charla comenzaría en diez minutos. Podría beber un café del carrito de afuera. Giré sobre mis talones y me alejé; me sentí aliviada en el espacio abierto y el aire fresco.

—Café helado —dije a la barista que estaba detrás del carrito. Parecía mayor, tal vez éste era su trabajo en el campus. Tal vez estaría cursando el penúltimo año—. Negro por favor.

—Igual para mí —dijo una voz a mis espaldas. Miré por encima de mi hombro, y tuve que levantar todavía más la mirada, para ver el rostro que pertenecía a la voz. Era raro que me sintiera pequeña.

Unos ojos azules me miraron fijamente. Él sonrió, una de esas sonrisas a medias, encantadora y estrafalaria, y tenía un rostro atractivo; un grueso cabello rubio sobresalía por debajo de su sombrero. Miré de nuevo a la barista, tal vez un poco demasiado rápido. Ella también lo miró fijamente, hasta que él se aclaró la garganta y ella nos entregó ambas bebidas.

—Yo invito —dijo. Antes de que pudiera protestar, él ya había entregado más de cuatro dólares.

—Ehhh, mmmm —murmuré—. Gracias, no era necesario.

—No hay problema —dijo—. Mantén a tus amigos cerca, y a tus enemigos aún más cerca, ¿no es lo que dicen?

Lo miré confundida. Su boca se curvó en una sonrisa astuta.

—La calcomanía —dijo, señalando algo en mi mochila—. ¿Los Texanos? —señaló su sombrero de ala—. Yo le voy a los Gigantes.

Bajé la mirada a mi mochila. Papá le había pegado la calcomanía después de que los Texanos ganaran dos juegos al hilo el invierno anterior. Fue un gran acontecimiento porque lo usual es que pierdan, por mucho. Papá estaba tan emocionado que su rostro parecía el de un niño. No lo había visto así desde que yo era pequeña, así que no retiré la calcomanía, por temor a que su rostro cayera de regreso en su aflicción.

—Bueno, sí, arriba los Texanos —dije—. Aunque no creo que representemos una gran amenaza.

—Hey, nunca se sabe, con unos buenos fichajes —respondió con un guiño.

Hablaba de esa manera relajada, tipo adolescente. Boba y dulce. Sonreí un poco, esperando parecer agradecida y agradable. Aunque en realidad estaba molesta. Odiaba estar en deuda con la gente. Sobre todo con tipos como éste, quien yo sabía que me daría un nombre de mascota y chocaría su mano con la mía cada vez que me viera, o me ofrecería su puño para golpear el mío, dejándome adivinar cuál elegiría. Normalmente prefiero pagar mi café.

Abrió la puerta del comedor para mí, y me deslicé dentro, ansiosa por alejarme para no tener que seguir hablando.

—John —alguien llamó desde el camino exterior y John, el fanático de los Gigantes, soltó la puerta y la dejó cerrar entre nosotros, al tiempo que ya le estaba dando al otro chico un apretón de manos y una palmada en la espalda. Parecían atletas, por la manera en que sus cuerpos se movían con gracia y precisión, a pesar del ligero aire de indiferencia que ambos cargaban sobre sus hombros. Líneas bronceadas en sus espinillas. Futbol, supuse.

Me formé en la fila para recibir mi paquete de orientación y los observé a través del vidrio. Me pregunté si se acababan de conocer, si habrían jugado una pretemporada o si se conocían desde antes. Era curioso observar a las personas interactuar, verlas decidir qué decir, cómo actuar. Su primera impresión, la más importante. Noté su lenguaje corporal, los intentos por parecer despreocupados. Intenté entonces relajar mis hombros, pero fue inútil.

John y yo nos miramos fijamente y su boca se curvó en esa sonrisa sugestiva que vería mil veces. Me guiñó un ojo, y me volví rápido, fingiendo que no había visto. Prefería pasar desapercibida, pero había heredado la piel clara de porcelana y los ojos verdes de mi madre. Mis rasgos faciales eran simétricos y suaves, y sin importar cuánto comiera, mi cuerpo permanecía delgado. El sol de Texas tornaba mi cabello dorado, a pesar de mi necesidad de mostrarme discreta.

Volví la cabeza, pero aún podía sentir sus ojos en mí, estudiándome. Su risa retumbó cuando las puertas de cristal se abrieron y cerraron para otros estudiantes.

Había cierta familiaridad en él… en la forma en que sonreía, en cómo quería hacer algo agradable por mí, el color de su piel y su cabello. Tragué saliva y obligué a los recuerdos a que pasaran.

—Los amigos que hagas esta semana se convertirán en amigos de por vida.

Estaba escuchando a la chica que hablaba frente a nosotros, pero mis pies ansiaban moverse. Nunca lograba quedarme quieta durante mucho tiempo y ya estaba temiendo el resto de la orientación. No entendía por qué no podíamos simplemente leer un manual para Hawthorne y seguir nuestro camino. Mi apetito estaba ávido por las clases, los horarios, la rutina. Esperaba que no nos obligaran a hacer ejercicios de vinculación en equipo.

La chica a mi izquierda jugaba con sus uñas. La observé retirar la irritada piel de la cutícula de su pulgar con su dedo índice. Jalar, rascar, escarbar. Repitió esto hasta que la endurecida cutícula cayó al suelo.

—Básicamente, no se embriaguen demasiado, ¿de acuerdo, chicos? —dijo la chica frente a nosotros—. Nos gusta llamarlo confortablemente aturdidos.

Algunos de mis compañeros rieron. Me pregunté si la administración habría pensado que sería más conveniente traer a una estudiante de último año para tener una charla con nosotros sobre las drogas y el alcohol. Parecía estar funcionando.

Dirigí mi mirada hacia las copas de los pinos que contrastaban con el cielo nebuloso del verano, donde podía distinguir la punta del campanario de la capilla y la parte superior de los edificios académicos de ladrillo. Edleton, Maine, era un lugar idílico para una pequeña universidad de “artes liberales”, ubicada entre bosques de arce, pino y roble. Cuando papá y yo la visitamos, en mi último año de bachillerato, el guía nos habló sobre el pequeño pueblo industrial, cómo los camiones de madera salpicaban las carreteras y llevaban la madera para transformarla en pulpa o pallets para calefacción. En ocasiones, tablas para pisos. Papá estaba más interesado en la tala que en Hawthorne e insistió en que fuéramos al pueblo después; tomó fotos de todos los viejos molinos de piedra y el deteriorado molino de agua del río que alguna vez los había impulsado.

Durante el recorrido escuché a otro posible estudiante susurrar acerca de cómo los habitantes del lugar odiaban a los estudiantes privilegiados. Un joven había sido apuñalado hacía unos años, cuando se había desatado una pelea en el bar local. No lo habían llevado al hospital a tiempo, y se había desangrado en la acera.

A mi lado, la chica de la cutícula me dio un codazo en el brazo, mientras miraba a un tipo frente a nosotras. Seguí su mirada. El cabello del chico era negro azabache, su piel oscura era un grato respiro en el mar blanco, sus brazos estaban flexionados mientras jugaba Tetris en su teléfono. Llevaba una sudadera con capucha y costosos jeans oscuros. Sus pies estaban plantados firmemente en el suelo, sus limpios zapatos deportivos nuevos se juntaban con las perneras de sus pantalones.

Un susurro en mi oído:

—Es un príncipe.

Miré a la chica, su rostro parecía a punto de explotar por la incontenible emoción. Sus ojos brillaban, bajo el maquillaje que formaba grumos en sus pestañas. Escudriñé el resto de su cuerpo con el rabillo del ojo. Sus facciones eran oscuras, justo lo opuesto a las mías. Tenía la piel bronceada, como si hubiera nacido con ella, y ojos oscuros y vellos oscuros en los brazos. Me pregunté si sería una de las estudiantes internacionales, quizá de India o Sri Lanka. Sus uñas estaban pintadas con un esmalte azul astillado, y su cabello negro, cortado en sedosas capas que rodeaban su rostro. Lo que me sorprendió fue el gran tamaño de sus senos, que sobresalían de su pequeño torso.

Se acercó más a mí.

—Estuve fisgoneando su perfil en el grupo de Facebook. Tiene como diez Lamborghini. Es de los Emiratos Árabes Unidos. Dubái, o Abu Dabi, o lo que sea… Abu Dabi, creo. Sí. Porque su papá es el ministro de finanzas allí. Pude haber enloquecido un poco y extendí la búsqueda a Google, pero no me juzgues —susurró, con cadencioso acento británico.

Nunca me ha impresionado la riqueza. Vengo de una familia sin problemas financieros, nada nos ha faltado, aunque tampoco es que compráramos artículos de lujo. Por supuesto que aspiro a amasar mi propia fortuna algún día, pero nunca sentí celos hacia aquellos que habían nacido con ella. Siempre parecía haber demasiadas ataduras en esos entornos.

—Deberíamos hacernos sus amigas —dijo mientras una sonrisa maniaca se asomaba a su rostro.

Su atrevimiento era sorprendente. Ya hablaba como si nosotras fuéramos amigas. Ni siquiera conocía su nombre. Lo único que compartíamos era el lugar donde nos habíamos sentado, en una larga mesa en un extremo del comedor. Dejó escapar un sonoro suspiro y se hundió en la silla, envolviendo sus sandalias alrededor de las patas de metal. La observé extraer algo de su bolso, goma de mascar, y me la ofreció.

—Entonces, ¿cómo te llamas? —susurró.

—Malin —dije—. ¿Y tú?

—Gemma —sonrió y apretó mi brazo—. Mi compañera de habitación y yo estamos organizando una fiesta, ya sabes, una especie de bienvenida. Será esta noche, deberías venir.

—Claro —respondí—. Entonces, ¿eres de Inglaterra? —me di una palmadita mental en el hombro por haber continuado semejante charla insustancial.

—Mamá estudió aquí en los años setenta. Ella es americana; papá, paquistaní. Es todo un tema. Siempre están compitiendo para mostrarme su cultura. Como sea. Estuvieron de acuerdo en que yo debería recibir una educación estadunidense adecuada para integrarme, lo que sea que eso signifique. Aunque creo que ya estoy bastante integrada —acarició su vientre suave y puso los ojos en blanco—. Pero en realidad no importa. Tienen chicos lindos aquí. Con mucha mejor higiene dental —se detuvo, como si estuviera considerando algo—. Bueno, no es que eso sea importante para mí.

Gemma sacó su teléfono vibrante de su bolso y derramó un paquete de cigarrillos en el suelo, junto a sus sandalias.

—Éste debe ser el novio —dijo, guiñando un ojo.

Unos minutos más tarde, me envió un mensaje de texto con su número y, sin más, ya éramos amigas.

El plato de papel se hundió en mi mano derecha y el jugo de langosta goteó sobre el cuidado césped. Aferré el tenedor y el cuchillo de plástico contra mi estómago. Alguien empujó mi hombro, y la langosta salió lanzada al frente, con sus garras extendidas al cielo. Una chica de cabello sedoso gritó: “¡Lo siento!” mientras pasaba junto a mí; su voz era alegre y genuina. La vi desaparecer en la fila de estudiantes en el buffet, sumándose al desfile por comida y bebida.

Me paré a la orilla de un mar de estudiantes sentados en pequeños grupos donde se presentaban y forjaban amistades. A lo lejos, vi una zona de jardín a la sombra de un gran árbol. El suelo estaría frío y no habría nadie que me hiciera preguntas, tratando de averiguar quién soy. Pero recordé el trato que había hecho con papá y me obligué a caminar en medio de las olas. Me quedé mirando la langosta, con sus ojos muertos como canicas negras.

Por mucho que hubiera creído que la universidad sería lo mismo que el bachillerato, me sentía sorprendida por la falta de agrupaciones cliché. No había deportistas, chicas de hermandades, góticos o cerebritos. A mis pies, todos vestían camisas a cuadros y pantalones de algodón. Mi madre me había sugerido que usara jeans y una blusa sencilla, y me di cuenta de su tendencia a tener razón en situaciones como éstas. Las chicas iban vestidas con ropa informal, con el cabello recogido en una cola de caballo o trenzado sobre los hombros. Era como si todos hubieran intentado lucir igual, escogiendo conscientemente un uniforme, ansiosos por encajar. Me abrí paso a través de los clones, un catálogo de amantes de la naturaleza con buen gusto: cada grupo había sido arrancado de sus páginas y colocado en el campus.

Revisé mis opciones. No parecía haber un lugar para mí, y recibí un par de sonrisas misericordiosas mientras avanzaba con dificultad. Nadie estaba dispuesto a arriesgar su lugar para mí, o a causa de mí. Todas nuestras personalidades estaban herméticamente cerradas, con la esperanza de encontrar puntos en común con la persona a la que nos aferraríamos en ese primer día. Miré de nuevo el árbol. Tal vez podría posponer esto un poco más. Papá no tendría que enterarse.

—¡Hey! —una voz gritó detrás de mí. No pensé que estuviera dirigido a mí, así que seguí moviéndome.

—¡Hey! ¿Maaaa-liiiiinn? —un acento británico.

Miré por encima de mi hombro: Gemma me estaba saludando con una mano y con la otra daba palmaditas en el suelo, a su lado. Dudé. Esto era: si me sentaba, allí me quedaría. Miré a los que estaban con ella: dos chicos y una chica. Uno de los chicos quedaba de espaldas a mí, pero reconocí los anchos hombros y el cabello rubio. La otra chica era brillante y luminosa, con su grueso cabello enrollado en un moño sobre su cabeza. Elegante, relajada. Sus ojos me miraron, donde yo estaba parada mirando a su grupo, sonrió y me saludó junto con Gemma.

—Te veías tan perdida —dijo Gemma mientras me sentaba con las piernas cruzadas entre ella y la otra chica. Me di cuenta de que tenía un poco de maíz atascado en sus muelas, un brillante grano amarillo contra sus dientes. Sonreí a los demás, que me miraban fijamente, una intrusa en su círculo.

—Ésta es Malin —dijo Gemma.

Me volví y miré al chico rubio, con el que me había encontrado en el carrito de café. Me dedicó una sonrisa de complicidad y extendió su palma de inmediato, tomó la mía y la sacudió. Un fuerte apretón de manos.

—John —dijo, y luego asintió al chico a su lado—. Mi primo, Max.

—Hola —contesté, con una amplia sonrisa en el rostro.

Max y yo hicimos un breve contacto visual, pero permaneció callado, con mirada distraída y sombría. Era más pequeño que John, delgado y compacto; la partidura en su oscuro cabello había sido dibujada con esmero. Quizá se había peinado después de ducharse. Era atlético, pero no tan voluminoso y firme como John. Aunque estábamos sentados, yo era más alta que él… bueno, yo era más alta que la mayoría de las personas. Los primos tenían esos brillantes ojos azules, el único parecido físico que compartían. Gemma hizo un gesto con la mano hacia la otra chica, que todavía estaba sonriéndome.

—Mi fabulosa nueva amiga Malin, te presento a mi igualmente fabulosa compañera de habitación, Ruby —dijo Gemma, sonriendo en medio de ambas. Ella disfrutaba esto de unirnos a todos, como si tuviéramos que agradecerle por el emparejamiento.

La sonrisa de Ruby se hizo más amplia, con los dientes blancos y perfectos, y los labios llenos. Parecía tan joven que si la hubiera visto en la calle podría haberla confundido con una estudiante de bachillerato. En el fondo de mi mente, recordé que habíamos estado en el bachillerato hacía apenas cuatro meses, al borde de la graduación, en el torpe mudar de bebé a adulto.

—Hola —dijo Ruby, con una amplia sonrisa, sus ojos marrones claros y espontáneos.

Le devolví la sonrisa, sin estar segura de cómo responder a su feliz efecto. De cerca, podía ver las pecas dispersas en nariz y mejillas. Su rostro era ideal, una manifestación en la vida real de la proporción áurea. La naturaleza la había hecho perfecta, cada lado de su rostro reflejaba al otro con belleza.

—¿Así que tú debes ser la persona con la que se sentó Gemma a la hora de la orientación? —preguntó Ruby. Su voz era más suave que la de Gemma. Me sentí agradecida de que ella guiara la conversación, así no debía hacerlo yo.

—Sí, estuvimos mirando al príncipe un rato —contesté.

—Oh, Dios mío, Gemma —gimió Ruby, y luego se inclinó hacia mí—. ¿Le dijiste que lo dejara en paz? Lo juro, ella es una pequeña acosadora.

—¡Cállate! No lo soy —refutó Gemma. Luego sacó su teléfono y comenzó a enviar mensajes de texto. Sin levantar la vista, continuó—: Pero si nos hacemos sus amigas, me lo agradecerán.

Ruby se inclinó sobre el hombro de Gemma.

—¿A quién sigues enviando mensajes de texto? ¿Acaso es Liam? Déjame ver.

Gemma sonrió y protegió su teléfono de los ojos curiosos de Ruby.

—Sí… me extraña. Pobre tipo.

—¿Quién es Liam? —pregunté.

—Su nooovioooo —respondió Ruby.

Gemma sonrió y dejó su teléfono al lado de la cadena con su tarjeta de acceso.

—Le dije que debíamos romper antes de que yo viniera aquí, pero él insistió en que diéramos una oportunidad a la distancia.

Pensé en algo que decir.

—Entonces, ¿tienen una fiesta esta noche?

—Sí —respondió Ruby, tomando un poco de ensalada de papa con su tenedor—. Y tú tienes que estar ahí. Hawthorne College, sin padres, ¿cierto?

El lema Hawthorne College, sin padres había adornado el “Acerca de” en la página de Facebook de nuestra generación durante varios meses durante el verano. Imaginaba que se le habría ocurrido a algún sobreexcitado estudiante mientras se apresuraba en crear la página en cuanto había recibido su carta de bienvenida. La idea de una fiesta hizo que me doliera la cabeza, y miré la langosta en mi plato. La pinché con mi tenedor.

Los ojos de John estaban sobre mí.

—¿Nunca has comido langosta? —preguntó.

Todos me miraron, esperando respuesta.

—Mmm, no —contesté—. Soy primeriza.

—Es deliciosa —dijo Ruby, mojando un trozo de carne blanca en mantequilla.

—¿De dónde eres? Incluso la reina de Inglaterra por aquí sabía lo que estaba haciendo —preguntó John, inclinando ligeramente la cabeza hacia Gemma.

Gemma se estremeció, como si ser buena para comer la hiciera sentirse cohibida. Sumió el estómago y se enderezó un poco. Para su mala suerte, esto sólo hizo que su generoso pecho sobresaliera más.

—Houston —dije—. Mamá es alérgica a los mariscos, así que no los comemos.

—Ah —dijo John, acercándose a mí. Olía a desodorante y jabón. Miré detrás de él, a Max, que todavía no había hablado conmigo, aunque nos miraba mientras comía.

John se acercó a la langosta en mi plato, e hice una mueca cuando la antena se tambaleó en sus manos.

—Comienza con la cola —dijo, deslizando el cuerpo entre sus manos con facilidad.

Se escuchó un repentino chasquido cuando sacó la carne blanca de la cola. Tomó la cáscara en su puño y la estrelló de golpe contra el plato, con lo que los fluidos corporales salieron volando y salpicaron a Ruby y Gemma. Una mancha de sustancia acuosa cayó en mi muñeca. Gemma chilló de disgusto y golpeó el grueso brazo de John. Él la ignoró mientras usaba su pulgar para soltar la carne. Ruby, más reservada, tomó una servilleta para limpiar en silencio el líquido de su calzado.

—Luego las pinzas —continuó, cavando la púa plateada en las tenazas curvas.

Sacó unas pinzas metálicas de su bolsillo trasero y apretó la tenaza entre ellas, con lo que mandó más jugo a mi plato ya empapado. Entonces me miró con una sonrisa satisfecha.

—Bienvenida a Maine —dijo.

Lo miré y luego a los ojos de la langosta, que ahora estaban bocabajo, indefensos en su oscura mirada. Me di cuenta de que John quería que agradeciera su ayuda, así que esbocé una sonrisa.

—Genial, gracias —dije.

Señaló una pasta verde que había comenzado a exudar del cuerpo.

—También puedes comer eso. Es un manjar.

—No —dijo Ruby—. Eso es la…

—Mierda —interrumpió Gemma—. Mierda, literal. Sólo te está jodiendo.

John se acomodó en su lugar, donde la hierba había comenzado a recuperar su forma erguida. Se recostó sobre sus palmas y sonrió.

—Es la mejor parte. Y no es mierda, es el hígado.

—Qué asco —Gemma lanzó una tenaza a su pecho, que rebotó y cayó al suelo, donde aterrizó al lado de los pantalones color salmón de John. Él le dirigió una sonrisa, y las mejillas de Gemma se sonrojaron. Parecía inapropiado que alguien que tenía un novio estuviera coqueteando con otro hombre, pero ¿qué sabía yo de las relaciones románticas? Nunca había tenido novio. Gemma sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió, sin molestarse en apartarse del grupo. El humo se desplegó en mi nariz, y tuve que resistir la tentación de toser. Esperaba que Ruby no fuera fumadora.

—¿Cómo es que se conocen todos ustedes? —pregunté, confundida por su aparente cercanía.

—Oh —dijo Gemma, ansiosa por responder—. Literalmente nos acabamos de conocer. Hoy —miró a John—. Bueno, supongo que él ya conocía a Max, obvio, dado que son primos, y Ruby estuvo con ellos aquí para la pretemporada. Los tres juegan futbol. Y yo soy la compañera de habitación de Ruby. Suena demasiado complicado cuando lo explico.

—Y estuvimos platicando por Facebook durante el verano —señaló Ruby.

—Cierto. Así que es como si ya nos conociéramos —dijo Gemma, metiendo un pedazo de maíz en su boca.

Vi el cadáver de la langosta y mi hambre se disipó. Los otros comenzaron a hablar sobre sus clases de primer año, y sus voces se tornaron cada vez más lejanas. Tomé un trozo de carne fría y gomosa y lo sumergí en el vaso de plástico con mantequilla. Pensé en los restos de langosta que nos rodeaban, en cómo hacía tan sólo unos días habían estado felices en el fondo del mar, sin saber que sus vidas llegarían a un abrupto final en un elitista jardín universitario. Y nuestro jardín ni siquiera era la élite de la élite. Éramos el equipo mini-Ivy. Los que no habíamos conseguido un lugar en Princeton, Harvard o el MIT, los rechazados de la Liga Ivy. Me pregunté si en el campus de Harvard tendrían mejores langostas.

Vi a Ruby presionar su rodilla contra la de John en la forma familiar en que lo haría una novia. Era íntimo, un momento que había interrumpido al atestiguarlo. Los demás reían de algo, pero no les presté atención, mientras observaba los ojos de John moviéndose desde la rodilla de Ruby hacia mí. Sabía que estaba tratando de conocerme, de encontrar una manera de agradarme. Tal vez se estaba preguntando por qué no estaba babeando por él como las otras dos. Aparté la vista antes de que Ruby notara nuestro contacto visual, esperando que la reunión llegara a su fin más pronto que tarde.

CAPÍTULO DOS

Día de los Graduados

Para todos los demás en la generación, hoy, Día de los Graduados, es un día de tradición. Es un sábado en pleno invierno, y Hawthorne se siente somnoliento y acogedor por la mañana. Todavía no entiendo por qué no puede ser en primavera, cuando habrá buen clima y habremos terminado con los finales. Mi conjetura es que a quien se le haya ocurrido el Día de los Graduados estaba aburrido en medio del invierno y quería una excusa para beber y celebrar un fin de semana.

Al mediodía nos alineamos afuera del comedor, donde nos reunimos para dar inicio al recorrido de las casas, lo que nos llevará a algunas de las casas fuera del campus, cada una decorada con su propio tema. El recorrido terminará con un salto en el lago congelado. Las otras generaciones nos observan al margen, bebiendo algún alcohol fuerte en botellas de plástico.

Por la noche, asistiremos al Baile de la Última Oportunidad en el viejo gimnasio, llamado la Jaula. El baile es sólo para los estudiantes del último año, pero por lo general un puñado de excitados alumnos de primer año encuentra la manera de colarse. Todo este día, esta tradición, de alguna manera está autorizada e incluso organizada por la administración. Los hace parecer geniales ante los futuros estudiantes, y tienen que mantenernos entretenidos de alguna manera, ya que vivimos en el medio de la nada.

No me importa la tradición. Me importa lo que ha estado pasando bajo el techo de la casa que comparto con mis cinco amigos. Las cosas han comenzado a desmoronarse. Deberíamos estar más apegados que nunca, sin brechas en nuestras filas. En cambio, hemos revelado grandes agujeros. Las cosas necesitan volver a ser como antes, cuando estábamos siempre juntos, y era fácil. Hemos estado cerca durante tres años, no voy a dejar que todo se desmorone en los últimos meses. Necesito a este grupo, dependo de ellos. Y en este momento, lo único que importa es encontrar una solución a mi problema.

A primera hora de la mañana me senté en el suelo y me recargué en la cama de Ruby mientras nos preparabamos para el Día de los Graduados, nuestro gran día. Su habitación está en un extremo de la casa y comparte una delgada pared con la mía. Gemma está en el otro extremo, con vista al campus. Khaled, “el príncipe”, como solíamos referirnos a él, es el propietario de la casa. Gemma es quien hizo que formara parte de nuestro grupo de amigos desde el primer año. Le gusta pensar que vivimos en esta casa gracias a ella, y nos recuerda ese hecho no tan sutilmente.

Khaled vive en la habitación más grande de la planta baja, y John y Max en dos habitaciones más pequeñas en el lado opuesto de la cocina. Los chicos rara vez suben, por respeto a nuestro “espacio de chicas”. A excepción de John. En los últimos tiempos, he escuchado demasiado su voz, apenas amortiguada por la pared. Todos en nuestra generación comentan siempre lo afortunados que somos: tener una casa reformada, vivir juntos. La llamamos el Palacio. Es nuestra, y sólo nuestra. La mayoría vive en las pequeñas residencias para estudiantes del último año, o alquila alguna casa vieja en las afueras del campus. Somos afortunados, soy consciente, pero no me siento así.

Esta mañana, Gemma y Ruby pusieron más empeño en su vestimenta, que consistió en la licra más ajustada y colorida que pudieron encontrar. Yo me había puesto mis pantalones cortos para correr y la sudadera de Hawthorne, temiendo de antemano la oleada de frío contra mis piernas desnudas.

Observé a Gemma arreglar sus uñas con prisa, dejando manchas alrededor de sus cutículas crudas y escamosas. Su cabello estaba teñido de azul, por aquello del “espíritu de la escuela”, explicó. Ni Ruby ni yo dijimos palabra, pero hicimos contacto visual, mientras el mismo pensamiento pasaba por nuestras mentes: otro grito pidiendo atención.

El toque final de Ruby fue un tutú, un tutú negro y elegante que había sido parte de nuestro grupo desde el baile de los ochenta, en primer año. Ruby lo había sacado de un contenedor en Goodwill, y desde entonces había encontrado una manera de incorporarlo en otras tradiciones Hawthorne. Me estremecí, pensando en todas las sudorosas pistas de baile que el tutú había visto, y en las travesías nocturnas al Grill. Incluso en alguna ocasión había sido cubierto por el vómito de Gemma. Ese tutú había seguido a Ruby de evento en evento a través de nuestro paso por Hawthorne, un tótem que representaba su naturaleza alguna vez juguetona.

Si alguien nos hubiera observado a través de la helada ventana del segundo piso esta mañana, habría pensado en lo pintorescas que nos veíamos las tres. Las mejores de las amigas, preparándose para el pináculo de nuestra carrera universitaria: el Día de los Graduados. Y, en pocos meses, la graduación. Emocionadas por estar un paso más cerca de convertirnos en adultas. Enfocadas en exprimir las últimas gotas de amistad, saboreando cada precioso momento. Si alguien nos hubiera observado entonces estaría celoso de nosotras, de nuestra juventud y cercanía, de nuestra felicidad.

Estaría celoso de una mentira.

Gemma permanece en el borde de la fogata, con un cigarrillo en una mano y chocolate caliente en la otra, y habla con algunos de sus amigos de teatro. Está usando sus holgados pantalones de deportes de Hawthorne y sus abultadas botas de invierno; tiene una toalla envuelta alrededor del torso. Busco a Ruby, pero se fue con John y otros en busca de más chocolate caliente para aderezar con whisky. Ésta es mi oportunidad.

—Hey —digo, deslizándome a un lado de Gemma. El calor del fuego muerde mi nariz y mis mejillas. Ella me mira y sonríe mientras arroja su cigarrillo a la fogata. Sabe que aborrezco el humo.

—¿Puedo hablar contigo? —pregunto, asegurándome de sonar preocupada, convirtiendo el momento en algo importante, personal.

—Claro —dice ella con voz casual, despreocupada.

—He querido mencionarlo por un tiempo… —arrastro mis palabras, intento cambiar mi cuerpo a una postura insegura, preocupada, algo con lo que ella podría relacionarse.

Gemma luce confundida, con sus ojos negros entrecerrados.

—¿Todo bien?

—Supongo —hago una pausa para acentuar el efecto, pateo un trozo de tierra congelada—. Estoy preocupada por Ruby.

Gemma adora el drama; es una estudiante de teatro, después de todo. Una defensora de lo dramático, dentro y fuera del escenario.

—Ha estado actuando tan extraño —comienzo, elijo mis palabras con cuidado—. No me gusta tirar mierda, pero ella ha estado un poco maliciosa recientemente, ¿sabes a qué me refiero?

Hay un destello de comprensión en sus ojos. Sé que entiende de lo que estoy hablando. Ruby la regañó la semana pasada cuando nos dirigíamos a Butternut para esquiar. Terminamos conduciendo veinte minutos en la dirección equivocada cuando el GPS no pudo encontrar señal. Gemma estuvo diciéndonos que nos habíamos pasado una vuelta, pero Ruby se negaba a regresar. Yo guardé silencio, plenamente consciente del error. Gemma tenía razón. Cuando el navegador comenzó a trabajar de nuevo y nos ordenó dar la vuelta, Gemma se ofreció para ayudar a Ruby a conducir. La voz de Ruby se volvió desagradable y fría. “Dios, lo siento. Si tú conoces tan bien el camino, puedes llevarnos directo a casa.” Pero no sonaba arrepentida. Después de eso, encendimos la radio y finalmente encontramos el camino a la montaña.

Ahora me concentro en Gemma, esperando poder marcar los puntos correctos.

—Tengo la sensación de que John va a romper con ella. Ella ha estado tan distante y coqueta recientemente. Con otros chicos. Y él se está dando cuenta. Me siento mal por él.

Los ojos de Gemma se ensanchan casi imperceptiblemente.

—Como sea —digo—, si se separan, ella se sentirá miserable hasta la graduación, todos en nuestro grupo tomarán partido, y será muy incómodo. Me refiero a los seis de nosotros: vivimos juntos, estamos demasiado cerca.

—Sí, sí —dice Gemma. Mira sus manos y comienza a examinar sus uñas mordidas, con la toalla envuelta con firmeza en sus puños.

El viento cambia, las cenizas se arremolinan a nuestro alrededor y azotan nuestras toallas.

—No lo sé —continúo—. No creo que él la engañe o algo así, pero si sucediera, tal vez sería hoy. Quiero decir, él no puede soportar tanto, ¿sabes? Puedo verlo, totalmente ebrio, haciendo algo estúpido. ¿Qué opinas? Tú y John todavía son muy cercanos, ¿cierto? Estaba pensando que tal vez podrías decirle algo. Asegurarte de que esté bien, ver si necesita hablar con alguien. Y yo hablaré con Ruby sobre lo que sea que esté pasando con ella.

—¿Yo? —dice Gemma con voz inquieta. Pero puedo sentir la emoción. Está ahí, debajo de su preocupación por Ruby—. ¿Crees que soy la persona indicada para hablar con él?

—Sí, quiero decir, él siempre dice que eres su mejor amiga —digo. Una pequeña mentira—. Pensé que era obvio.

Las mejillas de Gemma se ruborizan. Las comisuras de su boca se contraen. Se siente especial. Es especial, al menos para este trabajo.

—De acuerdo —dice—, hablaré con él. No hay problema, corazón. Yo me encargo.

Los otros se acercan por un costado de la fogata y se dirigen hacia nosotras. Miro a Ruby con cuidado. Hace todo lo posible por parecer feliz, pero la conozco bien. El tutú cuelga flácido de su mano, goteando agua del lago. Ella y Max llevan tazas humeantes de chocolate caliente, mientras que John y Khaled comparten un porro entre ellos, sin dejar de estar atentos a los profesores.

—Guarda el secreto —le susurro a Gemma.

Asiente con tranquilidad. Tan seria y sincera, agradecida de que haya compartido algo con ella. Sé que se siente más cerca de mí que nunca. Es gracioso que haya terminado siendo una pieza tan esencial. Después de todos estos años en los que nunca la necesité para nada. Siempre está tan dispuesta a complacer, desesperada por ser querida. Y sé la verdad sobre Liam, por eso estoy segura de que hará lo que sea necesario para acercarse a John. Sé que debería sentirme mal por ella. Y si las cosas fueran diferentes, así sería. Pero recuerdo por qué estoy haciendo esto, y ese pensamiento se evapora.

—Hey, chicos —dice Khaled con su amplia sonrisa, siempre presente. Sostiene una muñeca inflable; en su rostro congelado se ve esa expresión perenne y sorprendida—. Denise lo hizo muy bien.

—Creo que Denise necesita un descanso —dice Gemma—. La has montado bastante duro hoy.

Ríen juntos. Organizamos una fiesta de Halloween en nuestra casa durante el tercer año, y alguien dejó allí la muñeca. Nadie sabía de dónde salió, pero Khaled decidió que necesitábamos conservarla. La llamó Denise, y pasó sus días apoyada en la ventana de la sala, viéndonos ir y venir. La foto de perfil de Facebook de Khaled era él con su brazo alrededor de los hombros plásticos de Denise, ambos mirando a la cámara con la misma mirada estupefacta.

Gemma toma el porro que él trae, y comienzan a conversar. Ella me mira y sus ojos están llenos de comprensión: sabe que debe guardar este secreto para mí.

Siento que John roza mi brazo, llenando el hueco en nuestro círculo. Él me mira y hacemos contacto visual. Nos hemos estado evitando durante semanas. Él necesita actuar en consecuencia hoy o mi plan no funcionará.

Mi teléfono vibra en mi palma. Le doy la vuelta y me quedo mirando la pantalla. Un nuevo mensaje de H. Despliego el texto.

Necesitamos hablar. Deja de fingir que estás bien. Déjame ayudarte.

Apago la pantalla del teléfono y lo aprieto con fuerza contra mi pecho.

Tuve que mentirle a Gemma. El problema, esa cosa espesa y pesada que estoy cargando, es algo mucho peor. No se trata de la condición social de Ruby o de nuestro futuro como grupo. Es un problema mucho más serio, pero con algo así, no se puede confiar en alguien como Gemma.

CAPÍTULO TRES

Primer año

La humedad se aferraba a mi camisa mientras caminaba por el campus. Prefería el frío, el viento cortante se sentía como un reconfortante alivio. En Texas todavía hacía calor durante esta época del año, no como en Maine. Maine. Mi nuevo hogar. Usaba jeans negros y un top de seda sostenido por finos y delicados tirantes. Los jeans eran ajustados y mis hombros estaban expuestos a la luz azul del atardecer.

Gemma y Ruby vivían en una de las residencias estudiantiles más grandes del campus. La hiedra se abrazaba a sus paredes de ladrillo y la música se escuchaba desde las ventanas abiertas. Afuera, las canciones competían por la mayor atención. Era desagradable de una manera cómoda. Esto era la universidad en realidad, ir a una fiesta en una noche entre semana, reunirse con los amigos. Gemma, Ruby, John, Max. Repetí sus nombres, los dejé rodar sobre mi lengua. No podía creer que los hubiera conocido tan pronto. Necesitaba ser una buena amiga para ellos, para que me mantuvieran cerca. Me recordé que debía ser divertida, relajada; que debería interesarme en sus vidas, ser una buena confidente. Debía ser genial, no aburrida, y entender cómo funcionaba cada uno de ellos, de manera que pudiera ayudarlos si lo necesitaban. Puse una marca mental en la casilla correspondiente a amigos.

Un grupo de chicos estaban sentados en los escalones del frente y me miraron de reojo cuando pasé a su lado. El humo flotaba en el aire y un olor asqueroso llenó mis fosas nasales y pulmones. En el primer peldaño hice contacto visual con uno de ellos. El príncipe. Me dedicó una amplia sonrisa y saltó para abrir la puerta.

—Gracias —dije mientras entraba en el pasillo fresco.

El príncipe sonrió. Era lindo, tenía un rostro suave y ojos amables. Era servicial. Tal vez así trataba de compensar el hecho de ser un príncipe. Al acercarme me di cuenta de que apestaba a colonia.

—¿Vas a la habitación de Gemma? —preguntó, poniendo su pie delante de la puerta para evitar que se cerrara.

Gemma ya debía haber encontrado la manera de conocerlo; tal vez ella llegaría a pasear incluso en uno de sus Lamborghini.

—Sí —contesté.

Nos quedamos allí, evaluándonos el uno al otro por un momento hasta que uno de los otros chicos levantó un brazo con algo entre los dedos. El príncipe miró al otro chico y luego a mí de nuevo.

—¿Quieres un poco? —preguntó, con una mirada pícara en los ojos, desafiándome a unirme a ellos. Sabía muy bien que no debía ser la única chica en un grupo de chicos. Sabía el estigma asociado a ese tipo de chicas, y eso no era lo que yo estaba buscando.

—No, gracias —dije.

—Como quieras. Nos vemos arriba —respondió el príncipe, y saltó de nuevo a la parte superior de la escalera.

La puerta se cerró de golpe a mis espaldas. Comencé a subir los peldaños de azulejos; mis pasos hacían eco en el antiguo edificio.

—¡Oh, Dios mío, hola! —chilló Gemma cuando aparecí en la entrada de su habitación. Su aliento era afrutado y alcohólico. El líquido en su vaso rojo desechable se salió del borde y se derramó en el suelo. No pareció importarle.

La puerta estaba atrancada para permanecer abierta al largo pasillo, el aire caliente y espeso que emanaba de la ropa manchada de sudor. La música estaba tan alta que casi no pude escuchar el saludo de Gemma. El bajo de la canción vibraba a través del piso y en mis piernas, lo suficientemente fuerte para alcanzar la totalidad de la sala, que estaba repleta de estudiantes de primer año. Había llegado tarde a propósito, ansiosa por evitar las conversaciones superficiales antes de que la fiesta empezara. Me sentí aliviada de que la mayoría de los estudiantes ya estuvieran bastante ebrios; una pareja incluso se estaba besando en el otro extremo, y él tenía la mano bajo la blusa de ella.

Le entregué a Gemma un paquete de cervezas.

—Traigo regalos.

—¿Cómo conseguiste esto? —preguntó—. Nosotras tuvimos que pagarle a un estudiante del último año para que nos comprara una botella hoy. Absolutamente absurdo. Creo que su comisión fue más costosa que el vodka.

—Papá, antes de que se fuera —dije. Se mostró sorprendida y le expliqué—: Él prefiere que lo obtenga legalmente.

—¡Qué genial es tu papá! —dijo Gemma, empujándome a través de la estrecha multitud—. Con suerte, pronto me entregarán una identificación falsa. Todo esto es una mierda… en Londres puedo comprar alcohol sin ningún problema, pero aquí no. La tierra de la libertad, mi trasero —gritó sobre su hombro. Cuando llegamos a la esquina de la habitación, tomó las cervezas y las metió en un refrigerador miniatura, cuyo contenido era enteramente alcohol y bebidas energéticas.

La habitación de Gemma y Ruby era pequeña, y el único alivio se encontraba en su techo alto. Había carteles colgados en las paredes, y cajas y maletas sin desempacar arrinconadas. Los estudiantes se habían sentado sobre ellas, piel contra piel, con latas de cerveza y vasos de vodka y ginebra en sus manos sudadas. Nos abrimos paso hacia el muro del fondo, donde una gran ventana presumía su vista al jardín. Las antiguas farolas iluminaban los senderos, y los estudiantes caminaban en grupos de un lado a otro por los adoquines.

Ruby estaba posada en el alféizar de la ventana, riendo con John. La brillante cabeza rubia del chico se inclinó hacia la de ella, el yin y el yang, tan cerca que se podían tocar. Él le susurró algo al oído antes de alejarse; era sin duda la persona más alta en el lugar mientras caminaba entre la multitud. Todos lo miraron al pasar, las chicas ansiosas por estar cerca de su encanto, los chicos ajustando sus posturas.

Miré a Gemma, cuya sonrisa se había desvanecido ante la escena en la ventana.

—Así que ése es John, ¿cierto? —dije—. Todavía estoy tratando de recordar los nombres.

Gemma asintió mientras me lanzaba una mirada, como si acabara de recordar que yo estaba a su lado.

—Y su primo es Max, el más bajo y oscuro. Superlindo, pero demasiado bajo para mí —respondió ella, su voz se fue apagando mientras miraba alrededor de la habitación y en el pasillo. No pude saber si estaba bromeando. Ella no medía más de metro y medio de altura.

—Bueno —continuó—, él todavía no está por aquí. Es raro, él y John no parecen ser tan cercanos, pero Ruby dice que siempre están juntos. John es como un cachorro de golden retriever emocionado, y Max es… Bueno, Max es Max. Nada, absolutamente nada me viene a la mente. Es un poco aburrido, supongo. No puedo explicarlo. Ya lo verás.

—Me dio esa impresión durante el almuerzo de langostas —dije, recordando que Max ni siquiera había hablado con nosotras.

—¡Malin! —gritó Ruby, saludando con la mano desde el otro lado de la habitación. Cuando nos acercamos, me miró de arriba abajo y luego me dio un abrazo. Estaba empezando a darme cuenta de que los abrazos en la universidad eran algo a lo que tendría que acostumbrarme.

—Me encanta tu atuendo, es tan chic —Ruby tocó la seda entre sus dedos, su voz era amable. Estaba acostumbrada a los cumplidos de doble filo de las chicas. Mi bachillerato estaba lleno de eso, todas se felicitaban unas a otras y luego ponían los ojos en blanco al volver la espalda. Pero Ruby era diferente. Lo decía con honestidad.

Rio después de un segundo.

—Lo siento, ¿es raro que te esté tocando?

Negué con la cabeza, con una sonrisa vacilante.

—Me encantaría poder usar algo así, tal vez si perdiera algo de peso —dijo Gemma, riendo nerviosamente entre palabra y palabra.

No me atreví a disipar las inseguridades de Gemma, así que miré por la ventana. Esperaba que pareciera que no había escuchado su comentario, como si éste hubiera salido flotando por la ventana y desaparecido por los senderos bien iluminados.

Ruby fue quien rompió el silencio.

—Oh, Gems, eres hermosa, y lo sabes.

—Gracias, cariño —dijo Gemma. Sonrió y jaló su blusa para revelar más su escote.

El repertorio entre ellas era ya tan familiar que parecían haber sido amigas durante años. Cuando papá me entregó el cuestionario de alojamiento, al inicio del verano, solicité una habitación individual, pensando que de esa manera podría estudiar mejor. Nunca imaginé que una amistad podría surgir de eso, o al menos no como la que tenía en ese momento frente a mí. De lo único que había estado segura era que no quería quedar atrapada con alguien que no me agradara. Y dicho pensamiento era tan firme que superó la expectativa de una amiga instantánea.

—Entonces, ¿cómo fue que llegaste de Texas a Maine? —me preguntó Ruby. Abrió una cerveza con sus uñas rosadas y me entregó la sudada lata.

No estaba segura de por qué Ruby quería hablar conmigo. En el bachillerato había conseguido ser una persona solitaria. Sabía que era lo suficientemente bonita, definitivamente más inteligente que cualquier otra, y aunque los chicos dejaron de intentar salir conmigo a mediados del segundo año, podría haber sido parte del grupo más popular. Pero no quise intentarlo. Forzar una conversación me resultaba extenuante, y yo no tenía nada en común con el resto de los estudiantes. Me gustaba estar sola, disfrutaba leer. Sabía que eso mantenía a mis padres despiertos por las noches. “Ella necesita amigos”, los imaginaba susurrando entre sí en la oscuridad. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había hablado con gente de mi edad, que había supuesto que todos preferirían actuar como si yo no existiera. Pero ahora, justo frente a mí, había dos chicas reales dispuestas a ser mis amigas.

Antes de que pudiera responder, Gemma interrumpió:

—Sí, eh, ni siquiera yo lo sé todavía. Ya sabes, te ves tan Nueva York. Como esas tonalidades en blanco y negro, me encanta, y tu cabello es tan lacio y rubio, de ese color platino que siempre he querido. Pero ¿Texas? Ni siquiera tienes acento, ni siquiera hablas como texana, ¿puedes hablar como texana? —su acento era rápido y cantarino, apenas podía seguirle el ritmo. Le gustaba ser el centro de atención, la líder de la manada.

Sonreí.

—Me encanta Nueva York —dije, decidiendo qué pregunta responder primero. Ambas miradas estaban fijas en mí—. Solíamos visitar mucho Nueva Inglaterra, cuando era más joven. Mis padres son originarios de Massachusetts, así que aquí estoy… un pequeño cambio de escenario. Pasando el rato con ustedes —dije la última frase con acento texano.

Ambas rieron. No mencioné la verdad porque no tenía sentido. No era algo que pudiera explicarse con una cerveza justo después de conocer a alguien. Pasé la siguiente hora con esas chicas. Hablamos de nuestras especialidades: Ruby estaba en Historia del Arte y Gemma en Teatro. Me preguntaron si ya había decidido (ya lo había hecho): Inglés, para después estudiar Derecho. Platicamos sobre cómo nos gustaba lo acogedor que era el campus en el otoño, y luego Ruby me preguntó si quería ir con ellas a un huerto de manzanos ese fin de semana. Sentí una ligera vacilación de Gemma, pero ignoré su pequeño puchero.

—Me encantaría —dije.

Las cosas se tornaron imprecisas cuando terminé la tercera cerveza. Recuerdo que analicé a Gemma y Ruby, preguntándome si serían buenas amigas. Estaba sorprendida por lo simple que había resultado conseguir agradarles. Me centré en ser normal y amable. Podía ser agradable todo el tiempo: elogiarlas, reír en los momentos correctos, decir lo que se tenía que decir. No quería ser demasiado extrema en ninguna dirección, pero tampoco aburrida, así que hice mi mejor esfuerzo para seguir el plan.

Gemma salía demasiado de los esquemas, su drama resultaba agotador, pero Ruby era perfecta. Ella mantenía las conversaciones fluyendo y se mostraba interesada en cada pequeña cosa que tuvieras que decir. Me agradaba, y yo le agradaría. Sabía que tendría que ser más sociable, más extrovertida, más parecida a ella, si quería que la amistad perdurara.

No fui la única en percatarme de su efervescencia. Todos la amaron desde el principio. Se deslizaba por la habitación dando la bienvenida y presentándose con los nuevos rostros. Llevaba bebidas a la gente y se aseguraba de que estuvieran contentas: la anfitriona perfecta.

Estaba claro que todos en la habitación querían estar cerca de Ruby, atraídos por la diversión y la luz que se filtraba por su piel tersa. Cuando los chicos no le estaban lanzando miradas interesadas, las chicas la estaban evaluando, determinando qué sería más conveniente: ser amigas o rivales. Al final todos llegaban a la misma conclusión: ser su amigo era la jugada más inteligente.

Más tarde esa noche, Ruby y yo nos acurrucamos sobre una caja sin desempacar, bebiendo entre risitas, vodka de una botella de plástico. Nuestros traseros se hundieron en el cartón, y nuestros hombros se inclinaron juntos cuando nos apoyamos contra la pared. Nunca antes había estado realmente ebria, pero tenía la sensación de que en ese momento lo estaba. El sudor cubría nuestra piel y anhelaba el omnipresente aire acondicionado al que estaba acostumbrada en casa.

La habitación se había vaciado un poco; sólo quedaba un puñado de estudiantes en pie. Por el rabillo del ojo, podía ver a Gemma hablando con otras chicas, lanzándonos miradas de vez en vez. Estaba molesta: me había invitado a su fiesta, y allí estaba yo, como uña y mugre con su compañera de habitación durante toda la noche. La gente ya se estaba refiriendo a nosotras como “inseparables” y nos preguntaban si nos conocíamos desde “antes”. Así era Ruby al principio. Un libro abierto. Una vez que la conocías, en verdad la conocías. No me importaba pasar tiempo con ella, ser su mejor amiga.

—Hey —dijo una voz al otro lado. Vi a Ruby mirar a mis espaldas y sonreír.

—Hey —respondió ella, su voz era más dulce de lo que había sido un segundo antes.

Me volví para encontrar a John parado ante nosotras, con una pelota de ping-pong en la mano.

—¿Se apuntan? —preguntó, extendiendo la pelota.

—Vas a perder —respondió ella. Me jaló para levantarme mientras se ponía en pie.

Seguimos a John al pasillo. Max estaba apoyado contra la pared con una botella de cerveza, y el príncipe estaba en el extremo opuesto de una mesa plegable. Dos triángulos de vasos rojos estaban en cada extremo de la mesa, y cada vaso estaba lleno hasta la mitad con cerveza. El suelo estaba cubierto de una sustancia pegajosa y el aire olía a levadura.

El príncipe se inclinó sobre la mesa hacia nosotras.

—Soy Khaled, por cierto —dijo, extendiendo la mano—. Creo que nos conocimos hace rato.

—Malin —contesté, estrechando su mano, cálida y resbaladiza por el sudor.

—¿El príncipe? —preguntó Ruby, causando que todos miráramos fijamente a Khaled; el alcohol enmascaraba cualquier forma de cortesía que pudiéramos haber guardado antes.

Las mejillas de Ruby se tornaron rosadas.

—Lo siento, no quise…

Khaled suspiró.

—No te preocupes. Papá es el importante, como sea.

Ruby sonrió agradecida.

—¿Qué te trae a Hawthorne?

—Bueno —intentó explicar él—, quiero ser cirujano. Estoy en el curso preparatorio a la escuela de medicina —se detuvo, miró a Max—. Igual que Max, aquí presente. Mis padres habrían preferido que me quedara en Abu Dabi y que obtuviera un trabajo en el gobierno, pero me dijeron que podía venir aquí, a Estados Unidos; a Maine, Minnesota o Alaska. Sólo los estados más fríos. Estoy bastante seguro de que piensan que me voy a rendir después de un semestre y regresaré a casa en cuanto empiece a nevar. Soy un hombre de clima cálido.