Cuentos del espacio y del tiempo - H. G. Wells - E-Book

Cuentos del espacio y del tiempo E-Book

H G Wells

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Herbert George Wells, más conocido como H. G. Wells, es famoso por sus novelas de ciencia ficción y es considerado junto a Julio Verne, uno de los precusores de este género. Sus novelas fueron la inspiración del ingeniero aeroespacial Wernher von Braun, quien decidió en honor al escritor llamar H. G. Wells a un astroblema lunar ubicado en la cara oculta de la luna. Esta obra contiene: El huevo de cristal, La estrella, Una historia de la edad de piedra, una historia de tiempos futuros y El hombre que podía hacer milagros,-

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H. G. Wells

Cuentos del espacio y del tiempo

 

Saga

Cuentos del espacio y del tiempoOriginal titleTales of Space and TimeCopyright © 1899, 2020 H. G. Wells and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726521139

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

EL HUEVO DE CRISTAL

Hasta hace un año, había cerca de los Siete Cuadrantes, una tiendecilla de aspecto mugriento sobre la que estaba inscrito en letras amarillas borradas por el tiempo el nombre de C. Cave, Naturalista y Anticuario. Los objetos expuestos en el escaparate eran curiosamente heterogéneos. Comprendían algunos colmillos de elefante y un incompleto juego de ajedrez, abalorios y armas, una caja con ojos, dos cráneos de tigre y uno humano, varios monos disecados comidos por la polilla -uno sosteniendo una lámpara-, un armario anticuado, un huevo de avestruz o algo así ensuciado por las moscas, algunos aparejos de pesca y una pecera vacía extraordinariamente sucia. También había, al comenzar esta historia, un trozo de cristal tallado en forma de huevo y pulido con un brillo intenso. Y eso era lo que miraban dos personas que estaban ante el escaparate, una de ellas un clérigo alto y delgado, la otra, un joven de negra barba, tez morena y ropas holgadas. El joven moreno hablaba con gestos impacientes y parecía ansioso porque su compañero comprara el artículo.

Mientras estaban en esas, entró en su tienda el señor Cave con restos del pan y la mantequilla del té todavía en la barba. Al ver a estos hombres y el objeto de su consideración se le mudó el semblante. Miró por encima del hombro con aire de culpabilidad y suavemente cerró la puerta. Era un viejecito de rostro pálido y peculiares ojos azules y acuosos. Tenía el pelo de color gris sucio y llevaba una raída levita azul, un viejo sombrero de copa y unas zapatillas con los talones muy gastados. Se quedó observando a los dos hombres mientras hablaban. El clérigo registró a fondo el bolsillo del pantalón, examinó un puñado de dinero y enseñó los dientes en una sonrisa de aprobación. El señor Cave pareció todavía más deprimido cuando entraron en la tienda.

El clérigo, sin más rodeos, preguntó el precio del huevo de cristal. El señor Cave miró con nerviosismo hacia la puerta que daba a la trastienda y dijo que cinco libras. El clérigo se quejó, tanto a su compañero como al señor Cave, de que el precio era alto -era, desde luego, muchísimo más de lo que el señor Cave había pensado pedir cuando había puesto el artículo a la venta- y pasó a un intento de regateo. El señor Cave avanzó hasta la puerta de la tienda y la abrió.

-Cinco libras es mi precio -dijo como si deseara ahorrarse la molestia de una discusión inútil. Al hacerlo, la parte superior del rostro de una mujer asomó por encima de la cortina del panel superior de cristal de la puerta que daba a la trastienda y examinó con curiosidad a los dos clientes.

-Cinco libras es mi precio -repitió el señor Cave con voz temblorosa.

El joven de tez morena había permanecido hasta entonces como mero espectador, observando atentamente al señor Cave. Ahora habló.

-Dele cinco libras -dijo.

El clérigo le miró para cerciorarse de que lo decía en serio, y, cuando miró de nuevo al señor Cave, vio que tenía la cara pálida.

-Es mucho dinero -dijo el clérigo, y rebuscando en el bolsillo empezó a contar sus recursos. Tenía poco más de treinta chelines, así que apeló a su compañero, con quien parecía estar en términos de considerable familiaridad. Esto le dio al señor Cave la oportunidad de ordenar sus ideas y empezó a explicar de manera agitada que, de hecho, el cristal no estaba del todo disponible para la venta. A los dos clientes esto les sorprendió mucho, naturalmente, y preguntaron por qué no lo había dicho antes de empezar a negociar. El señor Cave se turbó, pero se aferró a la historia de que el cristal no estaba a la venta aquella tarde, que ya había aparecido un probable comprador. Los dos, tomándolo por un intento de subir todavía más el precio, hicieron ademán de salir de la tienda. Pero en ese momento se abrió la puerta de la trastienda y apareció la propietaria del flequillo oscuro y los ojos pequeños.

Era una mujer de facciones toscas, corpulenta, más joven y mucho más gruesa que el señor Cave. Andaba pesadamente y tenía la cara colorada.

-Ese cristal está en venta -subrayó-. Y cinco libras es un buen precio. ¡No sé qué te pasa, Cave, mira que no aceptar la oferta del caballero!

El señor Cave, muy perturbado por la interrupción, la miró furioso por encima de la montura de las gafas, y, sin excesiva seguridad, reafirmó su derecho a llevar los negocios a su manera. Comenzó un altercado. Los dos clientes contemplaban la escena con interés y algo divertidos, proporcionando ocasionalmente sugerencias a la señora Cave. El señor Cave, acosado, persistió en una confusa e imposible historia de alguien que se había interesado por el cristal aquella mañana y su nerviosismo se hizo penoso. Pero se aferró a su historia con extraordinaria tenacidad. Fue el joven oriental el que puso fin a la curiosa controversia. Propuso que volvieran al cabo de dos días para dar al pretendido interesado la debida oportunidad.

-Y entonces, hemos de insistir -dijo el clérigo-. ¡Cinco libras!

La señora Cave se encargó de pedir disculpas por la actitud de su marido, explicando que a veces era un poco raro, y, cuando los dos clientes salieron, la pareja se preparó para discutir todos los aspectos del incidente con plena libertad.

La señora Cave le habló a su marido en un tono especialmente directo. El pobre hombrecillo, temblando de emoción, se hizo un lío con sus historias manteniendo por una parte que tenía otro cliente a la vista y asegurando, por otra, que el cristal valía honradamente diez guineas.

-Entonces ¿por qué pediste cinco libras? -preguntó su mujer. -Déjame llevar los negocios a mi manera -respondió el señor Cave.

El señor Cave tenía viviendo con él a un hijastro y a una hijastra, y por la noche en la cena se volvió a discutir la transacción. Ninguno de ellos tenía una opinión muy buena de los métodos comerciales del señor Cave y esta actuación les pareció el colmo de la locura.

-Yo creo que no es la primera vez que se niega a vender ese cristal -aseguró el hijastro, un fornido patán de dieciocho años.

-Pero ¡cinco libras! -intervino la hijastra, una joven de veintiséis años propensa a las discusiones.

Las respuestas del señor Cave eran lastimosas. Sólo era capaz de farfullar débiles afirmaciones de que conocía su negocio mejor que nadie. Hicieron que, dejando la cena a medio comer, se fuera a la tienda para cerrarla hasta el día siguiente, con las orejas al rojo vivo y lágrimas de humillación detrás de las gafas. ¿Por qué había dejado tanto tiempo el cristal en el escaparate? ¡Qué locura! Ése era el problema que más le preocupaba. Durante un tiempo no pudo encontrar forma alguna de evitar la venta.

Después de cenar, hijastra e hijastro se acicalaron y salieron, y la mujer se retiró al piso de arriba para reflexionar sobre los aspectos comerciales del cristal con un poco de azúcar, limón y lo demás, en agua caliente. El señor Cave entró en la tienda y se quedó allí hasta tarde con el pretexto de preparar rocas ornamentales para peceras, pero en realidad con una finalidad personal que se explicará mejor más tarde. Al día siguiente la señora Cave advirtió que el cristal había sido retirado del escaparate y se encontraba detrás de unos libros de pesca usados. Ella volvió a ponerlo en el escaparate, en un lugar destacado, pero no discutió más sobre el asunto, dado que una jaqueca la desanimaba a discutir, al contrario que el señor Cave, siempre opuesto a las discusiones. El día transcurrió de forma desagradable. El señor Cave estuvo más abstraído que de costumbre y, al mismo tiempo, excepcionalmente irritable. Por la tarde, cuando su mujer dormía su siesta habitual, retiró de nuevo el cristal del escaparate.

Al día siguiente el señor Cave tenía que entregar un pedido de perros marinos en uno de los hospitales universitarios donde los necesitaban para prácticas de disección. Durante su ausencia la señora Cave volvió a cavilar sobre el tema del cristal y la manera más apropiada de gastarse cinco libras llovidas del cielo. Ya había ideado algunos planes muy agradables, entre otros un vestido de seda verde para ella y una excursión a Richmond, cuando el chirrido de la campanilla de la puerta principal exigió su presencia en la tienda. El cliente era un profesor que venía a quejarse de que no habían sido entregadas ciertas ranas pedidas para el día anterior. La señora Cave no aprobaba esta rama especial de los negocios del señor Cave, y el caballero, que había llegado con ánimo un tanto agresivo, se retiró después de un breve intercambio de palabras -completamente educadas por lo que a él se refería. Los ojos de la señora Cave se volvieron entonces naturalmente hacia el escaparate, puesto que la visión del cristal significaba la seguridad de las cinco libras y de sus sueños. ¡Cuál no sería su sorpresa al ver que había desaparecido!

Fue al sitio, detrás de la caja sobre el mostrador, donde lo había descubierto el día anterior. No estaba allí, así que inmediatamente empezó una impaciente búsqueda por toda la tienda.

Cuando el señor Cave volvió de su negocio con los perros marinos hacia las dos menos cuarto de la tarde, encontró la tienda en cierto desorden y a su mujer, extremadamente exasperada y de rodillas, detrás del mostrador rebuscando entre sus materiales de taxidermia. Cuando la crispante campanilla anunció su vuelta, asomó la cara por encima del mostrador, acalorada y furiosa, y directamente le acusó de esconderlo.

-¿Esconder qué? -preguntó el señor Cave.

-¡El cristal!

A lo que el señor Cave, aparentemente muy sorprendido, corrió al escaparate.

-¿No está aquí? ¡Cielos! ¿Qué ha sido de él?

Justo entonces el hijastro del señor Cave volvió a entrar en la tienda desde la habitación interior -había llegado a casa un minuto o así antes que el señor Cave- blasfemando a sus anchas. Estaba de aprendiz con un comerciante de muebles usados calle abajo, pero comía en casa y, naturalmente, estaba enojado por no haber encontrado la comida dispuesta.

Pero cuando se enteró de la pérdida del cristal, se olvidó de la comida y el objeto de su cólera pasó de su madre a su padrastro. Lo primero que pensaron, desde luego, fue que él lo había escondido. Pero el señor Cave negó categóricamente todo conocimiento de su destino ofreciendo voluntariamente su perjura declaración jurada sobre el asunto, y finalmente llegó hasta el punto de acusar primero a su mujer y después a su hijastro de haberlo cogido con vistas a una venta privada. Y así comenzó una discusión extremadamente enconada y exaltada que terminó con la señora Cave en un estado de nervios muy especial entre la histeria y el frenesí, e hizo que el hijastro llegara por la tarde con media hora de retraso al establecimiento de muebles. El señor Cave escapó a las emociones de su mujer refugiándose en la tienda.

Por la noche se volvió a tratar el asunto con menos pasión y un talante judicial bajo la presidencia de la hijastra. La cena transcurrió de forma lamentable y culminó con una escena penosa. El señor Cave cedió finalmente a una extrema exasperación y salió por la puerta principal dando un violento portazo. El resto de la familia, después de hablar de él con la libertad que su ausencia garantizaba, registró la casa desde el desván al sótano esperando dar con el cristal.

Al día siguiente se presentaron de nuevo los dos clientes. Fueron recibidos por la señora Cave casi llorando. Se enteraron de que nadie podía imaginarse todo lo que había tenido que aguantar a Cave en diversas etapas de su matrimonial peregrinación... También les informó embrolladamente de la desaparición. El clérigo y el oriental se rieron por dentro en silencio y dijeron que era de lo más extraordinario. Y como la señora Cave parecía dispuesta a contarles la historia completa de su vida hicieron ademán de irse de la tienda, por lo que la señora Cave, aferrándose todavía a la esperanza, pidió la dirección del clérigo para, en caso de sacar algo a Cave, poder comunicárselo. La dirección fue entregada como era de esperar, pero, al parecer, posteriormente se extravió. La señora Cave no recuerda nada al respecto.

Aquel día por la noche los Cave parecían haber agotado todas sus emociones y el señor Cave, que había estado fuera por la tarde, cenó en un sombrío aislamiento que contrastaba agradablemente con la apasionada controversia de los días anteriores. Durante algún tiempo las relaciones dentro de la familia Cave estuvieron muy tensas, pero ni el cristal ni el cliente volvieron a aparecer.

Ahora bien, para no andarnos con rodeos, tenemos que admitir que el señor Cave era un embustero. Sabía perfectamente dónde estaba el cristal. Se hallaba en las habitaciones del señor Jacoby Wace, profesor ayudante de prácticas en el hospital de Santa Catalina en la calle Westbourne. Se encontraba sobre el aparador, parcialmente cubierto por una tela de terciopelo negro y junto a una licorera con whisky americano. Y fue precisamente del señor Wace de quien se obtuvieron los pormenores en los que se basa esta historia. Cave lo había llevado al hospital escondido en el saco de los perros marinos, y, una vez allí, había presionado al joven investigador para que se lo guardara. El señor Wace dudó un poco al principio. Su relación con Cave era especial. Le atraían los personajes raros, y más de una vez había invitado al viejo a fumar y a beber en sus habitaciones, animándole a desvelar sus opiniones, bastante divertidas, sobre la vida en general y sobre su esposa en particular. El señor Wace había tenido que vérselas también con la señora Cave en ocasiones en que el señor Cave no estaba en casa para atenderle. Conocía las constantes interferencias a las que Cave estaba sometido y, habiendo sopesado la historia judicialmente, decidió dar refugio al cristal. El señor Cave prometió explicar las razones de su extraordinario apego por el cristal de una manera más detallada en una ocasión posterior, pero habló claramente de ver visiones en él. Aquella misma noche volvió a visitar al señor Wace.

Contó una historia complicada. Dijo que el cristal había llegado a su poder junto con otros restos en la subasta de los efectos de otro comerciante de antigüedades y, desconociendo cuál pudiera ser su valor, le había puesto el precio de diez chelines. Lo había tenido a ese precio durante algunos meses y estaba pensando en reducir la cantidad cuando hizo un descubrimiento extraordinario.

En aquella época tenía muy mala salud -hay que tener muy en cuenta que a lo largo de toda esta experiencia su estado físico era de decaimiento-, sufría una angustia considerable a causa de la negligencia y hasta los verdaderos malos tratos que recibía de su mujer y de sus hijastros. Su mujer era vanidosa, extravagante, insensible y cada vez más aficionada a beber a solas; su hijastra era ruin y ambiciosa, y su hijastro había concebido una violenta antipatía hacia él y no perdía ocasión de demostrársela. Las responsabilidades del negocio le oprimían excesivamente y el señor Wace no cree que estuviera completamente limpio de ocasionales excesos en la bebida. Había comenzado la vida en una posición acomodada, había recibido una buena educación y padecía melancolía e insomnio que se prolongaban durante semanas. Cuando sus pensamientos se le hacían intolerables, temeroso de molestar a su familia, abandonaba el lecho conyugal deslizándose sin hacer ruido y vagaba por la casa. Y hacia las tres de la mañana, un día a finales de agosto, la casualidad le llevó a la tienda.

La sucia tiendecilla estaba sumida en una negrura impenetrable salvo en un punto donde percibió un insólito resplandor. Al acercarse, descubrió que era el huevo de cristal que estaba en el rincón del mostrador en dirección a la ventana. Un fino rayo de luz penetraba por una rendija en la persiana, incidía sobre el objeto y parecía como si fuera a llenar todo su interior.

Al señor Cave se le ocurrió que eso no concordaba con las leyes de la óptica que había aprendido en su juventud. Podía comprender que los rayos fueran reflejados por el cristal hacia un foco en su interior, pero esta difusión no casaba con sus conocimientos de física. Se acercó más al cristal, observando el interior y la superficie con un transitorio renacimiento de la curiosidad científica que en su juventud había decidido su elección vocacional. Le sorprendió descubrir que la luz no era constante, sino que oscilaba dentro de la sustancia del huevo como si aquel objeto fuera una esfera hueca con algún vapor luminoso. Al cambiar de sitio para conseguir puntos de vista distintos, repentinamente notó que se había interpuesto entre el rayo y el cristal, y que a pesar de ello el cristal continuaba luminoso. Profundamente asombrado, lo retiró de la luz y lo llevó a la parte más oscura de la tienda. Allí siguió brillando cuatro o cinco minutos, al término de los cuales se oscureció lentamente y se apagó. Lo expuso al fino haz de luz de día y recobró la luminosidad casi al instante.

Hasta aquí, por lo menos, el señor Wace pudo comprobar la sorprendente historia del señor Cave. Él mismo había tenido repetidas veces expuesto el cristal a un rayo de luz -su diámetro tenía que ser inferior a un milímetro. En completa oscuridad, como la que puede proporcionar una envoltura de terciopelo, el cristal presentaba indudablemente una fosforescencia muy débil. Parecía, no obstante, que la luminosidad era de una clase excepcional, no visible a todos por igual, pues al señor Harbinger -cuyo nombre le resultará familiar al lector científico en relación con el Instituto Pasteur- le fue completamente imposible ver ninguna luz en absoluto. La propia capacidad del señor Wace para apreciarla era sin comparación inferior a la del señor Cave. Incluso tratándose del señor Cave, la capacidad variaba muy considerablemente: su visión resultaba mucho más intensa durante estados de debilidad y fatiga extremas.

Pues bien, desde el comienzo, esta luz en el cristal ejerció una fascinación irresistible sobre el señor Cave. Que no contara sus observaciones a ningún ser humano explica mejor la soledad de su alma de lo que lo haría todo un volumen de escritos patéticos. Parece haber estado viviendo en tal atmósfera de mezquinos resentimientos que el admitir la existencia de un placer habría significado el riesgo de perderlo. Observó que a medida que avanzaba el amanecer y aumentaba la cantidad de luz esparcida el cristal perdía toda traza de luminosidad. Y durante algún tiempo fue incapaz de ver nada dentro de él, excepto por la noche, en rincones oscuros de la tienda.

Pero se le ocurrió utilizar una vieja pieza de terciopelo negro que empleaba como fondo para una colección de minerales y, doblándolo y cubriéndose con él la cabeza y las manos, pudo obtener una visión del movimiento luminoso en el interior del cristal incluso a la luz del día. Era muy cauteloso, no fuera a ser descubierto en esa guisa por su esposa, y practicaba esta ocupación sólo por las tardes, mientras ella dormía en el piso de arriba, y aun entonces, de manera muy circunspecta en un hueco debajo del mostrador. Y un día, dando vueltas al cristal en las manos, vio algo. Apareció y desapareció como un destello, pero le dio la impresión de que por un instante el objeto le había mostrado la visión de un país, ancho, extenso y extraño, y al girarlo de nuevo, precisamente cuando se debilitaba la luz, volvió a contemplar la misma visión.

Está claro que resultaría tedioso e innecesario relatar todas las fases del descubrimiento del señor Cave desde ese momento. Baste con decir que la conclusión fue ésta: cuando se observaba el interior del cristal formando éste un ángulo de 137 grados respecto de la dirección del rayo luminoso, mostraba una imagen clara y coherente de un paisaje extenso y extraño. No se parecía en absoluto a un sueño, daba una clara impresión de realidad, y cuanto mejor era la luz, más real y sólida parecía. Era una imagen en movimiento: es decir, ciertos objetos se movían dentro de ella, pero de forma lenta y ordenada como las cosas reales y, según cambiaba la dirección de la iluminación y de la visión, también cambiaba la imagen. Debió de haber sido, ciertamente, como contemplar una vista a través de un cristal ovalado girándolo para conseguir ver los diferentes detalles.

El señor Wace me asegura que las declaraciones del señor Cave eran extremadamente detalladas y carecían por completo de cualquiera de los aspectos emocionales que impregnan las impresiones alucinadoras. Pero hay que recordar que todos los esfuerzos del señor Wace para ver una claridad similar en la desvaída opalescencia del cristal fracasaron completamente por más que lo intentó. La diferencia de intensidad en las impresiones recibidas por los dos hombres era muy grande, y puede que lo que para el señor Cave era una visión para el señor Wace fuera una mera nebulosidad difusa.

La visión, tal como la describía el señor Cave, era invariablemente la de una extensa llanura, y parecía que siempre la contemplaba desde una altura considerable, como desde una torre o un mástil. Al este y al oeste la llanura estaba flanqueada a una distancia remota por vastos acantilados rojizos que le recordaban a los que había visto en un cuadro, pero el señor Wace no pudo determinar de qué cuadro se trataba. Estos acantilados iban de norte a sur -sabía los puntos cardinales por las estrellas que eran visibles por la noche-, alejándose en una perspectiva casi ilimitada y desdibujándose en las nieblas de la distancia antes de encontrarse. En el momento de su primera visión él estaba más cerca del macizo de acantilados orientales, el sol se elevaba sobre ellos y, negras contra la luz del sol y pálidas contra su sombra, aparecieron muchas formas volantes que el señor Cave tomó por pájaros. Una vasta hilera de edificios se extendía por debajo, de forma que él parecía estar mirándolos desde arriba, y, a medida que se acercaban al extremo borroso y refractado de la imagen se tornaban indistintos. También había árboles con formas curiosas y, en cuanto a color, era de un verde profundo como de musgo y de un gris exquisito, junto a un canal ancho y reluciente. Y algo grande, de colores brillantes, cruzó la imagen volando. Pero la primera vez que el señor Cave vio estas imágenes, lo hizo sólo en destellos, las manos le temblaban, la cabeza se le movía, la visión aparecía y desaparecía y se tornaba nebulosa y poco nítida. Al principio tuvo las mayores dificultades para volver a recuperar la imagen una vez perdida su dirección.

La siguiente visión clara, que se le presentó una semana más o menos después que la primera -en el intervalo no había cosechado más que tentadores vislumbres y alguna experiencia útil-, le mostró el valle en toda su longitud. La visión era diferente, pero tuvo la curiosa convicción, confirmada repetidamente por subsiguientes observaciones, de que estaba contemplando ese extraño mundo exactamente desde el mismo sitio, aunque mirando en una dirección diferente. La larga fachada del gran edificio cuyo tejado había mirado antes desde arriba ahora se alejaba en la perspectiva. Reconoció el tejado. En la parte delantera de la fachada había una terraza de masivas proporciones y extraordinaria longitud, y en medio de la terraza, a ciertos intervalos, se erguían mástiles enormes, pero muy gráciles sosteniendo pequeños objetos brillantes que reflejaban la puesta de sol. La importancia de estos pequeños objetos no se le ocurrió al señor Cave hasta algún tiempo después, cuando describía la escena al señor Wace. La terraza sobresalía por encima de un seto de la vegetación más exuberante y grácil, más allá había un amplio y herboso césped sobre el que reposaban ciertas criaturas anchas, de forma parecida a la de los escarabajos, pero muchísimo más grandes. Más allá todavía había una calzada de piedra rosácea ricamente decorada, y más allá, subiendo valle arriba en exacto paralelo con los remotos acantilados, bordeada de una densa maleza de color rojo, había una ancha extensión de agua parecida a un espejo. El aire parecía rebosar de escuadrillas de grandes pájaros que se deslizaban en curvas majestuosas, y al otro lado del río había una multitud de espléndidos edificios de muchos colores que relucían con sus tracerías y múltiples caras metálicas en medio de un bosque de árboles parecidos al musgo y al liquen. Y de repente algo cruzó la visión aleteando repetidamente como el ondear de un enjoyado abanico o el batir de un ala; un rostro o más bien la parte superior de un rostro con unos ojos muy grandes apareció, por decirlo así, muy cerca de la suya propia, y como si estuviera al otro lado del cristal. Al señor Cave la absoluta realidad de estos ojos le dejó tan atónito e impresionado que retiró la cabeza del cristal para mirar por detrás. Se había quedado tan absorto observando que le sorprendió mucho encontrarse en la fría oscuridad de su pequeña tienda con los familiares olores a metílico, humedad y podrido. Y mientras miraba pestañeando a su alrededor, el resplandeciente cristal se oscureció y se apagó.

Tales fueron las primeras impresiones generales del señor Cave. La historia es curiosamente directa y detallada. Desde el comienzo, cuando el valle destelló por primera vez momentáneamente sobre sus sentidos, su imaginación quedó extrañamente afectada, y, a medida que empezaba a apreciar los detalles de la escena que veía, su asombro se convertía en pasión. Atendía su negocio apático y destrozado, pensando sólo en el momento en que podría volver a su observación. Entonces, unas semanas después de su visión del valle, llegaron los dos clientes, la tensión y excitación de su oferta, y el cristal que se libra de la venta por los pelos como ya he contado.

Ahora bien, mientras aquello constituyó el secreto del señor Cave siguió siendo una pura maravilla, algo a lo que se va sigilosamente para observar a hurtadillas, como un niño podría mirar un jardín prohibido. Pero el señor Wace posee unos hábitos mentales especialmente lúcidos y consecuentes para un joven investigador científico. Tan pronto como el cristal y la historia llegaron hasta él y se convenció, al ver la fosforescencia con sus propios ojos, de que las declaraciones del señor Cave disponían realmente de ciertas pruebas procedió a desarrollar el asunto sistemáticamente. El señor Cave estaba más que deseoso de regalarse la vista con el maravilloso mundo que veía, y acudía todas las noches desde las ocho y media hasta las diez y media, y a veces, en ausencia del señor Wace, durante el día. También iba las tardes de los domingos. El señor Wace tomó abundantes notas desde el principio, y gracias a su método científico se demostró la relación entre la dirección por la que el rayo inicial entraba en el cristal y la orientación de la imagen. Y metiendo el cristal en una caja perforada únicamente con una pequeña abertura para permitir el acceso del rayo excitador, y sustituyendo las cortinas color beige por otras de holanda negra mejoró muchísimo las condiciones de las observaciones, de forma que en poco tiempo fueron capaces de examinar el valle en cualquiera de las direcciones que querían.

Una vez despejado el camino, podemos dar una breve explicación de este mundo visionario del interior del cristal. El que veía las cosas era siempre el señor Cave, y el método de trabajo consistía invariablemente en que él observaba el cristal e informaba de lo que veía, mientras el señor Wace, que como estudiante de ciencias había aprendido el truco de escribir a oscuras, redactaba una breve nota de su informe. Cuando el cristal se oscurecía, lo colocaban en su caja en la posición adecuada y daban la luz eléctrica. El señor Wace hacía preguntas y sugería observaciones para aclarar puntos difíciles. Nada, verdaderamente, podía haber sido menos visionario y más práctico.

La atención del señor Cave se vio rápidamente dirigida hacia las criaturas parecidas a pájaros que tanto abundaban en sus primeras visiones. Pronto corrigió su primera impresión y durante algún tiempo consideró que podían representar una especie diurna de murciélagos. Después pensó, de forma bastante grotesca, que podían ser querubines. Sus cabezas eran redondas y curiosamente humanas, y fueron los ojos de uno de ellos los que le habían asustado tanto en la segunda observación. Tenían anchas alas plateadas, sin plumas, pero que resplandecían casi con el mismo brillo que los peces recién pescados y con el mismo sutil juego de colores, y estas alas, según supo el señor Wace, no estaban hechas a la manera de las alas de pájaros o murciélagos, sino soportadas por costillas curvas que irradiaban del cuerpo -una especie de ala de mariposa con costillas curvas parece lo mejor para indicar su aspecto. El cuerpo era pequeño, pero dotado de dos manojos de órganos prensiles, semejantes a largos tentáculos, inmediatamente debajo de la boca. Por increíble que le pudiera parecer al señor Wace, al final tuvo el convencimiento de que estas criaturas eran las propietarias de los grandes edificios cuasihumanos y del magnífico jardín que daba tanto esplendor al ancho valle. Y el señor Cave percibió que, entre otras peculiaridades, los edificios no tenían puertas, sino que las grandes ventanas circulares que se abrían libremente eran las que servían de entrada y salida a las criaturas. Se posaban sobre los tentáculos, plegaban las alas reduciéndolas casi al tamaño de un bastón y, saltando, entraban en el interior. Pero entre ellas había una multitud de criaturas de alas más pequeñas, como de grandes libélulas, polillas y escarabajos voladores, y por el césped se arrastraban perezosamente de un lado para otro gigantescos escarabajos de tierra de brillantes colores. Además, en las calzadas y terrazas se veían unas criaturas de grandes cabezas similares a las de las moscas aladas más grandes, pero sin alas, muy ocupadas saltando sobre su manojo de tentáculos en forma de mano.

Se ha aludido ya a los relucientes objetos sobre los mástiles que se erguían sobre la terraza del edificio más próximo. Después de observar uno de estos mástiles minuciosamente en un día especialmente claro, al señor Cave se le ocurrió que el objeto reluciente allí situado era un cristal exactamente igual al que estaba mirando. Y una inspección aún más meticulosa le convenció de que cada uno de ellos, unos veinte en conjunto, tenía un objeto similar.

De vez en cuando una de las grandes criaturas voladoras revoloteaba hasta uno de ellos, y, plegando las alas y enroscando algunos tentáculos alrededor del mástil, miraban fijamente el cristal durante un rato, a veces hasta un cuarto de hora. Una serie de observaciones hechas a sugerencia del señor Wace convencieron a ambos observadores de que, por lo que a este mundo visionario concernía, el cristal cuyo interior ellos miraban estaba en realidad en la punta del último mástil de la terraza, y que al menos en una ocasión uno de esos habitantes del otro mundo había mirado al señor Cave a la cara mientras hacía estas observaciones.

Y éstos son los hechos esenciales de esta historia singularísima. A menos que lo rechacemos todo como una ingeniosa invención del señor Wace, tenemos que admitir una de las dos alternativas: o bien que el cristal del señor Cave se encontraba en dos mundos a la vez, y que mientras en uno se le llevaba de acá para allá en el otro permanecía estacionario, lo que parece completamente absurdo, o bien que tenía una especial relación de simpatía con otro cristal exactamente igual en ese otro mundo, de forma que lo que se veía en el interior de uno en este mundo era, en las condiciones adecuadas, visible para el observador del cristal correspondiente del otro mundo, y viceversa. De momento, desde luego, no conocemos ninguna forma en la que dos cristales pudieran entrar en comunicación, pero hoy día sabemos lo suficiente como para comprender que la cosa no es completamente imposible. Esta teoría de los cristales en comunicación fue la suposición que se le ocurrió al señor Wace, y al menos a mí, me parece extremadamente plausible...

¿Y dónde estaba ese otro mundo? Sobre esto también la despierta inteligencia del señor Wace arrojó luz rápidamente. Después de ponerse el sol el cielo se oscurecía muy deprisa -el crepúsculo no constituía realmente más que un breve intervalo- y las estrellas se ponían a brillar. Eran evidentemente las mismas que vemos nosotros, formando las mismas constelaciones. El señor Cave reconoció la Osa, las Pléyades, Aldebaran y Sirio, de modo que el otro mundo debía de encontrarse en algún lugar del sistema solar y, como máximo, sólo a unos cientos de millones de millas del nuestro. Siguiendo esta pista, el señor Wace averiguó que el cielo de medianoche era de un azul más oscuro incluso que el de nuestro cielo a mitad del invierno, y que el Sol parecía un poco más pequeño. ¡Y había dos lunas pequeñas; como la nuestra, pero más pequeñas y con marcas muy diferentes, una de las cuales se movía tan deprisa que su movimiento resultaba claramente visible al mirarla. Estas lunas nunca estaban altas en el cielo, sino que se ponían cuando se elevaban: es decir, cada vez que daban vuelta se eclipsaban por estar tan cerca de su planeta primario. Todo esto responde completamente, aunque el señor Cave no lo supiera, a las condiciones que deben de darse en Marte.

Desde luego, parece una conclusión muy plausible que al observar el interior del cristal lo que el señor Cave en realidad veía era el planeta Marte y sus habitantes. Si ése fuera el caso, entonces la estrella vespertina que relucía con tanto brillo en el cielo de aquella distante visión no era ni más ni menos que nuestra familiar Tierra.

Durante algún tiempo los marcianos -si es que eran marcianos- no parecieron haberse percatado de la inspección del señor Cave. Una o dos veces alguno vino a mirar y marchó al poco a otro mástil, como si la visión no fuera satisfactoria. En ese periodo el señor Cave pudo vigilar los procedimientos de este pueblo alado sin ser molestado por sus atenciones y, aunque su informe es necesariamente vago y fragmentario, resulta, a pesar de todo, muy sugestivo. Imaginad la impresión que tendría de la humanidad un observador marciano que, después de un difícil proceso de preparación y con los ojos considerablemente fatigados, pudiera ver Londres desde el chapitel de la iglesia de San Martín a intervalos, como máximo, de cuatro minutos cada uno. El señor Cave no pudo cerciorarse de si los marcianos alados eran los mismos que los marcianos que saltaban por las calzadas y las terrazas, y si los últimos podían ponerse las alas a voluntad. Vio varias veces unos bípedos torpes, que recordaban vagamente a monos, blancos y parcialmente translúcidos, alimentándose entre algunos de los árboles de liquen, y, una vez, algunos de ellos huían delante de uno de los marcianos saltarines de cabeza redonda. Este último cogió a uno con sus tentáculos y luego la imagen se desvaneció de repente dejando al señor Cave absolutamente intrigado en la oscuridad. En otra ocasión, una cosa enorme, que el señor Cave al principio tomó por un insecto gigantesco, apareció avanzando por la calzada junto al canal con rapidez extraordinaria. A medida que se acercaba más, el señor Cave percibió que era un mecanismo de metales relucientes y sorprendente complejidad. Y luego, cuando volvió a mirar, había desaparecido de la vista.

Pasado algún tiempo, el señor Wace pretendió atraer la atención de los marcianos, y la siguiente vez que los extraños ojos de uno de ellos aparecieron pegados al cristal, el señor Cave gritó y saltó, dieron la luz inmediatamente y empezaron a gesticular como haciendo señales. Pero cuando finalmente el señor Cave examinó de nuevo el cristal, el marciano se había marchado.

Hasta aquí habían avanzado las observaciones a principios del mes de noviembre, y entonces el señor Cave, con la sensación de que las sospechas de la familia sobre el cristal se habían disipado, empezó a llevárselo de acá para allá con el fin de poder disfrutar, surgiera la ocasión de noche o de día, de lo que rápidamente se estaba convirtiendo en lo más real de su existencia.

En diciembre, el señor Wace tuvo mucho trabajo a causa de un examen que se aproximaba, suspendieron de mala gana las sesiones durante una semana, y en diez u once días -no está muy seguro de cuántos- no vio a Cave. Entonces, ansioso por reanudar las investigaciones, y habiendo amainado la tensión de sus trabajos trimestrales, bajó hasta los Siete Cuadrantes. En la esquina observó la contraventana ante el escaparate de un pajarero, y luego otra en el escaparate de un zapatero. La tienda del señor Cave estaba cerrada.

Llamó y le abrió la puerta el hijastro vestido de negro. Éste llamó de inmediato a la señora Cave que, como el señor Wace no pudo por menos de observar, llevaba ropas de luto, baratas, pero amplias y de lo más imponente. Sin gran sorpresa por su parte, el señor Wace supo que Cave había muerto y estaba ya enterrado. Ella lloraba y tenía la voz un poco ronca. Acababa de llegar de Highgate. Parecía tener la mente ocupada con sus propios planes y los honorables detalles de las exequias, pero el señor Wace pudo finalmente conocer los pormenores de la muerte de Cave. Le habían encontrado muerto en la tienda por la mañana temprano al día siguiente de su última visita al señor Wace, apretando el cristal entre sus frías manos. Tenía la cara sonriente, según dijo la señora Cave, y el paño de terciopelo de los minerales yacía a sus pies en el suelo. Debía de llevar cinco o seis horas muerto cuando lo encontraron.

Esto supuso una gran conmoción para el señor Wace, que empezó a reprocharse amargamente por no haber atendido los claros síntomas de la mala salud del viejo. Pero lo que más le preocupaba era el cristal. Abordó el tema con cuidado porque conocía las peculiaridades de la señora Cave. Se quedó de una pieza al saber que lo habían vendido.

El primer impulso de la señora Cave tan pronto como el cuerpo de Cave estuvo en el piso de arriba, había sido el de escribir al loco clérigo que había ofrecido cinco libras por el cristal, informándole de su recuperación, pero tras una violenta búsqueda en la que se le unió su hija se convencieron de que habían perdido la dirección. Como no disponían de los medios necesarios para llorar y enterrar a Cave con el esmerado estilo que exige la dignidad de un antiguo habitante de los Siete Cuadrantes, habían apelado a un anticuario amigo de la calle Great Portland, quien amablemente se había hecho cargo de parte de las mercancías a precio de tasación. La tasación la había hecho el mismo y el huevo de cristal estaba incluido en uno de los lotes. El señor Wace, después de las condolencias pertinentes, expresadas, quizá, un poco bruscamente, marchó de inmediato y apresuradamente a la calle Great Portland. Pero allí se enteró de que el huevo de cristal ya había sido vendido a un hombre alto y moreno, vestido de gris. Y ahí terminan súbitamente los hechos materiales de esta historia curiosa y, al menos para mí, muy sugestiva. El anticuario de la calle Great Portland no sabía quién era el hombre alto vestido de gris, ni lo había observado con la suficiente atención como para describirlo minuciosamente. Ni siquiera sabía qué dirección había tomado al salir de la tienda. Durante un tiempo el señor Wace permaneció en la tienda poniendo a prueba la paciencia del anticuario con inútiles preguntas, desahogando su propia exasperación. Por fin, dándose cuenta repentinamente de que todo el asunto se le había ido de las manos, había desaparecido como una visión nocturna, volvió a sus habitaciones un poco asombrado de encontrar las notas que había escrito todavía tangibles y visibles sobre su desordenada mesa.

Naturalmente, su disgusto y decepción fueron muy grandes. Hizo una segunda visita (igualmente infructuosa) al anticuario de la calle Great Portland y recurrió a anuncios en aquellos periódicos que probablemente caerían en las manos de coleccionistas de chucherías. También escribió cartas a The Daily Chronicle y a Nature, pero ambos periódicos, sospechando una broma, le pidieron que reconsiderara su acción antes de imprimir, aconsejándole que una historia tan extraña, por desgracia tan desprovista de pruebas que la apoyaran, podría poner en peligro su reputación de investigador. Además, las obligaciones de su propio trabajo le urgían. Así que después de un mes más o menos, salvo por algún ocasional recordatorio a ciertos anticuarios, tuvo que abandonar de mala gana la búsqueda del huevo de cristal que, desde ese día hasta hoy, sigue sin ser descubierto. De vez en cuando, sin embargo, según me dice y yo le creo absolutamente, le dan arrebatos de celo en los que abandona las ocupaciones más urgentes y reanuda la búsqueda.

Si permanecerá o no perdido para siempre con su material y su procedencia son todo conjeturas por el momento. Si el actual comprador es un coleccionista era de esperar que las indagaciones del señor Wace llegaran a sus oídos a través de los anticuarios. Ha conseguido descubrir al clérigo y al oriental del señor Cave, que no eran otros que el reverendo James Parker y el joven príncipe de Bossokuni, en Java. Les estoy muy agradecido por ciertos detalles. Los motivos del príncipe eran simplemente la curiosidad... y extravagancia. Estaba tan empeñado en comprar porque Cave se resistía de forma tan extraña a vender. También es posible que el comprador en la segunda ocasión fuera simplemente un comprador casual y no un coleccionista en absoluto, y el huevo de cristal puede que se encuentre en estos momentos, vaya usted a saber, a una milla de aquí, decorando un salón o sirviendo de pisapapeles con sus extraordinarias propiedades completamente desconocidas. Desde luego que es en parte la idea de tal posibilidad la que me ha llevado a narrar la historia de una forma que le dé la oportunidad de llegar a lectores habituales de ficción.

Mis ideas sobre este asunto son prácticamente idénticas a las del señor Wace. Creo que el cristal en el mástil en Marte y el huevo de cristal del señor Cave están en algún tipo -por el momento completamente inexplicable- de comunicación física, y los dos pensamos también que el cristal terrestre debe de haber sido enviado aquí desde ese planeta, posiblemente en fecha remota, para proporcionar a los marcianos una visión próxima de nuestros asuntos. Posiblemente los compañeros de los cristales que están en los otros mástiles también se encuentran en nuestro planeta. Ninguna teoría de la alucinación es suficiente para explicar los hechos.

LA ESTRELLA

Fue el día de Año Nuevo cuando tres observatorios anunciaron casi simultáneamente que los movimientos del planeta Neptuno, el más exterior de los que giran alrededor del Sol, se habían vuelto muy irregulares.

Ogilvy ya había llamado la atención sobre una sospechosa disminución de su velocidad en diciembre. Semejante noticia apenas si estaba pensada para interesar a un mundo en el que a la mayor parte de sus habitantes les pasa desapercibida la existencia del planeta Neptuno, ni fuera de la profesión astronómica el subsiguiente descubrimiento de una débil y remota mancha de luz en la región del perturbado planeta causó ninguna gran excitación. Los científicos, sin embargo, consideraron la información bastante notable incluso antes de saberse que el nuevo cuerpo se hacía rápidamente más grande y brillante, que sus movimientos eran completamente diferentes del ordenado progreso de los planetas, y que la desviación de Neptuno y de su satélite adquiría proporciones sin precedentes.