Cuentos filosóficos - Honoré de Balzac - E-Book

Cuentos filosóficos E-Book

Honore de Balzac

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Beschreibung

Los "Cuentos filosóficos" combinan de modo magistral la crítica social, siempre presente en la pluma de Balzac, con su inaudita capacidad de reflexión sobre la naturaleza inmaterial de la creación artística en todas sus facetas, y también sobre las capacidades intuitivas del ser humano, en un recorrido que nos lleva a diversos ámbitos de la creación ¿la música, la pintura¿, pero también nos sumerge en el desarrollo de otras facultades de la mente, que, sin ser creativas en un sentido artístico, también pondrán en contacto a los diferentes personajes protagonistas con diversos mundos inmateriales ¿la intuición premonitoria, la naturaleza, la pasión monomaniática por una actividad determinada, incluso lo diabólico¿, a través de los cuales desarrollarán vivencias sorprendentes.

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Seitenzahl: 1388

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Honoré de Balzac

Cuentos filosóficos

Edición de Susana Cantero

Traducción de Susana Cantero

Contenido

Introducción

Contexto histórico, social y literario del autor

Balzac en su siglo

Breve semblanza personal del autor

Las paradojas del arte balzaciano

La escritura balzaciana

A modo de remate

Bibliografía

Cuentos filosóficos

Un drama a la orilla del mar

El niño maldito

Las Marana

Melmoth reconciliado

Massimilla Doni

La obra maestra desconocida

La búsqueda del Absoluto

Créditos

INTRODUCCIÓN

No es frecuente que un lector se acerque a una edición de Balzac sin tener, siquiera, una idea de quién es el autor, o sin haber, incluso, leído previamente otras obras de él. Ahora bien, los relatos recogidos en este volumen no son los más conocidos del gran escritor francés. Con lo cual puede darse el caso de que no respondan exactamente —no en calidad, sino en intención o en alcance— a la expectativa inicial.

Verá el lector que, aun siendo filosóficos, como reza el epígrafe genérico que los designa, los textos que le ofrecemos son inequívocamente narrativos, es decir, no son ensayos ni reflexiones abstractas sobre temas diversos, sean estos de mayor o menor altura intelectual. Pero tampoco son novelas de gran formato, ni los precede, en la percepción general, la información que suele acompañar a los títulos más relevantes o más habituales del autor. De modo que se impone una presentación que, para empezar, sitúe esta parte de la obra de Balzac en un contexto genérico, y después esboce, siquiera brevemente y de modo forzosamente superficial, algunas consideraciones que puedan servir al lector de guía para adentrarse en la lectura.

A medida que vayamos desarrollando nuestra exposición, intentaremos cercar y precisar el contenido y el alcance de esta denominación filosófica. De momento, empecemos por situar al autor en su tiempo y en su espacio.

Contexto histórico, social y literario del autor

Se sitúa la escritura de los cuentos filosóficos aquí presentados en el París de Luis Felipe. Es decir, en un momento histórico de restauración monárquica encajado entre dos revoluciones: la de 1830 y la de 1848.

Tras la gran Revolución de 1789, tras Napoleón y sus fastos imperiales, y tras la restauración monárquica pos-napoleónica, producida en la persona de Luis XVIII, Francia empieza a dejar atrás la turbulencia de los años anteriores y, sobre todo, el horror del último exceso revolucionario, y va recuperando una especie de normalidad en la que la vida cotidiana vuelve a fluir.

Pero, naturalmente, ni siquiera el orden externo representado en la restauración monárquica puede devolver el país al estado en el que se encontraba antes de la Revolución. La historia no vuelve atrás y, a medida que van bajando las aguas y Francia va recuperando la respiración después del esfuerzo, vuelven a brotar conatos revolucionarios que, con mejor o peor fortuna, intentan contrarrestar la involución ideológica que supone el regreso a la monarquía, aunque esta no haya recuperado tampoco, lógicamente, todas las prerrogativas de las que gozaba en el Antiguo Régimen.

Carlos X sucede a Luis XVIII en 1824, y la insuficiencia de su reinado provoca altercados y sublevaciones que culminarán con la llamada revolución de julio de 1830. Derrocado Carlos X, le sucede Luis Felipe, duque de Orleáns, que ocupará el trono como regente hasta que una segunda sublevación revolucionaria, en 1848, proclame de nuevo la República y escoja presidente en la persona de Luis Napoleón, sobrino del emperador, que, fiel a las maneras de su tío, tampoco tardará en autoproclamarse emperador con un golpe de Estado.

Balzac nace en 1799, lo cual quiere decir que alcanza el uso de razón bajo el imperio napoleónico, y que vive ya de modo consciente la restauración monárquica; si no la de Luis XVIII (en 1815 Balzac tenía dieciséis años), sí, evidentemente, la de Carlos X, y, por supuesto, las jornadas revolucionarias de julio de 1830.

Balzac, como todos los escritores de su generación, se inserta de modo muy consciente en la sociedad que le ha tocado vivir, y, al igual que otros contemporáneos suyos, aprecia a simple vista los enormes cambios sociales que están configurando, de manera ya muy visible, un modo de vivir decimonónico que presenta características inequívocamente propias.

Un legado fundamental de la Revolución, al menos desde el punto de vista que nos interesa aquí, fue el cambio de manos del dinero. La posesión de rentas y bienes materiales pasó en gran medida de las manos de los nobles a las de muchos particulares que, sin tener título ni fortuna, sí tuvieron la inteligencia suficiente para aprovechar el desorden revolucionario y el expolio de los bienes de la nobleza y del clero en su propio beneficio. Adquirieron propiedades de todo tipo a precio de ganga o incluso, muchas veces, se las arrebataron sin más a sus hasta entonces legítimos propietarios aprovechando la vorágine de la huida, el abandono o, incluso, la pérdida de la vida de estos.

Al despertar de la borrachera revolucionaria en la apariencia de normalidad que produce la restauración monárquica tras el paradójico, pero no menos fuerte, arrebato de orgullo nacional propiciado por el imperialismo napoleónico, la nación se encuentra de manos a boca con un mundo visiblemente diferente, pero al que, en realidad, se ha llegado a tal velocidad que, en cierto modo, se constata su configuración sin saber cómo se ha producido. Un mundo en el que, de pronto, el cambio social empieza a percibirse con toda claridad. No en las instituciones, cuya estructura queda muy lejos de la vida de a pie, sino en las dificultades concretas con las que se tropieza, día a día, el ciudadano medio de esa incipiente clase urbana.

Los avances ya muy asentados de la Revolución Industrial vienen a añadir su granito de arena a la configuración de esta nueva sociedad, cambia poco a poco la fisonomía de las ciudades y la vida diaria se empieza a configurar como una selva en la que, de modo acorde con la teoría cuya formulación verbal no tardará muchos años en acuñar Charles Darwin, cada criatura busca su supervivencia a cualquier precio... pero solo la lograrán los más fuertes. Es decir, los que sepan adaptarse al mundo nuevo.

No tardarán en surgir escritores que se propongan retratar en su producción este nuevo orden social, con sus desigualdades, sus injusticias y, sobre todo, su cruel imperio del dinero, que al correr del siglo se va convirtiendo poco a poco en el punto de referencia fundamental del logro social y el ascenso en la consideración ciudadana.

Esto nos introduce ya de modo consciente en la corriente literaria llamada realismo. Pero, contrariamente a la opinión generalizada, el realismo no es un producto puro del siglo XIX.

Ya el siglo XVIII, en su afán de describir conscientemente al ser humano como criatura pensante y capaz de utilizar su razón para reflexionar sobre el mundo, sobre su propia presencia en él y sobre el modo de ordenación de la convivencia humana dentro del grupo social que lo habitaba, había hecho entrar en las páginas de la novela a personajes de carne y hueso, muy lejanos de los héroes o de los príncipes y demás personajes excepcionales, dotados de virtudes y cualidades superiores, que proponía como ejemplos (como exempla, en el sentido clásico) la literatura de los siglos precedentes.

Cierto es que ya antes habían aparecido estos personajes de a pie en la narración, pero siempre como personajes secundarios, a veces insertos en una trama cómica paralela a la historia o a los avatares de sus amos, y en todo caso como contrapunto, precisamente por su laxa conciencia moral, de los señores, que, por el mero hecho de serlo, encarnaban todas las virtudes. Se asoman a la narrativa dieciochesca, y toman carta de naturaleza en ella como protagonistas indiscutidos, en su imperfección y en su cotidianeidad, tal vez no ejemplar, pero tampoco presentada como muestra escandalosa de abyección, sino simplemente como reflejo fidedigno de la naturaleza humana en sus múltiples facetas, personajes reales, prostitutas voluntarias, como Manon Lescaut; criados inteligentes, como Fígaro y Susana; muchachas que reclaman el derecho a escoger libremente y con dignidad la vida que quieren vivir, como la Religiosa de Diderot, y un largo etcétera de seres vivos, de ciudadanos particulares a los que sus contemporáneos pueden reconocer y con los que se pueden identificar de manera directa, no ya en la aspiración idealista de la voluntad de perfección perseguida por los personajes llenos de virtudes que proponía la literatura anterior.

El paso de la narrativa dieciochesca a la narrativa decimonónica implica —lógicamente, y al hilo del cambio de mundo que se opera en la bisagra de los dos siglos gracias a la quiebra producida por la Revolución— un cambio de patrones narrativos. También un cambio en el lenguaje. El siglo XVIII, dentro de la inigualada modernidad de sus contenidos intelectuales, conserva aún en gran medida las formas literarias heredadas de la costumbre narrativa y el modo de expresión del siglo que lo precede. El XIX ya alcanza a crear un lenguaje y un modo de narrar que se desmarcan de la narrativa anterior y se reconocen como propios; pero no debemos confundir la variación de formas de superficie con la distancia en las intenciones de fondo. El siglo XVIIIya esrealista en su intención narrativa, aunque utilice un lenguaje que todavía permanece enganchado en superficie a los patrones narrativos y al estilo de la literatura precedente.

Entre el realismo sin etiqueta oficial (que no precursor ni avant la lettre) del XVIII y la gran literatura ya propiamente conocida como realista del XIX, que terminará de cuajar hacia mediados del siglo y acabará, sin perder la intención de crónica y retrato, en el enorme esfuerzo de voluntad científica del naturalismo zoliano, se sitúa, literariamente hablando, la gran explosión emocional del Romanticismo.

Una vez más, los términos son engañosos. Y, una vez más, la apariencia externa del texto pasa por encima de su contenido en la percepción de los receptores de esa creación. Es cierto que la estética romántica abunda en motivos ornamentales de tipo marcadamente emocional, y que su hipertrofia de expresiones dolientes y emotivas rechina mucho en la valoración que puede hacer de ella su público coetáneo, y más aún a medida que va avanzando un siglo ya encaminado, como hemos dicho, hacia un entendimiento del mundo puramente materialista. Pero esta valoración no hace justicia ni a su calidad ni a sus alcances, porque esa forma externa no desmiente tampoco, aunque a veces lo oculte o lo disfrace, el rigor de crónica de su contenido. Es cierto que la escritura romántica, digna hija del siglo XVIII, es marcadamente subjetiva e individualista. Pero eso no anula la verdad social de su relato, aunque esta sea contada de un modo fragmentado, poliédrico, a través de múltiples individualidades que nosotros, lectores, tenemos que reunir y combinar para ver el cuadro completo. Las exclamaciones románticas de dolor nos pueden parecer desacordes con nuestra estética actual, o con el estilo que, a nuestro juicio, debería corresponder a la denuncia de una situación social insostenible. Pero, en la estética de su momento, y con gran fuerza, no son sino el grito lógico y legítimo proferido desde su intimidad personal por cada uno de los individuos de esa generación puente que, privada de sus referentes por la Revolución, ve su mundo destrozado sin posibilidad de reconstrucción, pero que todavía no tiene recursos para adaptarse al mundo nuevo, es decir, a la estructura social posrevolucionaria.

Balzac en su siglo

Con este brevísimo esbozo de su contexto histórico y literario nos situamos frente a la figura de Balzac, por lo menos del Balzac que escribe los textos recogidos en esta edición; contemporáneo, por su edad, del momento en que el Romanticismo, en la pluma de Chateaubriand, Victor Hugo, Lamartine, Vigny y tantos otros, acuña muchos de sus mejores textos, pero proyectado ya en su intención narrativa hacia la voluntad consciente de crónica del realismo... y mantenido en el aire entre ambas cosas por la genuina peculiaridad de sus inclinaciones personales.

Los relatos que presentamos fueron escritos entre 1831 y 1837. Balzac, que escribirá incansablemente hasta que la muerte venga a truncar su carrera en la plena fertilidad de sus cincuenta años, lleva dedicado en cuerpo y alma a la escritura desde niño, y, tras algún éxito precoz (Los Chuanes, 1829), alcanza muy pronto una madurez personal y literaria que le llevará a producir ya en estos años relativamente tempranos muchas de sus grandes novelas, situadas de pleno derecho entre lo más reconocido de su producción y en esa estética y voluntad realista que lo aúpan sin restricciones al Olimpo de los grandes autores de su siglo: La piel de zapa (1831), Eugenia Grandet (1833), El tío Goriot (1834), La azucena en el valle (1835).

Pero su escritura navega simultáneamente por varios mundos que se entrecruzan en los textos y, de modo muy particular, por orientaciones de pensamiento que, sin perder nunca, a pesar de todo, la intención crítica, sí crean a partir de un germen distinto otras muchas obras, entre las que se incluyen los relatos que aquí se presentan.

Son estos mundos otras tantas elaboraciones mentales de un soñador empedernido y consciente del vuelo imparable de su ingente y nada común capacidad creativa, lleno de una noble aspiración estética, pero lastrado por dos grandes pesos. Uno, en su intimidad personal, algunas carencias infantiles de rancia insidia y difícil solución. El otro, ya en su experiencia adulta, la consciencia del zafio mundo en el que le ha tocado vivir. Es decir, la ofensiva fealdad de una realidad rastrera que no mira más allá de su mero interés material y que, por supuesto, no consigue —ni se propone— levantar su vuelo del puro adoquinado de las calles, salvo para mirar al dinero.

Realidad que, ni que decir tiene, Balzac procura retratar y poner en evidencia desde un espíritu crítico implacable y consciente. Realidad en la que, paradójicamente, Balzac aspira, a pesar de todo, a ocupar un lugar, y un lugar preferente y reconocido.

Pero vayamos por partes.

Breve semblanza personal del autor

Es sabido que Balzac pasó su vida trabajando a destajo, como un esclavo, para liberarse (cosa que, por cierto, nunca consiguió) de las deudas sucesivas que iba contrayendo. Son también del dominio público sus múltiples y variadísimos proyectos de negocios supuestamente infalibles que acabaron sistemáticamente en el fracaso y la ruina, y le granjearon, además, la acuciante y sistemática persecución de numerosos acreedores. Son conocidas asimismo sus rocambolescas maniobras para escapar de las manos de estos, que parecen sacadas de las novelas de capa y espada. A veces, la cosa se saldaba con la ignominiosa huida del autor por la puerta trasera de su domicilio. A veces, sin desprecio de lo anterior y en algunos casos encadenando un episodio con otro, con su acogida en casa de ciertos amigos fieles que lo salvaban de la cárcel —ya que no de la ruina— ocultándolo durante algún tiempo. Otras veces, con el pago de una deuda mediante el dinero tomado en préstamo sobre los hipotéticos beneficios futuros de una novela que aún estaba por escribir, o de cualquier nuevo negocio que, por supuesto, enseguida se revelaba también como ruinoso y daba lugar a una deuda aún mayor... y así sucesivamente.

Es conocida igualmente su poco menos que enfermiza necesidad de aparentar riqueza, que le llevó más de una vez, cuando excepcionalmente pasó algún periodo de bonanza económica —que también los hubo—, a gastarse inmediatamente el dinero que había cobrado en joyas llamativas —el bastón con puño de oro—, ropas de gala —la casaca azul con botones de oro—, propiedades inmobiliarias —en las que ensueña su vida futura con Mme. Hanska— y carísimos objetos de arte o de adorno, no siempre —todo hay que decirlo— del mejor gusto. En el principio de este afán de notoriedad pública y boato se sitúa por derecho propio la célebre y arbitraria inclusión que hizo Balzac de la partícula nobiliaria de en su apellido familiar, acogiéndose a un supuesto —y, en todo caso, más que remoto— derecho heráldico concedido por una antiquísima vinculación con la nobleza de una de las ramas del apellido, que, por cierto, en origen era Balssa y tenía ascendencia italiana.

Respecto a los antecedentes personales asociados con el núcleo familiar en el que vino al mundo nuestro autor, es conocido también el carácter emprendedor de su padre y, sobre todo, y mucho más determinante, el agrio e indisimulado desprecio con el que su madre lo trató desde niño. Nunca se sintió Balzac acogido, ni querido, ni mucho menos respetado por su madre, que, desde la angosta comprensión del mundo a la que la reducían sus cortos alcances y su estatus medio burgués que solo miraba por el dinero, no perdió nunca ocasión de hacerle sentir hasta qué punto sus veleidades literarias estaban poniendo en ridículo a la familia, aparte de situarla poco menos que al borde de la miseria, dado que Balzac no aportaba al presupuesto del hogar ningún tipo de ganancia material y, en todo caso, ninguna ganancia que hubiera sido obtenida gracias a algún trabajo respetable y serio, y no a la vergonzante e inútil práctica de la escritura.

Es sabido también que Balzac se desgajó muy pronto del núcleo familiar, de grado o por fuerza. Primero, niño aún, enviado a un internado en el que cursó estudios, y más tarde para ir a alojar sus sueños literarios de adolescente adulto en una misérrima buhardilla de París, en la que pasó varios años sobreviviendo milagrosamente gracias a la disciplina heroica a la que le obligaba un presupuesto imposible, y obligándose sin tregua ni cuartel a trabajar un número escalofriante de horas diarias. Por necesidad personal de crear y también, como ya hemos dicho, por pura necesidad de sobrevivir; de cumplir con sus compromisos editoriales, adquiridos uno tras otro para poder satisfacer sus sucesivas, nunca saldadas y nunca pequeñas deudas.

No es nuestro propósito, ni hace falta, ni el hacerlo conseguiría nunca agotar el significado y el alcance de la obra balzaciana, elaborar un repertorio de la provisión de calcos directos de personajes y situaciones que esta opción vital dejó reflejada en la producción novelística de Balzac, aunque los hay. Por ejemplo, las incomparables páginas en las que describe la situación, análoga a la de su miseria, del joven Raphaël, protagonista de La piel de zapa. Pero sí es cierto que de todo lo vivido, lógicamente, quedó un poso —tal vez más un fondo emocional de base que un repertorio anecdótico de situaciones dadas en superficie—, y que este configuró de modo bastante decisivo el imaginario del autor y, por consiguiente, el mundo narrativo que iría plasmando en sus novelas.

Tenemos, pues, como datos de partida, un penoso trauma infantil, una niñez enclaustrada entre las sombrías paredes de un internado, una curiosidad ávida e insaciable, una juventud vivida en unas condiciones que habrían sonrojado a un espartano, una capacidad creativa consciente y descomunal que se surte de aspiraciones de absoluto sin medida, una intimidad —personal y literaria— hambrienta de aprecio y de éxito, una necesidad perentoria de bienes materiales, unos sueños de grandeza cuya dimensión megalómana alcanza a la misma altura absoluta y consciente de la capacidad creativa, y un mundo real lleno de señuelos apetecibles, pero zafio, materialista, penosamente feo para los ojos de un esteta y, desde luego, poco dado a recibir ni valorar nada que resplandezca con otro brillo que no sea el del oro.

Es decir, tenemos las piezas sueltas de un rompecabezas imposible.

Las paradojas del arte balzaciano

Dentro del ingente volumen de La comedia humana, los textos de Balzac que presentamos obedecen a una intención cuyas aspiraciones rebasan lo puramente narrativo.

Conocidos como cuentos filosóficos, estos relatos ofrecen al autor un campo singular de trabajo, en el que utiliza el planteamiento narrativo de diferentes anécdotas de superficie como pretexto para reflexionar sobre determinadas facetas de la mente humana, de la capacidad creativa, del acceso libre y sin límites a la intimidad emocional más sentida y su proyección idealista hacia mundos de otras dimensiones.

Pero, como enseguida veremos, a pesar de esos vuelos, que son su razón última de ser, los relatos filosóficos no pierden nunca la voluntad de lanzar la mirada más lúcida, aguda y crítica sobre la sociedad circundante en su puro realismo; mejor dicho, en su pura, dura y aplastante realidad.

Lo cual nos lleva a disociar inicialmente, para su mejor comprensión, estos aspectos aparentemente dispares entre sí.

El mundo paralelo

La enorme e indiscutible capacidad creativa de Balzac le llevó muy pronto a un estado de conciencia en el que no podía evitar sentirse superior.

Tiene esta percepción —aceptémoslo por enojoso que sea— una vertiente pedante, o prepotente, también indiscutible. Pero, sin entrar en una valoración moral de esa actitud, que no nos corresponde hacer y cuyo sitio, en todo caso, no serían estas páginas; sin entrar tampoco en el posible complejo de inferioridad que puede ocultarse bajo esa suficiencia a veces enojosa, y dejando a un lado las miserias o las flaquezas naturales a las que está sujeto el autor como criatura humana que es, esa capacidad creativa superior —y esto es lo que nos interesa aquí— tiene igualmente una proyección magnífica hacia las esferas de un altísimo conocimiento intuitivo que relaciona a Balzac con la reflexión filosófica sobre el arte y sobre la creación en general, y también con todas las ciencias ocultas que proliferan en su tiempo.

La galopante materialidad del siglo XIX está tan aplastada contra la horizontal del suelo, que no es de extrañar que la capacidad natural de reflexión y trascendencia —religiosa o no— del ser humano busque un modo de contrarrestar la dureza de la pelea diaria —muchas veces vana— por conseguir abrirse un hueco a codazos en un mundo implacablemente materialista... y busque también un modo de contrarrestar la paradójica pero evidente insatisfacción que, al cabo, produce lo material como objeto único del deseo, incluso en el gozo momentáneo de su posesión lograda.

Con sobrada razón puede producirse esa búsqueda en alguien como Balzac, consciente de su capacidad creadora y dispuesto a desarrollarla en términos absolutos.

A pesar de la naturaleza de por sí volátil de tales disciplinas, la curiosidad natural de nuestro autor le lleva a documentarse exhaustivamente sobre todas las ciencias, paraciencias, pseudociencias y actividades esotéricas diversas a las que es tan aficionado el siglo XIX (teosofía, antroposofía, cientifismo, mesmerismo, etc.), ciencias que, a su vez, le ponen en contacto con ese universo paralelo indefinible en el que brota y opera, por su propia naturaleza abstracta y por sus alcances, la capacidad creativa del hombre, antes de bajar a la realidad material del trabajo constante y agotador para convertirse en texto.

Fascinan a Balzac, en particular, los estudios de Swedenborg, su concepto de la existencia de un nivel superior del entendimiento al que puede acceder la capacidad del genio, del hombre superior, pero que no se puede captar mediante los sentidos. Y, desde ahí, su búsqueda se proyecta hacia espacios en los que pueda darse la conjunción de toda la sabiduría, todo el conocimiento y toda la experiencia y la vivencia del hombre en una percepción de absoluto, de infinito sin dimensiones desde el que fluye hacia la conciencia humana —y, por consiguiente, a la creación como actividad y a la obra de arte como resultado— un mundo de formas perfectas, capaces de trasladar a la materia la perfección unitaria, absoluta en sí misma, de lo intangible.

Vienen a ofrecer estas ciencias y prácticas —entrando ahora en el ámbito de lo personal— el cauce adecuado para canalizar el impulso instintivo que, posiblemente desarrollado por una imperiosa necesidad de supervivencia, llevó a Balzac a crear ya desde niño un universo paralelo en el que poder refugiarse y evadirse de la insoportable dureza material de su día a día; para desarrollar, siquiera en el mundo de la fantasía, de la ficción o de la pura elucubración mental, una capacidad creativa consciente y enorme, pero ya constantemente entorpecida, desde mucho antes de enfrentarse a la zafiedad del mundo adulto, por la materialidad casi carcelaria del internado en el que pasó sus primeros años de formación.

El niño Balzac se ve sometido a unas condiciones vitales deplorables desde el punto de vista afectivo (recordemos que no solo es apartado de la familia en la soledad del internado, sino que además ingresa en él con la conciencia de ser víctima del incomprensible y, desde luego, insoportable odio que le profesa explícitamente su madre), y no menos penosas desde el punto de vista de los valores y alcances del colectivo humano que le acoge y de las miras puramente materiales hacia las que le encamina la educación que recibe. Y, aun siendo muy niño, desahoga ya su necesidad vital instintiva, irrenunciable, y, por supuesto, consciente, de desplegar las alas, como el albatros de su gran contemporáneo Baudelaire (1821-1867), en un cielo diáfano que no ponga trabas a su ansia ni a su capacidad de volar, ni tampoco ponga límites a la belleza soberana a la que él sabe que puede alcanzar su vuelo.

Balzac niño, preadolescente, vive en su mente a través de la palabra —leída o escrita— todo aquello que su encierro le impide vivir de hecho, y que necesita conocer para desarrollarse. La palabra es la única herramienta que tiene al alcance de la mano. Tiene la ventaja de que la puede utilizar en soledad y sin necesitar la complicidad de nadie, se revela enseguida muy eficaz para su necesidad y su deseo, y le consuela porque compone un mundo a su medida, en el que su gusto por componer frases, párrafos y textos navega bien y con inmediata, comprobada y gratificante soltura. Y, como más tarde hará en la ficción su personaje y trasunto más o menos fidedigno Louis Lambert, el niño Balzac escribe ya en la vida real tratados asombrosos sobre materias imposibles para su notoria juventud: sobre la voluntad, por ejemplo. Entendida no como la capacidad mecánica (tal vez virtud moral) de dominar la tendencia natural a la molicie, sino como capacidad absoluta de actuar del ser humano, que crea por su propia irradiación energética el contexto mental en el que las cosas, incluso antes de ser y existir de modo corpóreo, granan ya su sustancia en el puro ámbito virtual de lo meramente posible.

Balzac, sostenido por su estudio pertinaz de todas las filosofías que le ofrecen algún apoyo libresco para la construcción de ese andamiaje salvador, y, sobre todo, que le permiten conocer a sabios clarividentes que ya han desarrollado estos aspectos de la capacidad humana antes que él, y han llegado a conclusiones que respaldan su propio deseo con la irrebatibilidad del discurso científico, sueña con la maravilla posible de una mente no sujeta a la limitación de lo contingente, una mente capaz de percibir con la precisión de una intuición infalible, capaz de traspasar espacios y tiempos, de entrar en armonía inmediata, intuitiva, con aquello que ama, de conocer su estado y sus fluctuaciones anímicas, de fundirse con el objeto de su deseo y su amor sin límites, en un conocimiento superior que no conoce barreras ni se detiene ante limitaciones ridículas del espacio y del tiempo.

No hay mucha distancia desde ahí hasta la ensoñación mental, también sostenida en la cabeza de Balzac por estudios previos de sabios y pensadores coetáneos o antiguos, de la fusión perfecta del hombre y la mujer en una sola criatura mental, anímica y emocional, en un único ser andrógino que goza de la perfección absoluta de la idea pura, platónica, y que, por supuesto, tampoco está sujeto a ningún límite impuesto por la realidad material.

Sueña Balzac todas las perfecciones juntas, logradas con una asombrosa facilidad y claridad en el ámbito de lo mental, de la idea pura. Logradas sin trabas en el universo creador de la palabra, que goza de esa misma capacidad ilimitada de creación idealista. Balzac sueña y crea, en su palabra, todo aquello que libera a su persona de las cadenas insoportables de lo contingente.

Pero, a pesar de todo, no puede ni siquiera liberar su propia creación de la contrapartida, siempre dolorosamente reductora, pero ineludible, de lo real. El peso de lo real acaba siempre, de un modo u otro, devolviendo al suelo, con mayor o menor brutalidad, las ansias de volar del artista. Y, para botón de muestra, la locura de ese mismo Louis Lambert al que citábamos antes como trasunto del autor, ejemplo y paradigma de la capacidad de vuelo mental.

El mundo real

Al igual que estudia los textos y las disciplinas de los sabios esotéricos, Balzac estudia, asimismo, con la curiosidad fascinada y algo ecléctica, aunque sistemática, del autodidacta impenitente, todas las ciencias positivas que le pone al alcance de la mano el progreso imparable del cientificismo decimonónico, y se documenta, cuando su curiosidad lo requiere o su narrativa lo necesita, para escribir sobre temas referentes a avances científicos o técnicos de su tiempo, en cualquier ámbito que se produzcan.

A pesar de la aparente paradoja que supone la dedicación exhaustiva al estudio positivo de la ciencia en un hombre con la cabeza tan llena de absolutos como Balzac, no es esto contradictorio. Al contrario: en la ciencia busca también nuestro autor, de la mano de las muchas y muy grandes autoridades científicas de su siglo, ese mismo principio unitario y superior al que aspiraba su comprensión filosófica de la capacidad creativa. Persigue Balzac, junto con todos ellos, la demostración científica de la existencia de una sustancia física única que, en un plano terrenal análogo al plano místico en el que se movía Swedenborg, relacione la ciencia con el infinito y dé una razón material unitaria de la naturaleza última de todo lo que existe, demostrando que, como propugnaba el gran químico Davy, Dios lo había creado todo por el método más sencillo, es decir, de tal manera que todo se pudiese reducir a un único principio activo básico, físico o químico, pero, en cualquier caso, material.

Por supuesto, muchos de sus héroes narrativos se sumergerán —y algunos se perderán— en esa búsqueda titánica del absoluto por diversos campos del conocimiento, los cuales vendrán a aunar también en un principio único las diversas capacidades superiores del hombre capaz de acomodar su razonamiento y su empeño a esas dimensiones, en cualquier ámbito de lo humano que de por sí permita la trascendencia o que sea vivido por el personaje desde ese espíritu: el arte en todas sus manifestaciones, la mística o la pura ciencia química, según lo que requiera la trama concreta de cada relato.

Recaba nuestro autor, muy en especial, información exhaustiva sobre las ciencias descriptivas de la fisiognomía humana como expresión plástica del carácter, y utiliza los datos que recoge de los estudios de Gall o Lavater, por ejemplo, para componer la fisonomía de sus personajes con arreglo a los rasgos físicos que la ciencia de su tiempo describe como significantes de los rasgos anímicos. Se documenta también en las mejores publicaciones médicas del momento sobre los síntomas físicos y psíquicos que presentan las personas aquejadas de determinadas enfermedades, y acomoda a ellos con total fidelidad la descripción literaria de sus personajes cuando lo necesita. Las notas a pie de página de nuestra edición darán cumplida cuenta, en la medida de lo posible, de este abanico exhaustivo de referencias constantes.

Cierto es que este afán significante de documentación, tanto en el conocimiento de la ciencia como en la representación —cuando procede— de rasgos clínicos en los personajes, prefigura ya el naturalismo: con él queda abierta la puerta a la exhaustividad de la investigación científica que, años más tarde, dejará impresa Zola en sus grandes novelas y en los documentos preparatorios de estas. Pero el mundo de Balzac no es aún el de Zola, y su afán científico, en el primer tercio del siglo XIX, conserva aún el eco prototípico del estudioso dieciochesco, del hombre curioso, ansioso de saber y deseoso de ampliar sus miras mentales, sus conocimientos generales sobre cualquier cosa; deseoso, sobre todo, de comprender lo que todas esas disciplinas y su respectivo desarrollo aportan a la mente, a la curiosidad natural, a la capacidad humana de pensar como motor apasionado del conocimiento y al modo de estar en el mundo del hombre inteligente y consciente de serlo. Todavía el estudio, aun siendo muy documentado, sistemático y completo, conserva en Balzac la amplia libertad de planteamientos y miras que corresponde a la etapa de formulación expectante de la hipótesis inicial; no presenta la rigurosa descriptividad del cientificismo asentado en conclusiones cerradas que encontramos ya a finales de siglo, en la madurez magnífica del naturalismo zoliano.

Tal vez tenga esto que ver, siquiera de modo indirecto o análogo, con el proceso de consolidación del entramado social que se va fraguando durante el siglo. Es cierto que Balzac retrata muy conscientemente a la sociedad de su tiempo; es cierto que los patrones de conducta que rigen esa sociedad están empezando a apuntar peligrosamente hacia la consolidación de la gran cultura —si se la puede llamar así— del dinero como único referente social digno de interés, y es cierto que Balzac lo ve, lo sabe y lo denuncia. Pero no es menos cierto que, cuando escribe Zola lo más característico de su producción, ya en el último tercio del siglo, esa estructura social se ha consolidado definitivamente, de manera inamovible y sin dejar resquicios a ningún otro tipo de valores.

Tampoco es menos cierto que, en los primeros tiempos de la escritura de Balzac, a los que pertenecen los textos que aquí presentamos, ese incipiente universo burgués que a lo largo del siglo acabará adueñándose en exclusiva de los parámetros sociales de referencia convive aún, y ello no es irrelevante, con el pleno auge del Romanticismo.

El Romanticismo y la contradicción

A nadie se le oculta, ni necesita explicación, la evidencia de que Balzac, propiamente hablando, no es un escritor romántico. En efecto, no pertenece ni social ni espiritualmente, aunque podría pertenecer por edad, al grupo de los desheredados de la Revolución que expresan en textos autobiográficos su íntimo malestar por no poder acomodarse a la realidad del mundo nuevo que les ha tocado vivir. De hecho, la intención de escritura de Balzac es conscientemente realista. Es decir: no es que nosotros, desde nuestra distancia histórica, podamos leer en sus textos una crónica de su tiempo, que aparece como telón de fondo involuntario mientras el autor expresa su dolor particular, sino que Balzac se propone clara y conscientemente retratar con espíritu crítico la sociedad en la que vive.

Pero Balzac, como literato, hereda (o tal vez posee de natura) una desmesura creativa que, si bien no se traduce en hipertrofia emocional al uso en la superficie del texto, sí responde muy bien, por momentos, y según los temas de los que trate, a la estética y a la tópica literaria de la imaginación romántica, que, a pesar de todo, aún es la que impera en el momento histórico de escritura al que pertenecen los relatos presentados en esta edición.

Al margen de esto, pero con relación indirecta, en algunos de estos textos recurre Balzac, por diferentes razones, a la presentación de su trama narrativa en fechas muy alejadas de su propio momento histórico (por ejemplo, la acción de El niño maldito se sitúa en la Francia del siglo XVI) o en lugares geográficos ajenos a París (el mismo Niño maldito y Un drama a la orilla del mar transcurren íntegramente en la Bretaña; La búsqueda del Absoluto transcurre en Douai, ciudad francesa en tiempos de Balzac, pero que antaño había pertenecido a Flandes, y la narración presenta múltiples referencias al pasado histórico de esa tierra) y a veces ni siquiera situados en Francia (por ejemplo, la acción de Las Marana da comienzo en Tarragona durante el cerco napoleónico, y Massimilla Doni transcurre íntegramente en Venecia, también bajo la férula imperial del corso).

Estrictamente hablando, tampoco estas licencias componen textos que se puedan calificar de novela histórica, pero no es menos cierto que esa mirada al pasado es otra de las características de la escritura romántica, que busca referentes en la Antigüedad a falta de asideros contemporáneos para situarse.

Veremos, a pesar de todo, que la característica romántica más acusada de los textos balzacianos de esta época es la presentación de la naturaleza como metáfora, metonimia o, incluso, alter ego de algún personaje —aunque no solo presenta esa vertiente, también otras de las que hablaremos más tarde—. Asimismo, entronca con la idealización romántica cierto concepto de la mujer, pero, a decir verdad, tiene esa idealización conexiones con un aspecto particular de la percepción balzaciana que está enraizado en otro lugar, y del que también hablaremos más tarde.

Las mujeres

Nos falta por añadir a este ya complejo esbozo una penúltima pieza, que quizá se sitúa en otro plano de estas breves reflexiones iniciales, pero no por eso deja de tener importancia, dado que configura muchas páginas del universo del autor. Nos referimos a la peculiar y dicotómica relación que mantiene el autor con la mujer. Al menos, en la escritura.

Ya dijimos que la vida de Balzac está marcada a fuego, desde su infancia, con el estigma imborrable de un doloroso y perpetuo desencuentro con su madre. Resentida y corta de alcances, ella no pierde momento ni ocasión para manifestarle explícitamente su odio y su desprecio, y el hijo no consigue nunca darle la vuelta a esa situación y predisponer a la madre en su favor, a pesar de todos sus esfuerzos, sus logros literarios, el reconocimiento público de su talento y el esfuerzo de su mejor voluntad.

No hace falta ser experto en psicología ni en relaciones humanas para comprender que esta situación supone una tremenda carencia infantil, y que el añadido del odio es mucho más cruel que la pura ausencia de la madre, por ejemplo, en el hipotético caso de que esta hubiera muerto de sobreparto o durante la infancia de Balzac. Nos encontramos, pues, al niño que no solo sufre la carencia de la orfandad emocional, sino que vive y crece con la conciencia íntima de saberse objeto de desprecio de su madre. No es difícil entender que un niño sometido a esa agresión quede marcado para siempre. Ese tipo de herida emocional no sana ni siquiera cuando más tarde se produce un cambio en la actitud del adulto agresor. Pero, además, es sabido que, en el caso de Balzac, aquel nunca se produjo.

En lo que atañe a las mujeres, con estos antecedentes, a nadie sorprenderá ver que Balzac se debate toda su vida entre dos tendencias opuestas: por un lado, el culto de latría profesado sin rebozo a una imagen angelical de la mujer, fabricada en el espejo del más absoluto idealismo a partir de la vivencia negativa de lo femenino recogida tan temprano y de modo tan cruel en el ámbito familiar. Por otro, la adoración profana de una mujer ardiente y sensual, libre y con iniciativa propia en el ejercicio de su sexualidad, valiente y decidida, a la que muchas veces ensueña con rasgos mediterráneos o, podríamos decir de modo genérico, exóticos.

Las mujeres que describe Balzac en sus textos oscilan con mucha frecuencia entre estos dos prototipos: en un extremo, lo que él considera —y así lo describe— la sustancia pura de la femineidad en su más alta y sublime expresión, es decir, la condición de ángel: la abnegación hasta el martirio, el sometimiento y la entrega absoluta de la mujer a la figura del varón —casi siempre su marido—, hasta el punto de eclipsarse ella y perder por completo su propia identidad y su libre albedrío. En el otro extremo, la mujer ardiente, incitante y desenvuelta, que a veces, sea prostituta o no, revela una condición artera e interesada bajo el irresistible gancho de su atractivo sexual.

Es fama que Balzac —en otra vertiente expansiva y, al parecer, no menos fogosa de su gran potencia creadora— fue un gran buscador de ocasiones galantes, que, por cierto, según dice la crónica, nunca le faltaron. Si bien es forzoso reconocer que su físico nunca fue seductor per se, al parecer, suplía su falta de encantos materiales con el atractivo más o menos infalible de su fama literaria —notoria a partir de cierto momento— y, sobre todo, con el desbordante encanto de su conversación y la imbatible agudeza de su ingenio verbal. La palabra, tanto en la intimidad de la escritura como en el mundo social de los salones, le salvaba una vez más del abismo, y lograba para él, con un breve giro de muñeca, lo que no alcanzaba de inmediato la pura realidad de su físico poco agraciado.

Junto a estos episodios mundanos, que tampoco merecen más comentario, cobran una presencia decisiva tres mujeres, fundamentales en la vida de Balzac.

Empezaremos recordando la cálida figura de Zulma Carraud, amiga desde la infancia de Laure, la hermana del autor. Balzac mantendrá con Zulma, desde 1829, una jugosa correspondencia regular en la que tratará todo tipo de asuntos personales, opiniones sobre la realidad política y, muchas veces, explicaciones de sus esbozos y proyectos literarios, y también críticas o comentarios relativos a diferentes aspectos de su propia producción. Zulma Carraud y su marido no desmintieron nunca la amistad familiar de tantos años, y recibieron varias veces a Balzac en su casa de Angulema.

Pero, al margen de esta gran amistad, ya en el plano de la intimidad amorosa, Balzac mantiene relaciones durante muchos años con dos mujeres que marcarán su vida. Por un lado, Mme. Laure de Berny, mucho mayor en edad que el autor, que encontró en la juventud y en el talento de este el gozo y la expansión que no podía proporcionarle un matrimonio convencional, y que ocupó junto a Balzac durante largos años el lugar de confidente, amiga, consejera, protectora y alma generosa, entregada y siempre dispuesta a velar por él en todos los terrenos. Por otro lado, Mme. Eveline Hanska, esposa del conde Hanski, mayor que ella y enfermo; mujer culta y amante de las letras francesas que en 1832 inició una correspondencia espontánea con Balzac tras leer algunas de sus obras. Esto dio pie a un gran amor que, durante los muchos años que duró el matrimonio de la condesa, tuvo que acomodarse a una relación epistolar, salpicada de encuentros esporádicos. Finalmente, tras enviudar y superar ella misma muchas reticencias personales, en 1850, Mme. Hanska consintió por fin en casarse con Balzac, cosa que él siempre deseó y por la que porfió ardientemente durante sus largos años de correspondencia. Aunque de poco le aprovechó el logro al autor: tres meses después de contraer matrimonio, en agosto de ese mismo año, murió Balzac de peritonitis gangrenosa, envenenado por su consumo compulsivo de café y agotado de esfuerzos creadores y agitaciones vitales de todo tipo.

La escritura balzaciana

Comprenderá el lector después de todo lo dicho que intentar hablar de la escritura balzaciana es, cuando menos, una pretensión megalómana por nuestra parte, amén de tarea imposible por la extensión de lo que englobaría el epígrafe.

A pesar de todo, la riqueza y la variedad de estos textos nos convida a presentarlos haciendo una incursión que los sitúe dentro de la obra general del autor y después considere algunos aspectos específicos. Por supuesto, nada de esto va a dar razón de todo su contenido, pero sí puede plantear temas de conversación con los diferentes relatos o, incluso, en la mente del lector, diatribas de opinión con muchas de las propuestas del propio autor y de nuestra lectura.

Empecemos por lo más sencillo y evidente, por caracteres anecdóticos de la escritura, antes de pasar a consideraciones de relevancia algo mayor.

Es cierto que, si bien nuestra edición no los recoge todos, estos textos filosóficos que presentamos componen un corpus específico dentro del ingente universo narrativo de La comedia humana. Pero también es cierto que el autor no desmiente en ellos sus modos habituales de escritura, que el lector encontrará —en lo tocante a los aspectos de superficie que señalamos ahora— igualmente representados en cualesquiera otras de sus grandes novelas.

Es práctica común de la narrativa balzaciana, por ejemplo, el realizar un estudio previo que responde a un interés real de su curiosidad personal, a una afinidad inmediata de sus intereses o gustos particulares, o a una necesidad impuesta por la propia naturaleza del tema que va a tratar. En esos casos, como ya hemos apuntado unos párrafos más arriba, dicho estudio es sistemático y coherente, y se refleja en la escritura con seriedad exhaustiva. Pero otras veces Balzac atropella las conclusiones, o las fuerza para que le entren en el ejemplo que quiere construir con su narración, sin cuidarse en exceso del rigor ni de la solidez de sus razonamientos, alterando datos o mezclando cosas que no van juntas.

A veces, empeñado en navegar por mundos que le quedan muy lejos, tiene que recurrir a especialistas que le asesoren en disciplinas que no conoce, y de cuya técnica no posee, por consiguiente, ninguna información válida de primera mano. Por ejemplo, la música o la pintura. En esos casos, más de una vez tergiversa los datos que le dan y los transcribe como puede, con errores, con licencias... También se permite errores y licencias en la transcripción de enunciados en otros idiomas. Pero, si en la letra falla o tropieza, en el espíritu, Balzac sabe muy bien el fin que persigue, y, a pesar de sus errores, su esfuerzo por situar en la realidad material sus planteamientos y documentarlos siempre es fértil y logra su propósito, porque todo lo que propone sirve adecuadamente a la narración.

Lo mismo le ocurre, y lo hace sin rebozo alguno, en la descripción física de los lugares que sirven de marco a la acción. Cuando los conoce, los describe exhaustivamente, con un detalle que a veces resulta excesivamente prolijo, aunque él lo justifica por razones que luego veremos. Cuando no los conoce, o no le interesan, o no sirven a su intención, pasa de largo situando apenas las dos o tres referencias generales que necesita para que la acción avance, y sin cuidarse en absoluto de la verosimilitud descriptiva. Tampoco duda, cuando le hace falta, en alterar la fisonomía de los paisajes y lugares reales que describe, con el fin de adaptarlos a las necesidades de su narración, bien sea como escenario específico para una acción concreta, bien como marco para la creación de un clima determinado en la tensión narrativa.

Pero, al margen de estos detalles mecánicos, que nos ayudan a reconocer la apariencia externa del universo narrativo balzaciano y a sortear los escollos y los espejismos —a veces muy desconcertantes para el lector— de sus descuidos, despistes o licencias, debemos entrar de modo más concreto en los planteamientos de los textos que componen la edición.

Los «Cuentos filosóficos» de Balzac

Esa paradoja andante que es el hombre Balzac empieza a escribir con una conciencia lúcida de su propia capacidad, pero que se debate entre varios aspectos más o menos imposibles. Por un lado, la descripción fiel de unos parámetros sociales que le hacen prever un futuro colectivo indeseable a sus ojos. Por otro, la necesidad de dar curso a una tensión de absoluto para la que la escritura es un campo de elección, puesto que el dominio de la palabra da al autor libertad para no limitar su vuelo. Añadamos el conocimiento de muchas disciplinas que anclan los textos al suelo en descripciones clínicas y científicas, pero también el conocimiento de otras muchas disciplinas que se llevan la percepción al plano del deseo y del absoluto irrealizable, o realizable tan solo en la ficción verbal... y todo ello al servicio de una reflexión personal que, utilizando la creación verbal como escalera de Jacob, sube y baja constantemente y sin solución de continuidad desde la planicie más insulsa del mundo real hasta los espacios más seráficos de la perfección soñada.

La intención es grandiosa y exhaustiva, y la capacidad del autor también. Pero es forzoso darles una forma concreta a esos sueños de absoluto, o no se convertirán jamás en texto, ni el lector podrá acceder a ellos, ni siquiera de la mano de tan experto guía. De esta tensión entre lo absoluto y lo concreto nacen todos los relatos. Naturalmente, la intención última de todos ellos obedece a este mismo principio, pero la superficie de cada uno transita por mundos distintos, y no en todos con igual fortuna. O, mejor dicho, con igual coherencia.

Algunos de ellos se iniciaron con un propósito que no se culminó, y su resultado final fue a parar a un lugar imprevisto o que, cuando menos, no completó la intención inicial del autor. Quizá porque la necesidad de acabar cuanto antes para poder entregar el texto en el plazo apalabrado con el editor no permitiera a Balzac escribir con la serenidad necesaria para cumplir con sus propias intenciones. Quizá porque, simplemente, la propia deriva de la escritura le fuera llevando adonde inicialmente no pensó, o porque la pujanza interna de algunos temas o aspectos de la narración, inicialmente previstos como tangenciales, fuera cobrando carta de naturaleza hasta el punto de desviar el texto entero hacia sus propios intereses. Quizá por otras razones.

Comoquiera que sea, y junto a otros muchos aspectos narrativos más de superficie, que no se anulan unos a otros ni estorban la presencia de la reflexión filosófica, en todos los textos aparece algún tema —no siempre el mismo ni con la misma fuerza— que los conecta a todos entre sí y a cada uno de ellos —o a varios— con alguno —o con varios— de los aspectos inmateriales o esotéricos que hemos señalado anteriormente.

En La obra maestra desconocida se plantea la filosofía del arte, el misterio de la creación artística, con la pintura como contexto y telón de fondo. En Massimilla Doni se habla también del arte, pero esta vez referido de modo concreto a la creación musical1. En Un drama a la orilla del mar aparece la sensibilidad especial de Louis Lambert para llevarnos a las profundidades de un oscuro episodio familiar a cuyo relato tiene acceso. En Las Marana, sobre un fondo cambiante del que hablaremos después, se hace referencia a la capacidad intuitiva de la mente de una madre que traspasa tiempos y espacios para acudir al lado de su hija cuando presiente, sin que nadie se lo diga, pero sin error, que esta la necesita. En Melmoth reconciliado se presenta el diablo redivivo que viene a comprar el alma de un insignificante cajero de la floreciente banca parisina y le dota de poderes excepcionales. En El niño maldito se desarrollan también, con un fondo histórico que sirve de contexto, las extraordinarias percepciones mentales y sensoriales de un ser físicamente mermado, pero cuya sensibilidad especialísima es capaz de lograr la fusión anhelada, fuera del tiempo y del espacio, con la naturaleza y con el espíritu de su amada. Por fin, en La búsqueda del Absoluto, con la historia de Flandes como marco de respeto y la ciencia positiva decimonónica como contexto real, se exploran los límites de la locura y de la propia ciencia.

Por supuesto que estos, aunque son los aspectos que conectan entre sí la lógica de la edición, no son los únicos que aparecen en los diferentes textos, ni tampoco son unívocos ni anulan la complejidad narrativa del entramado de cada una de las historias. De modo que veamos un poco más en detalle la trama básica y el alcance de cada una de las narraciones.

Un drama a la orilla del mar

Es este un hermoso —aunque breve— relato cuyos protagonistas, obedeciendo a la inveterada costumbre de Balzac de hacer aparecer a los personajes de algunas de sus novelas en otras, con el fin de crear un entramado social verosímil, son Louis Lambert (el niño filósofo protagonista de la novela homónima, que a su vez es un trasunto bastante fiable de lo que fue el propio Balzac durante sus años de internado) y la que más tarde será su mujer en la ficción, Pauline de Villenoix.

No podemos dejar de señalar la asombrosa precisión de detalle con la que Balzac compone su ingente universo narrativo: en Louis Lambert se menciona de pasada el viaje de placer que realiza el protagonista a la Bretaña —concretamente, a la región de Le Croisic—, y también las cartas que desde allí escribe a su tío, un venerable sacerdote. A su vez, en Un drama a la orilla del mar, hacia el final del texto y seguramente debido a la impresión que causa lo que en él se cuenta en la exacerbada sensibilidad del protagonista, se habla de trastornos físicos, dolores de cabeza, fiebres... y, en perfecta correlación, Louis Lambert termina con la locura y la muerte del personaje.

Es, pues, este relato una especie de fragmento episódico extrapolado de otra narración del autor, en la que se menciona de pasada pero no se desarrolla. La materia narrada en Un drama..., por su parte, encaja perfectamente en la mención que se hace en Louis Lambert, tanto en las referencias espacio-temporales concretas (lugares, fechas) como en la lógica de las circunstancias narrativas que preceden y siguen al breve episodio veraniego. De hecho, Un drama... se presenta como una carta escrita por Louis a su tío, en la que le relata la circunstancia vivida con Pauline en Le Croisic.

Los dos veraneantes, tras un estimulante baño en el mar, se encuentran por casualidad con un humildísimo pescador que regresa a su casa con el flaco producto de su trabajo, y le ofrecen una generosa cantidad de dinero a cambio de que les sirva de guía en una excursión a pie por la zona. Durante el paseo, llegan a un punto en el que se encuentran con una extraña figura: un hombre de cierta edad, barbudo, desharrapado, sentado al pie de una roca, inmóvil, con la vista fija en el mar. El pescador les cuenta la historia de ese hombre, y ese es el cuerpo argumental del relato, si bien, como hemos dicho, a última hora volvemos al contexto real para que Louis cierre su carta y nos cuente el efecto devastador que ha tenido en su salud la impresión recibida por el contenido de dicha historia.

Louis es, en efecto, un ser con una sensibilidad excepcional, y este es el aspecto que enlaza este breve relato con el grueso de los que en esta edición se presentan. Aunque el desarrollo real del personaje se produce, como es lógico, en la extensión narrativa de Louis Lambert, apuntan en esta extrapolación datos que completan la información sobre el personaje. Y, sobre todo, aparecen aspectos que hermanan la especial configuración de la sensibilidad de Louis con la de Étienne, el protagonista de El niño maldito, y también la presencia significante del mar, si bien esta presencia no ancla su relación directamente con Louis, sino con el hombre sentado al pie de la roca cuya historia se nos cuenta.

El niño maldito

Sitúa Balzac la acción de este relato en la Francia del siglo XVI, sacudida por las guerras de religión entre católicos y protestantes, y concretamente en un predio de rancio abolengo feudal situado en la región de Bretaña. Los personajes son inventados, pero la precisión de las referencias históricas da al texto una verosimilitud total.

Al parecer, la intención primera de Balzac —a la sazón liberal acérrimo— fue escribir una diatriba contra el feudalismo, con ánimo de contrarrestar la idea contraria expresada por Vigny en su Cinq-Mars (1826). Pensaba también Balzac aprovechar el contexto nobiliario y heráldico presentado en este relato para desarrollar un asunto sobre el que había leído bastante porque le producía interés personal, a saber, el tema de la herencia, del linaje y de los conflictos aportados en estas cuestiones por la dificultad de llevar con precisión las cuentas del embarazo. Balzac estudia la literatura médica de su época, lee también documentos en los que ya médicos muy renombrados y respetados advierten desde antiguo que la cuenta de la gestación no puede ser exacta y, mediante estas advertencias, procuran salvaguardar la integridad física y el honor de las mujeres, ofreciendo argumentos científicos —o simplemente recogidos de la experiencia práctica de la medicina— que puedan aplacar la ira de los padres ante el parto prematuro del primer hijo, y también ante los caprichos de la genética, cuyos mecanismos, inexplicables pero descritos ya en tratados de medicina desde tiempos muy remotos, hacen que un hijo pueda perfectamente no presentar parecido alguno con su padre biológico y legítimo.

Este fue el origen del relato, y con él se mezclaron otros temas que, finalmente, acabaron acaparando la sustancia narrativa y dejaron reducidos a un segundo plano estos planteamientos iniciales, que siguen vivos en el texto pero no copan ni articulan el grueso de la narración.

En efecto, junto a estas cuestiones heráldicas, de herencia y de iras paternas y victimismos de mujeres injustamente acusadas de relaciones ilícitas por los caprichos de la biología o de la inconstante luna, se planteaba Balzac desarrollar en este relato otro tema que también entraba dentro de sus intereses, si no preocupaciones, personales: la perfección anímica y el desarrollo de una sensibilidad excepcional —por su intensidad y por la multiplicidad de sus conexiones y percepciones extrasensoriales— que muestra una criatura venida al mundo con taras físicas.

Étienne de Hérouville, el protagonista de El niño maldito, es un niño prematuro, maldecido y repudiado por su padre, quien, al ver que el parto se presenta de improviso mucho antes de su término natural, y —lo que es más y peor— al ver que el engendro nacido no presenta ningún parecido con él ni ningún rasgo reconocible de la robusta complexión paterna, no duda en acusar a su esposa de adulterio, trayendo a colación la figura de un caballero al que ella amaba y al que él mismo la forzó a renunciar en un turbio episodio de abuso de poder.

Con la ayuda de un médico rural que asiste el parto, la madre consigue salvar su propia vida y la del niño, y se va a vivir con él fuera del castillo, a una casita situada dentro de los predios de Hérouville, pero a la orilla del mar.

A partir de aquí, Étienne crecerá en contacto directo con la naturaleza, y acabará desarrollando una especie de identidad entre filosófica y artística con el mar, una sensibilidad especial y una serie de percepciones asombrosas.

Las Marana

Este texto, al igual que El niño maldito, fue concebido inicialmente de un modo que luego derivó hacia un resultado diferente del previsto.

Al parecer, Balzac pretendía en un principio escribir un relato breve que girase en torno al tema del honor, llevado a sus últimas consecuencias. Evidentemente, ya de entrada y aun antes de componerle una trama adecuada, un tema como ese, que rezuma pasión por todos los poros, pedía a gritos un contexto mediterráneo. Esta vez es España el lugar escogido para el desarrollo narrativo y, concretamente, la ciudad de Tarragona, sometida al saqueo de las tropas napoleónicas.

Durante el atropello y la barahúnda de la toma de la ciudad, un joven capitán del ejército, de ascendencia italiana y llamado Montefiore, ve a una muchacha de singular belleza en una ventana y busca con artimañas el modo de lograr que su familia lo acoja como huésped. De ahí a la seducción de la muchacha —que lleva por nombre Juana— no habrá más que un paso, evidentemente. Y con esto está planteado el conflicto.

En el esquema inicial del autor, el conjunto se iba a componer de tres partes. Tras describir en la primera la seducción de Juana, la segunda se planteaba, sobre el papel, como un breve episodio puramente narrativo en el que se refirieran de pasada los quince años de matrimonio de Juana transcurridos hasta el momento del desenlace, y, finalmente, la tercera parte volvería a la acción y haría eco a la primera, resolviéndose en ella de modo cruento el conflicto de honor planteado por la seducción inicial.

El resultado respeta solo en parte este planteamiento. Juana es, en efecto, seducida con malas artes por el capitán Montefiore, pero, aunque se enamora realmente de él, renuncia por orgullo a convertirse en su esposa en cuanto, apenas descubierto el engaño, comprende su cobardía y su bajísima catadura moral. Finalmente, apremiada por su madre, de la que luego hablaremos, Juana accede a remediar su honra casándose con Diard, un compañero de armas de Montefiore que acierta a llegar justo a tiempo para recoger los platos rotos en beneficio propio.

Como decíamos, y según consta en los planes de redacción trazados en borradores y cartas personales dirigidas a Zulma Carraud, Balzac pensaba dedicar apenas unas páginas al episodio inicial, que iba a ser un simple planteamiento que permitiera el desarrollo del tema del honor. Ahora bien, de hecho, si consideramos el texto dividiéndolo en las tres partes de las que inicialmente iba a constar (la seducción, el matrimonio forzado y el desenlace), observamos una asimetría curiosa: todo el primer bloque narrativo (la seducción) es igual de largo que las otras dos partes juntas, y, como planteamiento de antecedentes, su gran extensión habría convenido más a una novela de gran formato que a un relato nacido con vocación de brevedad.

A su vez, el segundo bloque, que iba a ser el breve relato en elipsis de los quince años de matrimonio que lleva vividos Juana con Diard cuando se produce la resolución del conflicto, alcanza un desarrollo también mucho mayor de lo que cabía esperar (y sobre todo, de un tono distinto al del resto de la narración); y por fin el tercero y último resuelve la historia, en efecto, recogiendo el tono y los avatares rocambolescos de la primera parte, pero de modo mucho más breve y atropellado de lo que hacía prever la intención del autor.

No es infrecuente que un autor traicione sus planes iniciales de composición, ni hay nada reprochable en ello. Pero es curioso el desarrollo que adquiere esa segunda parte, que transcurre íntegramente en París, y cuyo protagonista en realidad es Diard, el marido de Juana. Balzac se explaya mucho más de lo previsto, seguramente impelido por una fiebre involuntaria que le lleva la mano sola y le hace extenderse al describir el mundo parisino, los afanes de medrar, las maniobras de la sociedad considerada respetable para conseguir bienes y prebendas, para obtener favores pagados con sobornos y con toda clase de artimañas, tal vez legales, pero moralmente rastreras, si no delictivas.

Dentro de este mundo, la pureza del honor de Juana no tiene cabida, de modo que ella se mantiene al margen; aparece tan solo como anfitriona consorte de las fiestas sociales que se dan en su casa, y cede el protagonismo a Diard, el mediocre que lo intenta todo —y todo en vano, por supuesto— para encumbrarse en sociedad y acceder a algún cargo de relumbrón que le proporcione el dinero necesario para ganarse el respeto social que no le granjea la cortedad declarada de sus capacidades.

El texto —no podía ser menos— acaba de manera trágica: Diard se da al juego, se reencuentra accidentalmente con Montefiore en una timba y, finalmente, lo mata a traición para robarle un dinero (y seguramente también en venganza tardía y desplazada por la infelicidad de su matrimonio con Juana y por haber engendrado en ella un primer hijo al que ella visiblemente adora, a pesar de sus vanos intentos de disimularlo). De regreso a su casa, acosado por la justicia, Diard planea huir cobardemente, pero Juana lo mata sin vacilar con sus propias manos para librar a sus hijos de la ignominia que les supondría vivir con el estigma de la cobardía de su padre.