Cuentos completos hasta ahora - Mirta Yañez - E-Book

Cuentos completos hasta ahora E-Book

Mirta Yañez

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Beschreibung

Colección de cuentos para adultos, al decir de la autora que sangran por la herida. Obra Premio Nacional de Literatura que muestra mediante los cuentos las costumbres cubanas, los cafetales, la naturaleza, la tierra y otras vivencias reales e imaginarias de la autora.

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Seitenzahl: 297

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Ähnliche


Título:

Cuentos completos hasta ahora

(y algunos hasta sangran por la herida)

Mirta Yáñez

© Mirta Yáñez, 2020

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2020

ISBN: 9789591024411

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Tomado del libro impreso en 2020 - Edición y corrección: Michel Encinosa Fu / Dirección artística y diseño: Suney Noriega Ruiz / Emplane: Yuliett Marín Vidiaux

E-Book -Edición-corrección y diagramación pdf interactivo: Sandra Rossi Brito / Diseño interior y conversión a ePub y Mobi: Javier Toledo Prendes

Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas

Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.

La Habana, Cuba.

E-mail: [email protected]

www.letrascubanas.cult.cu

Autora

MIRTA YÁÑEZ (La Habana, 1947). Es Doctora en Ciencias Filológicas, Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas, miembro de la Academia Cubana de la Lengua y miembro correspondiente de la RAE. Su extensa obra literaria abarca la novela, el cuento, la poesía, el ensayo y el testimonio; también ha publicado incontables artículos, críticas y trabajos periodísticos. Son numerosos sus galardones, distinciones y reconocimientos recibidos, tanto nacionales como extranjeros, incluidos cinco Premios de la Crítica Literaria en distintas categorías. Premio Nacional de Literatura, 2019

OBRAS SELECTAS: Las visitas, Imprenta Universitaria, Universidad de La Habana, 1971; Todos los negros tomamos café, Arte y Literatura, Instituto Cubano del Libro, 1976; La Habana es una ciudad bien grande, Letras Cubanas, 1980; La hora de los mameyes, Letras Cubanas, 1983; Las visitas y otros poemas, Letras Cubanas, 1986; El diablo son las cosas, Letras Cubanas, 1988; Algún lugar en ruinas, UNIÓN, 1997; Cubanas a capítulo, Editorial Oriente, 2000; Falsos documentos, UNIÓN, 2005; Sangra por la herida, UNIÓN y Letras Cubanas, 2010; Cubanas a capítulo. Segunda Temporada, Letras Cubanas, 2012; Damas de Social (en colaboración con Nancy Alonso), Boloña, 2014.

Dedicatoria

Para mis padres Alberto y Nena, para el Tío Félix,

para mi hermano Albertico y para Nancy Alonso.

También para Ezequiel Vieta,

todos difuntos y todos en mi corazón sangrante.

TODOS LOS NEGROS TOMAMOS CAFÉ

*

Todos los negros tomamos café, Ed. Arte y Literatura, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1976. Primera Mención de cuento del Concurso 26 de Julio, 1975. Reúne los cuentos basados en la experiencia de la recogida de café. No fueron mis primeros cuentos escritos, pero sí los primeros publicados como libro, en la edición de los premios y menciones del concurso.

*

Dígame, ¿de qué flores untó el arado,

que la tierra olorosa trasciende a nardos?

José Martí

1

Las lomas son empinadas, resbaladizas. De una mata a otra se desciende, a veces, casi verticalmente. Para alcanzar el último grano, colgado en la punta de la mata, tengo que treparme por el tronco delgado. El gajo cedía, la mata se inclinaba, había un balanceo en el abismo, y caía al fin el grano dentro del morral junto a los otros. Mientras más se avanzaba por el surco, siempre hacia la cañada, el morral iba cargándose, aumentando su peso hasta rebosarse. Entonces había que subir hasta la vereda, vaciar el contenido en un gran saco, y recomenzar el surco donde se había dejado, a mitad de camino, en un barranco, en una suave pendiente o en un terrón cortado a pico. Las matas, a las seis de la mañana, están siempre frías y húmedas. Pero según avanzaba el día y el sol iniciaba su viaje entre los altos árboles, saltando aquí y allá, dejando caer un rayo de luz que atravesaba el follaje, resbalaba sobre los troncos, derretía el rocío, toda la floresta empezaba a crujir, a alegrarse. El silencio de la primera mañana, sobrecogedora, era sustituido por voces, ladridos, golpes de machete que venían de lejos y se repetían con el eco de las montañas.

De muerte natural

Algunos hombres, alejados por una causa u otra de la tierra en que nacieron, se ven envueltos para el común de las miradas de un extrañamiento, de curiosidad constante ante cualquier peculiaridad de su existencia. Cuando estos hombres forman una pequeña colectividad y se agrupan en torno a una familia, a un pedazo de tierra o a una forma de ganarse la vida, los otros hombres que pasan junto a ellos los observan de la misma forma en que los niños avizoran con asombro el diagrama de una isla desierta, enclavada en sus mapas escolares.

Los haitianos de las montañas de Mayarí Arriba son de esta especie humana que sí están y no están apegados a un lugar. Pertenecen a su conuco y al mismo tiempo se rodean de un aire de desarraigo, de ráfagas de ausencias y mares desconocidos.

Desde muchos años atrás, vivían, en estrechos barracones, grupos de hombres solos, tan viejos que la edad de cada uno se ha ido olvidando, con la vida corriendo entre cocinar mejunjes, mascullar letanías, de las que un oído atento podría reconocer una que otra palabra cazada al vuelo, salir a la amanecida con los sacos al hombro, recoger café en silencio y regresar al barracón, hasta el otro día.

Cuando alguien llega al poblado y se hospeda cerca de estos barracones, no falta la advertencia sobre la tolerancia de los haitianos, encasquillados en su lenguaje distinto, pero igualmente frágil como una tela de cebolla y que daba paso a cóleras bruscas, violentas. Hechos en el trabajo rudo y la vida difícil, arrastran también leyendas de susceptibilidades a flor de piel, de ciertas virulencias y pasiones, que se contradicen con la apariencia pacífica y los soplos de otros mundos, como quienes han recorrido todos los caminos y conocen las entrañas de todos los hombres.

Pero si esas son las leyendas, también fue de veras que yo vi a un haitiano enseñarle el cuchillo a un hombre, y eso, según la superstición de los vecinos, quería decir que sus horas estaban contadas.

La casa en que viví mientras estuve recogiendo café se hallaba en un batey donde habitaban dos o tres familias de Florida Blanca. En la falda de una loma, junto a los restos de una cerca derruida por algún ciclón, estaba el barracón de los haitianos, resistiendo por milagro de la naturaleza los embates del tiempo y la miseria pasada. En la caseta vivían cinco haitianos, con las cabezas blancas de tantas décadas transcurridas en el monte, las pieles opacas asomándose por entre los pedazos de tela de los ropajes que se echaban encima para combatir el fresco de la Sierra, y que según avanzaba la jornada iban descolgando de sus cuerpos como viejas costuras de serpientes, y almacenándolas sobre los sacos de café que también se iban llenando de granos maduros; encima de los ojos y el pelo llevaban un pañuelo de color o un sombrero de yarey doblado y vuelto a doblar en todas direcciones, a veces las dos cosas, el pañuelo y el sombrero arriba, las manos callosas y anchas; con los hombros apuntalados como mesanas de barcos en alta mar, salían los cinco hombres en plena madrugada, bastante rato antes que nosotros, los brigadistas, empezáramos a prepararnos el desayuno y dispusiéramos la partida. Y cuando llegábamos a los sembrados de café ya hacía tiempo que los cinco viejos, en caso que no estuviera uno enfermo o camino del pueblo a comprar alimentos, se habían distribuido el terreno y trabajaban en silencio, con apenas algunas frases aclaratorias de su situación.

Yulián era el más viejo de los cinco. Y esto lo pude saber no por ninguna seña en su rostro ni en sus achaques, sino por los ademanes de los otros cuatro hombres, ciertos miramientos que indicaban que Yulián les llevaba la delantera en algo, ya fuese en edad o en ritos reservados. Y Yulián fue el que una noche, de entre sus colgarejos de abrigos y pañuelos, sacó un cuchillo de cocina bien amolado y corrió por la falda de la loma para clavárselo en el corazón a otro hombre.

Así que, aunque han pasado más de diez años desde esa vez, tengo sus contornos bien fijos en la memoria, como esas fotografías nítidas que detienen para siempre un momento de la existencia, irreversible; una imagen rancia, pero presente en el cartón con sus contrastes estacionados en el tiempo, sus claroscuros inmovilizados en el recuerdo.

Si proverbial era la cólera de los haitianos, también era sabida su larga paciencia, sus ternuras con los animales y los niños, que no temían a la presencia de estos hombres que reunían más de tres centurias en su barracón. Incluso era costumbre, en las veladas de mucho frío, agruparse al calor de los braseros donde Yulián y sus compañeros cocinaban y allí escuchar las memorias, una y otra vez repasadas, de la tierra lejana, recuerdos cedidos de generación en generación, de cuando su país entero ardió y los negros se habían tomado por su cuenta el incendio, y hubo sabios entre ellos mismos que los hicieron hombres y no bestias de labor; de todo eso se hablaba y ya desde mucho antes que los rebeldes subieran a la Sierra y les contaran de cosas parecidas, los haitianos relataban sus guerras, los amos aborrecidos clavados en picas, y los pobres mandando, los que habían sido esclavos hasta un segundo antes. Pero qué tiempo hacía de eso, después la pobreza había sido tan grande, qué había pasado no lo sabían, y tuvieron que emigrar en pos de esta tierra prometida, menos hambre, quién sabe. Allá quedaban la mujer y los hijos, los niños serían ya hombres, la mujer una anciana, quizás bajo tierra estarían, qué será de todos ellos. Más de cincuenta años sin ver.

Y de nuevo oír las historias del gran Mackandal, el que se escapó.

—Yulián —decían los niños de Florida Blanca—, cuéntanos del manco, de cómo se convirtió en pájaro.

Allá empezaba Yulián a narrar interminablemente las relaciones del gran Mackandal convertido en ave, levantando el vuelo como una llamarada de fuego para escapar de sus enemigos. Mackandal el imposible, Mackandal transformado en avechucho, en lobo. El grande Mackandal.

Yo me sentaba también a escuchar y ver cómo los ojos de Yulián se iluminaban cuando otra vez pasaban por sus pupilas las montañas de su tierra, los platanales ardiendo, y Mackandal haciendo de las suyas.

Una noche que Yulián había vuelto a desgranar sus relatos al calor de la lumbre del fogón, ocurrió algo inesperado. De entre el corrillo de los oyentes se desfajó una carcajada que cortó en seco la parrafada de Yulián.

—¿Quién habrá visto eso? ¡Un negro volador! —dijo la voz de aquel hombre salido de no se sabía dónde.

Después se supo que se trataba de Cuco Serrano, dueño de tierras y secaderos, que andaba por esos días medio envenenado porque se había estado hablando de reforma agraria y de las intervenciones. Y la tenía cogida con los vecinos yendo y viniendo con ojerizas, escupiendo sobre los granos de café puestos a secar, provocando. Todo esto lo llegué a saber más tarde, porque en ese momento cayó esa quietud que precede a las catástrofes, la calma chicha que me sacudió el corazón bajo la certeza de un cataclismo muy cercano.

Al segundo siguiente vi levantarse los ojos sorprendidos de Yulián, interrumpido en plena historia, y del asombro se fueron ennegreciendo tal si verdaderamente una nube de sangre los cubriera, y le oí decir bajito, como quien no quiere la cosa, como dando la última oportunidad a Cuco Serrano a que se callase; a sí mismo, a Yulián, de comprobar que aquello que había oído era un error.

—Mackandal era un gran hombre.

—¡Vete al carajo con tu Mackandal de mierda!

Y entonces Yulián se levantó despacio, porque la paciencia de los haitianos es paciencia hasta en sus límites, apartó a los niños y se enfrentó a Cuco Serrano, con el pecho adelantado, la cabeza inclinada hacia atrás, la mano que se movía como un animal, separada de su cuerpo, que empezaba a rebuscar en las entretelas aquel cuchillo descomunal, perdido entre las ropas. Y a partir de ahí, todo sucedió en un relámpago, y esta es la parte de la historia que conservo con mayor tersura en la memoria: Yulián como en cámara lenta caminando hacia delante, la mano que se movía y nadie sabía en ese momento lo que buscaba, Cuco Serrano retrocediendo sin aspavientos, y de repente la hoja de metal resplandeciendo a la luz de los mechones, y Yulián saltando de frente definitivamente perdida la paciencia, de siglos enteros, ardiendo todo su cuerpo en una flama, convertido él también en lobo como Mackandal; y Cuco Serrano, de un brinco hundiéndose en el cafetal, y los dos hombres que se perdían entre las matas de café sin un grito.

Di una ojeada a mi alrededor y vi a los cuatro haitianos sentados, mirando el fuego como si con ellos no fuera el asunto, y los niños que corrían a sus casas gritando «Yulián, el cuchillo grande, Cuco Serrano»; y yo, que me quedo junto a los haitianos y les pregunto que qué pasará ahora.

—Yulián sabrá —me contestaron sin levantar la vista.

La madrugada entera pasó sin que Yulián regresara al barracón ni Cuco Serrano fuese a dormir a su casa. Al amanecer estaba Yulián, tan campante, recogiendo café. Nadie se atrevía a hacer ningún comentario, ni, mucho menos, preguntar qué suerte había corrido el otro hombre.

Rufinita, amparada en su poca edad, solucionó el problema. Fue derecho a donde estaba trabajando Yulián y le lanzó, hasta la empuñadura, la cuestión que teníamos todos en la punta de la lengua.

—¿Dónde le clavaste el cuchillo, Yulián?

Yulián sacó el cuchillo limpio, sin una mancha, y lo hundió en el costado del árbol, mientras movía la cabeza a un lado y a otro.

—Yulián está viejo, sí —contestó.

Y pensé que, por esa vez, Cuco Serrano se había escapado.

Pero las cosas de la vida son así: tres días más tarde llegaron unos compañeros buscando a Cuco Serrano, que se había escondido desde la noche del broncazo, y por ellos supimos que no solamente Cuco Serrano había acaparado tierras y rencores, sino que durante la rebelión había denunciado un campamento rebelde a una patrulla de casquitos, de soldados de la tiranía. Más claro, era un chivato. Entonces esta vez fue la cólera de muchos y no la de Yulián, y salieron todos los vecinos de la zona a buscarlo, sacarlo de donde estuviera, aunque fuera de abajo de la tierra, y así fue que lo encontraron engurruñado en una cañada, tieso y maloliente ya. Y aunque todo el mundo buscó y rebuscó la herida del cuchillo de Yulián, fue después de mucho registrar que se convencieron de que Cuco Serrano había muerto de muerte natural, si se puede llamar muerte natural pasar una madrugada temblando en una hoya, esperando que en cualquier instante la furia del haitiano le cayese encima como un rayo, aguardar con el corazón en la boca la venganza de Mackandal.

2

Cada surco es como un largo viaje lleno de peripecias. El morral, repleto de granos de café, me va rajando la cintura. Abriendo cauces rojizos sobre la piel. Los granos se resistían, coqueteaban desde lo alto. Se escondían entre las hojas muy tupidas. Y tengo que buscarlos, sacarlos de su escondite. Atraerlos amorosamente de sus últimos reductos en la cresta de la mata. De vez en cuando recogerlos del suelo. Por las noches, cuando cierro los ojos, hasta los veo. Los granos escarlata, a veces casi morados, o con manchas verdosas, danzaban detrás de los párpados cerrados. No había descanso para el recogedor ni en los sueños. Los granos de café estaban allí, en extraño desfile, formando figuras, como aquellos calidoscopios de juguete que se llevaban ante los ojos y al ritmo de la mano iban componiendo estrellas, rombos, espectros. De igual manera los granos rojos de café compartían el sueño del brigadista por todo el tiempo que duraba la recogida.

Agua grande

Ya vienen a buscarnos, dijo Murelia y cayó en la cuenta de que esas eran las primeras palabras que pronunciaba desde hacía muchas horas.

Miró al hombre que estaba acuclillado a unos metros, pero no recibió respuesta.

La muchacha se puso en pie de un salto y luego caminó con cuidado hasta el borde del maderamen. Inclinó la cabeza hacia atrás y se hizo una visera con las manos. Aunque no se avistaba aún ni un indicio del sol, la lluvia había amainado y se podía otear a la distancia.

Sintió una tirantez en los músculos de la nuca cuando vio que seguían atrapados en aquel mar artificial: hasta donde alcanzaba la vista sus ojos se llenaban con el agua gris del Cauto. Pero sus oídos no la habían engañado. En el cielo, color metálico como el embalse, se podía divisar con limpidez una puntada negra que se acercaba. El inconfundible ronquido crecía más y más.

Un he-li-cóp-te-ro, silabeó mentalmente.

Murelia se había despertado antes del amanecer con el estrépito del aguacero. Al arrebujarse en la hamaca lamentó encontrarse sola. Su brigada se había marchado dos días antes a terminar un picote de loma en un cafetal lejano. A ella la habían dejado allí por una fiebre molesta, a pesar de todos sus reniegos.

Y mientras se levantaba y vestía, sintió un rumor por atrás del que podía hacer el aguaviento sobre la tierra y los árboles. Un bramido que Murelia no creía conocer. Asomó la mirada por la tranquera del albergue y vio a la familia de Videncio con los bultos en los brazos.

—Es la crecida —dijo la mujer de Videncio a media voz. Murelia miró a los tres niños que habían echado a andar ya por la vereda, camino del pueblo, y después trató de distinguir de qué lado venía el peligro. El rumor se acercaba en tropel.

De sopetón, el agua grande avanzó tragándoselo todo. Murelia cerró los ojos y sintió su cuerpo deshacerse en jirones. No pudo precisar en qué momento atinó a agarrarse de un estacón, y así fue arrastrada por la corriente.

Murelia, más tarde, recordaba no haber pensado nada.

Solo cuando vio aparecer un velero, palabras desgranadas desfilaron por su mente. Estoy viendo visiones. Era un techo completamente blanco que navegaba riolada abajo. Sin saber cómo se subió sobre el tejado. Allí se quedó dormida de golpe y soñó con bolas rojas de café, tal como hacía todas las noches. Parecía que la verdadera pesadilla fuera el Cauto en la arrollada.

Cuando despertó, el techo flotaba con suavidad en la riada y Murelia advirtió que no estaba sola: un hombre con un niño ceñido sobre el pecho se acurrucaba en el otro extremo de la balsa improvisada.

Llevaban ya varias horas sin hablar, mirándose de tanto en tanto.

La ventolera de las aspas de la hélice le agitó el pelo, húmedo y desgreñado; y Murelia miró hacia arriba. El helicóptero se había detenido sobre ellos y el molinete le hizo recordar el ventilador del aula en el instituto.

Un sillín empezó a descender. La muchacha observó que desde lo alto estaban tomando películas. Se le ocurrió imaginar lo que dirían sus padres si la vieran allí en medio de la crecida del río. Sus compañeros, qué extrañeza.

El hombre trató de levantarse y Murelia se acercó para ayudarlo. Le tocó una mano al niño y un cosquilleo le recorrió la espalda. Volvió a notar un envaramiento en los tendones de la nuca. Está muerto, pensó.

—Suban ustedes primero —dijo Murelia.

El hombre se ajustó al torso el cuerpo rígido del niño cuando comenzaron a alzarlo con lentitud. Un miliciano se asomó por la portilla de la cabina y su voz se oyó rara por encima del ronroneo del helicóptero.

—Apúrense, el techo se está hundiendo.

Murelia pensó que esas cosas no sucedían en la vida real.

3

Las noches son largas. Empiezan después del regreso del cafetal. A media tarde, con el sol en retirada, todavía asomando sus bordes detrás de las lomas, empieza la larga noche del cafetal. Llena de ruidos imprecisos, silbidos, jinetes lejanos, desconocidos, ráfagas de aire surgidas de quién sabe dónde que así como llegan se van, y volvía la calma seca. Aprovechaban entonces los hombres y las mujeres estas ráfagas inesperadas para erizarse hasta la punta del cabello, la nuca temblorosa, los labios que se mueven en silencio. Es la hora de los cuentos. Aquel niño abandonado en medio del monte y que durante años, quince dice la gente, llora cuando se va la noche. Gemía olvidado, perseverante; su lamento llegaba a todas las casas, entraba a través de las ventanas cerradas. Que si yo me despertara en la madrugada y prestara atención, podría oír también su llanto. El viento pasando entre los árboles. O los ruidos de aquel jinete muerto a machetazos por un rival, que recorría en las oscuridades los caminos de la Sierra. El caballo no tenía cabeza. Era como su amo. Nadie lo había visto, pero todos sabían de sus correrías. Sus pisadas furtivas.

Una broma pesada

Aquella tarde había llovido en el cafetal. Llovía después de la caída de la noche con una violencia cerrada, continua. Cada vez que eso ocurre en Florida Blanca, hay un buen pretexto para pasar largo rato entre tomar café negro y oír contar viejas historias. El abuelo de Ibrahim, cuando estaba de buenas, era un hombre parlanchín y cuentero. Las comadres del poblado hablaban de él como si toda la vida hubiera sido un viejo, tal si hubiera nacido con el tabaco pegado a los labios y sentado en el taburete a la entrada del bohío de Ibrahim.

Yo estaba cosiendo en silencio mi morral cuando llegó Ibrahim chorreando agua y le dio un manotazo al saco húmedo que cubría la entrada.

—¿Cuándo parará de llover, coño!

El abuelo levantó la cabeza de donde la tenía clavada en el pecho, parpadeó con su único ojo —había olvidado decir que era tuerto—, golpeó con los nudillos en el respaldo del asiento y empezó a hablar.

—Ahora me viene a la cabeza una ocasión en que llovía y… ¿Alguna vez te he contado del padre Gildo?

—Óigame, viejo —lo interrumpió Ibrahim—. Déjeseme de historias hoy.

—¡Qué juventud esta! En mis tiempos. Regubalda, ¿oyes a tu nieto? Regubalda. Regubaldaaaaa.

La vieja, que dormitaba en el sofá, soltó un gruñido y se volvió de espaldas. El muelle destartalado crujió. El abuelo fue cerrando el ojo al compás alargado del craac de la rejilla; en la cocina, la mujer de Ibrahim trasteaba con unas cacerolas. El ceño del viejo se frunció hasta formar una arruga única.

—Mire, viejo, se lo dije jugando. No me haga caso —dijo Ibrahim.

No le contestó.

—¡Le juro que fue una broma! —insistió Ibrahim.

Abrió el ojo, le arrojó una mirada relampagueante. Después mordió dos o tres veces su tabaco apagado y se echó a conversar como si nada hubiera ocurrido.

—Eso iba a contar. Tú no sabes lo que es una broma. En mi época. Manuela, no hagas tanto trajín con esos calderos. Sí, señor. Los tiempos han cambiado mucho. Había que ver las parrandas que se formaban. A ese padre Gildo cuando se le ocurría un bromazo. El padre Gildo. ¿Nunca te había hablado de él antes? A eso voy. Ese curita era lo que tú dirías un gran jodedor. Aunque vistiera sotana. ¿Y qué? Vestir sotana en mi pueblo era como llevar un escopetón al hombro. En mi época, el cura, el alcalde, el guardia rural y el patrón eran las cuatro patas del gato, fíjate que. Ya voy al cuento. Como te decía, el padre Gildo tenía su iglesia en la entrada de mi pueblo.

La sacristía estaba llena de trastos. A la izquierda un armario, el aparador de las botellas y víveres, siempre cerrado con doble llave, una mesa llena de ceniceros y platos sucios, tres sillas; a la derecha la cama del sacristán, un escaparate carcomido de comején y un baúl de viaje.

Estaba lloviendo violentamente cuando un niño delgaducho, empapado de pies a cabeza, entró en la habitación y llamó al sacristán.

—¡Joco! ¡Joco! Oye la última.

El aludido entró con pasos lentos y desganados. Se sentó en una esquina del baúl.

—¿A qué viene esa gritería? ¿No te da vergüenza alborotar así mientras el padre Hermenegildo está entre cuatro velas?

—Vengo del velorio, Joco. —Y se rio.

—¿Y qué carajo hay en el velorio que te haga reír? ¡Bendito sea el Señor!

—Fue una mentira del padre Gildo. No se murió nada. Está vivito y coleando.

—Pero acaso el padre.

El muchacho volvió a reírse.

—Oye, Joco, si hubieras visto las caras. Esta vez sí que fue una buena broma. Cuando la tapa de la caja se abrió.

—¡Santo Cristo! —El sacristán era un hombre ingenuo.

—Y salió el padre tan fresco. Se armó tremendo correcorre. La mujer de Yiyo saltó por la ventana gritando: milagro, milagro. Y.

—Aguántate ahí. ¿Qué dijo el padre Gildo? Porque habló.

—Claro que sí. Se sacudió la sotana y dijo buena misa que me espera hoy. —El niño trató de imitar la voz aflautada del padre Hermenegildo.

—Así que… —El sacristán abrió en redondo los ojos, indeciso entre si encocorarse o mantener su genio al margen de la broma. Aquellas cosas le parecían fuera de oficio para una persona tan respetable como todo un señor párroco de pueblo. También era cierto que el propio sacristán había tenido que soportar en su pellejo las raras ocurrencias del cura, pero nunca pensó que llegaría a tanto.

—¿Y qué pasó después? —dijo al fin.

—Viene para acá.

—¡Me cago en Dios!

—Al Señor no le gustan las blasfemias. —La puerta se abrió suavemente y detrás de la voz aflautada apareció en el umbral la figura rechoncha del cura con un falso airecillo de bravura.

—Vamos, hombre, no te quedes ahí parado como un imbécil. Alcánzame la botella de aguardiente que hace rato que no me pasa gota por la garganta. Tú, hijo, tráeme acá una silla que estoy medio entumecido. El reuma me tiene loco. A ver, Joco, más aprisa que ya casi es hora del sermón. Pero, ¿qué te pasa? ¿No tienes sentido del humor? Anda y prepara la comida que vengo muerto. De hambre, hijo, de hambre. Espabílate, solo fue una broma.

—¡Ave María, padre, si ayer yo mismo le cerré la caja!

—Una de las mías. Ay, en este pueblucho no pasa nunca nada, me caigo de aburrimiento. Además, Joco, no escarmientan nunca.

El sacristán bajó la vista y apretó con fuerza los dientes. Aquello era demasiado.

—Padre Gildo —llamó el muchacho—. Todo el vecindario se ha reunido en la capilla.

—Alcánzame la casulla. Debo esmerarme con el sermón —dijo el padre Hermenegildo, y salió.

El sacristán se recostó sobre el camastro y cruzó las manos por debajo de la nuca. Su mirada hizo un severo escrutinio de los objetos de la habitación como si cada uno de ellos conservase un resto de complicidad con el cura. Sus ojos se detuvieron en la botella, mediada de aguardiente de caña, que el padre Hermenegildo había dejado sin taponar sobre la mesa. Esta bufonada había colmado su aguante. Se sentía decaído, mortificado. La sola vista de la botella descorchada le producía una repugnancia que no sabía explicarse a sí mismo a derechas. Descubría calmadamente que el cura se burlaba, impune. No podía dejar de reprocharse su propia inacción. En aquel momento oyó, a través del tabique, las incomprensibles frases en latín que el padre ametrallaba, sin pausas, y le pareció sentir también la agitación que reinaba entre los vecinos congregados en la capilla. En verdad que esta vez había sido demasiado.

El pueblo, pasados unos días, recobró su ritmo habitual. Una ilusoria época de prosperidad, que se alargaba ya por varios meses, había aplazado desalojos y hambrunas, y la vecindad disfrutaba de escurrida calma.

El sacristán, hombre sin pizca de imaginación, según creencia generalizada, siguió sacudiendo, mal que bien, el polvo de la sacristía, resignado a perder el desquite, sometido a aquella cachazuda vida junto al cura, pero sin dejar de mirar de reojo las andanzas del padre Gildo.

Una mañana, después de algunas semanas del incidente, Joco llamó al aposento del cura.

—Padre, son las once de la mañana. ¿No piensa levantarse hoy?

Empujó la puerta con curiosidad. Sobre el mullido colchón, entre un desorden de sábanas y almohadas, el reverendo Hermenegildo boqueaba moribundo.

—¡Coño! Perdone, padre. ¿Qué le pasa? Este hombre se ahoga. ¡Qué hago, mi madre? Padre Gildo, ¿me oye? ¿Quiere que le traiga agua?

El padre Gildo levantó la mirada vidriosa. Tenía el rostro congestionado, tenso; cerró las manos en torno a las muñecas de Joco y con un estertor quedó inmóvil.

El sacristán aterrado, tragó en seco.

—Voy a buscar ayuda, padre Gildo. No se mueva de aquí.

Salió disparado. Atravesó la calle central a galope y a los pocos minutos ya se comentaba sobre la segunda y repentina muerte del párroco.

Por otra vez, también, se ocupó el sacristán, ahora algo amoscado, de cerrar la caja. Buscó unos clavos enormes y, afanándose durante toda la tarde, remachó bien la tapa.

En la velada —se había acondicionado para el caso un local agregado a la iglesia que había sido primitivamente un establo—, Joco tuvo que soportar las chacotas de los incrédulos.

—Va y esta es otra jarana del padre.

—Cuida que no se te levante de madrugada, Joco.

—No, compadre —repetía una y otra vez el sacristán—. Ahora es en serio. ¡Por mi vieja lo juro!

El antiguo establo era pequeño y con piso de tierra; estaba construido en el costado norte de la iglesia y a unos cuantos metros de las primeras casas, así que el único portalón enfrentaba al pueblo y lo resumía como una lúgubre postal. Cuando todos se fueron marchando, en el silencio de la capilla ardiente quedaron dos figuras: una, la del cura dentro de su recinto; y la otra pensativa, recostada a la portezuela. Pasaron las horas y un aire frío empezó a filtrarse por las paredes de madera. Joco fumaba y pensaba, evitaba mirar a su acompañante nocturno que descansaba a sus espaldas, y estudiaba descuidadamente la posibilidad de otra broma.

En eso el sacristán comenzó a sentir un movimiento extraño detrás de sí. Sin volverse, paseó la mirada por el vecindario dormido. Aquel había sido un invierno anticipado, y ahora caía una ligera llovizna; el pueblo, envuelto en la semipenumbra de la madrugada, se le antojó más tristón y lastimoso que nunca. Meneó con desencanto la cabeza. Fue entonces que escuchó unos fuertes golpes en la madera. Ya no cabía la menor duda. Joco mordió su tabaco apagado y reflexionó. Las palabras machacaban sus oídos: no escarmientan nunca, no escarmientan nunca. Recordó la primera vez y se dijo que no era hombre que tropezase dos veces con el mismo pedrusco, por lo menos cuando lo tuviera ante las narices. Estaba decidido a que los vecinos dejaran de ser el hazmerreír de ese cura maldito. Las llamadas se volvieron imperiosas. Las tablas de la caja crujían con estrépito, chirriaban; pero los clavos resistían los duros embates. Sin cambiar de posición, moviendo solo una de las manos con la que golpeaba acompasadamente el portón, el sacristán meditaba largo, con calma. Los toques terminaron por ser muy débiles. Joco mordía su tabaco sin siquiera volver la vista. Esperaba.

Al despuntar el día, el ataúd fue alzado y enterrado en el patiecillo de la sacristía.

—Y entonces. ¿De qué te estaba hablando? Ah, sí. Al cabo de unos meses quisieron trasladar al padre Gildo para el nuevo cementerio. Por higiene, decían. Y se les cayó la caja por el camino. Se rajó de lado a lado. ¡Y eso que era de buena madera! No digo yo. Cuando miraron adentro se encontraron al cura boca abajo. Así como lo oyes, boca abajo. El juez dijo que tenía que haberle dado un ataque de catapepsa. ¿Cómo es? Ca-ta-lep-sia. Eso mismo. Al padre Hermenegildo por primera vez le había salido la inocentada al revés. ¿Qué se hizo del sacristán? Manuela, trae el café. Al sacristán no lo volvieron a ver nunca más por el pueblo. Él también tenía derecho a soltar su bromita, ¿no?

—¿Y usted cómo sabe toda esa historia?

El abuelo Joaquín mordió su tabaco apagado y golpeó con los nudillos en el taburete. Unos segundos antes de desaparecer su rostro, doblado sobre el pecho, pude distinguir —o sería una alucinación— cómo su único ojo se cerraba y abría velozmente en un guiño aclaratorio; después solo se oyeron sus gangosos ronquidos y la voz de la abuela Regubalda que ordenaba que se callara ya la boca.

4

Y si miro a lo lejos en la noche, puedo contar diez, veinte, hasta cien lucecitas desperdigadas en todo el valle, separadas unas de otras por tramos incalculables desde semejante altura. Luces pequeñas que hacían guiños como barcos perdidos en alta mar. Luego me meto en mi hamaca. Tibia por el lado de la colcha y con un friecillo helado que se colaba por la parte de abajo, la simple tela pegada a la espalda. El balanceo me hace pensar en trapecios voladores. En cuerdas flojas, los equilibristas del circo que pasaban sobre la cabeza de los niños, con la vida pendiente de un hilo. La cama, en la ciudad, parecía como un pedazo de tierra firme. El mechero, con una luz grisosa, iluminaba la barraca con piso de tierra, pared de tablas y techo de guano. Las hamacas estaban amarradas en fila a los gruesos horcones. Las ropas colgaban de unos clavos; las botas sujetas por los cordones a las sogas de la hamaca, pendiendo en el aire como ahorcadas.

La tierra olorosa

—Es Ireneo Luzón que está buscando a su muerta —dijo la vieja Alcira. Afuera, en la oscuridad, se oían caminatas, tientos, una tonada quejumbrosa.

A veces hay una rajadura, un pestañeo que deja ver un filón de un hombre, como cuando se abre y se cierra una puerta, y en un segundo apenas se puede vislumbrar otra realidad profunda y nítida.

Eso me pasó con el Chino.

—¿Quién es Ireneo Luzón? —le pregunté a Alcira, intuyendo que aquello era lo que quería averiguar el Chino, pero no se atrevía a soltarlo por lo claro.

—El marido de Vicaria —contestó la vieja Alcira, con el reposo en la voz de los ancianos—. A ella la cogieron los soldados y la torturaron en el cuartel.

Qué coincidencia, pensó el Chino.

La luz del mechero clareaba con dificultad la habitación.

Me pareció sentir que el Chino quería que siguiera preguntando, que fuera yo el que deshilvanase la historia, mientras él se quedaba escuchando, sin moverse, con todos los músculos en tensión. No tuve otra salida que repetir las últimas palabras de Alcira. Eso fue lo que hice.

—Se pasa las noches llamando a Vicaria, porfiando con su nombre —cuenta la vieja Alcira.

Me dicen el Chino, porque mi nombre es el de mi padre. Puedo recordar su cara. Su nombre que es el mío. Yo solo soy el Chino.

—Vicaria murió dos meses antes de acabarse la guerra.

Igual que él.