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Presentamos en este libro tres de los textos más importantes que escribió Ludwig Tieck, uno de los escritores fundamentales del romanticismo alemán. Precisamente con Eckbert el rubio, 1797, Tieck configuró una forma narrativa que supuso un giro decidido para la prosa romántica: la Novelle. La novela corta permitirá al autor introducirse en la psique y en el alma de los personajes y mostrar sus lados más oscuros y más sublimes. Además de Eckbert el rubio, componen este libro El monte de las runas y Los elfos. En estas novelas cortas lo maravilloso irrumpe en la vida cotidiana del ser humano con consecuencias catastróficas. En cada relato será la aparición de seres fantásticos y el incumplimiento de las reglas no escritas que dictan esos encuentros lo que desencadenará los terribles sucesos.
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Seitenzahl: 153
Veröffentlichungsjahr: 2012
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CUENTOS FANTÁSTICOS
Ludwig Tieck
Prólogo de Hermann Hesse
Título original: Der blonde Eckbert; Der Runenberg; Die Elfen
© Del prólogo: Insel Verlag Frankfurt am Main
© De la traducción y el epílogo: Isabel Hernández
Edición en ebook: abril de 2015
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN DIGITAL: 978-84-92683-71-0
Diseño de colección: Marisa Rodríguez
Corrección ortotipográfica: Juan Marqués / Ana Patrón
Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico
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Contenido
Portadilla
Créditos
Autor
Prólogo de Hermann Hesse
Cuentos fantásticos
Eckbert el rubio
El monte de las runas
Los elfos
Ludwig Tieck
(Berlín, 1773-1853)
Escritor alemán. Influido por Walkenroder, formó parte del grupo romántico de Jena, junto con Schlegel, Novalis y Schelling.
En su comedia El mundo al revés (1798) renovó las estructuras dramáticas tradicionales, orientando su romanticismo hacia lo fantástico y hacia la recreación de las antiguas leyendas de la Alemania medieval. Lo más destacable de su obra lo constituyen sus cuentos satíricos y sus fábulas, que se publicaron reunidos en Phantasus (1812-1816). Además de las tres obras maestras que reunimos en este libro, son importantes El caballero Barba Azul y El gato con botas (1797). Cabe destacar, además, sus traducciones del Quijote (1799-1801) y de la obra completa de Shakespeare, realizada junto con A.W. von Schlegel.
Prólogo de Hermann Hesse
Si yo fuera astrólogo, lo primero que haría para poder decir algo acerca de un escritor sería estudiar su horóscopo. Y apostaría a que el horóscopo de Ludwig Tieck es uno de esos vacilantes, dudosos, imprecisos y que se neutralizan en sí mismos, uno de esos en los que cualquier constelación buena se corresponde con otra mala, en que cada línea marcada está cruzada y corregida por otra. Hay horóscopos así, y, dejando la astrología a un lado, hay también muchos caracteres y destinos así, que parecen haber nacido bajo una estrella dudosa e híbrida, y de los que uno solo se atreve a decir si son afortunados o desgraciados, si tienen más o menos aptitudes, si son más activos o más pasivos, pues aúnan en sí ambas cosas y no viven en ese centro tranquilo y sereno que se halla entre ambos extremos, sino que la curva de su destino se balancea ya hacia este, ya hacia aquel lado.
Algo similar es lo que le ocurre al escritor Ludwig Tieck. Nacido en el sobrio Berlín, es durante décadas el guía literario de los románticos, de los fantasiosos y renovadores; dotado de una rica imaginación y de un extraordinario talento lingüístico, anhela durante toda su vida componer una obra concentrada, absolutamente lograda, pero todo le resulta demasiado fácil y no logra escaparse nunca de cierta manía de escribir sin parar; atraído en lo más profundo de su ser por los cuentos, la mística y todo tipo de romanticismo, tiene también, no obstante, una fuerte vena de sensatez burguesa, de vez en cuando filistea. E igual de bicolor y de variada que su carácter es también su vida. Durante los últimos años de escuela en Berlín le ocurre esta encantadora anécdota: habiendo sido introducido en el teatro por Reichardt, anda por allí en una ocasión, antes o después de un ensayo de ópera; entra un extraño con una levita gris, atraviesa la orquesta y se pone a leer en el cuaderno de notas que está allí abierto. Tieck se dirige a él, hablan sobre música. Tieck se reconoce a sí mismo como un fiel admirador de las óperas de Mozart. El extraño lo elogia sonriente, y después se comprueba que era Mozart en persona con quien había estado hablando. Por muy bella que sea esta experiencia, a Tieck le afecta de un modo inmaduro y, en realidad, indigno; efectivamente la música no es lo suyo tanto como seguramente había pensado el extraño, y todo lo hermoso que pueda tener un encuentro con Mozart no llega a ser para él un verdadero acontecimiento.
Por el contrario, unos años antes, ha tenido una experiencia mucho más profunda al encontrarse en una calle de Berlín con Goethe. Lo reconoce de inmediato por el grabado de Lavater, y su corazón casi estalla de dicha por poder ver a Goethe. Y mira por dónde, Goethe vuelve a aparecérsele muy a menudo, se lo encuentra de vez en cuando, incluso con demasiada frecuencia, y cada vez que esto ocurre su corazón se hinche de gozo al encontrarse con él, y se postra a los pies de su adorado; pero al final, como un día acaba contándole a alguien su secreto, se ríen de él, y se descubre que el supuesto Goethe es un joven asesor berlinés.
Otra aventura de doble cara e igual de divertida es su experiencia con el editor Nicolai, el padre y filisteo en jefe de la Ilustración berlinesa. Tieck, joven, de vuelta a casa de la Universidad y sin una migaja de pan, va a dar con este hombre que lo coloca con el fin de editar una biblioteca para el entretenimiento burgués, en la que hay que introducir para el público todo tipo de oscuras novelas extranjeras, accesibles piezas de entretenimiento sacadas de actas de procesos y otros materiales. Tieck tiene la indisculpable debilidad de aceptar ese miserable puesto, en lugar de preferir limpiar botas, y de ponerse al servicio del viejo Nicolai cual dócil redactor, mientras en lo más profundo de su ser no deja de sentirse como su más mortal enemigo, su antípoda. Aprende entonces la técnica de escribir sin parar, y de la inconsciente producción de libros, y se daña con ello para siempre. Pero esta ingrata aventura tiene también su otra cara, la opuesta: apenas lleva Tieck un tiempo haciendo este lamentable trabajo de esclavo y acaba de dejar de escribir versos, cuando compensa la traición a lo más sagrado con una jugarreta tan audaz como encantadora al escribir, en lugar de seguir la orden de peinar novelas inglesas, algunas de sus composiciones más osadas, antiburguesas, fantásticas, verdaderas puñaladas para el burgués, y, puesto que Nicolai no lee los libros de su editorial hasta que están impresos, los introduce de contrabando en la biblioteca de prosaico entretenimiento, donde tienen el efecto de auténtica dinamita.
De tales anécdotas ambiguas está llena la vida de Tieck. El hecho de que él, en cuya persona había tanta gracia y tanto encanto infantil, padeciera tan pronto de gota y sufriera este mal durante décadas, forma parte de ello. También el hecho de ocuparse durante toda su vida en lo más profundo de su ser con el teatro, donde trabajó con gran ahínco durante más de cuatro años como consejero, arreglista y prologuista, como crítico, como director, como repetidor y asesor artístico, sin agradecimiento alguno, mientras que jamás se le ocurrió hacer del que tal vez fuera su mayor talento una profesión y convertirse en actor. Pues de todos los juicios sobre la personalidad y las dotes de Tieck ninguno resuena con tanta convicción como las palabras que W. Brent pronunciara sobre su talento mímico (Köpke II, 131).1 Como escritor, de extraordinarias dotes, tuvo siempre una mala suerte que parecía buena, y el hombre de ágil pluma no logró concentrar todas sus fuerzas en una obra cualquiera que hubiera sobrevivido a su persona de forma seria y concentrada. Su más hermosa obra maestra en prosa, la Rebelión en las Cevenas, quedó incompleta, y ninguna de sus otras obras ha llegado a ser totalmente del dominio de la posteridad. Inolvidable y popular lo es tan solo por su leal colaboración en la traducción llevada a cabo por Schlegel de las obras de Shakespeare. En cambio, al contrario que otros autores de mayor éxito y más felices, tuvo la dicha no buscada de encontrar un biógrafo cariñoso y simpático: Rudolf Köpke.
De entre las obras en prosa de Tieck el cuento de Eckbert el rubio y la linda novela De la abundancia de la vida siempre tendrán lectores. Entre sus poesías, que hoy están completamente olvidadas, hay cosas adorables, joyas ocultas, pero en su mayoría tan solo como fragmentos entre versos débiles, largos y sin vida; ninguno de esos poemas es un todo acabado y perfecto, ninguno ha llegado a estar en boca del pueblo. En cambio, el pequeño ejército de aquellos que son difíciles de contentar, que saben honrar las locuras de un humor verdaderamente libre, estarán siempre profundamente agradecidos a este curioso escritor por lo grotesco de su divertida obra La curiosa biografía de Su Majestad Abraham Tonelli, así como por la adorable chispa de sus comedias fantásticas, del gato con botas, del Zerbino y del mundo al revés.2
Hermann Hesse
1 Se refiere a la biografía de Ludwig Tieck editada por Rudolf Köpke con el título Ludwig Tieck. Erinnerungen aus dem Leben des Dichters nach dessen mündlichen und schriftlichen Mittheilungen [Ludwig Tieck. Recuerdos de la vida del poeta sacados de sus dichos y escritos]. 2 vols. Leipzig: Brockhaus 1855. (Reimpresión: Darmstadt, 1970). (N. de la T.)
2 Se refiere a sus comedias satíricas Der gestiefelte Kater (El gato con botas),1797, Prinz Zerbino (El príncipe Zerbino), 1799, y Die verkehrte Welt (El mundo al revés), 1798. (N. de la T.)
Cuentos fantásticos
Eckbert el rubio
En una comarca del Harz vivía un caballero al que solían llamar simple y llanamente Eckbert el rubio. Tenía aproximadamente cuarenta años, era de estatura mediana y unos cabellos de color rubio claro le caían lisos y pegados sobre el rostro, enjuto y pálido. Vivía muy tranquilo y retraído, y jamás se había involucrado en las querellas de sus vecinos; tampoco se lo veía mucho fuera de las murallas de su pequeño castillo. Su esposa gustaba de la soledad tanto como él, y ambos parecían amarse de corazón; de lo único que solían quejarse era de que el cielo no quisiera bendecir su matrimonio con hijos.
Rara vez recibía Eckbert visitas y, cuando esto sucedía, no alteraba por ellas prácticamente nada en el ritmo habitual de su vida: allí residía la mesura, y la economía en persona parecía disponerlo todo. Eckbert se mostraba entonces alegre y comunicativo; únicamente cuando se quedaba a solas se observaba en él una cierta reserva, una silenciosa y refrenada melancolía.
Nadie iba con tanta frecuencia al castillo como Philipp Walther, un hombre con el que Eckbert había trabado amistad porque había encontrado en él una forma de pensar prácticamente similar a la suya. Este residía en realidad en Franconia, pero solía pasar más de la mitad del año en las cercanías del castillo de Eckbert, coleccionando hierbas y piedras y trabajando en su clasificación; vivía de un pequeño patrimonio y no dependía de nadie. Con frecuencia Eckbert lo acompañaba en sus solitarios paseos y con los años fue surgiendo entre ellos una íntima amistad.
Hay horas en las que el hombre se acongoja cuando ha de guardar ante un amigo un secreto que hasta ese momento ha venido ocultando con gran cuidado; el alma siente entonces el irresistible impulso de abrirse por completo, de revelarle al amigo hasta lo más íntimo, para que con ello sea aún más nuestro amigo. En esos momentos las delicadas almas se dan a conocer la una a la otra, y a veces sucede también que el uno se espanta al conocer al otro.
Era ya otoño cuando Eckbert, en una noche de niebla, se hallaba sentado junto con su amigo y su esposa Bertha ante el fuego de una chimenea. Las llamas arrojaban un claro resplandor por toda la estancia, jugueteando en lo alto, en el techo; la noche entraba con toda su negrura a través de las ventanas y los árboles de afuera se estremecían con la humedad del frío. Walther se quejaba del largo camino que tenía por delante y Eckbert le propuso quedarse en su casa, pasar la mitad de la noche entre tranquilas conversaciones y luego dormir hasta la mañana siguiente en una estancia del castillo. Walther aceptó la propuesta y trajeron entonces el vino y la cena, atizaron el fuego con más leña y la conversación entre los amigos se tornó más alegre y confiada.
Una vez hubieron recogido la cena y los criados se hubieron marchado, Eckbert cogió la mano de Walther y dijo:
—Amigo, deberíais permitir que mi esposa os contara la historia de su juventud, que es bastante extraña.
—Con mucho gusto —dijo Walther, y volvieron a sentarse ante la chimenea.
Era justo medianoche, la luna se veía a intervalos por entre las nubes que pasaban volando.
—No me tengáis por impertinente —comenzó a decir Bertha—, mi marido dice que pensáis con tal nobleza que sería injusto ocultaros algo. Solo que no toméis mi historia por un cuento por muy extraña que os pueda sonar.
»Nací en un pueblo, mi padre era un pobre pastor. La despensa de mis progenitores no estaba muy bien surtida; con mucha frecuencia no sabía de dónde podrían sacar algo de pan. Pero lo que a mí más me apesadumbraba era que mi padre y mi madre discutían a menudo a causa de su pobreza y entonces el uno le hacía al otro amargos reproches. Si no, les oía hablar siempre de mí, de que era una niña tonta y simple, que no sabía hacer ni las cosas más insignificantes, y es verdad que yo era muy poco hábil y desmañada, me lo dejaba caer todo de las manos, no aprendí ni a coser ni a hilar y no sabía ayudar en nada en casa, lo único que entendía muy bien eran los apuros de mis padres. A menudo me sentaba entonces en un rincón y no dejaba de imaginarme cómo los ayudaría si de repente me hiciera rica, cómo los cubriría de oro y de plata y me recrearía viendo su asombro; entonces veía que venían flotando hacia mí unos espíritus que me descubrían unos tesoros subterráneos o que me daban pequeños guijarros que se transformaban en piedras preciosas, en resumidas cuentas, me sumía en las más maravillosas fantasías y, cuando luego tenía que levantarme para ayudar o para llevar algo, me mostraba aún mucho más torpe porque la cabeza me daba vueltas de tan extravagantes ideas.
»Mi padre siempre estaba muy enojado conmigo por ser una carga tan inútil para la casa; por eso a menudo me trataba con bastante crueldad y era raro que yo oyese una palabra amable de su boca. De ese modo habría cumplido aproximadamente los ocho años de edad cuando se tomaron serias medidas para que yo hiciera o aprendiera algo. Mi padre creía que el hecho de pasar los días sin hacer nada no era más que obstinación o pereza por mi parte; al final acabó lanzándome las más indescriptibles amenazas, pero como estas no dieron fruto me azotó sin conmiseración diciendo que ese castigo seguiría recayendo sobre mí a diario puesto que yo era una criatura inútil.
»Pasé toda la noche llorando amargamente, me sentía tan abandonada, me daba tanta pena de mí misma, que deseé morir. Temí que llegara el día, no sabía qué podía hacer; deseé tener todas las habilidades posibles sin poder comprender por qué yo era más simple que el resto de los niños que conocía. Estaba al borde de la desesperación.
»Al despuntar el día, me puse en pie y, casi sin darme cuenta, abrí la puerta de nuestra pequeña cabaña. Estaba en medio del campo y poco después me hallé en un bosque, en el que apenas penetraba aún la luz del día. Continué caminando sin mirar a mi alrededor; no sentía cansancio alguno, pues pensaba siempre que mi padre me alcanzaría y, furioso porque me había escapado, me trataría aún con mayor crueldad.
»Cuando volví a salir del bosque, el sol estaba ya bastante alto; entonces vi algo oscuro ante mí, cubierto por una espesa niebla. Tan pronto tuve que trepar por cerros como andar por un sinuoso camino entre las rocas, y supuse entonces que seguramente debía de encontrarme en las montañas vecinas, por lo que comencé a temer por mí en aquella soledad. Pues en la llanura yo no había visto nunca una montaña, y la mera palabra montaña, cuando había oído hablar de ella, había resultado ser un sonido terrible a mis infantiles oídos. No tenía valor para regresar, mi miedo me empujaba hacia delante; a menudo miraba asustada a mi alrededor cuando el viento soplaba por entre los árboles o un lejano golpe de tala resonaba en la silenciosa mañana. Cuando por fin me encontré con unos carboneros y con unos mineros y escuché una pronunciación que me resultó extraña, estuve a punto de perder el conocimiento de puro espanto.
»Atravesé varios pueblos mendigando, porque entonces sentía hambre y sed; me las apañaba como podía para responder cuando me preguntaban. Así llevaba caminando unos cuatro días cuando di con un pequeño sendero que me apartaba cada vez más del camino principal. Las rocas que había a mi alrededor adquirieron entonces otra forma, mucho más extraña. Eran peñascos, tan amontonados unos sobre otros que parecía como si el primer golpe de viento fuera a descolocarlos todos. No sabía si debía continuar. Por la noche siempre había dormido en el bosque, pues justamente estábamos en la estación más hermosa del año, o en retiradas cabañas de pastores; pero allí no encontraba refugio humano ninguno y tampoco podía suponer que encontraría uno en aquel agreste lugar: las rocas se volvían cada vez más terribles, a menudo tenía que caminar al borde de vertiginosos precipicios y, al final, el camino incluso llegó a desaparecer bajo mis pies. Estaba completamente desconsolada, lloraba y gritaba, y mi voz resonaba en los valles rocosos de forma espantosa. Entonces se hizo de noche y busqué un lugar con musgo para descansar en él. No podía dormir; en medio de la noche oía los sonidos más extraños: primero me parecían animales salvajes, luego el viento que gemía entre las rocas, luego aves desconocidas. Recé y no me dormí hasta casi el amanecer.
