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Libro de cuentos sobre temas de La Habana. Prosa poética de amplio contenido humano. "Con una mirada de antropóloga, Ileana nos sumerge en las cavernas de la existencia urbana que hubieran sido las delicias del escritor francés Georges Perec, aficionado impenitente del culto a las ciudades. O como el cubano Alejo Carpentier, quien dedicó páginas memorables a ese urbanismo al que debemos regresar de tiempo en tiempo."
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Seitenzahl: 154
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Edición y corrección: Eliana Dávila Rodríguez
Ilustración de cubierta e interiores: Ileana Mulet Batista
Diseño y emplane versión impresa: Joyce Hidalgo-Gato Barreiro
Conversión e-book: Rafael Lago Sarichev
© Ileana Mulet Batista, 2018
© Sobre la presente edición:
Ediciones Cubanas, 2018
ISBN 978-959-7245-98-8
Sin la autorización de la Editorial
queda prohibido todo tipo de reproducción
o distribución del contenido.
Ediciones Cubanas, ARTEX
5ta. ave., esq. a 94, Miramar, Playa, Cuba
E-mail: [email protected]
Telf: (53-7) 204 5492, 204 3586, 204 4132
Sobre el autor
PALABRAS PRELIMINARES
Al lector
Noticia
Intimidad
Del jardín a la ventana
Dulces finos
Hornilla vieja
Hombre
El espíritu de Gabriel
Cráter
Había nacido de pie
Los pájaros dejan el rastro de su olor
Boca llena de pliegues
La soledad no sabe de pócimas
Tiempo
Cuencas vacías
El Chino
Tírate
Autos
Manon
La cadena de oro
Libre
Soledad compartida
Escojo ese momento
Rehén
72.13 cualquier número en euros
Noche de brujas
Qué pena, Emilio…
Pan
Se me dio
Ladrón de corazones
Balada para un final con sombrero puesto
A todos nos pican cangrejitos
El bate
De nuevo el calor como toros sueltos en la ciudad
Hisssdiocrisacea Bell
Marabú
Entrevista de la poeta con el psicólogo
Forastera de paso por Macondo
Reunión de soñadores
Ileana Mulet Batista (Holguín, 1952). Pintora, poeta y narradora. Estudió artes plásticas en la Escuela de San Alejandro. Es graduada en diseño de Interiores y diseño de Vestuario, especialidades donde se ha desempeñado durante años. Posee más de treinta exposiciones personales de pinturas, dibujos e instalaciones, combinando, en algunas, el tema poético con el arte de la plástica, y más de sesenta exposiciones colectivas, dentro y fuera del país. En 2008 participó en el 9º Encuentro Internacional Literario aBrace, Casa de la Poesía, La Habana, Cuba. Fue incluida en la antología latinoamericana Juegos florales (2010), con poemas en portugués y español, Editorial aBrace, Montevideo, Uruguay. Su obra poética ha sido incluida en las revistas Cenesex y Universidad de La Habana. Ha publicado los poemarios ¿Quién golpea las puertas?, Ediciones Cubanas, 2013, y Del dolor a las mieles, Ediciones Extramuros, 2016. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.
Eusebio Leal, visionario como pocos, atrapó la sensibilidad de la artista Ileana Mulet mediante una frase inolvidable: «Como en puntas de pies, ha ingresado en el escenario de las bellas artes quien lleva la ciudad en su corazón más que en la retina de los ojos.»1
Así es, así ha sido la experiencia de una creadora que, a lo largo de los años, ha sido visitada por la inspiración y, a la vez, por la necesidad de arte junto a esa carga enorme del esfuerzo personal y la dedicación a toda prueba.
De modo tal que Ileana ha ido transcurriendo —en su fiel escritura— de las luces y sombras proverbiales de nuestra ciudad, traspasándolas, hacia el mismísimo corazón de sus habitantes —no siempre ejemplares—, y en eso radica la fuerza de estas páginas que leemos como quien las vence a través de un pincel cubanísimo que se ha transformado en una pluma al viento. Toda frase, todo modismo, se reflejan aquí con enorme propiedad y, sobre todo, con un oído envidiable entrenado para captar el espíritu de cada carácter, de cada personalidad, como quien va del pincel al testimonio, es decir, de las imágenes a las palabras, y viceversa.
Su talento nos sorprende ahora con una mirada única hacia La Habana y hacia esa dinámica suya, de ambas, inexplicable, aunque descrita en estas originales viñetas con una eficacia y un estilo que nos la devuelve como un todo indivisible, con sus penas y glorias, nuestras, antes de haberse podido apropiar, como autora, de las esencias más puras de todo lo que respira por sus calles, atravesándolas, porque le devuelve su historia y ese misterio innombrable que ronda en cada esquina y en cada suspiro de sus habitantes, los más complejos, los más sencillos. Con una mirada de antropóloga, Ileana nos sumerge en las cavernas de la existencia urbana que hubieran sido las delicias del escritor francés Georges Perec,2 aficionado impenitente del culto a las ciudades. O como el cubano Alejo Carpentier, quien dedicó páginas memorables a ese urbanismo al que debemos regresar de tiempo en tiempo.
Así describió Alejo esa Habana revisitada en nuestros días por Ileana Mulet:
En todos los tiempos fue la calle cubana bulliciosa y parlera, con sus responsos de pregones, sus buhoneros entrometidos […], sus carros de frutas […], tan atractivos ayer en los escenarios de bufos, como más tarde, en la vasta imaginería —mitología— de mulatas barrocas en genio y figura, negras ocurrentes y comadres presumidas, pintiparadas, culiparadas, trabadas en regateos de lucimiento con el viandero de las cestas, el carbonero de carros entoldados a la manera goyesca, el heladero…3 digamos hoy que ambulantes.
Porque una ciudad no es solo sus edificaciones y monumentos, sino el ánimo de los seres que la habitan para trabajar, amarse y, mientras tanto, cabalgar por los mismos rincones y compartir la plenitud de una vida tangible.
Lo cierto es que solo el ojo zahorí de esta mujer nos adentra en personajes populares que deambulan, como hormiguitas incansables que, en su rumbo diario, van cambiando la vida que está a su alcance y que pueden tocar con la mano, como quien está seguro de que un mundo mejor es posible. Ese es el acto de fe que entrega a los lectores Ileana Mulet en sus Cuentos sobre la tierra húmeda.
Nancy Morejón
La Habana, 14 de junio, 2017
Algunos poetas, como Sully-Prudhomme, encarnan con maestría amores complejos y sus consecuencias. El escritor Fiodor Dostoievski no pudo comulgar con el amor sin matizar las emociones y los hechos con atmósferas raras y posturas dramáticas.
Mi obra literaria y de pintura transita furtiva y desempolva ambientes que no por cotidianos dejan de tener abismos turbios. No puedo nombrar el amor y su caída: «Caricias pasajeras / palmas sin penachos / que inútilmente lloran por su fusión.»
Las ciudades del mundo se yerguen pobladas o solitarias entre nubes de diversos valores que bajan en cuajarones y promueven un gran temporal; en la ciudad de mis cuentos estruendos de lluvias continuas estremecen todo a su paso. Luego las ventanas se abren con misterio y comienzan historias que salen a la luz después de permanecer encerradas por horas; presidiarias caricias entre el familiar vaho que emparenta con el diablo cruel. Un cuento más en la ciudad espectacular y a la vez burlesca. Ella coquetea al amor con su pelambre verde y engendra casi todas las historias de este libro: carne de Venus que recoge su enagua y se pierde siempre en el horizonte maltusiano. Entre telas de arañas nacen rumores, engaños. Los habitantes comentan:
—¿Cuándo será que vendrá el Armagedón? Gocemos esta vida porque no sabemos lo que vendrá después…
—Chis, so penco —dice un poblador ebrio—: ¡Se murió el Chino, se acaba de joder el último chino!
¡Qué calor!, tengo que deshacerme de los abrigos, pues de solo verlos me sofoco… Aflojan infortunios como flores perfumadas con alcohol donde se pudren las esperanzas. ¿Se esfuman las esperanzas para algunos mortales? ¡Ciudad, ármate de valor y aplica sentencia! Hoy morirán las penas en nombre del rey, no, en nombre de los parlantes que agonizan.
En los campos todo parece cambiar, pero oímos decir que «el mal tiempo llegó, corrieron a la guajira con plan de machete..., azotaron a los perros». Es llevadero si no se me ocurre preguntar qué está pasando por ahí, con sus bailes dramáticos que acaban como noches de carnavales en ciudades tumultuosas, mortales en un hospital sin reconocerse por la borrachera, y otras atrocidades que no se cuentan porque escasea la prensa amarillista. El verde tiene colchones para el descanso, un sabor delicioso que sumerge a los pobladores en pasiones profundas.
En un barrio añejo, desde el mirador de la Loma del Ángel, la luz se pierde sobre sortilegios de la ciudad, menguan preocupaciones, o se apilan sigilosas en un rincón; zozobra en la siesta. No puedo arrancarle a mi corazón un pétalo más, o una pluma gris de mis alas añejas. Observo con pasión esa mole de viviendas modernas o viejas. Ellas y los seres vivos que las habitan cuentan historias a veces prohibidas a su publicación, y lo digo, que guardo en mi memoria cientos de ellas. ¡Qué bueno que los europeos llegan aquí viendo nuestra pobreza con cierta dignidad ingenua! No tenemos tiempo para pensar en el suicidio porque estamos libres aún de bancarrotas y desalojos. ¿Fango he dicho? ¡Ahora que lo pienso bien, siento miedo de bajar escaleras envejecidas! Bajar escaleras, planes desbaratados y fango.
Me conformo por ahora con situar un polvillo de curiosidad ante sus ojos. Son verdades que de imaginadas tienen muy poco. Escribo para ustedes un trozo de poema titulado «Sombre oblicua.» «Surca el fondo y pasa por el añejo postigo / por portales en sombras / y avanza abigarrado pueblo con sus colores / avalancha humana / semeja un rombo / la variedad de razas bloquea los espacios / el lirio asoma sobre balcón desconchado / y mi gusto hostil se pone a prueba. / El sol llega con hedor / la llama se instala en el alma en las calles y portales/ temores ante una puerta. / Sombra en mi almohada.»
Escritores como Guy Demaupasant, Baudelaire, Gabriel García Márquez, que fueron capaces de escribir historias asombrosas de amores inconclusos, estarán alertas con un dedo en el colimador. «Era inevitable: el olor de las almendras amargas / le recordaban siempre / el destino de los amores contrariados.»
Ileana Mulet
La Habana, octubre de 2014
Porqueentonces estaba loco es por lo que hoy estoy cuerdo. ¡Oh, filósofo que no ves si no lo instantáneo, qué cortas son tus miradas! Tus ojos no están hechos para seguir el trabajo subterráneo de las pasiones.
Mme. Goethe4
—Vamos a jugar a los deseos —susurró al joven. Ella tomó un libro de Stendhal de su mesa de noche y lo puso en sus manos. Yacían desnudos en una cama sobre una alfombra de sutiles colores.
—Eso me gusta —dijo él pasando sus piernas velludas por entre los muslos desnudos de la mujer, amasándolos a intervalos, a flor de piel, como si en cualquier momento uno de ellos pudiera desaparecer y el otro quedara al desamparo entre pastizales con tormentas repentinas. Convinieron nombrarse Louse de Rênal y Mathilde de La Mole.
—¡Ven aquí, mi querida Mathilde, súbete a mi trono, bebe mi amor como naranjas de semillas blancas en tu boca roja! La empuja hacia las sábanas desordenadas que acababan de caer sobre el piso alfombrado, la toma como un fardo y la impulsa casi hasta el techo en un malabar poco acostumbrado, para ponerla luego en su caballo lleno de bríos, con las piernas temblorosas de ella al lado de sus brazos, y como si estuviera poseso por el diablo, comenzó un tránsito por toda la habitación: «¡Caballo!», dijo riendo y dando giros una y otra vez, para finalmente soltarla en la cama como un animalito muerto, ya en el hormiguero… Ella pensó en huir, pero no lo hizo porque ya estaba enternecida con aquel encuentro.
«Vio desde lejos la cruz de hierro dorado sobre la puerta; se acercó lentamente…» y frotó con la mano libre los cabellos de la mujer, hasta estremecer su delgado cuerpo de azules venas. Cayó el libro audaz de sus manos y atrapó las de ella sumiéndolas en el pubis, en un baile a cuatro manos que duró unos segundos. Bajaron las luces.
—Enciende una vela, amor —dijo él abrazando su cintura como un pájaro que fabrica su nido con finas pajitas del bosque.
—Encenderemos una vela y también mi luz que desprende olores mágicos.
—¿Infestas este recinto con tintes de traición?; ¡haced lo que yo digo…! —Y rieron al unísono. Ella apartó la mirada y los pensamientos tocaron su reloj. Su amigo Nelson los presentó en la Plaza de la Catedral; él iba acompañado de una joven con aires de dueña, y aunque le atrajo de inmediato, se dijo: «Hombre acompañado, hombre ahorcado», pero aun así depositó en sus manos una tarjeta con el pretexto de algún posible trabajo.
Ahora era imposible dejar de escuchar su voz timbrada. «Los recuerdos de estos momentos de heroísmo y de espantosa voluptuosidad la unían a él en el abrazo invencible. La idea del suicidio, tan obsesionante en sí misma, y hasta entonces tan alejada de aquella alma altiva, penetró en ella….» Hizo un gesto para continuar leyendo y retrocedió con tristeza; el rostro del hombre viril colmado de erotismo se posó sobre su pelvis y comenzó el cuerpo a cuerpo, como festín de perros sarnosos. Ella le suplicó que la poseyera sin miramientos, y él le regaló flores mágicas.
—Sabes —le dijo con un brillo en los ojos presunto a la locura—. He dormido entre papeles de periódicos durante semanas: en invierno, en una azotea inhabitada, con la sola compañía del ruido lejano del tren lechero, viendo constantemente cómo se iba abriendo una grieta por el muro que soportó mi mirada ausente durante tiempo. Sé de ese sentimiento; estaba obsesionado con el suicidio, sin amor —digo, sin dinero—, sin una cochina esperanza que justificara mi existencia, eso fue, precisamente, «el Rojo puerco y mi Negro profundo como un pozo»; sudaba de frío, y ya sumido en el último sorbo de marihuana, me masturbaba delante de cualquier pájaro que surcaba el cielo en aquella azotea inmunda. ¡Stendhal debió conocer a aquel hombre y divulgar su cementerio, o ponerlo ante la justicia de Dios! ¡No me importó que me vieran derrotado, y mucho menos que llamaran a la policía como lo hicieron, ni a los psiquiatras que llegaron para convencerme de que el mundo puto, puto mundo, es bello! ¡No te rías, carajo, que recojo y me voy! —Y su rostro se transformó brotando un oscuro tinte de asfixia por sus comisuras.
—¿Cómo crees que pueda reírme? Me pregunto si te hizo daño la sobredosis de alucinógenos… ¿Tú, el poeta, te sumergiste en un túnel de lodo sin llamar al verso para entablar un diálogo con la verdadera poesía?
Pareció desoírla, agarró abundantes periódicos que se apilaban en una mesa, los esparció por el piso tapizando todo el suelo con fotos y temas políticos, luego fue hasta el closet, tomó una caja, la puso de medio lado y se acostó con el rostro refugiado en aquella casa de cartón. Ella creyó que se había quedado dormido; de nuevo volvió a temerle, pero él, como si adivinara que estaba perdiendo terreno, volvió con agrado a la carga: «…Y poder decir que he deseado con tanta pasión esta intimidad perfecta que hoy me deja tan frío… En realidad estoy más contento solo que cuando esta muchacha tan hermosa comparte mi soledad.» Respiró profundo, y ella, más calmada, le sopló el rostro; se sintió el silbido de una boca rosada con olor a tinta de imprenta encima del hombre, entre un envoltorio de hormonas desparramadas «por el túnel de la muerte de las pasiones resueltas, sexo con sexo».
—Debemos comer algo, no acostumbro a hacer largos ayunos, me tiemblan las piernas —comentó ella casi en susurro.
—Come tú, estoy acostumbrado a los ayunos…, pero te acepto una taza de té.
—¿Y unas tostaditas con mantequilla de maní? —comentó ella alegremente.
Cuando la brisa anuncia que ha llegado la mañana, han rayado ya tres líneas en la pared continua a la cama, como los presidiarios que cuentan sus días. Se han hecho ya demasiadas confesiones para permitirse el lujo de introducir dudas que no hayan pasado fugazmente por postigos y oquedades de entrepuertas.
—Mathilde querida… —y dio un salto envuelto en su desnudez, llegando hasta la puerta. Allí quedó como una estatua de Rodin—. Me voy —dijo, y se fue acercando a ella con visible temor de quedar entre sus redes. Se recostó sobre sus senos como un niño con hambre—-. Mi crimen es atroz y fue premeditado —dijo tomándola hacia sí con bravura de macho en celo. Por lo tanto, señores jurados, he merecido la muerte, pero aun cuando fuese menos culpable… —Y como un boxeador dio algunos golpes con atino que ella sintió correr entre sus muslos húmedos. Pidió la mujer un último deseo, pero no se cumplió y quedó rendida.
Cuando despertó se vio en el suelo de su cuarto tapizado de periódicos, como su madre la trajo al mundo, entre anuncios y comentarios que a esta hora carecían de explicación. Notó la ausencia, pero pensó que quizás estaba tomando un baño; se había ido.
Durante varios días caminó por los alrededores de la Catedral, pero nunca lo encontró.
—Se tiró desde una azotea —le dijo Nelson días después.
Ved mi Venus: el cuerpo de mi alma yace…
Guy de Maupassant
Asoma la mañana. La mujer hace cuclillas en el balcón con un shorts tan corto que parece más bien un cinto; con semejante actitud deja remolinos en el viento y nubes gatas que hacen abrir los ojos de cualquier hombre, ¡y tal parece que, en un impulso dramático con solo batir sus caderas, las fuera enviando a la guarida del diablo! Agita los pechos naranjas de chinas con poses dramáticamente inhumanas, como flores en sus labios dulces.