Cuentos escogidos - Félix Pita Rodríguez - E-Book

Cuentos escogidos E-Book

Félix Pita Rodríguez

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Beschreibung

Tal vez la obra de un hombre, inevitablemente sosegada por el tiempo, fabrique el elogio del que no podrá defenderse. Elogio o diatriba quedarán distantes de aquella singular cosmovisión, distantes de su ser más íntimo, de su singularidad, acontecida en la mirada única, en la conversación afable y entusiasta, en la generosidad de su entrega, en la ternura de su sonrisa. Esta disformia que el tiempo nos sirve en pasado, puede llegar a ser fortuna para hoy: así Tobías, Montecallado, Los textos, entre otros, irrumpen en el redescubrimiento, con nuevas y aceradas claves. Aquí lo antologado suma lo transcurrido, las páginas que vieron la luz entonces serán llamadas, avecinadas en otra novedad. Siempre he pensado que lo clásico es lo probado y no lo «aprobado» por aquella decisión editorial más o menos loable. En el caso de la antología que hoy ve la luz, se cumple con el adeudo que tendremos siempre con una obra verdaderamente grande y de gran importancia para las letras cubanas. Ángela de Mela

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Seitenzahl: 555

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Título

Félix Pita Rodríguez

Cuentos Escogidos

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© Herederos de Félix Pita Rodríguez, 2024

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2024

ISBN: 9789591026736

La Colección Biblioteca del Pueblo tiene a bien poner a disposición del público lector obras cumbres de la literatura cubana en formato digital.

Tomado del libro impreso en 2022 - Edición, corrección y emplane: Rinaldo Acosta / Dirección artística: Suney Noriega Ruiz / Diseño de colección: Frank Alejandro Cuesta / Realización de cubierta: Luis Eduardo Fariñas / Ilustración de cubierta: Foto de juventud de Félix Pita Rodríguez

E-Book -Edición-corrección, diagramación pdf interactivo y conversión a ePub: Sandra Rossi Brito / Diseño interior: Javier Toledo Prendes

Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas

Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.

La Habana, Cuba.

E-mail: [email protected]

www.letrascubanas.cult.cu

Table of Contents
Título
Reseña del autor y la obra
La noche sujeta
Medallones del museo
Evocación de dioses
La escala
Barbas románticas
Bendición
La roca
El apóstol
Eclipse de las estrellas
¡Redentores!
I
II
III
IV
Apolonio y la magia caldea
Putifar
Marionetas tropicales
I
II
Chenene, Profesor Castroverde…
I
II
III
IV
V
Chenene, navegatorus
Día 9
Día 10
Día 11
Mi amigo el capitán
Ha muerto mi amigo el capitán
I
II
III
IV
V
Un cuento alegre de Navidad
I
II
III
IV
Aristóteles y yo
Mi cadáver y yo
I
II
III
IV
V
VI
VII
Y el diablo me dijo…
I
II
III
IV
V
Mar
Algo sobre el Congo Belga
I
II
III
La muerte de Darwin
El inventor
I
II
III
Eurípides, vegetariano
I
II
III
IV
Un cuento de esqueletos
I
II
III
IV
V
Un cuento de misterio
Mitología de Matías Pérez
Preludio
Nacimiento
Estampa heroica
Oración
Heliópolis
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
El itinerario
I
II
III
Elogio entusiasmado de Al Capone
El chaleco del loco
Una historia de suizos
La musa
II
III
IV
El robo de la Venus
El triunfo de lo falso
La huella divina
Alanio o de la indiferencia
Fábula de Puck, vendedor ambulante
La pipa de cerezo
Tobías
Cosme y Damián
Eclipse de Don Menguante
El amigo
El del Basora
La recompensa
El despojado
Un hombre del Istmo
El perro
Montecallado
Stella
Florella
La campana de plata
Román y Tomás
Esta larga tarea de aprender a morir
Iba parecido a la noche
Ángela y el mundo
Gianángelo Pienudi, pintor
Fray Alosyus, demonólogo
Abbul-el-Ramán, matemático
Ludovico Amaro, temponauta
Sir Geoffrey, I. H., viajero perdido
Loyson Labiche, aparecida
Jirik de Opocno, taumaturgo
Yuda Benzamel, enigma histórico
Bartolomeus, impresor
Rusticello, prisionero enloquecido

Reseña del autor y la obra

FÉLIX PITA RODRÍGUEZ (Bejucal, 1909-La Habana, 1990). Poeta, narrador, ensayista, periodista, autor teatral, escritor de radio y televisión, traductor y crítico literario. Colaboró en las principales publicaciones de la vanguardia cubana, como la Revista de Avance, Social, Atuei y el suplemento literario del Diario de la Marina. Ganó en 1946 el prestigioso Premio Internacional «Hernández Catá» con el cuento «Cosme y Damián». Como reconocimiento a la obra de toda la vida se le concedió en 1986 el Premio Nacional de Literatura. Entre sus obras podemos citar, entre otros títulos, San Abul de Montecallado (cuento, 1945), Corcel de fuego (poesía, 1948), Tobías (cuento, 1955), Las crónicas. Poesía bajo consigna (poesía, 1961), Historia tan natural (poesía, 1971), Elogio de Marco Polo (prosa, 1974), La pipa de cerezo y otros cuentos (cuento, 1987).

Tal vez la obra de un hombre, inevitablemente sosegada por el tiempo, fabrique el elogio del que no podrá defenderse. Elogio o diatriba quedarán distantes de aquella singular cosmovisión, distantes de su ser más íntimo, de su singularidad, acontecida en la mirada única, en la conversación afable y entusiasta, en la generosidad de su entrega, en la ternura de su sonrisa.

Esta disformia que el tiempo nos sirve en pasado, puede llegar a ser fortuna para hoy: así Tobías, Montecallado, Los textos, entre otros, irrumpen en el redescubrimiento, con nuevas y aceradas claves. Aquí lo antologado suma lo transcurrido, las páginas que vieron la luz entonces serán llamadas, avecinadas en otra novedad. Siempre he pensado que lo clásico es lo probado y no lo «aprobado» por aquella decisión editorial más o menos loable. En el caso de la antología que hoy ve la luz, se cumple con el adeudo que tendremos siempre con una obra verdaderamente grande y de gran importancia para las letras cubanas.

ÁNGELA DE MELA

La noche sujeta

Pero la estrella de caminos, el cruce magnético, se me entregó entonces, dentro de un seto vivo, tan antiguo como la congoja inexpresable del hombre que mira al cielo en la página hermética de una noche estrellada y se pregunta, aunque la formulación consciente no se produzca, cuál es la significación sorprendente en tal sinfonía que le desborda.

F.P.R.

Tal vez la obra de un hombre, inevitablemente sosegada por el tiempo, fabrique el elogio del que no podrá defenderse. Elogio o diatriba quedarán distantes de aquella singular cosmovisión, distantes de su ser más íntimo, de su singularidad, acontecida en la mirada única, en la conversación afable y entusiasta, en la generosidad de su entrega, en la ternura de su sonrisa.

Esta disformia que el tiempo nos sirve en pasado, puede llegar a ser fortuna para hoy: así «Tobías», «Montecallado», «Los textos» o el «Elogio de Marco Polo», irrumpen en el redescubrimiento, con nuevas y aceradas claves, y aquel Dorado perseguido por este último, se hará deseo de regreso en el ánima de sus corredores comunicantes, otredad del entusiasmo que supo despertar en nosotros una primera lectura.

Aquí lo antologado suma lo transcurrido, las páginas que vieron la luz entonces, serán llamadas, avecinadas en otra novedad. Siempre he pensado que lo clásico es lo probado y no lo «aprobado» por aquella decisión editorial más o menos loable. En el caso de la antología que hoy ve la luz, se cumple con el adeudo que tendremos siempre con una obra verdaderamente grande y de gran importancia para las letras cubanas.

Pero, ¿qué hacer para no dejar parcelas dominadas, doblegadas por los cercos, por las inscripciones, por lo infelizmente clasificado? En la personalísima fronda de la obra de este autor, las preguntas y las respuestas aun quedarán en el aire, algunas de ellas, de suerte, al pie de estas páginas.

Vanguardista lo fue Félix por naturaleza, en tanto eso, dominador constante de esa «corriente», ejemplo inconfundible en sus aguas diversas, lo cual llega a ser distintivo para la reivindicación actual de aquellos derroteros tan suyos, aquellos a los que hizo referencia cuando publicó en el año 1928, a solo un año de partir hacia Europa, su trabajo titulado «Sobre musa roja y musa nueva», donde hace notar:

Son dos, diversas. Las dos, hijas de una época pero de padre distinto. (Y que me perdone la época por esta acusación de bigamia). Las dos necesarias para la evolución general, pues que si no andaríamos haciendo poemas del corte de los del Marqués de Santillana —muy señor mío— con la ideología de Rousseau.

Juventud de aventura tan «deseada y deseante» para la «musa nueva», dictada por la honestidad. ¿No es esto lo más necesario, incluso hoy, para que un todo literario, un cuerpo literario, llegue a ser anclaje de lo verdadero, de lo salvador?

¿Y el surrealismo? En ocasiones le escuché tararear la letra de una canción popular aprendida por él durante una de sus estancias en México y que más o menos creo recordar:

Era en el año cuarenta/ antes del cuarenta y cuatro/ cuando murió tanta gente entre Tula y Guanajuato/ el tren que corría por la vieja vía de pronto se fue a «istrillar» contra un «airoplano» que andaba en el llano volando sin descansar/ y allí el maquinista que ya sin cabeza buscaba el sombrero para taparse del sol.

Al terminar se hacía acompañar de una magnífica y gran sonrisa, y solía asegurarme: «mejor surrealismo que este, ninguno».

Su esencia, y digo su «esencia», fue tan surrealista como vanguardista, desde el inicio de su andadura literaria y hasta el final. Humanista lo fue, en la mejor tenencia contemporánea del término, sin embargo, desbordó las clasificaciones y las corrientes, fue único y distinto; y en sus títulos recorre aquellos registros que abrazó con sinceridad y con auténtico escrúpulo, no para más tener, sino para más comprender, y vaya si comprendió.

Su despensa literaria fue más prolija en humanidad, por lo que aún debemos preguntarnos, ¿qué hay de las búsquedas estéticas?

Resulta evidente que el humanismo cuajó en su escritura con rango de sustancia primordial y que la ambición estética fue sustentada por ese pilar, es decir, por esa su naturaleza, en espléndida resonancia del «ser», y del «hacer», tan cervantino. Lo narrado brota feraz en cada paso de la vida, con la vida, y en las estancias infinitas de ese credo, el ímpetu, la contienda de la construcción literaria. De este modo y no de otro, el discurso narrativo es novedoso, no por exclusividad, sino por inclusión de una asimilación mediante aquella forma que ha sido dictada por el «ver»; de este modo, eficacia y fidelidad cuentan, en el contenido que ha querido ser expresado.

José Portogalo anota en una carta que le envía desde Buenos Aires, el 26 de febrero de 1957:

… te entregas a un decir irónico, mordiente y lúcido, sin extremar la nota; todo lo contrario, sino poniendo el relieve, la sutileza de tu espíritu crítico, tan malicioso como el mismísimo Crepúsculo Absalón —figura tallada por mano maestra— que se regodea de lo lindo por todo aquello que llega a la posteridad.

Y en ese tiempo, el suyo, en el vivir con fruición, sin esperar lo banal y venal de lo posterior, de la posteridad, del aplauso; aquello que acuñó Chacón y Calvo refiriéndose a su obra, como «trabajo originalísimo y sutil», y las palabras que dedicara igualmente Fernando Ortiz, a la raíz y excelencia de su prosa, cuando afirmó en lo tocante al brillo que mucho lustre alcanza y poca raíz domina:

… el diablo es siempre un señor muy bien vestido, me decía un viejo cura que fue mi maestro en Santa Clara. Ahí está el peligro. Por otra parte el escritor que refleja algún aspecto de su tiempo —y estos reflejan el peor— encuentran lectores tocados por tales aspectos que fácilmente les dan la preferencia…

Los lectores avisados y avezados de Félix, sortean las preferencias más o menos temporales, aviso de que su literatura continúa abriéndose espacios por sí misma. No ha sido él precisamente de los más afortunados, ni en lo tocante a ediciones, ni en la tenencia de estudios críticos dedicados, sistemáticos y profundos. El propio Félix aseguró en entrevista concedida a Luis Sexto:

Sí, no se me midió con la vara más justa durante mucho tiempo. Mas, repito, tampoco se me atacó. Hubo artículos de periódicos cuando aparecieron mis libros; pero faltaba el empeño mayor, sistemático […] cuando llegué a Francia, en mi juventud, me sorprendí al encontrar a un señor X, tenía una columna de crítica, y se le respetaba, se le consideraba un creador por aquel trabajo, por aquel enjuiciamiento que pesaba, que medía los valores, y que el crítico manifestaba sincera, honradamente […] y me asombraba, me decía, eso sí es bueno […] para un escritor es importante que se fijen en su obra.

Los treinta kilómetros del primer ferrocarril cubano, construido en 1837, entre La Habana y Bejucal, apenas existen hoy, por lo que no alcanzarán a ser pieza de museo.

En las primeras frases escritas para su Marco Polo, hace notar:

«Elusivo como un pez de tinieblas.

¿Cómo era antes de ser como es?»

En ese cómo era antes de ser como, comienza su aventura, trampa de lo que bajo el sol se empobrece, y simula alfombra movediza, artilugio, noche y sordina hacia un deslumbramiento para después.

Una cabal antología es igualmente aventura, y una antología que disgrega, una cabal desventura. La primera, tácitamente contar con y mediante el hilo de las narraciones escogidas y dejar los vacíos necesarios en ese mar colectado, sujetas las portentosas olas a la fugacidad de su noche. El imperio de los resquicios, de las entrelíneas, de las hendeduras donde la locuacidad es oscura y alcanzará a decirnos la porción, la parte de lo que vio, aquel, su sujeto omitido.

Comprensible la elipsis, la rara unicidad, y su previsible contagio, su deliciosa epifanía.

Con la aparición de sus primeros cuentos durante el año 1926, la materia anecdótica de la cual se sirve, hace cercana la quimera del bien posible con el que empatiza, ya por aquellos años. De este venero, surge una sátira y una ironía, que aún sin el afán de verismo o congruencia, llega a ser destilada verdad, irreverencia, rebeldía juvenil. Aquella «musa nueva», tienda de abarrotes de aliento cuasi anarquista, supone si no una solución, a lo que Juan Marinello con acierto llegó a denominar como «década crítica», sí, una alteración en la percepción de los dilemas sociales. De esta «raíz», de este «nacimiento», la muy improbable dicotomía entre su personalidad y su obra. Él mismo nos dice:

Desde hace mucho tiempo, pienso y creo que en esto de la creación literaria no hay misterio ni otro secreto que este: de una manera o de otra, todo el que se pone a inventar un mundo y montones de gente sobre hojas de papel, lo hace porque no está conforme, o no le gusta, o le cae mal, el mundo en que vive. Y esto es lo mismo si el inventador inventa mundos que a él se le antojan ideales o perfectos, o si recoge toda la mugre del hombre que tiene a mano y con ella fabrica sus hombrecitos de papel y pluma, constelados de llagas y de pústulas o haciendo libros de resplandores o maravillas que nos están diciendo: «así debiera ser ese mundo en que vivimos», o haciéndolos de pura pestilencia y miseria que parecen estar gritando: «esta increíble basura es el mundo en el que estamos», de todos modos siempre habrá un inventador inventando lo que él quisiera que fuera y le parece que no es.

El escepticismo marcado por la postguerra, reúne diversas individualidades. En su etapa inicial, ese «afrontar», como término filosófico o político, regla la sensibilidad narrativa que nace ya torturada en su realidad y en su cosmovisión.

Precedente de una actitud nueva para la literatura de principios del siglo xx. Tensión, diálogo crítico ante la expectativa deshumanizante. Ya en la obra de conocidos autores norteamericanos, ingleses y franceses de la época, nos preguntamos si resultan mera literatura o trasladada epopeya. Autores como Dos Passos, Edgar Cummings, Fitzgerald o Faulkner, reúnen en sus aciertos literarios aquel mundo, que ha cambiado sus añejas vasijas por cuencos de barro, cocido este en la pobreza y en la desesperanza, pues nada resultó ser más pobre que la guerra.

El viático es llevado desde las descollantes figuras de la generación de narradores de entreguerras, al nada numeroso catálogo del cuento hispanoamericano de entonces. Algunos pocos ejemplos son anteriores a Félix, pues el peculiar registro de sus cuentos tempranos ya se inscribe fuera de lo pintoresco y/o de la ambición criollista brillantemente resuelta en narradores anteriores. Sin embargo, lo nuevo de su discurso no intenta separarse de la raíz, y ha de ponerse nombre al empeño renovador. Así el «disparate puro», dentro de la vanguardia literaria cubana, cuenta con su académico de lengua mordaz, demoledora, inquietantemente fuera de toda clasificación: Félix Pita Rodríguez.

Al referimos a la trayectoria literaria de Félix, nos sale al paso sin lugar a dudas el desarrollo de nuestra conciencia nacional, de ello la importancia mayor, capital, de esta literatura.

En 1926, dirige y publica la revista Espiral, antes lo hallamos en la célebre lista de la Revista deAvance como uno de sus más fieles colaboradores. Destacado fundador de Atuei, es idea suya sustraer aquella «H» y agregar la i latina, haciendo con ello más explosivo el nombre del cacique; no es un detalle más, sino empeño estrenado, por encontrar, desde la raíz cubana, la población autóctona pero extinta de la Isla. En tanto eso, la Revista Espiral, por ser criatura suya, la que dirigió y escribió, lleva nueve postulados escritos por él, que apostillan las razones de lo que consideraba entonces como su «disparate puro»:

Sobre la llaga pútrida de las literaturas enfermas de equivocaciones, el disparate puro es aséptico y cicatrizante. Hay que vociferar palabras encendidas y aventarse como llamas viajeras sobre la falsedad de los graneros dorados […] Yo, en nombre de Espiral, clavo aquí este afiche estallante y lanzo la pelota de una palabra musical y grata ¡IMBÉCILES!

Su espíritu, de inspiración pionera, no anclado en sistema o en norma académica, fue apremiado, estremecido por las circunstancias, lo que a mi juicio, establece un para siempre en su conducta literaria, y más aún, establece un parteaguas en la narrativa de la época. Llega a ser el mejor ejemplo de sí mismo: hereje de literaturas a merced de cualquier construcción cultural, inédito en el riesgo constante que no dio cabida a los señuelos del poder; estableció su compromiso, auténtico, sincero, desinteresado.

En su trabajo «Literatura comprometida, detritus y buenos sentimientos», realizado en ocasión de una conferencia dictada en el Liceum en el año 1956, anota:

Ahora es una cosmovisión aterradora que prolifera y se expande, abarcando cada vez mayores zonas de influencia. Sus círculos concéntricos devastadores que se amplían a todos los territorios de la expresión y van, en progresión geométrica alarmante… Antes el estilo era el hombre, ahora el estilo es la mugre.

Nacerán otros cuentos y otras respuestas lúcidas. En 1945 escribe «Tobías», publicado ese mismo año en México, y premiado en 1946 con el «Hernández Catá»; en 1955 aparece la primera edición de «Montecallado» y en 1957 en los talleres tipográficos de la editorial Lex, su elogio a Carlos Enríquez, donde dice al amigo entrañable:

¿Cómo ordenar este caos aterrador? El mundo circundante está muy lejos de ser planeta sosegado, que pudiera poner en orden el tráfico interior. Bien al contrario, babélico y en tinieblas, el arte experimenta la zozobra dispersa del milenio.

Continúa manteniendo la voz singular del cuerpo técnico-narrativo de sus primeros relatos, en tanto sumará una coherencia de estilo, una madurez en el tiempo. Ha llegado a Cuba tras un largo periplo por Europa, ha vivido el nacimiento de la República Española y su posterior caída.

En Madrid, logra conocer y tratar a su eterno maestro, Don Ramón del Valle Inclán, en 1935. En esta misma ciudad, mantiene amistad con lo más granado de los escritores españoles, entre ellos, León Felipe. Se relaciona con Pablo Neruda, por entonces allí, y con Gerardo Diego, con este último, por esas mismas fechas, se traslada en corto viaje a Santander. Otras importantes voces de esa generación, como Vicente Alexander, llegan a formar parte igualmente, de su círculo más cercano de amistades. En París recibe a Gonzalo Torrente Ballester a mediados de la década del 30, cercano desde antes, compañero en Ferrol, tierra de los padres de ambos, pues allí se reunían en interminables tertulias juveniles. En París encuentra a Carlos Enríquez, pintor surrealista, tan cubano; de él, y del mundo parisino que compartieron, comentará más tarde:

Carlos estaba hecho y animado por los jugos más puros del surrealismo… y en aquella habitación minúscula que era la de Carlos en el hotelucho del Passage Dareaux, se hizo el círculo mágico, desde cuyo centro invocábamos diariamente a nuestros demonios mayores […] todo el panteón surrealista desfilaba cotidianamente.

Participaron de este movimiento, en el caso de Félix a partir del Segundo Manifiesto escrito por André Bretón en 1929. Surrealistas de «sustancia» siempre, y de «estancia», a partir de los años parisinos. Formaron parte de esta corriente literaria, donde con una escasa economía dispuesta solo para la copa de Pernod compartida, comienzan los dos a «estar» dentro del mismo. Así, el último estremecimiento poético de vanguardia auténtica, según afirmara Octavio Paz, aquella vanguardia reconocible y reconocida por sus hallazgos en el idioma y en la expresión vertebrada desde cada una de las diferentes manifestaciones artísticas que tocó, abrazó a estos dos grandes creadores cubanos de manera singular, ya que no estuvieron distantes nunca de la contingencianacional.

A ese activo e inquieto militante surrealista que fue Félix, lo sorprendió la Guerra Civil Española, etapa que constituirá para él su «Camino de Damasco». Se hace intensa su labor periodística, logra entrevistar para el boletín que entonces dirige, a su ya amigo Pablo Picasso; y publica, copiada por el propio Miguel Hernández, la primera versión de «La canción del esposo soldado». Años definitorios no solo para su vida sino también para su crecimiento como creador.

De regreso en La Habana, escribe «Tobías»; a este le continuarán «Los cuentos de Montecallado», «Los textos», «Elogio de Marco Polo», «Aquiles Serdán 18», y algún que otro relato fuera de los títulos mencionados. Existen razones para afirmar que en cada una de estas etapas de su creación, verificamos aspectos comunes, a pesar de la distancia en años, en tanto estímulo creador o temática; aspectos entre los que cabría anotar características tales como la utilización de un narrador presente desde el comienzo de la narración; él es quien cuenta y dice a alguien (en sus cuentos tempranos la silueta de ese alguien se resuelve en un «contar al Doctor», esto aparece en su cuentística inicial desde 1928). El cambio de persona narrativa que va demandando la historia es elemento distintivo igualmente en sus narraciones, tanto en los años iniciales, como en su literatura posterior. Pero lo singular es que cambia y controla las escenas y personajes con ingenio, sin abandonar la «voz» que se logra mantener en continuidad y armonía durante lo narrado.

Los cuentos suyos que ven la luz a partir de los años 40 no dejan el tono sarcástico, lo irónico, lo mordaz; divisa que lo identifica y que lo acompaña desde la anterior producción. Incluso, en un cuento tan entrañable como aleccionador y de tan notable humanismo, como resulta ser «Tobías», utiliza lo «esperpéntico» en alguna medida, tal vez con mayor madurez. Veamos cómo lo hace:

…aplastados y sucios, los pies parecían extrañas patas de palmípedo.

—Mira qué patas —rió el Güero— no parecen de gente.

Estallaron las risas. Don Chucho se ajustó los pantalones que le resbalaban por la botija del vientre.

Cabría anotar que esa condición iconoclasta, hilarante, tan a lo Valle Inclán, no dejó de alimentarlo nunca. Recordemos que el ilustre Gallego debe haberle resultado siempre asimilación feliz, tal vez dado el origen también gallego de sus padres y el hecho de haberlo conocido y tratado después.

En Félix no se da una marcada tendencia criollista, tal como lo vemos en otros autores de su hornada, como es el caso de su amigo Lino Novás Calvo, que no por haber nacido en Galicia y llegar a La Habana de niño, o tal vez por lo mismo, en sus cuentos se hace relevante la exaltación de lo local, de lo agraz, como continente literario. Sin embargo en Félix se dimensiona lo Nacional en el asunto, en lo tratado que va más allá de la frontera insular, haciéndose identitario de lo americano, pero sin localismos. Hay en él una revelación de los temas que conciernen y aúnan a la América Nuestra, con no poca resonancia en el hacer martiano.

En crónica periodística de Novás Calvo, publicada en Orbe en julio de 1932, este dice de Félix:

Ustedes deben saber que este es un hombre. En sus tarjetas se pone gran poeta y en su vida hay cosas extrañas. O no: es que él mismo quiere que lo sean. Él mismo es un hombre transparente y puro, pero en su imaginación hay Casanovas y Drakes y Villones […] por eso ahora acaba de llegar de París huyendo a no sé qué mujeres y de todos los franceses. Dice que volverá cuando sea la ocasión. Trae cosas de Italia y otros países en los ojos […] esto es muy extraño y puede que no lo entiendan ustedes bien.

Fue igualmente Félix un soñador atípico, no construyó sus setos literarios sobre lecho de plumas, el acotamiento le viene de sus temas, así nos encontramos a mediados de los años 60, con el mundo fabuloso de «Los textos», estos no aparecerán compilados hasta más tarde como conjunto. Aquí asoma la picardía, el doble juego de la realidad; fabrica sus laberínticos cristales donde apenas se juzga, ya que «se pide» un sobreentender, un desplazamiento «enterado» hacia otras verdades menos a la vista. «Los textos», crean una ilusión de lo verídico y en lo hiperbólico un fabular donde se advierte la condición de la palabra escrita, como «ignorada sustancia». A través de sus personajes hace notar la cualidad verbal, apuntando: «de las palabras y de su ignorado poderío […] son de una altivez tal, que pueden transmutarse en el menor descuido, en las mismas cosas que pretenden designar». Recordemos la tesis de independencia de las palabras sustentada por el Surrealismo, con precedente Simbolista. En «Los textos» lo arbitrario «puro» pasa a ser «mitificación pura».

El juego de trama y envés es mayúsculo en su «Elogio de Marco Polo», aquí el idioma se acrisola, espejo antes, ahora agua de Narciso, pero reverencia iconoclasta otra vez, algo más subterránea quizás, ¿qué otra cosa puede ser sino eso, el amor cuasi incondicional por la aventura marcopoliana? Fuga con sigilo de madurez narrativa, alcanzada en este libro, obra señera sin lugar a dudas, de un acabado magistral.

En su extensa trayectoria como narrador, no encontraremos discursos aleccionadores, cápsulas para el entendimiento, prisiones o moldes diseñados con alarde, como tampoco encontraremos estridencias técnicas. En el campo libérrimo de su personalidad, es utilizada la narratividad del ser y del estar, vista hoy con beneplácito tanto en la actual filosofía como en lo mejor de la narrativa del xxi.

El hallazgo totalizador de su personalísima prosa halla resumen estético logrado con el vivir. De tal ambición estética cabría señalar:

a. Los mensajes de fuerza, la repetición por sinonimia.

b. Las personas narrativas, utilizadas con el fin de acercar o alejar personajes y/o escenarios en juego con el tiempo.

c. La historia, el suceso o los sucesos accionan el mundo narrado.

d. El redactar como búsqueda a los orígenes de la etimología: Redactum, Redigere, es decir, llevar a cabo, mover adelante, recoger los materiales para la construcción de «ese algo» creador, por lo que se asegura la progresión de la historia.

e. Utiliza una síntesis que nada tiene que ver con la «extensión» de lo relatado, sino con la «intención». Existe un a priori, un pensar, pero ha de parecer, no obstante, como sencillo, como espontáneo.

f. La maestría en la descripción de los personajes, sobrepasa incluso al mejor realismo y no lo es, sin embargo.

g. La invención de mundos como contrapartida de una realidad «dañada» en lo social.

h. La tendencia al oscurecimiento tanto como a la claridad narrativa, en el primer caso mediante lo esperpéntico, lo cínico, lo irónico, la fábula, lo mítico; en el segundo caso, como tesis al Quijote, cuando Cervantes narra aquello de: «porque la claridad de su prosa y aquellas intrincadas razones», en las páginas primeras del mismo.

i. Halladas en Félix la difícil oscuridad y la difícil claridad, sabemos que no le resulta desconocida la aventura técnica de Joyce, la proeza lingüística, el manejo del tiempo literario; solo que la Odisea del nuestro no transcurrió en Dublín, ni tuvo como personajes a Odiseo y a Telémaco. Es de observar aquí que el desplazamiento por los aciertos técnicos se dan de «otro» modo, más natural, en su «naturaleza», semejanza, por no decir precedente, de la narrativa hispanoamericana, en especial la que da comienzo al boom de los años cincuenta.

Lo dicho supone un reto ético que se traslada a lo estético, en el decir de lo nuestro, de lo nacional, de lo americano. Su reiterada admiración por José Martí, nos confirma su centro, en la fidelidad de sus asuntos narrativos, en su vocación de servicio, tan martiana como generosa. Félix desdeñó siempre el brillo, la falsedad, la postura hipócrita, el desliz en los principios, aun cuando estos contribuyeran a su silencio o a su olvido. Y nadie pretende el olvido de un narrador como él, figura capital de la narrativa hispanoamericana.

Como afirmó Francis Bacon: «Un hombre observador puede escribir quinientas páginas o más, sobre el rocío que queda sobre el pétalo de una margarita». Mucho más de quinientas páginas escribió Félix Pita Rodríguez en el viaje poderoso e iniciático de nuestras letras, aunque tal vez, presumo, lo haya construido sobre la noche que queda sujeta, en la adormecida ala de una mariposa nocturna. Ya está la esperada antología, resumen de contenido. Un uti possidetis iuris, en el deseo de no apresar su fugacidad, la de esa otra dimensión literaria, a tan libérrima luz.

La Habana, 4 de diciembre de 2018

Ángela de Mela

Medallones del museo

Visitar el Museo Nacional de México un día cualquiera entre semana, es entrar en el más inquieto de los silencios; un silencio todo lleno de visiones exóticas y evocadoras.

Desde los salones en que lucen sus raras figuras los dioses que reinaron allá en las lejanías de las civilizaciones totoneca y azteca, hasta los que guardan los recuerdos sacros de la revolución libertadora, todos están llenos de silencio, un silencio que parece murmurar al oído del visitante la leyenda de cada dios, la historia de cada bandera y las hazañas de los guerreros que nos sonríen desde la ventana dorada de su marco.

La áurea carroza que un día paseó a Maximiliano emperador entre los gritos del triunfo, está envuelta en la misma quietud que el modesto coche de Juárez que descansa a su lado.

La trágica mueca de Maximiliano reo, perturbada en la blanca mascarilla, al igual que la paz que revela la de Juárez, son dos caminos que nos conducen a la misma evocación: «El ahora o nunca, señor Presidente», del mismo Lerdo de Tejada, frase acerada que fue cadalso del emperador de las barbas áureas.

Y así, evocación tras evocación, vago de sala en sala envuelto en el dulce silencio que me ha hecho su confidente.

Evocación de dioses

Este salón de las civilizaciones indígenas es el más poseído del silencio, rey de todo el museo, aquí flota sobre los dioses de figuras horripilantes, se acopla sobre las diosas de líneas delicadas y llena los agujeros negros de las piedras de los sacrificios.

Los ídolos aztecas, totonecas y chichimecas, separados por familiares sobre los estantes de madera brillante, se contemplan mutuamente como preguntándose: «¿Quién será este hombre que no se dobla ante nosotros? ¿Cómo se atreverá a mirarnos cara a cara? ¿Es por ventura que no teme a nuestros hijos, los broncíneos hércules que llevan en la cabeza coloreadas plumas y portan a la espalda el poderoso arco?»

Y hubo un momento en que todos se estremecieron desde la altura de su trono de madera brillante, llenando el silencio de un escándalo mudo, y su estremecimiento se transmitió a los escaparates que crujieron tenuemente.

Salí de la sala temeroso de las iras de los dioses irritados por mi sacrilegio, y en un postrer movimiento de terror me curvé respetuosamente ante una diosa de muchos brazos que guardaba la puerta.

Desde la sala contigua me sonreía una mantilla española de colores alegres que se mostraba, orgullosa de su belleza, tras el cristal de una vitrina.

La escala

Esta escalera, que me lleva al piso superior, tiene un olor muy pronunciado a siglos pasados; a ambos lados, breviario en mano, hacen guardia perenne gigantescos obispos con cara de guerreros medioevales.

Barbas románticas

¡Oh, las barbas patriarcales del emperador de la mala suerte! Desde el fondo de sus ojos sin luz, me mira un broncíneo busto de Maximiliano; a su lado, jinete en coloso caballo muy blanco, muestra, quizás orgulloso de su tipo aristócrata, el tesoro de sus barbas de oro que le caen sobre el pecho como dos cascadas gemelas.

Bendición

«Esta silla perteneció a don Miguel Hidalgo», reza la tarjeta prendida a su espalda; y por un momento, ¡oh mágico poder de la evocación!, me parece ver la venerable figura del anciano de acero, que lanza su bendición desde la vieja silla a la que los años le han ido comiendo trocitos.

La roca

En el fondo de esta sala, resalta gigantesco, enorme, un retrato del hombre que fue roca, que detuvo el carro del progreso durante tantos años que hoy se lloran perdidos.

Con su gesto de verdadero general, mira orgullosamente desde la altura de su caballo, como despreciando la pequeñez de los que lo ven, el general don Porfirio Díaz.

Al pasar a su lado recuerdo unos versos que leí no sé dónde: «De estirpe de tiranos descendiente.»

Y recordé la miseria del indio mexicano, sufriendo resignado lo que creía venido del cielo para salvarlo.

Pero continué mi camino acompañado del silencio que me dijo al oído: «Paz a los que han muerto.»

El apóstol

Cercano a este que acabo de dejar, hay un retrato del que despeñó la roca que estorbaba el camino del carro del progreso.

Desde el fondo de su cara de santo, sonríe el apóstol de la gran ilusión. Y desde lo más hondo de mi alma, un padrenuestro por el alma de Madero.

Eclipse de las estrellas

Dentro de estas grandes vitrinas hay una nota que pone colores alegres en el alma.

Cinco, seis, tal vez más, lucen humilladas, presas en territorio ajeno, unas banderas norteamericanas.

El rojo de las barras, el azul que sirve de fondo a la constelación de estrellitas blancas, todo parece llorar su prisión bajo la garra del águila azteca.

El silencio sonríe a mi lado y me cuenta: «Se las quitamos a los “gringos” allá no recuerdo en qué batalla.»

Recordé a mi patria; a mi Cuba humillada tantas veces por la mano poderosa del vecino fuerte, y sentí un algo muy duro en el fondo de mi alma. Pero el silencio me contó al oído: «Cuba es hermana de México, y el orgullo de este lo mismo debe ser del águila azteca que de la estrella cubana.»

Y salí murmurando para mi interior, qué rico y poderoso tiene que ser forzosamente un pueblo en el que hasta el silencio siente que su alma es nacional.

Aquí se despide el silencio de mí, ya estoy contiguo a la puerta de salida y él se retira hacia la santa paz de los salones vacíos.

Y camino lentamente hacia la salida, llenos cuerpo y alma de silencio bienhechor, pleno mi espíritu de esperanzas de futuras bienandanzas.

A mi espalda queda orgulloso de su perfección, el calendario azteca que asombró a Cortés.

Carteles. La Habana, 6 de noviembre de 1927, núm. 45.

¡Redentores!

I

Toda su vida había sido una animada conversación con la miseria. Nació en un establo. Tuvo a su lado la mula y el buey. Pero no hubo en el cielo ninguna estrella nueva, ni monarcas vagabundos envolvieron sus primeras protestas ante la vida con el consuelo perfumado de mirras y aloes.

Ahora estaba en París; tenía cincuenta años y era trapero. Su conversación con el hambre tomaba giros nuevos. Hambriento de estómago era natural que fuese amargo de cerebro. Se hizo filósofo. Escupía su escepticismo a la par que los salivazos negros de las colillas recogidas al pasar, en los rincones. A más hambre, más amargura y más desdén; más escupitajos y más escepticismo. Como Diógenes, llegó a tener el orgullo cínico de su pan duro. Estaba al comienzo del camino de los redentores. Tenía hambre, incredulidad y orgullo. Para ser célebre solo le faltaba la epopeya ridícula de una cruz.

Su nombre se reía de él a carcajadas: Napoleón.

II

Vivía Napoleón en un caserón de los arrabales. Un caserón inmenso, repleto de las bascas morales de la sociedad. En pleno día, el patio, vasto como una plaza, hormigueaba de gentes que lavaban, cocinaban, gritaban. Era como una reproducción de las tribus nómadas del desierto. En este escenario se movía Napoleón.

Tenía su rincón favorito, donde le oían las mujeres haraganas que se aprovechaban de sus sermones para holgar; los rateros, que hacían tiempo para ir a forzar puertas, y los chiquillos, únicos que le escuchaban sinceramente, metiéndose unos dedos horriblemente sucios, a todo lo largo de las narices.

Napoleón era sincero. Al menos así él lo creía. Predicaba un mundo mejor a base de la miseria para todos. La destrucción del burgués era el primer paso. Porque a los burgueses sí que los odiaba sinceramente. Y predicaba y escupía incansablemente. ¡Algún día…!

III

Y una noche, Napoleón, en sus acostumbradas andanzas, encontró junto a una puerta, entre un montón de basuras, un valioso collar de diamantes. Aquel collar en el lodo era un bello símbolo, motivo inmejorable para el sermón del día siguiente. Pero Napoleón, como todos los redentores a quienes les llega tarde la cruz, no vio el símbolo. Vio solamente el collar. Echó el símbolo al olvido y el collar en la bolsa más grande de su abrigo despedazado.

Y no volvió más por el caserón donde hasta entonces había vivido.

IV

En este bello hotelito, en el barrio de los burgueses, vive ahora Napoleón. Ya tiene panza, mujer y una gruesa cadena de oro que le salta de un bolsillo al otro del chaleco. Posee un pequeño comercio de joyas. Va, los sábados por la noche, a un teatro barato y los domingos por la mañana a la iglesia, acompañado siempre de su mujer, que viste de verde y tiene las mejillas rojas. Ahora es conservador reaccionario, porque tiene unos miles de francos en papel del Estado. Su carrera de redentor termina normalmente. Porque es lo que él dice:

—Todos los redentores tienen el mismo fin. Los que, como yo, logran correr —siempre delante de la cruz—, llegan a esto: Mujer, un hotelito y papel del Estado. A los otros, más imbéciles y menos preparados para esta profesión, les cae, inevitablemente, la cruz encima. Todo está en el talento.

Bohemia. La Habana, 22 de abril de 1928, núm. 7.

Apolonio y la magia caldea

Él decía que sus antepasados procedían de la Caldea remota y misteriosa. Hasta Apolonio de Tyana, el célebre mago y humorista, estaba incluido en la lista de sus antecesores. Con toda la unción religiosa con que cargaría un vaso sagrado, cargaba con su nombre: Apolonio García.

Tenía Apolonio todo el rotundo y pesado misterio de la gramática. El eterno perseguir la luz en los trascendentales problemas del más allá, le había dado aquel aire de cazador furtivo, que lo alejaba tanto del resto de la humanidad.

Después de que sus labores burocráticas terminaban, Apolonio se sumergía en sus libros, complicados y oscuros, y a veces lo sorprendía el alba, enfrascado en la solución de algún difícil problema, sin haber cenado, con los ojos quemados por la lectura, destrozado materialmente, pero lleno de la satisfacción del deber cumplido.

Vivía en una buhardilla al sur de la ciudad, rodeada de silencio, escenario apropiado para su vida, sepulto bajo un terremoto de libros: magia blanca, magia negra, magia verde, magia roja…, todo el espectro solar traducido a la magia.

Desde la pared dejaba oír su carcajada de siglos la célebre Tabla de la Esmeralda con su humorístico «Lo que está arriba como lo que está abajo» (no es posible, salvo en casos anormales). Al lado de esta un gran cartón blanco en el centro del cual brillaba un puntito negro. Hacia este dirigía Apolonio todos los días, durante treinta minutos, sus miradas, para cargar energías fluídicas o algo así.

Por lo demás, Apolonio era un hombre inofensivo.

Noches había en que Apolonio desertaba de su contumaz estudiar y se dirigía a un cafetín de décima octava categoría, frecuentado por amigos de juventud, literatos, poetas, vagabundos, toda la flor exquisita del buen vivir. Allí, en deliciosa convivencia con un deleitador vaso de cerveza, charlaba de arte, de política, de amor. Ocultaba como cosa prohibida su afecto por la magia, temeroso de las burlas de sus amigos, y hasta tomaba ese aspecto musical de los hombres alegres y despreocupados, que parece prohibido a los espíritus superiores que dedican todas sus fuerzas a desentrañar los algebraicos misterios de las lejanas ciencias que florecieron allá en la vieja Caldea.

De todos los tipos suscriptos al decrépito cafetín, uno de los más interesantes era Hernando, joven poeta, burlón y casi cínico, que tenía el valor de proclamar a voz en cuello sus sentimientos y sus pesares, en medio de las más sinceras carcajadas. Se dedicaba a sufrir hambres y privaciones, porque decía que eran estas las profesiones que requieren menor gasto de energía, materia esta en la que no andaba muy abundante él.

Apolonio lo conoció una noche, después de haberle oído con simpatía perorar sobre el advenimiento de los nuevos regímenes sociales con singular maestría paradojística, para terminar después recitando maravillosos versos de Valle Inclán:

Yo proclamo la era argentina

de socialismo y cocaína.

Desde entonces gustó de su amistad, porque Apolonio, a pesar de que era casi mago, sentía especial atracción por esos hombres de irrefrenable sinceridad que son capaces de criticar por duro o falto de peso el pan que se les da gratis.

Aquella noche Apolonio no pudo charlar, con gran disgusto de su parte, con Hernando. Este estaba atareado, en la mesa más discreta del café, ordenando un rimero de cuartillas, unciosamente, como si manejase pergaminos sacros, con las santas verdades escritas en el anciano sánscrito.

¡Qué inmenso regocijo el de Apolonio! Aquella tarde, al salir de la oficina y pasar frente a la librería donde él acostumbraba adquirir sus libros de magia, le escandalizó los ojos un título formidable, lleno de promesas reveladoras: Historia de la magiaensus diversas formas, con raras anotaciones sobre los magos caldeos y 14 fotografías de preciosos manuscritos, hallados por el autor el Herr Profesor Hernankloc von Rinenbuch, en los viejostemplosabandonados de laCaldea.

Aquella noche no cenó. Le sorprendió la mañana descifrando penosamente las ininteligibles frases de las catorce fotografías, y solo haciendo un gran esfuerzo de voluntad, lo abandonó para marchar a la oficina cuando ya casi se le pasaba la hora.

Diez días, o mejor, diez noches íntegras, pasó Apolonio enfrascado en su delicioso hallazgo. Rico en nuevos conocimientos, poderoso en fórmulas desconocidas, se encontró al terminar el libro.

La oncena noche, disfrutando de un asueto bien ganado, marchó a su acostumbrado cafetín, más abstraído que nunca, conversando mentalmente con los íncubos y súcubos que tomaban el fresco, como el más infeliz de los mortales, a los lados de las aceras.

—¡Amigo Hernando, qué ha sido eso! ¿Se le murió a usted algún tío en la Oceanía, o es que la lotería lo ha favorecido?

Frente a la más opípara de todas las mesas, enfundado en el más elegante de todos los trajes, Hernando miraba orgullosamente desde más allá de un monóculo de reciente adquisición.

—Nada, amigo mío, nada. Los hombres que poseen tan inmenso talento como el que yo poseo, tienen necesariamente que triunfar, tarde o temprano. Si me jura usted que guardará mi secreto profesional, le confesaré todo.

—Le hablará usted a esta mesa.

—Bien. Le creo. Usted parece uno de esos hombres que tienen el mal gusto de guardar los secretos que se les confían. Pues bien, la casa editorial Pérez y González me confió la confección de un libro encantador, un libro sobre la magia en la Caldea, con fotografías de documentos antiquísimos y fórmulas secretas para qué sé yo cuántas cosas. El libro es puramente humorístico, pero parece que los afectos a la magia lo han tomado en serio y mi libro famoso se vende como pan fresco y bien tostado. Las fotografías de marras las hice sobre versos míos, copiados al lápiz por el hijo de mi portera, un nene de cuatro o cinco años, lo suficiente ininteligibles para que se les dé el crédito más absoluto. Ahora preparo el segundo tomo, para el cual estoy buscando datos en las tumbas faraónicas allá por Egipto. Y ya que le he confesado a usted todas estas cosas tan serias, le diré por último que mi librero me ha asegurado que Apolonio de Tyana es un seudónimo de Juan Pérez Zúñiga o Wenceslao Fernández Flores, no recuerdo de cuál de los dos. Me marcho a trabajar en mis sesudos textos. Hasta la vista, señor Apolonio.

Y todo grave y misterioso, salió Hernando el poeta, un tanto burlón y un poco cínico, llevando consigo toda la ciencia misteriosa y remota de los magos.

El cadáver del pobre Apolonio García fue sacado del cafetín, a altas horas de la noche, cuando al cerrar el camarero se convenció de que no estaba borracho, sino sinceramente muerto.

Bohemia. La Habana, 12 de agosto de 1928, núm. 33.

Putifar

Era enorme, pesado y calmoso. Tenía algo de canónigo y algo de abogado. El color gris de su piel se conservaba inédito bajo una capa de fango, trocándose así en un color indefinible. Un color de disgusto matrimonial. O de tormenta sin pararrayos posible. Hablaba lentamente y las palabras se escurrían entre silbidos saxofónicos. Dijérase que se paseaban a todo lo largo de la trompa antes de emerger por la boca. La malicia infantil de su propietario le encasquetó el cucurucho de un nombre sonoro y rollizo como una nodriza: Putifar.

El circo es uno de los pocos espectáculos que me regocijan. Con las fiestas nupciales forma el dúo de mis diversiones preferidas. Los dos son de una ridiculez llena de tortuosidades, encantadora. El marido incipiente y el camello son de un gemelo humorismo sutil. La esposa que comienza a serlo y el equilibrista de la cuerda floja, están llenos del mismo pensamiento que les barniza la cara de rojo: la posible rotura del alambre. Solo les supera en deliciosa ironía la maravilla única de los velorios. Esto del muerto indefenso, dentro de la burla negra del ataúd, mientras los amigos devoran su chocolate y sus galletas descaradamente, es tan regocijado como esos sermones incomprensibles que no terminan nunca y que espetan los curas bisoños en Viernes Santo en las iglesias pobres, a los aldeanos llenos de asombro y de sueño.

Por eso cuando aquel circo pobre llegó a mi aldea, fui de los primeros en salir a las afueras, donde montaban una tienda enorme, poblada de costurones y remiendos, como un discurso político. Eran unos faranduleros llenos de pulgas y hambre. Viejos y flacos. Unos trapecistas de delgadez imposible. Dos payasos desnudos de ingenio y vestidos de almagre. Y una Miss de un parecido asombroso con el camello amaestrado. A más de esto y de un pobre tigre, inofensivo y cobarde como un hombre, a quien el nombre abofeteaba: Sansón, tenían a Putifar, el elefante, única persona en realidad interesante de todo el conjunto.

Mientras los criados y el inglés domador de fieras terminaban de colocar las lonas y las barreras, la Miss exhibía, moviéndolos escandalosamente al son de una música inaguantable, la flacidez de unos presuntos senos, que un celestinesco sostenedor de un color azul desvaído dejaba entrever para desesperación de los robustos mozos aldeanos.

Donde están los animales que se quiten los hombres. Es mi lema. Por lo tanto, abandoné la visión de la Miss de imposibilidad provocativa y me fui junto al poste donde estaba amarrado Putifar. Le saludé cordialmente. Con toda la solemnidad que merecía su inmensidad corporal.

Y comenzamos a hablar de cosas nimias. De arte. De política. De los asaltadores de estos dos caminos. Tuvimos idéntica opinión en cuanto a los tenderos y los críticos de arte. Fauna de segunda clase. Animales despreciables de la más baja escala zoológica. Luego me contó de su vida.

—¿Mi vida? ¡Bah! Una cosa tan poco interesante y monótona como los libros de ese escritor español, polilla devoradora de todos los clásicos. Sí. Adivinó usted; Ricardo León. Lo leí en mis mocedades. Cuando aún se me llamaba joven elefante. Por cierto, que el primer ejemplar que cayó en mis manos tuvo después una trágica historia. Fue en Marruecos. Un pobre soldado, a quien su mujer había hecho monarca de un salto gigantesco, sin pasar por más ascensos, y a quien le pesaba, decía él que en el honor, aquella corona, se quiso suicidar. Creo que decía que para borrar la mancha. Una cosa muy curiosa este soldado. Pues bien, le decía yo que quiso suicidarse. Para ello se tiró al agua. Como no tenía otra cosa a mano en aquel momento, se amarró al cuello el dicho ejemplar. Se lanzó al agua y se hundió rápidamente. No. No se ría usted. No le miento. Un elefante que se precie en algo, no puede mentir.

»Nací en África, como consecuencia de un encuentro fortuito entre mi padre y mi madre, en un bosquecillo lleno de arrullos y calor. Después de nacer me abandonaron rápidamente. Mi madre era muy coqueta y no le convenía llevar hijos a rastras. Soy, pues, un elefante hospiciano. Profesé hasta mi juventud la religión mahometana. Entonces me llevaron a España. Allí, naturalmente me hice católico. Pero soy en realidad, librepensador. Adopté esta segunda religión por conveniencia natural. Fue el ambiente, no fui yo.

»Después he corrido casi todo el mundo con estos imbéciles. De pueblucho en pueblucho he aprendido a despreciar a los hombres. Cada vez me convenzo más que valen menos. Tuve amores, puramente platónicos, con la Miss que ha visto usted bailando a la entrada. Debilidades del sexo. Esto le demuestra que no solamente los hombres son una cosa inútil. A veces hasta los elefantes tenemos nuestras equivocaciones. Si, como dice, va a escribir mi biografía, puede decir lo que quiera. Las biografías si no son de bandoleros célebres, no las lee nadie. Pero le voy a dar algunos datos. No me gustan los poetas líricos ni la galleta fresca. Me molestan a partes iguales los eruditos y los mosquitos. Creo necesario, para la paz del mundo, que todos los hombres se pongan de acuerdo y lleven a efecto un suicidio colectivo. Y no creo en las ventajas del amor libre ni en la sinceridad de los programas políticos. Me llaman Putifar. No sé si por burla. Y nada más. Permítame que me retire todo lo que esta cuerda me permite. ¿Ve usted aquellos chiquillos encantadoramente andrajosos que desde allí me observan? Bueno, pues seguramente esperan que me acerque para arrojarme piedras y pan duro. Como mi piel es dura, soporto las pedradas con tal de recoger el pan. Esto es casi humano.

Y se alejó, monstruoso y solemne, moviendo rítmicamente al andar la gordura casi clerical de sus ancas, sobre las que ponía una nota ridícula la cuerda gris y pequeñita del rabo.

Quedé pensativo y por fin me alejé hacia el tablado, donde la Miss continuaba su escandaloso mover de carnes bajo el peligro de un desprendimiento. Allí llegué al convencimiento de que hasta los elefantes están descendiendo hasta el grado de humanizarse definitivamente. Y me puse triste y melancólico, como un poeta cursi.

Bohemia. La Habana, 19 de agosto de 1928, núm. 34.

Marionetas tropicales

I

Yo no pido un tablado de maese Pedro, ni solicito un retablo de la antigua farsa, para mover en él, a mi gusto inquieto y voluble, la formidable figura de Joseíto Chenene, siboney auténtico.

Muy pequeño resultaría cualquiera de estos escenarios. Figuras de tal calibre crean al nacer su curioso escenario particular. Más a propósito resultaría tal vez uno de esos maravillosos tablados del nuevo teatro ruso, en los que las cosas se burlan del actor y del público, muy conscientes de su papel.

Pero ni caja de bululú, ni cubismos novísimos, hacen falta a Chenene. Chenene es tan grande como un símbolo. Por no querer parecer sacrílego no digo que nació del connubio estupefaciente entre una bandera y un himno emocionante. Verdad es que su padre gustó en vida muy extensamente del inmenso placer de dormir en el vivac. Una rara propensión a apoderarse de las carteras ajenas era el pase que presentaba en tan económico hotel. Y verdad conocidísima es también que la reputación de la dignísima compañera de tal padre, anduvo siempre en tela de juicio entre la malicia de los amigos. Pero esto no deja de ser una calumnia indigna, propia de comadres barrioteras. La Humanidad —y lo pongo con mayúscula, porque la Humanidad merece tal respeto— no permite a veces insignificancias como la de gustar coleccionar carteras ajenas o dar salida y fijar cauce a temperamentos excesivamente apasionados.

Chenene asegura que desciende directamente de dos purísimas familias siboneyes, y hasta una tarde me confesó confidencialmente, que Hatuey, el pobre cacique incinerado, perteneció a una de las principales ramas de su valioso árbol genealógico. Y como más respeto me merece la palabra de Chenene que la murmuración de todos sus conocidos, olvidé rápidamente la historia de los curiosos antecesores para aceptar, como única verídica, la parentela prestigiosa de los amigos de fray Bartolomé.

Yo voy a contar de Chenene, desde su aparición. Hoy tal vez se disguste él al leer esto. Aunque es muy probable que no se entere, porque Chenene no lee. Y hace bien. ¿Para qué…? Bastante hace con rumiar a veces versitos sentimentales a la manera de las antiguas escuelas.

Él dice que todo lo que ocasione gasto de energías, es cosa estúpida. Y por eso no lee casi nada. Pero si por una de esas casualidades que suelen saltar a veces, Chenene muerde con sus ojillos maliciosos las páginas donde narro, sin quitarle ni ponerle nada, sus aventuras más sobresalientes, es cosa segura que perderé su amistad y su protección valiosísima. Aunque todavía en este caso me queda la esperanza de que no entienda más palabras, que aquellas que lo designan para distinguirlo: Joseíto Chenene.

La psicología de un pueblo o de la masa étnica de un país yo creo debe hacerse estudiando preferentemente sus tipos autóctonos de positivo valor. Por tanto, un estudio de psicología criolla, teniendo como piedra basamental para más amplios ensayos esta figura grande y poderosa de auténtico siboney, tendrá forzosamente un notable valor de verosimilitud.

Hoy Chenene es miembro prominente de la Cámara Baja, duermen en su interior aspiraciones amplias de pasar gloriosamente a la Cámara Alta, y… ¡quién asegura que en sus momentos de soledad meditativa no haya soñado cosas de mayor fuste aún! Todo es posible y cabe fácilmente dentro de un cerebro tan inmenso. El no saber absolutamente nada; los tartamudeos ignaros de su charla y el no poder leer de corrido sin equivocarse, bastan y sobran para alcanzarlo todo. Y no quiero contar, además, que la petreidad de su físico frontal sobrepuja en consistencia a la más poderosa piedra de Carrara.

Los méritos están a la vista. Todo depende ahora de un destino propicio.

II

Joseíto Chenene nació en tierra de poetas: Unión de Reyes. Y ahí están para aseverarlo sus paisanos, los poetas Regino Pedroso, Núñez Olano, Antonio Ramos…

A los diez años apareció en La Habana. Pasó por todos esos oficios que saltan legendariamente los divertidísimos millonarios yanquis, según cuentan después en las inevitables memorias: «Cómo llegar a millonario.» «De limpiabotas a millonario», etcétera.

Fue limpiabotas, vendedor de periódicos, expendedor de billetes de lotería, primero; agente político, después; hombre de confianza de un político de altura más tarde, y, por fin, consejero provincial. Todo, naturalmente, sin saber leer ni escribir. Esto lo aprendió mal que bien, un poco más tarde, cuando llegó a representante que deletreó un tanto y garrapateó algo parecido a letras, para poder firmar el día de cobro el check suculento…

Esto y un traje blanco, unos zapatos veraniegos a dos colores, el «jipi» de imposible tejido y la «yaya» de canutos largos, forman a Joseíto Chenene, muy señor mío, de quien narraré las regocijadas aventuras que profusamente decoran su vida, grande para la Patria —y aquí torno a poner Patria con mayúscula, porque ello también es cosa muy respetable.

Primero daré a conocer su divertidísima aventura en Hongolosongo, cuando se llamó «Profesor Castroverde», y en la cual demuestra hasta la saciedad de todo lo que es capaz el talento de un Chenene tropical…

Bohemia. La Habana, 28 de octubre de 1928, núm. 44.

Chenene,Profesor Castroverde…

I

E