Cuentos dispersos - Horacio Quiroga - E-Book

Cuentos dispersos E-Book

Horacio Quiroga

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Beschreibung

Cuentos dispersos recoge buena parte de la producción de Horacio Quiroga hasta entonces nunca recogida en antologías, sino publicada poco a poco en diferentes periódicos y revistas de su época. En ellos encontraremos tanto cuentos de la naturaleza siniestra tan querida por el autor, como reflexiones e historias románticas que también trató en sus novelas.-

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Horacio Quiroga

Cuentos dispersos

 

Saga

Cuentos dispersos

 

Cover image: Shutterstock

Copyright © 2000, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726568271

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

El gerente

¡Preso y en vísperas de ser fusilado!… ¡Bah! Siento, sí, y me duele en el alma este estúpido desenlace; pero juro ante Dios que haría saltar de nuevo el coche si el gerente estuviese dentro. ¡Qué caída! Salió como de una honda de la plataforma y se estrelló contra la victoria. ¡Qué le costaba, digo yo, haber sido un poco más atento, nada más! Sobre todo, bien sabía que yo era algo más que un simple motorman, y esta sola consideración debiera haberle parecido de sobra.

Ya desde el primer día que entré noté que mi cara no le gustaba.

—¿Qué es usted? —me preguntó.

—Motorman —respondí sorprendido.

—No, no —agregó impaciente—, ya sé. Las tarjetas estas hablan de su instrucción: ¿qué es?

Le dije lo que era. Me examinó de nuevo, sobre todo mi ropa, bien vieja ya. Llamó al jefe de tráfico.

—Está bien; pase adentro y entérese.

¿Cómo es posible que desde ese día no le tuviera odio? ¡Mi ropa!… Pero tenía razón al fin y al cabo, y la vergüenza de mí mismo exageraba todavía esa falsa humillación.

Pasé el primer mes entregado a mi conmutador, lleno de una gran fiebre de trabajo, cuya inferioridad exaltaba mi propia honradez. Por eso estaba contento.

¡El gerente! Tengo todavía sus muecas en los ojos.

Una mañana a las 4 falté. Había pasado la noche enfermo, borracho, qué sé yo. Pero falté. A las 8, cuando fui llamado al escritorio, el gerente escribía: sintió bien que yo estaba allí, pero no hizo ningún movimiento. Al cabo de diez minutos me vio —¡cómo lo veo yo ahora!— y me reconoció.

—¿Qué desea? —comenzó extrañado. Pero tuvo vergüenza y continuó—: ¡Ah!, sí, ya sé.

Bajó de nuevo la cabeza con sus cartas. Al rato me dijo tranquilamente:

—Merece una suspensión; pero como no nos gustan empleados como usted venga a las diez. Puede irse.

Volví a las diez y fui despedido. Alguna vez encontré al gerente y lo miré de tal modo, que a su vez me clavó los ojos, pero me conoció otra vez —¡maldito sea!—, y volvió la vista con indiferencia. ¿Qué era yo para él? Pero a su vez, ¿qué me hallaba en la cara para odiarme así?

Un día que estaba lleno de humanidad, con una clara concepción de los defectos —perdonables por lo tanto— de todo el mundo, y sobre todo de los míos, vencí mis quisquillosidades vanidosas e hice que el jefe de tráfico interviniera en lo posible con el gerente respecto a mí.

El jefe me quería, y pasé toda la mañana contento. Pero tuve que perder toda esperanza. Entre otros motivos, parece que no quería gente instruida para empleados.

¡Bien seguro estaba del gerente! Eso era perfectamente suyo.

En ese momento vi de golpe todo lo que pasó después. La facilidad de hacerlo, la disparada y el gerente dentro. Vi las personas también, vi todo lo horrible de la cosa… ¡Qué diablo! ¡Ya ha pasado año y medio, y si entonces no me enternecí, no lo voy a hacer ahora, en víspera de ser fusilado!

Pasé el mes siguiente a mi rechazo en la más grande necesidad. Llevé no obstante una vida ejemplar, visitando a menudo aquella persona que me había dado su alta recomendación para la compañía. Le hablaba calurosamente del trabajo regenerador, de la noble conformidad con todo esfuerzo, hecho valientemente y al sol, de mi vida frustrada, de mi ex oficio de motorman, tan querido. ¡Si pudiera de nuevo volver a eso! Tan bien hablé, que esa misma persona se interesó efusivamente y obtuve de nuevo la plaza. El gerente no quiso ni verme en el escritorio. Y yo, ¡qué tranquilidad gocé desde entonces!, ¡qué restregones de manos me daba a solas!

Pero el gerente no quería subir a mi coche. Hasta que una mañana subió, a las nueve y media en punto. Emprendimos tranquilamente el viaje. Tenía tan clara la cabeza que logré todas las veces detener el coche en la esquina justa; esto me alegró. Al entrar en Reconquista, recorrí inquieto toda la calle a lo largo; nada. En Lavalle abrí el freno, pero tuve que cerrarlo enseguida: había demasiados carruajes, y era indispensable que hubiera pocos, por lo menos durante la primera cuadra de corrida. Al llegar a Cuyo vi el camino libre hasta Cangallo; abrí completamente el conmutador y el coche se lanzó con un salto adelante. Ya estaba todo hecho. Volví la cabeza, algunos pasajeros inquietos, inclinados hacia adelante, se levantaban ya. Saqué la llave, calcé el freno y me lancé a la vereda. El coche siguió zumbando, lleno de gritos que no cesaron más. Pero enseguida, noté mi olvido terrible; me había olvidado del troley. ¿Se acordaría el guarda o algún pasajero? Seguí ansioso la disparada. Vi que en Cangallo alcanzó las ruedas traseras de una victoria y la hizo saltar a diez metros, con los caballos al aire. Desde donde yo estaba se oía entre el clamor el zumbido agudo del coche, hamacándose horriblemente. La gente corría por las veredas dando gritos. En Piedad deshizo a un automóvil que no tuvo tiempo de cruzar. Siguió arrollando la calle como un monstruo desatado, y en un momento estuvo en Rivadavia. Entonces se sintió claro el clamor: ¡la curva!, ¡la curva! Vi todos los brazos desesperados en el aire. Pero no había nada que hacer. Devoró la media cuadra y entró en la curva como un rayo.

¿Qué más? Aunque un poco tarde, el guarda se acordó del troley; pero no pudo abrirse camino entre la desesperación de todos. Había dentro treinta personas, entre ellas ocho criaturas. Ni una se salvó. La cosa es horrible, sin duda, pero a mi vez mañana a las cuatro y media seré fusilado, y esto es un consuelo para todos.

De caza

Una vez tuve en mi vida mucho más miedo que las otras. Hasta Juancito lo sintió, transparente a pesar de su inexpresión de indio. Ninguno dijo nada esa noche, pero tampoco ninguno dejó un momento de fumar.

Cazábamos desde esa mañana en el Palometa, Juancito, un peón y yo. El monte, sin duda, había sido batido con poca anterioridad, pues la caza faltaba y los machetazos abundaban; apenas si de ocho a diez nos destrozamos las piernas en el caraguatá tras un coatí. A las once llegaron los perros. Descansaron un rato y se internaron de nuevo. Como no podíamos hacer nada, nos quedamos sentados. Pasaron tres horas. Entonces, a las dos, más o menos, nos llegó el grito de alerta de un perro. Dejamos de hablar, prestando oído. Siguió otro grito y, enseguida, los ladridos de rastro caliente. Me volví a Juancito, interrogándolo con los ojos. Sacudió la cabeza sin mirarme.

La corrida parecía acercarse, pero oblicuando al oeste. Cesaron un rato; y ya habíamos perdido toda esperanza cuando, de pronto, los sentimos cerca, creciendo en dirección nuestra. Nos levantamos de golpe, tendiéndonos en guerrilla, parapetados tras un árbol, precaución más que necesaria, tratándose de una posible y terrible piara, todo en uno.

Los ladridos eran, momento a momento, más claros. Fuera lo que fuera, el animal venía derecho a estrellarse contra nosotros.

He cazado algunas veces; sin embargo, el wínchester me temblaba en las manos con ese ataque precipitado en línea recta, sin poder ver más allá de diez metros. Por otra parte, jamás he observado un horizonte cerrado de malezas, con más fijeza y angustia que en esa ocasión.

La corrida estaba ya encima de nosotros, cuando, de pronto, el ladrido cesó bruscamente, como cortado de golpe por la mitad. Los veinte segundos subsiguientes fueron fuertes; pero el animal no apareció y el perro no ladró más. Nos miramos asombrados. Tal vez hubiera perdido el rastro; mas, por lo menos, debía estar ya al lado nuestro, con las llamadas agudas de Juancito.

Al rato sonó otro ladrido, esta vez a nuestra izquierda.

—No es Black —murmuré mirándolo sorprendido. Y el ladrido se cortó de golpe, exactamente como el anterior.

La cosa era un poco fuerte ya y, de golpe, nos estremecimos todos a la misma idea. Esa madrugada, de viaje, Juancito nos había enterado de los tigres siniestros del Palometa (era la primera vez que yo cazaba con él). Apenas uno de ellos siente los perros, se agazapa sigilosamente tras un tronco, en su propio rastro o el de un anta, gama o aguará, si le es posible. Al pasar el perro corriendo, de una manotada le quita de golpe vida y ladrido. Enseguida va al otro y así con todos. De modo que, al anochecer, el cazador se encuentra sin perros en un monte de tigres psicólogos. Lo demás es cuestión de tiempo.

Lo que había pasado con nuestros perros era demasiado parecido a aquello para que no se nos apretara un poco la garganta. Juancito los llamó, con uno de esos aullidos largos de los cazadores de monte. Escuchamos atentos. Al sur esta vez, pero lejos, un perro respondió. Ladró de nuevo al rato, aproximándose visiblemente. Nuestra conciencia angustiada estaba ahora toda entera en ese ladrido para que no se cortara. Y otra vez el grito tronchado de golpe. ¡Tres perros muertos! Nos quedaba aún otro, pero a ése no lo vimos nunca más.

Ya eran las cuatro; el monte comenzaba a oscurecerse. Emprendimos el mudo regreso a nuestro campamento, una toldería abandonada, sobre el estero del Palometa. Anselmo, que fue a dar agua a los caballos, nos dijo que en la orilla, a veinte metros de nosotros, había una cierva muerta.

Nos acostamos alrededor de la fogata, precaución que afirmaban la noche fresca y los cuatro perros muertos. Juancito quedó de guardia.

A las dos, me desperté. La noche estaba oscura y nublada. El monte altísimo, al lado nuestro, reforzaba la oscuridad con su masa negra. Me incorporé en un codo y miré a todos lados. Anselmo dormía. Juancito continuaba sentado al lado del fuego, alimentándolo despacio. Miré otra vez el monte rumoroso y me dormí.

A la media hora, me desperté de golpe; había sentido un rugido lejano, sordo y prolongado. Me senté en la cama y miré a Anselmo; estaba despierto, mirándome a su vez. Me volví a Juancito.

—¿Toro? —le pregunté, en una duda tan legítima como atormentadora.

—Tigre.

Nos levantamos y nos sentamos al lado del fuego. Los mugidos se reanudaron. ¿Qué íbamos a hacer? Desde ese instante, no dejamos un momento de fumar, apretando el cigarro entre los dedos con sobrada fuerza. Durante media hora, tal vez, los mugidos cesaron. Y empezaron de nuevo, mucho más cerca, a intervalos rítmicos. En la espera angustiosa de cada grito del animal, el monte nos parecía desierto en un vasto silencio; no oíamos nada, con el corazón en suspenso, hasta que nos llegaba la pesadilla sonora de ese mugido obstinado rastreando a ras del suelo.

Tras una nueva suspensión, tan terrible como lo contrario, recomenzaron en dirección distinta, precipitados esta vez.

—Está sobre nuestro rastro —dijo Juancito. Bajamos la cabeza y no nos miramos hasta que fue de día. Durante una hora, los mugidos continuaron, a intervalos fijos, dolorosos, ahogados, sin que una vez se interrumpiera esa monotonía terrible de angustia errante. Parecía desorientado, no sé cómo, y aseguro que fue cruel esa noche que pasamos al lado del fuego sin hablar una palabra, envenenándonos con el cigarro, sin dejar de oír el mugido del tigre que nos había muerto todos los perros y estaba sobre nuestro rastro.

Una hora antes de amanecer, cesaron y no los oímos más. Cuando fue de día, nos levantamos; Juancito y Anselmo tenían la cara terrosa, cruzada de pequeñas arrugas. Yo debía estar lo mismo. Llevamos al riacho a los pobres caballos, en un continuo desasosiego toda la noche. Vimos la cierva muerta, pero ahora despedazada y comida.

Durante la hora en que no lo oímos, el tigre se había acercado en silencio, por el rastro caliente; nos había observado sin cesar, contándonos uno a uno, a quince metros de nosotros. Esa indecisión —característica de todos modos en el tigre— nos salvó, pero comió la cierva. Cuando pensamos que una hora seguida nos había acechado en silencio, nos sonreíamos, mirándonos; ya era de día, por lo menos.

Mi cuarta septicemia

(Memorias de un estreptococo)

Tuvimos que esperar más de dos meses. Nuestro hombre tenía una ridícula prolijidad aséptica que contrastaba cruelmente con nuestra decisión.

¡Eduardo Foxterrier! ¡Qué nombre! Esto fue causa de la vaga consideración que se le tuvo un momento. Nuestro sujeto no era en realidad peor que los otros; antes bien, honraba la medicina —en la cual debía recibirse— con su bella presunción apostólica.

Cuando se rasgó la mano en la vértebra de nuestro muerto en disección —¡qué pleuresía justa!— no se dio cuenta. Al rato, al retirar la mano, vio la erosión y quedó un momento mirándola. Tuvo la idea fugitiva de continuar, y aun hizo un movimiento para hundirla de nuevo; pero toda la Academia de Medicina y Bacteriología se impuso, y dejó el bisturí. Se lavó copiosamente. De tarde volvió a la Facultad; hízose cauterizar la erosión, aunque era ya un poco tarde, cosa que él vio bastante claro. A las 22 horas, minuto por minuto, tuvo el primer escalofrío.

Ahora bien; apenas desgarrada la epidermis —en el incidente de la vértebra— nos lanzamos dentro con una precipitación que aceleraba el terror del bicloruro inminente, seguros de las cobardías de Foxterrier.

A los dos minutos se lavó. La corriente arrastró, inutilizó y abrasó la tercera parte de la colonia. El termocauterio, de tarde, con el sacrificio de los que quedaron, selló su propia tumba, encerrándonos.

Al anochecer comenzó la lucha. En las primeras horas nos reprodujimos silenciosamente. Éramos muchos, sin duda; pero, como a los 20 minutos, éramos el doble (¿cómo han subido éstos, los otros?) y a los 40 minutos el cuádruple, a las 6 horas éramos 180.000 veces más, y esto trajo el primer ataque.

Creo estar seguro de que —a no ser nosotros— cualquiera otra colonia hubiera sucumbido el primer día, dada la enérgica fagocitosis de Foxterrier. Algo era para nuestra energía nuestra propia meditación del crimen. Si llegamos al último grado de exasperación séptica, hicimos lo posible por conseguirlo, siquiera en honor del infierno blanco con que íbamos a tener que combatir. Nos envolvían sin paz posible, pero llevaban la muerte con nosotros en la propia absorción. Continuábamos incansables nuestra secreción mortífera, moríamos a trillones, multiplicábamonos de nuevo y, a las 22 horas de esta lucha desesperada, la colonia entera vibró de alegría dentro de Foxterrier: acababa de tener el primer escalofrío.

Justo es que lo diga, no abrigó ni remotamente una sola duda respecto a lo que se desplomaba sobre él.

Se acostó enseguida. Sintiose mejor, sin duda, como era natural. Pero a los veinte minutos repitiose el escalofrío, la temperatura subió, y desde ese momento, el cuadro de su horrible enfermedad ajustose en un todo a lo que habíamos decidido.

En casa de Foxterrier no había estufa. Como esos días fueron crudos, encendiéronse en su cuarto dos o tres lámparas, que no se apagaron más hasta que murió. Sus compañeros no le dejaron un momento, turnándose, llenos de triste serenidad fraternal ante ese sacrificio que compartía su apostolado común. Algo más grave debía ser para nosotros la academia reunida.

La quinina fue nuestro tormento continuo con el hielo de su presencia, enfriándonos, deteniendo nuestra vertiginosa reproducción. Y el suero, el maldito suero claro, ampliando una energía cardiaca tan ridícula como desesperada, sosteniendo la corriente, barriendo nuestra obra con su estéril purificación. Los baños, el café, los paños fríos, sostenían a su vez la química. Luego, los riñones eliminaban demasiado… De modo que a la mañana siguiente, último día de Foxterrier, decidimos subir la temperatura y sostenerla a toda costa. Lo primero, indudablemente, era no localizarnos, a pesar de que una espléndida bronconeumonía nos tentaba como en una criatura. Ya la trementina inyectada a nuestro paso había sido nuestro martirio, en razón de su reducción casi irresistible. Hubiera sido una locura fijarnos, y sobre todo una crueldad más con Foxterrier, ya que nuestra excitación debía de todos modos concluir con él.

No puedo recordar las últimas horas sin un violento escalofrío que Foxterrier había compartido ya. En efecto, a las tres, Foxterrier tenía 41,5 grados de fiebre. Resistió un momento aún, pues si en el mundo que abandonó con nosotros hubo un cerebro claro, fue el de Eduardo. A las cuatro, la temperatura subió a 42 grados y se rindió en franco delirio. No hubo ya esperanza; el pulso no daba más, a pesar de las estricninas y los aceites. A las cinco cayó en coma y la fiebre subió a 42,4 grados. En este momento tuvimos recién la idea de nuestro propio peligro. Hubo una voz de alarma, sin duda, que salió de lo profundo de nuestra angustia: ¡la temperatura, la temperatura! ¿Pero qué podíamos hacer? Tan grande había sido y era nuestra exasperación, que nuestras toxinas se tornaban luminosas. Ni aun podíamos detenernos, en una violencia de secreción meditada dos meses enteros. A las cinco y cuarto, Foxterrier tenía 43,1 grados y murió. Fue en balde nuestra desesperación. Continuamos multiplicándonos, secretando nuevos ríos de toxinas, subiendo, subiendo siempre la temperatura. A la media hora llegó a 44,5 grados.

La mitad de la colonia murió. Un ambiente de fuego, asfixia y honra comprometida se llevó los últimos restos de nuestra actividad, y mis recuerdos se cortan aquí, a la hora y doce minutos de haber muerto Foxterrier.

El lobisón

Una noche en que no teníamos sueño, salimos afuera y nos sentamos. El triste silencio del campo plateado por la luna se hizo al fin tan cargante que dejamos de hablar, mirando vagamente a todos lados. De pronto Elisa volvió la cabeza.

—¿Tiene miedo? —le preguntamos.

—¡Miedo! ¿De qué?

—¡Tendría que ver! —se rió Casacuberta—. A menos…

Esta vez todos sentimos ruido. Dingo, uno de los perros que dormían, se había levantado sobre las patas delanteras, con un gruñido sordo. Miraba inmóvil, las orejas paradas.

—Es en el ombú —dijo el dueño de casa, siguiendo la mirada del animal. La sombra negra del árbol, a treinta metros, nos impedía ver nada. Dingo se tranquilizó.

—Estos animales son locos —replicó Casacuberta—, tienen particular odio a las sombras…

Por segunda vez el gruñido sonó, pero entonces fue doble. Los perros se levantaron de un salto, tendieron el hocico, y se lanzaron hacia el ombú, con pequeños gemidos de premura y esperanza. Enseguida sentimos las sacudidas de la lucha.

Las muchachas dieron un grito, las polleras en la mano, prontas para correr.

—Debe ser un zorro. ¡Por favor, no es nada! ¡Toca, toca! —animó Casacuberta a sus perros.

Y conmigo y Vivas corrió al campo de batalla. Al llegar, un animal salió a escape, seguido de los perros.

—¡Es un chancho de casa! —gritó aquél riéndose. Yo también me reí. Pero Vivas sacó rápidamente el revólver, y cuando el animal pasó delante de él lo mató de un tiro.

Con razón esta vez, los gritos femeninos fueron tales, que tuvimos necesidad de gritar a nuestro turno explicándoles lo que había pasado. En el primer momento Vivas se disculpó calurosamente con Casacuberta, muy contrariado por no haberse podido dominar. Cuando el grupo se rehízo, ávido de curiosidad, nos contó lo que sigue. Como no recuerdo las palabras justas, la forma es indudablemente algo distinta.

—Ante todo —comenzó— confieso que desde el primer gruñido de Dingo preví lo que iba a pasar. No dije nada, porque era una idea estúpida. Por eso cuando lo vi salir corriendo, una coincidencia terrible me tentó y no fui dueño de mí. He aquí el motivo.

»Pasé, hace tiempo, marzo y abril en una estancia del Uruguay, al norte. Mis correrías por el monte familiarizáronme con algunos peones, no obstante la obligada prevención a mi facha urbana. Supe así un día que uno de los peones, alto, amarillo y flaco, era lobisón. Ustedes tal vez no lo sepan: en el Uruguay se llama así a un individuo que de noche se transforma en perro o cualquier bestia terrible, con ideas de muerte.

»De vuelta a la estancia fui al encuentro de Gabino, el peón aludido. Le hice el cuento y se rió. Comentamos con mil bromas el cargo que pesaba sobre él. Me pareció bastante más inteligente que sus compañeros. Desde entonces éstos desconfiaron de mi inocente temeridad. Uno de ellos me lo hizo notar, con su sonrisita compasiva de campero:

»—Tenga cuidao, patrón…

»Durante varios días lo fastidié con bromas al terrible huésped que tenían. Gabino se reía cuando lo saludaba de lejos con algún gesto demostrativo.

»En la estancia, situado exactamente como éste, había un ombú. Una noche me despertó la atroz gritería de los perros. Miré desde la puerta y los sentí en la sombra del árbol destrozando rabiosamente a un enemigo común. Fui y no hallé nada. Los perros volvieron con el pelo erizado.

»Al día siguiente los peones confirmaron mis recuerdos de muchacho: cuando los perros pelean a alguna cosa en el aire, es porque el lobisón invisible está allí.

»Bromeé con Gabino.

»—¡Cuidado! Si los bull-terriers lo pescan, no va a ser nada agradable.

»—¡Cierto! —me respondió en igual tono—. Voy a tener que fijarme.

»El tímido sujeto me había cobrado cariño, sin enojarse remotamente por mis zonceras. Él mismo a veces abordaba el tema para oírme hablar y reírse hasta las lágrimas.

»Un mes después me invitó a su casamiento; la novia vivía en el puesto de la estancia lindera. Aunque no ignoraban allá la fama de Gabino, no creían, sobre todo ella.

»—No cree —me dijo maliciosamente. Ya lejos, volvió la cabeza y se rió conmigo.

»El día indicado marché; ningún peón quiso ir. Tuve en el puesto el inesperado encuentro de los dueños de la estancia, o mejor dicho, de la madre y sus dos hijas, a quienes conocía. Como el padre de la novia era hombre de toda confianza, habían decidido ir, divirtiéndose con la escapatoria. Les conté la terrible aventura que corría la novia con tal marido.

»—¡Verdad! ¡La va a comer, mamá! ¡La va a comer! —rompieron las muchachas—. ¡Qué lindo! ¡Va a pelear con los perros! ¡Los va a comer a todos! —palmoteaban alegremente.

»En ese tono ya, proseguimos forzando la broma hasta tal punto que, cuando los novios se retiraron del baile, nos quedamos en silencio, esperando. Fui a decir algo, pero las muchachas se llevaron el dedo a la boca.

»Y de pronto un alarido de terror salió del fondo del patio. Las muchachas lanzaron un grito, mirándome espantadas. Los peones oyeron también y la guitarra cesó. Sentí una llamarada de locura, como una fatalidad que hubiera estado jugando conmigo mucho tiempo. Otro alarido de terror llegó, y el pelo se me erizó hasta la raíz. Dije no sé qué a las mujeres despavoridas y me precipité locamente. Los peones corrían ya. Otro grito de agonía nos sacudió, e hicimos saltar la puerta de un empujón: sobre el catre, a los pies de la pobre muchacha desmayada, un chancho enorme gruñía. Al vernos saltó al suelo, firme en las patas, con el pelo erizado y los belfos retraídos. Miró rápidamente a todos y al fin fijó los ojos en mí con una expresión de profunda rabia y rencor. Durante cinco segundos me quemó con su odio. Precipitose enseguida sobre el grupo, disparando al campo. Los perros lo siguieron mucho tiempo.

»Éste es el episodio; claro es que ante todo está la hipótesis de que Gabino hubiera salido por cualquier motivo, entrando en su lugar el chancho. Es posible. Pero les aseguro que la cosa fue fuerte, sobre todo con la desaparición para siempre de Gabino.

»Este recuerdo me turbó por completo hace un rato, sobre todo por una coincidencia ridícula que ustedes habrán notado: a pesar de las terribles mordidas de los perros —y contra toda su costumbre— el animal de esta noche no gruñó ni gritó una sola vez.

La serpiente de cascabel

La serpiente de cascabel es un animal bastante tonto y ciego. Ve apenas, y a muy corta distancia. Es pesada, somnolienta, sin iniciativa alguna para el ataque; de modo que nada más fácil que evitar sus mordeduras, a pesar del terrible veneno que la asiste. Los peones correntinos, que bien la conocen, suelen divertirse a su costa, hostigándola con el dedo que dirigen rápidamente a uno y otro lado de la cabeza. La serpiente se vuelve sin cesar hacia donde siente la acometida, rabiosa. Si el hombre no la mata, permanece varias horas erguida, atenta al menor ruido.

Su defensa es a veces bastante rara. Cierto día un boyero me dijo que en el hueco de un lapacho quemado —a media cuadra de casa— había una enorme. Fui a verla: dormía profundamente. Apoyé un palo en medio de su cuerpo, y la apreté todo lo que pude contra el fondo de su hueco. Enseguida sacudió el cascabel, se irguió y tiró tres rápidos mordiscos al tronco, no a mi vara que la oprimía sino a un punto cualquiera del lapacho. ¿Cómo no se dio cuenta de que su enemigo, a quien debía atacar, era el palo que le estaba rompiendo las vértebras? Tenía 1,45 metros. Aunque grande, no era excesiva; pero como estos animales son extraordinariamente gruesos, el boyerito, que la vio arrollada, tuvo una idea enorme de su tamaño.

Otra de las rarezas, en lo que se refiere a esta serpiente, es el ruido de su cascabel. A pesar de las zoologías y los naturalistas más o menos de oídas, el ruido aquel no se parece absolutamente al de un cascabel: es una vibración opaca y precipitada, muy igual a la que produce un despertador cuya campanilla se aprieta con la mano, o, mejor aún, a un escape de cuerda de reloj. Esto del escape de cuerda suscita uno de los porvenires más turbios que haya tenido, y fue origen de la muerte de uno de mis aguarás. La cosa fue así: una tarde de septiembre, en el interior del Chaco, fui al arroyo a sacar algunas vistas fotográficas. Hacía mucho calor. El agua, tersa por la calma del atardecer, reflejaba inmóviles las palmeras. Llevaba en una mano la maquinaria, y en la otra el winchester, pues los yacarés comenzaban a revivir con la primavera. Mi compañero llevaba el machete.

El pajonal, quemado y maltrecho en la orilla, facilitaba mi campaña fotográfica. Me alejé buscando un punto de vista, lo hallé, y al afirmar el trípode sentí un ruido estridente, como el que producen en verano ciertas langostitas verdes. Miré alrededor: no hallé nada. El suelo estaba ya bastante oscuro. Como el ruido seguía, fijándome bien vi detrás de mí a un metro, una tortuga enorme. Como me pareció raro el ruido que hacía, me incliné sobre ella: no era tortuga sino una serpiente de cascabel, a cuya cabeza levantada, pronta para morder, había acercado curiosamente la cara.

Era la primera vez que veía tal animal, y menos aún tenía idea de esa vibración seca, a no ser el bonito cascabeleo que nos cuentan las Historias Naturales. Di un salto atrás, y le atravesé el cuello de un balazo. Mi compañero, lejos, me preguntó a gritos qué era.

—¡Una víbora de cascabel! —le grité a mi vez. Y un poco brutalmente, seguí haciendo fuego sobre ella hasta deshacerle la cabeza.

Yo tenía entonces ideas muy positivas sobre la bravura y acometida de esa culebra; si a esto se añade la sacudida que acababa de tener, se comprenderá mi ensañamiento. Medía 1,60 metros, terminando en ocho cascabeles, es decir, ocho piezas. Este parece ser el número común, no obstante decirse que cada año el animal adquiere un nuevo disco.